20
El crepúsculo iba espesándose fuera en la calle. Los edificios de paredes blancas, fluorescentes por efecto de la última luz, habían adquirido la belleza y el misterio de una ciudad de África o de algún otro lugar en el que yo nunca hubiese estado. Metí el coche en un claro que se abrió entre el tráfico, viré hacia la derecha al llegar al siguiente cruce y aparqué a un centenar de pasos de la entrada posterior de Grantland. Aún no llevaba cinco minutos allí cuando su Jaguar salió rápidamente por la calzada y tomó la calle con gran chirrido de neumáticos.
Grantland no conocía mi coche. Le seguí desde bastante cerca, dos manzanas hacia el sur, luego hacia el oeste por un paseo que se inclinaba en dirección al mar. Estuve a punto de perderle cuando viró hacia la izquierda y cogió la carretera general aprovechando los últimos instantes de un semáforo en verde. Fui tras él cuando el ámbar ya se transformaba en rojo.
A partir de allí resultó fácil tener el Jaguar a la vista. Se dirigió hacia el sur por la carretera general cruzando la periferia, donde vendedores marginales ofrecían bistecs de pollo frito y caramelos hechos con agua salada, cestería mexicana y recuerdos fabricados con madera de secuoya. Los sub-suburbios ahogados por las luces de neón quedaron atrás. La carretera general serpenteaba hacia arriba bordeando riscos de color pardo que se alzaban sobre la playa en ángulo casi recto. El mar se extendía a sus pies, reflejo más sombrío del cielo, teñido aún, en su borde más lejano, por la muerte roja del sol.
A unos tres kilómetros de la ciudad, y otros tantos minutos, se encendieron las luces de freno del Jaguar. Luego viró hacia un lado y se detuvo en una especie de plataforma natural de color negro que daba al mar. Había allí otro automóvil, un Cadillac rojo con el morro rozando la barandilla de protección. Antes de que la siguiente curva me impidiera ver, observé que el coche de Grantland se detenía al lado del Cadillac.
Había tráfico detrás de mí. Encontré otra desviación a unos cuatrocientos metros más adelante. Cuando hube dado la vuelta y regresado a la primera desviación, el Jaguar ya se había ido y el Cadillac se iba en aquel momento.
Vi fugazmente la cara del conductor en el momento en que tomaba la carretera general. Me causó el tipo de conmoción que podrías sentir al ver el fantasma de alguien a quien hubieras conocido en otro tiempo. Le había conocido diez años antes en el instituto, cuando él era un deportista, un chicarrón de aspecto agradable, lleno de energía en fermentación. La cara detrás del volante del Cadillac; piel amarilla estirada sobre el cráneo, tenuemente iluminada por ojos negros y desenfocados: hubiera podido pertenecer al padre de aquel muchacho. Pero yo le conocía. Tom Rica.
Viré de nuevo y le seguí hacia el sur. Conducía descuidadamente, disminuyendo la marcha en los tramos rectos y acelerando en las curvas, utilizando dos de los cuatro carriles. Una vez, a más de cien, se salió por completo de la carretera. El Cadillac derrapó de costado sobre la grava, con los faros delanteros oscilando y clavándose en el vacío gris. El parachoques rozó la barandilla de acero y el Cadillac torció precipitadamente en la dirección contraria. Volvió a la carretera y prosiguió su camino como si nada hubiese pasado.
Le seguí muy de cerca, haciendo un esfuerzo mental por meterme en el cerebro de Tom Rica, seguir sus nervios dañados, conducir por él. Siempre había sentido empatía por él. Cuando Tom tenía dieciocho años y su juventud inmadura empezaba a estropearse yo había intentado evitar que se apartara del camino recto, e incluso había tenido algunos problemas a causa de ello. Un viejo policía había hecho lo mismo por mí cuando yo era un chiquillo. No pude hacerlo por Tom.
El recuerdo de mi fracaso era amargo y oscuro, mezclado con el recuerdo rubio platino de una mujer con la que en otro tiempo había estado casado. Expulsé ambos recuerdos de mi mente.
Ahora Tom conducía con más cuidado. El cochazo no se salía de la carretera y hasta permanecía en el mismo carril la mayor parte del tiempo. La carretera se enderezaba y empezaba a subir. Un poco más allá de la cresta del risco, a unos cien pasos o más por encima del mar invisible, un letrero de neón rojo se encendía y apagaba en la entrada de un aparcamiento privado: Buenavista Inn.
El Cadillac pasó por debajo del letrero. Me detuve antes de llegar a él y dejé el coche a un lado de la carretera. El parador quedaba a mis pies, especie de pueblo mexicano de imitación con unas doce o más casas de estuco esparcidas a lo largo de las terrazas oscuras. Había luces encendidas detrás de las persianas de casi la mitad de ellas. Sobre la puerta del edificio principal, al lado del aparcamiento, un letrero de neón rojo decía «Oficina».
Tom estacionó el Cadillac junto a varios coches y lo dejó con las luces encendidas. Procuré que los otros coches quedasen entre él y yo. Aunque no podía verme, echó a correr hacia el edificio principal. Se movía de un modo espasmódico, vacilante, como un viejo que tratase de coger un autobús que ya se hubiera marchado.
La puerta que había debajo del letrero rojo se abrió antes de que Tom llegase a ella. Una mujer corpulenta salió a la plataforma de luz proyectada desde el umbral. Su pelo era de oro, su piel de un oro más oscuro. Llevaba un vestido de lamé dorado con escote sesgado. Incluso de lejos daba la impresión de dureza resplandeciente, como si hubiera protegido su cuerpo de los estragos de la edad metiéndolo en una funda metálica. Su voz tenía un sonido metálico.
—¡Tommy! ¿Dónde has estado?
Si él contestó, yo no pude oírle. Se detuvo en seco ante ella, hizo una finta hacia la izquierda e intentó pasar por su lado hacia la derecha. Sus movimientos fueron una triste parodia de las carreras a campo través que en otros tiempos tan bien se le daban. El cuerpo centelleante de la mujer le bloqueó el paso en el umbral y uno de sus brazos de oro le rodeó el cuello. Él forcejeó débilmente. La mujer le besó en la boca, luego miró por encima de su hombro hacia el aparcamiento.
—Te llevaste mi coche, pillín. Y ahora has dejado las luces encendidas. Entra de una vez, antes de que te vea alguien.
Le dio un cachete en plan juguetón y le soltó. Tom entró apresuradamente en el vestíbulo iluminado. La rubia cruzó el aparcamiento, figura inverosímil de mujer de frente ancha y serena, ojos profundos, boca fea y atormentada, leve bolsa debajo de la barbilla. Caminaba como si fuera la dueña del mundo, o como si lo hubiese sido alguna vez y, pese a haberlo perdido, recordase aún la sensación que ello daba.
Apagó las luces del coche, sacó la llave del encendido y se levantó la falda para introducirla por la parte superior de la media. Sus piernas eran pesadas y bien proporcionadas, de tobillos esbeltos. Cerró de golpe la portezuela del Cadillac y en voz alta, empleando un tono en el que se mezclaban la cólera y la indulgencia, dijo:
—¡Ese hombrecillo estúpido!
Aspiró aire y suspiró y se fijó en mí a medio suspiro. Sin cambiar el ritmo de su respiración, sonrió y movió la cabeza de arriba abajo.
—Hola. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Así, a primera vista, parece que podría hacer mucho.
—Bromista. —Pero su sonrisa se ensanchó, poniendo al descubierto empastes de oro reluciente en las comisuras—. A nadie le interesa ya Maude. Excepto a Maude. A mí me interesa mucho Maude.
—Será porque usted es Maude.
—Lo soy, no le quepa duda. ¿Y usted quién es?
Se lo dije mientras me apeaba del automóvil, y agregué:
—Estoy buscando a una amistad.
—¿Una amistad nueva?
—No, una amistad vieja.
—¿Una de mis muñecas?
—Podría ser.
—Entre si le apetece.
Entré tras ella. Albergaba la esperanza de encontrar a Tom Rica en el vestíbulo, pero evidentemente se había metido en la parte privada del edificio.
El vestíbulo estaba bien amueblado, cosa sorprendente: sillas tapizadas con cuero de colores claros, macetas con palmeras. La pared de un extremo estaba cubierta por una fotografía de Hollywood tomada de noche que hacía el efecto de una ventana panorámica desde la que se divisaba la ciudad. La pared opuesta era una ventana de verdad que daba al mar.
Maude se colocó detrás del mostrador curvo de madera de teca que quedaba enfrente de la puerta. La puerta interior situada detrás del mostrador se hallaba entreabierta. Maude la cerró. Abrió un cajón cerrado con llave y extrajo una hoja mecanografiada, muy interlineada.
—Puede que ya no la tenga en mi lista. Aquí hay mucho movimiento de personal. Las chicas se casan.
—Bien por ellas.
—Pero no tan bien para mí. He tenido problemas para encontrar personal desde la guerra. Cualquiera diría que esto es una agencia matrimonial o algo por el estilo. Bueno, si ella no está ya en mi lista, siempre puedo conseguirle otra. Es temprano. ¿Cómo ha dicho que se llamaba ella?
—No lo he dicho. Y no es una ella.
Me lanzó una mirada ligeramente decepcionada.
—Se ha equivocado de sitio. Yo regento un lugar limpio, estrictamente para heteros.
—¿Quién ha dicho que estuviera pensando en el sexo?
—Creía que todo el mundo pensaba en ello —dijo la mujer, con una especie de meneo habitual.
—¿Constantemente?
Me miró desde la dura superficie gris de sus ojos hundidos.
—¿Qué le ha pasado?
—Un montón de cosas. Estoy tratando de vender los derechos para llevar mi vida al cine. «Alguien de aquí me odia», podría ser el título.
—Me refiero a su cara.
—Ah, eso.
—¿Qué es lo que anda buscando? Dios mío, no me venga con que también usted es un fugitivo. Los bosques están plagados de ellos.
—Podría darme alojamiento si lo fuera.
Se lo tomó en serio, con la credulidad del cinismo:
—¿Está bien forrado?
—No mucho.
—¿El coche de ahí fuera es suyo?
—Del banco en su mayor parte.
—Dios mío, ¿ha robado un banco?
—¡Ellos me están robando a mí! Diez por ciento de interés sobre el dinero que me prestaron para comprar el armatoste.
Se inclinó hacia delante, por encima del mostrador, las manos ensortijadas apoyándose en la superficie, los ojos muy brillantes como las piedras talladas de las sortijas.
—¿Qué clase de bromista es usted? Si piensa hacerme una trastada, le advierto que tengo protección, a montones.
—No se ponga nerviosa.
—No estoy nerviosa. Es sólo que me irrito un poco cuando algún tipejo se mete en mi establecimiento y no quiere decirme qué es lo que quiere. —Se acercó rápidamente a una pequeña centralita que había en el extremo del mostrador, cogió un auricular y por encima del hombro dijo—: Así que vaya al grano, hermano.
—Tom Rica es el amigo al que ando buscando.
Un estremecimiento de nerviosismo sacudió su cuerpo. Luego recuperó su aplomo, pesada y sólida otra vez. Sus ojos no se movieron, pero su mirada reluciente se hizo más intensa.
—¿Quién le ha enviado?
—He venido solo.
—Lo dudo. Quienquiera que sea le ha dado información falsa. —Dejó el teléfono y volvió al mostrador—. Ahora que lo pienso, había un chico que se llamaba Rica…, trabajó aquí hace algún tiempo. ¿Cómo ha dicho que se llamaba de nombre?
—Tom.
—¿Qué quiere de él?
—La oportunidad de hablar. Eso es todo.
—¿Hablar de qué?
—De los viejos tiempos.
Golpeó el mostrador con el puño.
—Basta de embustes, ¿eh? Usted no es amigo suyo.
—Mejor amigo que algunos de los que tiene. Detesto ver cómo se envenena el cerebro con heroína. Antes era un chico listo.
—Lo es todavía —dijo ella a la defensiva—. No es culpa suya que estuviera enfermo. —En un gesto repentino de desprecio por sí misma, de duda sobre sí misma, tiró de la bolsita de carne que tenía debajo de la barbilla y siguió martirizándola—. ¿Quién es usted, si puede saberse? ¿Es usted del hospital?
—Soy detective privado e investigo un asesinato.
—¿Ese que ha habido en el campo? —Por primera vez pareció tener miedo—. No puede involucrar a Tom en él.
—¿Qué le hace pensar que pretendo involucrarle?
—Ha dicho que quería verle, ¿no es verdad? Pues no va a verle. No tuvo nada que ver con ese asesino.
—Se fugaron juntos anoche.
—Eso no demuestra nada. Me libré de ese Hallman en cuanto tomamos la carretera principal. De él no quise saber nada. Ya veo suficientes tipos así en mi oficio. Y Tom no le ha visto desde entonces; ni ha ido a ninguna parte. Se ha pasado todo el día aquí. Conmigo.
—De modo que usted les ayudó a huir del hospital.
—¿Y qué si fue así?
—Pues que no le hizo ningún favor a Hallman. Ni a Tom tampoco.
—No estoy de acuerdo. Le estaban torturando. Le quitaron el suministro en seco. No comió ni un bocado durante más de una semana. Debería haber visto cómo estaba cuando le recogí.
—Así que usted ha vuelto a montarlo a caballo…[2]
—No es verdad. Me suplicó que le proporcionase unas cuantas cápsulas, pero me negué. Es la única cosa que no haría por Tom. Le compré algunas botellas de medicina para la tos, de esa que lleva codeína. Eso sí. No podía quedarme sentada sin hacer nada, viéndole sufrir, ¿no le parece?
—¿Quiere usted que sea un drogota durante el resto de su vida? ¿Y que muera a causa de ello?
—No diga eso.
—¿Qué trata de hacerle?
—Cuidarle.
—¿Cree que está capacitada para hacerlo?
—Quiero a ese chico —dijo ella—. Hice lo que pude por él. ¿Eso me convierte en una asquerosa?
—Nadie ha dicho que sea usted asquerosa.
—Nadie tiene que decirlo. Intenté hacerle feliz. No tenía lo que hace falta para ello.
Manoseándose los gruesos senos, bajó los ojos para mirarse a sí misma y puso cara de pena.