Capítulo 3
La terrible desgracia
Poco después de la media noche Ravan y Asko se encaminaron a la caverna. Los dos permanecían en silencio, sumidos en sus pensamientos. Sus rostros mostraban una gran preocupación. El ruido de sus pasos parecía acentuar el silencio de la noche. Al llegar a los arbustos de avellanas que rodeaban el exterior del poblado Ravan se detuvo y se quedó mirando el bosque donde, en algún lugar, se encontraba el refugio en el que Godain permanecía escondido. ¿Qué sucedería a partir de ahora? ¿Cuándo volverían a encontrarse? La sensación de que algo terrible estaba a punto de suceder era como un peso en su corazón.
De repente, justo cuando estaba a punto de girarse para emprender de nuevo el camino, se detuvo y frunció el ceño.
—Asko…
El chamán, que se encontraba a unos pasos esperando a Ravan, se acercó y vio con sus propios ojos lo mismo que había llamado la atención de la joven. Al oeste, más allá del bosque, se divisaba una intensa luz de color rojizo, como una nube alargada en forma de hoz.
—¿Qué es eso? —musitó Ravan.
—No lo sé. No puede ser el sol, hace ya un buen rato que se puso.
—¿Será un incendio?
—No, los incendios no son así. Además, nunca se producen en esta época, cuando todavía se está derritiendo la nieve y la tierra está llena de agua.
Los dos permanecieron inmóviles, observando aquel inexplicable resplandor. Ravan se dio cuenta de que estaba temblando. ¿O era la tierra que se movía?
Pasado un buen rato susurró:
—Está creciendo.
—Sí —respondió Asko.
A continuación sintieron un viento sorprendentemente cálido que provenía del oeste, y que parecía anunciar una tormenta, algo bastante inusual en aquella noche tranquila. Rápidamente su intensidad creció y venía acompañado de un olor enrarecido, como si se tratara de una nube de polvo.
Ravan, con el rostro pálido del terror acertó a decir:
—Es ella. Ha abandonado las montañas y viene a por nosotros. Asko, ha llegado el momento que tanto temíamos. La terrible desgracia… Y Godain está en el bosque, ajeno a todo. ¡Tengo que ir a buscarle! ¡Hay que advertir a la tribu! ¡Ve a la caverna y avisa a las Madres! Quizás podamos salir huyendo y encontrar algún lugar donde refugiarnos… Yo iré a por Godain…
Estaba a punto de echar a correr cuando Asko la agarró del brazo, la obligó a darse la vuelta y la empujó con delicadeza en dirección a la caverna. En circunstancias normales jamás habría osado tratarla de ese modo.
—Si estás en lo cierto, no existe lugar alguno al que podamos huir. Moriríamos sin remedio. La caverna es el único sitio donde podemos refugiarnos. Ve hacia allí y ocúpate de que nadie salga al exterior. No olvides avisar a las madres de que Godain está a punto de llegar. Dadas las circunstancias, no pueden negarse a acogerlo. Yo me encargaré de traerlo. Ninguna mujer es capaz de desplazarse tan rápido como un cazador.
Ravan lo miró fijamente. El pánico le impedía pensar con claridad. Estaba preocupada por su amado, y sentía un fuerte impulso por correr hacia él. Sin embargo, Asko tenía razón. Entonces lo agarró del brazo y le gritó:
—¡De acuerdo! ¡Ve tú! Pero te lo suplico, por lo que más quieras, ¡No lo dejes en la estacada! ¡Tráemelo con vida! ¡Por favor, Asko! ¡Tienes que salvarlo! ¡Prométemelo! ¡No puede quedarse sólo ahí fuera!
—No te preocupes, mujer pájaro —respondió Asko con determinación—. Yo me encargaré de que no le pase nada. Al fin y al cabo él me salvó la vida.
Acto seguido se dio la vuelta y echó a correr. Ravan se quedó mirando cómo desaparecía y tragó saliva.
«¡Udonn, Vairani, Hombre de la Cornamenta, protegedlo! ¡Protegedlos a los dos! ¡A todos nosotros!»
Luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la caverna con movimientos torpes y rígidos.
Al llegar allí encontró a todos los miembros de la tribu sumidos en un profundo sueño. La tenue luz de una pequeña lámpara de piedra permitía distinguir las siluetas de sus cuerpos bajo las mantas y lo único que se oía eran algunos ronquidos y la respiración.
Ravan caminó a tientas hasta la cámara de Imtu, la despertó y le explicó en voz baja lo que estaba pasando. La anciana se puso en pie, se dirigió a la salida y, apartando el toldo hacia un lado, echó un vistazo al exterior. Prácticamente una tercera parte del cielo estaba iluminada por una luz roja y un fuerte viento que provenía del oeste inclinaba las copas de los árboles y arrastraba consigo una gran cantidad de hojas y pequeñas ramas. La mujer pájaro se pasó la lengua por los labios resecos y preguntó:
—¿Qué crees que puede ser, Imtu?
—No lo sé, Ravan, pero, sin duda, nada bueno. ¡Que Vairani se apiade de nosotros! Asko tiene razón, debemos quedarnos aquí. No sólo eso, tenemos que trasladarnos todos a la antigua caverna y nadie debe salir. Esperemos que pronto termine todo.
En aquel momento se oyó un ruido de pasos que se aproximaban. Eran Lluvia y Marra, que se habían despertado y querían saber lo que estaba sucediendo. Poco a poco todos se fueron despertando y la tranquilidad que antes reinaba, dio paso a una creciente inquietud.
—¿De cuánta agua, leña y alimentos disponemos? —preguntó Imtu.
Marra se quedó pensando unos instantes y contestó:
—Leña y agua, sólo hasta mañana. Si las racionamos, podrían durarnos hasta dos o tres días. En cuanto a la comida, todavía tenemos para algún tiempo más, lo justo para pasar los pocos días que quedan de invierno. Las despensas están prácticamente vacías. ¿Por qué?
Imtu señaló con la barbilla hacia el exterior. Hombres y mujeres miraron por encima de su hombro para ver lo que estaba pasando. Las Madres fueron con Ravan hasta el lecho de Enebro y la despertaron suavemente para pedirle consejo. Ravan se maravilló de la actitud serena y contenida con la que todas ellas discutieron el asunto y llegaron a una conclusión.
Imtu congregó a todos los miembros de la tribu y les puso al corriente de las normas que regirían a partir de aquel momento. Al terminar repitió con una expresión grave.
—No sabemos de qué se trata, pero es muy peligroso. Debemos recoger todo lo que necesitamos y llevarlo a la antigua caverna. Doy por hecho que no falta nadie. ¿Estoy en lo cierto?
—¡No! —exclamó Farin—. ¡Falta Asko!
Imtu se quedó desconcertada. ¡Por supuesto! Los chamanes, al igual que las mujeres pájaro, solían vagar a solas por el bosque, a veces incluso de noche. Ésa era la razón por la que la mayoría de las mujeres no se había percatado de su ausencia. Con los hombres era diferente.
Wika tomó la palabra.
—Pekum y yo queremos ir a buscarlo. Tal vez necesite ayuda. ¡Danos permiso para salir, mujer pájaro!
—¡De ninguna manera! —Imtu tenía los labios fuertemente apretados—. No voy a permitir que nadie más arriesgue su vida. Dadas las circunstancias no podemos prescindir de vosotros. Si existe alguna posibilidad de sobrevivir, vendrá por su propio pie. Rogad a Udonn para que lo proteja.
Llama, asustada por lo que podía sucederle a su compañero, agarró con fuerza la mano de Farin.
—Hay alguien más ahí fuera —dijo Wika. Tenía el rostro enrojecido y le costaba respirar. Era más que evidente que le resultaba difícil aceptar las órdenes de Imtu.
¡Por su puesto! ¡Godain! La mayoría de los presentes miró de reojo a Ravan.
—Él… bueno… En realidad Asko se ha ido al bosque a buscar Godain para traerlo hasta aquí —¡ya estaba! ¡Por fin lo había soltado! Ravan respiró hondo y añadió—: No podíamos dejarlo ahí fuera. Moriría sin remedio. No somos tan crueles. ¿Lo aceptaréis si viene con Asko? ¿Podrá quedarse hasta que haya pasado todo? —preguntó colocando las manos a modo de plegaria.
Imtu respondió con sequedad.
—Cuando todo haya pasado, si aún seguimos con vida, tendremos que hablar muy seriamente. Mientras tanto no tenemos más remedio que dejarle entrar, si es que aparece. Y ahora, será mejor que dejemos la discusión y nos pongamos manos a la obra. Recoged vuestras cosas, llevadlas al fondo de la caverna y asegurad la entrada. Y tú, mujer cuervo, vete inmediatamente a la cámara y tranquilízate.
Ravan obedeció sus órdenes y se retiró a su lecho. Estaba exhausta, pero no se encontraba en condiciones de dormir.
¿Qué habría sido de ellos? ¿Regresarían pronto o estarían muertos? ¿Se habría cobrado Vairani sus primeras víctimas?
★ ★ ★
La espera fue un auténtico suplicio. De repente, por encima del ruido de la tormenta, Ravan escuchó una tos ahogada, casi como un estertor, que provenía del exterior. Se trataba de Asko, y venía solo.
Completamente bañado en sudor y con el cuerpo cubierto de una especie de lodo oscuro, el chamán cayó de rodillas casi sin aliento. Ravan y Farin le ayudaron a levantarse y lo llevaron a la cámara donde lo tumbaron sobre unas mantas. Respiraba con dificultad y al hacerlo producía unos fuertes silbidos. Con un gran esfuerzo movió ligeramente los labios amoratados, pero no consiguió emitir ningún sonido. Imtu le sirvió un poco de la infusión de hierbas que había sobrado de la noche anterior.
—Descansa —le murmuró mientras le limpiaba la cara con un trozo de cuero humedecido. Ravan se arrodilló junto a él sin atreverse a preguntar lo que le reconcomía. Cuando, finalmente, abrió los ojos y sus miradas se cruzaron, la joven no resistió más y susurró:
—¿Lo has encontrado? ¿Está muerto?
Asko sacudió la cabeza. Quería hablar, pero le faltaban las fuerzas. Al final acertó a decir:
—Está vivo.
Acto seguido su cabeza cayó hacia un lado y perdió la conciencia.
«¡Está vivo! O al menos, así era en el momento en que se encontró con Asko. Pero, ¿dónde estará? ¿Por qué no ha venido con él?»
Arrodillada todavía junto al lecho del chamán, la mujer cuervo cerró los ojos e intentó utilizar su mente para tantear los alrededores de la caverna. Sin embargo allí no había nada más que caos. Ni rastro de ningún ser humano. Tal vez estaba demasiado nerviosa para captar nada.
«¡Cuervo! ¿Puedes oírme? Si estás ahí, vuela hasta él. ¡Cuídalo y ayúdale a encontrar un lugar seguro!»
Ella no podía hacer nada. Absolutamente nada. Sólo esperar. De repente comenzó a sentirse muy cansada. Se dejó caer sobre su lecho y se cubrió con la manta.
★ ★ ★
Birkin, que estaba durmiendo junto a Barn, se despertó de repente y lo primero que sintió fue un fuerte hedor que se extendía por toda la cueva. Entonces se tapó la nariz con una esquina de su manta, pero no sirvió de mucho. En aquel momento vio pasar a Pedernal y Wika, que llevaban un enorme cesto que olía a mil demonios. Al llegar al toldo que cubría la puerta lo apartaron y se adentraron en la parte anterior de la caverna para deshacerse del contenido. En aquel momento Birkin lo entendió todo. Marra había dispuesto un pequeño nicho para que pudieran hacer sus necesidades y había cubierto el suelo de una capa de arena. El miedo había hecho que la mayoría de ellos sufrieran fuertes diarreas.
Cuando volvieron la joven se acercó a Wika y le preguntó:
—¿Cómo están las cosas ahí fuera? ¿Habéis visto algo?
—No. No nos hemos atrevido a asomarnos. Debe estar cayendo una tormenta terrible. Se ha derrumbado una buena parte de la pared lateral y todo está cubierto de piedras y ceniza. A parte de eso, está demasiado oscuro para ver más allá. El aire es irrespirable y, tan pronto como hemos vaciado el cesto, hemos vuelto corriendo.
Birkin pensó en Godain. Nadie merecía morir así. En aquel momento su estómago comenzó a rugir.
—Abuela, ha llegado el momento de repartir un poco de agua y comida.
—Esperaremos a que se haga de día —respondió Marra.
—Quizás no vuelva ha hacerse de día nunca más —comentó Farin ahogando un sollozo—. ¿Qué va a ser de nosotros? Vamos a morir todos, como un puñado de conejos en una trampa. Tejón ya no está, Godain ha muerto, Asko se debate entre la vida y la muerte y mi hija está a punto de dar a luz. ¿Cómo vamos a sobrevivir aquí hacinados y sin agua para beber? ¿Por qué no nos ayuda la Gran Madre? ¿Qué hemos hecho para que quiera acabar con nosotros?
Su hermana le pasó el brazo por los hombros con los ojos anegados en lágrimas. Los demás se quedaron en silencio, desconcertados. Marra se puso en pie con dificultad y le hizo un gesto para que le ayudara a repartir las tortas de semillas.
Después de haber dormido durante largo tiempo, Asko parecía encontrarse mejor, aunque todavía le costaba respirar. Tenía la mano izquierda sobre el pecho y de vez en cuando sufría un espasmo. Cuando Ravan descubrió que se había despertado, se levantó y se acercó a él. Acto seguido le limpió el sudor de la cara y le acercó a los labios un vaso con un poco de infusión. El chamán intentó decir algo, pero no lo consiguió. La mujer pájaro le posó la mano sobre la frente y muy pronto volvió a quedarse dormido.
En aquel momento se oyó un grito agudo que provenía del interior de la caverna. Gracias a la escasa luz que proporcionaba la lámpara de piedra, Ravan descubrió que las mujeres se habían congregado alrededor de Baya Roja, que estaba agachada en el suelo retorciéndose de dolor. Fliss, cuyo embarazo también estaba muy avanzado, sujetaba la mano de su hermana y le acariciaba la espalda.
Había llegado el momento.
Al principio Wika se sorprendió al ver que los hombres se reunían alrededor de él y de su hermano. Entonces lo entendió: Asko yacía medio muerto en el fondo de la caverna y Godain… Godain no estaba. Era normal que buscaran el apoyo de Pekum, el cazador más experimentado.
Todos ellos estaban en silencio y se limitaban a mirar a hurtadillas al grupo de las mujeres, que se esforzaban por ayudar a Baya Roja. Su compañero, Ciervo, estaba sentado solo en el otro extremo de la sala, con la mirada fija en el lugar donde se encendía la hoguera. Tenía una pequeña rama entre los dedos y poco a poco la iba rompiendo en pedacitos.
Algunos hombres miraban preocupados el techo de la caverna donde, escondida en algún lugar, había una salida de aire.
—Mira —indicó Barn señalando hacia arriba.
—Lo sé —respondió Wika—, La tierra se mueve. Es algo casi imperceptible, pero es la razón por la cual cae el polvo.
—¿Qué pasará si las rocas ceden y nos quedamos aprisionados? —reflexionó Pekum—. ¿No sería mejor que intentáramos salir?
—No —respondió Wika con rotundidad—. No te quepa ninguna duda de que moriríamos. Aquí, al menos, podemos seguir con vida aferrándonos a la esperanza de que la colina no se derrumbe.
—Me pregunto —intervino Trom— qué haremos si la tormenta no amaina y el agua se acaba.
Como si se hubiera tratado de una casualidad, su mirada recayó sobre el anciano Ril. Éste comprendió enseguida.
—Yo… yo no necesito nada más. Si la tribu empieza a sufrir escasez y debo morir… Sólo quiero que me prometáis que no me echaréis de aquí o me dejaréis morir de sed. Tengo derecho a morir dignamente, ya sea con la bebida de Imtu o con mi propia lanza.
—Por supuesto —le confirmó Wika—, pero todavía no ha llegado ese momento. Y ahora ¡dejémonos de hablar de la muerte! ¡Todo se arreglará! —A continuación encendió una segunda lámpara de piedra utilizando la mecha de la otra, que estaba a punto de consumirse. Los hombres se quedaron en silencio y se tumbaron sobre las mantas.
De repente Baya Roja soltó un grito desgarrador y luego otro y, finalmente se oyó el suave llanto de un recién nacido. Un fuerte olor a sangre se impuso sobre todos los demás olores.
Ciervo se puso en pie, pero las mujeres aún tardaron algún tiempo en abrir el círculo que rodeaba a su compañera.
—Baya Roja acaba de tener un hombrecito —anunció Farin, cansada pero feliz. Finalmente Ciervo consiguió acercarse a ella y le cogió de la mano mientras acariciaba una y otra vez la cabecita del pequeño. El resto de los hombres se fueron aproximando y les felicitaron por el nacimiento. Las mujeres se quedaron sentadas junto al lecho y compartieron la felicidad de la nueva madre. Aquél era uno de los acontecimientos más importantes en la vida de una mujer, el momento en el que podían llamarla «madre».
Elann fue la única que no tomó parte en la celebración. Llevaba varios días sin comer ni beber.
Ravan acarició suavemente el minúsculo piececillo del recién nacido y el corazón le dio un vuelco.
¿Cuánto tiempo seguiría con vida?
De vez en cuando todos y cada uno de los miembros recibían un poco de agua en un vaso. Nadie sabía si era de noche o de día. La única luz provenía de la lámpara que estaba situada en el centro de la caverna, en el lugar donde antes se encendía la hoguera. Aquel tenue resplandor era suficiente para orientarse.
Un inusual silencio reinaba en el lugar. ¿Qué había sido del alboroto de los niños? Últimamente estaban siempre callados y no se separaban de sus madres.
El tiempo trascurría muy lentamente y el encierro se estaba haciendo interminable. En ocasiones hombres y mujeres se concentraban en pequeños trabajos para los que no se necesitaba mucha luz, pero la mayoría de las veces acababan desistiendo. A veces se oía una conversación en voz baja, pero apenas duraba unos segundos. Todos escuchaban con atención los crujidos y estallidos que provenían del exterior, pero ninguno se atrevía a imaginar lo que estaría pasando fuera.
Básicamente no había nada de que hablar excepto la cuestión que nadie se atrevía a plantear: ¿Conseguiremos salir de aquí con vida o esta cueva se convertirá en nuestra tumba? El miedo se había convertido en una carga mucho más difícil de soportar que el hambre, la sed o el dolor.
Ravan se dio cuenta de que, cada vez que aparecía Imtu, todas las miradas se dirigían hacia ella. Los miembros de la tribu del Fresno eran como niños indefensos y acobardados que esperaban un gesto de aliento de su madre.
«Necesitamos algo que nos distraiga y que nos dé ánimos. Yo también. Si sigo pensando continuamente en Godain, acabaré volviéndome loca.»
—¿Qué os parece si contamos historias? —preguntó en voz alta.
—¿Historias?
—Sí, ¿por qué no? No tenemos nada que hacer. Tan sólo esperar. Además, es algo para lo que no se necesita demasiada luz de manera que, ¿quién quiere empezar? Todo el mundo tendrá que participar. Podéis hablar de lo que queráis, de algo que os sucedido o de lo que os gustaría hacer en el futuro.
La propuesta fue recibida con un silencio nada entusiasta. Ravan se mordió los labios. No estaba dispuesta a rendirse tan fácilmente. Estaba a punto de hacer otra sugerencia cuando, de repente, recibió una muestra de apoyo.
—¡Hazlo tú, mujer pájaro! —exclamó Nili, la hija pequeña de Llama. ¿Hacía cuánto tiempo que no oía aquella voz aguda y juguetona? De improviso algunos niños empezaron a despegarse de sus madres. Se había roto el hielo.
—Está bien. Os contaré la historia de la pequeña liebre con la que hice amistad el año pasado, cuando recogía prímulas cerca del bosque. Era una liebre muy especial, porque podía hablar, pero aquello le acarreaba muchos problemas en su tribu, pues las otras liebres…
Las palabras brotaban de los labios de Ravan sin que ella misma supiera cómo. Cuando, pasado un buen rato y tras muchas peripecias, el relato concluyó felizmente, Nili suspiró y dijo en voz alta:
—¡Qué historia tan bonita! ¿Crees que alguna vez volverás a ver a tu amiga la liebre?
—¡Pues claro que sí! —exclamó la estricta Marra, para sorpresa de Ravan—. Ahora vamos a comer algo y después os contaré la historia de mi madre, Renku, que era una cazadora tan valiente como Birkin y que una vez salvó a toda la tribu de un grave peligro.
Ravan le sonrió agradecida.
Gracias a las historias, adivinanzas y canciones los miembros del clan del Fresno consiguieron controlar el miedo y la angustia y hacerlos un poco más soportables.
Cuando la tensión había disminuido, la Anciana Madre Enebro sugirió que todos los miembros de la tribu rezaran juntos para pedir auxilio a Udonn. Tras el consenso general y, teniendo en cuenta que Imtu se encontraba en la cámara cuidando de Asko, Ravan se encargó de dirigir la plegaria. Muy pronto las sinceras súplicas de los hombres y mujeres del clan comenzaron a retumbar en las paredes de la caverna.
La ceremonia sirvió para aliviarles las penas, pero también resultó agotadora. Al acabar uno tras otro fueron dejándose caer sobre las mantas y abandonándose a un sueño intranquilo y poco reparador. Aun así, la desesperación ya no era tanta.
A pesar de que la cantidad de carne curada que se asignaba a cada uno era bastante escasa, no podían quejarse de estar pasando hambre. Sin embargo, no se podía decir lo mismo del agua, o de aquel aire irrespirable y nauseabundo. A ninguna de las mujeres se le pasó por la cabeza encender el fuego, no obstante, hacía mucho calor en la cueva, un calor casi insoportable, mucho más que el que solía hacer en verano. Además, teniendo en cuenta que en el exterior estaba completamente oscuro, ni siquiera Imtu era capaz de decir cuántos días habían pasado.
Pasado un tiempo Asko salió de la cámara medio a rastras. Tenía el rostro cubierto de llagas y costras purulentas. Llama y Farin le ayudaron a tumbarse en su lecho. Aquellos pocos pasos le habían costado un enorme esfuerzo y estaba sudoroso, tosía fuertemente expulsando flemas verdosas. Cuando se hubo recuperado un poco, hizo un gesto a Ravan, que no le había quitado ojo, pidiéndole que se acercara. Ella no se hizo esperar y se arrodilló junto a él. Farin se colocó al otro lado y agarró la mano de su compañero.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó la joven intentando sonreír.
El chamán hizo un gesto con la mano e intentó hablar. Ravan se inclinó hacia él intentando leerle en los labios.
—Godain vino conmigo —acertó a decir en un susurro—, pero luego… de repente, quiso ir hacia el Gran Fresno. Dijo que el Hombre de la Cornamenta le había llamado… que él le protegería. Entonces echó a correr. No pude detenerlo. Lo siento, mujer pájaro.
«¡Oh no! ¡Está muerto! El Hombre de la Cornamenta se lo ha llevado y él se ha ido para siempre. Sin despedirse.»
Entonces sintió como si unos dedos helados agarraran su corazón. Respiró hondo y esperó a que llegara aquel dolor insoportable que le partiría en dos. Sin embargo nada de eso sucedió. Sorprendida escuchó atentamente su interior. Godain estaba muerto, de eso no había duda, y sin embargo… sin embargo no sentía absolutamente nada.
«¿Habré perdido mis capacidades como mujer pájaro? ¿Será una consecuencia de la cólera de Vairani?»
Asko intentó decir algo más, pero Ravan vio las gotas de sudor que corrían por su frente y le puso un dedo sobre los labios.
—No hace falta que digas nada más. El Hombre de la Cornamenta lo protegerá. Hiciste todo lo que estaba en tu mano. Ahora tienes que ponerte bien. El clan te necesita.
Exhausto, el chamán cerró los ojos. Ravan apretó suavemente el brazo de Farin y se fue a ver a Baya Roja, que desde el parto no se había movido de su lecho. Se le daba más cantidad de agua que a los demás, pero no bastaba para que le subiera la leche y su pequeño lloraba sin cesar, aunque muy débilmente. Fliss, que estaba a punto de dar a luz, no se movía de su lado, observando con preocupación lo que ella misma tendría que padecer en pocos días. Ravan cogió al pequeño y comenzó a mecerlo con suavidad.
En aquel momento escuchó de nuevo en su interior. Nada. Cada vez entendía menos lo que le estaba pasando.
★ ★ ★
Pasó el tiempo y la oscuridad, el viento, y los ruidos de cosas golpeando fuertemente la caverna no cesaban. De repente un nuevo ruido despertó a los miembros de la tribu. Un par de cazadores se puso en pie y se acercaron a la puerta para averiguar lo que sucedía en el exterior. Se oía una especie de murmullo, como el de un líquido… Los dos hombres se miraron incrédulos. Aquello era ¡lluvia! Se trataba, nada más y nada menos que de una tormenta, un intenso aguacero que caía con gran fuerza. Pero, al fin y al cabo lo único importante era que se trataba de agua.
Pekum y Wika quisieron salir a la parte anterior de la caverna para verlo con sus propios ojos. Imtu no mostró ninguna objeción, pero Asko los detuvo:
—Tenéis que protegeros la piel y tener mucho cuidado. Sea lo que sea lo que cae del cielo, no debe tocaros. Estoy seguro de que es venenoso. ¡Miradme! —Las llagas sanguinolentas de su rostro cada vez tenían peor aspecto.
A pesar del calor, los dos hermanos se cubrieron con capuchas y guantes y se dirigieron al exterior. Wika llevaba un gran trozo de madera plano bajo el brazo.
Cuando, pasados unos minutos, regresaron, todos los ojos estaban dirigidos al recipiente que llevaban entre los dos. Sin embargo, tras echar un vistazo al interior, de sus bocas salió un suspiro de decepción: se trataba de una especie de lodo negro, espeso y maloliente, que por su puesto, no se podía beber. Los adultos apretaron fuertemente los labios y evitaron mirarse los unos a los otros.
—¿Cómo están las cosas ahí fuera? —preguntó Ravan.
—La pared del lado oeste está completamente destruida —respondió Wika—, y todo está cubierto de cenizas y barro. No hemos podido asomarnos al exterior. Al menos la tormenta ha cesado y, por lo que parece, la lluvia acaba de empezar. Hemos sacado el cubo con una lanza y luego lo hemos vuelto a entrar. Mientras siga cayendo esto del cielo, será mejor que nos quedemos en la caverna. Quizás más adelante mejore la situación.
Por lo menos era evidente que el calor estaba disminuyendo. Aquella lluvia de barro hacía que la tierra y el aire se fueran enfriando. El ruido que producía era incesante. De repente, a través del agujero del techo comenzó a penetrar un líquido marrón. Nadie recordaba que por aquel orificio bien protegido hubiera entrado jamás ningún líquido, ni siquiera en la época de las grandes tormentas otoñales o cuando empezaban a derretirse la nieve. ¿Cuánta agua podía caer hasta que se agotaran las existencias de Udonn? ¿Acabarían todos ahogados? ¿Morirían de sed? ¿O las dos cosas al tiempo?
Se les habían acabado las mechas y el aceite. La última lámpara se apagó y se quedaron completamente a oscuras.
A partir de entonces los miembros de la tribu del Fresno perdieron por completo la noción del tiempo y esperaron con resignación lo que el destino les pudiera deparar. En algún momento pareció que la lluvia cesaba, pero pronto comenzó de nuevo.
—¿Qué opinas? —preguntó Trom a Wika.
—Creo que debemos intentarlo. No puedo soportar más el seguir aquí sin hacer nada. ¿Pekum?
Los tres cazadores ni siquiera pidieron permiso. Hicieron acopio de las pocas fuerzas que les quedaban y se acercaron tanteando a la salida. Poco después volvieron a la caverna, donde cada vez hacía más calor, e informaron:
—El aire de fuera ya no es tan sofocante, al menos no tanto como aquí dentro. Parece que se puede respirar, por lo menos durante un rato. Además, parece que hay más luz. ¿Qué os parece si levantamos el toldo?
Nadie manifestó ninguna oposición y poco después entró un poco de aire fresco. Los que aún tenían fuerzas, se incorporaron y se arrastraron hacia la entrada.
—¡Mirad! —exclamó Yegua señalando hacia la salida. Los demás vieron a lo que se refería, era un tenue haz de luz. Una chispa de esperanza prendió en sus corazones. Sin pensarlo dos veces, hombres y mujeres salieron al exterior a trompicones. Apoyados los unos en los otros empezaron a caminar sobre el barro. Al llegar al umbral de la construcción, bajo los restos del techo despedazado que les protegía provisionalmente del agua, se quedaron de pie contemplando el reino de muerte de la terrible Ana. Hasta donde les alcanzaba la vista, el suelo estaba cubierto de un lodo de color oscuro, y el cielo no se veía por culpa de unas densas nubes negras que, en algunos puntos, mostraban un color gris turbio. En un lugar concreto había una zona algo más clara, probablemente el lugar donde estaba el sol. A juzgar por el lugar en el que se encontraba, debía ser por la mañana temprano. Sin embargo todo estaba oscuro y no había ningún color.
Los miembros de la tribu del Fresno se quedaron petrificados. Apenas podían respirar. Nadie decía nada. ¿Qué podían decir? Los niños se abrazaron a sus madres, pero no había consuelo posible.
De repente volvió a caer lodo del cielo en gotas espesas y negras, acompañados de piedras.
Una de las mujeres empezó a gimotear, y después a gritar. Se trataba de Elann. Gritaba cosas incomprensibles y, antes de que nadie pudiera impedírselo, se zafó de las manos que intentaban sujetarla y desapareció en el desierto de barro.
—¡No, Elann! ¡No! ¡Vuelve aquí! —Yegua quiso correr tras su hija, pero sus dos compañeros la agarraron con fuerza y la obligaron a volver al interior.
Paralizados por el horror, los miembros de la tribu del Fresno se quedaron mirando la lluvia.
—¡Pekum! ¡Wika! ¡Soltadme! ¡No podemos dejarla ahí fuera! —sollozó—. ¡Madre! ¡Di algo!
Lluvia le pasó el brazo por el hombro y la miró con preocupación.
—Si para de llover, tal vez alguien podrá ir a buscarla. Mientras tanto, no tiene sentido. Sería como enviarlos a una muerte segura.
Imtu aferraba uno de los palos de la construcción con tal fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Su voz, sin embargo, sonaba tan serena como siempre.
—Será mejor que entremos. Empieza a hacer frío y el aire y la lluvia pueden ser peligrosos. De todos modos, dejaremos el toldo ligeramente abierto, encenderemos un fuego y prepararemos una infusión con la poca agua que nos queda. Después nos sentaremos a deliberar sobre lo que debemos hacer a partir de ahora. Cuando pare de llover, podremos salir a buscar a Elann. Mientras tanto algunos de los más jóvenes, que todavía tienen fuerzas, podrán empezar a sacar de la caverna toda la inmundicia.
Poco después, unas tres docenas de figuras extenuadas y andrajosas se sentaron alrededor del fuego. En sus manos sostenían vasos, cuencos y cuernos con la preciada bebida. El agua empezaba a oler mal pero, una vez hervida era posible beberla. Las Madres se habían congregado alrededor de Imtu y Ravan las miró de pasada y no pudo menos que sentir una gran admiración por ellas.
«Son las que menos han comido y bebido y llevan el peso de la responsabilidad y soportan el miedo. Se han mostrado fuertes y han dado ejemplo a los más jóvenes. Están exhaustas, como todos nosotros, y sin embargo permanecen firmes. Son extraordinarias.»
Imtu dio comienzo a la asamblea.
—En este momento lo principal es conseguir agua —dijo sin más preámbulos—. Todavía nos quedan algunas nueces y podríamos sobrevivir unos días si comer, pero no sin agua. Hay que intentar llegar hasta el arroyo de los juncos y traer algo de ese caldo sucio. Si lo dejamos reposar para que el lodo se pose en el fondo, quizás podamos bebérnosla —entonces miró a su alrededor esperando que alguien opinara al respecto.
—Yo no lo haría —la voz de Asko era apenas un susurro—. He estado a punto de morir sólo por respirar esa escoria. Beberla sería aun peor. Despide un hedor insoportable. Estoy seguro de que nos pondríamos enfermos y moriríamos.
Tenía razón, pero entonces, ¿qué podían hacer? ¿Recoger aquella lluvia negra? ¿Excavar en busca de agua? ¿Intentar limpiarla?
Hombres y mujeres intentaban desesperadamente encontrar una solución.
—¡Yo sé de dónde podemos sacar agua! —exclamó Ravan de repente. Todos se quedaron mirándola y escucharon con atención. Visiblemente alterada continuó—: ¡De la caverna sagrada! ¡Hay un pequeño manantial…!
Las Ancianas Madres e Imtu se quedaron estupefactas.
—¡Por supuesto! ¡Tienes razón!
—Pero, ¿cómo la traeremos hasta aquí? Las únicas que podemos entrar somos nosotras, y no creo que estemos en condiciones.
—Iré yo —decidió Ravan—. Sería un esfuerzo demasiado grande para vosotras. Me acompañarán un par de hombres y nos llevaremos tantas bolsas de cuero como podamos.
—Es una misión muy peligrosa, y ni siquiera sabemos si es factible. No podemos permitir que arriesgues tu vida —opinó Enebro.
—No tenemos elección, abuela —respondió la joven. A continuación, girándose hacia los hombres, preguntó con decisión—: ¿Quién se ofrece a venir conmigo?
Casi todos levantaron la mano.
—Que decida Asko —sugirió Pekum, que había sido uno de los primeros en presentarse voluntario.
El chamán, tras reflexionar unos instantes, señaló a Wika y a Trom.
El respeto que sentía Ravan por aquel hombre, se hizo aún mayor. Había tomado la mejor decisión posible. Wika era el segundo compañero de Yegua, y Trom, que tenía el brazo derecho debilitado, había dejado de ser el valioso cazador de antes. A pesar de eso, los dos eran fuertes y lo suficientemente experimentados para hacer frente a una misión tan complicada.
—¡Escuchadme bien! —dijo el chamán en un susurro—. La lluvia está limpiando el aire, de manera que os será más fácil respirar. Sin embargo, el barro que trae consigo es muy peligroso. Tenéis que evitar por todos los medios que entre en contacto con vuestra piel. Poneos las ropas más gruesas que tengáis y cubríos con pieles y capas, como si estuviéramos en pleno invierno. Si parase de llover, tened cuidado con el viento. Arrastra polvo y pequeñas piedras. Colocaos un trozo de cuero sobre la boca y respirad a través de él. Bajo ningún concepto debéis inspirar esa ceniza. ¿Habéis entendido? Yo estuve a punto de morir asfixiado.
Los tres asintieron y se pusieron en pie. No había tiempo que perder.
Imtu fue a buscar sus botas de piel de reno y se las dio a Ravan. Enebro, por su parte, le cedió su bien más preciado, el abrigo de piel de lince. Al final la mujer cuervo se cubrió la cabeza con una capucha de piel de liebre y se guardó una pequeña bolsa de cuero con nueces y un poco de carne seca. Para entonces los cazadores, equipados de forma similar, ya estaban listos para partir. Cuando Ravan se acercó a ellos con una bolsa de agua y su venablo, estos agarraron las lanzas y los grandes sacos de cuero y se acercaron a Imtu para recibir su bendición.
La anciana mujer pájaro levantó las manos y dijo:
—Que la fuerza de la Gran Madre Udonn, la salvadora, os acompañe y os permita regresar sanos y salvos —en aquel momento se tambaleó y tuvo que agarrarse al brazo de Marra.
El chamán se encontraba junto a la salida. También él abrió los brazos y dijo en voz baja:
—Que la rapidez del caballo salvaje y la inteligencia y resistencia del reno estén con vosotros y que la fuerza del Hombre de la Cornamenta, el ciervo sagrado, os acompañe. Llevad a cabo vuestra misión y volved ilesos.
Seguidamente apoyó las manos sobre los hombros de Wika y Trom y, tras dudar unos instantes, tocó también a Ravan. Ella le dio las gracias con una ligera inclinación de cabeza.
Wika descorrió el toldo y los tres salieron al exterior.
★ ★ ★
Había dejado de llover y soplaba un fuerte viento que arrastraba consigo grandes cantidades de ceniza. Wika, que se había tapado la boca con un pico de su capa, miró hacia el cielo. Debía de ser poco después del mediodía. En circunstancias normales el camino hasta la Caverna Sagrada era un juego de niños pero, en aquel momento, ni siquiera sabían si conseguirían alcanzar su objetivo.
Como era de esperar, Wika se colocó a la cabeza y guió a los demás. Ravan caminaba en segundo lugar y Trom iba el último para proteger la retaguardia.
La capa de barro que cubría el suelo no era demasiado profunda, como mucho, les llegaba hasta los tobillos. No obstante dificultaba enormemente la caminata. Hacían todo lo que podían por protegerse el rostro y las manos de aquella lluvia negra y cada vez más untosa. El hambre y la sed eran un auténtico tormento ya que el tremendo esfuerzo que suponía desplazarse por aquel cenagal requería mucha energía.
Una y otra vez se veían obligados a detenerse y apoyarse en sus lanzas hasta que les disminuyera el latido del corazón y se les pasara el mareo. Apenas prestaban atención al paisaje, tan sólo lo necesario para encontrar el camino. Intentaban ignorar los troncos desnudos y derribados de los árboles y las corrientes y arroyos hediondos y burbujeantes. De repente, mientras subían con esfuerzo una ligera pendiente, se abrió una pequeña grieta en la densa capa de nubes y aumentó la luz e, instintivamente, se detuvieron y echaron un vistazo al valle que rodeaba al arroyo de los juncos.
—Menos mal que no hemos ido al arroyo —dijo Wika jadeante, mientras se limpiaba el sudor de la frente.
—No hubiera servido de nada —convino Trom—. Ni siquiera se distingue bajo toda esa capa de lodo.
Se pusieron de nuevo en camino, paso a paso. O conseguían agua o morirían. Así de simple.
A última hora de la tarde Wika descubrió el cadáver de un animal junto al sendero. Se trataba de un jabalí y no podía llevar muerto mucho tiempo porque el lodo todavía no lo había cubierto por completo. Entonces desenrolló las tiras de cuero que llevaba en las caderas, le rodeó las patas delanteras y se lo cargó a las espaldas.
Poco después llegaron a la explanada de la Caverna Sagrada. La entrada, cubierta por las desnudas varillas de avellano, apenas se distinguía. Ravan se detuvo e intentó divisar el gran Fresno a través de las ramas rotas y peladas. Entonces sacudió la cabeza con incredulidad y se tapó la boca con las manos.
El enorme y anciano árbol que daba nombre a la tribu estaba tirado en el suelo, con el tronco hecho pedazos y cubierto de lodo. La tormenta había arrancado parte de la raigambre creando formas grotescas en el aire. No había ni el más mínimo indicio de que una persona hubiera podido refugiarse allí y sobrevivir.
«Por supuesto que no. En realidad nunca creí que fuera posible.»
El cuerpo de la mujer cuervo temblaba de arriba abajo y sentía una fuerte opresión en el estómago. Sin embargo aquel dolor desgarrador que esperaba, todavía no se había producido.
Wika se acercó a ella y, tras echar un vistazo a los restos del árbol sagrado, la cogió del brazo con dulzura y le quitó la carga que llevaba a la espalda.
—Vamos, mujer cuervo. No puedes quedarte aquí. Los demás esperan impacientes nuestro regreso —al hablar se le quebraba la voz.
Bajo la roca que cubría la entrada a la Caverna Sagrada, la arena del suelo estaba seca. Los hombres se dejaron caer y se apoyaron en la pared cubierta de musgo. Les dolía todo el cuerpo, incluso al respirar, y el escozor de los ojos era insoportable. Las manos de Wika, que habían tocado el jabalí, estaban enrojecidas y llenas de ampollas.
Ravan se pasó la lengua por los labios agrietados.
—Antes de nada os traeré un poco de agua —dijo—. En seguida vuelvo. Seguidamente apartó hacia un lado la mampara. Llamaba la atención que todavía siguiera allí. Respirando con dificultad fue tanteando el corto pasillo deteniéndose a cada paso y apoyándose contra la pared para descansar. Antes sus ojos percibía destellos luminosos y puntos brillantes, por lo que, al principio, no le extrañó ver una luz intensa que provenía del interior y que acabó convirtiéndose en una hoguera.
—No te asustes. Soy yo —dijo una voz familiar.
Era una persona, un hombre. Era Godain.
Ravan alargó los brazos y dio un paso hacia delante, después su cuerpo dejó de obedecerle y cayó redonda al suelo.
Cuando volvió en sí, Godain todavía estaba allí. La sostenía en sus brazos y vertía sobre sus labios un poco de agua fresca. Ella agarró el vaso con avidez y bebió y bebió. Cuando hubo terminado echó atrás la cabeza, posándola sobre su hombro, y se quedó mirándole mientras acariciaba suavemente su rostro con los dedos temblorosos, sin entender ni una palabra de lo que estaba diciendo.
—Estaba seguro de que vendríais —repitió el chamán—. ¿Dónde si no ibais a encontrar agua? Pero, no has venido sola ¿verdad?
Finalmente las palabras de Godain consiguieron devolverla a la realidad y sacudió la cabeza.
—¡No! ¡Claro que no! Wika y Trom se han quedado fuera. Están esperando a que les lleve un poco de agua.
—Bien —dijo Godain poniéndose en pie—. Voy a buscarlos. Tú, mientras tanto, descansa un poco.
Ravan obedeció y apoyó la cabeza sobre la manta de piel. ¡Qué agradable sensación no tener que preocuparse de nada!
«Voy a buscarlos. Voy a buscarlos. Voy a buscarlos.»
Tenía la impresión de haber olvidado algo. Algo importante. De pronto recordó aquel día en que se despertó muy asustada en el interior de la Caverna Sagrada, convencida de haber trasgredido una prohibición. Como si fuera un eco le volvieron a la mente sus propios pensamientos:
«Una de las reglas más estrictas de Udonn es que nadie, excepto las Madres, podía entrar allí. Tan sólo en ocasiones especiales, cuando existía una razón de peso, una de las Ancianas Madres podía acompañar a una muchacha o mujer joven al interior. Los hombres no podían entrar bajo ningún concepto, jamás.»
Ravan se incorporó repentinamente y dijo:
—¿Godain?
El chamán se había puesto la capa y ya estaba cerca de la salida.
—¿Sí?
Con toda la determinación que fue capaz de reunir, la mujer pájaro le comunicó:
—No puedes ir a buscarlos. Los cazadores están obligados a quedarse fuera. Por eso he entrado sola. Sabes de sobra que los hombres no pueden entrar aquí. Si lo hicieran se trataría de una profanación, en cuyo caso deberían morir.
—¿Ah sí? Con que ningún hombre ¿verdad? ¿Y yo que soy?
Ravan se dejó caer, desconcertada. De repente comprendió la gravedad de la situación y se agarró a la primera excusa que se le pasó por la cabeza:
—Tú no eres uno de nosotros… Los miembros de la tribu del Fresno…
Godain volvió atrás, se agachó junto a ella y la agarró por los hombros.
—Ravan —dijo mirándola fijamente a los ojos—, no me vengas con esas. Ahora mismo lo único que realmente importa es sobrevivir. ¿Te parece el momento para pensar en cavernas sagradas? Hace días que estoy aquí y no me ha pasado absolutamente nada.
Tenía razón. Nadie le había castigado por ello. Tenía el rostro hundido, los ojos rojos y los cabellos enmarañados pero, en conjunto, tenía mucho mejor aspecto que los cazadores de la tribu.
Ravan vaciló.
—En tu caso no estaba aquí para evitarlo, pero no puedo permitir que ellos entren. ¡Por el amor de Udonn, Godain! ¿Es que no lo entiendes? ¡Soy una mujer pájaro! No puedo traicionar a la Gran Madre. ¿No has tenido bastante con lo que ha pasado hasta ahora que quieres enfadarla aún más? ¿Acaso quieres que muramos todos?
—Por supuesto que no pero, por lo visto, tú sí. Al fin y al cabo hoy no podéis volver. Si les obligas a pasar la noche ahí fuera morirán. Y entonces ¿quién llevará el agua al resto de la tribu? El aire sigue lleno de polvo y cenizas y casi no se puede respirar. ¡Escucha como toses! Antes de volver tenéis que beber mucha agua, descansar, comer algo y, sobre todo, respirar aire puro. De manera que tú decides, ¿voy a buscarlos o no?
Ravan cerró los ojos.
«Una señal. Por favor, Vairani. ¡Dame una señal!»
Godain esperó y Ravan se dio cuenta de que se estaba impacientando. Entonces abrió los ojos. No tenía sentido quedarse allí, esperando a que le llegara la inspiración. El pánico se estaba apoderando de ella. Fuera cual fuera su decisión, podría causar más dolor y desgracias a su gente. Ella era una mujer pájaro y debía responder ante Udonn por sus actos. Por otro lado, Godain seguía con vida. ¿Debía dejar morir a Wika y a Trom? No, de ninguna manera. Eso sí que no.
Entonces miró las pinturas de las paredes de piedra y su mirada se quedó fija sobre la imagen del cuervo. De repente sintió una profunda serenidad.
A continuación agarró la mano de Godain con decisión y se puso en pie.
—Yo misma iré a buscarlos. Es responsabilidad mía. ¡Por favor, Udonn, escucha mis palabras! Te ruego que, si hago algo que no debo, me castigues a mí y no a la tribu.
Con su característico gesto, que tanto le gustaba a Godain, se retiró el pelo y se dirigió al exterior.
Los dos hombres se encontraban en una situación desesperada. La sed les estaba consumiendo y tenían una fuerte tos. Cuando vieron a la joven preguntaron esperanzados:
—¿Has encontrado agua?
—Sí —respondió Ravan—, y también a Godain. Ha conseguido sobrevivir aquí y vosotros también podéis entrar. En nombre de la Gran Madre, os doy permiso para hacerlo.
Los cazadores la miraron atónitos, incapaces de asimilar lo que estaban oyendo. Ninguno de ellos se movió. En aquel momento apareció Godain.
—¡Venga! ¡Vamos dentro! —les alentó—. ¿No pensaréis quedaros aquí para siempre? No es momento para pensar en cavernas prohibidas. Tenéis que sobrevivir. Vuestra tribu os necesita —luego, tras observarlos con más detenimiento, dijo—: Será mejor que dejéis los mocasines, capuchas y capas en el pasillo, de lo contrario lo ensuciaréis todo. Dentro hay mantas de sobra, y también una hoguera —de pronto reparó en el jabalí que había junto a Wika y esbozó una sonrisa—: ¡Vaya! ¡Habéis traído la cena! Será mejor que lo descuartice aquí mismo, para que no entre el lodo.
Los hombres todavía se mostraban reticentes. Trom miró a Wika. Wika miró a Ravan. Ella asintió con una seguridad que en realidad era fingida.
—Podéis entrar. Es más, debéis hacerlo. Os lo dice la mujer pájaro. Sé muy bien lo que hago.
«Ojala fuera así.»
Acto seguido se giró y entró en la caverna. Estaba empezando a llover otra vez. Wika empezó a toser expulsando flemas de color negruzco y miró hacia otro lado con repugnancia. Entonces se apoyó sobre la roca y se puso en pie.
—¡Venga! ¡Vamos! —Dando tumbos desapareció a través de la entrada de la Caverna Sagrada. Trom siguió sus pasos y Godain fue el último en entrar.
★ ★ ★
No había ni rastro de sus huellas en el barro. ¿A dónde podría haberse dirigido Elann? ¿Por dónde debían comenzar a buscarla? Birkin y Barn iban cogidos de la mano y les resultaba extremadamente difícil orientarse en medio de aquel diluvio. A sus espaldas se encontraba la caverna y aquel tronco chamuscado debían ser los restos del serbal que solía destacar en el perímetro exterior.
Birkin apretó los dientes y respiró de forma superficial a través del trozo de piel que sujetaba delante de la nariz.
Apenas se veía nada, pero no estaba dispuesta a rendirse. Barn y ella encontrarían a Elann. ¡Si es que todavía estaba viva! No habían perdido tiempo. Habían salido apenas unos minutos después de su partida. Todavía había esperanzas.
«Dice mucho en favor de Barn el que se haya ofrecido a acompañarme. Jamás volveré a dudar de él.»
En realidad ni siquiera ella sabía por qué se había presentado voluntaria para la búsqueda. Como cazadora y mujer sin hijos tenía derecho a hacerlo, pero eso no explicaba la razón. ¿Sería porque habían compartido juegos desde niñas? ¿Por compasión? ¿O porque creía que ninguno de los hombres sería capaz de encontrarla?
«No importa. No sirve de nada pensar en ello. El caso es que hemos salido en su busca y que estamos al límite de nuestras fuerzas. Si no la encontramos pronto, tendremos que volver. De todos modos, no puede haber ido muy lejos.»
Con gran esfuerzo siguió caminando hacia delante, chapoteando por encima de aquel lodo espeso, escuchando atentamente la respiración jadeante de Barn.
«¿A dónde habría ido si fuera Elann? ¿A dónde se dirigen normalmente las mujeres cuando salen de la caverna?»
Birkin intentó evocar el momento en que la espalda de Elann desaparecía entre la lluvia y todo apuntaba a que había corrido en dirección al serbal. A partir de allí sólo había bosque. De pronto cayó en la cuenta y comenzó a avanzar luchando contra la lluvia, que se había intensificado, y contra el fuerte viento que hacía que las gotas de color marrón les golpearan directamente sobre el rostro. Ambos se esforzaban por protegerse los ojos.
A medio camino Barn se detuvo inesperadamente y señaló hacia la derecha, hacia una forma curvada que asomaba entre el barro. Era uno de los mocasines de Elann. Birkin gritó al oído de Barn:
—¡El taller de las herramientas!
Al llegar la encontraron allí, hecha un ovillo, bajo uno de los toldos de cuero de Asko, con el rostro apoyado sobre el barro y cubierto con sus despeinadas trenzas. Juntos voltearon su cuerpo inerme y la colocaron boca arriba. Birkin le levantó la cabeza y la apoyó sobre su regazo.
—¿Está muerta? —preguntó Barn.
—No. Su corazón todavía late, aunque muy débilmente —la joven inconsciente emitía un sonido ronco al respirar pero, por lo visto, la cubierta había evitado lo peor.
—Gracias a Udonn, sigue con vida. Debemos cargar con ella hasta la cueva.
—No, Birkin. Jamás lo conseguiríamos. Ni siquiera sé si tenemos fuerzas para volver por nuestro propio pie. Hay que intentar que despierte. Si pudiera caminar, podríamos servirle de apoyo —entonces comenzó a toser y expulsó una mucosidad de un desagradable color marrón.
Acto seguido se inclinó sobre la joven, la agarró por los hombros y la agitó con fuerza.
—¡Despierta, Elann! ¿Me oyes? ¡Tienes que despertarte!
—¡Barn! —exclamó Birkin—. ¿Te has vuelto loco? ¡La vas a matar!
El cazador no respondió. Comenzó a abofetear las pálidas mejillas de Elann y después volvió a sacudirla.
—¡Despierta! ¡Despierta!
—¡Basta ya, Barn! —gritó su compañera.
De pronto Elann abrió los ojos. Barn se echó hacia atrás jadeante y se secó el sudor de la frente.
—¡Elann! ¿Me oyes? —gritó Birkin a través del aullido del viento.
La muchacha no respondió. Parpadeó varias veces y después fijó la mirada sobre el rostro de su amiga. Birkin respiró aliviada.
—¿Puedes levantarte? Tienes que ponerte en pie. Vamos a llevarte a la caverna.
Elann sacudió la cabeza.
—¡No! ¡Déjame!
—No podemos cargar contigo. Tienes que hacerlo, de lo contrario morirás.
—No me importa.
—¿Cómo? ¿Quieres morir? ¿Y por qué?
—Porque yo tengo la culpa de todo —respondió de forma casi inaudible—. Soy culpable de la cólera de Udonn. Tal vez, si yo muero, la Gran Madre os permita seguir con vida.
—¿Por eso echaste a correr?
Elann asintió con lágrimas corriéndole por las mejillas. En aquel momento Birkin lo entendió todo. Entonces intentó concentrarse. ¿Qué podía decirle? Lo mejor sería admitir la verdad.
—Escúchame bien, Elann. Yo no soy ninguna mujer pájaro, y no tengo explicación para lo que está pasando pero, si la Gran Madre ha decidido castigarnos, no puede ser sólo por culpa tuya. Todos, me oyes, todos nosotros hemos provocado su ira: las mujeres, los hombres, e incluso las Ancianas Madres. Llevo mucho tiempo pensando en eso. Estoy convencida de que tu muerte no serviría de nada.
Birkin se preguntó si su amiga habría escuchado sus palabras, y lo intentó una vez más.
—Elann, sabes de sobra que, para aplacar la cólera de Udonn, lo mejor que puedes hacer es ponerte al servicio de tu tribu.
Finalmente la joven pareció reaccionar. Daba la impresión que se había encendido en ella la llama de la duda y que reflexionaba sobre lo que Birkin le había dicho. «Ponerse al servicio de la tribu…» Había crecido escuchando aquella frase hasta la saciedad, y en aquel momento parecía causar el efecto deseado. Sin embargo no bastaba. Desesperada Elann sacudió la cabeza.
—No. La única forma en que puedo servir a la tribu es con mi propia muerte. La tribu estaría mucho mejor sin mí.
Birkin tosió sobre su capa y el acceso de tos le causó un dolor insoportable. Conforme respiraba el dolor se hacía cada vez mayor. No les quedaba mucho tiempo. Entonces lanzó una mirada cómplice a Barn y, con la esperanza de que el joven no interviniera, se lo jugó todo a una sola carta.
—Si tu vida no sirve para nada, ¿Por qué crees que Barn y yo hemos arriesgado nuestras vidas para salir a buscarte? Tú perteneces a la tribu, y te necesitamos. Tenemos que permanecer unidos, de lo contrario todo se vendrá abajo. ¡Maldita sea, Elann! ¡No cierres los ojos y escúchame! No vamos a permitir que mueras. Vamos a quedarnos a tu lado, aunque eso signifique morir contigo. ¿Es eso lo que quieres?
Elann abrió los ojos de mala gana y dijo:
—¡Ni hablar, Birkin! Volved a la caverna y dejadme aquí… Ya casi no puedo respirar.
—No —respondió Birkin escuetamente mirándola a lo ojos. Era evidente que no estaba dispuesta a ceder.
—Lo dices en serio, ¿verdad?
—Sí.
Las lágrimas volvieron a aflorar de los ojos de Elann y comenzaron a correrle por las mejillas formando surcos sobre la oscura capa untosa que cubría todo su rostro. A continuación se incorporó con un suspiro y tuvo un arranque de tos que le hizo expulsar una flema llena de sangre.
—¿Puedes hacerlo?
—No tengo más remedio. Ayúdame a levantarme.
Inmediatamente después se pusieron en camino en dirección a la cueva. Cuando llegaron, empezaba a anochecer.
★ ★ ★
—Cuéntanos cómo conseguiste escapar a la tormenta y llegar hasta aquí, Godain. Creímos que jamás volveríamos a verte.
Por enésima vez Wika y Trom le dieron varias palmaditas en la espalda del chamán. La expresión de sus caras mostraba una inmensa felicidad.
Tanto ellos como la mujer cuervo estaban sentados alrededor del fuego. Habían saciado su sed, habían llenado sus estómagos con la carne asada del jabalí y poco a poco el dolor punzante del pecho empezaba a disminuir. Wika había sumergido en el agua las manos llenas de quemaduras y, aunque todos tenían los rostros enrojecidos y escocidos, ninguno le daba mayor importancia.
Ravan quiso creer que lo peor ya había pasado. De hecho la situación poco a poco parecía mejorar. Hasta aquel momento habían conseguido sobrevivir, tenían agua y, si seguía lloviendo, poco a poco arrastraría aquella densa capa de barro. La hierba y las plantas volverían a crecer, todavía faltaba mucho para el próximo invierno. Sin duda la tribu pasaría mucha hambre, pues la mayoría de los animales habían muerto durante la gran tormenta, y tampoco había frutos que recolectar. Aun así, habían sufrido otros períodos de escasez y conocían infinidad de trucos para superarlos.
«Y entonces ¿por qué tengo tanto miedo? ¿Qué oscura sombra se cierne sobre nosotros? Se acerca algo terrible, pero no acierto a comprender de qué se trata. ¡No quiero verlo!»
La voz de Godain la sacó de sus pensamientos.
—La noche en que Asko y Ravan vinieron a visitarme al refugio del bosque, una vez se hubieron marchado, me quedé sentado junto al fuego y reflexioné durante largo rato. De pronto sentí que algo no iba bien, y levanté la nariz para olfatear el viento. Entonces noté un calor pegajoso acompañado de un extraño olor y me di cuenta de que la tierra se movía. En aquel momento llegó Asko para rescatarme. Sin duda me salvó la vida, pues no conseguía distinguir de dónde provenía el peligro y no sabía hacia dónde huir.
El chamán hizo una pausa y todos pensaron lo mismo: Hacía varias lunas Godain había salvado la vida de Asko, y ahora él había saldado su deuda. Era algo habitual entre los cazadores, y aquéllos eran los hilos que mantenían el vínculo que existía entre ellos. A continuación prosiguió con el relato.
—Echamos a correr. El viento era cada vez más fuerte. Asko, que ya había recorrido el camino cuatro veces, apenas podía respirar y no paraba de toser. Quería que fuéramos a la caverna y estaba convencido de que las Madres no pondrían ningún reparo. La idea no me gustaba demasiado, pero no tenía elección si quería sobrevivir. Estábamos a la altura del serbal cuando, de repente, entre en una especie de trance y el Hombre de la Cornamenta se apoderó de mí con todas sus fuerzas obligándome a dirigirme a la colina del Fresno. Era una locura, pero hacía mucho tiempo que había consagrado mi vida a él y estaba convencido de que quería llevarme consigo al otro mundo… No. En realidad no pensaba absolutamente nada, tan sólo me dejaba llevar. Entonces dejé que Asko volviera a la caverna y salí corriendo a toda prisa. La tormenta era tan fuerte que casi no conseguía mantenerme en pie. No tenía ni idea de a dónde me dirigía ni lo que estaba haciendo. Finalmente me topé con una mampara y entré a trompicones en una pequeña caverna. Desde entonces estoy aquí.
Los demás le miraban atónitos. Ravan respiró hondo y Godain le apretó levemente la mano.
—¿Estás diciendo —preguntó Wika— que el Hombre de la Cornamenta te trajo hasta aquí? ¿Precisamente a esta caverna?
—Sí, así fue. Y más tarde entendí por qué. Si me hubiera guiado hasta el Fresno, ahora estaría muerto. Ya habéis podido comprobar cómo están las cosas ahí fuera. Pero no eran esas sus intenciones. Quería traerme hasta aquí, solo, lejos de los miembros de la tribu. Tal vez quería comprobar si estoy dispuesto a seguirlo por encima de todo —tras una pequeña pausa continuó—: Por supuesto, llegué en unas condiciones lamentables y varias veces perdí el conocimiento para volverlo a recuperar después. Por suerte había agua suficiente y podía prescindir de la comida, al menos durante un par de días. Durante el tiempo que estuve inconsciente tuve horribles pesadillas y algunas visiones. Por último el Hombre de la Cornamenta me envió un mensaje… y me encargó una misión —el chamán se detuvo y se sumergió en sus recuerdos.
—¿Qué tipo de mensaje? —susurró Ravan posando su mano sobre el brazo de Godain.
El joven abrió los ojos y la miró fijamente.
—La terrible desgracia de estos últimos días, no ha sido más que el comienzo de lo que está por llegar. Se trata de una especie de advertencia. A partir de ahora gozaremos de un breve período de tranquilidad, tal vez un par de lunas, pero después… después estallará una tormenta terrible, mucho peor que la que acabamos de sufrir. Todo lo que está vivo morirá, ya sean personas, animales o plantas.
Godain tragó saliva. Le temblaban los labios. Ravan vio que los tendones de su cuello sobresalían como si fueran cordones y casi fue capaz de tocar con sus propias manos el suplicio que le provocaban aquellas terribles imágenes.
«Entonces era eso. Se trata del mismo mensaje que recibí de Vairani. Pero yo me negaba a admitirlo. No quería verlo. No quería oírlo.»
—¿Y qué vamos a hacer ahora? ¿Renunciar a toda esperanza y resignarnos a una muerte segura?
Godain no respondió. Su intensa mirada se dirigía aún a la mujer cuervo.
—Dime si es verdad lo que he visto. Era tan horrible que no quise creerlo. Tal vez mi alma está enferma, tal vez son solo alucinaciones debidas a la fiebre. Pero es posible que tú también lo hayas visto. Dímelo, Ravan ¿es así?
La joven sacudió la cabeza y miró hacia otro lado, pero Godain no se rindió. Se acercó más a ella y, agarrándola por los hombros, le dijo:
—No pretendas ignorarme y mírame. ¿Qué es lo que has visto, Ravan?
«Nada. No quiero saber nada de esas imágenes. Tal vez no sea cierto. Aquellas lenguas de fuego, la oscuridad, las nubes venenosas. Muertos por todas partes, cenizas y lodo. Hombres, mujeres, niños pequeños, gritando y suplicando con los brazos extendidos.»
La mujer cuervo no se dio cuenta de que gritaba su terrible angustia. Godain la agarró y la apretó fuertemente hacia sí.
—Es Vairani, la destructora —sollozó—. Volverá. Es como una pesadilla, pero todos estamos en ella y no podemos despertar. Habrá otra tormenta de fuego y será este verano. Pero esta vez será mucho peor… arrasará con todo y nada ni nadie sobrevivirá.
Los cazadores miraban a la pareja de hito en hito. Wika murmuró aterrorizado, más para sí mismo que para los otros:
—Entonces ése era el mensaje…
Godain, se giró hacia él, mientras seguía abrazando a Ravan.
—No, Wika, el mensaje del Hombre de la Cornamenta es que debemos marcharnos. Toda la tribu: hombres, mujeres y niños. Todo aquel que esté dispuesto a acompañarnos. Debemos partir cuanto antes. No debemos perder ni un solo día. Según él tenemos que caminar hacia el oeste, en dirección al lugar por donde sale el sol y no detenernos hasta hallarnos lo más lejos posible de este lugar. Es la única forma de sobrevivir. El Ciervo Sagrado nos guiará.
Durante unos instantes sólo se oyó el crepitar de la lumbre y, a lo lejos, los truenos y la tormenta. Finalmente Trom preguntó:
—¿De verdad crees que debemos abandonar nuestra caverna y adentrarnos en este desierto de barro, de la noche a la mañana, dejándolo todo y seguirte..?
El chamán lo miró fijamente con una expresión triste y cansada. Entonces dijo:
—Mañana os acompañaré hasta la caverna y trasmitiré el mensaje al resto de la tribu. Pasado mañana emprenderé la marcha.
★ ★ ★
Cuando Godain entró en la caverna acompañado de Ravan y los tres cazadores, todos se quedaron atónitos. Sin embargo, apenas un instante después, sus rostros demacrados y sus miradas ardientes se dirigieron a las bolsas llenas de agua que traían consigo.
Ravan, sin dar más explicaciones, anunció:
—Traemos agua.
Marra y Lluvia repartieron los vasos hasta que todas las madres, los niños y los hombres hubieron saciado su sed. No se podía desperdiciar ni una gota. Farin se inclinó sobre su hija Baya Roja e intentó, en vano, que bebiera un poco. Después sacudió la cabeza con desesperación.
—¿No hay forma de despertarla? —preguntó Ravan.
—No. Lleva así desde anoche. Tiene mucha fiebre y su espíritu vaga sin cesar. Las pocas veces que se despierta no reconoce a nadie y dice cosas sin sentido.
—¿Y su hijo?
—El pequeño ha muerto y ella… ella también se marchará muy pronto con Ana… —el débil y desconsolado llanto de Farin era mucho peor que si se hubiera puesto a gritar. Una y otra vez repetía la misma letanía:
—Tejón se marchó para siempre, mi sobrina murió y nadie sabe si Asko se recuperará. Si Baya Roja también se marcha no quiero seguir viviendo. Aunque, quizás, no falte mucho para que muramos todos.
—¿Mamá? —Bata, la pequeña de dos años, se agarró atemorizada a la túnica de Farin. Ella la tomó en brazos, la apretó con fuerza y sumergió su rostro en sus finos cabellos.
Ravan le acarició la frente intentando mantener la serenidad.
De repente oyó un grito desgarrador que le hizo dirigir la mirada hacia el hogar de Enebro, donde un par de cazadores estaban sentados con las cabezas gachas. Trom se encontraba junto a ellos y la joven se dio cuenta enseguida de que faltaba alguien.
—¿Dónde está Ril?
—En el mundo de los muertos —respondió Imtu—. No quería seguir siendo una carga para la tribu y anoche nos comunicó su decisión de morir con la lanza.
—¿Quién se encargó de hacerlo?
—Pekum, naturalmente. Él es el jefe de los cazadores. Fue muy difícil, para él y para todos. Ril era un anciano muy honorable y Pekum se ha comportado de forma extraordinaria.
Afortunadamente Elann había vuelto, Birkin y Barn se habían encargado de traerla. Los tres estaban tumbados sobre sus mantas, sin parar de toser. El aspecto de Elann era horrible, tenía toda la piel quemada y cubierta de pústulas. Ravan se acercó a ella con cierto pudor.
—Me alegro mucho de que vuelvas a estar entre nosotros —le dijo.
Elann la miró y asintió con la cabeza. Su mirada ya no estaba llena de odio.
Cuando hubieron guardado el agua restante en recipientes cerrados, las mujeres comenzaron a atizar el fuego y a repartir algunas nueces y unas gachas de grano silvestre.
Había llegado el momento de hablar.
Cuando conoció la noticia de que la Cueva Sagrada había sido profanada, el rostro de Imtu no mostró emoción alguna. Tras reflexionar unos instantes, anunció:
—Será necesario enviar más gente a por agua. A partir de ahora no es indispensable que esté presente una de nosotras. Sin embargo, cuando acabe todo esto, habrá que purificar la caverna y bendecirla de nuevo.
Ravan se maravilló de la serenidad de la anciana ante un hecho tan grave, pero Imtu zanjó el asunto e hizo una señal a Godain.
—En lo que a ti respecta, chamán, te expulsamos de la tribu, pero sabíamos que seguías por aquí. Has conseguido sobrevivir a la tormenta y ahora Ravan te ha traído hasta nosotros. Me gustaría saber que intenciones tienes. ¿Quieres ser nuestro huésped hasta que la situación te permita marcharte?
—En realidad quiero pedir permiso para dirigirme a la tribu, mujer pájaro —Ravan se dio cuenta de que su palidez obedecía a la tensión que vivía por dentro. Entre los mechones despeinados de su cabello asomaba el triángulo azul de su frente y los colmillos de lobo y gato montés que colgaban sobre su pecho brillaban de forma inusual.
Imtu movió la mano en señal de aprobación. A partir de aquel momento todos los miembros de la tribu se acercaron al fuego para no perderse ni una palabra de lo que tenía que decir.
El chamán respiró hondo, cerró los ojos por unos instantes y se concentró. Entonces dijo:
—Quiero dar las gracias a todos los miembros de la tribu del Fresno por haberme permitido volver a entrar en vuestra caverna y por prestarme atención. Como bien supones, Imtu, no tengo intención de quedarme aquí en calidad de huésped. Se trata de otra cosa. Lo que tengo que deciros es muy, muy importante. Se trata de un mensaje que nos ha llegado del otro mundo por dos caminos muy diferentes. Por un lado a través del Hombre de la Cornamenta y por otro, de parte de… Udonn por medio de vuestra mujer cuervo. Hemos tenido las mismas visiones y hemos recibido la misma misión. Se nos pide que os trasmitamos un mensaje. En este momento yo hablo sólo en mi nombre, por lo que se refiere a la mujer pájaro, más tarde podréis preguntarle lo que queráis. El Hombre de la Cornamenta dice que los terribles acontecimientos de estos últimos días, la tormenta de fuego, los movimientos de tierra y el diluvio cesarán de momento, pero que dentro de unas lunas llegará desde el oeste un terrible cataclismo que acabará con todo rastro de vida. Él no quiere que muramos, por eso nos recomienda que abandonemos el arroyo de los juncos y las montañas de avellanos y que huyamos cuanto antes hacia el este. Yo conozco la tierra al otro lado de las montañas de pinos y me encargaré de guiaros. Ésa será mi misión. Espero que todos vosotros accedáis a venir conmigo. Es una cuestión de vida o muerte. No hay tiempo que perder. Partiremos mañana.
—¿Hacia las montañas de pinos? —preguntó Asko.
—No exactamente. Primero tenemos que ir a la caverna de la tribu de los Salmones para hablar con su anciano chamán. Lo tengo todo pensado. Como sabes Scharg conoce perfectamente todos los ríos que fluyen por los alrededores. Si queremos avanzar rápidamente, tendremos que seguir el cauce de los ríos. Espero que exista un camino más corto para cruzar las montañas que el que yo atravesé hace tiempo. Desde el poblado de la tribu de los Salmones nos dirigiremos al este para huir de la gran catástrofe que llegará del lugar donde se pone el sol.
Respirando con dificultad se reclinó. Ravan le leyó los pensamientos. Había trasmitido el mensaje sin omitir nada, pero ¿sería suficiente para convencer a la tribu?
Los miembros del clan esperaron con el alma en vilo a que las Ancianas Madres se manifestaran respecto a lo que acababan de oír.
Marra, con evidente gesto de enfado, tomó la palabra.
—Me niego rotundamente a que ese Hombre de la Cornamenta…
—Espera un momento —la interrumpió Ravan—. Permíteme que añada algo a las palabras de Godain. Quiero que sepáis que yo recibí la misma advertencia de Udonn, pero me rebelé y no quise saber nada. Aun así, todo lo que ha dicho es cierto: la auténtica desgracia aún está por llegar. La cólera de Vairani todavía nos persigue y el Hombre de la Cornamenta quiere que huyamos para escapar de la tragedia. Además, a pesar de que la diosa roja está furiosa, creo… creo que ha consentido que el Hombre de la Cornamenta acuda en nuestro auxilio. No, no es eso lo que quería expresar. En realidad estoy convencida de que, a pesar de que existe una lucha permanente entre ellos, en esta ocasión actúan juntos y ambos quieren que sobrevivamos. Las visiones que he tenido no son claras, pero el corazón me dice que se trata de algo mucho más grande… entre ellos dos. Siento mucho que todo esto resulte tan confuso, pero es algo que no se puede expresar con palabras. No obstante debemos marcharnos. Hace mucho tiempo que el Hombre de la Cornamenta escogió a Godain para guiarnos hacia el este. Tenemos que confiar en él. Udonn estará de nuestra parte. Eso es todo lo que tenía que decir.
Ravan sacudió la cabeza, descontenta consigo misma. En realidad no era posible ordenar las visiones que había tenido y expresarlas de forma comprensible. Al menos esperaba no haber confundido demasiado a la tribu y que las imágenes que recibía se fueran volviendo cada vez más claras.
Impresionados por lo que acababan de oír, los miembros del clan del Fresno se quedaron un buen rato en silencio.
—¿Qué se supone que debemos hacer? —la pregunta de Asko iba dirigida tanto a Godain como a Ravan.
—Las Ancianas Madres tendrán que decidir hoy mismo si la tribu seguirá a Godain —respondió Ravan—. En ese caso tendremos que prepararlo todo cuanto antes y coger sólo lo imprescindible, pues saldremos mañana temprano.
—Es una situación muy delicada —objetó Enebro—. Necesitamos tiempo para reflexionar sobre una cuestión tan importante. ¿Cómo, si no, podríamos estar seguros de que tomamos la decisión adecuada para toda la tribu?
—No —alegó Imtu—. Tiempo es precisamente lo que no tenemos. Además, no nos corresponde a nosotras tomar esta decisión.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién debe tomarla, entonces? —preguntó Marra cortante.
—En los antiguos relatos se habla de que, cuando lleguen momentos difíciles en los que esté en riesgo la supervivencia de la tribu y la sabiduría de las Madres haya llegado al límite, deberemos dejarnos guiar por una mujer joven sin experiencia.
—¿Y tú crees que ha llegado ese momento? ¿Por qué piensas que nuestra sabiduría no basta para tomar esta decisión?
—En primer lugar porque en los recuerdos que nos han trasmitido nuestras antepasadas no existe nada semejante a lo que estamos viviendo y que pueda servirnos como ejemplo, y después porque nuestra avanzada edad nos impide tomar decisiones arriesgadas. Sin embargo la razón principal es que se trata de un asunto entre Vairani y el Hombre de la Cornamenta. Las Madres no tenemos nada que ver con él y, en cuanto a ella… todas sabemos de sobra a través de quién habla. Enebro, Marra, Lluvia, ha llegado el momento de ceder nuestra responsabilidad.
Imtu hizo una pausa, pero ninguna de las Madres abrió la boca. Entonces continuó:
—Mujer pájaro, la decisión queda en tus manos. Si crees que es necesario que nos marchemos de aquí, tendrás que responder en nombre de la tribu.
Ravan se quedó sentada, como si la hubiera fulminado un rayo, incapaz de replicar. Godain, en cambio, visiblemente conmovido, se inclinó hacia delante y dijo con una voz grave que recordaba a la del Hombre de la Cornamenta:
—Imtu, realmente has demostrado siempre ser una gran mujer con una sabiduría extraordinaria. Mereces que tu nombre se trasmita de generación en generación —a continuación se giró hacia Ravan y preguntó—: Y ahora dinos, mujer cuervo, ¿cuál es tu decisión?
La mujer cuervo se atusó los cabellos y miró a su alrededor buscando una respuesta. En su cabello brillaba la pluma roja. De pronto pareció que escuchaba una voz en su interior y su expresión asustada se transformó en un gesto decidido. Entonces, sin vacilar, dijo con voz alta y clara:
—El hecho de quedarse o marcharse es algo demasiado importante como para que deba responder una sola mujer en nombre de toda la tribu. He decidido que los hombres elijan por sí mismos lo que quieren hacer, mientras que las mujeres deberán hacerlo en su nombre y en el de sus hijos. A partir de este momento tenéis tiempo para hablarlo entre vosotros. A lo largo de esta noche quiero que nos comuniquéis a Godain o a mí lo que queréis hacer.
Un gran alboroto se extendió por la estancia. Hombres y mujeres gesticulaban y discutían acaloradamente entre ellos.
Godain y Ravan no tomaron parte en las conversaciones. Se apoyaron en la pared posterior de la caverna y se quedaron juntos en silencio. Ravan sintió como la cercanía de su cuerpo le insuflaba nuevas fuerzas. Una sensación de paz estuvo a punto de apoderarse de ella, pero le pareció engañosa y precipitada.
—Estaba pensando que la noche pasada fue la primera vez que compartimos nuestro lecho en presencia de otros —le susurró Godain al oído. Ella asintió pensativa. Hacía mucho tiempo que no dormía tan profundamente como lo había hecho aquella noche en sus brazos.
—A partir de ahora siempre será así —añadió—. Tú y yo, como hombre y mujer, compañero y compañera.
—Pero Godain, sabes muy bien que las mujeres pájaro no pueden tener un compañero.
—Tú sí —sonrió Godain—. La mujer cuervo será la primera que lo haga, pero sin duda no será la última.
Ravan negó con la cabeza, pero a él no le importó lo más mínimo. Su expresión demostraba que no tenía ninguna duda al respecto.
Entre los miembros de la tribu del Fresno se produjo un ir y venir agotador e interminable. Tras un buen rato pareció como si las deliberaciones fueran a concluir inevitablemente con la decisión de quedarse en la caverna, simplemente porque nadie parecía capaz de ponderar las ventajas e inconvenientes y llegar a una conclusión.
Al final se produjo un giro inesperado cuando Birkin, visiblemente alterada, se dirigió a Ravan y, con la mano apoyada en la rodilla de su compañero, le comunicó:
—Barn y yo iremos con vosotros. Nos encontramos mejor y sin duda mañana estaremos en condiciones de partir.
De pronto todos fueron conscientes de que ya no había vuelta atrás. Ante una propuesta que se podía aceptar o rechazar había salido una propuesta concreta que, de una manera u otra, cambiaría drásticamente las vidas de los miembros de la tribu.
—Reno y yo también —dijo Onta. Era evidente que era una decisión difícil y sus ojos mostraban a la vez firmeza y tristeza. De repente Lluvia exclamó:
—¡Pero tú perteneces a la tribu, hija mía! Udonn ha bendecido tu hogar. No puedes marcharte así como así.
En aquel momento Imtu golpeó fuertemente con el bastón en el suelo.
—Estáis demasiado alterados. Las decisiones importantes hay que tomarlas con serenidad. Por lo visto algunos de nosotros se marcharán y otros se quedarán. Hasta ahora la tribu jamás se había encontrado en semejante tesitura. Los hombres viajaban y las mujeres se quedaban. Sin embargo esa costumbre ya no sirve. También las mujeres, incluso las madres, se marcharán. El antiguo orden de las cosas se ha roto… la ruptura se ha producido a causa de la terrible desgracia que ha caído sobre nosotros, y es posible que aún tengamos que sufrir algo peor. La tribu del Fresno se divide y… desgraciadamente, así debe ser. Sin embargo, en nombre de la Gran Madre Udonn, os ruego una cosa. No permitáis que esta separación se vea empañada por reproches y duras palabras. No podemos hacer nada contra la voluntad de Udonn. Si ha decidido que no podamos seguir con vida aquí, es justo que algunos de los jóvenes intenten continuar su vida en otro lugar. Se enfrentan a un futuro incierto y deberán afrontar graves peligros. No se trata de una traición a la tribu o a los que prefieran quedarse. Cada uno de nosotros tienes razones de peso para tomar su decisión y merece que se respeten. Nadie debe obligar a los otros a quedarse o a irse. Todos y cada uno de los adultos de esta tribu deberán hablar por sí mismos y comunicar la decisión a los demás.
A continuación se produjo un silencio que se vio interrumpido por la voz temblorosa de Marra.
—Pero Imtu, fue precisamente la mujer cuervo quien expulsó de la tribu a este agitador y alborotador. ¿Y ahora os creéis su mensaje y quieres que una parte de nuestra tribu se marche con él? No entiendo nada.
La boca de Imtu mostraba las profundas arrugas de la pesadumbre, pero contestó con serenidad:
—¿Acaso crees que tú o yo podemos evitarlo? Tienes razón. Este chamán y su Hombre de la Cornamenta han desafiado a Udonn y han provocado que se derrumbe el antiguo orden de las cosas. Pero ¿es que no has oído que también Vairani tiene que ver con esto? ¿Quién te dice que tenía que suceder en este momento porque no supone la desaparición de la tribu, sino su salvación? Yo no lo sé. Hasta ahora siempre nos habíamos dejado guiar por las historias de nuestras antepasadas. Teníamos respuesta para todo, pero ya no es así, Marra.
Marra sacudió la cabeza y apretó los labios con fuerza, pero no puso más objeciones.
La mayoría de las mujeres y algunos de los hombres tenían los ojos llenos de lágrimas, pero Imtu no estaba dispuesta a permitir que las emociones se desbordaran.
—Y ahora —dijo fríamente—, continuad discutiendo en paz y tranquilidad y comunicad cuanto antes vuestra decisión a la mujer cuervo y al chamán —a continuación se sujetó la capa con ambas manos, se puso en pie con esfuerzo y se retiró a su cámara.
Aún pasó un buen rato hasta que todas las mujeres se hubieron puesto de acuerdo con sus madres, hermanas, hijas y compañeros. Poco antes del anochecer estaba todo decidido. Imtu fue informada, volvió para escuchar las decisiones.
Ella fue la primera en comunicar a los demás que no abandonaría la caverna, ni tampoco las tres Ancianas Madres y sus compañeros.
También Estrella, la mujer callada, se quedaría, junto a su pequeña hija Kitz y su compañero Trom.
Kisal y Funk, con sus hijos Dede y Sasa, tras largas deliberaciones, decidieron marcharse.
Yegua quería quedarse, pero Pekum y Wika le insistieron hasta el punto de amenazarla con marcharse sin ella y sin Tori, por lo que se vio obligada a acceder.
Lo mismo sucedió con Dorin y Pedernal. El cazador consiguió que su compañera se fuera con él acompañada por sus hijos.
Onta y Reno habían decidido rápidamente que se marcharían, a pesar de que ella estaba embarazada.
Llama, Farin y Asko decidieron que se quedarían, naturalmente eso incluía también a sus tres hijos.
Birkin y Barn tenían muy claro que se marcharían.
Fliss no podía hacerlo, pues estaba a punto de dar a luz, por lo que su compañero Espan también decidió quedarse, a pesar de que era evidente que le resultaba muy difícil.
Baya Roja no pudo dar su opinión porque estaba inconsciente y con fiebre, a punto de morir. Su compañero Ciervo luchó contra sí mismo y finalmente decidió marcharse.
Cuando le tocó el turno a Elann, se produjo un silencio embarazoso. Tras vacilar durante un buen rato dijo:
—Me gustaría mucho ir con vosotros si mañana por la mañana me encuentro con fuerzas y si… si estáis dispuestos a aceptarme —dijo en voz queda.
Godain miró a Ravan y ella asintió con la cabeza.
—Eso significa que hemos llegado al final —concluyó Imtu—. ¿O falta alguien?
—Espera un momento —dijo Ravan con voz temblorosa—. Me gustaría decir algo. Os he comunicado el mensaje de Vairani, y os he aconsejado que os marchéis. Esperaba que todos siguierais mi consejo y siguierais a Godain, pero las cosas no han sucedido como yo esperaba. La tribu se divide, y algunos se quedarán aquí, en la caverna del Fresno. Por lo tanto está claro que yo también he de quedarme. Una mujer pájaro se debe a su tribu, a su tierra y a su Caverna Sagrada. Sólo podría irme si todos los miembros de la tribu decidieran marcharse, de hecho estaría obligada a hacerlo. Ésa es la razón por la cual Imtu se queda. Mientras las Ancianas Madres y una parte del clan se queden, mi lugar está junto a vosotros. Además, todavía tenéis mucho que enseñarme.
Godain no había querido interrumpirle, pero al final no pudo contenerse:
—¿Te has vuelto loca, Ravan? ¡Qué estupidez estás diciendo! ¿Crees que voy a dejarte aquí? Antes…
—¡Cállate, chamán! —le interrumpió Imtu con rudeza—. Nadie te ha preguntado. Ravan no te necesita para tomar una decisión.
Godain respiró hondo e intentó con todas sus fuerzas no perder el control. Estaba muy pálido, y sus mejillas temblaban. Ravan esquivó su mirada suplicante.
«No debo mirarle. De lo contrario no podré hacerlo.»
—Tus palabras te honran, mujer cuervo —continuó Imtu más comedida—, pero también los que se marchan son una parte de la tribu, no sólo eso, en cierto modo forman parte de una nueva tribu, tu tribu. A partir de ahora tú serás su mujer pájaro. Es necesario que les acompañes, si no les faltará el apoyo de Udonn durante su largo viaje. El futuro les mostrará a qué tierra pertenecen. Tal vez un día podáis volver aquí, ojala sea así. En cuanto a lo que todavía tienes que aprender, será la Gran Madre en persona quien te lo enseñe.
—Pero… —Ravan intentó oponerse mientras en su interior se desencadenaba una tormenta de sentimientos encontrados, pero la anciana levantó la mano como sólo ella sabía hacer.
—Tienes que ir —dijo con firmeza, mirando fijamente a los ojos de la joven—. Desde que te nombramos mujer pájaro, siempre he honrado y escuchado la voz de Vairani que hablaba a través de ti. Ahora te exijo que admitas la sabiduría de Ana-Udonn que habla a través de mí. Ella dice: ¡Vete!
Ravan no se sorprendió al percibir que las blancas alas del búho eclipsaban a Imtu. Entonces escuchó el lejano graznido del cuervo. Entonces dejó de oponer resistencia y agachó la cabeza en señal de consentimiento. Inmediatamente después se sintió exhausta, como si aquel simple movimiento hubiera acabado con todas sus fuerzas.
Godain echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente. A continuación se irguió, miró fríamente al grupo de los que marchaban y les dio las instrucciones para la partida. Eran pocas y precisas. Al final concluyó:
—Partiremos muy temprano. Coged sólo lo imprescindible. Bastarán dos tiendas pequeñas. Cada uno de nosotros, independientemente de que sea hombre o mujer, deberá llevar una anda. Los hombres necesitaran sus armas y herramientas, las mujeres venablos y las armas arrojadizas, hierbas curativas y un poco de sal. Todo el mundo llevará un trozo de cuero para protegerse la boca y la nariz. Protegeos lo mejor que podáis de la lluvia y el polvo. No necesitamos víveres, a lo largo del camino encontraremos infinidad de animales muertos, y si no los cazaremos. Tampoco nos llevaremos agua de aquí, sino que la cogeremos de la Caverna Sagrada. Desde allí saldremos en dirección a la tribu de los Salmones.
—Y vosotros… —dijo dirigiéndose a Imtu—, ¿cómo os las arreglaréis?
También ella lo tenía todo pensado.
—Seguiremos trayendo agua de la Caverna Sagrada. Lo ideal sería que nos trasladáramos allí hasta que la situación mejore, pero no es posible, no hay suficiente espacio. De todos modos, si sigue lloviendo así, muy pronto se podrá beber el agua del arroyo. Por otro lado, si recogemos los animales muertos del exterior y curamos su carne, tendremos suficiente comida. También podemos excavar en busca de raíces y más tarde empezaran a crecer las plantas y volverá a haber animales para cazar. No os preocupéis, todo irá bien.
En ningún momento aludió a lo difícil que resultaría para aquel pequeño grupo, compuesto en su mayoría de ancianos y con sólo un par de cazadores, conseguir sobrevivir día a día. Sólo por el sonido de su voz, Ravan intuyó algo que Imtu no había expresado: el convencimiento de que los que se quedaban habían elegido la muerte.
—Si las cosas empeoran demasiado…
—No te apures, mujer cuervo —le respondió Imtu en voz baja—. Si es necesario yo me ocuparé de que la red de Ana caiga sobre todos nosotros. Nadie sufrirá de forma innecesaria.
★ ★ ★
Al amanecer del día siguiente Godain fue el primero en levantarse. Había dormido sólo en el lugar destinado a los huéspedes, después de que Imtu se hubiera llevado a Ravan a la cámara posterior. Poco a poco, temblando de frío y con el rostro pálido por no haber dormido bien, se fueron reuniendo a su alrededor los que marcharían. Se miraban unos a otros de hito en hito. Todos ellos se habían despedido ya de sus parientes más cercanos, pero todavía tenían que dar el paso definitivo: una partida como jamás se había producido antes.
El chamán echó un vistazo al pequeño grupo y se dio cuenta de que faltaban Kisal, Funk y los hijos de ésta. Entonces miró a su alrededor y la encontró en el hogar de su madre Marra.
—¿Aún no estáis listos? ¿Dónde está Funk?
Al principio Kisal apartó la mirada, pero luego lo miró a los ojos mientras daba vueltas nerviosa al colgante de piedra que pendía sobre su pecho.
—Lo siento mucho, Godain, pero hemos pasado la noche hablando y hemos cambiado de opinión. Funk y yo preferimos quedarnos. No puedo separarme de mi madre y de mi hermana —añadió con los labios temblorosos—. Sería incapaz de marcharme sin ellas, aunque fuera para salvar mi vida. Me sentiría como una hoja que el viento ha arrancado de su árbol.
Godain se cruzó de brazos, se quedó pensativo durante unos instantes e hizo un último intento.
—Te entiendo muy bien, Kisal, y respeto tu decisión pero, ¿has pensado en tus hijos?
Los ojos de la joven madre se llenaron de lágrimas.
—Sólo Udonn sabe lo que sucederá realmente. Tal vez no sea tan terrible. Quizás el viaje acabe siendo más peligroso. En cualquier caso, ésta es nuestra tierra, el lugar donde nacimos, y si es la voluntad de Udonn, también será el lugar donde moriremos —con extrema serenidad y dignidad la pequeña y delgada mujer se quedó de pie ante el chamán. Él asintió y se retiró. No había nada más que decir.
Godain volvió al grupo que, entre tanto, se había reunido con el resto de la tribu alrededor del fuego.
—Ha llegado el momento de irnos.
Los que marchaban se colgaron las mochilas, agarraron sus armas y sus bolsas de agua y se dirigieron hacia la salida. Pekum y Wika apartaron el toldo. En el exterior llovía torrencialmente, pero el agua ya no era negra, sino que tenía un color marrón.
Los dos grupos se colocaron uno frente a otro, sin saber muy bien que decir o que hacer.
Ravan observó detenidamente cada detalle y cada gesto y supo que todos y cada uno de ellos se quedarían grabados en su mente para siempre. Jamás olvidaría el modo en que Birkin apretaba con fuerza la mano de su compañero cuando fue consciente de que no volvería a ver a Marra, Estrella y Kisal —abuela, madre y tía, respectivamente—, ni tampoco a Trom, el compañero de su madre al que había estado muy unida desde la infancia. Tampoco olvidaría la manera en que Lluvia apretaba los puños intentado contener el dolor que le producía la pérdida de sus tres hijas, Yegua, Dorin y Onta, y de sus nietas, Elann y Ogu. El único que le quedaba era su compañero Zorro, que estaba de pie junto a ella apoyándola, pero que temblaba igualmente como una hoja. La forma en que la miraba su abuela Enebro, a ella, su única nieta, o el modo en que Llama, que perdió a su hija Fliss, se aferraba a su hermana Farin y a su compañero Asko, y como ella misma, la joven e inexperta mujer pájaro, miraba a Imtu y a Enebro intentando mantener la calma, como si quisiera grabarse aquella imagen para siempre. ¡Habían envejecido tanto! Eran dos mujeres delgadas y con los cabellos blancos y ralos y los rostros llenos de arrugas. Sin embargo, cada una a su manera, emanaban una gran respetabilidad. Ravan se clavó las uñas en las palmas de las manos y reprimió el impulso de correr hacia ellas y arrojarse en sus brazos.
Entonces se dio cuenta de que la despedida no podía alargarse si no quería que el dolor y la pena se impusiera sobre el sentido común. Con gran esfuerzo dijo:
—¡Que Udonn os proteja!
Imtu respondió escuetamente.
—¡Y que su bendición os acompañe!
Mientras se giraban y abandonaban la caverna los que marchaban iban sollozando, mientras el resto se quedaban mirándolos hasta que desaparecieron entre los troncos de los abedules.
★ ★ ★
Eché a andar de forma mecánica, poniendo un pie delante del otro. Delante de mí se encontraba Yegua, que luchaba contra el lodo, y detrás Birkin. Finalmente me había puesto en camino, con Godain. Había conseguido su propósito, y todos nosotros seguíamos sus pasos. Abandoné a Imtu y la tierra a la que me había consagrado. Todavía no era capaz de asimilarlo.
En mi mochila se encontraba el regalo de Imtu, tan valioso que me mareaba sólo de pensar que lo llevaba a través de aquel mundo de muerte. La noche anterior, cuando terminamos de empaquetarlo todo y nos tumbamos sobre las mantas, me llevó hasta su cámara. Sin muchas palabras, como era típico en ella, me entregó un objeto que jamás había visto: un trozo de hueso de reno, plano, alargado y ligeramente curvado. Era muy antiguo y había sido pulido cuidadosamente y tenía unas muescas pintadas de diferentes colores: círculos y rayas que formaban una línea sinuosa. Imtu había guardado aquel misterioso objeto como un tesoro y jamás se lo había mostrado a nadie.
—Escúchame bien —dijo—. Lo que estás viendo es un gran secreto. A menudo me has preguntado cómo sé cuando hay luna llena o luna nueva, incluso cuando el cielo está cubierto de nubes durante varios días. Ha llegado el momento de que lo entiendas. Utilizo este objeto sagrado que me entregó mi madre Fresno y que muestra las diferentes fases de la luna. ¿Ves este círculo claro al principio? Representa la luna llena. Si colocas una baya justo encima una noche de luna llena, y luego la vas desplazando cada día que pasa, acabarás llegando a este círculo pintado de negro. Entonces sabrás que hay luna nueva y que la noche siguiente aparecerá en el oeste la luna creciente. Como ves, aquí la línea vuelve a empezar, y eso significa que de nuevo aparecerá la luna llena. A veces se retrasa en un día, pero si prestas atención a la luna llena, puedes corregirlo. ¿Has entendido?
Sí, Gadra, ya sé que tú conoces perfectamente lo que es el calendario, pero cuando lo vi por primera vez aquella noche me quedé con la boca abierta. Me parecía increíble que existiera un objeto que indicara las diferentes fases de la luna por medio de un hueso de reno.
—Este objeto es lo más valioso que tengo —continuó Imtu—, y quiero que lo tengas tú. Envuélvelo en este trozo de cuero y cuídalo bien.
Sobresaltada me eché atrás.
—¿Cómo? De ninguna manera. No puedo aceptar que saques de la caverna un objeto tan valioso. ¡Quién sabe a dónde iremos a parar o si alguna vez volveremos…!
La anciana me miró con serenidad y dijo:
—Udonn-Vairani está contigo y con tu grupo. Cuando yo muera la tribu del Fresno se quedará sin mujer pájaro. Cógela y no olvides celebrar con tu gente el momento de la luna nueva y de la luna llena. Te corresponde hacerlo como mujer pájaro. ¡Toma!
Entonces cogí el calendario lunar, lo envolví de nuevo en el trozo de cuero y lo guardé bajo mi túnica. Las dos sabíamos muy bien lo que significaba aquella entrega y entonces perdí el control. Me arrojé a sus brazos y rompí a llorar. Ella me abrazó con fuerza y me golpeó suavemente con sus huesudas manos en la espalda.
—Y ahora vete a dormir, mujer cuervo. Necesitas reunir fuerzas para el viaje.
Entonces me tumbé en mi lecho en la pared trasera de la cámara y me quedé escuchando la respiración de Imtu. Aquella noche ninguna de las dos consiguió conciliar el sueño. Sentía como si mi corazón se hubiera transformado en una pesada piedra que me oprimía el pecho, atormentada por una idea: la tribu del Fresno no necesitaría más el calendario. Nosotros, los que marchábamos, deberíamos continuar con las tradiciones de la estirpe de Udonn, si es que conseguíamos encontrar un cielo despejado y un lugar protegido donde celebrar nuestras ceremonias.
★ ★ ★
Aproximadamente al mediodía los caminantes llegaron a la Caverna Sagrada y llenaron sus bolsas de agua. Aparentemente nadie le dio importancia al hecho de que hombres y mujeres entraran juntos en el lugar. Ravan sacudió la cabeza con cansancio. ¿Realmente habían pasado sólo dos días desde aquel asunto que me remordía la conciencia?
Tras un breve descanso Godain indicó que debían ponerse en marcha de nuevo. Los cazadores conocían bien la zona y el grupo avanzó relativamente rápido a través de aquel desierto de lodo.
Pasadas las horas Pekum eligió el lugar donde pasarían la primera noche. Se trataba de una hondonada protegida por un grupo de rocas al pie de una ladera. No era tan buena como una caverna pero, al menos, tenía una delgada franja de suelo que no estaba cubierta de barro y protegida. Allí montaron las tiendas de campaña y encendieron un fuego con unos trozos de madera no muy húmedos. Al principio sólo despedía un poco de humo, pero al final comenzó a arder. Las mujeres descuartizaron dos liebres y un corzo que habían encontrado por el camino. A continuación ensartaron los trozos de carne en un palo sujeto por dos ramas en forma de orquilla que permitía girarlo poco a poco. Los restos los guardaron cuidadosamente.
Al acabar de cenar Yegua repartió unos trozos de hueso. Cuando estaban en la caverna una de los grandes placeres a los que se dedicaban después de cenar, era romper los huesos para saborear el tuétano. De pronto Dorin rompió a llorar desesperadamente y Onta y Elann se unieron a ella.
—¿Qué va a ser de nosotros? No puedo soportarlo. Mañana volveré a la caverna. Quiero estar con mi madre.
—Si tú vuelves, me iré contigo.
—Yo también.
Desesperados y con gesto insolente miraron a Godain. El chamán se puso pálido, y después enrojeció. Sus ojos empezaron a echar chispas.
—¡Escuchadme bien! He…
—¡Espera un momento, Godain! —interrumpió Ravan levantado la mano. Todos se quedaron estupefactos al comprobar cuánto se parecía aquel gesto al gesto que caracterizaba a Imtu. El efecto fue inmediato, todos se quedaron mirándola.
«¿Qué puedo decir? ¿Cómo puedo convencerlos?»
—Dorin, Onta, y todos los demás. Os gustaría volver inmediatamente, a casa, a nuestra tribu. La caverna del Fresno siempre ha sido el lugar ideal para vivir ¿verdad?
La mayor parte de ellos asintió.
—En realidad yo también pienso igual. Me gustaría muchísimo volver. Pero nuestro hogar, la tierra de las verdes colinas y los frondosos bosques ya no existe. ¿Queréis quedaros para siempre en aquel desierto de lodo, comeros los últimos animales muertos y luego morir de hambre? ¿Queréis que vuestros hijos mueran? Quiero que sepáis una cosa: Udonn-Vairani todavía está furiosa con nosotros, lo siento claramente. Tiene que ver con nosotros, hombres y mujeres, pero también con el Hombre de la cornamenta. Él y Vairani están luchando entre ellos por el poder, y ese enfrentamiento irá acompañado de tierra, agua, fuego y tormentas. Quieren acabar el uno con el otro y probablemente acabarán también con el mundo entero —hizo una pausa—. Sin embargo, es posible que se destruya sólo una parte del mundo… Desde la montaña donde reside Vairani… y quizás en algún otro lugar empiece algo nuevo… muy diferente… una especie de encuentro… pero, falta mucho para eso… nadie puede saber si sobreviviremos…
Ravan había entrado en una especie de trance y apenas era consciente de lo que estaba murmurando.
En aquel momento Elann preguntó angustiada:
—¿Existe alguna posibilidad de que sigamos con vida?
Ravan levantó la cabeza y salió del trance.
—Sí, Elann, pero tenemos que marcharnos. Ésa es nuestra misión. Ya no hay vuelta atrás. La vida continuará.
—Pero no sabemos lo que nos espera… —se lamentó Yegua. En sus ojos negros se podía leer el miedo.
—Es cierto. Nadie lo sabe. Sólo sabemos que será muy duro y que no tenemos elección.
Birkin se cruzó de brazos y dijo con decisión:
—Nosotros estamos decididos a seguir. Nada ha cambiado.
El resto de las mujeres asintieron, una tras otra. Sus rostros mostraban que hablaban muy en serio.
—Me alegro. Juntos podremos conseguirlo. Hay una cosa más que deberíais saber. Imtu me ha entregado un objeto sagrado muy antiguo y valioso para que identifique las diferentes fases de la luna y podamos seguir celebrando nuestras ceremonias en un nuevo lugar. Le he prometido que lo haríamos. Además, hace ya mucho tiempo, Vairani me prometió una cosa: aunque esté furiosa, nunca me abandonará, ni a mí ni a los míos. Esta convicción la llevo en mi corazón.
Godain había seguido con atención las palabras de Ravan y se había relajado.
—Si seguimos caminando al ritmo que hemos llevado hasta ahora —opinó— llegaremos a la tribu de los Salmones, como mucho, pasado mañana. Allí Scharg podrás indicarnos el lugar por donde discurren los ríos. Al día siguiente partiremos de nuevo en dirección este. No podemos perder ni un solo día. Nuestro grupo consta de seis mujeres y siete hombres, es un buen número. Todos somos jóvenes y lo suficientemente fuertes para soportar la marcha. Tal vez se unan a nosotros un par de personas del clan que viven junto al río.
—Es posible que el Hombre de la Cornamenta haya trasmitido su mensaje a Scharg o al chamán de la tribu de los Castores —añadió Wika pensativo—. ¿Tú qué crees?
—Puede ser —respondió Godain, a pesar de que su voz no sonaba muy convencida. A continuación miró a las mujeres jóvenes y preguntó—: ¿Cómo están los niños? Los dos pequeños viajan bien en sus cabestrillos ¿verdad?
Yegua y Dorin asintieron. La pequeña Ogu, que sólo tenía cuatro años, exclamó:
—¡Yo sé andar sólita!
—¡Claro que sí! —respondió Godain con una sonrisa—. Y cuando estés cansada, te puede llevar Pedernal o cualquiera de nosotros. Además, debemos tener en cuenta que Onta no puede ir demasiado deprisa.
—No os preocupéis por mí —se defendió la futura madre—. Hace poco que estoy embarazada y puedo caminar sin problemas. La bendición de Udonn no es ningún problema.
—De acuerdo. ¿Hay algo más que haya que tener en cuenta?
Birkin alzó la mano.
—Yo también estoy embarazada. Hace dos lunas que no he sangrado. Pero tampoco supone ningún impedimento para caminar.
—¿En serio? ¿Estás encinta? —de pronto los rostros cansados de las demás mujeres se iluminaron.
—Sí. —Una tímida sonrisa asomó a los labios de Birkin—. Hasta ahora no lo sabía nadie… excepto Barn.
—Nos alegramos mucho por ti —dijo Godain con una voz más cálida de lo habitual—, pero sobre todo nos alegramos por el hecho de que nuestro viaje haya sido bendecido desde el comienzo por… por Udonn —a continuación añadió—: ¡Por cierto! Me gustaría comentar una cosa más. Entre nosotros se encuentran Elann, que no tiene compañero, y Ciervo, que ya no está con Baya Roja. Quiero proponer que, durante el viaje, ambos actúen como si fueran compañeros. No estoy hablando de un hogar fijo, ni de que tengan que compartir el lecho —eso es algo que os atañe sólo a vosotros—, sino de repartirse la carga, la caza y las provisiones, de preparar la comida y de protegerse y cuidarse mutuamente. Naturalmente, siempre que los dos estéis de acuerdo. ¿Qué opináis?
El rostro de Elann, cubierto de llagas y costras, se sonrojó. Ella y Ciervo se intercambiaron una rápida mirada y luego asintieron. La propuesta de Godain era de lo más sensata.
El fuego se había consumido y hombres y mujeres se repartieron entre las dos tiendas de campaña, se envolvieron lo mejor que pudieron con las mantas y se arrimaron unos a otros para luchar contra el húmedo frío. Pekum fue el primero en montar guardia. Elann y Ciervo se acostaron juntos, dando por hecho que era lo más natural.
Godain, en cambio, tuvo que coger a Ravan y obligarla a tumbarse con el bajo su manta de piel de lobo, y la estrechó fuertemente contra sí. A nadie pareció extrañarle. A continuación le susurró al oído:
—De no ser por la intervención de Imtu, hubieras sido capaz de dejarme marchar solo esta mañana. ¿Cómo pudiste hacerme algo así?
Ravan le rodeó el cuello con sus brazos y dijo:
—No tenía elección. Pero no quiero hablar más de eso, es demasiado doloroso. Estoy aquí, contigo. Eso es lo único que cuenta.
★ ★ ★
Elann apartó a un lado una rama seca y agarró del brazo a Birkin, que caminaba junto a ella.
—Tengo que preguntarte algo que me atormenta desde anoche. Sabías que estabas embarazada, y a pesar de eso, saliste en mi busca acompañada de Barn. No pensaste en la posibilidad de que pudiera hacerte daño, al contrario, pusiste en peligro tu vida para obligarme a volver a la caverna. ¿Por qué lo hiciste, Birkin? ¿Por mí, a la que a penas habías prestado atención hasta entonces y que nunca había sido amable contigo ni con nadie de la tribu?
—No lo sé. No pude evitarlo. Llevaba un tiempo pensando en ti y en todos nosotros, Elann —en aquel momento la cazadora dio un paso grande hacia un lado para evitar un enorme charco de lodo maloliente.
—¿En mí?
—Sí —Birkin vaciló un instante, como si intentara encontrar las palabras adecuadas para explicarlo correctamente—. Tú siempre fuiste dura y orgullosa y querías ocupar un lugar destacado entre las mujeres. Pero, cuando tu orgullo sufrió un fuerte varapalo, te rendiste hasta el punto de no querer seguir viviendo. Sin embargo tu muerte habría supuesto una gran pérdida para la tribu, pues eres una mujer fuerte e inteligente. Pero no sólo por eso. Yo creo que todos los miembros de la tribu son igual de importantes, y no podemos prescindir de ninguno de ellos. Todos los hombres y mujeres son necesarios, sólo si así podemos superar los momentos difíciles.
Elann la escuchaba con atención sin intervenir. Birkin continuó:
—Yo creo que no deberíamos dejar las decisiones importantes solo en manos de las mujeres pájaro, las Madres o los chamanes, ni siquiera en el Hombre de la Cornamenta o en la Gran Madre. Debemos actuar conjuntamente y cada miembro de debe actuar a favor de todos los demás. No podemos seguir aferramos a la unidad entre las mujeres o al vínculo entre los hombres…
De repente se sintió avergonzada y se interrumpió.
—Creo que estoy hablando demasiado…
—No, Birkin. Entiendo perfectamente lo que quieres decir. Además, quiero que sepas que te estaré agradecida toda la vida —añadió en voz baja mientras apretaba con fuerza la mano de su amiga.
★ ★ ★
El río se había desbordado y la corriente de agua sucia y de color marrón llegaba prácticamente hasta la entrada de la caverna de la tribu de los Salmones. No se veía ni rastro de humo saliendo por la abertura superior. La permanente penumbra estaba transformándose en oscuridad, lo que quería decir que probablemente estaba anocheciendo. Wika recordó la noche del pasado verano en que se había sentado junto a la orilla y había contemplado el brillo dorado de la puesta de sol sobre las claras aguas.
Llevaban dos días caminando a través de aquella tierra de muerte y el miedo y el cansancio estaba llegando a un punto difícil de soportar. Una vez que dejaron atrás las colinas de las montañas de avellanos y llegaron a la cuenca del Maionn comprendieron el verdadero alcance de aquella devastación. Desde allí, sin ningún obstáculo que les tapara la vista, se divisaban troncos de árboles despedazados, pantanos burbujeantes que apestaban a azufre y torrentes de lodo. No había ni rastro de vida, ni pájaros ni animales. El cielo y la tierra se fundían en una mezcla de gris y marrón borroso e indefinido atravesado por las estrías de la interminable tormenta. No había nada vivo excepto los caminantes que, como si se tratara de hormigas, se abrían paso a través del lodo y, a pesar de todo, la tierra parecía estar en constante movimiento. Los arroyos de agua corrían, el viento soplaba con fuerza desde el oeste y arrastraba consigo nubes y más nubes de cenizas y piedrecillas, y la lluvia caía con fuerza desde unos densos nubarrones de color violeta sobre las exhaustos personas. La mera necesidad de levantar una y otra vez los pies de aquel barro pastoso y volver a bajarlos se convertía en un auténtico suplicio que les ocupaba todo su conciencia y les impedía pensar en nada más. No había nada más que intentar mantener la dirección yseguir caminando.
Finalmente llegaron al río. El color de las aguas hacía que apenas se distinguieran los límites y la única forma de situarlo en aquella amalgama de barro era el movimiento fluido de la parte que cubría el lecho. No obstante aquél debía ser el Gran Maionn. Wika respiró con dificultad a través del trozo de cuero que le cubría la boca, contempló la imagen que tenía ante sí y seguidamente se giró hacia la caverna de la tribu de los Salmones.
Pronto llegaron a la entrada y se detuvieron sin atreverse a entrar. No se oía ningún ruido y ni se divisaba humo.
«Lo normal es que nos hubieran visto hace un buen rato. ¿Por qué no sale nadie a recibirnos? ¡Espero que no hayan muerto todos!»
En aquel momento se abrió la mampara que tapaba la entrada y apareció la Anciana Madre Buey, apoyada en su hermana Garza. El viento agitaba sus cabellos sueltos. Wika se sorprendió de su aspecto descuidado.
Sus ojos apáticos y enrojecidos pestañearon y se posaron sobre los recién llegados. Entonces Wika sonrió en espera de un saludo de bienvenida.
—¿Qué queréis?
La sonrisa del cazador se quedó helada.
—¿No me reconoces, Anciana Madre? Soy Wika. El año pasado fui vuestro huésped durante un tiempo. Venimos de la tribu del Fresno.
—¿Y qué estáis haciendo aquí? No me parece momento para visitas. No podemos alojar a nadie.
Wika, desconcertado, miró con gesto de preocupación a Godain, Pekum y Ravan. Entonces, intentando mantener la calma, continuó:
—Hemos venido para hablar con Scharg. Es muy importante para nosotros. Tenemos previsto seguir nuestro camino mañana. Si no quieres que entremos, podemos levantar nuestras tiendas aquí fuera. Tenemos comida suficiente —hablaba en un tono amable mientras señalaba a Pedernal y a Reno, que sostenían un palo del que colgaban dos gansos y un gran castor.
Aparentemente el espíritu de Buey estaba trastornado, pues ya no se acordaba de mantener las reglas de la hospitalidad. De otro modo su comportamiento no se explicaría. La mirada de la anciana se desplazó por el grupo. Su rostro se iluminó cuando vio los animales muertos.
—¡De acuerdo! Entrad. Hay suficiente espacio para todos.
Los visitantes atravesaron la puerta de la caverna y descubrieron que no había ningún fuego y que el ambiente era frío y húmedo. En la penumbra el lugar parecía casi vacío, pero entonces Wika distinguió las figuras de algunos hombres y mujeres que estaban tumbados sobre sus lechos y que comenzaban a erguirse con evidente dificultad.
—¿Dónde están los demás? ¿Y el resto de la tribu?
—Han muerto.
—¿Todos muertos? ¡Por el Ciervo Sagrado! ¿Cómo es posible?
—El agua está envenenada… y también los peces. No teníamos otra cosa, así que nos los comimos y nos bebimos el agua. A partir de ahí enfermamos y muchos murieron. Mi hija, mi nieto… y muchos más. Otros se ahogaron con la subida del agua o se asfixiaron cuando fueron a cazar o a buscar leña. Eso es lo de menos. Los pocos que quedamos estamos esperando la muerte.
—¿Y Scharg, vuestro chamán? ¿También ha muerto?
—No. Todavía tiene fuerzas para mantenernos con vida, o al menos lo intenta. Y no se da por vencido. Esta mañana se ha marchado muy temprano a buscar agua limpia para que no muramos de sed, estando como estamos, a la orilla del río Maionn.
—Espero que vuelva pronto. Hemos traído carne.
—Sí, ya lo he visto. Será mejor que encendamos fuego.
La anciana parecía esforzarse por recordar algo.
—Sed bienvenidos… en nombre de la Gran Madre Udonn.
Poco después las llamas prendieron y el lugar empezó a caldearse. Desplumaron los gansos y despellejaron el castor, los despedazaron y los ensartaron en un palo.
Entre tanto llegó Scharg de las colinas. El delgado anciano había encontrado un manantial entre las rocas y arrastraba un gran saco lleno de agua. Junto con los restos del botín de los visitantes bastó para empezar. Al día siguiente dos de los cazadores más jóvenes se pondrían en camino con más recipientes.
Cuando acabaron de comer las gentes del clan de los Salmones relataron los terribles días que habían vivido. Poco a poco se despertó el interés por saber cómo había sobrevivido los miembros de la tribu del Fresno. En silencio escucharon a Godain explicar el mensaje del Hombre de la Cornamenta y la división de la tribu. Entonces se dirigió a Scharg.
—Queremos seguir el curso del Maionn en dirección este, y nos gustaría saber dónde se encuentra el nacimiento. También nos interesa saber qué hay más allá, es decir, hacia donde nos dirigimos. Necesitamos que nos des todos los detalles. Sé que, tras las montañas de los pinos, hay un río, que se llama Egar. Recuerdo haber estado allí.
—Entonces conocerás el camino…
—No exactamente. Por aquel entonces caminamos dibujando un gran arco y, no sé si recuerdas, que llegamos a vuestra tribu por el sudeste. Ahora necesito saber el camino más corto.
Scharg asintió e hizo una señal a un joven.
—¡Tráeme la pizarra grande y un buril!
Con cuidado el anciano colocó ante sí la placa de piedra y frotó la superficie gris oscura con un puñado de cenizas. A continuación agarró el buril y trazó una línea ondulada en dirección horizontal. Entonces guiñó los ojos y alrededor de ellos se formaron infinidad de pequeñas arrugas. Los demás siguieron el proceso con atención.
—Éste es el Maionn. Fluye hacia el oeste y más adelante forma un par de curvas. Nosotros nos encontramos aquí, en la caverna de los Salmones. Si no queréis ir directamente hacia el este, es mucho más sencillo…
—Queremos ir al este —interrumpió Godain nervioso.
—De acuerdo. Entonces debéis seguir el río en sentido contrario durante aproximadamente tres días… bueno, eso era antes, dadas las circunstancias, tardaréis mucho más. En cualquier caso, antes o después, encontraréis la caverna del clan de los Castores. Cerca de allí se encuentra la desembocadura de un gran río. Si lo seguís, siempre contracorriente, en dirección sur, tardaréis unos diez días en llegar al nacimiento. Allí encontraréis un poblado y sus gentes podrán mostraros el camino más allá de las colinas. Desde allí todos los ríos fluyen en dirección sur o este, os resultará más fácil. Existe uno grande, incluso mayor que el Maionn, que se llama…
—¡Espera un momento, Scharg! —interrumpió Godain de nuevo—. No queremos ir hacia el sur. ¿A dónde llegaremos si, al llegar a la caverna de los Castores, seguimos el Maionn en dirección este?
En aquel momento Wika se decidió a intervenir.
—¿Quién te ha dicho a ti que no queremos ir hacia el sur? —preguntó.
La mirada llameante de Godain se clavó en la del cazador.
—Tenemos que ir hacia el este porque vamos huyendo de la gran desgracia que proviene del oeste. Hay que mantener esa dirección e intentar llegar lo más lejos posible. ¡Las demás opciones no nos sirven!
—Pero ya has oído que, si fuéramos hacia el sur, al final llegaríamos a ríos que fluyen en dirección este, y allí podríamos desplazarnos mucho más deprisa aprovechando la corriente…
—Antes de que eso sucediera ya estaríamos todos muertos, Wika. ¡No podemos permitirnos perder toda una luna en ir en dirección sur en busca de un río desconocido! —En aquel momento levantó la mano y le increpó—: Ya basta, Wika. No digas nada más. Créeme, estoy dispuesto a aceptar cualquier consejo que venga de ti o de cualquier otro cazador excepto en una cosa: me dirigiré hacia el este, como el Hombre de la Cornamenta me indicó. Si preferís ir hacia el sur, me iré solo. —Tenía la frente cubierta de gotas de sudor y su pecho subía y bajaba agitadamente. Los dos hombres se midieron con la mirada casi sin atreverse a respirar.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —susurró Wika finalmente.
—No lo sé —respondió Godain afligido—. Simplemente lo sé. Hay algo que arde en mi interior y que tira de mí.
De nuevo se hizo el silencio. Wika sacudió la cabeza y lanzó una mirada interrogante a su hermano Pekum. Éste frunció el ceño y estaba a punto de intervenir cuando Ravan tomó la palabra.
—Tenemos que seguir a Godain —dijo serenamente—. Udonn-Vairani está dispuesta a perdonarnos la vida, siempre que nos marchemos lo más lejos posible en dirección este, tal y como desea el Hombre de la Cornamenta. Pensad en lo que os dije anoche.
La tensión fue en aumento. Con un movimiento de la mano transigió.
Godain se pasó la mano por la cara y se concentró de nuevo en Scharg. El anciano de pelo cano, que había esperado pacientemente a que se resolviera el conflicto, continuó con sus indicaciones mientras seguía dibujando líneas en la placa de pizarra, lo que producía un chirrido muy desagradable.
—Detrás de la caverna de los Castores tendréis que seguir el Maionn en dirección nordeste durante un corto trayecto, en realidad más hacia el este que hacia el norte. No tenéis otra opción si queréis seguir el curso de un río. El Maionn no proviene de un solo manantial, sino de varios, y uno de ellos se encuentra al noroeste, en las montañas de los pinos. Tendréis que cruzarlas. Al otro lado nace otro río, creo que se trata de ése que llamas Egar, y éste corre exactamente en dirección este. Podéis seguirlo todo el tiempo que queráis. Tras muchos, muchísimos días de marcha, debería desembocar en otro río mucho más grande que fluye en dirección norte, pero a partir de ahí ya no conozco nada más.
Seguidamente dejó a un lado el buril y pasó la mirada por encima de los cazadores.
—¿Habéis entendido todo y lo habéis grabado en vuestras mentes?
Uno tras otro asintieron con la cabeza.
Ravan, que había escuchado las explicaciones con suma atención, estaba absolutamente estupefacta. No había entendido nada. ¿De qué hablaban aquellos hombres? ¿Qué significaba todo aquello? Scharg hablaba de regiones muy lejanas como si estuvieran allí, a la vista de todos: esto está aquí, lo otro está allí, y mientras trazaba aquella maraña de líneas sobre la placa que Ravan era incapaz de entender. Con el ceño fruncido, y la mano sobre la barbilla estudió aquellos dibujos. Sin embargo los cazadores parecían haberlo entendido todo a la perfección. Era evidente que estaban muy familiarizados con aquellas líneas.
De repente se dio cuenta de que Godain la estaba observando. En aquel momento el chamán le sonrió, se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—Desgraciadamente, cuando viajamos, no podemos echar mano de la sabiduría de las Ancianas Madres para que nos indiquen el camino…
Ravan no pudo aguantar la risa y se puso la mano sobre la boca para no soltar una sonora carcajada. Por el rabillo del ojo se dio cuenta de la mirada sorprendida de la Anciana Madre Buey. Godain se puso serio de nuevo y se dirigió al anciano:
—Muchas gracias, Scharg. Mañana por la mañana nos pondremos en marcha y seguiremos las indicaciones que nos has dado. Has sido de gran ayuda —a continuación le entregó un amuleto de hueso tallado y añadió—: Toma, esto es para ti.
Scharg recibió el presente agradecido y respondió con solemnidad:
—¡Que el Ciervo Sagrado os otorgue sus fuerzas y su tenacidad!
A continuación apartó la placa hacia un lado. Cuando el joven se la llevó pasó junto a Ravan y ésta caminó suavemente por encima de aquellas delgadas líneas. En cierto modo le recordaban al calendario sagrado de Imtu, pero no sabía exactamente por qué.
«Los hombres viajan. ¿Cuántas veces habré oído esa frase? Aún así jamás me había parado a pensar los conocimientos necesarios para eso. Son conocimientos muy diferentes de los de las mujeres, pero sin ellos en este momento no podríamos ir muy lejos.»
★ ★ ★
Durante el desayuno Sauce, la joven de cabellos claros de la tribu de los Salmones, se acercó a Birkin y a Ravan con un cuenco lleno de gachas calientes.
—¿Puedo sentarme con vosotras?
Las mujeres del clan del Fresno se hicieron a un lado, para dejarle espacio.
—Quiero preguntaros algo —dijo la joven jugueteando inquieta con su colgante de conchas de caracol.
—¡Adelante!
—¿Estáis completamente seguras de que la única posibilidad de sobrevivir es marcharse? Quiero decir, sabéis lo que hay aquí, pero no sabéis lo que os espera. ¿No tenéis miedo?
—¡Por supuesto que sí! —respondió Birkin subiéndose hacia arriba la cinta que llevaba en la frente—. Tenemos miedo, y mucho. Pero después de lo que ha sucedido estos últimos días, tenemos más miedo de quedarnos aquí…
—…esperando la muerte —añadió Ravan con firmeza.
Sauce quiso saber algo más y durante un buen rato les hizo todo tipo de preguntas. La conversación se alargó bastante y al final le pidió a la mujer cuervo si ella y su compañero Herat se podían unir al grupo. Este hecho hizo que la partida se retrasara un poco.
Los miembros de la tribu de los Salmones acogieron la noticia con perplejidad. Precisamente entonces, después de tantas muertes, tenían que afrontar una nueva pérdida. Alrededor del fuego comenzaron a discutir de forma exaltada los pros y los contras. Ravan fue muy comprensiva y respondió con paciencia a todas las preguntas que le plantearon, aunque se dio cuenta de que Godain estaba impaciente por acabar con todo aquello. Al final Sauce y Herat se fueron a preparar sus cosas.
★ ★ ★
Todavía hoy, cuando pienso en aquel viaje, no acierto a entender cómo pudimos recorrer una distancia tan larga sin perder a ningún miembro de la tribu. Aun así lo conseguimos, estimulados por la fuerza implacable e inhumana de Godain. Parecía poseído por la idea del este.
Tras abandonar la tribu de los Salmones, nuestra huida pronto se convirtió en un auténtico suplicio. Había días en que prácticamente caminábamos a rastras, al límite de nuestras fuerzas. Llovía casi ininterrumpidamente, nuestras ropas estaban empapadas y enmohecidas. Tosíamos sin cesar, al principio por culpa de la ceniza, después porque estábamos resfriados. A pesar de la lluvia, el agua potable cada vez escaseaba más. Permanentemente dos cazadores se encargaban exclusivamente de buscar animales muertos, manantiales o aguadas. Cuando no encontrábamos nada, teníamos que recoger el agua de la lluvia y filtrarla con arena, pero aquello nos hacía enfermar y tener diarrea.
A pesar de todo, aquella lluvia incesante tenía una ventaja, poco a poco arrastraba consigo el lodo. Después de varios días las gotas por fin se volvieron transparentes y el agua del río se volvió más clara.
A partir de entonces dejamos de tener problemas para beber, pero no así con la comida. Cada vez había menos cadáveres de animales y los pocos que encontramos llevaban demasiado tiempo muertos y ya no eran comestibles. Aun así estábamos obligados a depender de la carne, pues no había ni rastro de hierbas o frutos. La pesca, que solía ser una fuente de alimentación segura, no daba los frutos esperados y, aunque buscamos bajo el lodo raíces y tubérculos, lo que encontrábamos no bastaba para alimentarnos.
Todos los días Birkin y los hombres salían a cazar al amanecer, pero no servía de nada. La caza invernal con trampas ya había acabado, pero todavía era demasiado pronto para encontrar animales jóvenes y, de todos modos ¿cómo iban a haber nacido nuevos animales en unas circunstancias como aquéllas?
Muy pronto empezamos a sufrir las consecuencias del hambre. Cuando el dolor de estómago se hacía absolutamente insoportable, masticábamos agujas de pino y trozos de cuero. Estábamos exhaustos y muertos de miedo, no conocíamos el lugar y nos sentíamos desamparados. El simple hecho de mantenernos con vida y la caminata continua consumían todas nuestras fuerzas, hasta el punto de que ni siquiera podíamos pensar en los que habíamos dejado atrás, en las montañas de los avellanos.
Sin embargo aquello no nos detuvo, y continuamos avanzando movidos por la tenacidad inquebrantable de Godain. En ocasiones parecía un ser sobrenatural, como si el Hombre de la Cornamenta se hubiera apoderado de su cuerpo. Sus ojos, hundidos en las cuencas, brillaban con intensidad y, cuando le hablabas respondía huraño y parco en palabras. Él nos guiaba y nosotros les seguíamos sin oponer resistencia. Nadie parecía echar de menos la sabiduría de las Ancianas Madres.
Todo el grupo lo consideraba mi compañero y él se comportaba como tal. Durante el día compartíamos el trabajo y el alimento, por la noche dormíamos abrazados el uno al otro bajo su piel de lobo. Estábamos tan cerca que parecíamos una sola persona. Sin embargo, tras aquel día que dio comienzo nuestro viaje, dejé de verlo como el hombre y el amante con el que me encontraba a escondidas en el bosque. Mis sentimientos de entonces parecían haberse diluido. En aquel momento no teníamos fuerzas para nuestros apasionados abrazos o los juegos amorosos. Para mí se había convertido en nuestro guía, el enviado del Hombre de la Cornamenta, y hacía todo lo que estaba en mi mano por apoyar al grupo en calidad de mujer pájaro. En realidad era aquello lo que nos mantenía unidos. ¿Volveríamos alguna vez a tener otra relación como la de antes? No lo sabía.
En contadas ocasiones nos encontrábamos con pequeños grupos de personas que nos miraban desde lejos con miedo y desconfianza. Cuando nos acercábamos actuaban con reservas y se limitaban a responder a las preguntas de Godain sobre el curso de los ríos. Ellos también estaban cansados y pasaban hambre, y se ocupaban solamente de sobrevivir día a día. Nadie quería saber nada de nosotros, y nadie nos retenía.
La luna de las lluvias pasó sin que apenas me diera cuenta. Con la ayudad de Udonn dejamos atrás las montañas de los pinos, cuya ladera este todavía estaba cubierto de nieve, y llegamos al río Egar. Entonces seguimos el alegre riachuelo que se formaba en la orilla y que se ensanchaba rápidamente en dirección este. Sus aguas, en comparación con las del Maionn, sólo estaban ligeramente turbias, y todavía quedaban peces y aves acuáticas. La tierra marrón y montañosa bajo la capa de cenizas se iba volviendo día a día más verde y llana. Las extensas praderas estaban salpicadas de pequeñas zonas boscosas e incluso encontramos algunos animalillos que nos bastaban para alimentarnos, aunque los cazadores raras veces tenían ocasión de conseguir piezas de mayor tamaño. Suponían que la gran tormenta de fuego habría hecho que emigraran hacia el norte y al este.
Sin duda se trataba de un lugar muy agradable para vivir, pero no me decía nada. Tampoco a Godain, de eso me di cuenta en seguida. Aun así nos alegrábamos de que, por primera vez en mucho tiempo, pudiéramos sentirnos a salvo y caminar en paz.
Cuando llegó la luna de las hojas verdes, pensé en el calendario lunar y recordé a los demás que hacía exactamente un año que habíamos celebrado la fiesta de las vírgenes. Por aquel entonces todavía no conocíamos a Godain, ni tampoco a Ciervo. Elann y Birkin se giraron hacia mí, pero sus rostros extenuados no mostraron ninguna emoción. Parecía mentira que, en tan sólo un año, nos hubieran sucedido tantas cosas. Hacía tiempo que me había olvidado de que era una mujer pájaro. No recibía mensajes, no veía al cuervo y no tenía ni las fuerzas ni la ocasión de celebrar ninguna ceremonia.
En aquellos días por fin empezaron a brotar algunas plantas en cantidades suficientes. Cuando encontramos las primeras ortigas blancas, dientes de león y zanahorias salvajes, las arrancamos de raíz y las devoramos con ansia. Conforme avanzaban los días y cuanto más al este nos encontrábamos, más plantas comestibles encontrábamos. En una ocasión los cazadores consiguieron una cría de alce y en otra un cervatillo de apenas un año. El vientre de Birkin comenzó a abultarse y no se atrevía a seguir cazando.
Godain nos obligaba a guardar una pequeña cantidad de carne de cada animal para secarla o ahumarla, incluso aunque todavía tuviéramos hambre. Obedecíamos, aunque a regañadientes. Él reunía las tiras y las guardaba en su mochila. Cuando ya no le cabían, me daba una parte a mí y también a Wika. También secábamos una parte del pescado. Por fin comíamos lo suficiente para poder seguir la marcha. La mayor parte de la comida se la dábamos a Onta y a Birkin, las embarazadas, y a las dos madres, Yegua y Dorin que de alguna manera todavía conseguían calmar a sus pequeños. La alegre y dicharachera Ogu se había convertido en una niña callada y pálida de ojos saltones, y la mayor parte del tiempo iba a hombros de algún cazador. Sauce y Herat se adaptaron bien al grupo y poco después nos sentíamos como si siempre hubieran estado con nosotros.
Llegó la luna de las flores y tal y como llegó se fue, pues apenas floreció nada. Desgraciadamente eso significaba que durante el otoño no habría casi frutos. Aun así no pensábamos en un futuro tan lejano. Simplemente vivíamos al día. Pasada la luna nueva, llegó el momento en que la luna creciente se encontraba en el extremo oeste, y con ello el momento de la danza ritual, pero ninguna de las mujeres tenía ganas de bailar. En aquellas fechas, pero un año antes, estábamos preparándonos para la fiesta del solsticio en la que se repartirían los hogares. ¿Volveríamos alguna vez a disponer de hogares fijos en los que vivir para siempre? Todos nuestros sueños se reducían a la comida y al descanso.
★ ★ ★
Los miembros de la tribu del Fresno acamparon en una hondonada protegida que se encontraba a cierta distancia de la orilla del Egar, junto a un bosquecillo de abedules. La temperatura era muy agradable, algo habitual al inicio del verano, y más tarde saldría la luna menguante. Ya no hacía falta levantar las tiendas y se podía dormir al raso.
Tal y como tenían por costumbre, colocaron las mochilas formando un semicírculo y, casi en completo silencio, se pusieron a recoger leña y agua, arrojaron las cañas de pescar, encendieron un fuego y colocaron piedras sobre las llamas. Cuando los leños habían prendido y las llamas se encontraban a una altura idónea, Yegua construyó un trípode y colgó de él el cesto lleno. Después, con una red de mimbre húmeda sacó las piedras calientes de las brasas y las deslizó con cuidado dentro del agua. Herat y Pedernal trajeron truchas, tímalos y un lucio de color marrón verdoso. El caldo hervía ya en la piel de caballo y los pescados, tras limpiarlos rápidamente, destriparlos y trocearlos se metieron dentro junto con unas cuantas hierbas que las mujeres habían recogido por el camino. Poco después Yegua sirvió la sopa en los cuencos y todos comieron con apetito.
El sol se puso y empezó a refrescar. El cielo se tornó violáceo alrededor de la luz crepuscular por encima de la cadena que formaban las montañas de los pinos. Todo era igual que siempre. Los niños ya estaban durmiendo y los adultos, con evidentes muestras de cansancio, miraban en silencio las brasas absortos en sus pensamientos. Poco a poco fue oscureciendo.
De repente Birkin señaló hacia el oeste y exclamó:
—¡Mirad!
Los demás giraron la cabeza con desgana y contuvieron la respiración. La luz del sol no se había apagado, al contrario, se estaba alargando y estiraba sus largos brazos hacia la ardiente bóveda celeste. Era como si el sol quisiera salir de nuevo. Aterrorizados, con los ojos muy abiertos, los miembros de la tribu del Fresno contemplaron el terrorífico espectáculo.
En aquel momento de la boca de Godain salieron las temidas palabras:
—Ha llegado el momento. La terrible desgracia ha vuelto.
Ravan le agarró con fuerza de la muñeca.
En realidad lo sabían. Lo estaban esperando. Aun así, ninguno de ellos se sentía realmente preparado.
La mujer pájaro sintió una suave y cálida ráfaga de viento que le retiró los cabellos de la cara. Inesperadamente, entró en trance y vio algo que jamás habría querido ver.
Se trataba de una caverna en lo más profundo de la montaña. En su interior se encontraba la enorme serpiente cubierta de escamas, su cuerpo estaba enrollado, formando una espiral de color rojo. De pronto levantó la cabeza y sacó la lengua. Sus ojos negros triangulares brillaban mientras comenzaba a desenrollarse lentamente. Con movimientos sinuosos se deslizó por el interior de la montaña en dirección a la cima. Cuando atravesó la cúspide la rompió en pedazos lanzando por los aires enormes trozos de roca y árboles enteros con la raíz. La montaña entera estalló en pedazos con un enorme estruendo. De las nubes de color gris amarillento se levantó una columna de humo y cenizas, similar a la copa de un árbol, y se expandía por toda la tierra.
La diosa roja extendió sus poderosas alas oscureciendo la mitad del cielo y echó a volar formando una espiral que dejaba tras de sí un rastro incandescente de humo y llamas y sembraba la tierra de innumerables franjas de fuego y quemándolo todo a su paso. Hombres y animales gritaban, corrían, ardían. Entonces vio a los habitantes de la caverna del Fresno, agarrados unos a otros, aterrorizados… por encima de ellos destacaba el rostro impasible de Imtu, pálido y huesudo, era el mismísimo rostro de Ana, que arrojaba su red mortal… A continuación vio una caverna llena de cadáveres enrollados en sus pieles… en el exterior aquella tormenta de fuego y piedras… y en medio de todo ello aquel cielo negro cubierto de densas nubes que lo abarcaban todo… y de nuevo la lluvia de piedras incandescentes, la ceniza… mientras tanto ella bailaba. La serpiente roja bailaba formando espirales y sus alas se acercaban más… y más…
Ravan comenzó a gritar como una posesa y se cubrió el rostro con las manos.
—¡La he visto! —gritó desesperada—. ¡Viene a por nosotros! ¡Está arrasándolo todo!
Birkin la abrazó con gesto protector y se giró hacia Godain, que permanecía sentado, inmóvil, sin apartar la vista del oeste.
—¡Tenemos que marcharnos de aquí!
—Sí —susurró el chamán sin moverse de su sitio.
Yegua y Dorin fueron a buscar a sus pequeños, los cogieron en brazos y los estrecharon con fuerza contra su pecho. Ellos siguieron durmiendo, ajenos a todo. Dorin se acercó a Ogu y posó su mano sobre la pierna de la niña, que dormía profundamente. También ellas miraron a Godain.
—¿Qué vamos a hacer? ¿A dónde iremos?
—No podemos hacer nada más —respondió el chamán—. Ya hemos hecho lo único que se podía hacer. Hemos viajado hasta aquí, lo más lejos que se podía de la gran desgracia. Ahora sabremos si ha sido suficiente.
Después de tantos esfuerzos su voz sonaba tranquila y su facciones casi parecían relajadas.
—No sirve de nada que sigamos caminando. Aunque consiguiéramos alejarnos un día de aquí, dos como mucho, no cambiaría nada. Lo mejor será que busquemos un lugar protegido donde cobijarnos hasta que pase lo peor.
—¿Cómo pretendes que encontremos un sitio seguro tan rápidamente? —gritó Dorin, presa del pánico—. ¡No conocemos el lugar! —a continuación se giró hacia su compañero y le sacudió fuertemente el brazo—. ¿Cómo?
Los cazadores se miraron unos a otros.
—Debemos dividirnos —sugirió Wika—. Dos de nosotros se quedarán aquí con las mujeres y los demás nos dispersaremos por parejas en diferentes direcciones. Los primeros que encuentren…
—¡Ni hablar! —interrumpió Onta—. No permitiré que nadie se marche. Si nos dividimos jamás volveremos a encontrarnos. ¿No veis lo rápido que se acerca?
El viento cálido que llegaba del oeste empezó a soplar con más fuerza, arrastrando consigo las hojas y ramas que estaban en el suelo.
—¡Tenemos que intentarlo! —respondió Pekum con todo imperioso—. ¿O acaso crees que hemos venido hasta aquí para acabar muriendo a la orilla del río?
Ravan parecía que estaba volviendo en sí. En aquel momento se apartó de los brazos de Birkin y se quedó mirando el torbellino de nubes que se acercaba hacia ellos. De pronto volvió a entrar en trance y vio de nuevo unas alas, pero esta vez… esta vez se trataba del cuervo.
«Sígueme», le dijo.
—Seguidme —dijo ella poniéndose en pie.
—¡Silencio! —exclamó Godain extendiendo la mano y señalando a la mujer pájaro. La joven se estaba alejando del campamento, cada vez más deprisa, caminando con los ojos entreabiertos. El chamán se colocó el índice sobre los labios, hizo un gesto con la cabeza a Pekum y Wika, agarró su lanza e indicó a los demás que recogieran todo rápidamente y les siguieran.
Los tres cazadores seguían la delgada figura a cierta distancia y ésta se desplazaba a través de los abedules con determinación, con la seguridad de alguien que camina en sueños. Todavía no había oscurecido del todo y, a pesar de que podían ver sin problemas, los hombres tenían cierta dificultad en mantener el ritmo de Ravan.
Ésta cruzó el bosque con ligereza, como si flotara y atravesó el arroyo con decisión, atravesó la pradera, subió una colina, bajó a una hondonada, llegó hasta un bosquecillo y desapareció entre los troncos de un grupo de encinas. Godain no podía verla, sólo oía el crujido de las hojas bajo sus pies. Con la respiración entrecortada intentó aumentar la velocidad pero, de pronto, se sintió invadido por el miedo a perderla. Entonces rodeó una enorme roca cubierta de musgo y estuvo a punto de chocar con su delgado cuerpo.
Estaba de pie, de espaldas a él, bajo un saliente protegido del viento formado por una hendidura en la roca. Entonces acarició suavemente la agrietada piedra y se giró hacia Godain, que respiraba aceleradamente, con una dulce sonrisa.
—Aquí hay una cueva. El cuervo dice que podremos quedarnos aquí.
Godain tragó saliva.
—¿Quiere eso decir que tú… que ella… quiere que nos salvemos?
—No lo sé. De momento nos ha proporcionado un refugio. Como bien sabes, las cuevas pertenecen a Udonn.
El chamán apoyó la espalda sobre las rocas y bajó la cabeza. Quería decir algo, pero sólo consiguió articular un «gracias» ahogado.
★ ★ ★
Sin perder ni un momento los dos hermanos se dirigieron de vuelta al campamento.
—¡Encargaos vosotros de prepararlo todo! ¡Vamos a buscar a los demás! —gritó Wika por encima del hombro. Sin duda todavía quedaba mucho por hacer, y el tiempo corría en su contra. Había que poner en movimiento sus últimas reservas de energía. Ya tendrían tiempo de descansar más tarde.
Mientras esperaban la llegada de los demás, Ravan y Godain inspeccionaron la cueva, la limpiaron de excrementos de animales y de hojas podridas y al fondo excavaron un hoyo en una zona blanda del suelo para hacer sus necesidades.
Tenían buenas noticias para los demás: junto a la zona principal había una pequeña cámara auxiliar a la que se accedían deslizándose a través de una delgada abertura en la roca. ¡Y allí había agua! No se trataba de un manantial, sino de una pequeña pila que provenía del subsuelo. Jamás habría podido esperar una suerte semejante.
A partir de aquel momento necesitaban procurarse alimento, material para hacer fuego y una mampara para la entrada que les protegiera del frío y de la lluvia.
Las mujeres dejaron a sus pequeños en la caverna y advirtieron encarecidamente a Ogu que cuidara de ellos. A toda prisa recogieron hojas y sarmientos, piedras planas y redondeadas y todas las ramas secas que pudieron encontrar. En la penumbra nublada y con el viento que aumentaba por momentos, los hombres se toparon con dos troncos de abedul y prepararon una mampara contra el viento provisional que cubrieron con el cuero de las tiendas de campaña.
—¿Sabes si la caverna tiene una salida de aire? —le gritó Wika a Godain que estaba llevando una brazada de hojas de abedul a la caverna.
—En el techo no, pero hay una grieta encima de la salida que bastará.
Sin duda ya había pasado la medianoche, pero todavía había una luz similar a la del atardecer. Sobre las cimas de las montañas había unos nubarrones rojizos y no se veía la luna. Los indicios de una tormenta de calor, que hasta aquel momento todavía se mantenía alejada del bosque, aumentaban con intensidad. Las cimas de los árboles se inclinaban por culpa de un repentino y fustigador viento, las ramas crujían, los troncos gemían y a poca distancia pudieron ver animales que corrían espantados en dirección este. Los cazadores no se dieron cuenta, todos trabajaban a destajo para proteger de la mejor forma posible la entrada de la caverna.
Birkin guiñó los ojos cuando un zorro casi le pasa por encima de los pies. Entonces dejó la leña agarró la primera lanza que encontró y cazó un ciervo y después un jabalí. A continuación lanzó el arma arrojadiza contra una liebre bien alimentada y la alcanzó. Al instante el resto de las mujeres agarraron sus cuchillos y los desangraron y los llevaron a la caverna. El despiece debería esperar.
—¡Es suficiente! —gritó yegua—. ¡Ahora lo que necesitamos es más leña!
Birkin agarró de nuevo el haz que había soltado poco antes.
Todo estaba hecho. Godain encendió una antorcha y avisó a todos de que debían entrar en la caverna, justo en el momento en que la tormenta empezaba a arrancar las hojas de los árboles.
Pekum cerró la entrada cuidadosamente mientras los demás le observaban preguntándose cuándo podrían volver a abrirla y qué aspecto tendría el mundo después de aquello. Pero la pregunta más inquietante era ¿existiría un después para ellos?
Agotados se pusieron en cuclillas uno a uno, justo en el lugar donde se encontraban en aquel momento, con las cabezas gachas y las manos entre las rodillas. A partir de aquel momento, sucediera lo que sucediera, ya no podían hacer nada más.
El pequeño de Dorin rompió a llorar. Ella le acercó el pecho y él se agarró al pezón, pero enseguida lo soltó y lloró con más fuerza. Las lágrimas corrían por el rostro de su madre.
—La antorcha se consumirá muy pronto, y no tenemos aceite suficiente para mantener encendida una lámpara de piedra. Hay que encender un fuego —La fría voz de Godain cortó como un cuchillo la nube de desesperación que envolvía al clan.
—Pero ya hace mucho calor aquí dentro —alegó Yegua—, si encendemos una hoguera sería aún peor. Además, el fuego necesita aire, y es posible que la tormenta empuje el humo hacia el interior.
—A pesar de todo, Godain tiene razón —intervino Ravan intentando que su voz sonara lo más tranquila posible—. Necesitamos un fuego, como mínimo para asar la carne y que pueda mantenerse más tiempo. Además, si nos quedamos aquí sentados, completamente a oscuras escuchando el ruido de la tormenta, nos volveremos locos. Bastará con una hoguera pequeña. A partir de ahora esta caverna será nuestro hogar, independientemente de lo que nos suceda. Por eso propongo que las mujeres preparemos una hoguera como corresponde, siguiendo la tradición de Udonn. No tenemos a ninguna Anciana Madre pero tú, yegua, eres la mayor de nosotras. Tú lo encenderás y yo lo bendeciré.
¿Un hoguera en honor a Udonn? La propuesta no pareció ser muy bien acogida a juzgar por los rostros inexpresivos de las mujeres. ¿Se negarían a obedecer? En ese caso las cosas estaban realmente mal.
Ravan intentó disimular el sobresalto que su actitud le había producido y se quedó sentada, con la barbilla ligeramente levantada, aparentemente tranquila, esperando una reacción.
Yegua se levantó vacilante y comenzó a despejar una superficie circular que bordeó de piedras. Cuando hubo acabado, Ravan dibujó con el dedo una serie de líneas perpendiculares que rodeó con un círculo: el tejido de Udonn. A continuación Elann y Onta acercaron a Yegua algunas ramas secas.
Mientras tanto Sauce y Birkin ordenaron la caverna y dispusieron unos sencillos lechos a lo largo de las paredes de modo que quedara espacio suficiente alrededor de la hoguera.
Con movimientos pausados Yegua apiló la leña y agarró una piedra y un poco de yesca para encender el fuego.
—¡Espera! —dijo Ravan. A continuación se inclinó hacia Godain, le cogió la antorcha de junco que casi se había consumido y se la entregó a Yegua.
—¡Enciéndelo con esto!
—¿Cómo? Hasta ahora siempre…
—¡Hazlo! Los hombres también deben tomar parte en lo que estamos haciendo —sin hacer caso a los murmullos de sorpresa de las demás mujeres, hizo un gesto con la cabeza a Yegua que, tras vacilar unos instantes, agarró la antorcha y la colocó entre las hojas secas. Éstas prendieron rápidamente y encendieron también algunas ramas pequeñas. Cuando el fuego ardía intensamente Ravan comenzó la invocación:
—Gran Madre, Gran Madre Udonn…
Entonces se detuvo y se dio cuenta de que no sentía absolutamente nada excepto un profundo cansancio. De pronto supo que no podía utilizar la antigua invocación. Tenía que encontrar nuevas palabras que resultaran adecuadas al momento. Pero ¿cuáles serían? ¿De dónde las sacaría?
Esperó con los ojos cerrados y sintió la creciente preocupación de la tribu como si fuera un gran peso sobre su pecho. A continuación sintió un pánico que le obstruía la garganta y un sudor frío que le corría por la frente. Estaba a punto de rendirse y dejarse caer en el profundo agujero de la desesperación cuando se oyó a sí misma decir:
—¡Udonn, Gran Madre! ¡Ana, pálida señora de la Muerte! ¡Vairani, bailarina del fuego!
Conforme hablaba sus palabras salían más claras y llenas de fuerza.
—Nos has perseguido y nos has salvado. Estamos con vida gracias a ti. Muchos han marchado a la tierra de Ana, pero nosotros seguimos vivos por voluntad tuya. Esta caverna te pertenece. Tú nos has guiado hasta aquí. Te ofrecemos este fuego y esperamos que nos protejas en estos difíciles momentos. Perdónanos por haberte hecho enojar. Te damos gracias por el Hombre de la Cornamenta, que nos ha traído hasta aquí con tu aprobación. Una parte de este fuego es para él. ¡No estés más furiosa con nosotros! ¡No estéis furiosos entre vosotros! ¡Protegednos y conservad nuestro clan!
Como en un sueño Ravan agarró un vaso de cuerno con un poco de aceite que alguien le acercó y lo vertió sobre las llamas. Por encima del fuego sonrió al cuervo que se había posado sobre una mochila y la miraba con satisfacción.
Ella parpadeó, se frotó los ojos y volvió gradualmente a su estado normal.
Godain se encontraba delante de ella y la miraba pensativo y sus ojos de color verde grisáceo tenían una expresión difícil de interpretar.
No se cantó ni se bailó. Tampoco se celebró un banquete. Hombres y mujeres se quedaron mirando las llamas en silencio hasta que sólo quedaron unas brasas que Yegua acabó por cubrir con cenizas y piedras. A continuación se tumbaron sobre las mantas y durmieron profundamente, debido al agotamiento, mientras en el exterior el torbellino embravecido del huracán de fuego destruía los bosques y hacía hervir las aguas de los ríos.
★ ★ ★
El rugido de la tormenta penetró incluso en nuestros sueños. De pronto nos despertamos de golpe temblando cuando algo pesado cayó con fuerza delante de la entrada, afortunadamente la mampara contra el viento se mantuvo intacta. Yo me esforcé por librarme del entumecimiento y me levanté. Los demás me siguieron.
Entre todos decidimos que era de día, aunque no había nada que nos lo indicara. Sabíamos que aquello se alargaría durante mucho tiempo. Lo único que nos servía para dividir el tiempo era que nos entrara sueño o hambre. Poco a poco nuestros ojos se habituaron a la oscuridad, aunque aquella primera mañana apenas distinguíamos nada, tan sólo que el fuego se había consumido. Como hacía un calor asfixiante, bebimos solo agua fría junto al trozo de torta seca que Godain nos repartió a cada uno intentando ignorar el desagradable olor que llegaba desde la entrada.
De repente me mareé. Apenas podía mantenerme erguida y tuve que tumbarme. Con todas mis fuerzas intenté librarme de las imágenes que penetraban en mi mente, pero no servía de nada, la mujer de fuego no se alejaba. Tuve que presenciar su danza desencadenada que seguía el compás de los rayos y truenos. La tierra se abría en el lugar donde Vairani apoyaba sus talones y por las temblorosas laderas de las montañas fluían ríos de fuego. Las rocas se derretían convirtiéndose en corrientes viscosas e incandescentes. El aire era irrespirable y se había convertido en una nube marrón de polvo de olor nauseabundo. Los bosques ardían, los animales ardían, los pájaros caían ardientes de un cielo llameante. Hasta las nubes ardían…
Intenté mantener la calma, pero aquello era demasiado. Empecé a revolcarme gimiendo y llorando. Godain estaba allí. Sentí que también él estaba sufriendo terribles visiones, pero no parecía tan afectado como yo. Entonces me abrazó y me apretó con fuerza contra su pecho.
—Tranquila, tranquila. Todo se arreglará…
Después me cubrió con mi manta y pasó la mano con cuidado. Para mi vergüenza no tuve más remedio que quedarme tumbada mientras los demás se ocupaban de todo.
Se pusieron a sacar las cosas de las mochilas, a recogerlo todo y a sacudir el polvo de los lechos. Los hombres sacaron los ovillos de carne ahumada y pescado seco y las pocas bayas y semillas que habían podido reunir y las dispusieron en la cámara posterior intentando protegerlas lo mejor que pudieron de los parásitos. Como disponíamos de carne fresca, de momento no íbamos a necesitar recurrir a los valiosos víveres.
Cuando todo estaba colocado en su sitio y se prepararon los utensilios necesarios, hombres y mujeres empezaron a descuartizar las presas que había cazado Birkin y a asar la carne. El olor a sangre, humo, sudor y heces era insoportable. Tosíamos sin descanso, y nos lloraban los ojos. El fuego ardía con desgana.
En aquel momento oí que Wika susurraba a Godain:
—No entra suficiente aire.
—No importa, el aire de fuera es mejor no respirarlo.
—Me temo que no tenemos elección.
Entonces arrancaron unos trozos de cuero de las piezas que cubrían la mampara contra el viento. En seguida entró más aire y, aunque estaba cargado y lleno de polvo, el fuego cogió brío. El calor de la caverna aumentó y se volvió aún más sofocante. Incluso yo, que estaba tumbada en el lecho, estaba cubierta de sudor. Sin embargo no sirvió de nada, tuvimos que asar, ahumar o secar la carne rápidamente, de lo contrario el calor la echaría a perder.
Bebíamos agua fresca, pero Pekum nos advirtió que debíamos moderarnos porque no sabíamos si el lugar que abastecía la pequeña pila se agotaría. ¡No nos faltaba nada más que eso! No obstante el pequeño estanque se alimentaba de una fuente subterránea y mientras estuvimos allí el nivel siempre se mantuvo igual.
¡Oh, Gadra! Espero que la Gran Madre no permita que tengas que vivir algo tan horrible como los días que estuvimos allí encerrados.
Además, aquello no era más que el principio.
Cuando me recuperé un poco saqué de mi mochila todos los utensilios propios de una mujer pájaro y los coloqué en la cámara. Allí se estaba más tranquilo, los aullidos de la tormenta se oían sólo de lejos. Mientras sacaba las cosas me encontré con el calendario de Imtu en la mano. Con cuidado retiré la envoltura y acaricié la punta del dedo aquellas líneas entrelazadas.
¿Cuál sería el lugar más seguro para aquel objeto sagrado? Miré a mi alrededor y descubrí junto a mí, a la altura del hombro entre los paquetes de provisiones, un pequeño agujero en la roca.
Fue allí donde coloqué el hueso. Luego utilicé la lámpara de piedra para buscar por el suelo y encontré una piedrecilla negra y redondeada que tenía la medida ideal. Sin ser del todo consciente de lo que estaba haciendo la cogí y la puse en el primer círculo del calendario. Seguidamente coloqué mi bolsa de hierbas justo delante.
Desde aquel momento, cada vez que creía que había pasado un día, movía la piedrecilla de lugar. Por eso sé con bastante exactitud que estuvimos encerrados en aquella caverna durante más de una luna.
Nueve días de fuego.
Nueve días de agua.
Nueve días de hambruna.
Y, después, tres días de muerte.
★ ★ ★
Dorin trabajaba frenéticamente y sus mejillas estaban congestionadas. Limpiaba, raspaba las pieles que habían arrancado a los animales, preparaba la carne para almacenarla y reparaba las ropas. No parecía importarle el llanto y los quejidos de su pequeño, y tampoco se ocupaba de su hija Ogu. Birkin lo comentó con Ravan.
—Lo sé —murmuró la mujer pájaro— pero, ¿qué podemos hacer?
Juntas aprovecharon una pausa para convencer a Dorin, pero la joven madre no quiso escucharlas. La asustada Ogu se refugió con su tía Onta. A la mañana siguiente el llanto del bebé había cesado.
—¿Cómo se encuentra tu hijo? —preguntó Yegua a su hermana con tacto. Dorin no respondió. Su rostro pálido y tenso estaba inclinado sobre un montón de astillas de pino que intentaba separar.
Las mujeres se acercaron sigilosamente al lugar donde dormía Dorin.
—Ana se lo ha llevado —susurró Yegua. Entonces levantó el delgado cuerpecito con una cabeza inusualmente grande y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Hermana! —gritó—. ¡Tu hijo ha muerto!
Finalmente Dorin levantó la cabeza. Su voz sonó plana y vacía.
—Lo sé. No conseguía calmarlo.
—¿Por qué no me lo trajiste?
—Porque habrías intentado ayudarme, y tú apenas tienes suficiente leche para Tori. Al final habrían muerto los dos.
—¡Pero Dorin…! —sollozó Yegua intentando abrazar a su hermana.
—¡Déjame! —le espetó ésta—. Si me tocas me derrumbaré. ¡Dejadme en paz!
Ravan colocó las manos sobre el pequeño Pau y lo bendijo. A continuación excavaron una pequeña tumba en la parte trasera, justo donde se inclinaba el techo de la caverna y lo enterraron allí. Yegua le colocó un par de bayas secas en las diminutas manitas y después cubrieron el cadáver con tierra.
Dorin había dejado de trabajar y se encontraba sentada junto al fuego, tiesa como un palo, con las manos sobre el regazo. Se encontraba de espaldas a lo que sucedía. Cuando Ogu se acercó tímidamente a ella y le tocó la mano, ella la apartó enérgicamente.
—¡Vete con la tía Onta! —le espetó con rudeza.
Desde el exterior llegaba el ruido atronador de la tormenta.
★ ★ ★
No había mucho más que hacer. Yegua se ocupaba de mantener vivas las escasas llamas de la hoguera. Godain y Ravan custodiaban los alimentos y repartían diariamente las porciones. Los cazadores pulían sus armas y utensilios, las mujeres se ocupaban del mantenimiento de las piezas de ropa y de las vasijas y recipientes. Sin embargo hacía demasiado calor, incluso para moverse. Si respiraban demasiado deprisa se te nublaba la vista y comenzabas aquella tos que causaba un fuerte dolor en el pecho. La mayor parte del día lo pasaban tumbados sobre las pieles, mirando absortos el fuego y escuchando las ráfagas del viento huracanado y los golpes de las piedras que caían del cielo.
El tiempo trascurría lentamente. Como en aquella otra ocasión.
Ravan pasaba la mayor parte del día en la cámara, quería invocar a la Gran Madre para conseguir su clemencia, pero sentía como si el cerebro se le hubiera secado. Continuamente sus pensamientos se perdían en otras reflexiones.
«¿Cuál era la razón que hizo enfurecer a Vairani? No consigo acordarme. ¡Que extraño! Me parece que tenía algo que ver con Elann… ¿o era con la tribu y con las Madres?… ¿o con el Hombre de la Cornamenta?
Pero Elann está con nosotros, y el Hombre de la Cornamenta nos ha guiado hasta aquí… ¡Claro! Ésa es la razón por la que vamos a morir todos. El castigo consistía en alargar nuestro sufrimiento. ¿Pero por qué tiene que pagar toda la tierra por culpa nuestra? ¿Por qué mueren tantos animales? Tal vez el motivo sea otro. Quizás esta espiral de fuego no tenga nada que ver con nosotros. Puede que sólo sea eso… fuego. Simple y llanamente. ¿No sería gracioso?
¿Quién se ha reído? ¡Ah! Era yo misma.
¡No! Perdóname.
Tengo que dejar de pensar cosas así, de lo contrario volverá a ponerse furiosa. Tengo que aplacar su ira. Yo soy la mujer cuervo.»
—¡Oh, Gran Vairani! ¡Que tu ira se extinga! Cuida de nosotros y protege nuestra tribu!
★ ★ ★
Godain estaba preocupado por Ravan. Con frecuencia parecía como ida. Él la observaba a través de la abertura redondeada cuando se retiraba a la cámara. Se ponía en cuclillas y movía los labios sin decir nada, balanceándose hacia delante y hacia atrás. En sus ojos desmesuradamente abiertos se reflejaba la imagen gris de la tierra muerta. Era evidente que corría el riesgo de perder la razón, pero no podía ayudarla. Ni él, ni ningún otro.
¿Acabaría alguna vez aquella tormenta de fuego? La primera no había durado tanto. Quizás no cesara nunca. ¿Dónde estaría el Hombre de la Cornamenta? ¿Por qué no recibía ningún mensaje?
Inquieto comenzó a dar vueltas por la caverna. Un poco más allá se oía el suave ronquido de Wika. Godain envidiaba su capacidad para dormir en cualquier circunstancia. ¡Realmente había sido una suerte poder contar con él y con su hermano Pekum!
Poco a poco el chamán se dio cuenta de lo importante que había sido para él la permanente actitud prudente de Wika. Pekum era el mayor, y sin duda también el cazador más experimentado, pero con frecuencia era difícil adivinar lo que pensaba o sentía. Wika era más abierto que su hermano hacia el resto de la tribu. Siempre tenía la palabra adecuada, y se ocupaba de todo lo que era importante.
De pronto una fuerte ráfaga de viento lanzó un montón de piedrecillas contra la mampara de la entrada. ¡Cuánto odiaba aquel ruido, aquellos continuos golpes! Pero… ¿qué era aquello? Aquél no era el habitual estruendo… era algo diferente.
Godain se puso en pie y comunicó a los demás:
—¡Escuchadme todos! ¡Está lloviendo!
Unos cuantos también se levantaron y todos se quedaron en silencio, escuchando el sonido del exterior.
—¡Es cierto! ¡Llueve!
—Si hacemos caso a lo que sucedió la otra vez —añadió Wika—, ¡significa que lo peor ya ha pasado!
—¡Bendita sea Udonn! —murmuró Yegua con la voz ahogada.
—Tenemos que esperar un poco —dijo Godain restregándose los ojos enrojecidos—. Acordaos bien, la tormenta va a continuar durante mucho tiempo y la lluvia es negra, espesa y sucia. La tierra se cubrirá de lodo y envenenará los ríos. Pero poco a poco arrastrará las cenizas y hará que el aire se limpie. Sólo hay que esperar.
—¿Y luego? —preguntó Elann.
—Saldremos y recogeremos los animales muertos.
«Si es que encontramos alguno. A finales del verano y durante el otoño es posible que no pasemos hambre, pero ¿qué haremos durante el invierno?»
Ravan salió de la cámara y se colocó muy cerca de Godain.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Ha llegado la lluvia —le comunicó atrayéndola hacia sí—. El fuego se apagará. No hace falta que sigas atormentándote.
★ ★ ★
La temperatura descendió drásticamente, la carne ahumada y el pescado seco bastarían para dos días más. Había suficiente agua, pero prácticamente no quedaban reservas de leña.
Era una locura quemar el armazón de las mochilas, pero el miedo a la oscuridad era demasiado grande. Muy pronto se verían obligados a hacerlo.
Herat y Ciervo se ofrecieron a salir a por leña. Godain sacudió la cabeza.
—No tiene sentido que arriesguéis vuestras vidas. No encontraréis ni una sola rama seca. Esa cosa húmeda y viscosa que lo cubre todo no ardería, sino que inundaría la caverna de una humareda venenosa que nos mataría a todos. Y la lluvia os quemará la piel.
—De todos modos… yo lo intentaría. Aunque sólo fuera por salir de aquí de una vez —dijo Herat pasándose la lengua por los labios. La expresión de sus ojos no le gustó a Godain, que volvió a negar con la cabeza.
—¿Y por qué no podemos intentarlo? —intervino Barn malhumorado—. Tal vez haya un par de ramas secas. No sé por qué siempre tienes que decidirlo todo tú solo.
El chamán lo miró con gesto cansado.
—No podemos prescindir de ningún hombre. Tú mismo saliste con Birkin la otra vez, cuando fuisteis a buscar a Elann. Un hombre tan inteligente como tú sabe de sobra como están las cosas ahí fuera, ¿no es así?
—Estás convencido de que siempre tienes razón. Cuando alguien se hace el listo…
—¡Ya basta! —gritaron a la vez Wika y Birkin.
—¡No sigas por ahí, Barn! —continuó la joven—. No podemos permitirnos discutir. Además, Godain tiene razón. Yo no consentiría jamás que salieras. Es demasiado pronto.
Furioso Barn se tumbó sobre su manta mirando en dirección a la pared. Birkin, Wika y Godain se miraron con preocupación. Herat golpeó la mampara de la puerta y mascullo:
—Nunca más saldremos de este agujero.
Sauce lo rodeó con sus brazos con los ojos llenos de lágrimas.
El fuego se consumió y se quedaron en la oscuridad, envueltos en sus pieles, fuertemente abrazados por parejas. La humedad se filtraba por las junturas de la mampara de la puerta. Godain redujo de nuevo las raciones de comida y comenzaron a pasar hambre.
★ ★ ★
Ravan estaba cada vez más sumergida en su mundo interior y también Godain había empezado a aislarse del resto desde el día que sufrió el ataque de Barn. La atención de Birkin se centraba casi exclusivamente en su embarazo y a menudo conversaba con Onta al respecto.
Wika era el único que no perdía de vista a ningún miembro de la tribu y observaba con inquietud cómo Barn, a través de comentarios y gestos casi imperceptibles, intentaba aliarse con Ciervo y Herat en contra de Godain. Reno y Pedernal daban a entender claramente que no querían tener nada que ver con aquel asunto, y no tomaban partido por nadie. Pekum sacudía la cabeza y se encogía de hombros ante lo que estaba pasando pero, llegado el momento, su posición de jefe de los cazadores le haría mantenerse del lado de Godain.
«¿No tenemos ya suficientes problemas? —se dijo Wika—. ¿Por qué diantre este estúpido joven tiene que causar muchas más dificultades?»
Aún así no podía evitar sentir cierta comprensión hacia Barn. Era un buen hombre y nunca había creado polémica ni había intentado ponerse por encima de nadie. No obstante desde el principio había mostrado una actitud de rechazo hacia Godain. No obstante, después de comenzar el viaje, había sido extremadamente amable y siempre dispuesto a trabajar en grupo. A pesar de ello, parecía como si, de pronto, se le hubiera agotado la paciencia. Y también la de Herat, que de vez en cuando se encerraba en sí mismo y hablaba en voz baja consigo mismo. Tenía la mirada inquieta y sus gestos se habían vuelto atolondrados.
«¡Este encierro no puede durar mucho más!»
★ ★ ★
Ravan encontró dos ratas entre los restos de los víveres. Pegó un grito. Nadie se explicaba cómo habían conseguido llegar hasta allí.
Capturaron a los roedores y se los comieron junto con las últimas tiras de carne curada. Aunque las embarazadas y las madres recibieron más que los demás, la leche de Yegua se había agotado. Masticó un poco de carne hasta que se hizo como una papilla e intentó dárselo a Tori.
Al menos todavía tenían agua. Para engañar el hambre masticaban trozos de cuero y ramas. La debilidad física acabó también con las ganas de rebelarse de Barn.
En el exterior estaba diluviando y se oía el ruido atronador del agua correr, chapotear… y golpeando con fuerza. De vez en cuando se oía un trueno y fuertes ráfagas de un ardiente viento huracanado golpeando el panel protector que crujía parecía emitir quejidos. Delante de la entrada la lluvia formó un enorme charco. Una pequeña corriente de agua se filtró. Los habitantes de la caverna intentaron taponarlo con pieles, pero el agua siempre encontraba la manera de entrar. Al final se rindieron y dejaron que se introdujera en la caverna, donde acabó formando un charco en la pared trasera.
★ ★ ★
De pronto el continuo ruido de la lluvia cesó y empezaron a oírse sólo breves pero intensos chubascos. El hambre y el agotamiento se habían apoderado de todos ellos, apenas nadie se levantaba de su lecho. Por eso Ravan se sorprendió cuando Yegua se acercó a ella en la oscuridad y le preguntó:
—¿Tienes hierbas curativas?
—¿Por qué? ¿Estás enferma?
—Tori tiene diarrea.
—¡Oh! Espera… —La mujer cuervo se esforzó por recordar. Hablaba lentamente, con muchas pausas—. Lo mejor sería agrimonia, pero tendría que ser fresca. Lo único que puedo darle son algunas hojas de zarzamora y llantén. El problema es que, para hacer una infusión, necesitaríamos agua caliente, y no tenemos fuego. No importa, las dejaré en remojo durante un buen rato y se la daremos mañana por la mañana. Mientras tanto mezcla un poco de agua con unas cenizas de madera y se la vas dando en pequeñas cantidades. Y haz que beba mucho agua, cuanta más mejor.
—De acuerdo, gracias —Yegua se giró y empezó a escarbar en el lugar en que antes prendía la hoguera. Ravan se puso en pie, esperó a que se le pasara el mareo y se encaminó hacia la cámara con un cuenco de madera en la mano.
Una vez preparada la mezcla, se dirigió al lugar donde dormía Yegua con su familia y se agachó sobre el pequeño bulto. Cuando vio el rostro de la pequeña se quedó horrorizada. Tenía la piel como acorchada, la boca manchada de ceniza y los ojos tenían un brillo antinatural.
—¿Cómo se encuentra?
—La diarrea no cesa. Es como si fuera agua.
—¿Has conseguido que beba?
—No. No hay manera.
La mujer pájaro acarició suavemente la cabecita de Tori, se sentó junto a Yegua y empezó a rezar en voz baja. Desde el otro lado Pekum y Wika miraban con preocupación a la pequeña, que de vez en cuando emitía un débil gemido. De pronto Ravan dejó caer la cabeza sobre el lecho y se quedó dormida.
—¡Noooo!
El grito desgarrador de Yegua la sacó de su letargo. La joven madre se había echado sobre el diminuto cadáver y no paraba de llorar.
—¡Tori, hija mía! ¡Despierta! ¡Despierta, pequeña! ¡No puedes morirte!… ¡No lo permitiré!… ¿Por qué, Gran Madre? ¿Por qué te llevas a todos mis hijos?… ¡Yo te maldigo! ¿Me oyes?… No puedo más. No quiero seguir viviendo… ¡Quiero irme con mi niña! —Sus gritos se estaban convirtiendo en un balbuceo. Pekum y Wika la abrazaron y le quitaron el chuchillo de las manos.
Los demás se habían levantado de sus lechos y los rodearon en silencio. Lloraban en voz baja por Tori, pero nadie decía nada.
Temblando Ravan apoyó la cabeza sobre el hombro de Godain.
«Me alegro de que grite. Siempre será mejor que el inquietante silencio de Dorin. Ojala yo también pudiera gritar…»
Poco después Yegua acabó exhausta y sus lamentos se convirtieron en sollozos secos e intermitentes. La mujer pájaro indicó a sus compañeros que la tumbaran sobre el lecho. Luego le colocó la mano sobre la espalda la acarició suavemente hasta que se quedó dormida.
A continuación hizo un gran esfuerzo y se levantó.
—Cogedla y venid conmigo.
Los dos hermanos levantaron el ligero cuerpecillo de la hija menor de Yegua y lo enterraron junto al pequeño Pau. Tenían los ojos anegados en lágrimas. Ravan, con un nudo en la garganta y mientras luchaba contra el mareo y las náuseas, susurró una oración.
Wika se sorprendió al descubrir la mirada llameante con la que Ciervo presenciaba inmutable el funeral de Tori. En los ojos del joven se percibía el hambre, como en los de todos los demás. Pero había algo más, algo que despertó en Wika una terrible sospecha.
Ciervo se dio cuenta de que alguien lo estaba observando. Por un instante se cruzaron las miradas de ambos y después el muchacho bajó la cabeza con gesto de culpabilidad. En aquel momento, casi con sorpresa, Wika descubrió que sería capaz de matar a alguien. Sin pestañear continuó mirando fijamente al joven cazador.
Ciervo levantó la cabeza brevemente y comenzó a temblar. La frente se le estaba llenando de gotas de sudor. Entonces se dirigió a su lecho, se tumbó de espaldas al resto y se cubrió la cabeza con su manta.
A parte de ellos dos, nadie se dio cuenta de lo que había sucedido.
★ ★ ★
Pasado un tiempo Ravan se dio cuenta de que hacía un buen rato que no se oía el ruido de la lluvia. Entonces miró a su alrededor y descubrió un tenue haz de luz que se filtraba por la abertura que había encima de la entrada.
«Debe ser de día. ¿Cuánto tiempo llevaremos aquí encerrados?»
A continuación se puso la mano sobre su estómago dolorido y se levantó despacio. El camino hasta la cámara le pareció terriblemente largo, pero si conseguía llegar hasta allí, podría traer una bolsa con agua. Con los pasos torpes de una anciana se encaminó hacia el pasillo.
Primero bebió un poco y, antes de llenar la bolsa, esperó a que su corazón se tranquilizara. Con un suspiro se apoyó en la pared, se irguió y sacó el calendario del hueco de la pared. Movió la piedrecilla hasta el siguiente orificio y se quedó mirando pensativa las oscuras líneas.
Después agarró la bolsa de agua y se dirigió de vuelta a la otra parte de la caverna. Su compañero estaba tumbado boca arriba, pero su respiración mostraba que no estaba dormido. Entonces se sentó junto a él y le cogió la mano.
—¡Godain!
—¿Sí?
—Llevamos cerca de una luna en esta caverna. ¿No crees que deberíamos abrir la mampara y salir de una vez? ¡O al menos intentarlo!
—¿Tú crees?
—Sí. No podemos quedarnos aquí tumbados esperando la muerte.
—¡Oh, Ravan! Esto ya no tiene ningún sentido. Puedo imaginarme cómo serán las cosas ahí fuera. Mucho peor que la otra vez. Para sobrevivir tendríamos que buscar leña en ese mundo de lodo, cazar o, como mínimo, encontrar animales muertos y traerlos hasta aquí. ¡Mira bien a tu alrededor! ¿Crees que alguno de nosotros tiene fuerzas para hacer algo así? No. Todo se ha acabado, mi niña. Hemos hecho lo que hemos podido, pero no ha sido suficiente. Ven, túmbate aquí conmigo, quiero sentir tu calor. No tengo miedo a la muerte. Al fin y al cabo tampoco puede faltar mucho.
Ravan se colocó junto a él y apoyó la cabeza sobre su hombro. Las lágrimas de la joven humedecieron el pecho de su amado. Él le puso la mano sobre la cabeza y le susurró al oído:
—Nunca te he hablado de mi madre. Se llamaba Jassa. Era una mujer muy poderosa… En realidad era una mujer pájaro y volaba con los halcones…
Ravan escuchó atentamente pero de los labios de Godain no salió nada más.
Entonces se acordó del regalo del cuervo. Le había dicho que podía abandonar su cuerpo cuando quisiera. Para siempre. «Ha llegado el momento. Lo llamaré.»
Sí, podía irse, pero no podía llevarse a Godain. ¿Y qué pasaría con los demás? Ravan decidió esperar un día más. De todos modos la muerte siempre estaría ahí, esperando. Entonces se quedó dormida.
★ ★ ★
—Necesitamos leña. Hay que encender un fuego.
¿Quién había dicho eso? Ravan levantó levemente la cabeza. ¡Ah! Era Dorin. ¿Qué habría querido decir? También Godain había escuchado sus palabras, aunque de mala gana.
El rostro de Dorin era tan inexpresivo como aquella vez, cuando su hijo murió. Pero en esta ocasión sus ojos estaban llenos de vida. Tenía entre sus brazos a la pequeña Ogu, que no hacía más que sollozar, y miraba fijamente al chamán.
—Si no hacemos algo deprisa mi hija se va a morir. Necesita comer algo.
—¡Por supuesto! —replicó Godain con indiferencia—. Todos nosotros necesitamos comer algo —Godain pensaba que era un milagro que la niña todavía estuviera viva, pero se abstuvo de hacer ningún comentario.
—No voy a consentir que muera. Necesitamos leña. Quiero encender un fuego.
—¿Para qué?
—Quiero hervir agua… con sangre.
Ravan lo entendió todo y sintió como una ducha de agua fría. En una ocasión Imtu le había hablado de aquello. En las épocas de mayor necesidad, cuando la supervivencia de la tribu estaba en peligro, las madres salvaban a sus hijos haciéndose un corte en las venas y preparando una sopa con su propia sangre. El agua tenía que estar caliente, de lo contrario se coagulaba demasiado pronto. A veces las madres morían poco después, generalmente de agotamiento, pero en ocasiones conseguían que sus hijos sobrevivieran. Era el último recurso.
Godain volvió la cara.
—¡Escúchame bien, mujer! Como puedes comprobar nadie está en condiciones…
Dorin adelantó su afilada barbilla y dijo con desdén:
—Si ninguno de los cazadores está dispuesto a ir, lo haré yo. Sola.
—Está bien, yo lo intentaré —intervino Pedernal, su compañero, que tenía los labios hinchados y llenos de grietas.
—Voy contigo —refunfuñó Pekum.
—Yo también —añadió Wika.
Godain resopló. Entonces se irguió y esperó a que desaparecieran las lucecillas rojas que brillaban delante de sus ojos.
—De acuerdo, formaremos dos grupos. Pedernal irá con Pekum, y yo con Wika.
Ravan abrió la boca para expresar su disconformidad, pero entonces miró a Dorin y luego a Ogu y se abstuvo de intervenir.
Les llevó un buen rato hasta que los cazadores se pusieron sus capas, soltaron las ataduras de la mampara y la pusieron a un lado. La caverna se inundó de una luz sombría y grisácea.
Los cuatro hombres salieron tambaleándose y se adentraron en un lodo que les llegaba hasta las rodillas. Herat se puso la capa sobre los hombros, les acompañó hasta la salida y se quedó mirándolos mientras se alejaban.
La tribu tuvo que esperar mucho tiempo hasta que volvieron, en un estado semivegetativo del que despertaban de vez en cuando. Lo único que se oía era el débil llanto de la pequeña Ogu.
Entonces aparecieron Pekum y Pedernal. Arrastraba entre los dos un pequeño árbol seco, que alguna vez debió ser un abedul. Por el estado en que se encontraba era evidente que hacía mucho tiempo que una tormenta lo había arrancado.
Todo aquel que fue capaz de levantarse contribuyó a limpiar las ramas de lodo y a despedazarlo. En el exterior se oía el ruido de una intensa lluvia que les impidió oír los pasos de los otros dos cazadores. Completamente empapados, Wika y Godain irrumpieron en la cueva. Cada unos de ellos llevaba algunas ramas de pino bajo el brazo, Godain llevaba una liebre sobre el hombro y Wika arrastraba una pata de ciervo.
—No muy lejos… de aquí… hay una… hembra de ciervo… muerta —informó casi sin aliento. A continuación se tumbó sobre su lecho.
Yegua encendió fuego, Dorin preparó un caldo y todos ellos decidieron seguir viviendo.
El estómago se les había cerrado de tal manera, que apenas podían comer nada. No obstante, lo poco que consiguieron digerir, les hizo volver a la vida. Ogu dejó de llorar y su rostro recuperó un leve tinte de rubor.
—¿Cómo están las cosas ahí fuera? —preguntó Elann tras la comida.
—Podría haber sido peor —respondió Wika con prudencia.
Ravan dejó el cuenco en el suelo y buscó su capa.
—Quiero verlo con mis propios ojos. Antes de que se haga de noche —dijo. Los demás, excepto Yegua y los cuatro cazadores exhaustos, se unieron a ella.
Sus escasas fuerzas apenas les permitieron dar un par de pasos. En el enorme charco que se había formado junto a la salida, el lodo les llegaba hasta las rodillas, pero más allá la cosa no era tan grave. El bosque de encinas que había rodeado la caverna ya no existía. La luz macilenta les permitió descubrir que alrededor de ellos, bajo unos densos nubarrones, se extendía una especie de laberinto de árboles caídos y ramas enredadas entre sí. Allí había leña de sobra pero, de momento, estaba demasiado húmeda para encender fuego.
El lodo había hecho que la vegetación se convirtiera en una masa compacta de color gris que llegaba hasta los tobillos. Cuando el tiempo se volviera más cálido y seco acabaría solidificándose. Por encima de los árboles caídos se distinguía el lugar por el que antes fluía el arroyo y también la explanada donde, una luna antes, había una verde pradera. Por algunas zonas la incesante lluvia había empezado a retirar la capa de lodo y cenizas y asomaban pequeños puntos de tierra marrón.
Con ambas manos Ravan se aferró al saliente de la roca que había junto a la entrada de la caverna intentado buscar apoyo. Si las cosas estaban así en aquel lugar, ¿cómo sería más al oeste, en las montañas de pinos?
«¡Oh, Udonn! ¿Cómo haremos para sobrevivir en esta tierra de muerte? Muy pronto acabará el verano y ¿qué recogeremos en otoño? ¿Cómo soportaremos el invierno? Quizás Godain tenga razón. Tal vez ya estamos muertos y todavía no lo sabemos.»
Una cosa estaba clara: a partir de aquel momento cada día se convertiría en una lucha por sobrevivir. Si, en contra de lo que parecía, todavía seguían vivos al llegar la primavera, existiría una pequeña esperanza para el futuro. Pero las perspectivas eran malas, y la mujer cuervo no podía obviarlas.
Tras una pequeña pausa comenzó de nuevo a llover. Con los hombros caídos se dio la vuelta y miró hacia la caverna. Entonces sintió que alguien le tocaba el hombro. Era Birkin.
—¡Mira! —exclamó. Ravan miró hacia en la dirección que ésta le señalaba y descubrió un pequeño y delgado manto verde que rodeaba una de las islas de color marrón.
—¡Hierbas y plantas! —dijo Birkin—. ¡La vida está volviendo! —a continuación puso la mano sobre su hinchado vientre y añadió—: Hasta ahora ninguna de nosotras ha perdido a su hijo, ni Onta ni yo. De algún modo saldremos adelante. ¿No crees?
—¡Claro que sí! —Ravan parpadeó para librarse de las lágrimas e intentó esbozar una sonrisa—. ¡Por supuesto!
★ ★ ★
Habían conseguido vencer el entumecimiento. Los cazadores salían todos los días a buscar leña y alimento. En poco tiempo sus rostros se llenaron de llagas y heridas. Muy de vez en cuando encontraban algún animal muerto de un cierto tamaño, en cambio no había indicios de que ningún animal hubiera sobrevivido a la catástrofe. De todos modos tampoco hubieran tenido fuerzas suficientes para cazarlos. El único alimento que conseguían en aquellos primeros días eran pequeños animalillos como ratónenlos, liebres y, en una ocasión, dos gansos. Era poco, pero bastaba para que el grupo no se muriera de hambre.
En una de las expediciones, a última hora de la tarde, los cazadores descubrieron una grieta en el suelo que no existía antes de la catástrofe y la examinaron minuciosamente. Debía tener una profundidad equivalente a la altura de cinco hombres. Se asomaron al borde quebrado y Pedernal comentó:
—¡Mirad! No hay lodo. Sólo rocas y piedras apuntadas. ¡Es ideal como trampa para cazar caballos! ¡Ésa sería nuestra salvación!
—Sí, caballos… —respondió Pekum meditabundo—. Pero están demasiado lejos, si es que todavía existen. Además, después habría que sacar la carne, y no parece nada fácil. Quizás desde el otro lado sería posible. Esa cuesta que, con mucho trabajo, podría convertirse en un sendero… —Acto seguido se inclinó hacia delante y de pronto la debilidad hizo que se le nublara la vista y todo se volviera de color rojo. Como pudo se agarró a una raíz, se resbaló y se precipitó gritando en la grieta. Los demás corrieron hacia él, pero no pudieron hacer nada. El jefe de los cazadores yacía entre dos enormes rocas. Por detrás de su cabeza girada de una forma antinatural comenzó a formarse un charco de sangre. Sus ojos vacíos miraban hacia el cielo.
—¡Pekum! ¡Pekum! ¡Hermano mío! —Wika se disponía a descender por el canto, pero los demás lo sujetaron con todas sus fuerzas. Godain le gritó:
—No conseguirás llegar hasta ahí con vida, y si lo hicieras, jamás podrías salir. No en estas circunstancias, debilitado y sin los instrumentos necesarios. ¡No puedes hacer nada por él, Wika! Está muerto.
—¡Soltadme! ¿Acaso crees que voy a dejarlo ahí? Tal vez todavía está vivo y si no, al menos puedo recuperar su… —No pudo continuar. Como un lobo le mostró los dientes a Godain. Su rostro ofuscado estaba desfigurado por la rabia y la desesperación.
El chamán lo agarró por los hombros y dijo:
—Entiendo muy bien cómo te sientes, pero créeme, no se puede hacer nada. Ahora no. Volveremos mañana, con correas y estacas, y lo sacaremos de ahí. No podemos arriesgarnos a perder otro hombre.
Wika lo miró fijamente con los ojos desorbitados, como si hubiera perdido la razón. En aquel momento Godain se preguntó cuánto más resistirían aquellos hombres. ¿Sus palabras habrían conseguido llegar a su amigo? Por lo visto no, pero de pronto Wika cedió y dejó que lo llevaran de vuelta a la caverna. A la mañana siguiente volvieron a la grieta. Por lo visto un grupo de animales carroñeros había conseguido introducirse. Lo poco que quedaba de Pekum no se podía transportar. Los cazadores incineraron los restos.
★ ★ ★
Lo primero que Ravan sintió por primera vez en mucho tiempo fue una dolorosa compasión por Yegua. Primero había perdido a dos de sus hijos debido a una enfermedad, luego a Tori, y ahora a su compañero Pekum. Todavía le quedaba Wika, pero se encontraba en estado de shock y, por primera vez, no podía consolarla. Con la mirada perdida, las mejillas hundidas y el cabello sembrado de canas, estaba en cuclillas junto al fuego como si fuera una anciana, a pesar de que sólo tenía treinta inviernos.
El que peor soportó la pérdida de Pekum fue Wika. Habían pasado toda la vida juntos y su mundo se había roto en pedazos. Durante varios días estuvo tumbado, sin comer y sin hablar. Tenía junto a sí la valiosa lanza de su hermano y de vez en cuando acariciaba el mango.
Cuando Godain se acercó a él con un cuenco de sopa en la mano no reaccionó.
—Wika, tienes que comer algo, y tienes que volver a cazar con nosotros. Te necesitamos.
El cazador miró hacia otro lado.
—¿Me oyes Wika? Debemos dejar la tristeza a un lado. Ahora necesitamos que todos contribuyan. El verano está a punto de acabar. Muy pronto vendrán los fríos. Tenemos que prepararnos para el invierno si no, no podremos sobrevivir. Cada día cuenta.
—Sí, sí. Anda, déjame en paz.
—Ya me gustaría, pero no puedo. ¡Espabila! No quiero tener que ofenderte sólo para conseguir que reacciones. Pero te exijo que cumplas con tu deber con la tribu. ¡Hazlo por Yegua! Ella tiene más motivos para lamentarse que tú.
—¿Lamentarse? —Wika se dio la vuelta y miró de nuevo Godain. Su mirada brillaba de forma amenazante. Godain respiró aliviado.
Sin embargo su amigo adivinó sus intenciones.
—Quieres provocarme ¿verdad? Conseguir que me ponga furioso, no importa cómo.
—¿No harías lo mismo si estuvieras en mi lugar?
—Sí… te entiendo perfectamente —en aquel momento frunció los labios, luchó consigo mismo y respiró hondo. Después asintió con la cabeza.
—Tienes razón, es así como debe ser. Mañana por la mañana saldré a cazar con vosotros.
—Me alegro. ¡Por cierto! Desde ahora eres el jefe de los cazadores. Utilízala —dijo señalando la lanza de Pekum— y ocupa su lugar.
—¿Y eso por qué? ¿Por qué no Pedernal?
El chamán decidió no perderse en explicaciones innecesarias y le dijo secamente.
—Deberás sustituir a tu hermano y ser tan buen jefe como lo fue él. Jamás lo olvidaremos, pero estamos obligados a substituirlo.
Wika bajó la cabeza y se tapó los ojos con la mano mientras sus hombros se encogían una y otra vez con fuertes sacudidas. Godain fingió no darse cuenta de nada. Colocó el cuenco en el suelo y se puso en pie.
—Tómatelo todo —dijo—. Espero que lo disfrutes —a continuación posó la mano durante un instante sobre el hombro de su amigo y volvió a la hoguera.
★ ★ ★
Desde aquel primer día que descubrieron el cadáver de una hembra de ciervo, no habían vuelto a encontrar ningún animal de tamaño considerable. El espectro de la hambruna volvió a instaurarse en los hombres y mujeres de la tribu y poco a poco se iban quedando sin fuerzas. Las mujeres no se atrevían a recolectar demasiadas hierbas por miedo a que no crecieran más.
Godain, con las mejillas hundidas y tosiendo presentó unas ofrendas al Hombre de la Cornamenta, le recordó su promesa y le pidió que les proporcionara carne. Apenas unos días después los cazadores tuvieron suerte. Los expertos ojos de Wika, que podía presumir de una vista especialmente aguda, avistaron un par de cuervos y se dispuso a seguirlos junto con Pedernal, Barn y Herat. Tras una larga y agotadora caminata a través del barro encontraron el cadáver de un macho de alce. Se trataba de un ejemplar bastante grande, pero extremadamente delgado. ¿De dónde habría salido? ¿Cómo era posible que hubiera sobrevivido en aquellas condiciones? Un poco más allá encontraron una loba muerta. Tenía una herida en la pata delantera y otra en el cráneo. ¿Se habría atrevido a enfrentarse sola al gran alce? Resultaba difícil de creer. Los cazadores examinaron los alrededores y muy pronto entendieron lo que había pasado. Las huellas del alce indicaban que caminaba medio arrastrándose y que apenas se tenía en pie. La loba, muerta de hambre, no pudo esperar y se abalanzó sobre él. Sin embargo se había precipitado. El alce realizó un último esfuerzo, la sacudió por los aires y le aplastó la cabeza con una de sus pezuñas. Entonces se derrumbó y murió.
Allí había carne suficiente, al menos para salvar la vida de la tribu. Los cazadores se arrodillaron y dieron las gracias al Hombre de la Cornamenta. No disponían de hojas para introducirlas en la boca de los animales, pero Wika posó la mano sobre la cabeza del alce y después se acercó a la loba. En el preciso instante en que se agachaba y tocaba la piel enmarañada y pestilente escuchó un débil quejido que le hizo retirar la mano asustado. Entonces lo vio: se trataba de un lobezno que, con los ojos temerosos, se acurrucaba contra el vientre de su madre. Cuando Wika lo levantó el animalito se resistió pataleando y gimiendo. Bajo la piel cubierta de lodo se le notaban todas las costillas. Naturalmente allí también estaban las huellas de sus pequeñas patas. Había ido a cobijarse bajo su seno cuando ésta ya estaba muerta.
El resto de los cazadores se acercaron.
—¡Otro más! ¡Estupendo! —exclamó Pedernal—. Retuércele el cuello.
No obstante Wika se negó a hacerlo. Tenían suficiente carne para salir adelante y aquella tierra vacía estaba tan cubierta de muerte que resultaba extraordinario encontrar un poco de vida. Tras reflexionar unos instantes dijo:
—¿No os acordáis del perro que tenía Caballo? Le acompañaba a todas partes y, llegado el momento de marcharse, no dudo en irse con él. Además le ayudaba a cazar. Los perros y los lobos pertenecen a tribus emparentadas entre sí. Podemos llevarlo con nosotros e intentar amaestrarlo. ¡A propósito!… —En aquel momento le dio la vuelta al pequeño animal y le inspeccionó la zona del vientre—… se trata de una hembra.
—No puedes estar hablando en serio ¿verdad? —preguntó Pedernal—. ¿Cómo vamos a alimentarlo, quiero decir, a alimentarla? Ni siquiera tenemos suficiente comida para nosotros. Además, es posible que todavía necesite la leche de su madre.
—No. Ya no es una cría. Esta pequeña tiene ya una buena dentadura ¿lo veis? Al principio sólo le daremos cosas que no podamos comernos: ternillas, trozos de piel y cosas por el estilo. Cuando crezca ya se las apañará para cazar.
—¡Genial! ¡Así nuestra propia loba se encargará de robarnos las presas!
—¡No! ¡Al contrario! Nos ayudará a encontrar las presas. Si no funciona, siempre tenemos tiempo de matarla.
—¡Cómo quieras! Tú eres el jefe de los cazadores. Pero ya veremos lo que dicen las mujeres cuando la vean.
★ ★ ★
Las mujeres, por supuesto, se manifestaron en contra, sobre todo por lo que se refería a alimentarla. La única que se mostraba encantada por la presencia del animalito era Ogu. Quería jugar con ella y, para nuestra sorpresa, la loba parecía bastante dispuesta. Por primera vez en mucho tiempo escuchamos de nuevo la risa de la pequeña.
Al principio se mostró bastante reservada, pero el segundo día ya estaba inspeccionando la caverna. Tras olisquear a Godain y Wika, se tropezó con los pies de Yegua y se puso a darle empujoncitos y a gemir suavemente. Ella se encontraba, como siempre, mirando ausente las brasas, y no hizo ni caso a la presencia de aquella bolita de pelo. La pequeña loba lo intentó de nuevo, esta vez con más insistencia. La mujer la apartó de su lado bruscamente. Entonces volvió a su lado, apoyo las patas delanteras sobre su pierna, le olisqueó la mano y la miró anhelante. Yegua miró hacia abajo y contempló aquella cabecita peluda con un pequeño hocico y con ojos asustados. El animal comenzó a agitar la cola rápidamente. Entonces Yegua levantó la mano y con un dedo le acarició la suave piel de la zona entre las orejas. Godain y yo intercambiamos una mirada. El cachorrillo le lamió el dedo, saltó a su regazo y se acurrucó. La mujer comenzó a acariciarle el lomo y muy pronto se quedó dormida.
Con aquel gesto la pequeña loba había decidido que Yegua sería su dueña. A partir de entonces dormía con ella bajo la manta y comía de la parte de comida que le correspondía. Yegua incluso le puso nombre, la llamó Runn. ¡Donde se había visto que un animal tuviera su propio nombre!
Sí, Gadra. Ella fue la que hizo que tu tía volviera a hablar y a participar en la vida de la tribu. No obstante, jamás volvió a ser la mujer afectuosa y dulce de antaño. Casi nunca sonreía, y cada vez que decía algo, su voz sonaba cortante y amargada. Aun así había vuelto a la vida. Aquel animal consiguió lo que ninguno de nosotros había logrado. En ocasiones la Gran Madre envía a sus criaturas por caminos inescrutables…
Estoy segura de que te acuerdas de Runn y del servicio tan valioso que prestaba a nuestros cazadores. Un buen día, cuando ya era una adulta, desapareció en el bosque y descubrimos, sorprendidos, cuánto la echábamos de menos. Sin embargo medio año después volvió de nuevo, lo que nos causó una inmensa alegría. Uno o dos años después tuvo una camada. Debió ser poco después de que encontráramos a las gentes del río. Uno de los cazadores tenía un perro y juntos salían a vagar por ahí. Pero cuando nos marchamos se unió a nosotros y se quedó para siempre con la tribu. Era una buena cazadora y nos dio muchos cachorros. Sí, Runn es también la antepasada de mi bueno y anciano Jonn, que últimamente se pasa el tiempo tumbado junto al fuego.
Con el alce el peligro de morir de hambre se alejó de nosotros. Mientras saboreábamos el tuétano de sus huesos la esperanza volvió a nuestros corazones. Sin embargo sabíamos muy bien que aquello no servía para asegurar nuestra supervivencia.
El verano llegó a su fin y, a pesar de estar en otoño, el tiempo siguió igual de frío y tenebroso. Los fuertes vientos seguían arrastrando cenizas y cubriendo la tierra de una fina capa gris. Entonces la enorme y densa nube gris que cubría nuestras cabezas empezó de nuevo a descargar fuertes tormentas de agua y convirtiendo la ceniza en un barro viscoso. El mundo permanecía a media luz. Por las mañanas clareaba un poco, pero jamás brillaba el sol como lo hacía antes. A veces me preguntaba si todavía existía o si el mundo se quedaría así para siempre. Quizás Vairani lo había destruido y se había tragado la luna y las estrellas. Jamás me atreví a contarle a Godain estas terribles sospechas.
Cada vez que pensábamos en el invierno se nos ponían los pelos de punta. También en eso habíamos cambiado. Nos comportábamos como animales, nuestras vidas giraban alrededor de la comida y el sueño. Lo único que nos importaba era saciar nuestro apetito y encontrar un lugar que nos protegiera de los elementos.
Además nos habíamos vuelto mudos. Todos nosotros. Nos comunicábamos sólo cuando se trataba de algo esencial, como por ejemplo los trabajos del día a día. Al llegar la noche nos sentábamos alrededor del fuego y comíamos en silencio. Inmediatamente después nos acostábamos, nos echábamos la manta por encima de la cabeza y nos dormíamos. Por la mañana íbamos de un lado a otro sin decir ni una palabra. No existía el pasado ni tampoco el presente. Simplemente nos dejábamos llevar.
Godain era el único que no se rendía.
★ ★ ★
El día que la tribu decidió seguir viviendo, Godain recobró su energía y su fuerza de voluntad. Era el único que se atrevía a hablar del futuro.
—Si queremos sobrevivir al invierno ahora es el momento de proveer todo lo necesario para que así sea —martilleaba día tras día a su gente. A pesar de que se había convertido en un esqueleto andante, sus ojos brillaban con una fuerza inusitada. Era como si hubiera decidido consumir en un solo año las fuerzas de toda una vida.
De vez en cuando alguien decidía que no quería levantarse, pero Godain no lo permitía. Incluso los que estaban enfermos debían sacar fuerzas de flaqueza y como mínimo llevar a cabo labores ligeras en la caverna. Se mostraba rudo y tenía poca paciencia. Si alguien le llevaba la contraria, podía llegar a ser muy tajante. Todos empezaban a estar cansados de sus continuas exigencias y sólo querían que los dejara en paz. Pero nadie era lo suficientemente fuerte como para oponerse a él, ni siquiera ninguno de los tres jóvenes.
El chamán se había prometido a sí mismo conseguir que la tribu sobreviviera al invierno. A veces se apoyaba en Ravan y en Wika pero, por lo general, soportaba la mayor parte de la carga sobre sus esqueléticos hombros. Según él los hombres tenían que habilitar la caverna con vistas al frío, de manera que se formaron grupos y construyeron una cabaña con troncos delante de la entrada. No tenían placas de pizarra para cubrir el suelo, así que trajeron grandes piedras planas del la orilla del Egar. Cuando la construcción era lo suficientemente grande Wika se acerco a Ravan.
—Mañana podríamos empezar a recubrir el suelo.
—Lo sé, es una buena noticia. Si queréis, las mujeres podremos ayudaros.
—No, no será necesario, pero… ¿no deberíais… tal vez… realizar el ritual de los hogares?
Ravan lo miró estupefacta. ¿Cómo podía haberse olvidado de algo tan importante? ¡Por supuesto! Antes de colocar las piedras las mujeres debían excavar los agujeros e introducir las ofrendas a Udonn. Más adelante cuando, año tras año, se distribuyeran de nuevo los hogares, los agujeros permanecerían intactos, como señal de que toda la caverna pertenecía a la Gran Madre.
—Claro que sí —respondió conmocionada—. En efecto. Yo me ocuparé de que así sea. ¿Sabes si las demás mujeres andan por aquí cerca? ¿Sí? Estupendo. Diles que por hoy pueden dejar lo que están haciendo y que vengan a buscarme. Vosotros quedaos fuera hasta que yo os llame. ¡Por cierto! —dijo mientras ponía la mano sobre el hombro del cazador—. Muchas gracias, Wika. ¿Qué haríamos sin ti?
La mujer cuervo se agachó junto al fuego y se puso a darle vueltas a la cabeza. Las brasas estaban cubiertas de ceniza para que por la noche prendiera fácilmente. La mampara contra el viento estaba abierta. Hacía frío. Temblando se cubrió mejor con la capa.
«Los hogares, naturalmente. El antiguo orden de las cosas. La Gran Madre Udonn. Las Ancianas Madres.»
Las imágenes y palabras le pasaban por la mente sin detenerse, sin crear estructuras fijas. Era como si hubieran perdido fuerza, como si se tratara de relatos de tiempos muy lejanos.
Entonces vio el rostro severo de Imtu.
«Tú eres la mujer pájaro. Tú llevas la responsabilidad.»
¡Aquel momento le parecía tan lejano!
Estaba claro que aquella caverna debía ser consagrada a Udonn. Y ella, la mujer cuervo, debía reunir a las mujeres y asignarles los lugares, del mismo modo que había hecho Imtu un año antes durante la fiesta del solsticio. Antes tendría que contar la historia del gran viaje y de cómo Udonn había establecido el orden de las cosas. Además tendría que sellar en su nombre la unión entre Elann y Ciervo y hacer oficial la aceptación de Sauce y Herat como miembros de la tribu. Pero, ¿de qué tribu? ¿Acaso tenían derecho a llamarse a sí mismos la tribu del Fresno? En realidad no. De pronto Ravan se dio cuenta de que, antes de nada, necesitaban un nuevo nombre. ¡Qué gran responsabilidad!
«No puedo hacerlo. No estaría bien.»
Tenía la certeza de que no podía. Era imposible. Ya el intento de imitar las formas tradicionales les rompería el corazón.
«No. No puede ser. No de la antigua manera. No podemos fingir que nada ha cambiado.»
Todavía estaba sumida en estos pensamientos cuando las mujeres, una tras otra, llegaron y se sentaron junto al fuego expectantes.
Cuando Yegua carraspeó Ravan alzó la vista y se dio cuenta de que se habían colocado siguiendo el orden reglamentario. ¿Se trataba de una casualidad o lo habrían hecho a propósito? Lentamente pasó la vista por aquellos rostros familiares, marcados por la necesidad y la miseria. Yegua se encontraba a su derecha, después Dorin, Onta, Birkin, Elann y, finalmente, Sauce, que estaba a su izquierda cerrando el círculo. Aunque era mayor que Birkin y Elann, era la última que había llegado a la tribu.
«Las antiguas costumbres son tan fuertes que todavía mantenemos estas cosas.»
Desde que habían dejado las montañas de avellanos jamás habían celebrado nada que se pareciera a una reunión de mujeres.
Ravan se pasó la mano por la frente y respiró hondo.
—Os he reunido aquí para hablaros de la caverna y de la nueva cabaña —dijo—. Los hombres quieren cubrir el suelo con piedras, y nosotras tenemos que decidir cómo queremos establecer los hogares y la celebración del ritual —al menos tuvo la satisfacción de que las demás parecían tan sorprendidas cómo ella misma poco antes. Estaba claro que ninguna se lo había planteado.
—Me pregunto —continuó tras un breve silencio— si tenemos que llevar a cabo el reparto de los hogares tal y como hacíamos antiguamente.
Yegua arrancó un par de espigas silvestres de su túnica.
—Está claro que necesitamos hogares si queremos quedarnos aquí mucho tiempo. La Gran Madre así nos lo exige. Tenemos que respetar sus deseos, y así es posible que nos bendiga… con hijos —le temblaba la voz pero había sido capaz de pronunciar la palabra.
—No estoy segura de necesitar fundar un hogar con Ogu y Pedernal. Estos últimos meses hemos salido adelante sin necesidad de ello —dijo Dorin.
—A mí sí que me gustaría tener un hogar fijo para cuando nazca mi hijo —intervino Onta—. Así la Gran Madre sabría que la honramos y nos protegería —a continuación se giró hacia Birkin, cuyo embarazo también era más que evidente—. ¿Tú que dices?
La joven cazadora se quedó pensativa.
—No lo sé. ¿Y qué pasaría con los hombres? —preguntó al resto.
—¿Con los hombres?
—Sí. Desde que empezamos nuestro viaje lo hemos compartido todo con ellos: alimento, agua, peligros y lechos. Nunca nos hemos parado a discutir a quién le correspondía qué. Si ahora intentamos volver al antiguo orden de las cosas, estoy segura de que se enfadarán. ¿Y qué me decís del Hombre de la Cornamenta? Me pregunto si es necesario desafiar a los hombres de esa manera.
Durante un rato todas se quedaron en silencio. Por primera vez fueron conscientes de cuánto habían cambiado la vida en común desde que empezaron el viaje.
—Volver al antiguo orden de las cosas supone depositar el gobierno de la tribu en las manos de las Ancianas Madres. Pero ninguna de nosotras es una Anciana Madre. Tan sólo tenemos una mujer pájaro. ¿Estarías dispuesta hacerlo sola, Ravan?
—¡De ninguna manera! —respondió Ravan espantada. A continuación miró a su alrededor y preguntó—: ¿Y tú que dices Elann?
—Estoy convencida de que tenemos que consagrar la caverna a Udonn, de lo contrario nunca me sentiría como en casa —dijo con firmeza—. Sin embargo, en lo que se refiere a la vida en común y a los hogares… no sé. El reparto de los hogares es algo que en el pasado ha causado muchos problemas. Ojala supiéramos lo que Udonn espera de nosotros…
—Es cierto, no tenemos Ancianas Madres —intervino Sauce—. Tenemos que arreglárnoslas solas para distinguir lo que está bien y lo que está mal. A pesar de eso, deben ser las mujeres las que decidan sobre las cuestiones que conciernen a la tribu. Mientras viajábamos era diferente, pero ahora…
—Pero ahora tampoco tendríamos ninguna posibilidad de sobrevivir al invierno sin la ayuda de los hombres —interrumpió Birkin.
—Y les agradecemos mucho su ayuda, pero eso no quiere decir que tengamos que disolver el antiguo orden de las cosas. No podemos hacerlo. Si conseguimos que todo vuelva a ser como antes, los hombres acabarán acostumbrándose —objetó Yegua—. Estoy segura de que Wika no pondría ninguna objeción.
—Godain sí —dijo Ravan entre dientes.
Las demás estuvieron de acuerdo.
—Tienes razón, Godain y su Hombre de la Cornamenta no lo consentirían.
—¿Y tú que piensas, Ravan?
—Yo… Yo creo que, para sobrevivir no sólo necesitamos la ayuda de Udonn, sino también la del Hombre de la Cornamenta. No podemos equivocarnos. Sin duda tenemos que consagrar la caverna a Udonn, pero tal vez estaría contenta si todas las mujeres excaváramos un agujero común. Luego nos instalaríamos junto a nuestros compañeros, hijos y… —sonriendo a Yegua dijo— lobos como hasta ahora y dejaríamos de lado la cuestión de los hogares.
«Eso me ahorraría el tener que plantearme si tengo derecho a formar un hogar junto con Godain.»
Escandalizada por sus pensamientos Ravan los dejó a un lado y continuó:
—Pero antes de bendecir la caverna y la nueva cabaña de este modo, tendríamos que asegurarnos de que Udonn está de acuerdo. Por esta razón le pediremos una señal. En cualquier caso, para la ofrenda necesitamos un animal de tierra, uno de aire y uno de agua, de manera que, mañana por la mañana, saldréis a buscarlos por parejas. Yegua y Dorin, cogeréis el arma arrojadiza para cazar un pájaro. Birkin y Onta buscaréis un animal terrestre y vosotras, Sauce y Elann, pescaréis un pez del río. Entre tanto yo me encargaré de buscar el barro adecuado para fabricar una figura de Udonn. Si llegada la noche todas nosotras hemos conseguido su objetivo, significará que está de acuerdo con nuestra forma de actuar. ¿Qué os parece?
Una tras otra dieron su consentimiento, incluida Onta. La única que puso algún reparo fue Yegua, pero al final se encogió de hombros y dijo:
—Se supone que sabes lo que estás haciendo. Al fin y al cabo eres la mujer pájaro.
Al día siguiente, al llegar la noche, Ravan se colocó una sencilla corona de ramas de sauce y reunió de nuevo a las mujeres haciendo sonar el tambor y las maracas de Udonn. A continuación consagró la caverna y mientras invocaba a la Gran Madre colocó uno tras otro un ratón muerto, una trucha y una paloma silvestre. Acto seguido introdujo una pequeña figura de arcilla que representaba a una mujer pájaro y que ella misma había elaborado. No había tenido tiempo de decorar las paredes. Con cuidado las mujeres taparon el agujero con una tierra fina de color oscuro. El resultado final era un poco pobre porque faltaba la tintura roja, pero Ravan no había tenido tiempo de buscar la tierra que servía para estos menesteres. Tampoco había flores, en su lugar formaron un círculo de guijarros de color claro. Era lo mejor que habían podido conseguir teniendo en cuenta las circunstancias.
Al acabar entonaron el cántico de la Gran Madre y después permanecieron un rato en silencio, con la mirada fija en las piedras que brillaban en la semioscuridad. Una tímida alegría asomaba tímidamente en sus ajados rostros.
Posteriormente llamaron a los hombres para que entraran y Ravan les informó de que la caverna de Udonn había sido bendecida. A continuación aprovechó la ocasión para expresar que Sauce y Herat se convertían en miembros de la tribu y que Elann y Ciervo se convertían en pareja. Aquella noche no sucedió nada más. No se recitó la historia de la estirpe de Udonn y tampoco se hizo ninguna alusión a los hogares.
Los hombres se intercambiaron miradas furtivas pero ninguno hizo ninguna pregunta. Las parejas se distribuyeron por la caverna del mismo modo que lo habían hecho hasta entonces y se sentaron todos juntos alrededor del fuego. A partir de aquel momento desapareció la segunda fila.
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Siempre habíamos respetado los regalos que nos ofrecía la Gran Madre, pero aquel año aprendimos hasta qué punto los hombres eran capaces de comer cualquier cosa. Normalmente aprovechábamos los últimos días del verano y todo el otoño para recoger los frutos de la tierra y conservarlos para el invierno. Sin embargo el año de la gran desgracia en la región al sur del río Egar apenas había avellanas, muy pocas bellotas y ni rastro de endrinas, granos de saúco o azarolas. Tampoco era fácil encontrar raíces y muchas veces después de haber excavado durante largo rato, las únicas que encontrábamos estaban podridas. Aunque llovía mucho, la poca hierba que crecía era macilenta y mezclada con cizaña. Era imposible conseguir una cantidad suficiente de semillas silvestres como para preparar sémola. Cada vez que pensaba en el invierno que se acercaba, se me hacía un nudo en la garganta. Los demás sentían algo parecido. Con gran dolor de mi corazón les pedí que guardaran todo lo que fuera susceptible de conservar y establecí que durante aquella época nos alimentaríamos sólo de todo aquello que no se pudiera ni secar ni ahumar. Además les ordené que probaran todo lo que tuviera color verde y se pudiera recoger, eso sí, teniendo mucho cuidado con los hongos.
La tierra era un cenagal y había charcos y riachuelos por todas partes. Las hojas secas que habían caído de los árboles se pudrían rápidamente y el musgo estaba empapado. Nos comíamos todo lo que encontrábamos: caracoles, ranas, gusanos y por supuesto ratones y demás bichos. Las liebres y el pescado eran manjares exquisitos. Las mujeres recolectábamos raíces y helechos, agujas de pino y corteza de árbol. También sacábamos del río todo tipo de algas y plantas acuáticas y arrancábamos el musgo y el liquen de las piedras. A veces conseguíamos cazar algún pato o ganso utilizando nuestras armas arrojadizas. Birkin salió a cazar y a pescar con Barn y con los demás hombres jóvenes hasta que su hinchado vientre se lo permitió. Por lo general se trataba de pequeños animalillos del bosque, pues ya no se atrevía a cazar piezas de mayor tamaño. De todos modos ese tipo de caza no resultaba muy aconsejable, pues había muy pocas huellas y los cazadores podían perder todo un día para luego volver con las manos vacías. Además, cada vez tenían menos energía para caminar sin cesar o para luchar. Un cazador debilitado podía perder la vida fácilmente y el grupo no podía arriesgarse a que eso sucediera.
Aquella alimentación a la que no estábamos acostumbrados nos provocaba dolores de estómago, ventosidades, vómitos y diarreas mezcladas con sangre. Por suerte encontré helechos machos y pude preparar una y otra vez infusiones que aliviaran estas molestias. Tosíamos, estábamos resfriados y nos dolían los brazos y piernas, tanto de día como de noche. La culpa la tenía la humedad que se metía por todas partes. No nos dábamos cuenta, pero nos estaba consumiendo las fuerzas. El único remedio que tenía para todas las enfermedades eran los restos de camomila, hierbabuena, aquilea y artemisa, además de un poco de corteza de sauce para los dolores y hojas de consuelda para las heridas. Eso era todo.
Una mañana, a finales de otoño, cuando las ramas desnudas de los árboles ya estaban cubiertas de escarcha, me quedé mirando con atención a los miembros de la tribu y me quedé horrorizada. Se movían de un lado a otro en busca de comida, con las túnicas harapientas, pálidos, escuálidos, con el vientre y los labios hinchados y la piel cubierta de llagas. Algunos habían perdido varios dientes, a otros se les caía el pelo a puñados o tenían las piernas llenas de bultos. Nos apestaba el aliento y la mayoría de las mujeres llevaban varias lunas sin sangrar, aunque ninguna se había quedado embarazada. Entonces era cierto lo que decían las Ancianas Madres, Udonn no bendecía a las mujeres que no podían proveer a las necesidades de sus retoños.
Aunque pudiera parecer extraño, a nadie se le pasó por la cabeza matar a Runn, la pequeña loba. Ésta dormía siempre junto a Yegua y Wika y ella misma se procuraba la comida. Casi todos los días desaparecía durante un buen rato y luego volvía. Una vez incluso trajo una liebre y la colocó a los pies de Yegua. Estaba muy delgada pero no tenía mal aspecto, y el caso es que iba creciendo. Wika sospechaba que se alimentaba de ratones. Todos la envidiábamos.
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A pesar de estar muerta de agotamiento Ravan estaba tumbada junto a Godain sin poder pegar ojo. Por la forma de respirar dedujo que él también estaba despierto. En aquel momento oyó un gemido que provenía del lecho de al lado, que pertenecía a Sauce y a Herat. Elann y Ciervo, un poco más allá, conversaban en voz baja. Reno roncaba tranquilamente junto a Onta.
—¿Qué va a ser de nosotros? —susurró la mujer pájaro abrazándose fuertemente a su compañero—. Tenemos reservas de carne y pescado, hongos secos, raíces y un par de bolsas de frutos secos. También tenemos un par de herramientas de piedra, lanzas y pieles de tamaño mediano. Pero sabes que ni siquiera bastaría para pasar la mitad del invierno. ¿Qué más podemos hacer?
—No lo sé, Ravan. Se me han agotado las respuestas. Hemos luchado con todas nuestras fuerzas y hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos. No obstante, si el Hombre de la Cornamenta, o tu Gran Madre, o los dos, no acuden a socorrernos, entonces…
Godain no pudo terminar la frase y se limitó a pasarle el brazo por encima como siempre solía hacer, aunque sin fuerzas. Ravan se dio cuenta de que había llegado al límite y sintió que el miedo se apoderaba de ella. A pesar de ello lo rodeó con sus brazos y comenzó a mecerlo lentamente. Él se aferró a su compañera y su cuerpo sufría leves sacudidas, como si luchara por no romper a llorar. La mujer cuervo miró por encima de sus hombros en la oscuridad y en su mente se formaron las palabras: «Ayúdanos, Gran Madre. Y tú también, Hombre de la Cornamenta. No nos dejéis solos. Ahora no, después de todo lo que hemos pasado y sufrido. Os lo suplico: ¡Ayudadnos!».
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—¡Caballos!
Birkin se apoyó en la entrada, casi sin respiración. Tenía el rostro enrojecido por la emoción y apenas podía hablar. Entró y arrojó una liebre junto al fuego. A pesar de su embarazo todavía estaba ágil y manejaba el arma arrojadiza con la misma destreza de siempre. Tras ella apareció Barn, que surgía de la tenue luz del atardecer, y traía otra liebre.
—¿Dónde? ¿Cuántos son? —Los hombres miraban a la pareja con los ojos encendidos.
—Están en la pradera que hay al otro lado del bosque, en dirección este, donde están las zonas empantanadas. He seguido a un cuervo y los he encontrado. Son un par de docenas, quizás más. Estaban pastando y bebiendo agua tranquilamente. No parecía que tuvieran intención de marcharse pronto.
—Si nos acercáramos sigilosamente desde atrás, desde las rocas, podríamos llevarlos hasta la grieta de Pekum —dijo Barn.
Todos miraron a Wika. El jefe de los cazadores guiñó los ojos, como si pudiera ver la manada frente a él.
—Saldremos al amanecer y llevaremos antorchas. Todas las que podamos. Tendrán que venir también las mujeres. Birkin, ¿crees que podrías participar en la caza, de manera excepcional? Necesitamos gente.
Birkin asintió. Tenía que hacerlo. Tendría cuidado y no se expondría a ningún riesgo innecesario. Udonn protegería a su hijo. De pronto le vino a la cabeza la humillación a la que la habían sometido el año anterior, durante la Gran Cacería. ¡Cómo habían cambiado las cosas desde entonces!
Wika tocó el brazo de Godain:
—El Hombre de la Cornamenta…
Éste asintió.
—Celebraremos una fiesta. Ahora mismo. Vamos a preparar las ofrendas.
—Pero ¿dónde? —recapacitó Wika—. Todavía no tenemos un lugar sagrado, y no tenemos tiempo de buscar uno.
—Lo haremos fuera. En el cobertizo delante de la caverna. Allí tenemos todo lo que necesitamos. ¡Pedernal! ¡Reno! Id y encended un fuego —ordenó el chamán. Los cazadores vacilaron pero él añadió—: Las mujeres podrán estar presentes siempre que estén dispuestas a sentarse fuera del cerco sin hacer nada. Sólo mirar.
Durante unos instantes todos se quedaron callados. Entonces los hombres se pusieron manos a la obra y empezaron los preparativos.
Se habían olvidado del hambre y de la debilidad. Había mucho en juego. Los hombres jóvenes despejaron el lugar y encendieron el fuego. Era fundamental cuidar todos los detalles. Las mujeres les siguieron indecisas, con sentimientos encontrados. Se sentaron en un extremo y miraron.
—Es un poco extraño ¿no crees? —le susurró Elann a la mujer pájaro.
—Sí. Ni siquiera estoy segura de que sea lo correcto pero, por lo visto, no tenemos elección. Debemos hacer todo lo posible por concluir con éxito esta cacería.
Barn y Herat despellejaron y trocearon las dos liebres. Godain las examinó, cogió unos trozos de carne y algo de grasa y los colocó sobre un plato de madera. A continuación desapareció en el interior de la caverna.
Wika cortó unas ramas de avellano, dibujó con ellas un círculo alrededor del fuego e indicó a los hombres que entraran en él. Uno tras otro se fueron sentando y empezaron a tamborilear lentamente.
De pronto Wika se sintió totalmente desamparado, como si fuera un niño abandonado.
«Nuestra primera ceremonia sin Asko… y sin Pekum. Con Godain como único chamán y yo como jefe de los cazadores.»
La emoción se desvaneció. Aquel dolor familiar se quedó pero, al mismo tiempo, era otra cosa: excitación, alegría y vivacidad.
El ritmo de los tambores se volvió más rápido, Godain apareció. Había improvisado una máscara de ciervo con dos ramas en vez de los cuernos y parecía más alto que de costumbre. Las mujeres observaron fascinadas su baile alrededor del fuego, primero solemne y después, gradualmente más enérgica y impetuosa.
De pronto el Hombre de la Cornamenta se apoderó de él.
—Me habéis pedido caballos —dijo retumbando—. Yo os daré caballos pero… quiero algo a cambio.
Wika se dispuso a ofrecerle carne y grasa, pero el Hombre de la Cornamenta rechazó los presentes con un movimiento de la mano casi humano. Entonces miró uno a uno a todos los cazadores.
—Renovamos el vínculo. Viviréis. Pero quiero… algo…
Sus ojos llameantes se deslizaron por el lugar como si estuviera buscando algo, y se posaron en el lugar donde estaban sentadas las mujeres, que rápidamente bajaron la mirada. Yegua era incapaz de disimular su estremecimiento y Onta se puso las manos sobre el vientre con actitud protectora. Apenas se atrevían a respirar.
La mujer cuervo sabía a quién buscaba. Lo sabía muy bien. Entonces sintió un intenso calor en su interior. Temblando de miedo y de excitación levantó la cabeza y le obligó a quedarse quieto. Cuando sus miradas se cruzaron ella se sobresaltó. Era como si la hubieran golpeado con una vara invisible. Experimentaba una sensación extraña. Percibía temblando el poder vibrante del Hombre de la Cornamenta, su brutalidad y aquella rabia contenida que podía estallar en cualquier momento. Pero había algo más. Era como un hambre voraz, una soledad y una tristeza profunda y muda que le partían el corazón. Una irresistible fuerza le atraía hacia él. Tenía que levantarse, acercarse y franquear aquel abismo, inmediatamente.
En aquel momento se dio cuenta de que Yegua le estaba sujetando el brazo derecho y que Birkin tenía la mano apoyada con fuerza sobre su rodilla izquierda. Ravan sacudió la cabeza indignada e intentó zafarse de ellas. Pero, de pronto, la fuerte atracción desapareció y ella volvió a su estado natural. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
El Hombre de la Cornamenta miró hacia otro lado.
—Vendré a buscarlo más tarde… cuando llegue el momento —dijo entonces a los cazadores.
A continuación el chamán cayó al suelo inconsciente. Todo había acabado.
El resto de la ceremonia transcurrió delante de Ravan como si fuera un sueño: los tambores, las canciones y oraciones, la ofrenda, el vínculo, el cuchillo incandescente y el cuerno con… ¿aquello era sangre?
El humilde banquete de celebración consistió en estofado de liebre con raíces y un espeso caldo preparado con valiosas hierbas. Se habían retirado las varas y hombres y mujeres se sentaron juntos alrededor del fuego. La actitud de los hombres era diferente, a pesar de que se mostraban comedidos, se notaba cierto orgullo y seguridad en sí mismos. Aunque ninguna lo habría admitido, las mujeres estaban impresionadas.
Se lo acabaron todo y por primera vez desde hacía mucho tiempo experimentaron una agradable sensación de saciedad. Al acabar se había hecho completamente de noche, pero ninguno de los cazadores se fue a dormir si haber afilado y ajustado las puntas de sus lanzas y sin haber comprobado los arpones y los propulsores.
Ravan permaneció todo el tiempo sentada en medio del ajetreo y prácticamente no prestó atención a lo que se hablaba. En su cabeza retumbaba aquella profunda voz una vez, y otra, y otra.
«Quiero algo y vendré a cobrármelo.»
★ ★ ★
Los estridentes chillidos de los cazadores y las antorchas consiguieron que cuatro de los caballos salvajes cayeran en la grieta. Entonces se acercaron y los remataron con las flechas y lanzas. Otro estuvo a punto de escaparse en el último momento, pero Runn, empujada por la fiebre de la caza, se separó del lado de Yegua y le mordió en un flanco. A pesar de que era el mordisco torpe y juguetón de un cachorro, bastó para desorientar al animal y que Birkin lo capturara con su arpón de cuerno de ciervo.
¡Cinco ejemplares! Aquello bastaba para asegurarse la supervivencia hasta la primavera. De golpe el invierno había dejado de ser una amenaza mortal.
Cuando la tenue luz del alba dio paso a una jornada ventosa y lluviosa, la tribu se sentó satisfecha bajo un toldo del campamento provisional que habían levantado al abrigo de unas rocas al borde de la grieta de Pekum. Todos ellos mordisqueaban satisfechos un trozo de hueso y succionaban el tuétano. Runn estaba tumbada junto a Yegua, y tenía también un hueso entre las patas que roía con fruición.
Por primera vez desde el inicio de la terrible desgracia se sintieron felices.