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La vida en un ordenador
«Es imposible visitar una selva tropical y no quedar cautivado por ella», dijo Tom Ray. «Quedé impresionado por la experiencia cuando vine aquí por primera vez, hace dieciocho años. Y sigo estándolo». Íbamos vestidos para el calor y la humedad: pantalones cortos y camisetas de fino algodón, salacots, botas de caucho y, por maravillosamente incongruente que me pareciera, paraguas. Incongruentes o no, demostraron su utilidad. «Esto es una pluviselva», dijo Tom, muy divertido ante mi mayor preocupación por la elegancia que por la comodidad. Nos habíamos adentrado en la Reserva Biológica La Selva, en el centro norte de Costa Rica, una porción del protegidísimo sistema forestal primario de este pequeño país. Estábamos en enero, que pasa por ser ahí la estación seca. «Tendrías que venir cuando llueve de verdad».
Creo que he viajado bastante y me considero privilegiado por haber visitado algunas de las partes más ecológicamente exóticas del globo, entre ellas, la sabana africana, los altos Andes y las islas Galápagos. Aquélla era mi primera selva tropical. Desprevenido, ésa era la mejor descripción de mi estado. Desprevenido ante lo abierto que era todo, al caminar entre los impresionantes troncos de los árboles gigantes, bajo la elevada bóveda arbórea, con una modesta maraña de vegetación cubriendo el suelo. (Los densos matojos en el nivel del suelo sólo se producen en la selva secundaria, en regeneración, explicó Tom). Desprevenido ante lo tranquilo que estaba todo. (Era media mañana, e innumerables pájaros, una vez acabado el coro del amanecer, permanecían en silencio hasta el crepúsculo, al igual que los monos aulladores). Y desprevenido ante la diversidad de vida. «Cada nicho está rebosante de vida», afirma el tópico. Y es cierto. «Más especies por hectárea que en cualquier otra parte de la Tierra», dijo Tom. «Mira a tu alrededor; verás más especies de árbol en este pequeño espacio que en todo un bosque templado».
El número de especies arbóreas era sólo el principio. Cada árbol albergaba otro nivel de diversidad, adornados como estaban de epífitos en cada grieta del tronco y en cada superficie segura de las ramas: céreos, orquídeas, helechos, bromeliáceas, aráceas, así como líquenes, musgos y hepáticas. Las enredaderas colgaban de todas partes. Las fotografías no sirven de preparación para esta realidad. Desconcertante novedad para mí, todo eso era territorio familiar para Tom, que constantemente buscaba cosas, mientras que yo sólo las miraba. Se hizo evidente la utilidad del paraguas como instrumento para hurgar y como protección esencial.
Tom fue director de la estación de la reserva durante un año a finales de los setenta y ha visitado la región todos los años desde entonces. Tiene una casa cerca, oculta entre dieciséis hectáreas de selva primaria que compró en 1982 para impedir que la destinaran a tierra de pasto para el ganado. Emprendió batallas políticas, a veces con verdadero riesgo para su vida, en favor de la conservación de otras zonas de selva tropical. En una ocasión, Murray Gell-Mann, apasionado ornitólogo, contribuyó a los esfuerzos conservacionistas de Tom convenciendo a la Fundación McArthur para que reuniera un millón de dólares y comprara tierra. Los dos hombres no se conocían por entonces.
Cada diciembre, Tom deja la Universidad de Delaware, en la que trabaja como ecólogo, y viene a la selva tropical, donde se queda un mes. Está más a gusto ahí que en la ciudad. Sus advertencias acerca de las hormigas bala y los colmillos de la serpiente punta de lanza al principio de nuestra excursión por la selva eran un recordatorio de que cada medio ambiente tiene sus riesgos.
«No tienes que ser un ecólogo para hacerte aquí una idea de la complejidad», dijo Tom. «Es algo más que una abundancia de especies, algo más que muchas clases diferentes de organismos coexistiendo en profusión creativa. Te haces una idea de cómo funciona la selva como un todo». Seguíamos el camino a lo largo de una estrecha senda, con el barro que se aferraba a nuestras botas a cada paso, la vegetación iluminada por una luz difusa y filtrada. Le pregunté por la complejidad biológica, la organización de los ecosistemas. Tom me previno en contra de la difusa noción del «maravilloso equilibrio de la naturaleza», tan extendida en otro tiempo, según la cual todo funciona por el bien de la comunidad, todo está estructurado como debería estar. Todavía es posible oír esa clase de comentario en algunos programas televisivos de historia natural, dije. «Sí, es desafortunado», contestó Tom. «No obstante, aquí hay una estructura, en todos los tipos de escalas, tanto en el tiempo como en el espacio. Y la estructura es lo que debería interesar a los biólogos».
De repente, se detuvo. «Mira». Señaló hacia adelante. No podía ver lo que indicaba. «Junto al árbol del caucho». Cruzando el sendero, más seco en ese lugar, estaba el final de una columna de hormigas legionarias, en inexorable avance. «No, aquí», dijo Tom, dirigiendo mi atención a unas salpicaduras blancas en el suelo, junto a la columna. «A lo mejor vemos las mariposas, las mariposas hormigueras». Tom explicó que poco después de su primera visita a La Selva, en 1974, descubrió el fenómeno hasta entonces desconocido de las mariposas hormigueras.
Las hormigas legionarias son famosas por su voracidad cuando aparecen sus incontenibles columnas. También son muy conocidas muchas especies de pájaros que explotan los efectos del avance de la columna, las multitudes de insectos expulsadas del follaje. Al aparecer y abalanzarse los pájaros, alimentándose con la nueva comida disponible, sus excrementos marcan el paso de la columna. Ricos en nitrógeno, estos excrementos proporcionan nutrientes al menos a tres especies de mariposas, en especial a las hembras, que deben aprovechar el recurso mientras sigue húmedo. Las hormigas, seguidas de los pájaros, seguidos de las mariposas. «Mira, ahí están», dijo Tom, indicando una nube de pequeñas mariposas con rayas amarillas, anaranjadas y negras, que se lanzaban sobre los excrementos y se alejaban de ellos con igual rapidez, evitando el peligro de las hormigas. «Es un hermoso ejemplo de conectividad, ¿verdad?», dijo Tom, contento aún por el descubrimiento que había hecho una década atrás, disfrutando aún con la complejidad biológica.
Tom es un naturalista dentro de la tradición darwinista, un observador de la naturaleza desde cerca. Está entusiasmado por la evolución como unidad subyacente de todo. «Pero hace unos pocos años empecé a estar insatisfecho, intelectualmente descontento», explicó mientras nos sentábamos en un viejo árbol. «Quería estudiar la evolución, pero fallaba algo. Lo único que podía hacer era estudiar los productos de la evolución, todo esto», dijo con un movimiento de la mano. «Por eso creé Tierra». Y ahora soy naturalista en una clase diferente de mundo, un mundo extraño: la vida en un ordenador.
El 3 de enero de 1990, en contra de todas las predicciones de los expertos y de sus propias expectativas, Tom desató la evolución en un ordenador. Un sencillo «organismo» ancestral —un pequeño programa informático de ochenta instrucciones— se reprodujo, mutó y evolucionó hasta producir una diversidad de descendientes que recordaban el ecosistema ecuatorial que durante tanto tiempo había sido el medio de investigación de Tom. Un mensaje de correo electrónico de Tom a Chris Langton en el Instituto de Santa Fe decía así: «Ha surgido una ecología». Con ese mensaje, la vida de Tom cambió. Sigue yendo a la selva tropical, pero la evolución que estudia está en su ordenador, un mundo virtual de su propia creación. La aventura de Tom ha proporcionado al Instituto de Santa Fe un puente vital entre la abstracta teoría de los sistemas dinámicos y el mundo real de la naturaleza.
«Recuerdo con claridad el momento en que concebí la idea de la evolución en un ordenador», me contó Tom. «Me llegó un torrente de ideas, completas, con todo lo que quería hacer. Pero de eso hace más de diez años». Un tiempo después de nuestra visita a la selva tropical, fui a Newark, Delaware, para ver de primera mano el mundo virtual de Tom. Su despacho en el Departamento de Biología era grande, con techos altos e iluminado a ambos lados por ventanas alargadas. Dos mesas largas ocupaban el centro de la habitación, una con tres ordenadores y una impresora, la otra con un amasijo de papeles y libros. La biblioteca del fondo de la habitación contenía docenas de manuales informáticos y un ejemplar de El origen de las especies. De una pared colgaba un gran póster con una galaxia espiral, con la palabra creación escrita abajo. De otra, colgaba el cartel de una película de los treinta, The Jungle Princess, con Dorothy Lamour y Ray Milland. Diferente de La Selva, pero con ecos reconocibles. «Tuve muchos impedimentos», continuó Tom, «principalmente la inexperiencia con los ordenadores y la programación».
Antes de empezar a trabajar en la Universidad de Delaware, Tom se había doctorado en Harvard, donde permaneció un tiempo como ayudante de campo de Edward O. Wilson. Una noche visitaba el Centro de Ciencias de Harvard, donde se reunía regularmente el Club de Go de Cambridge. El antiguo juego chino del go es muy complejo y consiste en mover poblaciones de «piedras» sobre un tablero; el objetivo es rodear y destruir al contrario. Debido a cierta afinidad intelectual, muchos miembros del club pertenecían al laboratorio de inteligencia artificial del Instituto de Tecnología de Massachusetts. «Esa noche había un tipo jugando solo, así que me senté y me explicó el juego», dijo Tom.
El jugador solitario describió el juego con metáforas muy realistas como la estrategia de ciertos grupos de piedras, piedras que se rodean y se matan, etcétera. Esto intrigó a Tom, porque tenía el aura de un mundo artificial. Entonces el jugador hizo casualmente una pregunta, que hizo cristalizar en la mente de Tom un nítido y poderoso objetivo a partir de una serie de ideas medio formadas y apenas conscientes. «¿Sabías que era posible escribir un programa informático capaz de autorreplicarse?», preguntó el jugador. «Recuerdo enseguida la avalancha de ideas, toda la variedad de ideas que ahora persigo», dijo Tom. «Le pregunté cómo se hacía y me dijo: “Es trivial”. Le seguí preguntando, pero o no me lo explicó bien o yo no pude entenderlo. En cualquier caso, ahí estaba yo, solo con mis fantasías, pero sin modo de realizarlas».
Los siguientes diez años fueron productivos pero, en última instancia, frustrantes. Productivos porque los estudios de campo de Tom sobre un grupo de enredaderas —las Monstera— produjeron algunos descubrimientos fascinantes. Esas plantas no sólo crecen a veces hacia la oscuridad, un comportamiento muy poco natural, sino que también pueden cambiar espectacularmente de forma, según crezcan en el suelo, las partes bajas de un árbol, más arriba o colgando. «Me interesaba la morfología», explicó Tom. «La morfología es el rastro dejado por el desarrollo. Y, en el fondo, tenemos que comprender el desarrollo si queremos comprender la evolución». Por importante que esto fuera, los colegas de Tom eran muy tradicionales en su enfoque ecológico y no se mostraron nada comprensivos con su trabajo. Tom también tiene algo de solitario, capaz de una intensa concentración en un reto que tenga delante y de enfrascarse en él lo lleve donde lo lleve. No necesitaba, ni le importaba, la compañía de sus colegas, y ellos lo sabían. «La decisión sobre mi plaza se acercaba y, francamente, las perspectivas no eran buenas», recordó Tom, con acritud todavía. «El decano me sugirió que retirara la solicitud porque, aunque tenía el apoyo del resto del cuerpo docente, los ecólogos de mi departamento estaban muy en contra».
El punto de inflexión para Tom se produjo en 1987, cuando se compró su primer ordenador personal, un modesto ordenador portátil. Le abriría los ojos al mundo de los ordenadores y encendería la idea de que quizás había llegado la hora de crear la evolución en una botella, que es como lo definió. «Había trabajado mucho con grandes ordenadores», dijo Tom. «Pero hay una gran distancia, literal y metafórica, entre el ordenador y tú. Tecleas tus cosas, obtienes las respuestas y no sabes lo que pasa». El modesto ordenador portátil abría una ventana a lo que ocurre en las tripas de un ordenador. «Había estado en Costa Rica un semestre, que es para lo que necesitaba el ordenador personal, y cuando volví empecé a leer. Me compré el compilador Turbo C de Borland y su depurador. Con el depurador podía “ver” en el interior de la máquina. Podía ver la memoria y la unidad central de proceso. Podía ver los programas, y cómo trabajaban con los datos». ¿Por qué era todo eso tan importante?, pregunté. «Porque tenía una idea clara del ordenador como medio ambiente, un medio ambiente en el que mis “criaturas” evolucionarían. Fue una epifanía».
Una segunda posibilidad de conseguir su puesto académico se acercaba, la última oportunidad. «Si no consigues una plaza en Delaware, no la consigues en ningún sitio», dijo Tom en tono burlón. Pero, habiéndose evaporado todo interés por la ecología «real» y cada vez más obsesionado con crear vida en un ordenador, tener éxito en esa última oportunidad iba a ser difícil. Mientras daba los pasos para ser un miembro del profesorado fiel a la ecología real, Tom se sumergió aún más en los libros sobre ordenadores y aprendió a escribir instrucciones. También decidió que tenía que averiguar qué habían conseguido ya otros, si es que habían conseguido algo, con los programas autorreplicantes. Por esa época hicieron su aparición los virus informáticos, que tenían algunos de los elementos que Tom buscaba. «Dejé un mensaje en el correo electrónico, con el encabezamiento: “Virus satánicos: blasfemia contra el culto informático”. El caso Salman Rushdie estaba de actualidad», dijo Tom. En la nota del correo electrónico, Tom pedía información acerca de un reciente libro sobre virus informáticos y decía: «Soy un biólogo evolutivo y estoy interesado en estudiar las instrucciones autorreplicantes con mutación y recombinación como modelo de la evolución molecular».
En la tradición de la correspondencia por correo electrónico, Tom recibió muchos mensajes satíricos continuando la referencia al culto informático y algunos serios. Uno decía: «Escribir un programa que se automodifique pertenece todavía al reino de la ciencia ficción». No muy alentador, insinué. «No, en absoluto», dijo Tom. «Pero en estas cosas soy testarudo y perseveré». Lo único positivo que salió de esa incursión en el correo electrónico fue una referencia a un libro con el título Artificial Life. «Supe que era lo que necesitaba», dijo Tom. «Eso fue a principios de 1989 y el libro tenía fecha de 1989. Me abalancé a conseguirlo». El libro recogía las contribuciones del Primer Congreso sobre Inteligencia Artificial, que Chris Langton había organizado en Los Alamos en septiembre de 1987. Chris era el editor del libro y el autor de la introducción general, donde explicaba su visión de la vida artificial, así como sus perspectivas.
Tom abrió el libro con una mezcla de excitación y presentimiento. «Chris describía maravillosamente el tipo de programa de investigación que yo tenía en mente. Y ahí estaba yo, habiendo encontrado la misma clase de idea de forma independiente. Así que pensé: “Oh, vaya, me parece que eso ya está hecho”». Es un libro extenso y no se digiere con facilidad. Tom lo leyó de un tirón, con la creciente sensación de que no, no se le habían adelantado. Nadie había hecho lo que él pretendía. «Parecían tener el mismo objetivo, pero utilizaban programas muy diferentes», dijo Tom. «Los autómatas celulares, eso era lo más que se habían acercado. El juego de la vida, ese tipo de cosas». Los autómatas celulares son impresionantes por los patrones que pueden producir y la extraña sensación de realidad que transmiten, pero Tom se interesaba por los programas que pueden evolucionar por medio de la mutación y que compiten entre sí, como hacen los organismos en el mundo real. En Artificial Life no había nada que se pareciera a eso.
Tom mandó inmediatamente a Chris un mensaje por correo electrónico, y se estableció una correspondencia en ocasiones turbulenta, que duró casi un año. Tom explicó sus objetivos y dijo que creía que nadie los había conseguido. Chris, entusiasmado por recibir por fin noticias de un biólogo de verdad, le sugirió que visitara Los Alamos, para conocer el grupo de sistemas dinámicos no lineales. Hasta ahí todo bien. Entonces Tom le envió una copia de su artículo «Artificial Life: an Ecological Approach». Chris, un crítico sin lugar a dudas bien intencionado pero agresivo, hizo en realidad añicos el artículo diciendo en resumen: «Ray subestima algunas dificultades inherentes de los problemas. Hace caso omiso (o no es consciente) de los peligros de crear instrucciones que puedan sobrevivir en los sistemas operativos comúnmente utilizados en la red. Sobreestima las diferencias entre su enfoque y los demás trabajos sobre vida artificial». El comentario favorable, «En conjunto una gran cantidad de buenas ideas, sugerencias y visiones», no consiguió mitigar el disgusto de Tom. «Lamento que no te haya gustado mi artículo», replicó el día en que recibió la crítica de Chris. «¡Vaya!, nunca dije que mi reacción fuera negativa», contestó Chris. Y siguieron así, reduciendo cada vez más las diferencias. «Supongo que estaba un poco a la defensiva», me contó Tom. «Pero también creo que Chris no comprendió del todo lo que yo quería hacer. A decir verdad, yo tampoco sabía en ese momento lo que quería hacer».
Mientras tanto, Tom organizó un seminario para sus colegas ecólogos de Delaware e introdujo el concepto de vida artificial. «¿Sabes qué?, se echaron a reír. Se echaron a reír en los pasillos». ¿Tus colegas, los que tenían que votar tu segunda opción a la plaza? No sonaba prometedor, dije. «No, en absoluto. Entonces llegó la invitación para visitar Los Alamos, y la firmaba Doyne Farmer», recordó Tom. «Todo el mundo había oído hablar de Doyne Farmer. Aparecía en Caos, de Gleick, y le tenían mucho respeto. De pronto, empezaron a pensar que no estaba tan loco». Tom, como muchos científicos, con al menos una parte de político, sabía que la invitación de Farmer era inminente cuando preparó el seminario.
***
A principios de octubre de 1989, Tom viajó a Los Alamos y ascendió a la estratosfera intelectual. Chris Langton, Doyne Farmer, Walter Fontana, Stephanie Forrest, Steen Rassmussen: ésos eran los grandes nombres, la gente importante en el tema de los sistemas dinámicos, de la vida artificial. Su mensaje fue triple. Tom tenía que prestar atención a la seguridad, asegurarse de que cualquier cosa que produjera no se le fuera de las manos. En segundo lugar, las posibilidades de que fuera capaz de escribir un programa autorreplicante que pudiera sobrevivir a la mutación eran cercanas a cero. Y, en tercer lugar, hiciera lo que hiciera seguramente le llevaría muchos años. Otros, con mayor experiencia técnica, llevaban en el asunto mucho más tiempo y no habían tenido éxito. El encuentro fue de lo más amigable, de respaldo, pero no especialmente alentador en cuanto a las perspectivas inmediatas. Fue una repetición de la crítica de Chris al artículo de Tom cinco meses atrás.
«Era consciente del problema de la seguridad», me contó Tom. «Con el miedo a los virus informáticos, todos lo somos. No hice suficiente hincapié en ello en mi presentación. El consejo de Chris y Doyne era sensato, debía ejecutar mi programa en un ordenador virtual». ¿Qué es un ordenador virtual?, pregunté. «Ése es un ordenador de verdad», dijo Tom, dándose la vuelta y señalando una de las tres máquinas situadas sobre la mesa que tenía detrás. «Y ése es un ordenador de verdad. Y ése. Un ordenador virtual es un ordenador que no existe. Lo emulas con el software. Dices: me gustaría un ordenador con estas especificaciones y escribes las especificaciones en el programa, pones las partes del ordenador que quieras para la simulación. El programa crea efectivamente un ordenador dentro del de verdad. Por eso se llama ordenador virtual». ¿Como cuando diseñas un coche por ordenador y compruebas su rendimiento?, pregunté. «Sí, es lo mismo». Así, si tienes a tus criaturas viviendo en ese ordenador virtual, ¿no hay forma de que se te escapen? «Eso es. Tienes que desarrollar un nuevo lenguaje para tu ordenador virtual, y eso fue algo nuevo para mí».
Tom siguió de buen grado el consejo del grupo de Los Alamos respecto a la seguridad, pero se dejó influir menos por sus opiniones acerca de la dificultad de escribir programas autorreplicantes capaces de sobrevivir a la mutación. El problema se conoce con el nombre de «fragilidad». En el intercambio epistolar por correo electrónico que había tenido lugar con anterioridad ese mismo año, Chris había afirmado con rotundidad que «sencillamente no funcionará». Cualquier ligero cambio aleatorio —una mutación— en el programa lo haría derrumbarse, dijo. Con su testarudez característica, Tom contestó: «No estoy dispuesto a despreciar el enfoque sólo porque nadie más haya conseguido que funcione». ¿Por qué insistían tanto?, pregunté. «Porque nadie lo había hecho, supongo», contestó Tom, «y porque Chris procede de la Universidad de Michigan, donde llevan mucho tiempo intentando conseguirlo». ¿Y por qué estabas tan seguro de que funcionaría? Tom se encogió de hombros y dijo: «Pensaba que podría funcionar». Y añadió: «Los genomas evolucionan, ¿por qué no los programas?».
Con el tercero de los tres puntos —que lo que pudiera conseguir llevaría mucho tiempo—, Tom estuvo plenamente de acuerdo.
Tom regresó de Los Alamos, entregó su informe a la comisión de evaluación de la plaza y dejó atrás dieciséis años como ecólogo de campo. Iba a jugar a ser Dios, a crear una vida en un ordenador y a convertirse en naturalista de organismos digitales. O fracasaría, y ése sería el final de Tom Ray, profesor universitario. Esto ocurría a mediados de octubre de 1989.
La tarea era producir un organismo sencillo que contuviera instrucciones para su propia replicación, sólo eso. No incorporaría nada acerca de su evolución potencial. El organismo estaría sometido a un bajo índice de mutación: un cambio de 1 a 0 o viceversa en su código, igual que los organismos terrestres experimentan cambios aleatorios en el ADN. Los organismos competirían por el espacio y el tiempo: por el espacio en la memoria del ordenador, una analogía del espacio en un ecosistema real; y por la cantidad de tiempo que el algoritmo replicante invertiría en la unidad central de proceso, una analogía de la energía. «Quería evitar introducir en el sistema cualquier cosa que pudiera moldear su comportamiento, que determinara sus pautas», dijo Tom. «Quería tener las limitaciones más sencillas, variación y selección, la base de la selección natural». En el contexto de los sistemas dinámicos, le pregunté si deseaba ver qué pautas globales surgirían de la operación de reglas locales, la variación y la selección. «Sí, exactamente».
Tom ya había diseñado su sencillo organismo —un algoritmo de ochenta instrucciones— antes de ir a Los Alamos. Una tarea «trivial», como había afirmado el jugador de go una década atrás. El siguiente reto era asegurarse de que todo no fallara debido al problema de la fragilidad, que cualquier pequeña mutación detuviera el programa. Inspirado por otras analogías con la biología, Tom modificó el sistema informático. Primero, redujo el tamaño del conjunto de instrucciones del código máquina de unos 4000 millones a sólo treinta y dos. Con esto se ajustaba a los veinte aminoácidos (codificados por sesenta y cuatro codones en el ADN) que operan en el terreno biológico. «Tenía la impresión de que si me quedaba con el enorme número original de instrucciones de código sería un problema», explicó.
La segunda analogía que Tom tomó prestada de la biología fue el «direccionamiento por molde». En la mayoría de los códigos máquina, cuando se direcciona una porción de datos, se especifica la dirección numérica exacta de éstos. En biología las cosas no ocurren así. Por ejemplo, una proteína A de una célula interaccionará con una segunda proteína B cuando las dos se junten por difusión; las formas complementarias de sus superficies se engranan entre sí. Tom sacó partido de este truco de la naturaleza introduciendo un breve código de cuatro instrucciones, con la configuración 1111, en la cabeza de su criatura y otro grupo de cuatro, con la configuración 1110, en la cola. «Entre esas dos instrucciones metí un programa que empezaba buscando la configuración complementaria a 0000 para encontrar la cabeza, luego buscaba la configuración complementaria a 0001 para encontrar la cola y registraba su localización; y luego calculaba el tamaño», explicó Tom. El programa situado entre los códigos de la cabeza y la cola contiene instrucciones para replicar el organismo y encontrar una localización cercana para su «hija». Además el direccionamiento por molde también permitía a los organismos encontrar vecinos con los que interaccionar.
Por lo que sabía, nadie había elegido ese camino, la unión de los recursos de la biología molecular y los ordenadores con el objetivo de producir vida artificial. «Creo que es importante», dijo Tom. «Soy un programador bastante bueno para ser biólogo, pero sin comparación con esos tipos de Los Alamos. Pero sé de biología; ellos no». Tom había previsto pasar años modificando el programa. En vez de eso, el 18 de diciembre, sólo dos meses después de empezar con él, Tom logró enviar a Chris un mensaje por correo electrónico diciendo: «¡Mi simulador funciona!». También le dijo a Chris que había decidido llamar al sistema Tierra, en castellano, en lugar de Gaia. «No quería que se confundiera lo que estaba haciendo con todo el asunto ese de la New Age», me explicó Tom.
Dos semanas más tarde, el sistema estaba libre de los últimos errores y listo para funcionar. Fue el 3 de enero. «Lo puse en marcha y lo dejé ejecutándose toda la noche», dijo Tom, recordando lo que obviamente fue un momento tenso pero delicioso de su vida. «No dormí mucho». Tom ya había vislumbrado algunos fragmentos de vida en Tierra durante el proceso de depuración. Sabía que iba a pasar algo, algo interesante. Pero no tenía modo de predecir cuán interesante iba a ser. «El infierno se desató», así fue como describió lo que había ocurrido durante la noche en su mundo virtual. «Los parásitos evolucionaron rápidamente a partir del antepasado original, luego lo hicieron criaturas inmunes a los parásitos», dijo Tom. «Algunos de los descendientes eran más pequeños que el organismo ancestral, otros eran más grandes. Había hiperparásitos, criaturas sociales. Vi carreras de armamentos, trampas, había…». Espera un momento, interrumpí, tienes que explicarme esas criaturas. Cuando describí a Tom como naturalista de un mundo virtual, quería decir eso: para él los organismos digitales eran tan reales como lo habían sido las mariposas hormigueras.
«De acuerdo», dijo Tom. «¿Te gustaría ver algunas?». Durante ese primer estallido evolutivo, Tom tuvo que manejar la base de datos para descubrir el bestiario. Sin embargo, con ayuda de los expertos informáticos de Delaware, disponía ya de una representación visual de Tierra. Las diferentes criaturas están representadas mediante barras horizontales de diferentes longitudes y colores que llenaban la pantalla. Aunque no se trataba de una animación a lo Walt Disney, esa matriz multicolor transmitía la sensación de un mundo en movimiento, con criaturas nuevas entrando en escena mientras otras desaparecían. «Vamos a ver la interacción parásito-huésped», dijo Tom entrando en un directorio. Los registros de esa primera ejecución están almacenados, y Tom puede repasar lo que sucedió una y otra vez, igual que un paleontólogo escarbando en el registro fósil de la vida.
Los parásitos, explicó Tom, evolucionaron desprendiéndose de un pedazo del genoma original de ochenta bytes, quedándose con sólo cuarenta y cinco instrucciones de longitud y utilizando las instrucciones de replicación de sus vecinos. No dañan a sus huéspedes, pero los privan de energía y espacio valiosos. Cuando hay abundancia de huéspedes y el espacio escasea, los parásitos florecen. Una caída en la población de huéspedes acarrea también una caída en los parásitos, como en la vida real. «Lo que sale es el clásico ciclo Lotka-Volterra», dijo Tom mientras contemplábamos el auge y la caída periódicos de las poblaciones de huéspedes, seguidos de cerca por las poblaciones de parásitos. De libro, dije. El ciclo, que es la pauta más conocida en biología de poblaciones, describe la interacción entre poblaciones de especies de depredadores y sus presas. Con una población establecida de presas, aumenta la población de depredadores. Al final, los depredadores empiezan a tener un impacto serio sobre la población de presas, que empieza a disminuir. Con menos presas a su disposición, los depredadores empiezan a sufrir las consecuencias, y su población disminuye. Libre de la presión de la depredación, la población de presas aumenta de nuevo, seguida por la población de depredadores. El ciclo de auge y caída en las poblaciones continúa de forma indefinida, y la pauta tenía que verse en el ecosistema digital de Tom. «Sí, hay una gran cantidad de ecología de libro en Tierra», dijo Tom. Exclusión competitiva, superdepredadores, periodos de estabilidad puntuados por estallidos de cambio: muchas de esas cosas ocurren en la ecología de Tierra, todo ello pautas clásicas de la ecología terrestre. «Incluso encontramos extinciones en masa ocasionales».
¿Y todo eso surge de unas pocas leyes fundamentales? ¿No hay nada incorporado que dé lugar a esas pautas?, pregunté. «No hay nada incorporado», contestó Tom. «Lo que estás viendo es la emergencia de pautas globales a partir de reglas sencillas. La noción de algo profundo como fuerza organizadora me seduce, siempre lo ha hecho». Una sensación familiar, dije. Stu Kauffman utilizó las mismas palabras para describir sus redes booleanas y la emergencia del orden. «Hemos hablado unas pocas veces», dijo Tom. «Nada filosófico, sólo algunos detalles de los sistemas, del suyo y el mío. Pero, sí, por lo que dices, ambos tenemos la misma sensación de que hay ahí algo profundo. Por eso la evolución ha sido para mí una cuestión científica central, la idea de que algún proceso en el nivel de la física conduce al incremento de la complejidad. Es lo que encuentras en la naturaleza y es lo que encuentras en Tierra».
***
La explosiva evolución ocurrida en Tierra ese día de enero de 1990 cogió a Tom por sorpresa, pero parecía una maravillosa oportunidad para mostrar a la comunidad de expertos en vida artificial lo que podía lograrse con esa mezcla única de principios biológicos e informáticos. Sólo un mes más tarde se celebraría el segundo congreso sobre vida artificial, esa vez en Santa Fe. Tras su obsesión de establecer el ámbito como una disciplina científica legítima, Chris Langton había dedicado gran parte de su tiempo desde el primer encuentro a la organización del segundo. La cantidad de personas que deseaban participar en él, mostrar sus creaciones, era enorme, y Chris estaba retocando todo el rato el programa, recortando el número de charlas que podía dar cada participante y podando el tiempo de las presentaciones. A Tom se le asignaron en un principio dos intervenciones, de cuarenta minutos cada una. Al final, se quedó con una de veinte minutos. De modo que, a medida que pasaba el tiempo, tenía cada vez más cosas que contar y cada vez menos tiempo para hacerlo. De todos modos, iba a sorprenderlos con Tierra, de eso no había duda.
A Chris, el clamor para asistir a VA2 (Vida Artificial 2), como se llamó al congreso, le parecía una reivindicación de su obsesión. Demostrar que la vida artificial era algo más que una fantasía había sido su objetivo incluso antes de ir a la Universidad de Michigan en 1982. Su tesis, sobre la dinámica de los autómatas celulares, había sido en realidad una especie de caballo de Troya, y cuando dejó esa universidad en 1986 para unirse a los grupos de dinámica no lineal de los Alamos a invitación de Doyne Farmer, aún no había concluido la parte formal de su doctorado, redactar la tesis. El romance con la vida artificial había sido demasiado excluyente. La continuación del romance, así como las exigencias de la organización de los dos encuentros, contribuyeron también en Los Alamos a desviarlo de esa meta. El resultado fue que Doyne recibió muchas presiones por parte de la burocracia del laboratorio debido a la incapacidad de su protegido para acabar el doctorado. «Doyne era mi protector», me dijo Chris. «Siempre he tenido suerte con la gente que me ha protegido, que me ha dejado hacer lo que tenía que hacer.» (Al final, la tesis fue entregada y aprobada en 1991).
¿De dónde procedía esa obsesión por la vida artificial?, pregunté a Chris. «Puedo rastrearla hasta un acontecimiento específico, una experiencia extraña», empezó. A principios de la década de 1970, Chris estaba trabajando en el Laboratorio de Investigación en Psiquiatría y Psicología del Hospital General de Massachusetts, Boston, en su condición de objetor de conciencia a la guerra de Vietnam. El laboratorio necesitaba a alguien que supiera de ordenadores, de modo que Chris aprovechó la ocasión: no sabía mucho de ordenadores en esa época, pero la oportunidad parecía mejor que trasladar cadáveres hasta el depósito, su trabajo inicial en el hospital. En el laboratorio había una gran camaradería y se vivía gran intensidad, y la gente se quedaba a menudo trabajando hasta altas horas de la noche.
«Una noche estaba solo, era muy tarde, como las tres de la madrugada», dijo Chris. «Estaba sentado en mi mesa, depurando el código, trabajando con lápiz y papel, intentando adivinar por qué no funcionaba. Tenía el juego de la vida en la pantalla y, de vez en cuando, levantaba la vista y lo miraba un rato, volvía a ponerlo en marcha cuando se paraba. Todos lo hacíamos. En aquel entonces era una novedad». El juego de la vida de Conway, que había salido en 1970, había fascinado a todo el mundo por su autonomía, la habilidad para producir pautas complejas, la extraña sensación de poseer una mente propia.
«De pronto, tuve la impresión de que no estaba solo», dijo Chris. «Un sentimiento completamente visceral, el pelo de la nuca se me erizó. Me di la vuelta, pero no había nadie. Pensé que quizás alguno de los monos se había escapado de las jaulas. No. De modo que volví a la mesa, me senté, vi que el juego de la vida se había parado, así que lo puse en marcha de nuevo. De pronto me di cuenta de que lo que había tenido que desencadenar esa impresión era algo en la pantalla».
Una clave en tu visión periférica, dije. «Sí, tuvo que ser eso», dijo Chris. «Dejé que mi mente siguiera el hilo de los pensamientos, y me dio la impresión de que eran misteriosos, no del todo prohibidos, pero inexplorados y peligrosos». Fue como si una idea se hubiera deslizado subrepticiamente en su mente y hubiera empezado a proliferar, engendrando metaideas en todas las direcciones, ilimitada, intrépidamente. «Estaba contemplando el río Charles, en dirección a Cambridge… las luces de los coches se movían silenciosamente a lo largo del río… los edificios oscuros contra las luces de la ciudad… el vapor elevándose de las calles… una sensación de que todos esos comportamientos de ahí afuera, de que la ciudad estaba viva… no eran las personas, no era la biología, era sólo la vida». Chris hizo una pausa, recordando la fuerza del momento.
«Fue como una experiencia alucinógena, como cuando vives una fantasía loca», empezó Chris de nuevo. «Eliminas las barreras mentales usuales a los pensamientos disparatados y dejas que se desarrollen libremente. Como un huracán de ideas barriendo el paisaje mental, y yo era sólo un espectador». Chris lo comparó también a un estado en el que entra de vez en cuando tocando la guitarra, cuando la música prende sola y se escampa. «No sé cuánto tiempo duró, quizá dos minutos, quizá dos horas. Pero fue muy profundo. Quedé atrapado por la idea de que la información tenía vida propia, una lógica viviente. Es irrelevante que digas que está viva, pero es una clase de fenómeno similar». El huracán pasó, y el paisaje mental de Chris quedó alterado de forma irrevocable. Supo que un día haría realidad la vida artificial. Fue en el año 1971.
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«Es cierto que organizar esos encuentros me ha quitado muchísimo tiempo de mi investigación», me dijo Chris. «Pero lo importante es poner en marcha la disciplina, y que se la respete. No me importa quién lo haga, mientras se haga. Vida Artificial 2 nos hizo avanzar mucho en esa vía». Pregunté cuál había sido el impacto de Tierra. ¿Sorprendió a todo el mundo, como esperaba Tom? «La verdad es que no», dijo Chris, hablando en su despacho del Instituto de Santa Fe. «Quizá fue por mi culpa, porque no le di más tiempo para su charla. Pero acababa de obtener los resultados y seguía trabajando en ellos estando aquí, de modo que quizá no había acabado de pulir la presentación. En cualquier caso, no salieron todas las implicaciones. Pero mira esto», dijo Chris, mientras se daba la vuelta y sacaba el volumen del congreso. «Mira este artículo de Kristen Lindgren, un sistema muy diferente, pero con el que obtienes competencia y selección». Chris había encontrado el artículo de Lindgren y pasaba las páginas en busca en un gráfico que quería enseñarme. «¿Te suena?», preguntó.
El de Lindgren era el más sencillo de los sistemas evolutivos, se basaba en un juego famoso, el dilema del prisionero. En la versión clásica, la policía detiene e incomunica a dos personas por un delito que ambas han cometido; la policía les hace el siguiente ofrecimiento: pueden delatar al cómplice a cambio de una pena reducida, o permanecer en silencio. Si los dos permanecen en silencio, ambos quedan libres; pero, si uno de los dos cómplices habla, el otro recibe la máxima sentencia. Los teóricos de juegos han demostrado que, aunque la alternativa más beneficiosa es siempre el silencio, la estrategia óptima es hablar, para reducir el riesgo de la sentencia máxima. En la versión de Lindgren, los prisioneros juegan a ese juego, no una sino repetidas veces, con la posibilidad de tomar decisiones diferentes cada vez. Lindgren permitió que las estrategias evolucionaran (por una especie de mutación), volviéndose a veces muy complicadas, a medida que se sucedían las rondas del juego. Los diferentes resultados de estas estrategias son análogos a las diferentes eficacias en los sistemas biológicos y a las diferentes eficacias de los organismos del sistema de Tom Ray. El efecto es la competencia entre una población de estrategias en evolución, con la emergencia de poblaciones en coevolución como en Tierra, pero mucho más abstracto. Y un gráfico de la historia de las poblaciones de estrategias a lo largo del tiempo se asemeja de un modo extraño a la mucho más compleja comunidad de criaturas digitales de Tom.
Sí, respondí, me suena; se parece a los datos de Tom. «Una población permanece en equilibrio durante un tiempo, luego, bum, cambio rápido, hay caos durante un tiempo y después más estasis», dijo Chris, describiendo el gráfico que teníamos delante. «Incluso hay extinciones en masa», dijo, «mira». Era evidente que las poblaciones a veces caían en picado. Cuando visité a Tom en Delaware, le pregunté por los episodios de extinciones en masa de su sistema y comenté lo mucho que se parecía todo a la historia de la vida en la Tierra. «Sí, y no hay asteroides», respondió enfáticamente. No hay asteroides, sólo la dinámica de un sistema complejo adaptativo. ¿Puede ser una coincidencia que encontremos esta clase de pauta en un sistema simple como el de Lindgren, en uno más claramente biológico como Tierra y en la historia de la vida en el mundo real?, le pregunté. «No lo creo», dijo Chris, cautamente. «Creo que lo que vemos es algo profundo, alguna dinámica fundamental de sistemas similares».
Una de las pautas que Chris describió, la de los periodos de estabilidad interrumpidos por estallidos de cambio, es bien conocida por los ecólogos y, en años más recientes, también por los biólogos evolutivos. El término utilizado por estos últimos es equilibrio puntuado. Stephen Jay Gould y Niles Eldredge, del Museo Americano de Historia Natural, propusieron la idea del equilibrio puntuado en 1972, y el resultado fue un debate a veces cáustico. Dos décadas después, hay todavía quienes dudan de su realidad, pero la mayoría acepta que, al menos, forma parte del modelo global de la historia evolutiva.
«El modelo del equilibrio puntuado siempre me recuerda el flujo de un líquido a través de una cañería», dijo Chris. «A poca velocidad, tienes un flujo laminar. A alta velocidad, tienes turbulencia, caos. Sólo cuando cambias de la turbulencia al caos, tienes un periodo en que el flujo es laminar, luego aparece esa célula de turbulencia; luego vuelve el flujo laminar durante un tiempo; luego más turbulencia. Se llama intermitencia». ¿Equivale la intermitencia al límite del caos?, pregunté. «Es una analogía razonable, quizá sea algo más que una analogía». ¿Significa esto que una pauta de equilibrio puntuado en un ecosistema o en una historia evolutiva implica que los sistemas están en el límite del caos? «Creo que podría ser así». ¿No es seguro? «No es seguro».
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Tras su desalentadora presentación en el encuentro sobre vida artificial, Tom volvió a Delaware, se sumergió aún más en el análisis de la vida en Tierra y preparó lo que resultó ser un año de numerosos viajes por Estados Unidos y Europa. Se llevó consigo su mundo virtual y se dedicó a dar seminarios en departamentos universitarios. Sólo en noviembre presentó Tierra en Aarhus, Copenhague, Basilea, Montpellier, París, Nottingham, Oxford, Cambridge y Sussex. «Solía empezar diciendo: “Todos somos biólogos; nos interesa la evolución, pero sólo podemos estudiar un ejemplo, aquel del que formamos parte”», me contó Tom. «Luego decía: “Bueno, ahora tenemos la oportunidad de explorar otros mundos, otros ejemplos de evolución”. Al llegar a este punto algunas personas empezaban a reír de modo disimulado. Luego les enseñaba Tierra y la mayoría, cuando no todo el mundo, quedaba enganchada».
Los biólogos se muestran a menudo escépticos ante los modelos matemáticos, sospechan que la simplificación aporta comprensión a costa de la realidad. Ante un modelo del cual su autor prometía ofrecer una visión de los procesos subyacentes a toda la historia de la vida, la audiencia sentía su escepticismo doblemente justificado.
«Pensé que era maravilloso», dijo Richard Dawkins, cuando nos encontramos en su despacho del colegio mayor de Oxford. En noviembre de 1990, Tom había impartido un seminario en el departamento de zoología de la universidad, quizá la mayor concentración de biólogos evolutivos punteros del mundo. «A veces se tarda un poco en obtener una comprensión global de la importancia del trabajo de Tom, pero estaba preparado y enseguida me di cuenta de lo importante que era». Cinco años atrás, Richard y un amigo astrofísico habían esbozado un modo de cómo producir un mundo autorreplicante, mutante y adaptativo, como Tierra. «Es extraño lo cercanas que estaban nuestras ideas de lo que Tom realmente produjo», dijo Richard. ¿Por qué no seguisteis trabajando en ello? «Parecía un proyecto ingente, una labor de programación muy ambiciosa. Creo que nos pareció un trabajo demasiado grande».
En su libro de 1986, El relojero ciego, Richard presentó un sistema alternativo, un programa que producía estructuras a partir de reglas sencillas. Las estructuras, que llamó biomorfos, evolucionan, pero sólo a través de la selección artificial: el ordenador genera mutantes a partir de una forma parental, pero el usuario tiene que elegir de entre las variantes cuál de ellas pasa al siguiente estadio de mutación. Aparecen pautas extremadamente reales, de ahí su nombre, pero, a diferencia del sistema de Tom, sin la intervención humana no se llega a ningún sitio. «Hasta que no dominemos los viajes interestelares, el sistema de Tom, o algo parecido, es la mejor posibilidad de estudiar otro ejemplo de evolución», dijo Richard. «Ha creado un universo de silicio».
¿Otro ejemplo de evolución? ¿Es ése en realidad el objetivo de Tierra?, pregunté a Tom. «Sí. Tenemos innumerables productos del ejemplo de evolución que conocemos, el que se basa en el ADN, y podemos aprender mucho de él. Pero nos gustaría saber lo general que es, porque eso nos diría algo de los principios organizativos de la evolución». Leí en algún lugar que la ambición de Tom era repetir la explosión cámbrica. Le pregunté por qué. «¿No es la ambición de cualquier biólogo evolutivo?», contestó. «La mayoría de personas, si se les pregunta, dirá que el acontecimiento más importante de la vida en la Tierra es su origen y, por supuesto, eso es verdad hasta cierto punto. Pero yo sostengo que la explosión cámbrica es un acontecimiento de igual importancia. Es ahí donde empieza toda la biología importante, las pautas evolutivas importantes». Cuando pusiste en marcha por primera vez Tierra fue como una explosión cámbrica, ¿verdad? «En cierto sentido, aunque habría que introducir los organismos multicelulares para observar la diferenciación celular y la emergencia de la complejidad morfológica. Luego podríamos alcanzar a ver si hay una infinidad de mundos posibles o quizá sólo unos pocos». Le pregunté si sería capaz de producir una explosión cámbrica antes de que yo acabara mi libro. «Me temo que no. Es todo un trabajo».
A pesar de todo, dije, la vida en Tierra tiene suficientes semejanzas con la vida en la Tierra como para alentar la esperanza de que compartan algunas propiedades fundamentales. En particular, las extinciones en masa. Si en un sistema pueden ocurrir extinciones en masa en ausencia de colisiones de asteroides y sin prejuicio de la conectividad asumida entre especies, constituirá sin duda una observación importante. Pregunté a Tom si pensaba que todas las extinciones en masa podían ser el resultado de la dinámica de un sistema complejo adaptativo. «No», dijo. «Las pruebas de que al menos algunas extinciones fueron causadas por colisiones me parecen bastante convincentes. Pero si Tierra tiene algún mensaje, es que la dinámica de los sistemas complejos puede dar lugar a pautas que no podían haberse predicho, pautas que vemos en la naturaleza y que incluyen extinciones de una magnitud considerable».
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A principios de otoño de 1990, Tom llamó a Stu Kauffman y lo invitó a dar un seminario en Delaware. (El motivo ulterior era que deseaba pasar algún tiempo en el Instituto de Santa Fe y había oído que Stu tenía influencia ahí). Antes del seminario, Tom le enseñó Tierra. «Pensé que era algo maravilloso», me dijo Stu. «Tom ha aportado la visión de un ecólogo a los sistemas complejos, y necesitábamos eso. El aumento de la diversidad que él ve es una clara historia de generación de complejidad». Naturalmente, surgió el concepto del límite del caos. «Si el concepto tiene alguna validez, deberíamos encontrar alguna prueba en el sistema de Tom», dijo Stu. ¿Qué buscarías?, pregunté. «¿Qué crees?». ¿Una distribución exponencial? «Eso es. Una distribución exponencial de las extinciones».
Stu sugirió a Tom que mirara la distribución del tamaño y la frecuencia de las extinciones en Tierra. Tom, algo escéptico ante nociones «de moda» como el límite del caos y completamente escéptico sobre la importancia de las distribuciones exponenciales, no representó los datos enseguida. Unos nueve meses después, justo antes de visitar el instituto, lo hizo y se los entregó a Stu al llegar. «Quedé sorprendido», dijo Stu. «Representó gráficamente treinta mil episodios de extinción, esto es lo que obtuvo». Stu sacó una hoja de papel que mostraba una curva ligeramente convexa. Es como la curva que obtuviste cuando representaste los datos de extinción de Dave Raup, dije. «Exacto, una ley exponencial, ligeramente curva, lo cual indica que el sistema está justo en el régimen congelado, cerca del límite del caos».
Stu quedó impresionado con el resultado, sobre todo porque con su propio sistema coevolutivo había tenido que construir un modelo explícito de relieves adaptativos y especificar las interacciones entre las especies. «Es cierto, con mi modelo sé por qué el sistema se desplaza hasta el límite del caos: es donde la eficacia se optimiza», dijo Stu. «Lo que supongo es que los bichos de Tom se han acercado solos al límite del caos, y por la misma razón». Le pregunté si podía probarlo. «Todavía no, pero estamos ideando formas de intentarlo».
Tom, ya mucho menos escéptico, piensa que podría ser posible ajustar su sistema en el límite del caos alterando la tasa de mutación. «La tasa de mutación de mi sistema es en cierta medida análoga al parámetro lambda [el instrumento matemático que establece las reglas de los autómatas celulares y permite seguir las consecuencias a través de un continuo] que Chris utilizó en sus autómatas celulares», me dijo Tom. «Si aumento la tasa de mutación, el sistema se vuelve caótico y desaparece. Con una tasa baja no sucede nada demasiado importante. Entre las dos tasas vemos que se produce una abundante ecología y, si ése es el límite del caos, es ahí donde deberíamos ver avalanchas de extinciones con una distribución exponencial». ¿Lo has hecho ya? «Todavía no», dijo Tom. «Lo siento». Pero el sistema que ya tienes muestra esa clase de ley exponencial, dije. ¿Significa que Tierra podría haber evolucionado hasta el límite del caos de forma autónoma? «Sí, es posible, pero me gustaría hacer una prueba para comprobarlo».
¿Era una simple coincidencia que viéramos una distribución exponencial (o algo muy parecido) en las extinciones del mundo real, en tu modelo coevolutivo y en Tierra?, pregunté a Stu. ¿O estábamos viendo la huella de los mismos procesos fundamentales? «Mira», dijo. «Aquí pisamos terreno desconocido, toda la ciencia de la complejidad lo es en cierto modo. Estamos construyendo un sistema, pedazo a pedazo. Creo que la coincidencia —llámalo como quieras— es parte del sistema. ¿No crees?».
Bueno, dije, parece interesante. Pero primero tengo que mirar los ecosistemas reales.
(Sí, Tom consiguió la plaza).