10

Agazapado, dobladas las rodillas, extendidos los dedos de la mano izquierda como una antena, encogida la derecha y cerrados flojamente los dedos de ésta sobre el mango del cuchillo, Harry Dukess absorbía el aire con un jadeo sibilante. Tanto su instinto como sus dedos buscaban, a la manera de la punta de una espada, la apertura que le permitiese matar a su adversario. Pero Dukess era una forma sin contenido, un muelle que se encogía sin tensión y que se disparaba sin fuerza. Cuando se produjo la apertura, Dukess se lanzó torpemente sobre ella. Su joven oponente desvió la embestida con un rápido movimiento de muñeca, mientras estiraba y levantaba el otro brazo para clavar el cuchillo de caucho bajo la axila de su rival.

—¡Caramba! —exclamó Dukess al doblarse la hoja de caucho sobre su piel, y sin dejar de jadear—. Probemos otra vez.

Lo malo, se dijo Dukess para consolarse, no estaba en el cuerpo sino en la mente. Frente a la cara simpática y animada de Van Avery, no podía imaginar un peligro real. Pero esta vez pensó buscar la impresión de peligro en sus propios recuerdos. Sustituiría a Van Avery por otra persona de la misma manera en que a veces fornican los hombres pensando en otra mujer. Se agachó de nuevo y trató de recordar la cara que ponía Shiptar momentos antes de que él lo matase. Pero, excepto el bigote, sus facciones se habían borrado de su memoria. Únicamente recordaba la estremecedora impresión de peligro. Trató de repetirla, pero sólo consiguió una visión momentánea, sin sustancia. Por mucho que lo intentase, Dukess no podía hacer revivir la curiosa mezcla de miedo y excitación que lo había acometido las pocas veces que había tenido que luchar por su vida.

Van Avery gruñó, inició una patada y fingió un ataque con la mano izquierda a los ojos de Dukess. Éste levantó el brazo armado con el cuchillo para parar el golpe que no llegó a producirse. Y empezaba a bajarlo de nuevo cuando la hoja de caucho de Van Avery cayó de pronto y dejó una mancha roja sobre las gruesas venas azules de la muñeca de Dukess.

—Los diez primeros minutos —dijo Dukess—. Respiraba con más facilidad, tumbado junto a Van Avery sobre la esterilla que ocupaba uno de los rincones del ático. Si llega el caso, tendré que liquidarlos dentro de los diez primeros minutos. Después, me agoto con demasiada rapidez.

Era una discusión profesional, y Van Avery replicó con otro argumento de la misma clase:

—No opino yo así, Harry. Si te enfrentas con un profesional, escurrirá el bulto durante los diez minutos y esperará a que estés completamente desinflado. Es lo que haría cualquier tipo adiestrado. ¿Sabes lo que haría yo?

—¿Qué harías?

Dukess pensó que la juventud era más rápida, pero no más lista. Aunque, dada su rapidez, poca falta le hacía lo demás.

—Suponiendo que el individuo no sepa quién eres en realidad, lo mejor es hacer el oso. Permanece plantado, agita los brazos como aspas de molino, ataca como un boxeador novato. Después, atízale y ¡zas! —dijo Van Avery pasándose un dedo por el cuello en un movimiento tajante—, antes de que se dé cuenta de que tiene que habérselas con un profesional.

—Hay un par de cosas que no me convencen —dijo Harry Dukess.

Contrajo los músculos del estómago, miró a lo largo de su cuerpo y vio que subsistía la protuberancia al nivel de su cintura.

—¿Por qué querría matarme el individuo si no sabe quién soy? Respóndeme a esto. Si está dispuesto a matarme, lo más probable es que sepa mi nombre, mi graduación, mi número y mi edad. No, tengo que poner en juego todos mis recursos en los primeros diez minutos.

—¿Y si no te da resultado?

—Si no me da resultado, creo que tendré que abandonar.

Dukess se sentía agotado, tanto por el ejercicio con Van Avery en su ático, como por la perspectiva de tener que abandonar.

Es curioso cómo esto se apodera de uno. Hoy haces un mano a mano de dos horas, de dos horas y media, incluso de tres, con Curley. Después, sin darte cuenta, te encuentras con que no puedes aguantar media hora sin que parezca que van a estallarte los pulmones.

Dukess se incorporó, se quitó el suéter gris y apoyó la espalda en la pared.

—Terminemos la ginebra y el agua tónica, Fred. Después nos ducharemos y encenderé la cocina. Me alegro de que pudieses traer hoy a tu familia. Tengo unas golosinas de Londres con las que os chuparéis los dedos.

Llegaron del exterior, unos chillidos agudos de unos niños que luchaban sobre el césped.

—¡Basta de pelea antes de que alguien se haga daño! —gritó Dukess asomándose a la ventana del ático. Los chillidos bajaron de tono y Dukess se volvió a Van Avery.

—¡Diablos de chiquillos! Se diría que nunca serán mayores, ¿verdad?

Pero seguía pensando en su juventud. Levantó la mano derecha con la palma hacia arriba y la observó. Se había hinchado.

—Maté a tres hombres con esta mano —dijo, con voz pausada—. Dos con un cuchillo, y uno aguantándole la cabeza debajo del agua hasta que dejaron de salir burbujas. Cualquiera de ellos me habría hecho lo mismo, si hubiese podido. Es curioso que recuerde esto ahora, sentado en un ático y esperando la comida del domingo. Muy curioso.

—Yo nunca maté a nadie personalmente. Llegué demasiado tarde para esta clase de hazañas —dijo Van Avery con una pizca de contrariedad en la voz.

—Podrías hacerlo, ¿sabes? Eres lo bastante frío, rápido y sereno. Estoy seguro de que podrías, si tuvieras que hacerlo.

—Gracias, Harry. Pero dicen que es algo que no puede afirmarse antes de hacerlo.

—En todo caso, esto es agua pasada. Ahora nadie lucha hasta el final. Vivimos en una era de puñetazos y empujones.

—¡Harry! —gritó la mujer de Dukess desde el piso inferior, tratando de disimular su enojo con un tono cantarín—. Son las cinco y media y necesitas una buena media hora para encender la cocina. ¿Me oyes, Harry?

Dukess hizo bocina con las manos:

—Voy en seguida, Clara.

Pero no se movió.

Van Avery se levantó y empezó a hacer ejercicios Tai Chi Chuan, aprendidos de un agente nacionalista chino durante un viaje a Saigón. Era una especie de mímica pausada y elegante, a base de golpes con las manos, a la manera del karate, pero propinados con angustiosa lentitud.

—¿Cómo… van… las… cosas… en… Bangkok…, Harry? —preguntó espaciando las palabras de modo que subrayasen sus movimientos.

—Nada de particular —respondió Dukess—. Como te dije, sólo un pillastre más del que nunca volverá a saberse, o al menos así lo espero. El Control de Bangkok consideró que tenía demasiados amigos.

—¿Terminasteis… también… con… los… amigos?

—Lo que se empieza, hay que terminarlo —dijo Dukess contemplando a Van Avery, que giró sobre sus talones y disparó el puño izquierdo como un pistón con movimiento retardado—. ¿Tienes ya tu profesor para el viaje a China, Fred?

Van Avery volvió a sentarse en la esterilla.

—¿Me creerás si te digo que revisamos toda la lista, desde la A hasta la Z, y sólo encontramos un profesor de Historia, de Berkeley, que dijo que tenía que pensarlo? Encontraremos alguien, pero tendremos que pagar más de lo que ofrecíamos.

—¡Un asco! —dijo Dukess—. Recuerdo los tiempos en que nos venían detrás en busca de destinos. Entonces no éramos unos parias. Nos resultaba fácil hacer favores. Hacíamos que les publicasen un libro o un artículo, e incluso podíamos conseguirles puestos en las Universidades. Pero los tiempos cambian, y no sólo en lo que atañe a los tipos académicos. ¿Cuándo fue la última vez que reclutamos un agente de primera categoría? Los jóvenes inteligentes ya no se dedican al espionaje. Hay demasiado dinero a ganar en otras partes.

—No creo que se deba a esto, Harry. Lo que pasa es que nuestro trabajo es demasiado colectivo para todos esos individualistas que salen actualmente de las Universidades. No saben lo que es el trabajo de equipo.

—Lo único que sé es que confían en que yo realice grandes operaciones con gente de segunda categoría, y conste que te excluyo a ti, Fred. Yo no debería perder el tiempo leyendo el resumen diario de la prensa soviética. Tengo cosas mejores que hacer. Pero ahora ya no tenemos gente de valía. Recuerdo cuando llegaste tú en busca de trabajo. Casi derribaste la puerta a golpes, tal era tu ansiedad. Y no te quejabas si tenías que trabajar un par de días hasta muy tarde o saltarte unas vacaciones.

Dukess movió la cabeza.

—Pero los que más me fastidian son esos tipos académicos. Siempre se vuelven al sol que más calienta. Apuesto a que tampoco encontraste a nadie en el PCP de Diamond, ¿verdad?

Van Avery cruzó las piernas en el suelo, irguió el espinazo y empezó a hacer unos ejercicios isométricos con las manos enlazadas.

—He encontrado alguien —dijo—, pero no me preguntes lo que cuesta.

—¿Más de dos mil quinientos?

—Pon tres de los grandes.

Dukess silbó.

—Con este dinero, habrías podido comprar todo el Ayuntamiento. ¿Quién es?

—Schindler, el físico. ¿Recuerdas la jugada que nos hizo, hace cuatro años, durante uno de aquellos turbulentos simposios de Belgrado?

—¿Y no podías valerte de esto para hacerle trabajar de balde? Amenazarle con dar el soplo a la Prensa…

—Lo intenté, pero el viejo bastardo es muy listo. Dijo que, si algo llegaba a los periódicos, ningún académico volvería a trabajar para nosotros. No queremos conflictos con los científicos. Por consiguiente, he pagado.

—¿Y bien?

—Y bien, ¿qué? —preguntó Van Avery.

—¿Qué pasa en el PCP?

—¡Oh! Te refieres a eso… Es realmente extraño, Harry.

—¿Qué quieres decir? ¿Acaso sus aspiradores no recogen ninguna información?

—Tienen mucha información, pero hasta ahora nadie sabe qué hacer con ella. Parece que Lewinter estaba cargado de deudas hasta el cuello. Se sigue un juicio contra él por falta de pago de alimentos a su ex esposa.

—Y huyó para librarse de sus acreedores, ¿eh?

—Hay bastante más. Estuvo coqueteando con ciertos grupos radicales de la zona de Boston. Primero, con la gente de PACT…

—Los tenemos sometidos a vigilancia, ¿no?

Dukess cruzó las manos igual que Van Avery y tiró para separarlas.

—El FBI local introdujo uno de sus agentes en su comité ejecutivo. Ni tires tan fuerte, Harry. Mantén una presión constante… Así… Lewinter estuvo también con los del MDL, pero no se sabe hasta qué punto. Después, está el estúpido negocio de los residuos.

—¿Un negocio de residuos?

—Parece que Lewinter tenía un proyecto de muchos millones para la eliminación de los desperdicios sólidos a escala federal. Incluso habló de ello a alguien del Congreso. Por lo visto, este plan significaba mucho para Lewinter y, ahora viene lo mejor, su hermano, que parece un hombre bastante equilibrado, dice que Lewinter pensaba que su proyecto podía ser bien recibido en Rusia.

—Y aquí estaría la solución. Lewinter desertó para entregar a los rojos su programa de recolección de basuras.

—Pero todavía hay más. Y esto es lo más desconcertante. Resulta que Lewinter tenía una memoria fotográfica, aunque se presume que la había perdido cuando tenía ocho años. Sin embargo, justo el día antes de su deserción, envió a su amiguita una postal en la que transcribía una poesía.

—Por lo visto es un intelectual —dijo Dukess—. ¿Qué hay de extraño en ello?

—Parece que sólo leyó esta poesía una vez y que esto fue ocho meses antes. Sin embargo, fue capaz de recordarla.

—Lo cual nos lleva de nuevo a la memoria fotográfica, ¿eh? Tal vez la encontró en el Japón. También allí tienen bibliotecas ¿no crees?

—No. El PCP comprobó este extremo. El agregado cultural de la Embajada en Tokio dice que no puede encontrarse esta poesía en toda la ciudad. Y para complicar más la cuestión, el PCP pidió unos dictámenes médicos sobre la memoria fotográfica. Uno dijo que podía recobrarse, y otro afirmó que era imposible.

—¿Y qué conclusión saca el PCP de todo esto?

—Aquí está la cuestión. Billings, que es quien aparentemente dirige el cotarro, es partidario de la solución más sencilla: que Lewinter se largó para eludir el pago de sus deudas o algo por el estilo y que no se llevó nada. Es natural que Billings adopte esta posición. Está identificado con su departamento y no quiere que nadie se meta con él. No quiere que los documentos de seguridad del MIRV pasen a nosotros o a cualquier otra agencia, cosa que sin duda ocurriría si resultase que Lewinter era una seria amenaza de filtraciones dentro del MIRV. Hasta aquí todo está claro. Pero el caso es que Diamond ha intervenido en casi todas las sesiones del PCP y que, según nuestro informador por tres mil dólares, lleva en ellas la voz cantante o poco menos. Y, por lo visto, se ha empeñado en considerar el asunto desde el peor punto de vista. Así, por ejemplo, fue Diamond quien insistió en la posibilidad de la memoria fotográfica y quien da mayor importancia a las relaciones de Lewinter con los radicales. Y el grupo, en su conjunto, apoya a Diamond por la sencilla razón, al menos esto es lo que dice nuestro físico, de que le fastidia la entereza de Billings.

—Una gusanera, ¿eh?

Van Avery estaba realmente intrigado.

—Comprendo que Billings se incline por la mejor suposición, pero ¿por qué se empeña Diamond en sostener la peor? Ya lo conoces, Harry. ¿Puedes responderme a esto?

Con la cabeza apoyada en la pared del ático, Dukess pensó durante unos momentos. De pronto, se levantó e hizo una seña a Van Avery para que lo siguiera.

—Voy a mostrarte algo —dijo.

Dukess tenía su lugar de trabajo en el otro rincón del ático, junto a la caja de la escalera. Había allí una mesita de madera, una estantería llena de periódicos del Servicio Exterior, una lámpara de sobremesa y una pequeña caja fuerte. Dukess accionó el disco de la combinación, abrió la caja y sacó de ella un legajo con recortes y fotografías. Lo dejó sobre la mesa y empezó a hojear las páginas.

—Mira esto. Aquí estamos Diamond y yo haciendo ejercicios de paracaidismo en Inglaterra. Ésta es de Diamond y Viktor… ¿Recuerdas que te hablé de Viktor, el que murió en Checoslovaquia, en la Francia ocupada? Aquí está uno de los tres en la Croisette de Cannes.

—Ése del fondo, ¿es un soldado alemán?

—Sí. Yo dirigí a Diamond desde Londres durante un tiempo y después me reuní con él en los Alpes marítimos. Esta foto fue tomada antes de que los alemanes rompiesen nuestra red. Aquí hay otra, tomada inmediatamente después de la guerra, con Viktor, Diamond y yo. No recuerdo exactamente dónde estábamos, pues en aquella época andábamos continuamente de un lado para otro.

Dukess contemplaba las ajadas fotografías con una mirada que tenía, a la vez, la dureza de la ira y la blandura de la nostalgia.

—¿Lo entiendes ahora, Fred?

—Tal vez soy un poco torpe, Harry, pero tendrás que explicármelo.

—Diamond defiende la hipótesis peor porque es como yo. Ambos añoramos los viejos tiempos que podíamos permanecer cuarenta y ocho horas en vela sin sentirlo, que podíamos conservar la energía durante semanas a base de píldoras, que inventábamos jugadas y las poníamos en práctica a fuerza de audacia. Todavía hay algo de esto en la Agencia, pero Diamond fue expulsado de ella después del asunto de Cernú. Ahora, el caso Lewinter parece que ha venido a resucitar su antigua vida. Fíjate bien en lo que te digo, Fred. No se trata solamente de defender la hipótesis peor. No, la cosa no termina aquí. Ese hijo de perra tratará de convertirla en una operación. Va a salirnos con otro Cernú.

Más tarde, bastante más tarde, después de la ginebra con agua tónica y de las golosinas de Londres y después de reunir a su familia para marcharse, Van Avery cogió a Dukess de un brazo y se lo llevó aparte, a la sombra del portal.

—Vosotros andáis siempre con secretillos —dijo una de las mujeres—. ¿Tan interesante es la cosa?

—Olvidé algo —dijo Van Avery rápidamente—. Mientras tú estabas fuera, hice que uno de nuestros muchachos cogiese unos documentos de Lewinter. Pensé que también nosotros teníamos derecho a echar un vistazo. En todo caso, Diamond se ha enterado de que alguien se llevó estos papeles, pero se imagina que los rusos están investigando por su cuenta. Encargó a uno de sus agentes que averiguara lo sucedido. ¿Crees, Harry, que deberíamos decírselo?

Dukess reflexionó un momento.

—No me gustaría que Diamond pudiese acusarnos de entrometernos en sus asuntos. Será mejor dejarlo, de momento, y esperar a ver qué pasa.