26
La casita de la señora Hutchinson era la tercera de tres casitas parecidas construidas en parcelas estrechas entre Elmwood y la carretera general. Sólo un lado del corto bloque estaba edificado. El otro lado era un descampado cubierto de maleza. Un riachuelo seco, rebosante de tinieblas, corría por la parte de atrás de las parcelas vacías. Más allá de los continuos relámpagos en zigzag de los faros de la carretera, pude ver el perfil del neón del Red Barn, a cuyo alrededor se arracimaban los coches, pues era uno de esos restaurantes en los que la gente come sin apearse del automóvil.
Una luz más tenue brillaba a través de las cortinas de encaje de las ventanas de la señora Hutchinson. Cuando llamé a la puerta una sombra gruesa cruzó la luz. La anciana habló a través de la puerta cerrada.
—¿Quién es?
—Archer. Hablamos esta mañana en el rancho Hallman.
Abrió la puerta cautelosamente y miró hacia fuera.
—¿Qué quiere?
—¿Está Martha con usted?
—Claro que sí. La acosté en mi cuarto. Parece ser que va a pasar la noche aquí.
—¿Ha venido alguien más?
—La madre de la niña, pero ya se ha ido. No malgastó mucho tiempo con nosotras, se lo puedo decir. La señora Hallman tiene en la cabeza cosas más importantes que su hija huerfanita. Pero no me haga hablar de esto o le tendré ahí de pie toda la santa noche.
Miró interrogativamente a Rose Parish. Con el respeto excesivo que las personas de su clase mostraban por la intimidad ajena, había evitado fijarse en ella hasta ahora.
—Le presento a la señorita Parish, del Hospital del Estado.
—Encantada de conocerla, desde luego. Pasen, pasen, si quieren. Les pediré que hagan el menor ruido posible. Martha no se ha dormido aún. La pobrecilla tiene los nervios de punta.
La puerta daba directamente a la habitación principal. Era una habitación pequeña y pulcra, calentada por alfombras de trapo en el suelo, una manta de estambre en el sofá. Los lemas bordados en las paredes de cartón de yeso y fieltro hacían juego con las arrugas del rostro de la anciana. Un retazo de lana con agujas de hacer calceta en él yacía sobre el brazo de la silla. La señora Hutchinson lo recogió y lo escondió en un cajón, como si fuera una prueba de negligencia criminal en las tareas domésticas.
—Siéntense, si encuentran un lugar donde sentarse. ¿Dicen que son del Hospital del Estado? Una vez me ofrecieron empleo allí, pero siempre me ha gustado más el trabajo particular.
Rose Parish se sentó a mi lado en el sofá.
—¿Es usted enfermera, señora Hutchinson?
—Una enfermera auxiliar. Empecé a prepararme para ser enfermera diplomada, pero lo dejé. Hutchinson no quería esperar. ¿Y usted, señorita, por casualidad es enfermera diplomada?
—Soy Asistenta Social Psiquiátrica. Supongo que eso significa que soy una especie de enfermera. Carl Hallman era uno de mis pacientes.
—¿Querían hacerme preguntas sobre él? ¿No es así? Yo digo que es una vergüenza tremenda lo que le ocurrió a ese chico. Era tan agradable como cabía desear. Allí, en aquella casa, le vi cambiar ante mis propios ojos. Pude ver cómo el problema de su madre salía en él igual que una maldición familiar, y ninguno de ellos movió un dedo para ayudarle hasta que fue demasiado tarde.
—¿Conocía usted a su madre? —pregunté.
—¿Qué si la conocía? La estuve cuidando durante más de un año. La cuidaba a cuerpo de rey, día y noche. ¡Vaya si la conocía! Era la mujer más triste que he visto jamás, especialmente cuando el fin ya estaba cerca. Se le metió en la cabeza la idea de que nadie la quería, de que nadie la había querido nunca. Su marido no la quería, su familia no la quería, ni siquiera sus pobres y difuntos padres la habían querido cuando aún vivían. Lo cosa empeoró cuando Carl se fue a la escuela. Siempre fue su hijo predilecto, y ella dependía de él. Después de marcharse Carl, ella empezó a comportarse como si en la vida no hubiese nada para ella salvo aquellas píldoras que tomaba.
—¿Qué clase de píldoras? —dijo Rose Parish—. ¿Barbitúricos?
—Eso, o cualquier otra cosa que cayera en sus manos. Fue una adicta durante muchos años. Me parece que pasó por todos los médicos de la ciudad, los antiguos y los nuevos, y terminó con el doctor Grantland. No soy quién para enmendarle la plana a un médico, pero sospechaba que las píldoras que él le permitía tomar eran su principal problema. Hice de tripas corazón y así se lo dije al doctor, un día cuando faltaba poco para el fin. Me dijo que estaba tratando de limitárselas, pero que la señora Hallman estaría peor sin ellas.
—Lo dudo —dijo Rose Parish—. Debería haberla internado; quizá le habría salvado la vida.
—¿Se habló alguna vez de la cuestión, señora Hutchinson?
—Sí, entre ella y yo, la primera vez que el doctor me mandó allí para que la cuidase. Tuve que ponerme seria con ella. Era una mujer triste, consentida: consentida hasta lo indecible durante toda su vida. Siempre ocultaba las píldoras para que yo no las viese, y tomaba dosis mayores de las recetadas. Cuando yo le echaba broncas por ello, sacaba aquella pistolita que tenía guardada debajo de la almohada. Yo le decía que tenía que dejarse de travesuras, o al doctor no le quedaría más remedio que internarla. Contestaba que era mejor que no lo intentase. Que si lo hacía, se mataría y le arruinaría a él. En cuanto a mí, nunca encontraría otro empleo en esta ciudad. Oh, sabía comportarse como una verdadera bruja cuando se desmandaba.
Respirando entrecortadamente a causa de la ira recordada, la señora Hutchinson alzó la mirada hacia la pared que quedaba encima de su sillón. Allí había un lema bordado que exhortaba a la caridad cristiana. La tranquilizó visiblemente. Dijo:
—No quiero decir que fuese así todo el tiempo, sólo cuando le daba el ataque. Durante la mayor parte del tiempo no era una persona difícil de tratar. Las he tratado peores. Fue una lástima que tuviera que ocurrirle aquello. Y no sólo a ella. Ustedes son jóvenes y ya no leen la Biblia. Lo sé. Hay una línea de la palabra de Dios que no se borra de mi cerebro desde que empezaron todos estos problemas de hoy. «Los padres comieron las uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la dentera».
—Directamente salido de Freud —dijo Rose Parish en voz baja y tono de enterada.
Pensé que estaba poniendo el carro delante de los bueyes, pero no me tomé la molestia de discutir. Las palabras del Antiguo Testamento reverberaron en mi cerebro. Puse fin a su eco e hice que la señora Hutchinson volviera al tema con el que yo había tropezado por casualidad:
—Es raro que a la señora Hallman le permitiesen tener un arma.
—Todas las rancheras las tienen, o las tenían. Era un vestigio de los viejos tiempos, de cuando había un montón de vagabundos y forajidos merodeando por todo el oeste. Una vez la señora Hallman me dijo que aquel revólver se lo había mandado su padre, nada menos que desde el viejo país…, era un gran viajero. A ella le enorgullecía el arma, del mismo modo que otro tipo de mujer se hubiera enorgullecido de una joya. Y en cierto modo era como una joya…, una pistolita de cañón corto con cachas de madreperla y filigranas. Solía pasar mucho tiempo limpiándola y sacándole brillo. Recuerdo la que armó cuando el senador intentó quitársela.
—Me sorprende que no se la quitara —dijo Rose Parish—. En las salas cerradas del hospital ni siquiera permitimos limas para las uñas o botellas.
—Ya lo sé, y le dije al senador que era un peligro para ella. En algunos aspectos, era un hombre de pocas entendederas. Era incapaz de reconocer la verdad, de aceptar que ella estaba mal de la cabeza. Lo mismo ocurrió más adelante con su hijo. Creía que sus problemas no eran más que manías, que lo único que pretendían era llamar la atención sobre ellos. Dejó que la señora tuviera la pistola en su cuarto, y la caja de balas correspondiente, hasta el mismo día de su muerte. Casi diría —añadió con la percepción fortuita de los viejos—, casi diría que deseaba que se hiciese daño. O que se lo hiciese a otra persona.
—¿Otra persona? —pregunté.
La señora Hutchinson se ruborizó y sus ojos se velaron.
—No quería decir nada. Lo he dicho porque sí.
—Dice usted que la señora Hallman tuvo la pistola de marras hasta el día de su muerte. ¿Lo sabe con certeza?
—¿Eso he dicho? No he querido decir eso.
Se hizo un silencio que respiraba.
—¿Qué ha querido decir, pues?
—No trato de concretar con exactitud ningún momento. Hablo en líneas generales.
—¿La tenía en el día de su muerte?
—No me acuerdo. Hace ya mucho tiempo…, más de tres años. No importa, de todos modos.
Su afirmación tenía la fuerza de una pregunta. Su cabeza canosa se volvió hacia mí, la piel de su cuello estirada en pliegues diagonales como un tejido recalcitrante que estuvieran torciendo bajo una gran presión.
—¿Sabe usted qué fue del revólver de la señora Hallman?
—Nunca me lo dijeron, no. Que yo sepa, podría estar en el fondo del océano.
—¿La señora Hallman la llevaba consigo la noche en que se ahogó?
—Yo no he dicho tal cosa. No lo sé.
—¿Se ahogó?
—Claro que se ahogó. Pero yo no podría jurarlo. No la vi tirarse al agua. —Su pálida mirada seguía clavada en mí, fría y vigilante debajo de los párpados flojos y arrugados—. ¿A qué viene darle tanta importancia a la pistola? ¿Sabe usted dónde está?
—¿Usted no lo sabe?
La tensión la estaba poniendo irritable.
—No se lo preguntaría si lo supiera, ¿no le parece?
—La pistola está en una vitrina de pruebas en la oficina del sheriff. La han utilizado hoy para matar a Jerry Hallman. Es raro que usted no lo sepa, señora Hutchinson.
—¿Cómo iba a saber yo con qué lo mataron? —Pero el color de la confusión se había hecho más intenso en su cara. Los vasos sanguíneos aparecían de color púrpura y congestionados a causa de la vergüenza ardiente de una mentirosa descarada carente de práctica—. Ni siquiera oí el disparo, y mucho menos presencié los hechos.
—Hubo dos disparos.
—Ahora me entero. No oí ninguno de los dos. Estaba en la habitación de delante con Martha y ella estaba jugando con la campanilla de plata de su madre. El ruido no dejaba oír nada más.
La anciana permanecía sentada en actitud de escuchar, arrugando la cara como si estuviera oyendo los disparos en aquel momento, después de un largo retraso. Yo estaba seguro de que mentía. Aparte de que se le notaba en la cara, había, cuando menos, una discrepancia en su relato. Pasé revista al ajetreo y la confusión del día, tratando de precisar en qué consistía la discrepancia, pero no lo conseguí. Se habían derramado demasiadas palabras. La sensación de discrepancia persistía en mi cerebro, un hueco en lo conocido a través del cual amenazaban las tinieblas, como el mar detrás de un dique.
La señora Hutchinson movió sus pies calzados con zapatillas en un simulacro de huida.
—¿Trata usted de decirme que le maté yo?
—Yo no la he acusado de eso. Pero tengo que acusarla de otra cosa. Usted oculta algo.
—¿Que yo oculto algo? ¿Por qué iba a hacer una cosa así?
—Eso mismo me pregunto yo. Quizás esté usted protegiendo a un amigo, o cree que lo está protegiendo.
—Mis amigos no se meten en esta clase de líos —dijo ella, enfadada.
—Hablando de amigos, ¿hace mucho que conoce al doctor Grantland?
—Bastante. Eso no significa que seamos amigos. —Se corrigió a sí misma apresuradamente—: Una enfermera auxiliar no se considera amiga de sus médicos; si sabe cuál es su sitio, no.
—Tengo entendido que él le consiguió el empleo en casa de los Hallman.
—Me recomendó.
—Y hoy la ha traído en coche a la ciudad, poco después del asesinato.
—No lo hacía por mí. Lo hacía por ella.
—Ya lo sé. ¿Mencionó el asesinato en presencia de usted?
—Supongo que sí. Lo mencionó, dijo que era algo terrible.
—¿Mencionó la pistola utilizada?
Titubeó antes de responder. El color se esfumó de su rostro. Por lo demás, permaneció completamente inmóvil, concentrándose en lo que debía decir y en sus posibles consecuencias.
—No. Martha estaba con nosotros, y todo. No dijo nada acerca de la pistola.
—Sigue pareciéndome extraño. Grantland vio el revólver. Él mismo me dijo que lo había reconocido, pero que no estaba seguro de la identificación. Debía de saber que usted estaba familiarizada con él.
—No soy experta en armas de fuego.
—Pues hace un momento me ha hecho una buena descripción de ésta. De hecho, probablemente la conocía usted tan bien como cualquier otra persona viva. Pero Grantland no le dijo ni una palabra sobre ella; ni le hizo una sola pregunta. ¿O sí?
Hubo otra pausa.
—No. No dijo ni palabra.
—¿Ha visto al doctor Grantland desde esta tarde?
—¿Y qué si le he visto? —contestó imperturbablemente.
—¿Grantland ha estado aquí esta noche?
—¿Y qué si ha estado? Que haya venido aquí no tenía nada que ver conmigo.
—¿Con quién tenía que ver, pues? ¿Con Zinnie?
Rose Parish se movió en el sofá a mi lado, golpeando mi rodilla con la suya. Emitió un ruidillo de malestar, una especie de tosecilla. Esto dio ánimos a la señora Hutchinson, lo cual era quizá su objetivo. Prácticamente pude ver cómo su resistencia se solidificaba. Estaba sentada como un monumento vestido de seda floreada.
—Usted trata de hacerme hablar para que pierda mi empleo. Soy demasiado vieja para encontrar otro empleo. Tengo demasiados bienes para tener derecho a una pensión, pero no los suficientes para vivir de ellos. —Después de una pausa, dijo—: ¡No! Miento. Siempre encontraría el modo de salir adelante. Es por Martha que sigo en mi puesto. De no ser por ella, habría dejado esa casa hace tiempo.
—¿Por qué?
—Es una casa que da mala suerte, por eso. Le trae mala suerte a toda persona que vaya allí. Sí, y me gustaría verla arder hasta que no quedase nada, igual que Sodoma. Que esto lo diga una mujer cristiana puede parecer terrible. Sin pérdida de vidas; eso no se lo desearía; ya se han perdido suficientes vidas. Sencillamente, me gustaría ver esa casa destruida, y esa familia dispersada para siempre jamás.
Pensé, sin decirlo, que el terrible deseo de la señora Hutchinson se estaba cumpliendo.
—¿Adónde quiere ir a parar? —pregunté—. Sé que el doctor y Zinnie Hallman están interesados el uno por el otro. ¿Es eso lo que trata usted de ocultarme? ¿O hay más?
Me sopesó en la balanza de sus ojos.
—¿Se puede saber quién es usted, amigo?
—Soy detective privado…
—Eso ya lo sabía. ¿Para quién hace de detective? ¿Y contra quién?
—Carl Hallman me pidió que le ayudase.
—¿Carl? ¿Cómo es posible?
Le expliqué brevemente cómo había sido posible.
—Esta noche le han visto por estos alrededores. Por eso la señorita y yo hemos venido a su casa, para evitar cualquier posible problema.
—¿Cree que tal vez querría hacerle algo a la niña?
—Se nos ocurrió que era una posibilidad —dijo Rose Parish—. Yo no me preocuparía por ello. Probablemente hemos obrado con precipitación. Honradamente, no creo a Carl capaz de hacerle daño a nadie.
—¿Qué me dice de su hermano?
—No creo que matase a su hermano. —Intercambió una mirada conmigo—. Ninguno de nosotros dos lo cree.
—Por lo que leí en el periódico y todo lo demás, creía que estaban seguros de su culpabilidad.
—Casi siempre da esta impresión cuando buscan a un sospechoso —dije.
—¿Quiere decir que no es verdad?
—No tiene que serlo.
—¿Lo hizo otra persona?
La pregunta quedó colgando en la habitación, sin respuesta. Una puerta que había en el otro extremo y daba al interior se estaba abriendo poco a poco, silenciosamente. Martha entró deslizándose por la estrecha abertura. Elfo con zapatillas azules, corrió hasta colocarse en el centro de la habitación, y se quedó allí, mirándonos con ojos enormes.
La señora Hutchinson dijo:
—Vuélvete a la cama, picaruela.
—No quiero. No tengo sueño.
—Vamos, te arroparé bien.
La anciana se levantó pesadamente y trató de coger a la niña, que se zafó de ella.
—Quiero que me arrope mami. Quiero que venga mi mami.
En medio de su queja Martha se detuvo delante de Rose Parish. La inocencia salió de su cara, como una antena invisible, subió hacia la cara de la mujer, y fue recibida por una inocencia parecida. Rose abrió los brazos. Martha se subió a su regazo y se metió entre ellos.
—Estás molestando a la señora —dijo la señora Hutchinson.
—No molesta. ¿Verdad que no molestas, cariño?
La pequeña permaneció callada contra el pecho de Rose Parish. Durante un rato ninguno de los presentes dijo nada. El tictac del pensamiento continuaba como un pequeño punto de sutura en mi conciencia o a pocos milímetros debajo de ella, tratando de unir los harapos y los andrajos ensangrentados del día. Mis pensamientos amenazaban a la niña, a la inocente, quizás a la única persona que era perfectamente inocente. No era justo que le pusieran sus dientes de leche de canto.