32

Se abrió una puerta interior y apareció un hombre gordo, sin chaqueta, con una camisa rayada.

—Teléfono para usted —le dijo a Callahan—. Lo llaman de su oficina. —Tenía la sonrisa omnisciente de los empresarios de pompas fúnebres.

—Gracias —dijo Callahan al pasar junto a él por la puerta.

El hombre de la camisa rayada se acercó a la mesa iluminada como una mariposa sin alas. Sus botas negras y brillantes silbaban sobre el piso de cemento.

—Bueno —dijo al muerto—, no estás tan lindo como podrías estar, ¿verdad? Y cuando el doctor haya acabado contigo, no vas a estar nada lindo. Con todo, te va a arreglar, te doy mi palabra. —Su voz goteaba en el silencio como un almíbar hecha con azúcar muy refinada.

Salí, cerré la puerta y encendí un cigarrillo. Casi lo había consumido cuando reapareció Callahan. Tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas.

—¿Qué ha estado haciendo, bebiendo líquido para embalsamar?

—Teletipo de Los Ángeles. Si se lo calla, le diré qué decía. —No hubiera podido impedirle que me contara—. Cayeron sobre la banda de Dowser… agentes del ministerio y hombres del fiscal. Los sorprendieron con tanta heroína como para drogar a la ciudad entera.

—¿Alguna baja? Pensaba en Colton.

—Ni una. Se entregaron como corderos. Y sepa usted esto: Tarantine trabajaba para la compañía, era testaferro de Dowser aquí mismo, en el local de lucha. ¿Buscaba explicaciones? Ahí las tiene.

—Fascinante —dije.

Un auto se acercó por el acceso al edificio, dobló y se estacionó del otro lado del cobertizo de la puerta. Descendió de él un hombre de espaldas curvadas, con un maletín de médico.

—Siento mucho llegar tan tarde —dijo a Callahan—. Fue un parto lento y luego tuve que ir a comer un bocado.

—El paciente todavía espera. —Se volvió a mí—. Este es el doctor McCutcheon, Mr. Archer.

—¿Cuánto tiempo le llevará? —pregunté al médico.

—¿Qué cosa?

—Determinar la causa de la muerte.

—Una hora, más o menos. Depende de los síntomas. —Miró a Callahan como interrogándolo—: Tenía entendido que había muerto ahogado.

—Sí, eso creímos. Pero podría ser una venganza de la banda —agregó Callahan como quien sabe—. Estaba en la banda de Dowser.

—Busque bien cualquier otra causa que haya podido provocarle la muerte —dije—. Si no le molesta que me meta en esto.

Sacudió con impaciencia su cabeza gris desgreñada.

—¿Cómo por ejemplo?

—No sabría decirle. Instrumento cortante, hipodérmica, aun una herida de bala.

—Siempre hago un examen cuidadoso —afirmó McCutcheon. Eso puso fin a la conversación.

Dejé el auto estacionado frente a la morgue y caminé las dos cuadras que había hasta la calle principal. Tenía hambre a pesar de los olores que parecían haberse pegado a mis ropas, olor a pescado y a algas y a muerte desinfectada. A pesar de los interrogantes que como un programa de preguntas y respuestas me sonaban en la cabeza, con comentarios personales al margen.

Callaban me había recomendado un lugar llamado George’s Cafe. Resultó ser un bar y restaurante, de clase media y edad mediana. A un costado había un bar con platos preparados colocados sobre una parrilla a gas que ocupaba toda la vidriera delantera. Al otro lado había reservados y en el centro, una hilera de mesas cubiertas con manteles a cuadros rojos. Tres o cuatro ventiladores que bajaban del cielo raso giraban lánguidamente, mezclando el aire lleno de humo para convertirlo en una mancha uniforme gris azulada. Todo, incluso los parroquianos alineados junto al bar, tenía aspecto de haber estado en el lugar mucho tiempo.

Tan pronto como me hube sentado en uno de los reservados vacíos, yo mismo tuve esa sensación. El lugar tenía una íntima calidad subterránea, como una cápsula de tiempo profundamente enterrada más allá del alcance del cambio y la violencia. Los mozos, de chaquetas bastante blancas, jóvenes y viejos, tenían una descuidada y rápida economía de movimientos sobreviviente de una década ya lamentablemente pasada. Las papas fritas que acompañaban mi bife chamuscado tenían exactamente el mismo gusto que las papas fritas que comía de un cucurucho de papel de diario en 1920, cuando estaba en la escuela en Oakland. Las fotografías de paisajes que decoraban las paredes —la ruta del Union Pacific— me recordaron una linterna mágica que encontré una vez en el altillo de una tía abuela de mi madre. El ir y venir de la conversación del bar sonaba a historia.

Terminaba mi segunda botella de cerveza cuando divisé a Galley a través del borde del vaso cubierto de espuma. Estaba parada del lado de adentro de la puerta, reposando sobre sus tacos altos. Llevaba un abrigo negro, sombrero negro, guantes negros. Durante un instante me pareció algo irreal, un fantasma del presente. Me vio y se acercó, y entonces todo lo demás pareció irreal. Su vitalidad la llevaba como un viento fuerte. Pero estaba ojerosa, como si su vitalidad fuese algo diferente de ella, que se alimentara de su cuerpo.

—¡Archer! —La cara pálida me sonrió, y la sonrisa se separó de ella—. Me alegro de haberlo encontrado.

Le aparté una silla.

—¿Cómo me encontró?

—El comisionado me dijo que estaba aquí. ¿Se llama Callahan?

—Entonces ya ha visto el cadáver.

—Sí. Lo vi. —Tenía los ojos oscuros como una noche sin estrellas—. El médico lo estaba abriendo.

—No deberían haberla dejado entrar.

—Oh, yo quise verlo. Tenía que saber. Pero es raro ver a un hombre hecho pedazos cuando una ha vivido con él. Aunque sea enfermera.

—Tome algo.

—Bueno. Gracias. Whisky solo. —Respiraba acelerada y superficialmente, como un perro en un día caluroso.

Dejé que terminara de beber antes de preguntarle:

—¿Qué dijo el médico?

—Cree que murió ahogado.

—Eso cree ¿eh?

—¿Usted no?

—Yo tengo un signo de interrogación que está esperando enganchar una respuesta. Tome otro trago.

—Me parece que sí. ¿Sabe que lo arrestaron a Dowser? Me lo dijo Mr. Callahan.

—Qué suerte. —No tenía ganas de jactarme de mi papel en el asunto. Dowser tenía amigos, y los amigos tenían armas—. Dígame, Galley.

—¿Qué? —Volvía a haber estrellas en sus ojos, y en el vaso no había más whisky.

—Me gustaría tener más claro el cuadro de ese fin de semana que pasó con Joe en el desierto.

—Fue malo, créame. Joe estaba violento. Fue como estar encerrada en cuatro habitaciones con un puma enfermo. Yo misma estaba alterada. No me quería decir de qué se trataba, y eso me enloquecía.

—Hechos, por favor. Unos pocos hechos objetivos.

—Esos son hechos.

—No de los que sirven para mucho. Quiero detalles. ¿Qué ropa llevaba, por ejemplo?

—La mayor parte del tiempo estaba en ropa interior. ¿Es importante? Hacía calor, a pesar del aire acondicionado.

—¿No había llevado ropa consigo?

—Claro que sí.

—¿Dónde está ahora?

—No sé. La tenía en un bolso cuando yo lo traje hasta acá.

—¿Qué llevaba puesto?

—Ropa ordinaria, azul.

—¿La misma que lleva ahora?

—Cuando lo vi no tenía nada puesto. Supongo que será la misma ropa. ¿Por qué?

—Su hermano dijo que llevaba esa ropa el viernes a la noche. ¿Es cierto?

Frunció el entrecejo, concentrándose.

—Sí. No se cambió cuando llegamos a casa el viernes por la noche.

—¿Y siguió usando lo mismo, cuando no estaba en ropa interior, hasta el martes por la mañana? No condice con lo que he oído decir acerca de Joe.

—Ya sé. Estaba raro. Como frenético. Yo tenía la comida lista cuando llegó a casa… llamó por teléfono para avisar que iría pero ni siquiera se detuvo a comerla. Yo casi no tuve tiempo de preparar equipaje, tenía tanta prisa. Salimos corriendo para Oasis, y luego estuvimos sentados mirándonos las caras tres días seguidos.

—¿Sin explicaciones?

—Dijo que él se iba, que estábamos esperando un dinero. Creí que había roto con la banda, como yo le había estado pidiendo que hiciera. Sabía que estaba atemorizado, y pensé que lo perseguían. Si no lo hubiera creído, no habría ido con él, ni me habría quedado allí. Después, cuando se marchó, se fue solo.

—Usted no habría querido irse con él, no adonde fue parar.

—Tal vez sí. —Levantó el vaso vacío y le clavó los ojos en el fondo, como si fuera una bola de cristal y ella estuviera ensimismada en sus visiones.

El mozo, un griego gordo y viejo que andaba como sobre ruedas, apareció junto a nuestro reservado.

—¿Otro trago?

Galley salió de su arrobamiento.

—Creo que debería comer algo. No sé si podré.

—¿Un bife como el del señor? —El mozo moldeó un bife imaginario con las manos. Galley asintió, ausente.

—Una cerveza para mí —y cuando se hubo marchado—: Otro detalle, Galley. —Alzó la cabeza—. No ha dicho usted una sola palabra sobre Herman Speed.

—¿Speed? —Sus dientes blancos y finos apretaron el labio inferior—. Ya le dije, yo lo cuidé en el hospital.

—A eso iba. Tiene que haberlo reconocido.

—No sé qué quiere decir. ¿Cuándo tendría que haberlo reconocido?

—El domingo por la noche, cuando fue a su casa de Oasis. Tiene que haber sabido que era él quien le compraba la heroína a Joe.

—No lo creo.

—¿No lo vio?

—Yo no estaba allí el domingo por la noche. No he visto a Mr. Speed desde que salió del hospital. Me dijeron que se fue del país.

—Le dijeron mal. ¿Dónde estaba usted?

—¿El domingo? Alrededor de las ocho, Joe me dijo que me marchara y que no regresara por un par de horas. Me permitió llevar el auto. ¿Cómo sabe que Speed estuvo allí?

—No viene al caso. Estuvo allí, y compró la heroína.

—Esa heroína de que ha estado hablando ¿Joe se la robó a Dowser? —Su rostro estaba fijo en el mío.

—Parece.

—¿Y se la vendió a Speed?

—Por treinta mil dólares.

—Treinta mil dólares —repitió lentamente—. ¿Dónde están ahora?

—Podrían estar en el bolso de Joe en el fondo del mar, o en un grueso fajo en el bolsillo de alguien.

—¿De quién?

—De Speed, posiblemente. —Retrospectivamente, me pareció que me había entregado la heroína con demasiada facilidad—. Speed tal vez conociera los planes de Joe, y tal vez lo haya estado esperando en el barco el martes por la mañana. Tenía motivos, además del dinero. Su bendito marido lo traicionó el otoño pasado.

Sus ojos se dilataron.

—Yo creía que eran amigos.

—También lo creía Speed. Quizá descubrió lo contrario y decidió arreglar cuentas. Digo quizás. Pero hay otra posibilidad que me gusta más.

—Sí —dijo en voz baja—. Keith Dalling.

—Es una muchacha rápida.

—En realidad, no. —Sonrió parcialmente—. He estado pensando en él desde hace días, tratando de entender por qué obró como obró y por qué lo mataron. En Oasis nos estaba espiando, sabe. Yo creía que me hacía la corte. No sospeché que andaba atrás del dinero, aunque sabe Dios que lo necesitaba.

—Usted lo vio el domingo por la noche, ¿verdad?

—Sí. ¿Se lo dijo él? Estaba esperando junto al camino cuando yo salí de la casa. Fingió estar preocupado por mí. Fuimos a un lugar de Palm Springs, y él bebió demasiado y trató de convencerme de que nos fugáramos juntos.

—¿Sabía él lo que tenía Joe?

—Si lo sabía, no me lo dijo. Francamente, yo creía que era un cándido, un poco tonto. Pero un tonto agradable.

—Yo también. Pero está claro que estaba en el barco el martes por la mañana. Lo vieron nadar hasta la costa.

—¡No! —Se inclinó hacia adelante sobre el mantel a cuadros—. Eso definiría las cosas, ¿verdad?

—Salvo un par de detalles que me preocupan. Uno de ellos, que a él lo mataron una o dos horas después.

—Con su pistola.

—Con mi pistola. Sería refinadamente irónico si los hombres de Dowser lo hubieran matado porque creían que era socio de Joe. Pero ¿cómo se habrían apoderado de mi pistola? Usted dijo que Joe se la había llevado. ¿Está segura de eso?

—Lo vi cuando la ponía en el bolso junto con la de él.

—Hay una posibilidad de que ocurriera así —dije—. Si Dalling se apoderó de la pistola cuando se apoderó del dinero y la llevó consigo a la costa, los hombres de Dowser se la quitaron en el departamento. Es una vieja treta esa de matar a un hombre con su propia arma.

—¿Sí? No sabía. —Se le volvía a aflojar la cabeza bajo el peso de tanta información repentina.

—Sería una refinada ironía —dije—, pero demasiado bonita para que ocurra en la vida real. Y no responde todavía al segundo interrogante que me preocupa: ¿por qué se tomó Dalling la molestia de convencer a su madre de que me contratara? No tiene sentido. A menos que fuera verdaderamente esquizofrénico.

—No, creo que esa respuesta la conozco. Una posible respuesta, al menos.

—Si puede usted imaginar el motivo, le daré un empleo.

—Me vendría bien. Lo cierto es que Keith le tenía un miedo mortal a Joe. Quería que usted fuera hasta allí para dificultar las cosas, cuanto más, mejor. Si los dos resultaban muertos, sería perfecto. Allí estaría yo en su casa, sin estorbos, y hasta con dote. Mi siquiera habría tenido que llevarme en brazos para trasponer el umbral. ¿Tiene sentido ahora? Habrá tenido miedo de contratarlo personalmente para una tarea así, demasiadas cosas podrían salir mal.

El mozo colocó un bife frente a ella, y me sirvió cerveza.

—Le doy el empleo —dije—. El bife es un adelanto sobre el salario de su primera semana.

No prestó atención a la comida ni a mí.

—No resultó como Keith quería. Joe sobrevivió, y usted también. Lo que pasó fue que Joe creyó que la banda lo estaba cercando, y tuvo que escapar. Quizá Keith contaba con eso. Sea como fuere, allí estaba en el muelle o en el barco, cuando llegó Joe. Y después de todo, cumplió con su sucia tarea.

—Estupendo —dije—. Pero ¿cómo supo Keith hacia dónde se dirigiría Joe? ¿No se lo habrá dicho usted?

—Yo no sabía. Tal vez nos haya seguido hasta allí.

—Tal vez. O puede haber tenido un cómplice.

—¿Quién?

—Ya hablaremos sobre eso. Ahora coma su bife, antes de que se enfríe. Volveré en seguida. —Me deslicé de mi asiento.

—¿Adónde va?

—Quiero alcanzar al doctor antes de que se vaya. Cuídeme la cerveza, por favor.

—Con mucho gusto.