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La complejidad y la realidad del progreso

Villa Serbelloni está situada en un promontorio que llega hasta el lago Como, en Italia. Con una historia que se remonta al siglo I, cuando Plinio el Joven tuvo ahí una villa, la localidad tiene una magnífica vista del lago, resaltada por los elevados picos de los Alpes cercanos. En 1959, la actual villa fue legada a la Fundación Rockefeller, que la utiliza como centro de congresos.

Conrad Waddington —que era un hombre sensible— eligió el lugar para sus encuentros anuales sobre la naciente biología teórica a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970. Fue en uno de estos congresos donde Stu Kauffman presentó por primera vez sus redes booleanas aleatorias, su descubrimiento del «orden espontáneo». Fue también ahí donde Stu recibió la primera oferta de trabajo, de la Universidad de Chicago, como resultado de esa intervención. Y las cuidadas pendientes de los alrededores del lago fueron el escenario de otro triunfo más de Kauffman: ganó un concurso de aviones de papel.

«Con un poco de trampa, en realidad», admitió Stu, riendo mientras lo recordaba. «Estábamos discutiendo sobre todas aquellas ideas nuevas y fantásticas y, en medio de aquello, lancé un desafío: ¿quién puede hacer el avión que vuele más lejos?». Para John Maynard Smith, que había sido ingeniero aeronáutico antes de convertirse en uno de los principales teóricos evolucionistas del mundo, el desafío fue irresistible. A Morel Cohen, físico teórico de exquisita percepción, ya le parecía tener el premio en el bolsillo: elaboraría un diseño a partir de los principios fundamentales. Para Lewis Wolpert, experto en biología del desarrollo de renombre universal, no había ningún desafío que pudiera quedar sin respuesta. Richard Lewontin también se les unió, así como Richard Levins y varios más. «Lo que no sabían», dijo Stu, «era que llevaba mucho tiempo perfeccionando un diseño. Desde los ocho años».

¿Qué diseño usaste?, pregunté, excitada mi curiosidad. ¿El ala recta o el ala delta? «El ala delta», contestó Stu. Estábamos hablando en su despacho de la Universidad de Pennsylvania; rebuscó en sus papeles hasta dar con una hoja que consideró adecuada y empezó a doblarla siguiendo la pauta conocida por generaciones de niños. El primer pliegue es longitudinal, por la mitad. El segundo hace un ángulo de 45 grados; el tercero otro impecable ángulo de 22,5 grados. Se doblan las alas y aparece el básico avión con ala delta. «Mi modificación clave fue doblar la punta hacia abajo, un par de centímetros, de modo que acaba despuntado», confió Stu, tan satisfecho por su invento como podía estarlo de un descubrimiento en el laboratorio vecino. «Le da peso», explicó. «Me pasaba horas en el lago Tahoe, lanzando aviones al aire». Tras lo cual, lanzó por el despacho el avión, que voló suavemente, con poco ángulo, a todas luces destinado a un largo vuelo… hasta que se estrelló en un archivador viejo. «Deberíamos haber salido».

Nuestra conversación se había desviado hasta la aerodinámica de los aviones de papel por una buena razón. Habíamos estado hablando de los sistemas dinámicos complejos, incluyendo los sistemas biológicos y la frecuencia con la que generan orden. Nos habíamos metido en la historia de esos sistemas y en el modo en que cambian a lo largo del tiempo. Había observado en cierto número de ocasiones que, cuando se hablaba de modelos de sistemas evolutivos, como los de Tom Ray o Kristen Lindgren, la gente se refería con frecuencia a la tendencia de tales sistemas a generar una complejidad creciente. Se empieza con un sistema simple, se permite que opere la dinámica fundamental, y emergen productos de creciente complejidad. Era la naturaleza de los modelos matemáticos de los sistemas complejos adaptativos. Sucedía en el mundo real de los sistemas biológicos. Ése, inequívoca y repetidamente, era el mensaje.

Tú eres biólogo, dije a Stu. Eres consciente de que tus colegas tienen dificultades con la noción de complejidad, ya que no están seguros de cómo definirla, ni están seguros de lo que realmente significa. «Sí, lo sé», contestó, examinando pensativamente el avión y haciendo pequeños ajustes. «También sé que los sistemas biológicos no pueden evitar la complejidad; emerge de forma espontánea. Y la complejidad parece aumentar a lo largo del tiempo». Me contó que si dos redes booleanas interaccionan y juegan entre sí, se vuelven más complejas y lo hacen mejor en cada nueva interacción. Repitió lo que otros decían sobre el modelo del dilema del prisionero de Kristen Lindgren, que las estrategias se vuelven más complejas, mejoran en el juego. «Y todos tenemos la sensación de que los sistemas biológicos se hacen más complejos con el tiempo», añadió. ¿Mejoran?, pregunté. «Aquí es donde empieza la trampa. Mira este avión. Doblar el morro así —hacer el diseño más complejo, si quieres— hace que vuele más. Podrías decir que “mejor”, ¿verdad? Pero no puede hacer acrobacias. Algunos de los aviones que se hicieron en Villa Serbelloni hacían acrobacias maravillosas. Así que depende de lo que quieras decir con mejor».

Me di cuenta de que estábamos entrando en un terreno difícil, que a veces puede sonar a contradicción semántica. Más ordenado, más complejo, mejor, ¿son lo mismo? ¿Es siquiera una descripción adecuada de lo que ocurre en los sistemas biológicos a lo largo del tiempo evolutivo? «Es una pregunta profunda», dijo Stu. «Hay que pagar un precio por hacerse más complejo; es más probable que el sistema se rompa, por ejemplo. Necesitamos una razón de por qué los sistemas biológicos se hacen más complejos a lo largo del tiempo. Tiene que ser muy simple y muy profunda». ¿Estás dando por sentado un aumento inexorable de la complejidad? Stu pensó otra vez durante unos instantes, el avión a punto de volar. «Sí», dijo, pero con una clara nota de cautela. Una vez lanzado, el avión repitió el mismo trayecto y, de nuevo, se estrelló contra el archivador.

«Habla con Dan McShea», se me insistió varias veces. Había decidido que tenía que mirar más de cerca la visión de la complejidad de los biólogos. Me parecía evidente que si las ideas del Instituto de Santa Fe significaban algo en el mundo biológico, tenía que haber un terreno conceptual común entre ambos. ¿Dónde lo encontraría? Contacté con varios amigos, biólogos que, con los años, me había parecido que reflexionaban sobre los grandes problemas de la ciencia. ¿Qué es la complejidad biológica?, pregunté. «Si hay alguien que te pueda ayudar a contestar a eso, es Dan McShea».

***

Dan, en la actualidad en la Universidad de Michigan, Ann Arbor, fue discípulo de Dave Raup en Chicago. Ha hecho un estudio sobre la imperfección del registro fósil, una cuestión que abrumó a Darwin y que sigue siendo un asunto de profunda importancia práctica para los paleontólogos modernos. Luego, en el verano de 1985, un amigo le dio a Dave un libro, The Recursive Universe, de William Poundstone. «Cambió por completo mis intereses intelectuales», me contó Dan. El libro estaba ingeniosamente estructurado en torno a las ideas de la cosmología y el juego de la vida de Conway. La cosmología era fascinante, pero el juego de la vida desencadenó algo profundo en Dan. Persona reflexiva, ya se interesaba por la estructura y la complejidad en la naturaleza. El hecho de que tanta complejidad fluyera de un conjunto de reglas tan simple, como sucede en el juego de la vida, fue una idea estimulante para él, como lo ha sido para mucha gente. «Como en Chicago son muy teóricos, esa experiencia se vio transformada en un nuevo proyecto personal de investigación: ¿cuál ha sido el papel de la complejidad en la historia de la vida?».

Lo primero que había que hacer era rebuscar en la bibliografía, tanto moderna como histórica. «Enseguida aprendí dos cosas», dijo Dan. «Primero, que hay un consenso general, aunque vago, de que la complejidad ha aumentado a lo largo de la historia evolutiva. Segundo, que complejidad es una palabra muy resbaladiza. Puede significar muchas cosas». Una de las cosas con la que suele ir asociada, por ejemplo, es el «progreso», la noción de que la evolución procede por una vía que conduce hacia la mejora inevitable. En la actualidad, los biólogos se sienten muy incómodos con la idea de progreso, debido a las connotaciones de una fuerza rectora externa. «Es aceptable hablar de complejidad», explicó Dan, «pero no de progreso».

La imagen de un mundo ordenado, con organismos dispuestos desde las formas «inferiores» hasta las «superiores», está muy asentada en nuestra cultura. Se encuentra en Platón y también, implícitamente, en el orden de la creación del Génesis. Mucho más tarde, en el siglo XVII, este ordenamiento de la naturaleza se trasladó a lo que se conoció como la Gran Cadena del Ser. En esa época predarwinista, la cadena se consideraba como una descripción estática del lugar de cada especie en el mundo, no como un registro del cambio a través del tiempo. Los seres humanos, sin que ello constituyera ninguna sorpresa, estaban situados en la cabeza de la cadena, «un poco más abajo que los ángeles». Con la llegada de la teoría darwinista de la evolución, los organismos pasaron a ser vistos como un producto del cambio a lo largo de periodos muy largos de tiempo. El orden estático de la Gran Cadena del Ser quedó efectivamente transformado en las mentes en un registro de esa historia evolutiva, desde las formas simples a las complejas. Un aumento de la complejidad a lo largo del tiempo evolutivo parecía evidente.

«Darwin lo creía, como la mayoría de sus contemporáneos», dijo Dan. «Y también la mayor parte de la comunidad paleontológica angloamericana, desde la última década del siglo XIX hasta mediados del nuestro. Luego empezaron a deslizarse algunas dudas, pero se puede decir que la mayoría sigue creyéndolo hasta cierto punto». Quizá porque es cierto, insinué. «Tengo la impresión de que a mucha gente le gustaría que fuera cierto, pero hay muy pocas pruebas sólidas», contestó Dan. «Pero, en primer lugar, hay que ser muy claros cuando se habla de complejidad. Es muy fácil que empieces una conversación con un acuerdo de que la complejidad es X y, un momento más tarde, oírte argumentar que esto y lo otro no es complejo porque no es Y.» ¿Puedes ser más concreto?

«En mi investigación me he centrado en la complejidad morfológica, los detalles de la estructura anatómica. Pero sospecho que estás interesado en algo más general, por ejemplo, algo que incluya el comportamiento».

Dan estaba en lo cierto. Mi noción de complejidad era rudimentaria, pero era consciente de que el comportamiento formaba parte de ella. Había visto bandadas de cercopitecos en Kenia y no tengo inconveniente en pensar en ellos como una forma de vida más compleja que los árboles, que son una parte tan importante de sus vidas cotidianas. Los cercopitecos, a título individual pero también como una red socialmente interactiva, parecen biológicamente más complejos que los árboles. También me parecen más complejos en términos de comportamiento que las cebras y los ñus que viven en manadas cerca de ellos.

De acuerdo, dije, supón que dejamos de lado por un momento el comportamiento, ¿cómo enfocas la complejidad morfológica? «También tienes que dejar de lado toda noción de “mejor”», previno Dan. «Ésa es una idea muy escurridiza. Se puede afirmar que un aumento en el número de componentes representa algo más complejo —y mejor— olvidando que un reloj de sol se avería con menos frecuencia que un reloj de pulsera». Unos pocos biólogos han intentado establecer criterios para medir la complejidad, incluyendo la cantidad de partes anatómicas diferentes, y sólo han conseguido un éxito modesto. ¿Es más complejo un gato que una almeja? Podría ser así según este criterio, pero ¿es cierto en un sentido absoluto? ¿Y soy injusto con los árboles al considerar los cercopitecos más complejos? Al fin y al cabo, puedo empatizar con la vida de un cercopiteco pero no con la de un árbol. ¿Olvido quizás algo sobre la complejidad de la condición de árbol?

Hay una tendencia natural a pensar también en los mamíferos como más complejos de algún modo que los reptiles. Un león parece una máquina más avanzada que, digamos, un tiranosaurio, aun cuando ambos son (o eran) carnívoros. Las cebras son sin duda más complejas de algún modo que los hadrosaurios, aun cuando ambos son (o eran) herbívoros y animales sociales. Pero algo que los biólogos ven ahora claro es que el mundo moderno de los mamíferos es idéntico al mundo antiguo de los grandes reptiles. En ambos es posible identificar pequeños y grandes carnívoros, pequeños y grandes herbívoros, pequeños y grandes insectívoros, etcétera. Los mismos nichos ecológicos están ocupados en ambos mundos, y con aproximadamente el mismo número de especies. En eso no hay nada que los distinga. Pero ¿son los mamíferos, con su superior tasa metabólica, más complejos que los reptiles en un sentido general porque canalizan más energía? Es probable que algunos dinosaurios fueran también de sangre caliente, de modo que esa noción tampoco es definitiva. «Si tenemos que llegar a algún sitio con esto, necesitamos centramos en algo discreto, algo medible», dijo Dan.

Uno de los intentos más respetados de una medida objetiva de la complejidad fue desarrollado por John Tyler Bonner, de la Universidad de Princeton. Hay que contar el número de tipos celulares diferentes, sugirió. En principio, eso proporciona una idea del número de funciones especializadas que un organismo puede realizar, y eso huele a complejidad. También tiene la ventaja de considerar todo el organismo, no sólo una parte. (Deja de lado el comportamiento, pero aquí sólo se considera la complejidad morfológica). Bonner fue capaz de demostrar una complejidad superior en las especies grandes con este parámetro, pero no intentó determinar si aumentaba a lo largo del tiempo evolutivo. Lo cual, sin embargo, sería una inferencia razonable. Todo esto me recordaba lo que me dijo una vez Edward O. Wilson: «No es difícil reconocer la complejidad, Roger. La dificultad está en cómo medirla».

«Te enseñaré algo que intenté hacer», dijo Dan. De un gran cajón sacó un pequeño esqueleto, una ardilla. «Decidí buscar la complejidad en las columnas vertebrales», explicó. «Si miras la columna vertebral de un pez, todas las vértebras son prácticamente idénticas. Cualquier otra cosa, un mamífero por ejemplo, es más complejo que eso: hay estructuras diferentes en la región cervical, la región torácica y las otras regiones de la columna vertebral. De modo que parece haber un aumento de la complejidad, desde el pez a, digamos, la ardilla, ¿verdad?». Asentí. «Veamos ahora las ardillas modernas y sus antepasados. Si existe una tendencia hacia una mayor complejidad, cabe esperar ver una anatomía más compleja en las especies modernas, ¿no?». De nuevo asentí. «Medí diversos aspectos de las vértebras de la columna, en antepasados y descendientes. Lo hice con las ardillas, los rumiantes, los camellos y unos pocos casos más y luego ideé tres parámetros, tres formas de medir la complejidad morfológica en las vértebras de antepasados y descendientes». Se volvió hacia un montón de papeles y sacó una hoja. «Mira esto».

Ante mí tenía una tabla de datos, que mostraba tres tipos de animales y diversos parámetros de complejidad en las vértebras. La tabla estaba llena de D e I, disminuciones e incrementos de la complejidad. «Son sorprendentemente iguales, el mismo número de disminuciones que de incrementos», explicó Dan. ¿No se llega a ningún sitio, no hay pruebas de un incremento de la complejidad?, dije. «Ninguna. Es cierto que se trata sólo de un breve periodo de tiempo, unos 30 millones de años. Pero cabía haber esperado ver alguna tendencia hacia una mayor complejidad, si eso es lo que ocurre en la evolución».

Habíamos pasado con alarmante facilidad de «¿qué es la complejidad?» a «¿aumenta a lo largo del tiempo evolutivo?». Dan tenía razón al decir que complejidad era una palabra escurridiza. Y, debo admitirlo, mi sensación era «¿y qué?» en relación con los resultados sobre la columna vertebral de Dan. Me pregunté qué se habría podido decir si los datos hubieran mostrado un aumento en el parámetro de complejidad elegido. «Que a lo largo de ese periodo de tiempo las columnas vertebrales habían aumentado en complejidad», contestó Dan. Pero podría ser lo único en aumentar, con lo cual no sería demasiado profundo, ¿no? «Tienes razón. Me parece que estás empezando a darte cuenta de lo difícil que es todo este asunto».

***

Dan tenía razón. Me daba la sensación de que la complejidad era un espejismo: estaba seguro de su existencia, hasta que intentaba alcanzarla, anclarla en la realidad. ¿Dónde anclaría la complejidad biológica alguien con la visión del mundo del Instituto de Santa Fe? «No veo cuál es el problema», me dijo Norman Packard. «La complejidad biológica tiene que ver con la capacidad de procesar información. Capacidad de procesamiento de la información, es lo que vemos en nuestros modelos de autómatas celulares y en otros sistemas complejos adaptativos. Concibo los organismos como sistemas complejos adaptativos, y lo que guía su evolución es el incremento de la capacidad de procesamiento de la información».

Pero ¿es de verdad válido describir lo que ves en los modelos evolutivos como un aumento de la complejidad?, pregunté. «No sé de qué otra forma puedes llamarlo», dijo Norman. «Mira, con el modelo de Kristen Lindgren empiezas con la estrategia más simple posible y acabas con estrategias individuales complejas y un sistema interactivo complejo. Y es sencillamente la dinámica la que produce eso, dado el objetivo de jugar el juego. Ves el mismo tipo de cosas en el modelo de Tom Ray, y eso se parece aún más a la evolución biológica». Pero algunos de los bichos de Tom se vuelven más sencillos, le recordé a Norman, algunos reducen su código y se convierten en parásitos, de aproximadamente la mitad de tamaño que el organismo anterior. «Es cierto, pero, en primer lugar, no estoy diciendo que todo organismo tenga que hacerse más complejo, nada de eso. Ya lo has visto. Sabes lo que quiero decir».

El razonamiento de Norman me hizo recordar los comentarios de algunos biólogos. Por ejemplo, en un texto clásico de 1977 sobre evolución escrito por Theodosius Dobzhansky, Francisco Ayala, G. Ledyard Stebbins y James Valentine, se afirma que la «capacidad de recoger y procesar información» ha aumentado a lo largo de la historia evolutiva y, de hecho, constituye una marca de progreso. Unos pocos años atrás había asistido a un congreso en el Museo Field de Chicago, donde el tema era el «progreso evolutivo». Francisco Ayala fue uno de los primeros en hablar. «La capacidad de obtener y procesar información sobre el entorno, y reaccionar de modo adecuado, es una adaptación importante porque permite que el organismo busque entornos y recursos adecuados, así como evitar los inadecuados», dijo. Ed Wilson también considera el procesamiento de información como una medida de la complejidad. «No hay duda de ello», me dijo. «Ha habido un aumento general del procesamiento de información en los últimos 550 millones de años y, en especial, en los últimos 150 millones de años». Si al menos algunos biólogos y los investigadores de los sistemas complejos apuntaran de modo colectivo hacia el procesamiento de información como marca de la complejidad, podríamos llegar a algún lado.

Puedo concebir lo que significaría el procesamiento de la información en organismos dotados de un cerebro de tamaño considerable, dije a Norman, pero ¿y las almejas y los árboles? «La supervivencia tiene que ver con la captación de información acerca del entorno y con responder de forma apropiada», respondió Norman, haciéndose eco con claridad de lo que había dicho Ayala. «Las bacterias lo hacen, respondiendo a la presencia o ausencia de ciertas sustancias químicas y desplazándose. Los árboles también se comunican químicamente. El procesamiento de la información es una propiedad fundamental de los sistemas complejos adaptativos, que, como recordarás, se optimiza en el límite del caos. Cualquier sistema complejo adaptativo puede procesar información; ése es el punto clave. No hace falta un cerebro para procesar información en la manera en que digo». Pero ¿eso ayuda? «Está más arriba en la escala de capacidad de procesamiento de la información, si quieres».

La expresión «más arriba en la escala» tiene un efecto provocador instantáneo sobre los biólogos, porque, citando a Darwin como ejemplo, aprenden que «más arriba» y «más abajo» son juicios de valor, no términos con significado biológico. También aprenden que más arriba y más abajo implican un elemento progresivo en la evolución, un ascenso en la escala de la naturaleza desde lo simple a lo complejo. Como dijo Dan McShea, los biólogos están dispuestos a adoptar la noción de complejidad y aceptan que haya aumentado a lo largo de la historia de la vida de algún modo mal definido, pero hablar de «progreso» se considera disparatado. Si se afirma que la evolución es progresiva, es muy fácil considerarla como dirigida, siguiendo una flecha de mejora. Y esto evoca demasiado el designio divino de los días predarwinistas.

Al decir «más arriba en la escala», ¿estás sugiriendo una historia de aumentos sucesivos en la capacidad de procesamiento de la información a lo largo de la evolución?, pregunté a Norman. «Es lo que me parece», contestó. «Intuitivamente, parece razonable que la tarea de sobrevivir exija procesamiento de la información. De ser cierto, la selección entre organismos conducirá a un aumento de las capacidades de procesamiento de la información. Eso crea una flecha de cambio, no sólo una tendencia ascendente». ¿Se te puede acusar de ser antropocéntrico, de contemplar el mundo desde este pináculo de poder de procesamiento de la información que tenemos en nuestras cabezas?, pregunté. «Los seres humanos destacamos muchísimo, con nuestro cerebro relativamente enorme, pero si nos quitas de la ecuación, sigue siendo correcto afirmar que la capacidad de procesamiento de la información ha aumentado a lo largo del tiempo, y eso es sólo lo que cabría esperar».

Hoy, la mayoría de las especies de la Tierra son organismos unicelulares, igual que en el precámbrico, y gran parte del resto son insectos, dije. No parece demasiado que haya habido un inexorable progreso hacia una mayor capacidad de procesamiento de la información, ¿no? «Estamos hablando de supervivencia», dijo Norman. «Y, sí, hay innumerables nichos ahí fuera en los que las especies se las arreglan muy bien con ciertos niveles de procesamiento de la información. Pero, donde la supervivencia está en cuestión, casi siempre verás un aumento. Considéralo como una exploración constante de la utilidad de una mayor complejidad computacional en la evolución. A veces proporciona una ventaja, y eso te da la flecha».

Pregunté a Norman si era consciente de que la mayoría de los biólogos se sentirían incómodos con la clase de progreso que él ve en la evolución. «A la gente no le gusta no tanto por razones científicas como sociológicas», respondió. «No concedo un juicio de valor a la superioridad en el procesamiento de la información».

***

«El progreso es una idea perniciosa, culturalmente arraigada, inestable e inoperativa que debe ser abolida si queremos comprender las pautas de la historia». Con semejante afirmación Stephen Jay Gould inició su intervención en el congreso de 1987 sobre progreso evolutivo en el Museo Field de Chicago. Expresado de modo más enérgico que casi todos los demás, el razonamiento de Steve caracterizaba sin embargo la opinión del momento. Con la excepción de Francisco Ayala, quien de modo provisional admitió que, con ciertos matices, podía ver progreso en la evolución, un orador tras otro negó su existencia. ¿Por qué consideras que el progreso es pernicioso?, pregunté a Steve. Es una palabra fuerte.

Me di cuenta de que necesitaba comprender mejor la animadversión de los biólogos hacia el concepto de progreso si tenía que dar una visión clara de la concepción de la evolución biológica en el Instituto de Santa Fe. Había visitado a Steve muchas veces en el Museo de Zoología Comparada de la Universidad de Harvard. Situado en el ala más antigua del museo, su «despacho» es un rincón de una enorme habitación dividida por grandes armarios de colecciones, muchos de los cuales contenían miles de conchas de Cerion, un caracol terrestre de las Indias Occidentales, el organismo de estudio preferido de Steve. Las estanterías de libros marcan una especie de límite en el área de despacho y una ojeada permite ver ediciones victorianas de Darwin, Thomas Henry Huxley, Herbert Spencer y el conde George de Buffon (treinta y un volúmenes), entre otros. La descolorida pintura verde de las paredes también es victoriana, y de ellas cuelga una lámina con la visión del mundo biológico de esa época. Sinopsis del reino animal reza un letrero, medio oculto por los armarios. Otras etiquetas —como «Esponjas y Protozoos», «Mamíferos» y «Vermes»— se ven aquí y allá, a menudo parcialmente ocultos tras estantes y mesas. Steve suele sentarse en una vieja silla de mimbre, de cuyo cojín sobresale el relleno. Ese día, sin embargo, estaba en una mesa, a punto de salir para dar una conferencia.

«El progreso no es ni intrínseca ni lógicamente pernicioso», replicó. «Es pernicioso en el contexto de las tradiciones culturales occidentales». Con raíces que se remontan al siglo XVII, el progreso como ética social central alcanzó su cima en el siglo XIX, con la revolución industrial y el expansionismo Victoriano, explicó Steve. Los temores de las décadas recientes a la autodestrucción, ya sea por vía militar o a través de la contaminación, han amortiguado el eterno optimismo de las eras victoriana y eduardiana. No obstante, el supuesto avance inexorable del descubrimiento científico y el crecimiento económico siguen alimentando la idea de que el progreso es un elemento deseable y natural de la historia. «El progreso ha sido la doctrina imperante en la interpretación del devenir histórico», continuó Steve, «y, dado que la evolución es la mayor de las historias, la noción de progreso se transfirió inmediatamente a ella. Se es consciente de algunas de las consecuencias de ello».

Una de las consecuencias fue que se consideró que la evolución, en tanto progresión de las formas inferiores a las superiores, conducía de modo ineludible a la emergencia de los seres humanos. Así aparecía de forma manifiesta en la obras, por ejemplo, de Robert Broom, un paleontólogo que descubrió muchos fósiles humanos antiguos en Sudáfrica en las décadas de 1940 y 1950. «Sin duda no puede haber tema más interesante para el Hombre que el porqué apareció sobre la Tierra», escribió en 1933. «Gran parte de la evolución parece como planeada para concluir en el Hombre, así como en otros animales y plantas que hicieran del mundo un lugar adecuado donde él pudiera vivir». Aunque pocos fueron tan lejos como Broom, muchos fomentaron la noción de la inevitabilidad del Homo sapiens. «La vida, plenamente entendida, no es un monstruo en el universo, ni el Hombre es un monstruo en la vida», escribió hace décadas Pierre Teilhard de Chardin, filósofo, antropólogo y jesuíta. «Al contrario, la vida culmina físicamente en el Hombre, como la energía culmina físicamente en la vida».

La misma noción sigue hoy vigente y aparece en The New York Times, aunque expresada en un lenguaje menos florido que el de Teilhard. Un artículo que informaba sobre el descubrimiento de un nuevo antepasado más antiguo de los vertebrados lo describía como «el grupo que condujo a los seres humanos». (El subrayado es mío). Quizá fue un descuido periodístico; quizás el autor realmente quiso decir que el Homo sapiens es el producto culminante de la evolución de los vertebrados en estos últimos 550 millones de años. Cualquiera de las docenas de especies de cíclidos que han evolucionado en el lago Victoria en los últimos miles de años parecen tener más derecho que el Homo sapiens a ser el producto final de la evolución de los vertebrados, al haber aparecido en escena mucho más recientemente.

Una segunda consecuencia, relacionada con la primera y merecedora de ser tachada de perniciosa, es el racismo, que aparecía de modo explícito en la bibliografía antropológica del cambio de siglo. «La noción de progreso en la historia evolutiva hizo fácil la aceptación del dominio de una raza sobre otra», dijo Steve. Los científicos británicos y norteamericanos de esa época concebían la evolución humana como un progreso fruto del esfuerzo de nuestros antepasados (reflejando así muy bien la ética del trabajo victoriana). Nuestros primos los simios quedaron atrás en la oscuridad biológica, víctimas de su indolencia. Eso también quería decir que algunas «razas» de la humanidad tenían mejor suerte que las otras gracias a su empeño: no hace falta ser muy listo para adivinar quiénes son los primeros y los últimos de la escala.

Las imágenes del árbol de la familia humana mostraban claramente esta escala de supuesta superioridad entre las razas. Y las palabras de docenas de respetados antropólogos lo proclamaron: «La doctrina de la evolución de Darwin […] ha sido, y siempre será, el medio de la evolución progresiva», escribió Henry Fairfield Osbom, director del Museo Americano de Historia Natural en las primeras décadas de este siglo. «Extinguir el espíritu competitivo es buscar el suicidio racial». Roy Chapman, colega de Osbom, expresó sentimientos similares: «El progreso de las diferentes razas es desigual. Algunas evolucionaron hasta convertirse en los señores del mundo a una velocidad increíble». Tales eran las afirmaciones de los miembros más destacados de la profesión, no de una franja marginal. Los textos evolucionistas modernos no contienen nada así. No obstante, dijo Steve: «Hay una profunda reticencia a abandonar una visión de la vida como progreso predecible, porque hacer eso sería admitir que la existencia humana no es otra cosa que un accidente histórico. Para muchos es difícil de aceptar». El progreso da sentido a la vida.

FIGURA 7.

Los árboles evolutivos humanos de las primeras décadas de este siglo solían colocar a los «blancos» en el centro, en tanto «raza» más avanzada, como se ve en Up from the Ape de Eamest Hooton (1946).

***

La idea original no queda invalidada sólo porque una idea científica se traslade a unos valores sociales —por muy inapropiadamente que se utilicen—, dije a Steve. «Por supuesto que no. Pero el progreso global no es una consecuencia de la mecánica de la selección natural. Darwin lo reconoció y, por eso, escribió a Hyatt: “Tras larga reflexión no puedo evitar la convicción de que no existe ninguna tendencia innata hacia la evolución progresiva”». Steve tiene la envidiable capacidad de citar en extenso de memoria, como hizo en este caso. Alpheus Hyatt, un biólogo estadounidense, mantuvo correspondencia con Darwin durante la década de 1870 y esta frase de una de las cartas de Darwin se ha hecho célebre. También es polémica.

«Tienes que comprender que la posición de Steve en este tema es profundamente ideológica», me dijo Robert Richards. «No es el único de los biólogos evolucionistas modernos que niega el progreso, pero sí es de los más ruidosos». Bob, filósofo e historiador de la ciencia de la Universidad de Chicago, acaba de terminar un erudito libro, The Meaning of Evolution, en el que sostiene que Darwin consideró la evolución como progresiva. «Mira esto», dijo, buscando en su libro un pasaje de uno de los primeros cuadernos de notas de Darwin. «Darwin escribió: “Lo más simple no puede evitar convertirse en más complicado; y si miramos el primer origen, tiene que haber progreso”. Está bastante claro, ¿no?». Tuve que admitirlo. Pero, contesté, también había visto comentarios antiprogreso de Darwin. «Sin duda; hay bastantes. Podrías estar todo el día jugando a las citas a favor y en contra del progreso. Pero mi opinión es que, en conjunto, Darwin es progresivista». ¿Entonces por qué Steve Gould se opone con tanta vehemencia al progreso?, pregunté. Has dicho que era algo ideológico.

«Si quieres ver de dónde viene el rechazo al progreso de Steve, lee esto», dijo Bob, entregándome un ejemplar de su libro. Estaba abierto en una cita de un libro de Steve, donde señala cómo las ideas germanas de fines del siglo XIX acabaron contribuyendo al ascenso del nazismo. «Ya ves por qué Steve es incapaz de pensar que Darwin abrazó esas mismas ideas de progreso», dijo Bob. «Su rechazo de la idea de progreso, tanto en su nombre como en el de Darwin, está influido por la ideología».

Le pregunté a Steve si sus opiniones están influidas por la ideología. «¿Y las de quién no?», respondió en el acto. «Pero si quieres saber cuáles eran las opiniones de Darwin, lee el Origen. Está lleno de afirmaciones en el sentido de que su teoría no conduce al progreso global». Es cierto, admití, pero Darwin también parece reconocer el progreso en muchos lugares, ¿verdad? «Sí», dijo Steve. «La más famosa está casi al final: “Y como la selección natural obra solamente mediante el bien y para el bien de cada ser, todos los dones intelectuales y corporales tenderán a progresar hacia la perfección”. Pero los historiadores cometen un error al intentar encontrar una consistencia total en el mundo de los grandes pensadores. En Darwin había una esquizofrenia, una dualidad: por un lado era un filosófico radical en muchas cosas y, por otro, un acomodado caballero Victoriano que vivía en un país en el que el progreso era una presunción tan intrínseca como en cualquier cultura histórica. Pero la mecánica esencial de su teoría de la selección natural no afirma nada sobre el progreso. Sobre eso es muy claro, se recrea en eso y por eso asegura que “nunca hay que decir superior o inferior”».

La selección natural se refiere simplemente a la adaptación a las circunstancias locales, continuó Steve, y como tal no contiene ninguna tendencia hacia el progreso global. El entorno cambia en una dirección, y la adaptación lo sigue. El entorno cambia en otra dirección, y la adaptación vuelve a seguirlo, ciegamente y sin dirección. Pensando en la noción de Norman Packard de un inexorable aumento de la capacidad de procesamiento de la información, me pregunté qué pensaría Steve de los cerebros. El registro fósil muestra un espectacular aumento en el tamaño cerebral medio asociado a la evolución de los mamíferos a partir de los reptiles, hace unos 230 millones de años; un aumento similar se produjo cuando evolucionaron los mamíferos «modernos», hace 50 millones de años; y los primates son el doble de «cerebrales» que el mamífero medio (los seres humanos, como dijo Norman Packard, destacan muchísimo y es mejor dejarlos de lado en la ecuación). ¿No significa eso algo?, pregunté a Steve. ¿No muestra un crecimiento en la capacidad para procesar la información?

«Mira, cuarenta mil especies de vertebrados, ¿no? Unos veinticinco mil son peces… ahí no hay tendencias. Bien, ya tenemos un 55 o 60 por ciento de vertebrados sin tendencia a un cerebro más grande. Luego tienes ocho mil especies de aves… tampoco hay una tendencia hacia un cerebro más grande desde su origen. Seis mil especies de mamíferos, una fracción de todos los vertebrados y, sí, ves tendencias en algunos grupos. ¿Pero afirmas que lo que ocurre en algunos grupos entre las seis mil especies de mamíferos representa el impulso de la evolución?».

La respuesta no era fácil. No obstante, dije, existen tendencias y es difícil hacer caso omiso del efecto de los cerebros más grandes. Me cuesta no pensar que eso representa algo creativo en la evolución, cierto grado de mayor complejidad. ¿No representan los cerebros un nivel superior de complejidad que, digamos, la estructura del cráneo o las plumas? «Sin duda los cerebros han tenido más influencia que cualquier otra estructura», dijo Steve. ¿No es ésa una medida legítima de la complejidad? «Oh, no, porque es probable que los siguientes en influencia sean las bacterias. El efecto tiene que divorciarse de la complejidad». Como Dan McShea, Steve parecía decidido a excluir de la complejidad los aspectos del comportamiento.

«En todo esto, la motivación no-tan-oculta es el interés por la conciencia humana», dijo Steve. «No se nos puede culpar por estar fascinados por la conciencia; representa una enorme puntuación en la historia de la vida. La concibo como un accidente caprichoso, pero al parecer la mayoría no quiere verlo así. Si crees que hay un inexorable aumento en el tamaño del cerebro a lo largo de la historia evolutiva, la conciencia humana se vuelve predecible, no es un accidente caprichoso. Tenemos una visión de la evolución muy “cefalocéntrica”, un sesgo que distorsiona nuestra percepción del verdadero decurso de la historia».

He encontrado a muchos biólogos claramente incómodos al hablar del aumento del tamaño cerebral como medida de la complejidad. «Soy hostil a todo tipo de fuerza mística que conduzca a una mayor complejidad», dijo Richard Dawkins cuando le pregunté si cabía considerar un aumento de la complejidad computacional como parte inevitable del proceso evolutivo. «Te gustaría pensar que ser capaz de resolver problemas contribuye a la adaptación darwiniana, ¿verdad?», dijo John Maynard Smith. «Pero es difícil relacionar el mayor tamaño cerebral con la eficacia biológica. Al fin y al cabo, las bacterias son aptas». Michael Ruse, filósofo de la ciencia de la Universidad de Guelph, Canadá, que me dijo: «Rasca en cualquier biólogo evolucionista y encontrarás debajo a un progresivista», también da una respuesta ambigua en este tema: «¿Puedes realmente afirmar que un cerebro es mejor que una concha?». Ed Wilson, sin embargo, no tenía dudas: «¿Cefalocéntrico?», rió. «Debe de ser la última moda políticamente correcta de pensar… ¿Hace falta que añada algo más?».

Lo que ya había quedado claro era que, si Norman Packard tiene razón al afirmar que un aumento de la capacidad en el procesamiento de la información representa una flecha en el progreso evolutivo, muchos biólogos tendrán problemas al enfrentarse con el mensaje que la nueva ciencia de la complejidad pueda aportarles.

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Cuando hablé con Dan McShea, me dijo que, si bien había pocos datos sólidos sobre la cuestión de la generación de la complejidad biológica, las teorías no escaseaban. «La mayoría de las teorías pueden definirse como internalistas o externalistas, y algunas son más místicas que otras». ¿Místicas?, dije. «Puede parecer injusto, pero ya verás lo que quiero decir». Por ejemplo, Jean-Baptiste de Lamarck, cuya teoría predarwinista de la evolución influyó mucho a Darwin, creía que los organismos respondían a un impulso innato hacia una mayor complejidad, transmitido por fluidos invisibles. ¿Internalista y místico? «Absolutamente místico», dijo Dan.

«Sin embargo, Spencer es más interesante». Herbert Spencer, intelectual inglés decimonónico, conocido tanto por su prosa recargada como por sus radicales teorías sociales, fue enormemente influyente en su época. Elaboró grandes síntesis entre ciencia y naturaleza, sociedad y psicología y eligió la teoría de la selección natural de Darwin como teoría de los sistemas sociales. Suya es la expresión «supervivencia del más apto», y su teoría se hizo famosa con el nombre de darwinismo social. «El progreso… no es un accidente, sino una necesidad», escribió en 1851. «En lugar de ser artificial, la civilización constituye una parte de la naturaleza; en todo punto parecida al desarrollo de un embrión o al crecimiento de una flor». La gran reputación social y la influencia intelectual de Spencer sólo tienen parangón con la rapidez de su caída en desgracia con el rechazo del darwinismo social. «Hoy apenas se lo menciona», dijo Dan. «O la gente lo ha olvidado por completo o no se atreve a mencionarlo, por miedo a ser estigmatizada».

¿Por qué mencionarlo entonces? Spencer tenía una gran teoría —todas sus teorías eran grandes— sobre la condensación del orden a partir del desorden, de la heterogeneidad a partir de la homogeneidad, en sus propias palabras, explicó Dan. «Decía que los sistemas dinámicos tienen una tendencia a hacerse más concentrados y heterogéneos a medida que evolucionan. Lo llamó la Ley de la Evolución». Por heterogéneo, ¿quieres decir estructura, orden útil? «Spencer hablaba de todos los sistemas dinámicos, no sólo de los sistemas biológicos: los mundos físicos, los mundos biológicos y los mundos sociales». ¿La formación de las estrellas, la forma biológica y las sociedades complejas? «Sí». Sonaba muy adelantado a su tiempo, comenté. Recuerda mucho al tipo de cosa que dirían los miembros del Instituto de Santa Fe: el orden cristalizando a partir del caos. ¿Es una comparación correcta? «Es exactamente lo que decía Spencer: consideremos un sistema homogéneo gobernado por reglas o fuerzas simples. Con sólo darle un empujón aparecerá la estructura heterogénea. Spencer dice que el sistema simple, u homogéneo, es inestable: como una escalera estable, inevitablemente se desestabiliza debido al óxido, el viento, etcétera».

La de Spencer es una teoría internalista de la complejidad y, aunque un poco mística también, es una especie de antecedente intelectual de la ciencia de la complejidad. Muchas grandes ideas tienen antecedentes, en espíritu por lo menos. Pero la ley de la evolución de Spencer se deja algo, porque la nueva ciencia de la complejidad incluye tanto factores externos como internos. El factor externo es la selección.

La selección natural se consideraría un mecanismo externalista de generación de complejidad, ¿no?, pregunté a Dan. «Sí, entre varios otros». La metáfora de Darwin del efecto de la selección natural es la cuña, cristalizada en un famoso pasaje de El origen de las especies. Imaginemos un mundo biológico rebosante de especies donde el único modo de que una nueva especie tenga éxito sea desalojando a otra ya existente: «La naturaleza puede compararse a una superficie cubierta por diez mil cuñas afiladas […] que representan a las diferentes especies, todas apretadas y sujetas a golpes incesantes […] a veces una cuña es golpeada de una forma u otra; la que es golpeada con fuerza empuja a las otras».

La competencia abunda, cada especie pelea con sus rivales ecológicos. Es fácil imaginar una especie que obtiene una ligera ventaja y luego sus competidores luchando por atraparla. Es el ejemplo de la rana y la mosca de Stu Kauffman, pero a lo grande. Al final, cada especie puede resultar mejorada —es decir, ser más rápida, más dura de comer o más lista de lo que era— pero ninguna habría conseguido una ventaja absoluta sobre las demás. Se ha producido el progreso (si podemos utilizar esa palabra), las especies pueden ser mejores de lo que fueron, pero ninguna estará mejor. El efecto reina roja de Leigh Van Alien —todas las especies corriendo continuamente para permanecer en el mismo sitio— es una imagen popular. Como lo es la carrera de armamentos, por razones obvias. Como quiera que se lo llame, el efecto representa un proceso por medio del cual la complejidad —según algún parámetro— aumenta, y podemos ver que es impulsada externamente.

Si las carreras de armamento son frecuentes en los sistemas biológicos, las oportunidades para explorar la «utilidad de la mayor complejidad computacional en el marco de la evolución» —la frase de Norman Packard— también lo serían. Y la capacidad para hacer eso constituiría un importante hito en el paisaje evolutivo. En El relojero ciego, Richard Dawkins parece indicar que ha vislumbrado ese hito, aun cuando se niegue a aceptar cualquier tendencia hacia el progreso en la evolución. Las carreras de armamentos conducen a mayores cerebros en los mamíferos herbívoros y los carnívoros que los depredan, observa Richard. «Parece que estamos presenciando […] una carrera de armamentos o, más bien, una serie de carreras de armamentos que comienzan una y otra vez, entre carnívoros y herbívoros», escribe. «Ésta es una historia paralela a las carreras de armamentos humanas, ya que el cerebro es el ordenador de a bordo utilizado por carnívoros y herbívoros, y la electrónica es el elemento que avanza con más rapidez en la tecnología de armamentos humanos de hoy día».

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Así, pues, la visión spenceriana pura del mundo es que la mayor complejidad es una manifestación inevitable del sistema y está movida por la dinámica interna de los sistemas complejos: heterogeneidad a partir de la homogeneidad, orden a partir del caos. La visión darwinista pura es que la complejidad se construye únicamente por medio de la selección natural, una fuerza ciega, no direccional; y no hay aumento inevitable de la complejidad. La nueva ciencia de la complejidad combina elementos de ambos: se aplican fuerzas internas y externas, y se espera que se produzca una mayor complejidad como propiedad fundamental de los sistemas complejos adaptativos. Una propiedad fundamental de los sistemas complejos adaptativos es la contraintuitiva cristalización del orden —orden espontáneo, según Stu Kauffman— sobre la cual puede actuar la selección. Tales sistemas pueden, por medio de la selección, alcanzar por sí mismos el límite del caos, un constante proceso de coevolución, una adaptación constante. Parte del atractivo del límite del caos es una optimización de la capacidad de procesamiento de información, bien sea el sistema un autómata celular o una especie biológica evolucionando junto a otras como parte de una compleja comunidad ecológica. En el límite del caos, se construyen los cerebros más grandes.

¿También ahí se encuentra la conciencia humana?