4. Política aduanera y militarismo
El segundo presupuesto de la implantación por etapas del socialismo, según Bernstein, es la transformación del Estado en sociedad. Hoy es ya lugar común la opinión de que el Estado actual es un Estado de clase. En nuestra opinión, esta proposición, como todo lo relativo a la sociedad capitalista, no debe entenderse de una manera rígida, absoluta, sino dinámica, dialéctica.
El triunfo político de la burguesía convirtió el Estado en un Estado capitalista. Y el propio desarrollo del capitalismo modifica esencialmente el carácter del Estado, al ampliar de continuo su esfera de acción y atribuirle nuevas funciones relacionadas sobre todo con la vida económica, lo que hace cada vez más necesaria la intervención y el control estatal de la misma. En este sentido, el desarrollo del capitalismo va preparando poco a poco la futura fusión del Estado y la sociedad, es decir, la devolución de las funciones del Estado a la sociedad. Éste es el sentido en que cabe hablar de una transformación del Estado capitalista en sociedad, y sin duda también es el sentido en que Marx dijo que la legislación laboral era la primera intervención consciente de la «sociedad» en el proceso social de su propia vida, frase a la que Bernstein se refiere.
Pero, por otro lado, el mismo desarrollo capitalista ocasiona otro cambio en la esencia del Estado. El Estado actual es, ante todo, una organización de la clase capitalista dominante, y si ejerce diversas funciones de interés general en beneficio del desarrollo social es únicamente en la medida en que dicho desarrollo coincide en general con los intereses de la clase dominante. La legislación laboral, por ejemplo, se promulga tanto en beneficio inmediato de la clase capitalista como de la sociedad en general. Pero esta armonía solamente dura hasta un cierto momento del desarrollo capitalista. Cuando éste alcanza cierto punto, los intereses de la burguesía como clase y las necesidades del progreso económico comienzan a separarse, incluso en sentido capitalista. En nuestra opinión, ya hemos entrado en esta fase, como manifiestan dos importantísimos fenómenos de la vida social contemporánea: las barreras arancelarias y el militarismo. Ambos fenómenos han cumplido una función imprescindible —y, por lo tanto, progresista y revolucionaria— en la historia del capitalismo. Sin la protección aduanera, hubiera sido imposible el desarrollo de la gran industria en toda una serie de países. Pero ahora las cosas son diferentes. [En los países más poderosos, y especialmente en aquellos que aplican más claramente una política arancelaria, la producción capitalista parece haberse igualado.][24]
Desde el punto de vista del desarrollo capitalista, es decir, desde el punto de vista de la economía mundial, resulta completamente indiferente si Alemania exporta más mercancías a Inglaterra que Inglaterra a Alemania. Desde el punto de vista de ese desarrollo, el criado ha cumplido su tarea y podría marcharse; es más, debería marcharse. Dada la actual interdependencia de las distintas ramas de la industria, los aranceles proteccionistas de cualquier mercancía encarecerán el coste de producción de otras mercancías dentro del país, es decir, entorpecerán el desarrollo industrial. Pero esto no es así desde el punto de vista de los intereses de la clase capitalista. Aunque la industria no precisa de aranceles proteccionistas para su desarrollo, los empresarios sí los necesitan para proteger sus mercados. Esto significa que los aranceles ya no sirven como medio de defensa de una producción capitalista incipiente frente a otra más madura, sino como medio de lucha de un grupo capitalista nacional contra otro. Además, los aranceles ya no son necesarios como protección de la industria a fin de crear y conquistar un mercado interior, pero en cambio son imprescindibles para la «cartelización» de la industria, es decir, para la lucha de los productores capitalistas contra los consumidores. Finalmente, el hecho que no deja lugar a dudas sobre el carácter de la política aduanera actual es que, en todas partes, la voz cantante la lleva la agricultura, no la industria; o sea, la política de proteccionismo aduanero se ha convertido en una herramienta para expresar intereses feudales bajo una apariencia capitalista.
El militarismo ha sufrido un cambio similar. Si consideramos la historia tal como fue, no como pudo ser o debería haber sido, tenemos que aceptar que la guerra constituyó un rasgo indispensable del desarrollo capitalista. Estados Unidos, Alemania, Italia, los países balcánicos, Rusia, Polonia, todos le deben a la guerra la creación de las condiciones o el impulso del desarrollo capitalista, al margen de que el resultado bélico concreto fuera la victoria o la derrota. Mientras existieron países cuya división interna o aislamiento económico era necesario suprimir, el militarismo cumplió, desde un punto de vista capitalista, un cometido revolucionario. Hoy también en esto las cosas son diferentes. [El militarismo ya no puede incorporar ningún nuevo país al capitalismo.][25] Si la política mundial se ha convertido en escenario de conflictos amenazadores, ya no es por la apertura de nuevos países al capitalismo, sino más bien por la existencia de contradicciones europeas que se han trasladado a otras partes del mundo, donde explotan. Los combatientes que hoy se enfrentan, con las armas en la mano, tanto en Europa como en otras partes del mundo ya no son, por un lado, países capitalistas y, por otro, países con economía natural, sino países empujados al conflicto precisamente por la equivalencia de su elevado desarrollo capitalista. En estas circunstancias, el estallido de un conflicto tiene un resultado fatal para el desarrollo mismo, dado que provoca una profunda conmoción y transformación de la vida económica en todos los países. Pero desde la perspectiva de la clase capitalista, las cosas se ven de otro modo. Para ella, el militarismo se ha hecho hoy imprescindible, por tres razones: 1) como medio de lucha para defender los intereses «nacionales» frente a la competencia de otros grupos nacionales; 2) como importante destino de la inversión tanto del capital financiero como del capital industrial; y 3) como instrumento de dominación de clase en el interior del país sobre la clase obrera. En sí mismos, todos estos intereses no tienen nada que ver con el desarrollo del modo de producción capitalista. Y lo que mejor demuestra el carácter específico del militarismo actual es, en primer lugar, su aumento en todos los países a consecuencia, por así decirlo, de impulsos internos y mecánicos, fenómeno que hace veinte años era completamente desconocido; y, en segundo lugar, el carácter fatal de la próxima explosión, que se acerca y es inevitable a pesar de la imposibilidad de determinar los motivos que conducirán a ella, los países implicados, el objeto del conflicto y otras circunstancias. De motor del desarrollo capitalista, el militarismo se ha transformado en su mal endémico.
En esta dualidad entre el desarrollo social y los intereses de la clase dominante, el Estado toma partido por estos últimos. Al igual que la burguesía, el Estado aplica una política contraria al desarrollo social, y con ello pierde cada vez más su carácter de representante del conjunto de la sociedad y se va convirtiendo progresivamente en un puro Estado de clase; o, dicho más correctamente, estas dos características se van distanciando entre sí hasta llegar a ser contradictorias dentro de la propia esencia del Estado, contradicción que se hace cada día más aguda. Por un lado, crecen las funciones de carácter general del Estado, su injerencia en la vida social, así como el «control» sobre ésta. Pero, por otro lado, su carácter de clase le obliga a concentrar más y más su actividad y sus medios coercitivos en aspectos que son de utilidad para la burguesía, como el militarismo y las políticas aduanera y colonial, pero que para la sociedad son negativos. Es más, el «control social» que el Estado ejerce va impregnándose y siendo dominado por su carácter de clase (piénsese en cómo se aplica en todos los países la legislación laboral).
La extensión de la democracia, que es vista por Bernstein como un medio de implantación gradual del socialismo, no se contradice con el cambio señalado en la naturaleza del Estado, sino que concuerda perfectamente con él.
Según Konrad Schmidt, la consecución de una mayoría parlamentaria socialdemócrata en el Reichstag conduce directamente a la «socialización» gradual de la sociedad. No hay duda de que las formas democráticas de la vida política son un fenómeno que expresa claramente el proceso de conversión del Estado en sociedad y, en esta medida, son una etapa en la transformación socialista. Pero precisamente la dualidad señalada en la naturaleza del Estado capitalista se manifiesta, del modo más crudo, en el moderno parlamentarismo. Es cierto que, formalmente, el parlamentarismo sirve para expresar los intereses de toda la sociedad dentro de la organización del Estado. Sin embargo, realmente, sólo expresa los de la sociedad capitalista, es decir, una sociedad en la que predominan los intereses capitalistas. Las instituciones, aunque democráticas en su forma, son en su contenido instrumentos de los intereses de la clase dominante. Esto se demuestra del modo más palpable en el hecho de que, en cuanto la democracia muestra una tendencia a negar su carácter de clase y a convertirse en un instrumento de los intereses reales de las masas populares, la burguesía y sus representantes en el aparato del Estado sacrifican las formas democráticas. A la vista de esto, la idea de conquistar una mayoría parlamentaria socialdemócrata aparece como un cálculo que, en el más puro estilo del liberalismo burgués, sólo toma en consideración el aspecto formal de la democracia y se olvida por completo de su contenido real. O sea, el parlamentarismo no es un elemento inmediatamente socialista que va impregnando poco a poco toda la sociedad capitalista, como supone Bernstein, sino que es una forma específica del Estado burgués que hace madurar y agudiza las contradicciones del capitalismo.
Ante este desarrollo objetivo del Estado, la idea de Bernstein y Konrad Schmidt acerca de que el creciente «control social» pueda implantar directamente el socialismo se contradice cada día más con la realidad.
La teoría de la implantación gradual del socialismo descansa sobre la idea de una reforma paulatina de la propiedad y del Estado capitalistas en un sentido socialista. Sin embargo, debido a los procesos objetivos de la sociedad contemporánea, ambos, propiedad y Estado, se desarrollan precisamente en direcciones opuestas. El carácter social de la producción es cada vez mayor y la intervención y control del Estado en la misma, también. Pero, al mismo tiempo, la propiedad privada va adquiriendo cada vez más la forma de una cruda explotación capitalista del trabajo ajeno y el Estado ejerce cada vez más su control guiado exclusivamente por los intereses de la clase dominante. Así pues, el Estado (la organización política del capitalismo) y las relaciones de propiedad (su organización jurídica) se convierten, a medida que el capitalismo se desarrolla, cada vez más en capitalistas, y no en socialistas, con lo que crean dos obstáculos insalvables para la teoría de la implantación gradual del socialismo.
La idea de Fourier[26] de convertir en limonada todo el agua de los mares por medio del sistema de falansterios fue fantasiosa. La idea de Bernstein de vaciar botellas de limonada socialreformista en el mar de amarguras capitalistas, para así convertirlo en un mar de dulzuras socialistas, es más insípida que la anterior pero no menos fantasiosa.
Las relaciones de producción capitalistas se aproximan cada vez más a las socialistas. Pero sus relaciones políticas y jurídicas, en cambio, levantan un muro infranqueable entre la sociedad capitalista y la socialista. Ni las reformas sociales ni la democracia debilitan dicho muro, sino que lo hacen más recio y más alto. Sólo el martillazo de la revolución, es decir, la conquista del poder político por el proletariado, podrá derribarlo.