18

Estábamos esperando en el amarradero cuando atracó el barco de la Prefectura. Mientras el casco gris golpeteaba los neumáticos de camión que a modo de parachoques había junto al borde del muelle, dos hombres saltaron a tierra. Uno era un joven y tostado teniente de la Prefectura en uniforme de fajina, aparentemente comandante del guardacostas. El otro era un hombre de barba gris y ojos blanqueados por el mar, sin uniforme, con el aire de serena obstinación e importancia profesional de los viejos suboficiales de la Marina.

—El Aztec Queen está entre las rocas en Sanctuary —le dijo a Mario.

—Ya sé. Venimos de allí.

—Imposible recobrarlo —dijo el teniente de la Prefectura—. Aun si pudiéramos acercarnos lo suficiente, ya no valdría la pena. Se está abriendo.

—Ya sé.

—Entremos. —El capitán del puerto se cubrió con los brazos—. El viento está frío.

Lo seguimos hasta su oficina de la escollera. Conferenciamos en el compartimiento desnudo, y yo permanecí de pie, pues sólo había tres sillas. No habían visto a nadie a bordo de la embarcación. El patrón del pesquero que primero había dado la noticia tampoco había visto a nadie. El problema era éste: ¿Cómo había salido el Aztec Queen del amarradero de yates y cómo había navegado nueve millas junto a la costa?

En reuniones oficiales, Mario no hablaba demasiado. Dijo que no tenía idea. Pero me miró como si esperara que yo hablara.

—Pero es su barco, ¿verdad? —dijo el capitán del puerto.

—Claro que es mi barco. Se lo compré a Rassi, de segunda mano, en enero.

—¿Asegurado? —le preguntó el teniente.

Meneó la cabeza.

—No podía pagar las primas.

—Mal negocio. ¿Para qué lo usaba?

—Partidas de pesca, de vez en cuando. Casi siempre en esta época. Usted lo sabe, jefe. —Se volvió a Schreiber, que estaba recostado en su silla contra la pared. La carta de la zona costera, detrás de su cabeza, ostentaba una mancha redonda de grasa en lugar en donde se había recostado antes.

—No nos desviemos —dijo lentamente—. El barco no se soltó de la amarra y navegó solo hasta los rocas. Tiene que haber habido alguien a bordo.

—Dígamelo a mí —contestó Mario moviéndose inquieto en su silla. Si había que hablar, quería que fuera otro el que lo hiciera y no él.

—Bueno, y no era el Capitán Kidd. ¿Acaso el motor no tenía llave?

—Sí. Mi hermano tiene las llaves, mi hermano Joe.

—¿Por qué no lo dijo antes? Ahora vamos bien. Su barco había ya zarpado cuando yo vine esta mañana para mi guardia. Pensé que usted lo habría llevado.

—He estado en cama —dijo Mario—. Tuve un accidente.

—Sí, ya veo. Y parece que su hermano ha tenido uno peor. ¿Usted le dio permiso para que tomara el barco?

—No necesitaba permiso. En parte el barco era también suyo.

—Bueno, ya no vale mucho —dijo Schreiber sentenciosamente—. Unos centavos. ¿Está seguro de que fue su hermano quien lo llevó?

—¿Cómo quiere que esté seguro? Yo estaba en casa en cama.

—Joe estuvo aquí esta mañana —dije—. Su mujer lo trajo en auto antes del amanecer.

—¿Dijo que saldría en el barco? —preguntó el teniente.

—Que yo sepa, no dijo nada.

—¿Dónde está su mujer ahora?

—En Santa Mónica, con su madre, Mrs. Samuel Lawrence.

Schreiber anotó el nombre.

—Creo que debemos ponernos en comunicación con ella. Parece que su marido se ha ahogado en el mar.

El teniente se puso de pie y se encasquetó la gorra con visera sobre la frente.

—Llamaré a la oficina del sheriff. Tendremos que salir a buscarlo. —Espió a través de la ventana hasta el otro lado del amarradero—. Se está haciendo demasiado tarde para que hagamos algo esta noche. No podremos llegar hasta el barco hasta que no baje la marea.

—Mejor probar, con todo. Existe la posibilidad remota de que todavía se encuentre en la cabina. —Schreiber se volvió a Mario—: ¿Su hermano sufre ataques al corazón o algo así?

—Joe no está a bordo —contestó categóricamente Mario.

—¿Cómo lo sabe?

—Tengo el presentimiento.

Schreiber se levantó, encogiendo sus hombros pesados.

—Será mejor que se vuelva a casa, muchacho, y se meta otra vez en cama. No sé cómo se siente, pero su aspecto es espantoso.

Regresamos al auto y nos dirigimos a la ciudad, serena en la claridad última del ocaso, sobre sus terrazas empinadas, con unas pocas luces encendidas parpadeando como estrellas tempranas. Los blancos edificios africanos se levantaban en el aire rojizo como algo visto a través de los cristales rosados del recuerdo. Todo estaba quieto, menos el mar, que golpeaba y gruñía detrás de nosotros al lento compás del tiempo.

Por una vez, me alegré de dejar atrás el ruido del mar. Pero no pude ir muy lejos. Mario no quería volver a su casa.

Me hizo detener ante un bar de la ribera y dijo que necesitaba un trago. Estacioné y me apeé del auto. Yo también lo necesitaba. Debajo del malecón que bordeaba el otro lado del bulevar, el oleaje se quejaba y latía como un corazón cansado. La pesada puerta apagó el ruido.

Un mozo viejo y gordo salió a la puerta, estrechó la mano de Mario y se lamentó como una madre por lo de la cara. Nos hizo sentar en un reservado al fondo del local y encendió una vela roja embotellada sobre la mesa. La botella tenía una costra gruesa de cera derretida de otras velas, como sangre coagulada. Pensé en Dalling y en su sangre sobre el piso. Ya estaría en una tabla de la morgue, o bajo la luz blanca de una mesa de autopsia, con una incisión en el torso. Dalling parecía muy lejos y hace mucho tiempo.

El mozo terminó de frotar la mesa con la punta de una servilleta sucia.

—¿Algo de comer, caballeros? ¿O prefieren bebidas?

Pedí un bife y una botella de cerveza. Mario quería un whisky doble, solo.

—¿No va a comer algo? Se va a desmayar.

—Esta noche tenemos minestrone, Mario —dijo el mozo—. Por una vez, está bueno.

—No quiero perder el apetito —explicó—. Mamá me está esperando para comer.

—¿Quiere llamarla por teléfono?

—No, no quiero hablar con ella.

El mozo se alejó cansadamente, con sus pies planos.

—¿Qué voy a decirle? —preguntó Mario a nadie en particular—. He perdido el barco, lo cual es bastante serio, ella nunca quiso que lo comprara. Fui un estúpido, dejé que Joe me convenciera. Metí todo lo que tenía, y ¿qué me queda? Nada, estoy sin nada. ¿Sabe que podría haber tenido una participación en este local? Fui cantinero aquí el otoño pasado, y me llevaba muy bien con los parroquianos. Me llevaba bien con George, el viejo ése. Está por retirarse, y yo podría estar bien forradito en lugar de estar como estoy.

Estaba cayendo en el sonsonete de los agraviados, como si el whisky que había pedido le hubiese hecho efecto antes de beberlo. George trajo nuestras bebidas, haciendo que Mario callara. Miré alrededor del local que él podría haber comprado en parte. Tenía más condecoraciones que un general: hileras de lamparitas de colores encima del bar, cabezas de ciervos y peces espadas embalsamados, fotografías de viejos equipos de baseball, pinturas de montañas de cartón, jarros de cerveza alemanes. Sobre una plataforma que había encima de la puerta de la cocina, un águila de llameantes ojos de vidrio atacaba a un puma. Lo único que le hacía falta al grupo para quedar completo era un embalsamador embalsamado.

—Lo del barco es bastante grave —repitió tristemente Mario—. Pero ¿qué le voy a decir sobre Joe? Joe siempre fue el predilecto, se volverá loca si cree que se ha ahogado. Cuando éramos chicos nos enloquecía con sus preocupaciones cuando el viejo no estaba en casa. Fue una especie de alivio cuando el viejo murió en la cama.

—Usted dijo que tenía el presentimiento de que Joe no está a bordo. ¿A qué se debe?

Apuró su vaso y dio un golpecito en la mesa para que le trajeran otro.

—Joe es terriblemente astuto. No lo atrapan nunca. Era mechero en las tiendas antes de terminar la escuela primaria, y nunca lo atraparon. Era el hermano menor brillante, sabe, tenía ese aire inocente. Yo lo intenté una vez y me mandaron al reformatorio y mamá decía que estaba deshonrando a la familia. Joe no.

El mozo le sirvió su whisky, y me dijo que pronto estaría listo mi bife.

—Además —dijo Mario—, el canalla nada como un pez. En un tiempo fue salvavidas en la playa. Ha sido muchas cosas, la mayoría despreciables. Tengo mis buenas sospechas sobre dónde está Joe. No está a bordo del Aztec Queen ni está en el fondo del mar. Volvió a escapar y me dejó plantado.

—¿Cómo pudo escapar del barco?

—Si quiere saber mi opinión, abandonó el Queen. Él había puesto quinientos dólares, yo mil quinientos. A él qué le importaba, gana mucho. El hijo de perra zarpó y lo hizo zozobrar, para que pareciera que se había ahogado. Probablemente se haya citado con el tipo que tiene el crucero en Ensenada… —Se interrumpió, observando ansiosamente mi rostro.

—¿Torres? —pregunté lo más indiferentemente que pude.

Las magulladuras le servían de máscara, cualesquiera hayan sido sus sentimientos. Con toda deliberación vació su segundo vaso, y con labios torpes tomó unos sorbos de un vaso de agua.

—No sé nada de ningún Torres. Lo iba imaginando a medida que se lo iba diciendo, tratando de descubrir cómo se deshizo del barco.

—¿Por qué habría de tomarse toda esa molestia?

—Échele una buena mirada a mi cara y contéstese usted mismo. Me hicieron esto porque soy hermano de Joe, es el único motivo que tenían. ¿A él qué le harían? —Respondió a su pregunta él mismo con un gesto, retorciendo los puños cerrados en direcciones opuestas, como se descabeza un pollo.

Llegó el bife, y tragué lo que pude de él bajándolo con lo que quedaba de mi cerveza. Mario se bebió su tercer whisky doble. Mostraba señales de agotamiento y decidí no dejarlo beber más. Pero sucedió que no tuve que intervenir.

Los parroquianos habían estado entrando de a uno o de a dos, dirigiéndose la mayoría de ellos al bar, donde se posaban en hilera como en la percha de un gallinero. Estaba tratando de que el mozo me viera para pedirle la cuenta, cuando un hombre abrió la puerta principal. Se detuvo con la mano en el pomo, escudriñando a los bebedores, un hombre alto con un sombrero grande como de cowboy, que parecía un hombre de campo en traje dominguero. Su mirada dio con la parte posterior de la cabeza vendada de Mario, y caminó a zancadas hasta nosotros.

Mario se volvió a medias en su asiento y lo vio venir. —¡Maldición!—, murmuró. —Es el comisionado del sheriff.

El hombre grande le puso una mano sobre el hombro.

—Pensé que podría estar aquí. ¿Qué es esto de su hermano? Córrase un poco.

Mario, de mala gana se deslizó hasta el rincón.

—Sé tanto como usted. Joe no me cuenta sus planes.

El comisionado se sentó pesadamente al lado de él. Mario se inclinó para alejarse como si el contacto con la ley fuera contagioso.

—Me han dicho que ha tenido problemas con Joe.

—¿Problemas? ¿Qué clase de problemas?

—Mírese en el espejo, a lo mejor eso lo ayuda a recordar.

—No lo veo a Joe desde el viernes a la noche.

—El viernes a la noche, ¿eh? ¿Antes o después de que le surcaran la cara?

Mario se tocó el pómulo con un dedo veteado de aceite.

—Diablos, no fue Joe.

—¿Quién fue?

—Un amigo mío. Fue una lucha amistosa.

—Tiene unos amigos muy simpáticos —dijo sarcásticamente el comisionado. La sonrisa descendente ahondó sus arrugas provocadas por el sol—. ¿Y Joe?

—Ya le he dicho que no lo veo desde el viernes a la noche. Volvimos de una partida de pesca, y él se fue en seguida a Los Ángeles. Vive allí con su mujer.

—Si no está en el fondo del mar con una sirena. Dicen que se perdió de vista el viernes pasado y no ha vuelto desde entonces.

—Regresó esta mañana —dije—. Su mujer lo trajo en auto.

—Sí, quiero decir hasta esta mañana. Me puse en comunicación con la mujer, está en camino. Pero ella no vio al otro.

—¿Qué otro?

—Es lo que estoy tratando de averiguar —estalló, y volvió hacia Mario su cara chata y enrojecida—: ¿Estaba usted aquí esta mañana? ¿A bordo de su barco?

—Estaba en casa en cama. La vieja sabe que estaba en casa en cama. —Mario parecía asombrado, y el whisky le hacía arrastrar las palabras.

—¿Ah, sí? He hablado con ella por teléfono. No se despertó hasta las siete. Su barco zarpó alrededor de las cuatro.

—¿Cómo sabe?

—Por Trick Curley, que pesca langostas; acababa de llegar de la isla. ¿Lo conoce?

—Lo he visto por ahí.

—Se levantó temprano esta mañana y vio que el bote se dirigía al Aztec Queen. Dicho sea de paso, el bote todavía está allí, en su amarra. Llevaba a dos hombres cuando pasó junto al bote de Trick.

—¿Joe?

—No está seguro, estaba oscuro. Los saludó pero no le contestaron. Oyó que subían a bordo, y luego el bote pasó por el extremo de la escollera. —De pronto se volvió a Mario y le preguntó chillando—: ¿Por qué no le contestó?

—¿Yo? ¿Contestar a quién?

—A Trick, cuando lo saludó desde el bote.

—¡Dios mío! —La espantosa cara parecía realmente espantada—. Yo estaba en casa en cama. No me levanté hasta las nueve. Mamá me llevó el desayuno a la cama, pueden preguntarle.

—Ya lo he hecho. Pero eso no le impediría escurrirse en mitad de la noche y llegar hasta aquí.

—¿Por qué iba a hacer semejante locura? —Sus manos vueltas hacia arriba se movían elocuentemente en el aire.

—Usted y Joe estaban en malas relaciones —dijo el comisionado dramáticamente—. Es cosa sabida. La semana pasada, en este mismo bar, usted lo amenazó de muerte frente a testigos. Le dijo que matarlo sería hacer un servicio público. Si lo ha matado, Tarantine, sería el único servicio público que ha hecho en su vida.

—Estaba borracho cuando le dije eso —gimió Mario—. No sé qué le ha pasado a Joe, sheriff, le juro por Dios. Se llevó mi barco y lo hizo zozobrar y ahora me culpan a mí. No es justo.

—Cállese la boca.

—Está bien, ¡arrésteme! —Aulló Mario—. Estoy enfermo, de modo que aproveche y arrésteme.

—Tranquilo, Tarantine. —El comisionado se incorporó pesadamente, y su sombra vacilante trepó por la pared opuesta hasta el techo—. Todavía no tenemos ni siquiera un corpus delicti. Cuando lo tengamos, vendremos a verlo. Quédese por aquí.

—No pensaba ir a ninguna parte.

Permaneció sentado en su rincón, débil y desdichado. Lo único vivo de esa cara provenía de los pequeños reflejos de la vela en sus pupilas negras. Esperé a que el comisionado estuviera fuera, y lo llevé hasta el auto. Mario maldecía constantemente en voz baja en una mezcla de inglés, español e italiano.