12
Llamé al número de Jane Starr Hammond desde un restaurante del bulevar. Si me comunicaba con ella antes de que encontraran el cadáver y la policía le hiciera una visita, tal vez me enteraría de algo que de lo contrario no llegaría a saber. Una criada que hablaba con tonada de negra atendió inmediatamente el teléfono. Miss Hammond ya se había ido al estudio; allí estaría, en su oficina, durante toda la mañana. Volví a mi asiento frente al mostrador y contemplé el jamón y los huevos que había pedido. La yema de uno de los huevos se había volcado en el plato como un charco pequeñísimo de sangre amarilla. Me desayuné con café solo.
Los lugares para estacionar en el centro de Hollywood eran tan escasos como las virtudes teologales. Hallé un lugar en Cahuenga y caminé de vuelta hasta el estudio, que ocupaba los pisos tercero y cuarto de un edificio de fachada de piedra sobre el Sunset. Cuando pregunté por la oficina de Miss Hammond, el ascensorista de uniforme azul me hizo descender en el tercer piso y me la señaló sobre el pasillo. Su nombre, con PARTICULAR escrito debajo, aparecía sobre el vidrio transparente de una puerta. Golpee suavemente y esperé, sufriendo un inusitado ataque de desconcierto. Pasó en seguida.
—Entre —contestó una voz fría—, está sin llave.
Pasé a una oficina clara y alegre y cerré la puerta detrás de mí. La pared opuesta era una ventana enorme. Una mujer joven estaba sentada de espaldas a la luz, trabajando en el escritorio de caoba clara. Estaba tan tersa y correcta como los narcisos del pote blanco de encima del escritorio. Estaba radiante y acicalada, con un traje de falda azul y un gorrito marinero blanco, demasiado radiante y acicalada. Parecía hecha de una aleación inoxidable, goma sintética y tinturas, espolvoreada por la máquina cromada que zumbaba dentro de su pecho de porcelana. En la solapa llevaba una gardenia natural.
Levantó la vista de las hojas escritas a máquina que estaba marcando con lápiz, y me sorprendió observando su gorrito.
—No haga caso del plato volador. —Mostró los dientes pequeños e iguales sonriendo profesionalmente—. Hoy tengo una entrevista con una señorita muy particular, y creí que era usted.
—En general no me confunden con señoritas muy particulares.
—Quiero decir, cuando llamó usted. Este sombrero me ayuda a dominar a las señoritas muy particulares ¿sabe? La de hoy ha cazado elefantes salvajes con escopeta, de modo que tendré que ejercitar mi dominio. Ahora dígame que usted es el marido. —Volvió a sonreír hábilmente. Si hubiese tenido la nariz un poco menos afilada y unos ojos un poquito más cálidos, habría sido una mujer muy bonita. No podía imaginármela escribiendo la dedicatoria de los Sonetos de la Portuguesa.
—¿Es usted Miss Hammond? —pregunté—. Mi nombre es Archer.
—Me sorprende y me aflige, Mr. Archer. Mi bella cara apareció en la tapa del Radio Mirror el mes pasado. —Me pregunté si durante todo el día todos los días trabajaba tan duro para mantenerse en el mercado.
—¿Qué puedo hacer por usted?, dijo. —Tengo sólo un minuto.
—Estoy buscando a una mujer que se llama Galley Lawrence. Mrs. Joseph Tarantine. ¿La conoce?
Una sombra le cruzó por la cara. Su mirada azul endurecida me recordó que no me había afeitado ni cambiado de camisa desde hacía más de veinticuatro horas.
—Creo haber oído el nombre. ¿Es usted detective?
Reconocí que lo era.
—Debería afeitarse con más frecuencia: asusta la gente. ¿Qué ha estado haciendo esta Mrs. Tarantine?
—Es lo que estoy tratando de averiguar. ¿Qué solía hacer?
—En realidad, no conozco a Mrs. Tarantine. Vive en la misma casa de departamentos de un amigo mío. Creo haberla visto una o dos veces, eso es todo.
—¿En qué circunstancias?
—En circunstancias normales. Una tarde en que estaba yo allí, cayó a casa de mi amigo a tomar una copa. No me gustó, si eso es lo que quiere saber. Es atractiva para el sexo opuesto. Su fuerte es la sexualidad franca. Ostentosa, diría, si fuera maliciosa. —Su fuerte era la palabra incisiva.
—¿Conoce al marido?
—También estaba allí. Tampoco me gustó. Relamidamente encantador, como un gato ¿entiende? Hacían una buena pareja. Keith, mi amigo, insinuó que Tarantine era una especie de gángster, si eso es lo que está tratando de averiguar. —Tomó un cigarrillo de la caja de plata que había sobre el escritorio y lo partió prolijamente en dos con sus dedos de uñas color carmín—. En todo caso ¿qué anda buscando?
Yo mismo no lo sabía.
—Información, nada más. Ese amigo suyo ¿es Keith Dalling?
—Sí. ¿Ha hablado con Keith, Mr. Dalling? —Consiguió meterse el cigarrillo entre los labios.
Me incliné sobre el escritorio y le acerqué el encendedor.
—Me gustaría hacerlo. Pero no contesta el teléfono.
Dio unas pitadas hambrientas.
—¿Qué ha hecho Mrs. Tarantine? Siempre la consideré capaz de cualquier cosa. La llamaba el Innoble Salvaje.
—Su marido parece haber cometido un robo.
—¿A quién robó?
—No estoy seguro.
—¿Y quiere interrogar a Keith?
—Sí.
—No estará complicado en esto, ¿verdad? —Estaba verdaderamente inquieta. Y bien podía estarlo, si quería a Dalling o lo había querido alguna vez.
—Puede estarlo, si anda mezclado con Mrs. Tarantine.
—Oh, no. —Había llegado al borde de la sinceridad, pero yo la presioné demasiado pronto. Se apartó de ella, mientras su personalidad retrocedía casi a ojos vista—. Son simples conocidos, vecinos de departamento.
—Usted dijo que eran amigos.
—Por cierto que no, pues no lo son. —La maquinita empezó a funcionar otra vez dentro de ella, controlando todo—. Me parece que no tenemos más tiempo, Mr. Archer. Buenos días y buena suerte. —Aplastó el cigarrillo en un cenicero de plata, y la última nube de humo le salió por la nariz como una descarga.
—Casi me olvido de algo —dije—. Hay un empresario radial, amigo de Dalling, que presenta un espectáculo basado en documentos policiales. ¿Por casualidad trabaja para esta estación?
—Entonces usted está haciendo averiguaciones sobre Mr. Dalling. ¿Está en alguna dificultad? —La voz era tensa, aunque había recuperado su compostura.
—Espero que no.
—Es claro que no me lo diría si así fuera. Probablemente se refiera usted a Joshua Severn. Mr. Dalling solía trabajar con él. No pertenece al estudio, tiene su propio espectáculo, pero tiene una oficina al otro lado del pasillo. Y a veces hasta está en su oficina.
—Gracias, Miss Hammond.
—De nada, Mr. Archer.
En el corredor del primer piso del edificio vecino había una cabina telefónica. El hombre que estaba detrás del puesto de periódicos llevaba los anteojos oscuros de los ciegos. Llamé a la policía desde la cabina, y le dije al sargento de guardia que estaba preocupado por un amigo llamado Keith Dalling, que vivía en la Casa Loma, departamento 8. No contestaba cuando lo llamaba por teléfono ni cuando golpeaba la puerta.
—¿Su nombre, señor? —interrumpió agriamente.
Deliberadamente entendí mal la pregunta:
—Keith Dalling. Vive en la Casa Loma.
—Un minuto, señor. —La voz era tranquilizadora.
Se produjo un silencio zumbante en la línea, que terminó en un doble chasquido. Probablemente significaba que habían hallado el cadáver y estaban localizando mi llamada.
Colgué. Volví al edificio del estudio, subí nuevamente en el ascensor hasta el tercer piso. Encontré el nombre de Joshua Severn sobre una puerta del fondo del edificio. Estaba ligeramente entreabierta; del otro lado llegaba un murmullo continuado. Golpeé y me dijeron que pasara.
Era un cuarto de trabajo, con dos escritorios llenos de papeles apilados, un par de ficheros de metal, un pizarrón sobre una pared. En ese momento aparecían en el pizarrón las probabilidades de media docena de candidatos del Derby. Un hombre pesado, de edad madura, desconectó el dictáfono que tenía junto a sí sobre la mesa y se enderezó en su silla.
—¿Mr. Severn?
—Así dice en la puerta. —Lo dijo alegremente. Tenía un rostro ancho y jovial coronado por un cepillo de pelo gris, parado como limaduras de hierro atraídas por un imán.
—Yo soy Archer.
—Un momento. ¿No será Lew Archer? —Se puso de pie y me tendió una mano regordeta—. Me alegro de conocerlo, Mr. Archer. Siéntese.
Dije que yo también me alegraba de conocerlo, y me senté en la silla que me acercó, al lado de su escritorio. Añadí que no estaba al tanto de que mi nombre corriera por las altas esferas de la industria radial.
Sonrió satisfecho. La mayoría de sus facciones, la nariz, las orejas y el mentón eran un poco más grandes que lo normal y parecían ligeramente aplastadas, como si el molde les hubiese quedado chico.
—Esto sí que es curioso, Archer. Me sucede todo el tiempo. Los muchachos extrasensoriales, los parapsicológos, casi me han convencido. Me pongo a pensar en alguien a quien no he visto ni oído en dos años quizás. Dentro de las veinticuatro horas siguientes, zas, me encuentro con el tipo en la calle o entra en mi oficina como usted. —Echó una mirada al cronómetro de piloto que tenía en la muñeca—. A usted le llevó treinta y seis horas.
—Siempre soy un poco lento. O sea que estuvo usted pensando en mí alrededor de las nueve y media del sábado por la noche. ¿Y por qué?
—Un conocido llamó desde Palm Springs. Quería el nombre de un buen detective privado, de uno que trabajara solo. Le di el suyo. Tengo una casa en la playa en Santa Teresa, y el año pasado Miranda Sampson estuvo cantando sus alabanzas. ¿Estamos?
—Miranda es una muchacha simpática —dije—. ¿Quién era el que lo llamó el sábado por la noche?
—Keith Dalling. ¿Pudo comunicarse con usted?
Hice un cálculo rápido.
—Sí, hablé con él por teléfono, pero todavía no lo he visto.
—Raro, pues parecía tener prisa. Dígame ¿para qué clase de trabajo lo andaba buscando?
—Me dijo que era confidencial. Y tengo mis dudas sobre el asunto. Por eso estoy aquí ahora.
—Al diablo con mis percepciones extrasensoriales. Dalling le mencionó a usted mi nombre, ¿eh? —Tomó un habano largo y negro de una caja que estaba sobre el escritorio y le quitó la punta con los dientes—. Tome un cigarro.
—Por la mañana no, gracias. Sí, Dalling lo mencionó a usted. Dijo que le había contado usted una historia sobre un hombre llamado Dowser.
—¿El hampón? —Inconscientemente empezó a masticar el cigarro sin encender—. Nunca hablamos de Dowser, Dalling y yo.
—¿No le dio usted ninguna información sobre Dowser?
—Yo no sé nada de Dowser. Supe que andaba en el comercio de drogas, pero lo mismo dicen de todos ellos hoy en día. El único nombre que mencioné fue el suyo. ¿Qué clase de cuentos ha estado haciéndole Keith?
—Novelas baratas —dije—. ¿Es patológicamente embustero?
—Cuando no ha bebido, no. Pero hay que tener cuidado cuando está borracho, y es difícil decir cuándo lo está. Es un alcohólico terrible. —Severn se quitó el cigarro de la boca y miró el extremo mojado y masticado sin verlo—. Espero que nuestro Keith no se haya metido en complicaciones con una banda de criminales. Yo le advertí sobre la muchacha con la cual andaba.
—¿Galley Tarantine?
Frunció las cejas.
—Ella también forma parte del cuadro, ¿eh? ¿Le dijo Dalling quién es el marido? No conozco a Tarantine, pero tenía mala fama en la policía. Le dije a Keith que sería mejor que se apartara, de lo contrario acabaría con un cuchillo clavado bajo los riñones. ¿Tiene problemas con Tarantine?
—Tal vez los tenga. No dijo mucho. Si puede darme algunos antecedentes, podría ser útil. —Traté de parecer lo más tímido que pude. Severn parecía astuto.
Muy astuto. Los ojos azules bajo las espesas cejas negras eran duros y brillaban como diamantes.
—¿Trabajaba usted para Keith o contra él? Tampoco usted es muy comunicativo.
—Estoy cien por ciento a favor de él. —Lo cual era verdad. Me conmovían los débiles, y los muertos eran los más débiles de todos.
—Está bien. Confiaré en la palabra de Miranda con respecto a su sinceridad. Le tengo cariño al chico, sabe. Lo conozco desde que era pequeño. En un tiempo, antes de la guerra, era tripulante de mi yate, y un año ganamos la copa de Santa Mónica. No lo despedí hasta que me vi obligado a hacerlo; el que costea el programa estaba furioso.
—¿Trabajó para usted?
—Trabajó en muchos espectáculos, es un buen actor. El problema era que no podía dejar la bebida, y uno a uno lo fueron despidiendo y por último lo pusieron en la lista negra. Yo fui el último que lo empleé; durante más de dos años hizo el papel de mi detective-teniente. Se hizo difícil. Cometía tantos errores que todas las semanas tenía yo que meterle tijera a la cinta. Un día perdió el conocimiento en medio de la representación, y tuve que salir a la calle en busca de un actor. Tuve que echarlo, aunque me partió el corazón. Le arruinó la vida, me imagino. Estaba por casarse, y se estaba construyendo una casa. Me imagino que se quedó sin la casa. Sé que se quedó sin la chica.
—¿Jane Hammond?
—Sí. Me da un poco de lástima Jane. Trabaja aquí, sabe. Muchas mujeres han sufrido por Keith… es probable que eso fuera lo que lo arruinó… sólo que Jane es diferente. Keith fue el único gran amor de su vida, pero era una mujer de demasiado éxito para él. Cuando lo despedí, la dejó. Por un tiempo temí que Jane enloqueciera, aunque tiene apariencia de inconmovible.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hacia primero de año. Lo despedí al día siguiente de Navidad. —Hizo un gesto amargo, mordiendo salvajemente el cigarro—. Oportuno, ¿eh? En seguida empezó con la mujer de Tarantine. De vez en cuando los veo en lugares nocturnos. En realidad, cuando puedo le hago llegar unas rupias. —Echó una mirada al dictáfono con impaciencia cortés—. ¿Basta con eso? Lo que sé sobre Keith me llevaría todo el día.
Me puse de pie y le agradecí. Me siguió hasta la puerta, voluminoso y ágil:
—Le he estado contando intimidades, las de Dalling, al menos. ¿Le importaría decirme que significa todo esto?
—Keith mismo tendrá que decírselo.
Se encogió de hombros, fácilmente, como si el peso de su integridad no fuera una carga.
—Está bien, Archer.
—Cariños a Miranda.
—No la veo nunca. Se mudó a Hawai. Hasta pronto.
Tenía que pasar por la puerta de Jane Hammond para llegar hasta el ascensor. La puerta estaba abierta. Todavía estaba tras su escritorio, erguida y compuesta con el auricular del teléfono en la mano izquierda. Con la mano derecha se apretaba el pecho derecho, y las uñas carmín se hundían en la carne blanda. Tenía los ojos oscuros y hundidos. Me miraron de frente pero no me reconocieron.
La policía había hallado su nombre en la libreta de direcciones de cuero rojo.