8

—Parece un paranoico —bostezó Kaplan.

—¿Lewinter? —preguntó Billings frunciendo las comisuras de sus finos y secos labios.

—Ese fulano, el dentista.

—No estamos aquí para analizar a ese fulano, el dentista —dijo Billings fríamente y acentuando su mueca.

Se quitó las gafas con montura de concha con las dos manos (alguien le había dicho una vez que las monturas duraban más si se cogían con ambas manos) y las dejó sobre el montón de papeles.

—Entonces, ¿podemos eliminar la posibilidad de que el sujeto de este PCP sea un enajenado mental?

Kaplan dejó que el silencio se prolongara hasta que empezó a hacerse incómodo antes de contestar. Era una técnica que había perfeccionado en su ejercicio de la medicina: «No dispares nunca sin pensarlo», «Sopesa las palabras» y «Deja que las otras mentes actúen a través del silencio y salgan al encuentro de la tuya».

—La enajenación mental no existe en psiquiatría —dijo al fin, rotundamente—. En realidad, la enajenación mental es un término jurídico que implica la incapacidad de distinguir entre el bien y el mal. Pero, como no estamos aquí ante un procedimiento legal y tampoco nos interesan los conceptos del bien y el mal, nos limitaremos a términos que tengan alguna significación psiquiátrica.

Habían chocado desde el primer momento. Billings, el puntilloso profesional del Servicio Secreto, seguidor del evangelio de que el éxito en su campo, como en todos los campos, dependía de la disciplina y de la obediencia a los imperativos del orden absoluto y de los papeles en regla, y Kaplan, el brillante y joven psiquiatra que identificaba la disciplina con la mediocridad y confiaba sobre todo en los saltos de la imaginación. «¡Dios mío!, ¿es que no podremos encontrar un psiquiatra que no sea judío? —se había lamentado Billings cuando un ayudante le ofreció una lista del personal del PCP—. ¡Son siempre tan chapuceros!»

Billings había querido decir chapucero en sentido intelectual, pero cuando vio a Kaplan se dijo que este término podía aplicarse también a su aspecto físico. Kaplan tenía muy grande la nariz, una nuez de Adán que subía y bajaba como una boya cuando hablaba y unos cabellos largos que parecían desgreñados por un vendaval reciente. La chaqueta de su traje de 400 dólares estaba desabrochada hasta la cintura haciendo resaltar una corbata con topos rojos, de ochenta y nueve centavos, comprada por Kaplan en Tie City.

—De acuerdo, no emplearemos el término enajenación mental —dijo Billings—. Naturalmente, me doy perfecta cuenta de que aún no tenemos gran cosa. Todavía no han llegado la mayor parte de los interrogatorios, pero tenemos que empezar con algo. Tal vez podamos hacer una valoración preliminar…

—A mí me parece un compulsivo anal —dijo Erich Schindler, el físico del PCP.

Era un hombre con cara de ardilla y unos dientes salientes y manchados de nicotina. Tenía la costumbre de bajar la cabeza cuando hablaba, como si mirase por encima de unas gafas que no usaba ni necesitaba. Su mayor contribución a la conversación, antes de introducir el «compulsivo anal», había sido para recalcar, a propósito de nada en particular, la «distinción cartesiana entre la mente, cuya esencia es la comprensión, y el cuerpo, cuya esencia es el movimiento». Mirando por encima de las imaginarias gafas, volvió a la liza:

—Escuche, joven… No pretendo meterme en territorio ajeno, aunque creo que usted no siente imperativos territoriales, pero hace mucho tiempo que aprendí que difícilmente puede errarse el blanco, o al menos se yerra por muy poco, si se califica a cualquier persona de compulsivo anal, ¿no le parece?

—Le sobra a usted razón —convino Kaplan.

Le gustaba Schindler a pesar de su mentalidad laberíntica y de sus exagerados aires profesionales. Kaplan se había sorprendido al encontrar un científico tan eminente como Schindler interviniendo en un asunto de esta clase. Sospechó, en parte por propia experiencia, que los honoraria, como solían decir en el mundo académico, habían sido demasiado sustanciosos para rechazarlos.

—La compulsión anal es la panacea de la psiquiatría —siguió diciendo Kaplan sin dejar de mirar fijamente a Billings—. Está en todas partes. Es una manera original de definir un estado de tensión, y ¿quién no lo experimenta en nuestros días? Escuche —dijo señalando el montón de papeles—, es demasiado pronto para decir algo que no sea simples generalidades.

—De todos modos, tenga la bondad de intentarlo —dijo Billings.

Silencio. En el momento en que empezaba a hacerse penoso, Kaplan dijo:

—Para esto me pagan. Muy bien, empecemos por la base. En términos generales, hay tres razones por las que la gente deserta de nuestro bando para pasarse al contrario. Primero —Kaplan, inclinado hacia delante, hablaba enérgicamente y sus palabras fluían como las notas de una octava—, hay quienes huyen a causa de las deudas, de un divorcio, de conflictos, de contratiempos en el trabajo, de delitos que amenazan con acabar con ellos, de presiones que no pueden soportar, de zancadillas y malas pasadas de la fortuna, de la vida en general. Éstos no tienen la menor idea de adónde van, y no les importa en absoluto. Cualquier sitio será mejor que el que abandonan. Ahora bien, hay ciertos indicios por los que Lewinter podría ser clasificado en este grupo. Su trabajo no debía satisfacerle demasiado cuando dedicó tanto tiempo y tantos esfuerzos a su proyecto de eliminación de residuos. Además, está la cuestión de las deudas. Y tengo la impresión, por lo que se desprende de los primeros interrogatorios, de que estaba a punto de ser pescado por una chica que, en muchos aspectos, parece una reproducción en cera de la esposa que había abandonado. Tal vez se dio cuenta de esto y escapó antes de que fuese demasiado tarde.

—Entonces, piensa usted que es un caso clásico de hombre que huye de contratiempos, ¿no? —resumió Billings pensando que esta conclusión le convenía.

—No he dicho esto. He dicho que, según ciertos indicios, puede entrar en esta categoría. Pero hay otros que podrían incluirle en una cualquiera de las otras dos.

—¿Cuáles son esas otras dos categorías? —preguntó Schindler tirando el cigarrillo que se aguantaba difícilmente entre sus labios.

—El primer grupo es el de los fugitivos y el segundo es el de los que padecen esquizofrenia, que, técnicamente hablando, es una psicosis funcional que se caracteriza, entre otras cosas, por fantasías peculiares. Ocasionalmente, una de estas fantasías toma la forma de una persona que se considera como un símbolo que, con su ejemplo, puede rehacer el mundo. Por esto hay muchos esquizofrénicos entre los radicales. Se ven como dientes de una máquina y fantasean sobre el acto propio, asesinato, suicidio, autoinmolación, deserción, que puede elevarlos al nivel de símbolo. Pues bien, si Lewinter frecuentaba círculos radicales, como sugiere su hermano, pudo considerar la deserción como un acto simbólico dramático, capaz de llevar a primer plano su vida y sus ideas.

Kaplan advirtió de pronto su propia intensidad. Como para quitar energía a sus palabras, se retrepó en su silla y contuvo un bostezo.

—Pero hay una tercera categoría que es, con mucho, la más interesante, al menos para mí. Para la gente de este grupo, la deserción es una manera de hacerse rico de prisa o de conseguir su equivalente psíquico, que es adquirir rápidamente una posición destacada. Y hay más de un indicio de que Lewinter podría formar también parte de este grupo. Lo poco que sabemos hasta ahora de su vida puede interpretarse como una frenética busca de posición social: uso de varios nombres en pocos años, hasta que se decide por las iniciales como una señal de categoría; su concentración en un proyecto a escala mundial para salvar a la Humanidad de la acumulación de desperdicios e incluso el abandono de su esposa por otra mujer. Recuerden lo que dijo su mujer, que no tenía muy buena opinión de él: «August solía exagerar su propia importancia», y también: «Lo que hacía era adornar su propia imagen con una serie de fantasías.» Naturalmente, todos nos forjamos una imagen exagerada de nuestra propia importancia, pero tenemos que averiguar el grado de esta exageración en el caso de Lewinter, si era muy considerable. Y todo lo que sabemos hasta ahora es compatible con esta suposición. Si su actuación dentro de nuestra sociedad era tal que daba un mentís a esta imagen, es posible que huyera o desertara, según decimos en nuestro oficio, con el fin, y aquí vuelvo a usar mi terminología, de conseguir rápidamente una posición. Para ello tenía que llevar consigo algo de valor, algo que, no más llegar, le encumbrase ante los ojos de sus anfitriones. Ahora falta saber si esta descripción se ajusta a Lewinter y, en el caso de que sea así, si lo que llevaba consigo, de valor, era solamente su persona o su plan para la eliminación de residuos, o una información secreta sobre el cono de cerámica, u otra cosa que ignoramos.

—Muy confuso, ¿eh? —dijo Schindler, el físico, interrumpiéndose para encender otro cigarrillo—. Lo que dice usted confirma mi impresión, ¿o debería decir prejuicio?, de que todo este asunto y los interrogatorios parecen tomados de Rashomón. ¿Conocen ustedes el tema japonés de Rashomón… o el de Alexandria Quartet, de Durrell? Alexandria Quartet es una obra estupenda. Un grupo heterogéneo de personas analiza las mismas circunstancias y la misma persona, y cada uno produce una versión diferente de la verdad. ¡Ah! Lewinter parece cambiar de personalidad, o tal vez diría mejor de perspectiva. Quiero decir, que el Lewinter de Fishkin no se parece en nada al Lewinter del hermano, el cual, a su vez, no se parece en nada al Lewinter de la esposa. Y así sucesivamente. Entonces, cómo diablos quieren que saquemos al verdadero Lewinter de este… ¿cómo lo llamaré…? de este montón de cascotes. ¡Ah! Esto del montón de cascotes viene como anillo al dedo. Bueno, quisiera que me dijesen cómo podremos encontrar al verdadero Lewinter.

—Eliminando las contradicciones, la comedia, las posiciones y actitudes ficticias, los disfraces, para llegar al fondo de Lewinter —dijo Billings—. El objetivo del PCP es destruir la envoltura exterior y establecer fundadas presunciones sobre si es realmente una persona capaz de dañar a su país y, en este caso, si poseía medios para hacerlo.

—Esto es lo más importante —dijo el cuarto miembro del grupo, Fred Farnsworth, jefe retirado de detectives de Houston y sabueso entusiasta del PCP.

—Sigamos adelante, caballeros, si no les importa —dijo Billings, mirando su reloj y volviéndose hacia Kaplan—. ¿Ha sacado usted alguna impresión general sobre su infancia? Recuerde que su hermano dijo mucho sobre esta cuestión.

Kaplan pareció sopesar el asunto unos momentos.

—Podemos prescindir de casi todo lo que dice el hermano —respondió al fin—. Lo único que aparece con toda claridad, es su envidia del hermano menor. Éste tuvo todo lo que había sido negado al hermano mayor, el cual se sintió postergado. Y este sentimiento persiste aún. Observar a Lewinter a través del prisma de la envidia de su hermano es, como mínimo, una posición arriesgada.

—Esto no nos lleva muy lejos, ¿eh? —repuso Billings pensando que tal vez habría sido mejor esperar a tener más datos antes de iniciar una mesa redonda en el PCP.

—Salta a la vista que le criaron mal —siguió diciendo Kaplan, sin previa invitación, empezando a gozar con el sonido de su propia voz—. La cuestión está en saber cómo lo hicieron.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Farnsworth, el policía.

—Tengo una teoría sobre la crianza de los hijos —dijo Kaplan, haciendo un guiño a Schindler—. Es importante saber si los padres le criaron mal espontáneamente, sin intención maliciosa, fuese ésta la que fuere, o bien si lo hicieron deliberadamente, como suele ocurrir muchísimas veces en sus familias de la nueva clase media superior.

Farnsworth mordió el anzuelo.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó.

—¿Es posible que no lo sepa? Cuando la mala crianza es deliberada, el individuo presenta un síndrome identificable. Es un maníaco depresivo o un cleptómano o un pervertido sexual o un sádico, algo que el investigador puede descubrir y aislar bonitamente. En cambio, si aquella mala crianza ha sido espontánea, surge un individuo ecléctico, que se hunde en una neurosis o una psicosis cualesquiera. En cuanto el investigador le ha puesto un marbete, el individuo se le escapa de las manos, y aquél tiene que correr detrás de él, con un libro de texto en la mano, en un desesperado esfuerzo para seguir sus pisadas psíquicas. Y nunca lo consigue. Muchas de estas personas son tomadas, equivocadamente, por genios. Fíjense en mí. Pero esto no hace al caso. Bueno, vean esto —propuso Kaplan, resiguiendo con el dedo la sección de anuncios de The New Republic—: «Mujer negra intelectual, atractiva, atlética, muy inteligente, desea establecer diálogo con grupo de intelectuales varones con vistas a una vida en común. No importa el color.» ¿Por qué no iniciamos una correspondencia, una especie de juego en privado, si puedo expresarme así? ¿Qué les parece?

Billings estaba furioso. Sus finas y aristocráticas facciones habían enrojecido, a excepción de los labios, que, secos y descoloridos, parecían una raya de tiza. En aquel momento odiaba a Kaplan y a todos los jóvenes intelectuales de su ralea, que no respetaban a los mayores, que desdeñaban la experiencia, que obligaban a los jefes a ponerse una y otra vez a la defensiva.

—Señor Kaplan —dijo Billings, secamente, mordiendo las palabras—, su conversación es sumamente interesante, pero no creo que su ingenio nos haga adelantar un paso.

—¡Pero nos ayuda a pasar el rato! —dijo Kaplan.

Schindler y Farnsworth rieron entre dientes. Y Kaplan pensó que tal vez se había pasado de la raya. A fin de cuentas, el dinero que cobraba no era desdeñable. Su rostro empezó a perder su irónica expresión.

Había colmado la medida y Billings estaba a punto de echar a cajas destempladas al impertinente psiquiatra judío, cuando Leo Diamond, con su aspecto naturalmente elegante, tranquilo y confiado, penetró en la estancia.

—Bob —dijo Diamond saludando con la cabeza a Billings y a los otros reunidos en la habitación—. Caballeros.

—Hola, Leo —dijo Billings vacilando imperceptiblemente, como si no estuviese seguro de su nombre.

Fue uno de esos pequeños detalles que tanto significan: la ínfima señal indicadora de quién debe ceder terreno.

—Bueno, supongo que todavía no habrán dado ustedes en el clavo —dijo Diamond, arrellanándose elegantemente en un sillón de cuero—. La noche pasada estuve leyendo los interrogatorios. En realidad, no creo que podamos hacer gran cosa hasta que tengamos más materia prima.

Kaplan se retrepó en el diván y se puso a contemplar el techo. La expresión complacida volvió a su semblante.

Billings recogió las gafas que había dejado sobre el montón de papeles y, empleando las dos manos y buscando las orejas con las puntas de los dedos, se las caló de nuevo.

—Hemos estudiado el asunto por encima, buscando algunos hilos que pudiesen servirnos de orientación si es que los hay —dijo Billings, resuelto a no dar a Kaplan la satisfacción de ver que coincidía con Diamond.

—Es usted Kaplan, ¿no? —dijo Diamond, volviéndose hacia el hombre del diván.

Y sin esperar respuesta, añadió:

—He leído su artículo en Esquire, sobre… ¿cómo se pronuncia…? El Síndrome de Kibbutz. Algo estupendo. Lo he leído de un tirón.

Kaplan inclinó la cabeza, agradeciendo el cumplido.

—Lo pronuncia usted mal. Es el Síndrome de Kibitz[1], con acento en la primera sílaba. Es una palabra yiddish.

Diamond repitió la palabra dos o tres veces, para asegurarse de que la pronunciaba bien.

—Quiero decirle que, desde que leí el artículo, he observado este síndrome centenares de veces, incluso en mí mismo. Es muy difícil que un espectador se abstenga de intervenir en el juego de algún modo sutil, ¿no es así? ¿Cómo se le ocurrió esta idea?

—Supongo que de un modo intuitivo. Mi familia se reúne todos los miércoles por la noche en el piso de mi madre en el Bronx, para jugar un póquer barato. Es una costumbre de muchos años, una especie de institución, si puedo expresarme así. Sin embargo, hace cosa de un año que mi madre dejó de jugar. Se está haciendo vieja y su lentitud retrasaba el juego. Una noche, observé que iba de un jugador a otro, mirando las cartas, murmurando, dando consejos, riendo, bromeando y haciendo muecas hasta el punto de que era más fácil descubrir una jugada por la cara de mi madre que por la expresión del jugador. Lo cierto es que ella se divertía más haciendo de mirón que jugando. Después de aquello, empecé a observar lo mismo en todas partes. Me pareció que en los negocios, en las artes, en todos los campos, la gente se agrupaba alrededor de una invisible mesa de póquer diciendo a los jugadores lo que habían de hacer y divirtiéndose a más y mejor sin correr el menor riesgo. Éste es el Síndrome de Kibitz.

—Desde luego, soy lego en la materia pero me pareció un estudio muy brillante —dijo Diamond, convencido de que, a partir de aquel momento, tenía un aliado en Kaplan—. ¿Era Lewinter un… —Diamond pronunció la palabra despacio y correctamente— kibitzer?

—Indudablemente. Su relación con los radicales, según la oblicua referencia de su hermano, era idéntica a la del mirón con los jugadores. También puede observarse en…

Kaplan siguió hablando, haciendo sustancialmente lo que se había negado a hacer por Billings: revolver los más débiles indicios para sacar los hilos de la vida psíquica de Lewinter. Billings percibía, al escucharle, la tácita alianza establecida entre Diamond y Kaplan, y sabía que tenía que afirmar su posición antes de que Diamond dominase completamente la escena. ¡Al diablo todos los Diamonds! Parecía que tenía que pasarse la vida luchando con ellos por su posición. Había pasado los años de guerra sentado a una mesa, entregado a la monótona, ingrata y rutinaria tarea del espionaje, trabajando en un medio que fomentaba y que era impulsado por la noción de que el bando que tuviese las mejores informaciones sería el vencedor indiscutible. Después, terminó la guerra y los hombres que habían estado en el campo de batalla volvieron a sus mesas como peregrinos a la iglesia que los había enviado desplazando en el escalafón a los que habían prestado su servicio allí. Billings sabía que no era justo, pero no podía hacerse nada más que luchar contra ellos y disputarles el terreno palmo a palmo.

—Tiene también la impresión de que el padre era un hombre de acción, o jugador y de que esto…

Billings atacó:

—No todos nosotros hemos tenido la satisfacción de leer su artículo en Esquire, señor Kaplan. Tal vez pueda usted decirnos si su síndrome arroja alguna luz sobre el motivo de la deserción de nuestro sujeto y sobre si se llevó secretos importantes, que es, a fin de cuentas, el tema principal de esta investigación.

—¡Oh! Déjese de esto, ¿quiere? —dijo Kaplan viendo que poco podía hacer Billings mientras Diamond llevase la batuta—. Ha estado usted disparando a bulto toda la mañana.

En aquel momento terminó el juego, pues Leo Diamond hizo lo único que podía hacer para consolidar su derecho a dominar a Bob Billings, al PCP y a todo el Departamento: salir en defensa de Billings.

—Con todos mis respetos por sus títulos profesionales —dijo a Kaplan en un tono que impedía toda discusión—, Bob Billings es muy viejo en el oficio y sabe lo que vale el elemento tiempo. Los que usted llama sus disparos a bulto han salvado muchas vidas. Ahora, la cosa está que arde. Los rusos han acogido en su seno a nuestro buen Lewinter y tenemos que averiguar por qué, y averiguarlo lo antes posible. Si Bob se muestra tan animoso, es porque sabe lo que está en juego.

Diamond miró a su alrededor y sonrió.

—Bueno —prosiguió como si no dijera nada—, dejemos a un lado estas fricciones iniciales, atribuyéndolas a un exceso de celo y empecemos de nuevo. ¿Qué les parece?

Kaplan no dejó de advertir que, a pesar de su tono amable, Diamond culpaba a Billings.

Al otro lado de la ventana, un petirrojo, agarrado a una rama de un mutilado sicómoro, chillaba contra otro que trataba de invadir su territorio. Diamond recordó los pájaros que había visto el día anterior con Sarah en el zoo de Central Park, con sus chillidos resonando bajo las tejas de las jaulas donde vivían, en forzado asilo, lejos de su mundo de árboles y de espacio entre los árboles. De pronto, Sarah le había apretado un brazo y le había dicho: «Odio los zoos.»

Diamond interrumpió sus propios pensamientos.

—Hay un par de detalles que hoy podemos estudiar. El primero, que en seguida me llamó la atención cuando leí anoche el interrogatorio, es quién diablos se llevó los papeles de Lewinter del departamento de la joven Sinclair.

—Si, por lo que sabemos, somos nosotros los únicos que estamos investigando —dijo Billings—, sólo podemos presumir, como lo hizo nuestro agente Wilson, que fue uno de nuestros investigadores que se cruzó en el camino de otro.

Billings trató de devolver a su voz su antigua firmeza y casi lo consiguió.

—Aquí está precisamente el quid de la cuestión. Bob, ¿somos nosotros los únicos que investigamos a Lewinter? —preguntó Diamond—. A fin de cuentas, hay otro bando que puede estar muy interesado en el pasado de Lewinter.

—Los rusos, ¿eh? —preguntó Farnsworth rompiendo la pausa—. ¡Vaya, no está mal pensado! Recuerden que, hace dos o tres años, desertó un especialista en guerra biológica, un tal MacComber, y varios de nosotros tuvimos la seguridad de que los rusos estaban estudiando sus antecedentes. Bueno, que me aspen si no puede ocurrir ahora lo mismo.

—Al menos, es una posibilidad —repuso Diamond—. Evidentemente, lo primero que hemos de hacer es averiguar si alguno de nuestros hombres se llevó aquellos papeles. En caso negativo, podremos atribuir la acción a los rusos.

—¡Maldita sea! —gruñó Farnsworth, seducido todavía por la idea de que un agente ruso había entrado desde la calle para robar los papeles de Lewinter—. Escuchen. Enviaré un mensaje cifrado a todas las oficinas municipales, estatales y federales. Si uno de nuestros hombres cogió los papeles, lo sabremos antes de veinticuatro horas. Bueno, algo es algo.

—Muy bien —dijo Diamond pasando a la segunda cuestión—. La otra cosa que pensé que podríamos investigar, si tú estás de acuerdo, Bob, es lo referente a la memoria.

—¿Qué quieres decir, Leo? —preguntó Billings envolviendo sus palabras en su antiguo tono suave.

—También yo advertí eso de la memoria —dijo Kaplan prescindiendo de Billings y hablando directamente a Diamond.

Pero Billings no se dejaba interrumpir tan fácilmente.

—Naturalmente, a todos nos llamó la atención este detalle de la memoria. Era algo que brillaba con luz propia. Pero todos recordarán, estoy seguro, que el hermano de Lewinter dijo que éste la había perdido, a causa de una caída, cuando tenía siete u ocho años. Y este dato está perfectamente de acuerdo con el historial de Lewinter, que no menciona para nada una memoria fotográfica, y, sobre todo, con el testimonio de su ex esposa, que se quejó de su incapacidad por retener los detalles, de la facilidad con que olvidaba las fechas y las citas y, más tarde, el pago de los alimentos. Lewinter, caballeros, era un hombre olvidadizo. Y es evidente que su aptitud por recordar datos, cosa que sería sin duda muy importante si la hubiera poseído, no era en modo alguno sobresaliente.

—En primer lugar… —dijo Kaplan.

—Ante todo… —dijo Diamond.

Ambos se echaron a reír como un par de conspiradores. Los labios de Billings empezaron a palidecer de nuevo.

Diamond hizo una señal a Kaplan.

—Continúe. ¿Qué iba usted a decir?

—En primer lugar, creo que conviene distinguir entre la capacidad de retener información o experiencia y la capacidad de recordar lo que ha sido retenido. En general, la mente humana lo retiene casi todo, o al menos muchísimo más de lo que puede recordar bajo un estímulo normal. Mediante el hipnotismo o un tratamiento psiquiátrico, podemos extraer, es decir, hacer recordar, muchas cosas que fueran retenidas pero quedaron enterradas. Por consiguiente, lo que aquí nos interesa no es la capacidad de Lewinter de retener, sino su capacidad de recordar. A propósito de esto, conviene observar tres cosas.

Kaplan habría podido defender con la misma eficacia la teoría contraria, pero estaba dispuesto a segar la hierba bajo los pies de Billings.

—Una de ellas es que, por lo visto, Lewinter tenía una memoria fotográfica hasta el momento en que se cayó del tejado del garaje. Otra es que, a juzgar por nuestros conocimientos actuales, es posible perder esta capacidad y recobrarla más tarde, sea de modo permanente o durante períodos cortos o prolongados. La tercera es un indicio elocuente que tenemos y que demuestra que, en realidad, Lewinter recobró totalmente su facultad de recordar.

—Si se refiere a la poesía… —empezó a decir Billings.

Pero Kaplan se había lanzado con demasiado impulso para dejarse interrumpir.

—Desde luego, me refiero a la poesía. Según su amiga, sólo la había leído una vez. Ocho meses después de su lectura casual de un oscuro poema, cuando está a punto de abandonar a la chica con quien ha prometido casarse, quiere enviarle una muestra de afecto o, si lo prefieren, de culpabilidad. Y por esto, hallándose en el Japón, probablemente muy lejos de cualquier ejemplar de la Kenyon Review

—Esto está por ver —dijo Billings. Sus palabras fueron ahogadas por la voz insistente de Kaplan.

—… recuerda y escribe la poesía. Hemos de convenir en que es toda una hazaña.

—¿Y qué me dice del comentario de su esposa sobre su olvido de los detalles? —preguntó Farnsworth—. Y si tenía una memoria fotográfica, ¿cómo no figura en su historial de seguridad?

—Señor Farnsworth, los que poseen la facultad de recordarlo todo pueden recordar todo lo que quieren. Pero igual que todo el mundo, tienen también la facultad… ¿cómo la llamaremos…? la facultad de reprimirlo todo. Quiero decir que pueden dejar de recordar cosas que consideran enfadosas o aburridas o inútiles, tales como los aniversarios y…

Kaplan recalcó la palabra siguiente, como si fuese un argumento definitivo.

—… el pago de alimentos. En cuanto al historial de seguridad, recuerden la declaración de su hermano, según la cual disimulaba Lewinter su memoria fotográfica cuando le reconocían los médicos. Es muy sencillo. No quería que le considerasen un fenómeno. Muchas personas dotadas de memoria fotográfica reaccionan de la misma manera.

—Escuchen, es indudable que vale la pena seguir esta pista —dijo Diamond—. Si Lewinter tenía una memoria fotográfica, no le hacía falta sacar fotografías ni copias, ni robar o aprenderse ni siquiera comprender, aquello que quería llevarse.

—¡Claro! Lo único que tenía que hacer era echarle una mirada —convino Billings refugiándose en el último reducto de los derrotados, el sarcasmo.

—Exactamente —dijo Kaplan tomando fríamente aquellas palabras en su sentido literal.

—Muy bien, creo que todos estamos de acuerdo —dijo Diamond, y Billings guardó silencio—. Centremos nuestra atención en la poesía. Por mi parte, acepto la intuitiva afirmación de su amiguita de que si él hubiese aprendido la poesía de memoria antes de su viaje al Japón, ella no habría dejado de saberlo. Pero ¿pudo Lewinter tropezar con un ejemplar de la Kenyon Review en el Japón? También debemos tener en cuenta las opiniones médicas sobre la pérdida y recuperación de la memoria fotográfica. Creo que tenemos algo para empezar a trabajar.