27

Cuando estacioné el auto abajo de Union Square ya era medianoche. Un viento húmedo soplaba sobre la plaza, llevando el aliento brumoso del mar hasta los pavimentos oscuros. Sobre los cuatro lados, los destellos de neón repudiaban la noche. Tomé por una calle en declive, pasando junto a algunas parejas tardías que paseaban y se demoraban en las veredas.

El letrero color naranja de La Cueva era uno entre una docena de letreros de bares de esa cuadra. Bajé por una escalera oscura y miré al interior del local por una puerta giratoria de vidrio que había al final de la misma. Era un local grande y cuadrado, con las esquinas redondeadas y un cielo raso tan bajo que se sentía sobre él el peso de la ciudad. De la pared de la izquierda salía un bar curvo que se arqueaba para dar lugar al cantinero y su colección de botellas. Sobre las demás paredes estaban las mesas y los reservados. En el espacio del centro, un hombre de aspecto cansado que vestía un gastado smoking aporreaba un piano de cola exhausto. Todos los muebles, incluso el piano, estaban esmaltados de un llamativo color naranja. Una serie de desnudos de pelo anaranjado retozaban y languidecían a lo largo ele las paredes bajo la capa de mugre. Entré.

Junto al bar había varios parroquianos: una pareja joven y bien vestida que parecía fuera de lugar, y un par de marineros solitarios. Otros pocos, todos ellos hombres, estaban apoyados como muñecos junto a las mesas, esperando que ocurriera algo maravilloso, que empezara una nueva vida, en lugares más placenteros, bajo nombres diferentes. Cuatro o cinco parrandistas, todas ellas mujeres, y a juzgar por el aspecto, casos perdidos, estaban de pie alrededor del piano y movían diversos miembros siguiendo aproximadamente el compás de la música. Una de ellas, una rubia veteada con un vestido verde con el ruedo caído, levantó lo que pasaba por su voz de cantante lanzando unas notas fúnebres. Todo daba la impresión de un velorio.

El pianista podría, haber pasado por un cadáver en cualquier morgue si se hubiese quedado quieto en vez de sacudir los racimos de dedos sobre el paciente teclado. Estaba blando y dopado hasta las orejas, y habría sido difícil determinar con qué. Me senté junto a una mesa cercana al piano y lo miré hasta que volvió la cara en dirección a mí. Tal como yo esperaba, tenía los ojos tristes y extraviados, picaduras de gusano en una manzana marchita con un corazón negro y podrido.

Pedí una cerveza a una camarera malhumorada, con delantal anaranjado. Cuando le dejó el vuelto de un dólar, enarboló una sonrisa largamente doliente desde las profundidades de su desesperación y me la obsequió:

—Zizi está que vuela. Deberían hacerlo callar cuando está tan desenfrenado, en lugar de alentarlo.

—Me gustaría convidarlo con una copa.

—No bebe. —Se corrigió—: Con los clientes, quiero decir.

—Dile que quiero hablar con él cuando pare. Si puede parar.

Entonces me hizo un gesto comprensivo, y traté de parecer infinitamente degenerado. Tal vez me resultó más fácil de lo previsible. Tenía ganas de tomar la cerveza, pero dejé que se calentara sobre la mesa, mientras Zizi aporreó media docena de pedidos. Moonlight and Roses, pedían las chicas. Y Stardust y Blue Moon y otras piezas que llevaban otros tiempos y lugares hasta el sótano nocturno del fondo de la ciudad. Uno de los marineros se decidió y abandonó el bar. Sin preámbulos, se pegó a la rubia del vestido verde y la llevó afuera, jactándose. La cara del cantinero los miraba desde el bar como una luna blanca y muerta. Happy Days are Here Again y Stormy Weather. Una de las mujeres intentó cantarlo y estalló en un torrente de lágrimas. Las demás la consolaron. El pianista hizo sonar una disonancia rugiente y se dio por vencido. Un borracho solitario sentado contra la pared, a mis espaldas, hablaba con voz monótona con su madre ausente, explicando muy razonablemente con lujo de detalles, por qué era un mal hijo de perra y una vergüenza para la familia.

Una voz extraña, cuyo registro oscilaba entre femenino y masculino, crujía como hojas marchitas y húmedas en los rincones del local. Era Zizi anunciando un intervalo:

—Perdón, amigos, se me acabó la cuota, pero volveré a traerles más música animada y alegría cuando el reloj dé la una. —Alejó el micrófono y se puso de pie vacilando.

La camarera se abrió paso a codazos a través del grupo de mujeres que lo rodeaban y le habló al oído, haciendo gestos en dirección a mí. Se acercó a mi mesa un hombre de edad mediana, alto, que en un tiempo había sido bien parecido, y que por esa causa conservaba un amaneramiento de muchacho. Apoyándose con una mano abierta sobre la mesa en actitud de precaria gracia, se inclinó hacia mí. La mandíbula bajó lánguidamente, mostrando unos dientes descoloridos.

—¿Quería hablarme, amigo? Soy Zizi. ¿Le gusta mi música?

—No tengo oído.

—Es una suerte. —Sonrió enfermizamente, mostrando las encías pálidas sobre los dientes descoloridos.

—No es en la música en lo que estoy pensando.

—¿No? —Se inclinó más, y el cuerpo largo y frágil se desmoronó a medias sobre el borde de la mesa.

Bajé la voz y le tironeé la manga del smoking verdoso con un gesto que esperaba fuera suplicante. —Necesito una dosis, urgente—, dije. —Me he quedado sin nada.

Las cejas depiladas y finas se alzaron hacia el arranque del pelo que estaba empezando a ralear.

—¿Por qué recurre a mí?

—Me la ha estado dando Ronnie en Pacific Point. Dijo que usted conocía a Mosquito.

Se enderezó lentamente, cimbrando como un sauce, y me escudriñó los ojos. Lo dejé mirar:

—Por Dios, Zizi, una dosis.

—No lo conozco —dijo.

—Entonces aquí tiene mi tarjeta. —Puse un billete de veinte sobre la mesa, junto a su mano—. Me la tiene que dar. ¿Dónde puedo encontrar a Mosquito?

La mano se deslizó hasta el billete. Noté que tenía las uñas rotas y sangrando.

—Está bien, amigo. Vive en el Grandview Hotel, aquí a la vuelta. Pregunte por él al empleado de la noche. —La mano se cerró sobre el billete y se metió en el bolsillo—. Recuerde que yo no tengo la más mínima idea de por qué quiere verlo.

—Gracias —le dije conmovedoramente.

—Que sueñes cosas lindas, amigo.

El Grandview Hotel era un viejo edificio de cuatro pisos, de sucios ladrillos comprimidos entre edificios más altos. Un letrero luminoso colocado sobre la entrada publicitaba: INDIVIDUAL CON BAÑO 1,50. Los herrajes de bronce de la puerta principal parecían remontarse a tiempos del terremoto. La abrí y entré al vestíbulo, un cuarto estrecho y largo pobremente iluminado por un par de viejos artefactos adosados a la pared. Bajo una de las luces jugaban al póquer en una mesa dos mujeres y tres hombres. Las mujeres tenían caras de bulldog y llevaban abrigos adornados con pieles de animales extinguidos. Dos de los hombres eran gordos y viejos, probablemente calvos bajo sus sombreros. El tercero era joven y tenía la cabeza descubierta. En lugar de fichas, jugaban con fósforos de cocina.

Me acerqué al escritorio iluminado del fondo, y el joven sin sombrero se puso de pie y me siguió. —¿Desea una habitación?— Parecía ser el encargado. Tenía físico apropiado para el papel. La cara, exangüe, parecía endurecida en un permanente gesto despectivo.

—Quiero ver a Mosquito.

—¿Lo conoce?

—Todavía no.

—¿Lo manda alguien?

—Zizi.

—Espere un momento. —Se estiró sobre el escritorio y tomó un teléfono interno de un nicho que había en un extremo, enchufándolo al anticuado tablero que había encima. Habló en voz baja, muy cerca de la embocadura, y me miró con el auricular junto al oído.

Dice que puede subir.

—¿Qué habitación?

Hizo un gesto de desprecio ante mi ignorancia de sus misterios.

—307. Tome el ascensor, si quiere. —Sus pies no hicieron ningún ruido sobre la cubierta de goma ruinosa cuando volvió a caminar hasta la mesa de juego.

Subí en el ascensor de rejas desvencijado hasta el tercer piso y salí a un corredor donde faltaba el aire. Las puertas numeradas y oscuras parecían féretros de pie colocados a cada lado del mismo, iluminados por las llamas rojas y estáticas de las lamparitas de las salidas de emergencia que punteaban el cielo raso cada tanto. El 307 estaba en mitad del corredor, sobre la izquierda. La puerta no estaba del todo cerrada y por la rendija salía una franja amarilla de luz que atravesaba la alfombra raída del corredor y llegaba hasta la pared opuesta.

Alguien que me observaba desde el otro lado de la puerta oscureció un tanto el haz de luz. Alcé la mano para llamar. La puerta se abrió violentamente hacia adentro antes de que la tocara. En el hueco había un joven de pie, de espaldas a la luz. Era de talla mediana, pero el enorme penacho de pelo negro que le coronaba la cabeza lo hacía parecer casi alto.

—El amiguito de Zizi, ¿eh? Entre. —La voz era gangosa.

Tenía una de las manos en la cintura, la otra sobre el pomo de la puerta. Tuve que rozarlo para entrar. No parecía gordo, pero tenía la carne blanda y trémula como las mujeres. Los movimientos que hizo para cerrar la puerta y volverse luego parecían los de un invertebrado. Llevaba una camisa verde claro, pantalones de tiro alto de gabardina verde oscuro, y una corbata verde intenso y amarilla sostenida por una gran traba de oro.

Se llevó la otra mano a la otra cadera. Inclinó la cabeza hacia un lado; la cara era pequeña y puntiaguda bajo el espeso penacho.

—¿Lleva armas, viejo?

—Las necesito para trabajar. —Me di unos golpecitos sobre el bolsillo de la chaqueta.

—¿A qué se dedica, viejo?

—A lo que puedo sacar. ¿Necesito referencias?

—Mientras no se lo saque a papito. —Sonrió ante lo ridículo de la idea. Los dientes eran pequeños y finos, como dientes de leche—. ¿De dónde es?

—Pacific Point.

—Nunca lo he visto por allí.

—Trabajo en toda la costa —dije con impaciencia—. Si quiere saber mi historia, mándeme un cuestionario.

—Tiene urgencia, ¿no?

—No estaría aquí si no la tuviera.

—Está bien, tómelo con calma. Me gusta saber con quién tengo tratos. Es natural, ¿no? ¿Quiere usar mi aguja, o la huele?

—La aguja —dije.

Atravesó el cuarto hasta una cómoda que había en el rincón, abriendo el cajón de arriba. Mosquito no gastaba dinero en apariencias. El cuarto estaba tal cual lo había hallado: paredes desnudas y descoloridas, cama de hierro con la cabecera rota, persiana verde rajada sobre la única ventana, la alfombra del piso con un sendero gastado entre la cama y la puerta del baño. En un minuto podía mudarse a cualquier otra entre diez mil habitaciones similares de la ciudad.

Colocó un calentador a alcohol sobre la cómoda y lo encendió con un encendedor de plata. En la otra mano brillaba una aguja que parecía nueva. —¿Quiere la de cuarenta o la de sesenta y cinco?—, me preguntó sobre el hombro.

—Sesenta y cinco. Sus precios son altos.

—Sí, ¿no? Quiero ver el dinero antes, Viejo.

Le mostré el dinero.

—Tráigalo para acá.

Estaba mezclando un polvo blanco amarillento en una cuchara. Fui contando los sesenta y cinco dólares, depositándolos junto al calentador que silbaba.

Del otro lado de la puerta del baño empezó a correr el agua. Alguien tosió. —¿Quién está ahí adentro?—, pregunté.

—Sólo un amigo, no se altere. Mejor que se quite la chaqueta ¿o se la pone en el muslo?

—Quiero ver quién está ahí. No puedo correr riesgos.

—Es nada más que una muchacha, viejo. —Y con voz tranquilizadora—: No hay el más mínimo peligro. Vamos, quítese la chaqueta y acuéstese como un buen chico.

Metió la aguja en la cuchara y la cargó, volviéndose a mí. Se la hice saltar de la mano de un golpe.

La cara de Mosquito se puso color púrpura. La carne floja de bajo el mentón tembló como un moco de pavo. Antes de que pudiera detenerlo, había introducido y sacado la mano del cajón superior de la cómoda, y la hoja de la navaja saltó bajo mi nariz.

—Pedazo de bestia inmunda, no se atreva a tocarme. —Retrocedió contra la pared y se agachó empuñando la navaja de doble filo que apuntaba al cielo raso—. Si me pone un dedo encima, lo tajeo.

Saqué el revólver del bolsillo de la chaqueta.

—Guarde eso, Mosquito.

Sus pequeños ojos negros me miraron perplejos, miraron la navaja bizqueando ligeramente, y se fijaron en la punta. Le di con el revólver en la muñeca, haciéndole soltar el arma de un culatazo. La navaja cayó al suelo. Le puse un pie encima y me acerqué más a Mosquito. Trató de arañarme la cara. Fue necesario pegarle, y le pegué: un gancho de derecha bajo la oreja. Fue cayendo contra la pared como un muñeco de trapo.

Aplasté la aguja hipodérmica contra la alfombra con el taco, me agaché para recoger la navaja, que cerré y metí en el bolsillo. Mosquito estaba inconsciente: la única señal de vida era su respiración adenoidea; bajo los párpados pesados, los globos de los ojos parecían los de una estatua. La cabeza le había quedado apretada contra la pared, y lo aparté de ella para que no se asfixiara. Los zapatos de gamuza, negros y estrechos, apuntaban a ángulos opuestos del cielo raso.

Oí un chasquido en la puerta del baño, detrás de mí. Me erguí rápidamente y me volví. La puerta crujió hacia adentro, lentamente, abriéndose sobre la oscuridad. Ruth fue quien surgió de la oscuridad, moviéndose como sonámbula. Tenía puesto un pijama que le quedaba demasiado grande, de nylon amarillo estampado con rojo. Los pliegues blandos y delgados ocultaban las líneas de la muchacha y acentuaban la sensación de sueño de su andar. Los ojos eran cráteres oscuros en su rostro suave y pálido.

—Hola, hola, hola —dijo—. Hola, hola. —Observó el revólver en mi mano, sin temor ni curiosidad—. No tire, cowboy, me rindo.

Alzó las manos de un tirón en señal de entrega; luego quedaron otra vez colgando flojas de sus muñecas.

—Me rindo incondicionalmente. —Estaba parada, balanceándose.

Guardé el arma y la tomé del codo. No le cambió la cara. Reconocí la expresión de expectativa helada. La había visto en el rostro de un hombre a quien hacía poco habían baleado mortalmente.

—Suélteme, villano —dijo sin rencor; se soltó de mí y caminó hasta el extremo de la cama, donde se sentó. No vio a Mosquito hasta entonces, aunque éste yacía prácticamente a sus pies. Le acarició la pierna con un dedo del pie con la uña pintada de rojo—: ¿Qué le ha pasado a este desagradable hombrecito?

—Cayó y se lastimó. Una pena.

—Una pena —repitió—. Una pena que no haya muerto. Todavía respira. Mire, me mordió. —Se abrió el cuello del pijama hacia un costado para mostrarme las marcas rojas de los dientes sobre su hombro—. Pero no consiguió lastimarme. Yo estaba a mil millas de distancia. A diez mil millas. A cien mil millas de distancia. —Estaba canturreando.

La interrumpí:

—¿Dónde estabas Ruth?

—En mi isla, la isla adonde me voy. Mi islita blanca en medio del océano profundo, azul, oscuro.

—¿Sola?

—Sola. —Sonrió—. Cierro la puerta, y le echo cerrojo con la llave y tranco la puerta y pongo las cadenas y me siento en mi silla y nadie puede tocarme. Nadie. Me siento y oigo al agua en la playa y no abro la puerta hasta que no llega mi padre. Entonces nos acercamos al agua y buscamos caracoles. Encontramos los caracoles más lindos, rosados y rojos y púrpura, grandes. Los guardo en casa, en un cuarto especial. Nadie sabe dónde está, yo soy la única que sabe. —Su voz se fue apagando. Encogió las rodillas hasta que le tocaron la barbilla y se quedó con los ojos cerrados, meciéndose suavemente hacia adelante y hacia atrás sobre un remoto oleaje interior.

La respiración del hombre que estaba en el piso había mejorado, haciéndose más fácil y lenta. Ahora tenía los ojos cerrados. Fui al baño en busca de un vaso de agua: la ropa de Ruth estaba diseminada por el piso; vertí el agua sobre la cara de Mosquito. Los ojitos se abrieron de golpe. Jadeaba y farfullaba.

—Upalalá —dije, y lo levanté hasta dejarlo sentado contra la pared. La cabeza se le caía sobre un lado, pero estaba consciente, con los ojos llenos de malignidad—. No te saldrás con la tuya, viejo —susurró.

No le hice caso, y me volví a la muchacha que estaba sobre la cama:

—¿Has visto a Speed?

—¿Speed? —repitió desde una gran lejanía. Tenía la cara apretada y tranquila, como un caracol que escuchara sus propios murmullos.

Mosquito hizo un esfuerzo y se puso de rodillas.

—No le digas nada, es un asaltante. —Lo cual me indicó que Mosquito tenía algo que decir.

Lo agarré de la corbata y el cuello con ambas manos y lo levanté contra la pared. Estaba flojo, temeroso de resistirse.

—Entonces dime tú dónde está Speed.

Torció la cabeza mojada contra el yeso, mientras sus ojos me miraban de rabillo.

—Nunca oí hablar de él. —La voz era débil, casi como un grito de roedor—. Sáqueme esas sucias manos de encima. —La cara se le estaba poniendo púrpura otra vez, y la respiración le silbaba en la garganta.

—De ésta no hay salida. —Aflojé levemente la presión de mis dedos—. Quiero a Speed.

Trató de escupirme en la cara. La saliva blanca y burbujeante le corrió por la barbilla. Aumenté la presión, con cuidado. Invitaba a matarlo, como un insecto blando y asqueroso.

Luchó débilmente, jadeando.

—Suélteme.

Lo solté. Cayó sobre las manos y las rodillas tosiendo y sacudiendo la cabeza de un lado a otro.

—¿Dónde está Speed? —pregunté.

—No sé. —Se agazapó como un perro a mis pies.

—Escúchame, Mosquito. No me gustas, ni me gustan tus negocios. Dame la más mínima excusa y te daré la paliza de tu vida. Después llamaré a la federal para que te transporten. Si lo hago, no volverás en mucho tiempo.

Me miró desde abajo a través del nido de ratas de su pelo.

—Está dándose demasiados humos para un matón.

—No. Eso es lo que haré si no me llevas hasta donde está Speed. —Le mostré mi insignia de delegado especial para remacharlo.

—Parece que la ganó —dijo a la alfombra raída. Lentamente, se fue poniendo de pie.

Le apunté con mi revólver mientras se peinaba y se ponía su chaqueta de tweed verde. Apagó el calentador a alcohol, volviendo a colocarlo en el cajón.

La muchacha todavía se mantenía en equilibrio sobre el extremo de su espinazo, balanceándose ciegamente. Al pasar junto a ella le di un empujón. Cayó de costado sobre la cama y quedó como había caído, con las rodillas pegadas a la barbilla, esperando nacer al mundo y fuera de él.

Mosquito echó el cerrojo a la puerta. Le quité la llave antes de que pudiera meterla en el bolsillo. Se puso de espaldas contra la puerta, la malignidad de sus ojos anulada por el miedo y convertida en una especie de estupidez. La luz roja del corredor cayó sobre él como un sol pequeño y sucio, proporcionado al mundo de sus pensamientos. Su mano extendida era una interrogación.

—No hablarás con el encargado nocturno, ni siquiera vas a mirarlo. ¿Está lejos Speed?

—Está en Half Moon Bay, en una cabaña. No me lleve hasta allí. Me matará.

—Preocúpate por él —le dije—, a menos que me estés mintiendo.

Detrás de alguna de las puertas numeradas, una mujer gritó desconsolada. Rió un hombre. A lo largo del corredor, en el ascensor, a través del vestíbulo, por la calle empinada hasta la plaza vacía, me pegué a Mosquito como un hermano. Él caminaba como si tuviera que decidir de antemano cada paso que daba.