7

La dirección que me había dado Carl para que hablase con su esposa estaba cerca de la carretera general, en un barrio antiguo de Purissima. El tráfico de la carretera zumbaba monótonamente, invisiblemente, como una arteria lesionada, bajo el silencio del mediodía. La mayoría de las casas eran de madera o bien cubos de estuco construidos de acuerdo con el estilo de treinta años atrás. Había unas cuantas mansiones más antiguas, de tres plantas, supervivientes de una era de elegancia que habían pasado a una era de necesidad.

El número doscientos veinte era una de éstas. Su cara larga y cerrada parecía avergonzada por el presente. Sus blancas paredes de madera necesitaban una mano de pintura. La hierba del patio delantero había crecido y se había marchitado, sin ser tocada por la mano humana.

Le dije al taxista que esperase y llamé a la puerta principal, a la que coronaba un abanico de cristal color de rubí. Tuve que llamar varias veces antes de recibir respuesta. Luego, alguien quitó el cerrojo y la puerta se abrió, a regañadientes y parcialmente.

La mujer que apareció en la abertura tenía el pelo rojo, de un inverosímil tono purpúreo, con un flequillo sobre la frente y mostrando una permanente todavía reciente. Unos ojos azules ardían como llamas de gas en su rostro más bien inerte. Su boca aparecía crudamente bosquejada por el carmín, y sospeché que acababa de aplicárselo a guisa de concesión al mundo exterior. La otra única concesión era una bata de nilón color rosa de la que sus pechos amenazaban con desbordarse. Su edad estaría a caballo de los cuarenta y los cincuenta. No podía ser la señora de Carl Hallman. Al menos, esperaba que no lo fuera.

—¿La señora Hallman está en casa?

—No, no está. Soy la señora Gley, su madre. —Sonrió sin sentido. También en sus dientes había carmín, reluciente como sangre fresca—. ¿Ocurre algo?

—Me gustaría mucho verla.

—¿Se trata de… él?

—¿Se refiere al señor Hallman?

Asintió con la cabeza.

—Pues sí, me gustaría hablar con él —dije.

—¡Hablar con él! Hace falta algo más que hablar con él. Daría lo mismo que hablase usted con un muro de piedra…, que se diera cabezazos contra él, hasta sangrar, tratando de hacerle entrar en razón.

Aunque parecía enfadada y asustada, hablaba con voz baja y monótona. Su voz reposaba sobre una respiración laboriosa en la que la ginebra luchaba por la dominación. Era una voz que inhalabas tanto como la oías.

—¿El señor Hallman está aquí?

—No, y gracias a Dios por sus pequeños rasgos de misericordia. No ha venido por aquí. Pero le he estado esperando desde que mi hija recibió aquella llamada del hospital. —Su mirada, que había pasado por mi lado para dirigirse a la calle, volvió a mi rostro—. ¿Aquél es su taxi?

—Sí.

—Bueno, qué alivio. ¿Es usted del hospital?

—Acabo de llegar de allí.

Tenía pensado decirle algún embuste, y ella me hizo lamentarlo inmediatamente.

—¿Por qué no los tienen mejor encerrados? No pueden dejar que los locos salgan por ahí. Si supiera usted lo que ha sufrido mi chica por culpa de ese hombre… Es terrible. —Luego, dio el paso corto y fácil que mediaba entre la preocupación maternal y la preocupación por sí misma—: A veces pienso que yo soy la que más ha sufrido. Las cosas que esperaba y proyectaba para esa chica, y luego ella tuvo que meter a ese en la familia. Hoy le he rogado y suplicado que se quedase en casa. Pero no, tiene que ir a trabajar. Cualquiera diría que la oficina no podría funcionar sin ella. Me deja aquí completamente sola, que me las apañe como pueda.

Extendió las manos y se apretó el pecho con ellas, y la carne blanca se alzó como masa de pan entre los dedos.

—No es justo —añadió—. El mundo es cruel. Trabajas, te forjas esperanzas, haces planes, y luego todo se va al garete. No me lo merecía.

Unas cuantas lágrimas fáciles rodaron por sus mejillas. Encontró una bola de Kleenex en la manga y se secó los ojos. Relucían con una intensidad remarcable, sin que la congoja les quitase brillo. Me pregunté qué combustible los alimentaría.

—Lo lamento, señora Gley. Soy nuevo en este caso. Me llamo Archer. ¿Puedo entrar y hablar con usted?

—Entre si quiere. No sé qué puedo decirle yo. Seguramente Mildred llegará a casa sobre el mediodía. Me prometió que vendría.

Cruzó el vestíbulo mal iluminado. Era una mujer de mediana edad que empezaba a decaer, pero que aún no había decaído del todo. Había algo en su porte, una belleza y una gracia antiguas que controlaban su carne, como una disciplina no olvidada. Se volvió hacia un arco cubierto por cortinas detrás del cual se oían murmullos de voces.

—Haga el favor de entrar y sentarse. Me estaba cambiando para el almuerzo. Me pondré algo encima.

Comenzó a subir un tramo de escalones que empezaban en la parte posterior del vestíbulo. Crucé las cortinas y me encontré en una salita crepuscular que contenía un televisor conectado. Al principio la gente que había en la pantalla eran sombras irreales. Después de sentarme y contemplarlas durante unos minutos, se volvieron más reales que la habitación. La pantalla se transformó en una ventana que daba a un lugar brillantemente iluminado donde la vida era vivida, donde una hermosa actriz no acababa de decidirse entre su carrera y sus hijos y no le quedaba más remedio que optar por ambas cosas. Las ventanas reales de la salita aparecían cerradas por gruesas persianas.

A la luz movediza de la pantalla pude ver que había un vaso vacío en la mesita que tenía a mi lado. Olía a ginebra. Sólo para practicar, me puse a buscar la botella. Estaba metida detrás del cojín de mi silla, una botella medio vacía de Gordon’s, de contenido trasparente como las lágrimas. Sintiéndome un poco embarazado, la volví a colocar en su escondrijo. La mujer de la pantalla había tenido su bebé y lo mostraba a su esposo para que éste diera su aprobación.

La puerta principal se abrió y volvió a cerrarse. Se oyeron unos tacones rápidos en el vestíbulo; se detuvieron al llegar al arco. Empecé a levantarme. Una voz de mujer dijo:

—¿Quién…? ¿Carl? ¿Eres tú, Carl?

La voz era aguda. La mujer estaba pálida y tenía los ojos muy negros a la luz de la pantalla, casi como si fuera una proyección de la misma. Palpó detrás de las cortinas en busca del interruptor. Una tenue luz se encendió en el techo sobre mi cabeza.

—Oh. Perdone. Le he tomado por otra persona.

Era joven y menuda, con una cabeza bonita y también menuda, cuya forma quedaba realzada por el pelo cortado a lo chico. Llevaba un traje oscuro que su cuerpo llenaba del mismo modo que los granos de uva llenan su piel. En la mano sostenía un bolso negro de plástico reluciente, como si fuera un escudo.

—¿La señora Hallman?

—Sí.

Su mirada decía: «¿Quién es usted y que hace aquí?».

Le dije mi nombre.

—Su madre me dijo que aguardase un minuto aquí sentado.

—¿Dónde está mamá?

Intentó hablar en tono normal, pero me miraba con suspicacia, como si yo tuviera el cuerpo de mamá escondido en un armario.

—Arriba.

—¿Es usted policía?

—No.

—Pensé que lo era. Mamá me llamó a la oficina hace cosa de media hora y dijo que iba a solicitar protección policial. No pude salir en seguida.

Se calló bruscamente y miró a su alrededor. Los muebles de la habitación habrían podido ser antigüedades si alguna vez hubieran poseído distinción. La alfombra estaba raída, el papel de las paredes aparecía descolorido y con algunas manchas color marrón. El sofá de pelo de cabra de Angora, que hacía juego con la silla en la que antes me sentara, mostraba rasgaduras y las tripas le salían fuera. El barniz color caoba se estaba desprendiendo de la mesita en la que reposaba el vaso vacío. No era extraño que la señora Gley prefiriese la oscuridad, la ginebra y la televisión a la luz de la mañana.

La muchacha pasó por mi lado, presurosa como un pajarillo, cogió el vaso y lo husmeó.

—Me lo figuraba.

En la pantalla, detrás de ella, un presentador masculino, no muy masculino, les estaba diciendo a las mujeres qué debían hacer para ser inodoras y amadas. La muchacha se volvió con el vaso en la mano. Durante un segundo pensé que iba a arrojarlo contra la pantalla. En vez de ello, se agachó y apagó el televisor. La luz se desvaneció lentamente, como un sueño.

—¿Mamá le ha servido una copa?

—Aún no.

—¿Alguien más ha estado aquí?

—No que yo sepa. Pero puede que su madre haya tenido una idea acertada. Me refiero a lo de la protección policial.

Me miró en silencio durante un minuto. Sus ojos eran del mismo color que los de su madre, y tenían la misma intensidad, casi tangible en mi rostro. Bajó la mirada hacia el vaso que tenía en la mano, lo dejó sobre la mesita, y al amparo del movimiento dijo:

—¿Sabe usted lo de Carl? ¿Se lo ha dicho mamá?

—Hablé con el doctor Brockley en el hospital esta mañana. Tuve un encuentro con su esposo antes. A decir verdad, se llevó mi coche.

Le conté lo sucedido.

Me escuchó con la cabeza inclinada, mordiéndose un nudillo como una chiquilla entristecida. Pero no había nada infantil en la mirada que me lanzó. Había en ella una conciencia sobresaltada, como si hubiera tenido que crecer apresuradamente, dolorosamente. Tuve la sensación de que era la que más había sufrido a causa de los apuros de la familia. Había resignación en su postura, y en los matices de su voz.

—Lo siento. Nunca había hecho nada así antes de hoy —dijo.

—También yo lo siento.

—¿Por qué ha venido?

Tenía varios motivos, algunos más oscuros que otros. Escogí el más fácil.

—Quiero que me devuelva el coche. Si puedo resolverlo yo mismo, sin denunciar el robo…

—Pero usted mismo ha dicho que deberíamos llamar a la policía.

—En busca de protección, sí. Su madre está asustada.

—Mamá se asusta muy fácilmente. Yo no. De todos modos, no hay motivo para asustarse. Carl nunca ha hecho daño a nadie, y mucho menos a mamá y a mí. A veces habla por los codos…, pero en eso queda todo. No le tengo miedo. —Me dirigió una mirada astuta y muy femenina—. ¿Y usted?

Dadas las circunstancias, tuve que decirle que no. Pero no estaba seguro de ello. Quizás aquélla era la razón de que hubiese ido allí…, el motivo más oscuro que subyacía en los demás.

—Siempre he podido manejar a Carl —dijo ella—. Nunca les hubiese permitido llevarle al hospital, de haber podido tenerle aquí y cuidarle yo misma. Pero alguien tenía que ir a trabajar. —Frunció el entrecejo—. ¿Qué estará entreteniendo a mamá? Perdóneme un minuto.

Salió de la habitación y empezó a subir la escalera. El sonido del teléfono la hizo bajar de nuevo al vestíbulo. Desde alguna parte del piso de arriba llegó la voz de su madre:

—¿Eres tú, Mildred? Llaman por teléfono.

—Sí. Ya contestaré yo. —La oí descolgar el aparato—. Mildred al habla. ¿Zinnie? ¿Qué quieres?… ¿Estás segura?… No, no puedo. Me es completamente imposible… No lo creo… —Luego, subiendo el tono—: De acuerdo. Iré.

El aparato cayó sobre la horquilla. Anduve hasta la puerta y me asomé al vestíbulo. Mildred estaba apoyada en la pared junto a la mesita del teléfono. Tenía el rostro macilento, los ojos encendidos. Su mirada se desvió hacia mí, pero se hallaba tan vuelta hacia dentro que creo que no me vio.

—¿Malas noticias?

Asintió con la cabeza, silenciosamente, y tomó aire, estremeciéndose. Lo expelió en forma de suspiro.

—Carl está en el rancho. Uno de los trabajadores le ha visto. Jerry no está allí, y Zinnie está aterrada.

—¿Donde está Jerry?

—No lo sé. En la ciudad, probablemente. Sigue las operaciones de la bolsa cada día, hasta las dos; al menos solía hacerlo.

—¿De qué tiene tanto miedo Zinnie?

—Carl va armado.

Su voz era baja y afligida.

—¿Está segura?

—Eso dice el hombre que le ha visto.

—¿Le parece probable que la use?

—No. No lo creo. Son los otros los que me preocupan… Lo que podrían hacerle a Carl si hay tiros.

—¿Qué otros?

—Jerry, y el sheriff y sus agentes. Siempre han recibido órdenes de los Hallman. Tengo que ir y encontrar a Carl… Hablar con él, antes de que Jerry regrese al rancho.

Pero le estaba costando ponerse en marcha. Permanecía rígida contra la pared, las manos unidas en el extremo de sus brazos estirados, inmovilizada por la tensión. Cuando le toqué el codo se sobresaltó.

—¿Sí?

—Tengo un taxi esperando. La llevaré allí.

—No. Los taxis cuestan dinero. Iremos en mi coche.

Recogió el bolso y se lo metió bajo el brazo.

—¿Ir adónde? —preguntó su madre desde lo alto de la escalera—. ¿Adónde vas? No pensarás dejarme sola…

La señora Gley bajó a toda prisa. Llevaba una especie de túnica larga cuya cola flotaba detrás de ella, como la cola de un cometa desaliñado. Su cuerpo se balanceó suavemente, pesadamente, contra el poste que había al pie de la escalera.

—No puedes dejarme sola —repitió.

—Lo lamento, mamá. Tengo que ir al rancho. Carl está allí en este momento, así que no debes preocuparte por nada.

—No tengo que preocuparme por nada. Esta sí que es buena. Tengo que preocuparme por mi vida. Eso es todo. Y tu sitio está con tu madre en estos momentos.

—Estás diciendo tonterías.

—¿Ah sí? ¿Cuando lo único que pido es un poco de amor y comprensión de mi propia hija?

—Ya te he dado todo el que tenía.

La más joven de las dos mujeres se volvió y echó a andar hacia la puerta. Su madre fue tras ella, un fantasma torpe arrastrando tras de sí una cola amarillenta y el poderoso olor de la ginebra. O bien las copas que había tomado antes empezaban a surtir efecto en ella, o tenía otra botella arriba. Hizo su última súplica, o amenaza:

—Estoy bebiendo, Mildred.

—Ya lo sé, mamá.

Mildred abrió la puerta y salió.

—¿No te importa? —gritó su madre tras ella.

La señora Gley se volvió hacia mí cuando pasé por su lado en el umbral. La luz de la ventana que había sobre la puerta daba a su rostro un sonrosado aspecto juvenil. Parecía una chiquilla traviesa que estuviera dudando entre tener una rabieta o no tenerla. No me quedé para averiguar qué decidía.