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Estabilidad y realidad de Gaia
«Los setos llevan aquí mil años», dijo Bill mientras avanzábamos a una arriesgada velocidad por oscuros caminos rurales, en lo profundo de la campiña inglesa. «Algunos, dos mil años». Con un espacio alarmantemente diminuto a cada lado del coche, los viejos setos, sujetos a una base de tierra y piedra, se alzaban unos buenos tres metros sobre nosotros. Las luces barrían fugazmente la tortuosa zanja de apariencia interminable a medida que avanzábamos. No habría tenido que ponerme nervioso, puesto que Bill había hecho ese trayecto muchas veces, llevando visitantes desde la estación de tren de Exeter en Devonshire al pequeño pueblo de St. Giles on the Heath. Bill es la compañía de taxi local de St. Giles, y representa la única forma de transporte en esos lugares, a unos ciento treinta kilómetros de la punta más sudoccidental de las islas Británicas.
El viaje duró casi una hora, empezó en la menguante luz de lo que había sido un brillante día de febrero y acabó en ese tipo de oscuridad que se experimenta sólo en lo profundo de la campiña. «Eso de ahí es Dartmoor», dijo Bill cuando llevábamos media hora de viaje, indicando un terreno elevado y sin accidentes a nuestra izquierda. Estaba anocheciendo, era el momento perfecto para contemplar un lugar tan imponente, en la imaginación resonaban El sabueso de los Baskerville y otras historias de horror ambientadas en esos páramos. «Hace un tiempo se perdió una gente», observó Bill. «Todavía no han aparecido». Me esforcé por captar las palabras en el fuerte acento de Devon de Bill, rotundo y rápido. «Mi mujer y yo vamos de excursión en verano», añadió de modo incongruente, como si formara parte del mismo pensamiento.
Hacía un kilómetro y medio que habíamos dejado atrás St. Giles on the Heath y avanzábamos por caminos todavía más estrechos, con hierba que crecía en medio de las dos roderas. «No falta mucho», me aseguró Bill. Entonces, al cruzar un cercado, las luces iluminaron el cartel estación experimental de coombe mill. Una señal de «peligro» como las que se encuentran en los laboratorios de investigación colgaba de una verja de cinco barrotes. Y, cuando nos paramos frente al antiguo molino, las luces iluminaron una estatua de mármol blanco, la figura de una mujer. «Sí», dijo Bill al verme mirarla. «Es Gaia».
La puerta de la casa se abrió, y un hombre salió a saludarme, con la mano tendida: «Hola, soy Jim Lovelock», dijo con una voz suave y amable, una sonrisa casi tímida. De setenta y pocos años, pelo blanco, proyectaba una combinación de vigor y extrema cortesía. ¿Era éste el hombre a quien gran parte de la comunidad biológica considera como la encamación del diablo, una amenaza para la integridad de la verdadera ciencia? Se nos unió Sandy, su esposa. «Entra», dijo. «Beberemos algo».
Durante la cena en un comedor de vigas bajas, Jim habló de sus primeros tiempos como científico, cuando era doctor becado en Harvard y tenía que dar sangre una vez al mes como complemento a sus magros ingresos. «Por fortuna tengo un tipo raro, así que me daban cincuenta dólares por cada donación». Encontró Harvard burocrático, rígido y explotador. «Cuando se acabó la beca me pidieron que me quedara otro año», recordó Jim. «Dije que no, así que me ofrecieron doblarme el sueldo. Volví a decir que no. Me contestaron que me lo triplicaban, me lo cuadruplicaban. No se les había ocurrido darme más dinero durante el primer año, cuando era evidente que lo necesitaba, de modo que les dije: “Me voy”».
La frase «me voy» capta bastante bien el espíritu independiente de la vida y el trabajo de Jim: tras dos décadas en el Instituto Nacional de Investigación Médica de Londres, en 1964 volvió la espalda a la investigación convencional y se estableció como científico independiente, primero en una casa de campo con tejado de paja en Wiltshire y luego en Coombe Mili. «Soy un inventor», explicó. «Mi ciencia es intuitiva. Puedo ser más creativo en esta clase de entorno». Durante años ha mantenido su familia y su investigación desarrollando y patentando unos treinta instrumentos analíticos y de control. El primero de ellos, el detector de captura de electrones, sigue siendo uno de los medios más sensibles para medir las sustancias químicas atmosféricas, incluyendo importantes contaminantes como los clorofluorocarburos (CFC).
Tras la cena, Jim me acompañó a la casa de invitados (un granero reconvertido), cuyo ocupante unas pocas semanas antes había sido Hugh Montefiore, antiguo obispo de Birmingham. Me sentí en buena compañía. «Nos vemos mañana temprano», dijo Jim. «Tenemos mucho de qué hablar».
***
Cuando, dos años antes, me había embarcado en mi exploración de la relevancia de la nueva ciencia de la complejidad para las regularidades de la naturaleza, no supuse que me llevaría hasta Jim Lovelock, autor de la hipótesis de Gaia. Sabía que me llevaría a través de las complejidades del desarrollo embriológico y la evolución, así como a la dinámica de la extinción. Sospechaba que descubriría su huella en el funcionamiento de los ecosistemas. Y especulé que las sociedades complejas —el auge y la caída de las civilizaciones— también podían estar accionadas por el motor de la complejidad. Pero ¿todo el globo? ¿La interacción íntima entre los mundos biológico y físico que, según Gaia, palpita como un único organismo? Debí de haberlo previsto. De manera que, cuando Stu Kauffman me describió un año antes el movimiento hacia el límite del caos de sus modelos coevolutivos como «mini-Gaia», provocó una de esas experiencias en las que uno exclama: «¡Claro!, ¿por qué no lo había pensado antes?».
Si gran parte de la naturaleza baila al son de los sistemas dinámicos complejos, entonces las consecuencias tienen que ser aparentes desde los organismos sencillos al modo en que funciona todo el planeta. Los fenómenos de la generación espontanea del orden y la adaptación al límite del caos moldearían lo que vemos, con un nivel construido sobre otro, una jerarquía de efectos, con Gaia como expresión última. En caso de ser cierto.
Las pruebas que había visto hasta ese momento eran lo suficientemente fuertes como para animarme a proseguir, a dar el paso hacia Gaia. «Pero eso es absurdo», observaron algunos de mis amigos biólogos con una mezcla de regocijo y preocupación por el hecho de que pudiera estar perdiendo el contacto con la realidad. Intenté defender mi razón fundamental, la fuerza explicativa de los sistemas complejos adaptativos, así como la lógica de incluir Gaia en ese esquema. Me di cuenta de que me estaba alejando del territorio del saber biológico convencional y no me sorprendieron ni desanimaron sus miradas de desconcierto. «Bueno, por lo menos, diviértete», dijeron.
Antes de partir para Inglaterra, le pedí a Stu que me explicara con más detalles cómo pensaba que su modelo coevolutivo se reflejaba en Gaia. «No soy ningún experto en Gaia», dijo. «Pero, por lo que veo, Lovelock sostiene que los sistemas biológico y físico de la Tierra están estrechamente unidos formando un sistema homeostático gigante. Mi modelo coevolutivo es una indicación de que entidades en coevolución como las que él cita pueden controlar la estructura de sus paisajes, así como la extensión de su acoplamiento». ¿Te refieres a los paisajes de eficacia biológica, no a los paisajes físicos de verdad? «Sí, a los paisajes de eficacia biológica», contestó Stu. «Expulsas dióxido de carbono como residuo y la planta que tienes detrás expulsa oxígeno como residuo. ¿De dónde vino esa integración funcional? Y, a escala global, todo está equilibrado. ¿No es extraordinario?».
Pero ¿hay algo más que una analogía cuando se habla de Gaia con el lenguaje de los sistemas complejos, cuando se piensa en una entidad autoorganizada y autorreguladora gigante?, pregunté. «No es irrazonable pensar que pudiera haber un atractor en la metadinámica del sistema», respondió Stu. «De modo colectivo, los agentes adaptativos hacen compatibles consigo mismos los mundos en los que viven y son llevados a esa estructura característica, el límite del caos, en que sus intereses están mutuamente equilibrados. Eso es la homeostasis».
De acuerdo, dije, ¿cómo descubro si Gaia vive o es sólo un producto de la imaginación de Jim Lovelock? «Tienes que saber si los sistemas están acoplados», contestó Stu tras unos segundos de reflexión. «Tienes que conocer la magnitud de los vínculos, porque si son cortos, no tienes un sistema global. Tienes que obtener una percepción de un sistema dinámico que tenga propiedades emergentes, propiedades que podrían conducir a mecanismos homeostáticos globales». ¿Algo más? «Sí, también tienes que hablar con un buen ecólogo, alguien que sepa de comunidades ecológicas, no sólo de pares depredador-presa persiguiéndose por ahí».
***
Coombe Mili es una armoniosa mezcla de encanto dieciochesco y tecnología del siglo XX. Jim estaba en el siglo XX cuando llegué a la casa tras el desayuno, por la mañana temprano, como habíamos convenido. «Entra, te enseñaré una cosa». La habitación estaba llena de equipo informático, apenas quedaba espacio para que dos personas se sentaran y hablaran. Un establo reconvertido a unos cincuenta metros de la casa hacía las veces de taller, el lugar donde Jim inventa sus instrumentos analíticos. Esa habitación estaba destinada a otra clase de inventos.
«Mira», dijo Jim, señalando una pantalla de ordenador. «Si tengo un mundo carente de vida y aumenta la luminosidad solar, la temperatura global sube de modo estable». Una clara línea ascendente de unos cuarenta y cinco grados mostró el aumento de la temperatura. «Ahora mira lo que ocurre si pongo aquí algunas semillas de margaritas blancas y negras». Otro conjunto de curvas apareció en la pantalla. Vi cómo empezaban a proliferar las margaritas negras mientras la luminosidad solar era todavía baja y, luego, empezaron a declinar a medida que el sol daba cada vez más calor. Al descender las margaritas negras, las margaritas blancas empezaron a multiplicarse. «Mira ahora la temperatura global», dijo Jim. «¿No es interesante?». En lugar de un ascenso inexorable a medida que el sol calentaba el mundo, el gráfico de la temperatura mostró un escalón: hacia arriba, estable y, luego, de nuevo hacia arriba. «Muy al principio, cuando la luminosidad solar es todavía muy baja, la temperatura alcanza los veintitrés grados centígrados, que es el óptimo para el crecimiento de las margaritas, y permanece en ese nivel durante mucho tiempo, hasta que de pronto se dispara», explicó Jim. «Es el mundo de las margaritas».
¿El simple hecho de tener esos dos tipos de margaritas sensibles a la luz y el calor del sol mantiene una temperatura estable? «Es un modelo muy sencillo, por supuesto, pero su mensaje es muy poderoso», replicó Jim. «¿Ves?, es un modelo de biología de poblaciones en el que las margaritas de diferente color compiten por el espacio en que crecer. Las margaritas negras tienen ventaja cuando la luz solar es débil, porque pueden atrapar el calor y calentar el planeta. Pero una temperatura demasiado elevada suprime el crecimiento y, por tanto, son las margaritas blancas las que tienen ventaja porque reflejan luz; aumentan el albedo del planeta. El resultado es que la temperatura se mantiene cerca del óptimo para el crecimiento de las margaritas, hasta que el sol se vuelve demasiado caliente y todo se colapsa». Es como la homeostasis, ¿verdad? «Es homeostasis», contestó Jim. «Y es una propiedad emergente del sistema». Jim pasó a mostrarme que el mismo efecto se daba incluso en presencia de una tercera especie de margarita (de color intermedio) que ocupaba espacio pero no contribuía a la regulación. El mundo de las margaritas, dijo, es resistente.
¿Pretende ser el mundo de las margaritas un modelo de Gaia?, pregunté. «No pretendía serlo cuando lo construí», contestó Jim. «Pero ha acabado encamando la idea de Gaia mucho más de lo que había imaginado. Te contaré lo que sucedió».
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FIGURA 6.
El mundo de las margaritas: el gráfico superior muestra los cambios en las poblaciones de margaritas negras (izquierda), margaritas blancas (derecha) y margaritas de color intermedio (centro) a medida que aumenta la luminosidad (eje horizontal). En el gráfico inferior, la línea ascendente de 45 grados muestra el aumento de la temperatura global que tiene lugar en ausencia de margaritas; la curva en forma de S muestra la temperatura global bajo la influencia de un mundo de margaritas: se mantiene relativamente estable cerca de los 22,5 grados centígrados, que es el óptimo para la margaritas.
Cortesía de James Lovelock.
Las semillas de la hipótesis de Gaia se sembraron a principios de la década de 1960, cuando la Administración Nacional para la Aeronáutica y el Espacio (NASA) contrató a Jim como asesor en su búsqueda para descubrir si había vida en Marte. La idea de la NASA era buscar directamente signos de vida en la superficie del planeta: microscópicamente, buscado objetos en forma de microbios, y químicamente, buscando signos de metabolismo microbiano como los que los biólogos conocen en la Tierra. Jim consideró que ése era un enfoque poco seguro y buscó una visión más global. Si el planeta estaba muerto, razonó, su atmósfera estaría determinada sólo por la física y la química; estaría en equilibrio con la química de los minerales del planeta. Pero si había vida, por sencilla que fuera, explotaría sin duda la atmósfera para obtener materias primas, con lo que modificaría su composición química. Un planeta vivo tendría una atmósfera diferente de la que resultaría del simple equilibrio con la química y la física de las rocas. Un argumento sencillo; una estrategia convincente; no hubo caso. La NASA eligió la vía del análisis químico y, cuando la sonda del Viking envió sus resultados en 1975, éstos fueron, en el mejor de los casos, ambiguos.
«En Marte no hay vida», me dijo Jim. «Lo supe por el análisis espectral de la atmósfera. Intenté decírselo, pero ellos no estaban interesados en oír lo que yo tenía que decirles».
La tarea de intentar adivinar las características de un planeta vivo desde lejos cimentó en Jim un modo «deductivo» de pensar en la Tierra y su dinámica. «Para mucha gente, la imagen de la Tierra vista desde una nave espacial —una moteada esfera azul y blanca— fue una experiencia emocional y germinal, una mirada al planeta como un todo», dijo. «Ya había llegado a eso pensando sobre los gases atmosféricos y lo que indican de la actividad del planeta». Luego, una tarde de 1965, Jim experimentó uno de esos saltos intuitivos que son para él la materia de que está hecha la ciencia. «Sabía que la composición de la atmósfera de la Tierra había permanecido estable a lo largo de grandes periodos de tiempo. También sabía que existía una producción continua de gases, sobre todo de oxígeno y dióxido de carbono. ¿Qué controlaba la estabilidad a largo plazo?, me pregunté». El hecho de que la radiación solar haya aumentado en un 25 por ciento durante la historia de la vida en la Tierra hacía que la estabilidad atmosférica fuera más enigmática todavía.
«Mi intuición era que la vida proporcionó la mano controladora», dijo Jim, «en una asociación activa con el mundo físico, controlando la composición atmosférica y la temperatura global». ¿Como en el mundo de las margaritas?, dije. «Sí, como el mundo de las margaritas, pero a una escala mucho más grande y compleja, por supuesto». La principal preocupación científica de Jim, como ahora, era la química atmosférica y la invención de instrumentos analíticos, por cuyo trabajo había recibido el mayor galardón científico de Inglaterra, ser nombrado miembro de la Royal Society de Londres. Sin embargo, en su mente había arraigado la noción de un control atmosférico global —de los mundos biológico y físico en estrecho mutualismo—, una preocupación por la que es visto con profundo recelo por sus colegas científicos. «Un día de 1969, estaba trabajando fuera de la casa y vino William Golding, que iba a dar un paseo. Le pregunté si podía ir con él». ¿William Golding, el novelista? «Sí, vivía al lado. Eso fue en el pueblo de Bowerchalke, en Wiltshire. Durante el paseo me preguntó qué estaba haciendo y le hablé de mis ideas acerca de la homeostasis atmosférica. Golding había sido físico; mucha gente no lo sabe. La cuestión es que me dijo: “Para una idea tan grande necesitas un nombre grande. Tienes que llamarla Gaia”».
Durante la siguiente media hora se produjo un gran malentendido, porque Golding pensaba en Gaia, la diosa griega Gaia o Gea, la Madre Tierra, mientras que Jim creyó que había dicho Gyre. «“Gyre” son grandes remolinos en el océano, autoorganizados, enormes, poderosos, y eso parecía razonable», dijo Jim. «Al final quedó claro que estábamos hablando de cosas diferentes, y apareció Gaia». ¿No pensaste que bautizar una hipótesis científica seria a partir de una diosa griega podía ser un problema para tus colegas científicos? «No», admitió Jim. «Parecía una idea poderosa».
Pero fue un problema. La hipótesis no sólo se extendió más allá de los límites de una única disciplina —siempre un obstáculo para la comprensión en el fuertemente compartimentado mundo de la ciencia—, sino que también parecía tener implicaciones teológicas, una noción de propósito encamada en todo el sistema. En 1972, por ejemplo, con Lynn Margulis —bióloga actualmente en la Universidad de Boston— como aliada, Jim presentó así la hipótesis de Gaia: «La vida, o la biosfera, regula o mantiene por sí misma el clima y la composición atmosférica en un punto óptimo». La expresión «por sí misma» lastró teológicamente la idea, como si implicara un propósito. De resultas, la mayoría de artículos sobre Gaia no pudieron llegar a la prensa científica convencional. El hecho de que Jim buscara otros medios para propagar su idea —es decir, a través de artículos en las revistas de divulgación científica y en libros— sirvió para convencer a la mayoría de los científicos de que Gaia era, en realidad, acientífica.
Jim admite que algunos de sus escritos divulgativos eran un poco «poéticos». Por ejemplo, en su libro de 1979, Gaia: una nueva visión de la vida sobre la Tierra, escribió que la llegada del Homo Sapiens había cambiado la naturaleza de Gaia: «Ahora por medio de nosotros está despierta y es consciente de sí misma. Ha visto el reflejo de su cara a través de los ojos de los astronautas y las cámaras de televisión de la nave espacial en órbita. Nuestras sensaciones de asombro y placer, nuestra capacidad para el pensamiento consciente y la especulación, nuestra curiosidad y nuestro impulso implacables son suyos para que los compartamos». Eso sí que es poético, dije. «Es cierto», dijo reflexivamente. «En realidad soy un científico duro, y eso suena a herejía». Tras una breve pausa, dijo: «Maldita sea, cuando tienes una buena idea en ciencia se trata de pura intuición, y eso es a menudo muy difícil de describir. Si hubiera sabido entonces lo que ahora sé, no habría escrito eso. Pero me alegro de que causara polémica. Lo peor que podía pasar era que la gente hiciera caso omiso de ella».
No fue así. Muchos la atacaron con fuerza. «Creación mítica pseudocientífica», así la definió el biólogo británico John Postgate. Richard Dawkins afirmó que la hipótesis estaba fatalmente sesgada, algo que «le habría sido evidente en el acto [a Lovelock] si se hubiera preguntado por el nivel de selección natural exigido para producir las supuestas adaptaciones de la Tierra». Como sólo hay un planeta Tierra, argumentó Richard, no había posibilidad de competencia entre otros cuerpos similares a él y, por lo tanto, ninguna posibilidad de selección para dar lugar a la clase de mecanismos homeostáticos que constituyen Gaia. Punto. Ford Doolittle, genético de la Universidad de Dalhousie, Canadá, decía en una crítica del libro de Lovelock de 1979: «No es nuevo sugerir que la vida ha cambiado profundamente la Tierra, pero sí es nuevo y atrevido sugerir que lo ha hecho de un modo adaptativo aparentemente deliberado, con el fin de asegurar su propia existencia».
Las críticas calaron hondo, sobre todo la sugerencia de que Gaia tenía un propósito. «Ni Lynn Margulis ni yo hemos propuesto nunca una hipótesis teleológica», dijo Jim. «Es cierto que algunas de las cosas que he escrito han sido imprecisas, y ello fue ferozmente interpretado como indicio de un propósito en Gaia. Las críticas de Doolittle y Dawkins me arredraron. Estuve deprimido durante un año. Necesitaba poder demostrar a los demás lo que sabía de forma intuitiva de Gaia: que la homeostasis emergía como propiedad del sistema». Como inventor de sistemas de control, Jim posee una gran intuición sobre ellos, pero repite a menudo que suelen ser difíciles de explicar a los demás. Eso le preocupó mucho. «Entonces, en las Navidades de 1981, la idea acudió a mi mente, completamente formada como ocurre con frecuencia con estas cosas», me contó, recordando con claridad el alivio que sintió en ese momento. «Todo me pareció tan obvio. Me senté y escribí el programa en una hora». ¿El mundo de las margaritas? «Sí, el mundo de las margaritas».
Pero el mundo de las margaritas, dije, parece un sistema muy simple. ¿Demuestra realmente la validez de Gaia? «Recuerda lo que estaba intentando demostrar. Afirmaba que los mundos biológico y físico estaban estrechamente unidos, y que la biota opera de tal modo que asegura condiciones físicas óptimas por sí mismo. Tenía en mente un sistema biológico que trabaja según las reglas evolutivas convencionales y que, como todos los sistemas complejos del universo, tiene una tendencia a producir estabilidad y a sobrevivir. Necesitaba mostrar que la estabilidad emerge de las propiedades del sistema, no de alguna mano intencional. El mundo de las margaritas hace eso».
Le pregunté si podía estar seguro de que mundos más complejos serían también estables. «Espera un momento», dijo Jim, mientras buscaba en el directorio del ordenador hasta encontrar lo que quería. «Este tiene veinte margaritas, de diferentes tonos entre el blanco y el negro. Una estabilidad enorme». Parecía muy convincente. «Puede ser tan complejo como quieras», dijo Jim, ofreciendo un desafío. ¿Y diferentes niveles tróficos, con herbívoros y carnívoros? «¿Te parece bien veinte especies de margaritas, cinco de conejos y tres de zorros?». De acuerdo, dije. Eso representaría tres niveles tróficos: productividad primaria (las margaritas), herbívoros (los conejos) y carnívoros (los zorros).
Todo un desafío para un modelo de biología de poblaciones, ¿no es cierto?, dije. «Bueno debo admitir que ya había generado las diversas formas del mundo de las margaritas antes de leer gran parte de la bibliografía», dijo Jim con una risa ahogada. «Suelo hacerlo, y es una suerte. De haber leído la bibliografía habría descubierto que trabajar con modelos como ése es prácticamente imposible con más de unas pocas especies, porque se vuelven caóticos. Quizá no lo habría intentado de “saber” que no funcionaría». Pero funcionó. De nuevo la biosfera informática —con margaritas, conejos y zorros— interaccionó con el medio ambiente físico, y el resultado fue la regulación de la temperatura. «Mira lo que pasa si perturbo el sistema matando algunas margaritas», dijo Jim. La población de margaritas descendió brevemente, seguida de las poblaciones de conejos y zorros, brevemente. También se produjeron, brevemente, oscilaciones en el de otro modo estable gráfico de la temperatura. «¿Lo ves? El sistema puede soportar las perturbaciones», dijo Jim. «En mis sistemas lo que encontramos es estabilidad, no caos».
¿Por qué funciona el mundo de las margaritas de este modo, cuando todos los mejores biólogos de poblaciones «saben» que no puede ser así?, pregunté. «La mayoría de los ecólogos teóricos hace caso omiso en sus modelos del entorno físico y químico, y ésa es una parte muy importante de los mundos de las especies. Voy a enseñarte algo». Sacó un libro de Alfred Lotka, The Elements of Physical Biology, publicado en 1925. Lotka es el padre de la biología de poblaciones, y el clásico ciclo de Lotka-Volterra describe la fluctuación periódica de las poblaciones en simples pares de depredador-presa. «Todo el mundo conoce a Lotka, pero parecen haber olvidado esto», dijo Jim. Me señaló un breve pasaje:
***
«Es habitual discutir la “evolución de una especie de organismos”. A medida que avancemos, veremos muchas razones por las que tener constantemente en cuenta la evolución del sistema como un todo (organismo más entorno). Quizás, a primera vista, parezca que esto supondrá un problema más complicado que la consideración de sólo una parte del sistema. Pero resultará evidente, a medida que avancemos, que las leyes físicas que rigen con toda probabilidad la evolución adoptan una forma más sencilla cuando se refieren al sistema como un todo que cuando lo hacen a cualquiera de sus partes».
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«¿Interesante?», preguntó Jim. Mucho, contesté. «Lotka sabía que el mundo físico era una parte vital de la ecuación, pero carecía del equipo informático para hacer ni siquiera el mundo de las margaritas más simple, y nadie lo intentó hasta que yo lo hice».
Así pues, le pregunté, ¿ha logrado el mundo de las margaritas lo que esperabas, es decir, persuadir a los críticos de que Gaia carece de un motivo intencional? «Es difícil de saber», dijo Jim encogiéndose de hombros. «No puedo publicarlo en una revista científica. Lo he intentado en Nature dos veces, pero los críticos fueron muy despectivos. No creo que estén preparados para asimilar mis resultados e intentan fingir que es inútil.» (Jim tiene razón en esto: le pregunté a Robert May, destacado ecólogo teórico de la Universidad de Oxford, su opinión sobre el mundo de las margaritas. «Una nota marginal en una empresa más profesional», dijo. Richard Dawkins me dijo que el mundo de las margaritas «produce una ilusión de control»). «De modo que he tenido que publicar el mundo de las margaritas en mi segundo libro», continuó Jim. «He hablado en congresos y encuentro a los climatólogos mucho más receptivos ante el concepto global. Los climatólogos son menos reduccionistas que los biólogos y están más familiarizados con los sistemas complejos. Por eso lo comprenden mejor».
¿Ilusión o realidad? Veía, mientras Jim me la describía, que la hipótesis de Gaia satisfacía algunos de los criterios de los sistemas complejos adaptativos que Stu Kauffman había esbozado. De modo específico, la emergencia de mecanismos homeostáticos que Stu había descrito como una posible consecuencia de un sistema adaptándose al límite del caos. Sin duda esto es suficiente para convencer a los científicos serios de que tomen en serio la hipótesis, pensé. Lo más importante, sin embargo, era que Gaia debía tener algún poder predictivo. ¿Lo tiene?, pregunté a Jim. «Ya sabes lo que decía William James del destino de cualquier idea nueva: “Primero, es absurdo; luego quizás; y, por último, lo hemos sabido siempre”. En algunas cosas, Gaia está en la segunda etapa, en otras está en la tercera, así que algunas de las predicciones tienen que ser correctas».
Por ejemplo, la hipótesis hablaba de largos pero fuertes vínculos entre los bosques tropicales y el clima: sin lluvia no hay árboles, pero, también, sin árboles no hay lluvia. «Y hoy en día es difícil coger un periódico y no leer algo sobre esta clase de relación», dijo Jim. «Los mecanismos biológicos para hacer disminuir los niveles atmosféricos de dióxido de carbono, y enfriar así el planeta, son consistentes con Gaia. Y la teoría de Gaia también condujo a la identificación de un posible control climático global mediante la emisión de sulfuro de dimetilo por parte de los océanos. Esto puede llegar a ser tan importante como los efectos invernadero del dióxido de carbono y el metano».
Jim habló de la teoría de Gaia, según observé, no de la hipótesis de Gaia. En ciencia, la distinción es importante. Una hipótesis puede concebirse como un holgado marco de ideas, algo para guiar la dirección de las preguntas. Cuando las respuestas a las preguntas empiezan a respaldar la hipótesis, el marco se fortalece y acaba mereciendo la denominación de teoría. Hay una teoría de la gravedad, por ejemplo, y una teoría de la evolución. Pero ¿una teoría de Gaia? ¿Es eso lo que querías decir?, pregunté. «Exacto», replicó Jim con seguridad. «Con las observaciones hechas en el mundo real y la fuerza del mundo de las margaritas, creo que Gaia se merece ser llamada teoría. ¿No crees?».
Era ya casi la hora del obligado paseo de media mañana. «Quiero enseñarte sólo una cosa más antes de que salgamos», dijo Jim. Sacó un mundo de las margaritas poblado por un centenar de especies, pero esta vez con la luz solar manteniéndose constante. «Mira lo que ocurre con el número de especies». A medida que pasaba el tiempo, las especies de margaritas empezaron a disminuir en la población global, hasta que el sistema llegó a un equilibrio con sólo dos. «Ahora voy a aumentar la radiación solar en un 4 por ciento, lo cual es equivalente al cambio entre los periodos glacial y posglacial que la Tierra experimentó hace 10.000 años». Al ascender la temperatura, se produjo una tremenda explosión en el número de especies, un estallido de la biodiversidad.
«¿Te recuerda esto algo?», preguntó Jim. Conocía mis intereses y estaba seguro de mi respuesta. Bueno, me aventuré, parece como una pauta de estasis y luego cambio rápido, de equilibrio puntuado. «¿Verdad que sí?», dijo. «Y, sin embargo, la teoría evolutiva convencional predice un cambio gradual». Si el sistema ha alcanzado un punto de reposo en el límite del caos, una sacudida medioambiental podría empujarlo hasta el régimen caótico, dije pensativamente, y se podría predecir una avalancha de cambio, un estallido de especiación. Interesante, dije. Muy interesante. «Vamos, es hora ya de dar ese paseo».
***
Sabía que tenía que hablar con Stuart Pimm. Ecólogo en la Universidad de Tennessee, Knoxville, Stuart ha escrito recientemente un libro titulado The Balance of Nature, que establece muy bien el terreno para una nueva comprensión del mundo de la naturaleza. «Es una expresión difusa», dijo refiriéndose al título, «pero la mayoría de la gente entiende que se refiere a alguna capacidad de la naturaleza para restaurarse a sí misma tras algún tipo de perturbación. Y esa capacidad es concebida como surgiendo del interior de la “naturaleza”, los procesos ecológicos en el seno de las poblaciones, de las interacciones entre las especies en una comunidad y entre la comunidad y el entorno físico».
La expresión ha tenido también connotaciones místicas, ¿verdad?, pregunté. «Es cierto. Hubo una moda hace un tiempo de lo que yo llamo ecología mística, la noción de todo tipo de propiedades emergentes de la naturaleza que no podías comprender, que no había que comprender y, en caso de que pudieras, ya no se consideraban importantes. Desconfío de las propiedades emergentes que no puedo comprender».
Caminábamos por las estribaciones de los montes Great Smoky, al sur de Knoxville. A principios del siglo pasado, los colonos se establecieron en esta zona y plantaron maizales entre los antiguos bosques de hoja caduca. Regada con agua abundante procedente de las montañas, que alcanzan los tres mil metros de altitud, la tierra era productiva. Hasta hace medio siglo, creció ahí una pequeña comunidad, Forks of the River, con veinticinco granjas, una iglesia, una escuela, una tienda, una oficina de correos, un molino y un aserradero. Desde entonces, el lugar ha formado parte del Parque Nacional de los Montes Great Smoky, y un ojo no entrenado tendría dificultad en distinguir las huellas de su pasado reciente, ya que el bosque se repara a sí mismo.
Había explicado a Stuart mi interés en explorar el grado en que la nueva ciencia de la complejidad podría ser relevante para la naturaleza, para las regularidades importantes de la biología. La estructura y el comportamiento de las comunidades ecológicas constituían una buena parte de esta empresa, no sólo como simples componentes potenciales de Gaia, sino por derecho propio. Pregunté si era razonable pensar en las comunidades ecológicas como sistemas dinámicos complejos. Nos habíamos detenido en un pequeño río que los colonos habían utilizado como medio de transporte antes de construir sencillos caminos. Los árboles cercanos eran de diámetro pequeño, un signo de que estábamos viendo una tierra que antaño había sido despejada para el cultivo. Los bosquecillos de tuliperos de Virginia y pinos blancos, así como la madreselva, son indicios del bosque en proceso de reparación. «Esa pregunta tiene una respuesta muy larga», dijo Stuart, «y la veremos en parte. Pero la respuesta corta es un sí categórico».
No es ésa la concepción convencional de la ecología moderna, ¿verdad? ¿No se basa gran parte de la ecología en la idea de los equilibrios simples y en que el comportamiento de las especies en los ecosistemas es predecible en esa clase de marco? «Sí. Pero, para mí, es evidente que tenemos que concebir las especies como engastadas en sistemas dinámicos complejos, y eso proporciona una visión muy diferente del mundo. Durante los próximos cinco años la gente va a decirme que estoy completamente equivocado. Luego, cuando la idea haya conseguido calar, me dirán que ya lo sabían».
Stuart no es un caso frecuente entre los ecólogos académicos. Es un teórico destacado y un entusiasta trabajador de campo. También se apasiona por la restauración y la conservación ecológicas. Ni la teoría ni la práctica dominan su visión del mundo; ambas se funden en una unión creadora.
Le pregunté qué indicios de los ecosistemas apuntan a que la dinámica de los sistemas complejos subyace a gran parte de la naturaleza. «Las redes tróficas, por ejemplo», dijo. «Puedes considerar las redes tróficas como una propiedad emergente de los sistemas complejos». Las comunidades ecológicas pueden estar formadas por sólo un puñado de especies, o por muchos centenares, y pueden incluir toda la gama de roles biológicos: productores primarios, como plantas y algas, herbívoros, carnívoros, parásitos, etcétera, viviendo todos en una red de compleja interdependencia. Darwin, al final de El origen de las especies, retrató la interconectividad de las comunidades ecológicas en un pasaje célebre: «Es interesante contemplar un enmarañado ribazo cubierto por muchas plantas de varias clases, con aves que cantan en los matorrales, con diferentes insectos que revolotean y con gusanos que se arrastran entre la tierra húmeda». Las redes tróficas, tal como existen en la naturaleza, son el resultado de quién come a quién y, tal como son elaboradas sobre el papel por los ecólogos, representan un mapa de carreteras a través del enmarañado ribazo.
«Lo notable de las redes tróficas es que sólo tienen unas pocas características principales», dijo Stuart, «como la longitud de las cadenas tróficas (una progresión de quién come a quién, desde el nivel inferior de la red al superior) y la relación entre especies depredadoras y presas. Ves pautas comunes allá donde mires». De modo global, hay un equilibrio entre el número de especies de la comunidad, así como el esquema y la fuerza de los lazos entre ellas. El hecho de que estas marcadas pautas se den allí donde existe el potencial para una desconcertante diversidad indica algo profundo en la organización de las comunidades ecológicas. Mientras Stuart describía todo esto, recordé el orden que emerge de las redes booleanas de Stu Kauffman. ¿Hay algo fundamentalmente similar entre tales redes y el orden que encuentras en las redes tróficas?, pregunté a Stuart. «Sí, creo que es razonable».
Continuamos nuestra caminata y pasamos por la cabaña de John Ownby, que el servicio del parque rehabilitó en 1963, usando tulipero de Virginia y pino blanco. Una diminuta estructura a la que el señor Ownby añadió un anexo lateral para acomodar a su creciente familia en las primeras décadas del siglo XIX. Cerca, está el manantial del que dependían los Ownby y, alrededor de la cabaña, hay altos nogales, una fuente de preciadas nueces. Durante un breve lapso en la historia del bosque, el señor Ownby y los demás colonos impusieron la ecología humana a la gran comunidad ecológica de un antiguo bosque de hoja caduca.
Stuart siguió hablándome de las estructuras de redes tróficas, cómo influyen en el comportamiento de las especies individuales y por qué intentar predecirlo es a menudo tan difícil. «Te pondré un ejemplo sencillo», dijo. «Los ecólogos estudian con frecuencia los pares depredador-presa, y se podría imaginar que si se eliminara el depredador de una comunidad la presa se beneficiaría, ¿no?». Estuve de acuerdo. «Bueno, imagina que el depredador de la presa A también come una segunda especie, la presa B. Imagina que A y B son competidores; comen las mismas hojas, por ejemplo, o anidan en los mismos árboles, algo de ese estilo. De modo que, si se elimina el depredador, la especie A puede salir perdiendo porque sufrirá una competencia mayor de la especie B.» ¿Eso es un ejemplo sencillo? «Sí, casi siempre las ramificaciones son mucho más complejas», dijo Stuart. «A medida que nos familiarizamos con las complejidades reales del comportamiento, notamos oleadas cada vez más largas que surgen de lo profundo de la red trófica». Es una bonita imagen, dije, como barcas que se bambolean en un mar agitado por corrientes poderosas pero invisibles. Háblame de las pautas que ves. «Sí, pero antes subiremos hasta Newfound Gap».
***
Estábamos a principios de mayo y, al subir a más de mil seiscientos metros, dejamos atrás una verde primavera, con la temporada de los cornejos en sus últimos y gloriosos momentos, para volver de modo fugaz al invierno. Los árboles de hoja caduca aún no habían brotado y el único verde que se veía era el de las coníferas, que, desgraciadamente, mostraban signos del daño causado por la lluvia ácida. Sin embargo, la vista era espectacular, como Stuart había prometido: los picos de los montes Great Smoky a nuestro alrededor eran la culminación de las tierras altas de los Apalaches. Como ornitólogo apasionado desde pequeño, Stuart no paraba de identificarme pájaros, casi siempre a partir del canto. «Incluso con esta clase de follaje suele ser difícil verlos».
Stuart me contó que durante la última década más o menos, él y varios colegas habían pasado de estudiar las propiedades de las redes tróficas a buscar el modo en que se combinaban en la naturaleza. De esa empresa habían surgido varias ideas notables sobre la dinámica de las comunidades ecológicas.
Todo empezó cuando Stuart y Mac Post intentaron construir comunidades ecológicas en un modelo informático. Fueron añadiendo las especies una tras otra (plantas, herbívoros y carnívoros), cada una de ellas definida matemáticamente con una pequeña serie de comportamientos, como la cantidad de territorio que necesita de modo típico un individuo, la cantidad y la clase de alimento, así como qué otras especies podrían ser sus presas o depredadores. Algunas especies consiguieron penetrar en el creciente ecosistema, otras fracasaron. «Obtuvimos dos resultados», explicó Stu. «Primero, que tenían éxito hasta unas doce especies cualesquiera, más o menos, siempre que fuera ecológicamente sensato: no se puede poner herbívoros si antes no hay plantas, por ejemplo». ¿Quieres decir que una especie puede invadir con éxito una comunidad cuando ya tiene sólo unas pocas especies? «Sí, las comunidades con pocas especies son fáciles de invadir. El segundo resultado tiene dos partes», continuó Stuart. Déjame adivinar, dije. ¿Las comunidades con muchas especies son difíciles de invadir? «Exacto, pero es más interesante que eso, y nos dejó perplejos durante mucho tiempo. Descubrimos que las comunidades recién establecidas con muchas especies son más difíciles de invadir que aquellas con pocas especies, pero que el grado de dificultad es aún mayor en las comunidades maduras».
Había leído el año anterior un artículo de Ted Case, un ecólogo de la Universidad de California, San Diego, en el que mostraba un fenómeno similar en un modelo informático de ecosistema. Decía que las interacciones entre especies de una comunidad crean «una red protectora invisible» que tendía a repeler a los invasores potenciales. Pregunté a Stuart si ése era el mismo tipo de fenómeno que el de sus primeros modelos. «Sí», contestó. «Y la pregunta es: ¿cuál es la naturaleza de la red protectora?».
Antes de que entremos en eso, dije, estás hablando de modelos informáticos, ¿verdad? «Sí». Bueno, ¿encajan con el mundo real?, pregunté. «Te hablaré de Hawaii», contestó Stuart. Durante unos tres meses cada año, Stuart hace trabajo de campo en Hawaii, en la selva tropical, donde la precipitación anual sobrepasa la espectacular cota de los 9000 mm. (Eso colocaba en una modesta perspectiva mis protestas sobre la selva tropical costarricense de Bill Ray). Stuart conoce bien el terreno, sobre todo el trayecto de tres días desde la civilización hasta su lugar de estudio.
«En Hawaii se han introducido más especies de plantas y pájaros que en ninguna otra parte del mundo», explicó Stuart. «Pero hay dos mundos ecológicos separados. Está la región de las tierras altas, que todavía está intocada, con plantas y animales nativos. Relativamente pocas especies la han invadido, y eso representa para mí la comunidad persistente, la comunidad establecida desde hace tiempo que resiste la invasión. Y está la región de las tierras bajas, en la que la colonización humana ha perturbado las comunidades establecidas y las ha hecho vulnerables a la invasión. Es como las comunidades inmaduras de nuestros modelos. A menudo es desconcertante ir caminando entre la vegetación exuberante, la selva tropical de las tierras bajas, y oír un “swit… swit… swit”; piensas: “Debe de ser un pájaro exótico” y, al final, ves posado en un árbol típico de la selva tropical lleno de lianas y epífitos un cardenal común, como los que hemos visto esta mañana».
Los modelos de comunidades ensambladas de Stuart y Mac consumían grandes cantidades de tiempo de ordenador y producían grandes cantidades de resultados. «El trabajo de un verano podía apilarse en tres metros de altura», dijo Stuart. «Nos sorprendimos de que las comunidades maduras fueran más persistentes que las recién establecidas, que resistieran con mayor eficacia la invasión. Pensamos que quizás había en marcha un proceso de selección mediante el cual sólo podían penetrar con el tiempo las mejores especies, las más preparadas». ¿Qué quieres decir con las mejores especies, las más preparadas? «Las plantas con un mayor índice de producción, los herbívoros capaces de conseguir más alimento, los carnívoros más rápidos, ese tipo de cosas», respondió Stuart. «Parecía plausible, pero no pudimos confirmar nuestros datos».
Mientras tanto, Jim Drake, ecólogo en la Universidad de Purdue pero en la actualidad colega de Stuart en Knoxville, estaba trabajando en el mismo problema. Jim empezó con un grupo de plantas, herbívoros y carnívoros, 125 especies en total, y dejó que el ordenador eligiera cada vez las especies individuales para una posible entrada en una comunidad ensamblada. Si la especie fracasaba la primera vez, podía tener una segunda oportunidad. Como en el modelo de Stuart y Mac, al final emergió una comunidad extremadamente persistente, con unas quince especies. A continuación, Jim fue más allá y descubrió dos importantes y fascinantes resultados.
Primero, si empezaba de nuevo con el mismo grupo original de especies, el resultado era otra vez una comunidad extremadamente persistente, aunque con una composición diferente de la primera. Volvió a intentarlo una tercera vez, con el mismo resultado: una comunidad persistente, diferente de las otras dos. «Jim produjo muchas comunidades persistentes diferentes», me contó Stu. «Y te dirá que no había nada particularmente especial en las especies en sí; no eran en ningún modo particularmente mejores que sus competidoras. Lo especial era la dinámica de las propias comunidades persistentes. La mayoría de las especies podía convertirse en miembro de una comunidad persistente, dadas las circunstancias correctas. No es posible encontrar propiedad más emergente para una comunidad ecológica». La propiedad global de la persistencia, surgiendo de la interacción entre especies y sin especies particularmente especiales. Sí, es un maravilloso ejemplo de emergencia, dije.
«El segundo resultado es aún más sorprendente», dijo Stuart. «Coge una de esas comunidades persistentes con sus, pongamos, quince especies. Ahora reensambla la comunidad desde el principio utilizando sólo esas quince especies, y te encuentras con que no funciona, al margen del orden o la combinación de órdenes en que lo intentes. Sencillamente no puedes volver a componer la comunidad una vez la has separado. Lo llamo el efecto Humpty Dumpty». Una hermosa imagen, dije. Pero ¿cómo la explicas? «Jim no lo sabía y yo tampoco. Y luego Stu Kauffman vino a Knoxville a dar una charla sobre sus redes booleanas y sus relieves adaptativos rugosos y me dije: “Eso es. Aquí encontraremos la respuesta”».
Mientras que para Stu las redes booleanas producían diferentes estados genómicos, para Stuart se convirtieron en la presencia o ausencia de especies en una comunidad. «Para nosotros fue un salto intelectual, no grande, pero sí crucial», dijo Stuart. «Enseguida pudimos ver lo endiabladamente complejas que eran nuestras comunidades en términos de transición de un estado a otro». El gran avance se produjo cuando Stuart vio a partir del análisis de las redes booleanas que algunas de las transiciones deseadas para conseguir reensamblar una comunidad persistente no podían ocurrir. Era el viejo problema «desde aquí no puedes llegar hasta allí» escrito en matemáticas superiores y esclareciendo un importante enigma ecológico. «Eché a correr por el pasillo y golpeé la puerta de Jim gritando: “¡He encontrado a Humpty Dumpty!”», recordó Stuart con una mezcla de hilaridad y triunfo.
Era una idea emocionante, pero difícil de captar. Pregunté a Stuart si estaba afirmando que las comunidades persistentes pueden ensamblarse sólo si, camino de ellas, otras especies entraban y salían de la comunidad, como escalones hacia un estado más estable. «Sí», dijo. «Pero te pondré otra imagen. ¿Ves los picos que nos rodean?». Sí. «¿Ves cómo entre los picos no pueden verse los valles por culpa de la neblina y las nubes bajas?». Sí. «Pues a eso se parece nuestro ensamblaje». Hermosa imagen, concedí, pero ¿qué significa?
«Cuando desmontamos nuestro modelo de comunidad ensamblada y utilizamos la idea de paisaje rugoso de Stu, descubrimos varias cosas sorprendentes. Primero, que incluso el ensamblaje aleatorio nos daba cierto grado de orden que yo no esperaba. Y, segundo, que las comunidades se comportaban como si escalaran picos adaptativos. No podemos decir gran cosa de lo que ocurre en los valles, pero más arriba, así es la vista. Ésta es la imagen de los Smokies aquí, picos que sobresalen entre las nubes». ¿Es legítimo hablar de comunidades escalando picos adaptativos, haciéndose más aptas? «No, porque no podemos definir la eficacia biológica para una comunidad», replicó Stu. «Pero, en lugar de vagar perdidas, las comunidades escalan enseguida los picos y eso representa los estados persistentes, muchos». ¿Y una vez en un pico local, no se puede ir fácilmente a otro? «Eso es. ¡Humpty Dumpty vive!».
***
Había esperado encontrar alguna huella de la dinámica de los sistemas complejos en las comunidades ecológicas, pero no estaba preparado para lo que Stuart me contó. La emergencia estaba en todas partes, no de forma misteriosa sino como resultado de la interacción local. Tal como había dicho, la respuesta a mi pregunta original era un sí categórico. La ecología de la comunidad había demostrado ser extraordinariamente difícil de descubrir por medio del análisis convencional y la razón era en ese momento obvia: la dinámica compleja es difícil de penetrar. Pero, en cuanto empiezan a concebirse las comunidades ecológicas en el contexto de los sistemas dinámicos complejos, aparecen las pautas.
Había una regularidad más por la que quería preguntar. Has hablado con Stu Kauffman, dije. Conoces su interés por el límite del caos y la criticalidad autoorganizada. ¿Ves algún signo de eso en tus sistemas? «No hace mucho, Jim Drake me mostró más datos sobre lo que ocurría cuando perturbaba sus comunidades persistentes», contestó Stuart. «Miré los datos, que mostraban una amplia gama de episodios de extinción, y dije: “Jim, ¿has oído hablar de la criticalidad autoorganizada?”. No había oído hablar. Así que le expliqué: “Apuesto lo que quieras a que si representamos esto gráficamente nos sale una ley exponencial”». Stuart tenía razón. Eso significa que la conectividad en el interior de las comunidades tiene que ser considerable, ¿verdad? «Tiene que serlo, de lo contrario las avalanchas de extinciones no se propagarían por ellas». Stu Kauffman estaría encantado.
Le pregunté a Stuart qué implicaba eso para las comunidades ecológicas reales. «Es difícil conseguir los datos deseados de las comunidades naturales», se lamentó Stuart. «Pero podemos decir que las pautas de las redes tróficas que vemos en nuestros modelos de comunidad se parecen mucho a las que se han hecho para las comunidades naturales, con lo cual eso se puede considerar sugerente». ¿Como para sugerir que las comunidades naturales se mueven durante el ensamblaje hacia un estado crítico, el límite del caos? «Si me obligas a ser rotundo, tengo que decir que sí».
Con eso empezó nuestro descenso, caminando de nuevo entre bosques de pinos marcados por la lluvia ácida. «Quién sabe de dónde viene», suspiró Stuart. El ejemplo que teníamos delante de interacción hostil entre los mundos físico y biológico me recordó una frase que había leído no hacía mucho en uno de los artículos de Stuart. Cuando dijiste: «No hay una diosa Gaia», ¿qué querías decir? «Quería decir que no había “algo” externo que controlara la ecología global».
El artículo describía el nuevo trabajo sobre ensamblaje de comunidades en paisajes rugosos; Stuart y su colega Hang-Kwang Luh escribían: «Parece como si hubiera algo que empujara el conjunto hacia los picos del paisaje y como si hubiera algo semejante a la eficacia biológica». ¿De modo que afirmáis que, hagan lo que hagan las comunidades, lo hacen como resultado de la dinámica interna, no en respuesta a algo externo? «Sí». ¿Concebís propiedades emergentes en una escala global capaces de producir homeostasis de la variedad de Gaia? «Si es eso lo que Lovelock ha estado diciendo, para mí resulta bastante oscuro», replicó Stuart. «Lo he oído hace poco y francamente me pareció que estaba cerca de hacer un llamamiento al misticismo».
Le dije a Stuart que había visitado a Lovelock hacía poco y que él estaba convencido de que cualquier misticismo que se le asociara era producto de la traducción del mensaje, no del propio mensaje. También dije que la clase de propiedades emergentes que él, Stuart, y sus colegas estaban descubriendo en las comunidades ecológicas parecían ser del mismo cariz que el mecanismo que Lovelock tenía en mente cuando se vinculaban con los sistemas físicos. O, como habría dicho Stu Kauffman, las entidades individuales del sistema persiguen de forma miope sus propios fines, y el resultado es el beneficio colectivo.
¿Por qué no te pones en contacto con Lovelock?, sugerí a Stuart. Quedarías sorprendido. «Sí», dijo. «Podría hacerlo».
***
Coombe Mili está situado en un pedazo de tierra estrecho y alargado de unas catorce hectáreas, la atraviesa un kilómetro y medio del río Carey. Desde que se trasladaron, Jim y su familia han plantado más de veinticinco mil árboles, fresno, saúco, haya y roble. La intención es restaurar la tierra para que vuelva a ser como era antes de que la desforestación de la Edad del Hierro arrasara toda la región, incluyendo Dartmoor. «Podemos caminar cinco kilómetros si subimos hasta allí, siguiendo la antigua vía del ferrocarril y volviendo por el río», dijo Jim dando muestras del placer que le produce su caminata diaria.
Le pregunté si estaba preocupado por el hecho de que la gente reaccionara de manera negativa al modo en que solía discutirse sobre Gaia. «Hay una ingente cantidad de bibliografía que se supone que trata de Gaia, esas cosas New Age. Es desechable al ciento por ciento. Pero ¿no te refieres a eso?». No, dije. Me refiero a tus libros y artículos, el material a partir del cual la gente ha inferido un propósito en Gaia. «Reconozco que a veces uso palabras que irritan a los biólogos», empezó. «Los biólogos han sostenido largas batallas contra el vitalismo, el animismo, todo lo que huela a algún tipo de fuerza más allá de la mecánica inmediata del sistema. De modo que cualquier cosa que suene a holística —de por sí, una palabrota— se considera sospechosa. Yo no tengo una reacción instintiva contra palabras como ésa».
Habíamos llegado a la antigua vía del ferrocarril, desprovista desde hacía tiempo de raíles. En Inglaterra, como en todas partes, las vías del ferrocarril albergan flores silvestres que han desaparecido en otros lugares. Por desgracia, febrero en Inglaterra es una época demasiado temprana para las flores silvestres, excepto para algunos tojos, de brillantes flores amarillas contra las hojas verde oscuro. «¿Sabes lo que dicen los lugareños del tojo?», preguntó Jim. «Cuando el tojo está en flor, es el tiempo de los besos». Se echó a reír. «El tojo siempre está en flor».
«Pero me habías preguntado sobre el lenguaje y Gaia», continuó Jim. «Te contaré una historia. Hace unos años hubo un debate en la Sociedad Linneana. Yo hablé a favor de Gaia y Brian Clark en contra. Brian es el secretario biológico de la Royal Society. Soltamos nuestros discursos, se votó, y el resultado fue a favor de Gaia, aun cuando el público estaba formado mayoritariamente por biólogos. Brian me dijo después: “Me gustaría saber de qué estás hablando, pero no hablas nuestro lenguaje”». Jim hizo una pausa, sonrió y dijo: «Algún día lo entenderá».