8
El coche de Mildred Hallman era un Buick descapotable, negro y viejo. Se hallaba aparcado detrás de mi taxi, lejos del bordillo. Pagué al taxista, le despedí y subí al Buick. Mildred estaba sentada en el asiento delantero, a la derecha.
—Conduzca usted, ¿quiere? —dijo. Y nos pusimos en marcha—. Me encuentro completamente aplastada, entre Carl y mamá. Ambos necesitan que les cuide alguien, y al final ese alguien siempre soy yo. No, no crea que me compadezco de mí misma, porque no es así. Es agradable sentir que te necesitan.
Hablaba con una especie de valentía marchita. La miré. Había apoyado la cabeza en el asiento de cuero agrietado y tenía los ojos cerrados. Sin la luz y la profundidad de los ojos en la cara, parecía una niña de unos trece años. Decidí pensar en otra cosa, al reconocer un sentimiento que ya había experimentado antes. Empezaba en forma de simpatía paternal, pero degeneraba rápidamente, si yo lo consentía. Y Mildred tenía marido.
—Le tiene usted afecto a su marido —dije.
Me contestó soñadoramente.
—Estoy loca por él. Me enamoré locamente de él en el instituto, la primera y única vez que me he enamorado de esa forma. Carl era un personaje importante en aquel tiempo. Apenas se daba cuenta de que yo existía. Pero me negué a perder la esperanza. —Hizo una pausa y añadió, bajando la voz—: Todavía no la he perdido.
Me detuve ante un semáforo en rojo y viré hacia la derecha para coger la carretera general, que discurría paralelamente al mar. Los humos y gases se mezclaban con los olores del pescado y de los pozos de petróleo submarinos. A mi izquierda, más allá de una hilera de moteles y de restaurantes especializados en pescado y mariscos, se extendía el mar, bajo, liso y sólido como una superficie cubierta de baldosas azules, barrida y pulida. De ella se alzaban algunas velas blancas y triangulares.
Pasamos junto a un puerto de pequeñas embarcaciones, blanco reluciente sobre azul, y un muelle largo cubierto de pescadores. Todo era tan bonito como una postal. «Lo malo de ti es que siempre les das la vuelta a las postales y lees los mensajes del dorso —me dije a mí mismo—. Escritos con tinta invisible, con sangre, con lágrimas, con una cenefa negra a su alrededor, con franqueo insuficiente, sin firmar, o firmados con la huella del pulgar».
Tras virar de nuevo hacia la derecha al llegar al extremo de la calle mayor, atravesamos una zona de hoteles de tercera categoría, bares, salones de billar. Atontados por el sol y el jerez, los campesinos desocupados y los borrachos desfilaban como zombies por las aceras del mediodía. Un cine mexicano señalaba los límites superiores de las profundidades inferiores. Sobre él había comercios y bancos y edificios de oficinas, aceras multicolores a causa de los turistas, o de los nativos que vestían como turistas.
El cinturón residencial se había ensanchado desde mi última visita a Purissima, y seguía extendiéndose. Nuevas calles y bloques de viviendas se encaramaban por la cadena costera. La calle mayor se convertía en un camino rural que serpenteaba cadena arriba. Al otro lado se abría un valle, amplio y alfombrado de verde bien regado. Unos veinte kilómetros más allá el verde dibujaba entradas en las estribaciones de las colinas y lamía la base de las montañas.
La chica se movió a mi lado.
—Desde aquí puede ver la casa. Está cerca de la carretera de la derecha, en medio del valle.
Distinguí un edificio extenso y bajo, rematado por tejas, que flotaba como una pesada balsa roja en el verde rizado. Al bajar por la colina, la casa se hundió y la perdimos de vista.
—Yo vivía en esa casa —dijo Mildred—. Me prometí a mí misma que nunca volvería a ella. Un edificio es capaz de absorber emociones, ¿sabe?, de tal modo que al cabo de un tiempo tiene las mismas emociones que las personas que viven en él. Están en las grietas de las paredes, las manchas de humo en el techo, los olores de la cocina.
Sospeché que dramatizaba un poco; después de todo, había en ella algo de su madre; pero permanecí quieto, con la esperanza de que continuase hablando.
—Codicia, odio y esnobismo —dijo—. Todas las personas que han vivido en esa casa se han vuelto codiciosas, malévolas y esnobs. Excepto Carl. No es extraño que no pudiera soportarlo. Es tan completamente distinto de les demás… —Se volvió hacia mí, y el cuero crujió debajo de ella—. Sé lo que está pensando… Que Carl está loco, o lo estaba, y que yo estoy tergiversando los hechos para que se ajusten a mi conveniencia. Pues no es verdad. Carl es bueno. A menudo son las mejores personas las que se desmoronan. Y cuando él se desmoronó, fue a causa de las presiones de la familia.
—Eso mismo deduje yo de lo que me contó.
—¿Le habló de Jerry…, de que no paraba de mofarse de él, tratando de ponerle furioso, y corría luego a contarle a su padre que Carl causaba problemas?
—¿Por qué lo hacía?
—Por codicia. La famosa codicia de los Hallman. Jerry quería apoderarse del control del rancho. Carl iba a heredar la mitad del mismo. Jerry hizo cuanto pudo por poner a Carl a malas con su padre, y Zinnie también hizo cuanto estuvo en su mano. Ellos fueron los verdaderos responsables de aquella última bronca, antes de que muriera el senador. ¿Le habló Carl de ello?
—No me dijo gran cosa.
—Bueno, pues Jerry y Zinnie lo empezaron. Consiguieron que Carl se pusiera a hablar de los japoneses, del dinero que la familia les debía por sus tierras… Reconozco que Carl estaba obsesionado por este asunto, pero Jerry le azuzó a hablar y hablar de él hasta ponerse realmente frenético. Intenté impedirlo, pero nadie me escuchó. Cuando Carl estuvo completamente fuera de sí, Jerry fue a ver al senador y le pidió que razonara con Carl. Ya puede imaginarse cuánto razonarían cuando se encontraron. Sus gritos se oían en toda la casa.
»Al senador le dio un ataque al corazón aquella noche. Es terrible decir eso sobre un hombre, pero Jerry fue el responsable de la muerte de su padre. Incluso cabe que lo planease así; sabía que a su padre no le convenía excitarse. Yo misma oí al doctor Grantland decírselo a la familia más de una vez.
—¿Y el doctor Grantland?
—¿A qué se refiere?
—Carl piensa que no es honrado. —Titubeé, pero luego decidí que ella sería capaz de soportarlo—. De hecho, hizo unas cuantas acusaciones bastante graves.
—Me parece que ya las he oído. Pero siga.
—Conspiración era una de ellas. Carl piensa que Grantland y su hermano conspiraron para que le encerrasen. Pero el médico del hospital dice que no hay nada de eso.
—No —dijo ella—. Carl necesitaba tratamiento en el hospital. Yo firmé los papeles necesarios. Todo fue legítimo. Sólo que Jerry hizo que Carl y yo firmásemos otros papeles al mismo tiempo, papeles que le convertían a él en tutor de Carl. Yo no sabía qué significaban. Pensé que se trataba sólo de una parte de los trámites de internamiento. Pero significan que mientras Carl esté enfermo, Jerry controla hasta el último penique de la herencia.
Había levantado la voz. Consiguió dominarla y dijo en tono más bajo:
—No estoy preocupada por mí. De todos modos, nunca volvería allí. Pero Carl necesita el dinero. Podría recibir un tratamiento mejor…, los mejores psiquiatras del país. Eso es lo último que quiere Jerry, ver a su hermano curado. Sería el final de su tutoría, ¿comprende?
—¿Carl sabe todo eso?
—No, al menos nunca lo ha oído de mi boca. Ya está suficientemente furioso con Jerry.
—Su cuñado debe de ser un tipo encantador.
—Sí, ya lo creo que lo es. —Su voz era tenue—. Si ahora se tratara solamente de salvar a Jerry, yo no daría ni un paso en esa dirección. Ni un paso. Pero ya sabe usted lo que le ocurrirá a Carl si se mete en algún lío. Ya carga con más culpabilidad de la que puede aguantar. Podría causarle un retroceso de años, o dejarle convertido en un caso permanente… ¡No! No quiero ni pensarlo. No va a pasar nada.
Se movió en el asiento, alejándose de mí, como si yo representara las cosas a las que temía. La carretera se había transformado en una trinchera verde que cruzaba kilómetros y kilómetros de naranjos. Las hileras de árboles, que formaban diagonales con la carretera, giraban y saltaban hacia atrás con movimientos en staccato. Mildred contemplaba las vistas largas y vacías que había entre ellas, buscando a un hombre de pelo pajizo.
Un letrero grande, de madera, con letras negras pintadas sobre blanco, apareció ante nosotros al lado de la carretera: Rancho de Cítricos Hallman. Frené con intención de virar, cosa que hice con mucho gemir de neumáticos, y estuve a punto de atropellar a un anciano corpulento que vestía una chaqueta de sheriff. El hombre se apartó ágilmente, luego se acercó con pesado caminar al coche y se detuvo a su lado. Su cara aparecía enrojecida bajo el sombrero blanco de alas anchas. Las venas se retorcían como gusanos color púrpura bajo la piel de su nariz. Sus ojos contenían la vacuidad confiada que nace del ejercicio del poder sobre otras personas.
—Tenga cuidado por dónde va, amigo. Aunque por esta carretera no va usted a ninguna parte. ¿Para qué cree que estoy aquí? ¿Para broncearme?
Mildred se inclinó hacia la ventanilla de mi lado y sus senos me rozaron el brazo.
—¡Sheriff! ¿Ha visto usted a Carl?
El viejo se agachó para mirar dentro del coche. Las arrugas causadas por el sol se hicieron más hondas y su boca se ensanchó en una sonrisa que dejó sus ojos tan vacuos como antes.
—Caramba, hola, señora Hallman, al principio no la había visto. Estaré volviéndome ciego en mi vejez.
—¿Ha visto a Carl? —repitió ella.
El sheriff convirtió el acto de contestarle en todo un espectáculo: dio la vuelta al coche para colocarse en el lado en que estaba Mildred, llevando el vientre delante como si fuera un presente.
—Personalmente, no; no le he visto. Pero sabemos que está en el rancho. Sam Yogan le vio, habló con él, aún no hace una hora.
—¿Estaba racional?
—Sam no dijo nada al respecto. De todos modos, ¿qué iba a saber de eso un jardinero japonés?
—Me han dicho que va armado —intervine.
Las comisuras de los labios del sheriff se extendieron hacia abajo.
—Sí, lleva un revólver. No sé de dónde demonios lo habrá sacado.
—¿Es de gran calibre?
—Sam dijo que no tanto. Pero cualquier arma es demasiado grande cuando está en manos de un chalado.
Mildred profirió una leve exclamación.
—No se preocupe, señora Hallman. Tenemos el lugar completamente rodeado. Le cogeremos. —Se echó el sombrero hacia atrás y acercó la cara a la ventanilla de Mildred—. Será mejor que se libre usted de su amiguito antes de que le cojamos. A Carl no le gustará que tenga usted un amiguito, conduciendo su coche y todo eso.
Mildred apartó los ojos de él para mirarme; su boca era una delgada línea.
—Le presento al sheriff Ostervelt, señor Archer. Lamento haberme olvidado de mis modales. El sheriff Ostervelt no ha olvidado los suyos, porque nunca los ha tenido.
Ostervelt sonrió satisfecho.
—No le gustan las bromas, ¿eh?
—Si vienen de usted no —dijo ella sin mirarle.
—Sigue enfadada, ¿eh? Ya se le pasará.
Puso una de sus manazas en el hombro de Mildred. Ella la cogió con las suyas y la apartó violentamente. Me dispuse a bajar del coche.
—No lo haga —dijo ella—. Sólo busca camorra.
—¿Camorra? No seré yo —dijo Ostervelt—. Sólo pretendía bromear un poquito, y a usted no le parece gracioso. ¿Es eso camorra, entre amigos?
—A la señora Hallman la esperan en la casa —apremié secamente—. Dije que la llevaría hasta allí. Aunque me encantaría seguir hablando con usted toda la tarde.
—Yo la llevaré hasta la casa. —Ostervelt señaló con un gesto el Mercury Special de color negro que tenía aparcado junto a la carretera y dio unos golpecitos en la funda del revólver—. El marido está escondido en los naranjales, y no tengo suficientes hombres para rastrearlos hasta dar con él. Puede que ella necesite protección.
—La protección es mi oficio.
—¿Qué diablos significa eso?
—Soy detective privado.
—¡Mira por dónde! Tendrá usted licencia, ¿no?
—Sí. Válida en todo el estado. Bueno, ¿seguimos o nos quedamos aquí y continuamos con nuestros dimes y diretes?
—Desde luego —dijo él—. Soy estúpido…, un condenado estúpido, y mis bromas no tienen ni pizca de gracia. Sólo que tengo una responsabilidad oficial. De modo que será mejor que me deje ver esa licencia que dice tener.
Moviéndose lentamente, el sheriff volvió a colocarse en el lado del coche donde me encontraba yo. Le puse la fotocopia de la licencia en la mano. La leyó en voz alta, en tono declamatorio, haciendo una pausa para cotejar la descripción física con mi apariencia.
—Metro ochenta y seis —repitió—. Todo un tío. Me encantan esos preciosos ojos azules. ¿O son grises, señora HaIlman? Usted debe de saberlo.
—Déjeme en paz.
Su voz era apenas audible.
—Faltaría más. Pero será mejor que la lleve personalmente hasta la casa. El astro de Hollywood aquí presente tiene esos bellos ojos azules, pero aquí no dice —y golpeó el papel con el dedo índice—, si es capaz de darle a un blanco en movimiento.
Le arrebaté la fotocopia de la mano, solté el freno de emergencia y pisé el acelerador. No fue prudente, pero todo tenía su límite.