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Me dirigí hacia el sur y pasando por Long Beach llegué a Pacific Point. Al atravesar la meseta que la flanqueaba por el noroeste, se veía la ciudad en toda su extensión, desde el puerto natural medio encerrado por la saliente de tierra que daba su nombre al lugar hasta las casas situadas sobre las lomas por encima de la línea de bruma. La ciudad se erguía desde el nivel del mar sobre un declive suave, claramente dividido en capas sociales, como algo construido por un sociólogo para probar una teoría. Los turistas y la gente de paso vivían en hoteles y moteles a lo largo de la costa. Detrás había una franja de unas diez cuadras de barrios bajos donde vivía y moría la mitad más oscura de la población. Del otro lado de las vías —había vías—, el barrio comercial mostraba sus antiguas fachadas españolas como una capa de azúcar sobre una torta ya vieja. La gente que trabajaba en los negocios y oficinas vivía en la red de lotes de cincuenta pies que cubría las diez cuadras siguientes. Por encima de ellos, en las lomas, los propietarios y gerentes gozaban de sus patios y parrillas. Y en la cima habitaban los realmente ricos, que habían comprado sus pieds-à-terre en Pacific Point porque les recordaba Juan-les-Pins.

La mujer de un cliente mío había ingerido una dosis excesiva de soporífero en un hotel de Pacific Point, de modo que sabía dónde estaba el hospital. Me aparté de la carretera doblando hacia la izquierda y atravesé las calles, desiertas por la tarde, hasta el hospital. Era un edificio de estuco amarillo, y al verlo me deprimí. La mujer de mi cliente había muerto a consecuencia de las píldoras. En realidad, lo que él quería era divorciarse.

Después de mucha palabrería, me encontré en el subsuelo en la sala de espera del departamento de rayos X, conversando con una gordita joven vestida de nylon blanco. Sus brazos y hombros lucían con un rosa agradable a través de la progresista tela, y tenía el pelo rubio paja corto y lacio. Se llamaba Audrey Graham, y no tenía inconveniente alguno en hablar. Le dije la verdad —que era un detective que andaba buscando a Galley Lawrence porque su madre estaba preocupada—, lo cual resultó un cambio agradable en la manera de encarar las cosas.

—Nunca conocí a Galley realmente bien —dijo—. Es cierto que estuvimos en la misma clase en Los Ángeles y que nos recibimos juntas y demás. Yo soy más extrovertida. Me gusta el trato con la gente, el trato agradable, ya me entiende. ¿Es verdad que es detective? Hasta ahora no había conocido nunca a un detective privado.

—Sí —dije—. De los introvertidos. Mrs. Lawrence me dijo que usted había sido su compañera de cuarto.

—Durante un tiempo, no más, el año pasado. Ella consiguió el departamento y yo pagaba parte del alquiler, pero al cabo de un par de meses coincidimos en que no coincidíamos, ¿comprende?

—No del todo.

Se sentó sobre el borde del escritorio de la recepcionista y balanceó una pierna redonda y sedosa.

—Bueno, quiero decir que nos llevábamos bien pero no hacíamos la misma vida. Ella salía mucho y volvía a cualquier hora del día o de la noche y no resultaba demasiado bien, yo con mi trabajo fijo, quiero decir, y con un novio fijo. Cuando Galley tenía algún caso era muy disciplinada, pero entre medio le gustaba liberarse un poco, y era loca por los hombres, cosa que yo no. Quiero decir, una chica tiene derecho a vivir su vida y puede hacer lo que le dé la gana que a mí no me importa, pero no tiene por qué tratar de conquistar a un muchacho que anda con otra.

Se ruborizó ligeramente, consciente de que se había descubierto. Los ojos redondos brillaban con un azul helado, fríos de recuerdos. Si Audrey Graham era la mejor amiga de Galley, Galley no tenía amigas.

—¿Dónde vivió con ella, y cuándo?

—Agosto y septiembre, creo; tuve las vacaciones en julio. Galley encontró ese departamento en Acacia Court, de un dormitorio. Tenía camas gemelas, y eso tampoco resultaba. —Volvió a turbarse, y se ruborizó aún más, hasta las raíces del pelo color paja.

—¿Con qué clase de hombres andaba?

—De toda clase. No hacía discriminaciones, ya me entiende lo que quiero decir. —La frase me estaba poniendo nervioso—. Mi novio estudia en la universidad con una beca del gobierno y uno pensaría que una chica que se cree algo especial porque su padre era médico, o así decía ella, uno pensaría que se cuidaría de sus compañías. Es cierto que se metió en un puño a un par de médicos, pero eran casados, y yo nunca los vi. Tuvo algunos muchachos del hospital, a un empleado de los tribunales, a un tipo que decía ser escritor, pero yo nunca lo oí nombrar, y hasta a uno que parecía mejicano. O italiano, al menos.

—¿Sabe los nombres de algunos?

—Los conocía sobre todo por el nombre de pila, cuando los conocía. No querría decirle los nombres de los médicos. Si quiere usted mi opinión sincera, Galley se hartó simplemente de esta ciudad y huyó con uno de sus hombres. A Las Vegas o algún otro lugar. Siempre hablaba de conocer mundo. Tenía una alta opinión de sí misma. Tiraba el dinero en ropa que no podía costearse y la mitad del tiempo comía a costa mía.

Se oyeron pasos en el vestíbulo y la muchacha se deslizó del escritorio. Un hombre alto con blusa blanca se asomó a la puerta. Sus ojos estaban ocultos por grandes anteojos rojos.

—El pielograma está sobre la mesa, Audrey, esté lista en cinco minutos. —Se volvió hacia mí—. ¿Usted es el enema de bario para mañana? —Le dije que no, y se alejó.

—Alégrese de no serlo —dijo la muchacha—. Siento tener que irme.

—Dijo cinco minutos. ¿Qué sabe de ese tal Speed, el de la bala en el estómago al que atendió Galley?

—Oh, ése era Herman Speed. Tenía peritonitis producida por el plomo o algo así, con ése no salía. Estuvo en la Sala C durante tres semanas en diciembre y después se fue de la ciudad. Era promotor de lucha en la Arena y hubo un artículo en el diario acerca de cómo lo balearon en una pelea entre gangsters o algo así. No sé. Yo no lo leí, uno de los médicos me contó.

—¿Galley no se fue de aquí con él?

—No, todavía estaba en la ciudad cuando él se fue. Una noche la vi con el tipo que parecía mejicano, no me acuerdo cómo se llamaba. Trementina o algo así. Creo que trabajaba para Speed. Vino a visitarlo un par de veces cuando estaba en la Sala C. Tarántula o algo así.

—Esa es una clase de araña.

—Sí. Bueno, Galley no era una mosquita. Cuando salía con alguien, sus buenas razones tenía. Pero hay que reconocer una cosa, sabía pasarla bien. Qué le vio a ese tipo que trabajaba para Speed, no sé. Yo no confiaría en un mejicano o un italiano, no respetan a las mujeres.

Ya me estaba cansando de sus opiniones, y se estaba repitiendo. Me puse de pie.

—Muchas gracias, Miss Graham.

—De nada. Si necesita más información, salgo de aquí a las cuatro y media.

—Tal vez la vea entonces. De paso ¿le dijo usted a Mrs. Lawrence lo que acaba de decirme?

—No, claro que no. No le haría mala fama a una muchacha con su propia madre. No quiero decir que Galley tuviera realmente mala fama o yo no habría vivido con ella. Pero ya entiende lo que quiero decir.