Capítulo 1
La mujer pájaro

El sonido del tambor, fuerte y seco, golpe tras golpe, lento y monótono, se abría paso hacia su interior hasta conseguir que su alma se desprendiera del cuerpo y se liberara.

Kini parpadeó. Los rostros que se habían congregado alrededor de la hoguera comenzaban a desdibujarse y se confundían con las llamas. Entonces cerró los ojos, y se abandonó, dispuesta a entrar en trance.

Sin embargo, de improviso, percibió el latido de su corazón, un fuerte dolor de espalda y la sensación de tener el estómago vacío. Entonces comenzó a tomar conciencia de sí misma. ¿Cuánto tiempo llevaba allí sentada?

En aquel momento recordó la voz penetrante de su abuela, Enebro, mientras la preparaba para la ocasión: «La ceremonia en la que te conviertes en mujer es el paso más importante de nuestras vidas. Y este año adquiere un cariz muy especial: nada menos que cinco mujeres que han superado su decimotercero o decimocuarto verano serán consagradas. Hacía mucho tiempo que no sucedía algo así en nuestra tribu. ¡Debemos estar agradecidas a La Gran Madre!».

Durante el invierno, que parecía que no iba a acabar nunca, sus amigas habían pasado el tiempo anhelando aquella luna en la que las hojas volvieran a tomar su color verde. Y por fin el ansiado día había llegado.

A partir de aquel momento se convertirían en mujeres, ¡mujeres! Podrían escoger un compañero, tendrían derecho a un hogar propio e incluso a tener hijos. Supuestamente no debían hablar de ello, sin embargo, cuando estaban seguras de que ningún adulto podía escucharlas, hacían conjeturas en voz baja sobre cómo sería la ceremonia de las jóvenes vírgenes, sobre los recién llegados y, sobre todo, sobre el aspecto y las cualidades de todos y cada uno de los cazadores de la tribu. Tan sólo la pequeña y delgada Kini no había mostrado interés en esos particulares, y el resto de muchachas se burlaba de ella por esta razón.

«Es extraño, por lo general no soy tan reservada. Las madres suelen quejarse de que hablo mucho y de que hago demasiadas preguntas. Sin embargo, no me apetece pensar en los hombres. No hay ninguno que me interese tomarlo como compañero. Sólo a veces, mientras duermo, veo un rostro extraño, serio, con ojos penetrantes…»

Pero aquella imagen era tan sólo una fantasía de la que intentaba desembarazarse aunque, de vez en cuando, volvía con cierta obstinación.

Naturalmente también ella estaba ansiosa por convertirse en mujer, pero no por la misma razón que sus compañeras. En lo más profundo de su ser, Kini sentía una emoción, un impulso sutil, casi imperceptible. Estaba convencida de que aquel día le tenía reservado algo muy especial, algo realmente fascinante. Algo que le afectaría sólo a ella y que no tenía nada que ver con las demás. Pero, al mismo tiempo, aquel pensamiento le resultaba muy doloroso.

«Yo no soy diferente de las demás. No quiero serlo.»

A pesar de todo, lo era. Kini tragó saliva. Sentía que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero no lloraría.

Allí estaba, aquel anhelo, aquella voz interior que se repetía una y otra vez. ¿De qué se trataría? No se atrevía a indagar más allá. Tenía miedo. Es posible que nunca se hiciera realidad, y entonces habría provocado que se desvaneciera para siempre.

«Sería insoportable. Mejor no pensar en ello.»

Para distraerse de sus pensamientos entreabrió los ojos y paseó la mirada por todo el lugar de reunión. Observó a los miembros de su clan, que estaban sentados delante de la hoguera formando un semicírculo. Las llamas dibujaban figuras de luces y sombras sobre sus trenzas, sobre sus túnicas de cuero y sus ponchos de piel, y en algunos casos hacía relucir los colgantes sobre el pecho de alguna de las madres. La pequeña valla de piedras y ramas que circundaba el lugar apenas se distinguía en la escasa luz del anochecer. Justo detrás comenzaba la espesura del bosque, sobre la cual, medio oculta por las densas nubes, se alzaba el brillante disco de la luna.

Los presentes permanecían en silencio, expectantes, sin perder de vista las ramas de avellano que ocultaban la entrada a la cueva sagrada.

En aquel momento el sonido de los tambores cambió y el tono de la flauta se abrió paso entre el ritmo ampuloso. Una llamada larga, casi funesta. La agitación se apoderó de todos ellos.

A pesar del calor de la lumbre, Kini sintió un escalofrío y una dolorosa opresión en el estómago. Entonces se mordió los labios y se irguió. Empezaba a refrescar y la noche se presentaba bastante fría. ¿Dónde la pasaría?

«En el campamento, por supuesto, con los demás. ¿Qué ideas son esas? ¡Basta! Esto tiene que acabarse.»

La leña crepitaba y chisporroteaba en el interior del círculo de guijarros sobre el que se habían dispuesto las ofrendas: flores, bayas rojas y negras, un pedazo de un panal de abejas, y un cuerno lleno de savia de abedul. A pesar de todo, Kini se sentía aliviada por el hecho de no ser la única que participaba en la ceremonia, de que ellas también estuvieran allí. Sus amigas.

«A partir de ahora Kini dejará de existir. ¿Cuál será mi nuevo nombre?»

Estaban sentadas unas junto a las otras, formando un semicírculo, pero no se tocaban. La familiaridad que solía existir entre ellas había desaparecido. Se sentían exactamente del mismo modo que denotaba su aspecto: desnudas e indefensas.

En aquel momento el ritmo se aceleró y se hizo más fuerte, lo que hizo aumentar la expectación. Las ramas de avellano se apartaron hacia un lado. Del interior de la cueva aparecieron, una tras otra, las cinco Ancianas Madres, cuidadosamente pintadas y engalanadas. A la cabeza se encontraba Imtu, la mujer pájaro, hacia la cual se dirigieron todas las miradas.

También Kini la observó de forma furtiva. La anciana estaba cubierta por una suntuosa capa cubierta de plumas. Sobre la cabeza llevaba una corona de hojas de sauce, engastada igualmente con plumas de búho blancas y marrones. Entre sus manos sostenía con cuidado el cuenco de piedra tallada con el pigmento sagrado.

Al llegar junto a la hoguera las madres se detuvieron y bajaron la vista en dirección a las jóvenes. Los tambores callaron y todo quedó en silencio. Entre los arbustos se oyó el crujido de algún pequeño animal y una de las ramas de la hoguera crepitó. Entonces tomaron asiento. El humo se mezcló con el olor a hierba y lluvia que traía el viento del anochecer.

Imtu permaneció de pie, con la mirada dirigida hacia el límite del bosque, y esperó.

Allí estaba, el ululato del búho. Kini la miró embelesada. Imtu hizo un gesto con la cabeza, casi imperceptible. Los espíritus invisibles estaban presentes. Podía dar comienzo la ceremonia.

La voz de la mujer pájaro, profunda y algo ronca, comenzó su invocación:

—Gran Madre. Gran Madre Udonn. Gran Madre. Aquí estamos. Te honramos. Tú nos das la vida, Gran Madre…

Imtu repitió una y otra vez aquella sencilla melodía que tanto Kini como las demás conocían desde el primer día de su vida; una melodía que les provocaba escalofríos y un intenso calor en su corazón.

Los tambores, las flautas y las maracas se fueron sumando, y poco después comenzó un murmullo hasta que toda la comunidad se unió al canto. Entonces empezaron a balancearse lentamente, siguiendo el ritmo de la música, y el cántico fue en aumento y se extendió. La Gran Madre estaba presente en la luz de la luna llena, en el fuego y en la música, y su sonrisa hacía brotar la alegría de sus corazones. El clan del Fresno había dejado de ser un grupo de hombres y mujeres independientes y se había fundido con ella en un solo ser.

Las cinco jóvenes situadas junto al fuego no se habían unido al cántico, y habían permanecido con la cabeza gacha. No obstante, también ellas sintieron como las envolvía aquella simbiosis con Udonn y con el resto del clan. Lentamente en sus rostros empezó a germinar cierta excitación y un atisbo de alegría.

En aquel momento el cántico sagrado disminuyó y se hizo el silencio. Una de las ancianas, la abuela Lluvia, se separó del grupo, se acercó al fuego y tomó la mano de la joven de rubias trenzas que estaba sentada casi de frente a Kini para ayudarla a levantarse. Seguidamente tomó un poco de la pasta de color rojo del cuenco de Imtu y le dibujó una serie de círculos y espirales sobre la frente, los pechos, el vientre y las nalgas, y después sobre los pies y las manos. Luego le pasó por la cabeza una tira de cuero trenzada con un colgante y le colocó un pequeño saco de cuero en la mano. Por último la agarró por los hombros y, con la voz ronca por la emoción, dijo:

—Hasta ahora eras una niña, ahora eres una mujer. Has sido marcada con la pintura sagrada de las mujeres, adornada con el diente de alce y agasajada con la bolsa que contiene la sal y las hierbas curativas. Desde este momento eres una mujer, y muy pronto podrás tomar un compañero y convertirte en madre, bendecida con los hijos que te conceda Udonn. Te damos la bienvenida y te saludamos con el nuevo nombre de mujer: Elann.

Kini había contenido la respiración de pura emoción. Elann, un nombre cargado de significado para la hija de Yegua y que hacía referencia a la poderosa hembra del alce. Lluvia ayudó a su nieta a ponerse sus nuevas vestiduras —túnica, pelliza y mocasines—, y la cogió de nuevo de la mano para presentarla, llena de orgullo, ante el clan.

—¡Elann, Elann! ¡La tribu de saluda! —El grito unánime se pudo oír a través de la noche, acompañado por aplausos y gritos de júbilo. Elann realizó una leve inclinación de cabeza con expresión radiante.

Kini siguió los acontecimientos temblando de frío y de excitación. ¿Le tocaría ser la siguiente? Lo único que tenía claro es que la encargada de consagrarla sería su abuela Enebro.

Sin embargo la siguiente Anciana Madre se dirigió a la joven que estaba sentada a su derecha. A ésta siguió una tercera y después una cuarta. Cada una de ellas llevó a cabo la misma ceremonia con todas las amigas de Kini. Una tras otra fueron marcadas y agasajadas para, a continuación, ser saludadas por la tribu con un nuevo nombre: Birlan, en honor a la fuerza y belleza de un joven abedul; Fliss, que recordaba a la rapidez del agua que fluía por el arroyo y Baya Roja, que irradiaba la frescura y alegría de un fruto redondo y maduro.

Al final tan sólo quedaban dos figuras junto al fuego: la muchacha de los ojos grises y los cabellos lisos y oscuros que permanecía erguida esforzándose por mantener la calma —aunque a ratos parecía resultarle bastante difícil— y la mismísima Imtu, la anciana mujer pájaro, que se había situado delante de ella con su capa cubierta de plumas. Ésta depositó el cuenco en el suelo y levantó los brazos en silencio, como haciendo una invocación.

El miedo se apoderó de Kini. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso las Madres había decidido que ella no merecía convertirse en una de las mujeres? Era evidente que no era tan fuerte y hermosa como Elann, sino más bien menuda e insignificante, pero ya había sobrepasado los catorce inviernos y no podía seguir perteneciendo al grupo de los niños. ¿Qué sería de ella? En aquel instante sintió que la barbilla empezaba a temblarle y apretó los dientes con fuerza.

Sin decir ni una palabra Imtu miró fijamente a la muchacha, que se disponía a ponerse en pie con aire inseguro. Sin embargo un gesto de la anciana le impidió hacerlo. En aquel momento la mujer pájaro sacó un cuchillo de obsidiana de su cinturón, se hizo una pequeña incisión en el antebrazo y vertió unas gotas de sangre en el cuenco de la pasta color rojo. Kini escuchó una especie de suspiro que provenía de las filas de los espectadores y que se desvanecía rápidamente. Su corazón comenzó a latir lentamente, pero con una fuerza inusitada. Incrédula y conteniendo la respiración siguió todos y cada uno de los movimientos de Imtu.

La mujer pájaro tomó el cuenco, se acercó a la Madre que esperaba su turno, y le entregó el cuchillo sin mediar palabra. Lluvia se realizó igualmente un corte en su antebrazo y derramó unas gotas de sangre en el cuenco. Todos los adultos, hombres y mujeres, repitieron el mismo proceso en silencio. Al final Imtu removió con una rama la pasta de color oscuro y se giró hacia la hoguera, donde Kini se estaba poniendo en pie.

Siempre en silencio, la anciana mujer pájaro sumergió dos dedos de su mano derecha en el cuenco y dibujó una serie de trazos formados por puntos y signos en forma de uve sobre la frente, el pecho y el vientre de la temblorosa muchacha, y que pasaban por encima de sus hombros hasta los glúteos. Kini sintió como si todo a su alrededor se volviera diáfano y sus contornos se desdibujaran. Cuando Imtu terminó su labor colocó las manos sobre los hombros de la joven y dijo en voz alta:

—Hasta ahora eras una niña, ahora eres una mujer. Has sido marcada con la pintura sagrada de las mujeres. Tú tomas nuestra sangre y nos entregas la tuya. Tú hablas con la Gran Madre Udonn y con los espíritus y ella te ha elegido para que te conviertas en su sierva. Eres una mujer pájaro. Aquí tienes la cadena de conchas del color de la luna, la capa y la corona de ramas de avellano y plumas negras. Tú vuelas con los cuervos. Vuelas, cantas y tienes el poder de curar a los enfermos.

La anciana repitió sus palabras varias veces, y el resto de la tribu se unió a ella. Gradualmente se convirtió en un cántico rítmico y los tambores y maracas empezaron a sonar.

—Vuelas, cantas y tienes el poder de curar a los enfermos…

La muchacha lo escuchó una y otra vez y el tiempo se detuvo. Sin darse cuenta estiró los miembros, se sacudió la melena hacia atrás y comenzó a bailar con los brazos en cruz alrededor del fuego hasta que se encontró frente a las ancianas madres. Tenía el rostro cubierto de lágrimas.

—Udonn te da la bienvenida —exclamó Imtu con expresión jovial—. Todos nosotros te damos la bienvenida y te saludamos con el nuevo nombre que ella ha elegido para ti: Ravan, la mujer cuervo —a continuación tomó la mano de la joven y la presentó ante el clan.

—Sé bienvenida, Ravan —se oyó clamar desde todos los ángulos. Aun así, los gritos no sonaban tan alegres como en los casos anteriores, sino más comedidos, como si el nombramiento hubiera causado una gran conmoción. Ravan miró en derredor suyo, con los ojos anegados en lágrimas, intentando, en vano, distinguir los rostros de los miembros de la tribu. Entonces bajó la cabeza y sintió un ligero mareo.

Finalmente, tras un gesto de Imtu, se disolvió la reunión. Uno tras otro todos los presentes fueron abandonando el claro y recorrieron en fila el sendero que atravesaba el oscuro bosque en dirección al campamento. Imtu presionó ligeramente el hombro de Ravan con gesto cariñoso y se marchó tras los demás. La mujer cuervo se había quedado sola.

De repente sintió que le fallaban las piernas y se arrodilló junto al fuego, con la mirada perdida entre las llamas. En su interior vibraba de emoción y de expectación.

Estaba helada de frío. Por suerte contaba con la cálida capa que reposaba sobre sus hombros. ¡Había sido decorada con tanto esmero! Las escasas plumas blancas que asomaban bajo las negras eran sencillamente espléndidas. En aquel momento ya había oscurecido por completo. El viento húmedo y frío que arrastraba el olor a leña quemada y a resina de pino hacía que algunos mechones de su cabellera ondearan sobre su rostro. Desde el campamento llegaban los ecos de los tambores y los cánticos. La tribu festejaba con alegría el feliz acontecimiento. Comerían, beberían y bailarían durante toda la noche.

«Es la primera vez que no asisto a una fiesta del clan», pensó Ravan.

Aun así no se arrepentía.

«Ha sucedido. Udonn me ha elegido. Resulta increíble, pero así es.» Ravan agitó la cabeza y sintió ganas de reír y llorar al mismo tiempo.

«¿Y bien? ¿Qué sucederá a partir de ahora? Se supone que esta noche ocurrirá algo pero ¿qué?»

Sus pensamientos vagaban sin rumbo fijo y su cuerpo experimentaba una serie de extrañas sensaciones: los fuertes latidos del corazón, los espasmos de los músculos de las piernas y aquella presión en el estomago. Además, unas fuertes oleadas de calor recorrían todo su ser alternándose con intensos escalofríos.

Ravan agarró una rama, removió las brasas y colocó algunas piezas de leña sobre las llamas casi extintas. A continuación inspiró profundamente, miró a su alrededor con cautela y estrechó aun más la pelliza. Intentaba no pensar en la cantidad de hambrientos depredadores que podían merodear por allí en busca de alimento.

En aquel momento reparó en la luna y su mirada se quedó absorta en aquel disco brillante aferrándose a su luz. De repente se tranquilizó.

A continuación se tumbó junto al fuego y se acomodó sobre el frío suelo arenoso. Sobre ella se extendía el cielo estrellado y se dejó bañar por luz de la luna mientras su espíritu se calmaba y se abandonaba a sus pensamientos.

Aquél no era el momento para hacerse preguntas.

Lentamente los leños se fueron consumiendo. Las nubes fueron en aumento y ocultaron la luna. Poco a poco empezó a llover. Las gotas chisporroteaban en las brasas y corrían por el rostro y los cabellos de Ravan. El fuego se apagó. La joven permaneció inmóvil. En algún momento dejó de llover, las nubes se separaron y la luna se hizo visible derramando su luz sobre la tierra mojada. La mujer pájaro sintió la fría luz plateada sobre su piel como una suave caricia.

Aproximadamente en mitad de la noche, cuando la luna había alcanzado el punto más alto en su recorrido a través del cielo, su corazón se trasformó en un brillante pájaro negro que abandonaba su cuerpo, se adentraba en el cielo y se fundía con el brillante disco. Durante un buen rato las cosas siguieron así, tanto arriba como abajo. Entonces la luna se abrió y el espíritu del pájaro, ahora blanco como la nieve, volvió a su cuerpo acompañado por un torrente de luz que la envolvió y la colmó por completo.

La luna, la tierra, Ravan. Aquello era todo.

La joven permaneció tumbada, en una gozosa paz, hasta que la luna desapareció y el amanecer tiñó el cielo de un color pálido. Entonces se levantó, se desperezó, apartó las ramas de avellano hacia un lado y se introdujo en la caverna sagrada. De repente, completamente exhausta, encontró un lecho preparado con pieles, y varios cuencos con agua y frutos secos. A los pies habían dispuesto un montón de ropa cuidadosamente doblada: su túnica de diario y su pelliza, además de un venablo. Ravan se quitó la corona de plumas y la capa y bebió con ansia. Seguidamente se tumbó en el lecho y rápidamente se sumergió en un profundo sueño.

En realidad, Gadra, por aquel entonces yo no era más que una niña, pero estaba dispuesta a asumir la responsabilidad de convertirme en una mujer, una mujer pájaro.

Cuando, tras aquella intensa noche, me desperté poco después del mediodía, miré a mi alrededor sin saber muy bien dónde me encontraba. Entonces me di cuenta de que estaba en la cueva sagrada. ¡Sola! Me sentí aterrorizada. Una de las reglas más estrictas de Udonn era que nadie, excepto las Madres, podía entrar allí. Tan sólo en ocasiones especiales, cuando existía una razón de peso, una de las Ancianas Madres podía acompañar a una muchacha o mujer joven al interior. Los hombres no podían entrar bajo ningún concepto, jamás. Por aquel entonces el poder de las Madres no había sido puesto en entredicho, y nadie hubiera osado incumplir esta prohibición.

Entonces di un respingo y eché un rápido vistazo. ¿Cómo era posible que la Gran Madre todavía no me hubiera castigado por mi ofensa? Entonces me fijé en mis cosas, respiré profundamente y me dejé caer sobre el lecho. ¿Cómo no se me había ocurrido? ¡Podía entrar en la caverna siempre que quisiera! Me había convertido en mujer pájaro y tenía todo el derecho a hacerlo.

Fascinada eché la vista atrás. ¡Qué gran cambio se había producido! Yo siempre había pasado desapercibida en el grupo de las muchachas. Tal vez por el hecho de que mi madre hubiera muerto hacía tiempo. No. Aquella no podía ser la razón, pues la abuela Enebro se había ocupado de mí con gran cariño. Aun así, pasaba mucho tiempo sola. Era algo que yo misma buscaba. De vez en cuando jugaba con los otros niños al escondite o a ver quien tiraba la lanza más lejos pero, por lo general, prefería ir a mi aire. Pasaba tardes enteras sentada en las ramas cubiertas de musgo del sauce, observaba los pájaros y los rayos del sol que penetraban a través de sus delgadas hojas. Me gustaba construir paisajes y pequeños campamentos con un poco de hierba y los guijarros más vistosos del arroyo. En otras ocasiones buscaba la compañía de las madres y las acribillaba con las innumerables preguntas que se me pasaban por la cabeza. A veces, ante algunas de mis dudas, sacudían la cabeza. Entonces me daba media vuelta y optaba por callarme.

El resto de las jóvenes poseían muchas más virtudes que yo. Elann, con sus rubias trenzas, era fuerte y ambiciosa, y ya desde niña llamaba la atención de todos, que veían en ella la futura poderosa Madre. Birlan, delgada y retraída, destacaba por su capacidad de trabajar sin descanso, y su tenacidad le hacía conseguir todo lo que se proponía. Fliss era rápida y ágil, y era conocida por su labia y su habilidad para los trabajos manuales: los cestos que trenzaba eran siempre los más hermosos. Y por último estaba Baya Roja, a la que todo el mundo adoraba porque era dulce y cariñosa, hacía reír a todos y llevaba la alegría por donde quiera que fuera. Yo, en cambio… yo no tenía ningún talento especial. Con frecuencia recibía reproches y miradas reprobatorias. Todos, incluida yo misma, imaginábamos que al final acabaría escogiendo un marido y llevando una vida sencilla en un segundo plano.

Sin embargo, me había convertido en mujer pájaro, y realmente tampoco me había sorprendido tanto. Hacía mucho tiempo que, en secreto, escuchaba la llamada de Udonn, pero no había tenido el valor de admitirlo. Y, de pronto, había sucedido. Me había escogido, había respondido a mi deseo más profundo. De una forma bastante infantil había estado soñando con ser mujer pájaro, aunque no tenía una idea demasiado clara de lo que realmente significaba. Tan sólo que tenía algo que ver con la pureza y la sabiduría y, por supuesto, con el poder, lo cual debía ser increíblemente emocionante. Al mismo tiempo me sentía cada vez más incapaz, dudaba de mí misma y tenía miedo.

¿Verdad que tú sientes lo mismo, Gadra?

Ya me lo imaginaba. Al principio nos sucede a la mayoría de nosotras cuando oímos la llamada.

Pronto sintió de nuevo hambre. Ravan comió un puñado de nueces y se puso a recapacitar sobre su nueva condición. Intentó recordar lo que sabía sobre la vida y las funciones de una mujer pájaro y se dio cuenta de que sus conocimientos eran muy limitados. Mientras bebía lentamente un poco de agua, las ideas le acribillaban la mente como si fueran un enjambre de abejas.

«¿Qué se espera de mí? ¿Lo conseguiré? ¿Me aceptarán en mi nueva misión?»

Finalmente, incapaz de encontrar la respuesta a sus preguntas, se retiró la melena hacia atrás con decisión y decidió olvidarse de sus miedos. La Gran Madre la había elegido, de momento no necesitaba saber nada más. El resto ya lo averiguaría con el tiempo.

Con curiosidad paseó la vista por el interior de la pequeña cueva, el lugar más secreto y sagrado para la tribu. Entonces se puso en pie y lo observó todo con mayor atención.

Un corto y estrecho pasillo conducía hacia el interior. Allí las Ancianas Madres podían sentarse cómodamente alrededor de la hoguera. La caverna no era húmeda, estaba bien ventilada y, hasta cierto punto, bien iluminada, de modo que, durante el día, no era necesario utilizar antorchas. En algún lugar debía haber una salida de humo que dejara entrar la luz. El suelo, de tierra arenosa, estaba sin pavimentar, lo que le daba un aspecto algo antiguo. Del nicho que estaba detrás de un saliente de la roca brotaba una pequeña corriente de agua que caía sobre una pila de piedra. ¡Aquel lugar disponía incluso de agua fresca! ¡Qué maravilla!

En el suelo, repartidos a lo largo de las paredes de la caverna y envueltos en piezas de cuero y lechos de hierba había una serie de objetos que Ravan había visto sólo en las grandes ceremonias: huesos, cráneos, máscaras, capas y un bastón perforado, vistosamente decorado. Ala tenue luz del sol parecían inofensivos, no obstante la joven sintió un escalofrío cuando paseó sus dedos cuidadosamente sobre la capa cubierta de plumas de Imtu.

En aquel momento un haz de luz entró por la salida de humo pasando por encima de la entrada y cayendo directamente sobre la pared de roca que había enfrente. Ravan reconoció algunas líneas de colores. Con el corazón en un puño descubrió que se trataba de la Gran Madre, la mismísima Udonn, que se mostraba ante ella. Su figura sobresalía de los contornos naturales de la roca y era evidente que unas manos humanas habían practicado las debidas incisiones y la habían pintado. Vista desde un lado representaba la figura de una mujer con grandes pechos, un enorme vientre y un voluminoso trasero. Las piernas estaban formadas por líneas curvas y el cuello desembocaba en una cabeza de pájaro con el pico hacia arriba. En el pequeño anaquel a los pies de la imagen había cuencos con agua y bayas y, junto a estos, un panal de miel seco. Temblando Ravan se puso en cuclillas, y permaneció quieta, con la cabeza gacha, los ojos cerrados y las manos apoyadas sobre los muslos. Tras unos instantes se dio cuenta de que no tenía que nada que temer. Una paz y una sensación de gozo se apoderaron de ella.

Poco después se puso un pie y se atrevió a observar el muro detenidamente. Alrededor de la enorme imagen se habían dispuesto pequeñas imágenes. Reconoció el adorno sagrado, la media luna, marcas de manos y dedos, mujeres bailando y un gran número de animales, sobre todo pájaros. Incluso había un cuervo. ¡Un cuervo negro! En aquel momento le vino a la cabeza con todo detalle la visión que había tenido la noche anterior y apoyó la frente sobre la fría y áspera roca.

—¡Gracias… Muchas gracias!

En aquel momento sintió como si le envolviera una cálida sonrisa.

★ ★ ★

Los truenos retumbaban en el cielo y los relámpagos se sucedían uno tras otro. El agua caía a raudales sobre la pradera y sobre la superficie del agua que la tormenta agitaba en olas espumosas. Un hombre desnudo corría con los brazos abiertos a lo largo de la orilla del torrente. Cantaba, se reía a carcajadas y gritaba palabras ininteligibles a la tormenta. El viento agitaba sus mojados cabellos oscuros y dejaba al descubierto el triángulo azul de su frente, que servía para distinguir a los chamanes. Bailaba con la tormenta golpeando el suelo con los talones y girando los brazos y las manos en respuesta a la furia de los elementos. Un paso más hacia delante, y la corriente lo habría arrastrado consigo.

—¡Eh! ¡Godain! ¿Es que te has vuelto loco? ¡Vas a conseguir que te alcance un rayo! ¡Vuelve aquí y ponte a cubierto! No somos unos cobardes, pero este tipo de tormentas no es ninguna broma.

El joven cazador no recibió respuesta.

Mart y Castor se miraron y sacudieron la cabeza.

—A veces es la persona más sensata del mundo y, de repente, pierde de nuevo la razón. ¿Hace cuanto tiempo que viajamos juntos? Casi un año, ¿verdad? Parece increíble que siga con vida.

—Le da igual.

—Pero, ¿cómo es posible que le dé igual?

—No tengo ni idea.

—¡Como si eso sirviera de algo!

La violencia de la tempestad disminuyó y, tras un par de ráfagas de viento, la tormenta eléctrica cesó, dando paso a una tranquila lluvia persistente. Godain se arrodilló, bajó la cabeza y hundió las manos en la arena. La fuerza salió de él, fluyó hacia abajo y penetró en la tierra. Entonces inspiró profundamente, colmándose del olor a moluscos, barro y hierba húmeda.

El chamán se irguió, se retiró los cabellos hacia atrás y los recogió en un nudo. A continuación se puso en pie y con cierta rigidez estiró las piernas y se dirigió hacia sus amigos. Una vez a cubierto, bajo las rocas, se enjugó la piel con las manos y se puso la túnica.

—Quizás deberíamos levantar un campamento —opinó Castor—. Está anocheciendo y todo parece indicar que seguirá lloviendo. No creo que se despeje en toda la noche.

Godain sacudió la cabeza.

—No debemos estar muy lejos de la caverna de los Salmones. Si seguimos el cauce del río no tendremos problemas para encontrarla. ¿Por qué quedarnos aquí, pasando hambre y frío, si allí nos espera un buen fuego y una buena cena?

—Y seguro que también habrá un par de mujeres hospitalarias —añadió Mart con una pícara sonrisa.

—Pero…

—Venga. No perdamos más tiempo.

Poco después los tres hombres se presentaban sus respetos a las Ancianas Madres del clan de los Salmones y les transmitían los saludos de la tribu de los Castores. Éstas los recibieron cordialmente en nombre de la Gran Madre Udonn. Cuando acabaron de comer, les hablaron de la tribu que les había acogido durante un par de lunas y también de su largo viaje a través de los territorios del noroeste. La mayor parte del tiempo era Mart quien llevaba la voz cantante. Con palabras y gestos relató a sus oyentes los peligros a los que se habían enfrentado y las inquietantes experiencias que habían vivido. Tenía una gran habilidad para mantenerlos con el corazón en un puño hasta que, un suceso inesperado o un repentino comentario de Castor conseguían arrancarles unas carcajadas. Durante el relato Mart intercambió algunas miradas con algunas délas mujeres. Eran raras las ocasiones en las que, al llegar a una tribu, se viera obligado a dormir solo en el lugar reservado a los huéspedes. Godain sonrió para sus adentros. Todo se desarrollaba como de costumbre.

Él, como solía hacer, se mantuvo en un segundo plano observándolo todo. Era evidente que aquellas gentes gozaban de una situación acomodada y libre de preocupaciones. Con toda discreción miró a su alrededor, tomando nota de todos los detalles de la caverna. En realidad no se trataba de una caverna propiamente dicha, pues éstas no existían junto a la orilla arenosa del río. Aquella construcción estaba formada por troncos cubiertos por espesas capas de cuero. A pesar de ello era costumbre que, desde tiempos ancestrales, se denominara «caverna» a cualquier lugar que sirviera para cobijarse. Era algo que jamás cambiaría.

«¿Será éste el lugar que estoy buscando? ¿Encontraré aquí a la mujer de los ojos grises? ¿Me hablará el río Maionn? ¿Recibiré por fin una señal que me indique que puedo quedarme?»

—¿Y bien, forastero? ¿Quieres que te ponga un poco de miel en tu bebida? —le preguntó una joven mientras tomaba asiento junto a él con un cuenco entre las manos.

—¿Cómo te llamas? —inquirió él con una sonrisa.

—Orinn. Y tú eres Godain ¿verdad? Me gustas, chamán. Si quieres esta noche podrás dormir conmigo.

★ ★ ★

Birkin se encontraba en cuclillas junto a su madre, Estrella, su tía Kisal y su abuela Marra bajo el cobertizo que estaba delante de la caverna. Todas ellas estaban encorvadas sobre una piel de toro salvaje cuyo parte interior habían raspado cuidadosamente y untada con grasa. Hacía un día espléndido, casi primaveral. Birkin se puso en pie, echó la trenza hacia atrás y se pasó el dorso de la mano por la frente cubierta de sudor. El sol vespertino penetraba ya por debajo de la pieza de cuero que debía protegerles del calor, pero al menos los arbustos que bordeaban el lugar arrojaban un poco de sombra.

—Podrías pedirle a Trom que me hiciera un nuevo raspador —dijo la joven dirigiéndose a su madre—. Éste ya no tiene filo y está todo mellado.

Estrella tomó el utensilio y deslizó sus dedos encallecidos por el borde. Entonces asintió con la cabeza.

—Tienes razón. De todos modos, ya basta por hoy. Si seguimos hasta el anochecer, la piel será tan extensa que podríamos cubrir todo el territorio. Además, es probable que muy pronto tengas tu propio compañero que cace para ti y te fabrique las herramientas.

Birkin hizo una mueca de desagrado.

—¿Qué pasa? —preguntó Kisal—. ¿Es que no quieres formar tu propio hogar?

—Claro. Por supuesto. Pero tampoco tiene que ser mañana mismo.

A continuación se quedó en silencio y se encogió de hombros con gesto de incomodidad mientras los tres pares de ojos la contemplaban con expresión de incredulidad. La Anciana Madre Marra preguntó en tono severo:

—¿Acaso hay algo más importante para una mujer que recibir la bendición de Udonn y convertirse en madre? Supongo que estarás de acuerdo.

Birkin intentó esquivar su mirada inquisitiva y respondió:

—Por supuesto que deseo tener hijos, pero no es lo único que deseo hacer con mi vida.

—¿Y qué es lo que quieres? —inquirió Estrella con evidentes signos de preocupación.

Birkin vaciló, pero luego levantó la barbilla con gesto insolente y añadió:

—Quiero cazar.

—Ya estamos con la misma historia de siempre —se lamentó su madre—. ¿Todavía sigues con esa idea? Esperaba que te olvidaras de ello cuando te convirtieras en una mujer adulta.

—¿Y por qué tendría que hacerlo? La carne siempre es un bien escaso y una mujer puede cazar con los hombres si así lo desea. Según nuestras normas puede dedicarse a la caza de todo tipo de animales salvajes excepto osos y ciervos. Y ahora ya soy una mujer.

—Tienes razón —admitió Kisal con un tono sereno—, pero hace mucho tiempo que no se pone en práctica. Probablemente los cazadores no recibirían con mucho entusiasmo el que una muchacha sin experiencia pretenda unirse a ellos. Además, supone un gran riesgo. Lo que más necesita la tribu son madres. La capacidad de tener hijos es la labor más importante para una mujer, mucho más importante que la caza. Cazar y matar es algo que puede hacer cualquier hombre, pero sólo las mujeres pueden crear vida. Es por ello que tienen la obligación de mantenerse alejadas de cualquier cosa pueda poner en peligro su vida. ¿Entiendes, sobrina?

Birkin frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Yo quiero cazar.

—Pero, ¿por qué, hija mía? —Estrella estaba empezando a perder la paciencia.

—Porque es muy emocionante y porque quiero vivir esa experiencia. No quiero pasarme la vida recogiendo bayas y… raspando las pieles que los hombres nos proporcionan.

—Pero ninguna otra mujer…

—¡No me importa! ¡Quiero participar en las partidas de caza! —Birkin lanzó el raspador, se puso en pie de un salto y salió al exterior, pasando junto a los arbustos que rodeaban el lugar. Al llegar al serbal de cazadores se encontró con un grupo de hombres que volvían del bosque antes de lo habitual. Trom, el jefe de los cazadores y Asko sujetaban una lanza de la que colgaba un corzo con las pezuñas atadas. De su hocico caían gotas de sangre.

Birkin se detuvo ante Trom, el compañero de su madre. Con él tenía una relación de confianza. A menudo, cuando era una niña, se sentaba en su regazo junto al resto de los hombres y escuchaba con el alma en vilo las historias de caza. Le había suplicado con tanta insistencia que, a pesar de que era una niña, le había construido una pequeña lanza y un arpón. Desde aquel momento se había entrenado con absoluta dedicación y había aprendido a distinguir las huellas de los animales, a reconocer un terreno y a realizar los signos que solían utilizar los cazadores entre sí.

«Todo en espera de ese día», se dijo a sí misma.

Ahora se encontraba ante él y, de repente, no sabía que decir. Cualquiera se podía dar cuenta del gran parecido que existía entre ambos. Los mismos cabellos claros, recogidos en una trenza, sus cuerpos musculosos, la mirada seria y escrutadora, sus ágiles movimientos y su resolución. Birkin era una versión más joven y femenina de Trom.

—Quiero ir a cazar con vosotros —le espetó sin más preámbulos.

—Trom levantó las cejas sorprendido, intercambió una mirada con Asko y miró de nuevo a la muchacha, examinándola de arriba abajo.

—Ya veremos —masculló. A continuación la saludó con la cabeza con cordialidad, y continuó su camino. Los cazadores pasaron junto a ella en dirección a la caverna y Birkin, con evidente decepción, les siguió con la mirada. Había esperado algo más. Indignada se dio la vuelta y se quedó observando los límites del bosque con los brazos cruzados fuertemente sobre su pecho. De una cosa estaba segura: cazaría.

Las tres mujeres situadas a la entrada del edificio habían presenciado la escena en silencio. No era habitual que una muchacha se mostrara desafiante e irrespetuosa hacia sus mayores, y en el caso de Birkin resultaba inaudito. Marra, la Anciana Madre, se puso en pie con cierta dificultad e irguió la espalda.

—Voy dentro a destapar el hoyo. Ocupaos de terminar con la piel antes de que oscurezca completamente.

Estrella siguió con la mirada la figura delgada, enérgica y erguida de su madre. Entonces se quedó pensando. ¿Cómo debía comportarse frente a su hija? Quizás tendría que pedir ayuda a las Ancianas Madres. Pero ellas no lo entenderían. No existía ninguna prohibición explícita que impidiera cazar a una mujer, sin embargo, la sola idea de que su hermosa y saludable hija se enfrentara a un animal salvaje con una lanza en la mano y pusiera su vida en peligro, le ponía enferma. Furiosa y desolada prosiguió raspando la piel del animal.

—¿Por qué no se interesará, como yo, por las plantas y hierbas medicinales y por todas las cosas buenas que se pueden preparar con ellas?

Kisal le sonrió solidaria y acarició el brazo de su hermana.

—No te preocupes. Cuando tenga un compañero y forme su propio hogar acabará entrando en razón.

★ ★ ★

Cuando Ravan salió de la caverna sagrada y se situó bajo la sombra de los abedules, por un instante se vio cegada por la intensa luz del sol. Entonces se colocó la mano sobre los ojos a modo de visera y contempló el cobertizo. Todo seguía igual, como si aquel fuera un día cualquiera. Naturalmente el profundo cambio que había supuesto la ceremonia de la noche anterior sólo le había afectado a ella.

Estrella y Kisal la saludaron con la cabeza sin decir nada, y continuaron enrollando la pesada piel. Ravan respondió levantando la mano, y ella misma se dio cuenta de que aquel acostumbrado gesto resultó algo seco. Indecisa dio un par de pasos hacia delante, se detuvo de nuevo y miró a su alrededor como si necesitara orientarse de nuevo en aquel conocido lugar y grabar en su mente cada pequeño detalle.

Delante de la entrada se encontraban Farin y su hermana Llama, agachadas sobre un montón de ramas de pino de las que arrancaban largas pinochas. Farin interrumpió su tarea cuando su pequeño Bata corrió hacia ella y le rodeó el cuello con sus brazos. Ésta lo estrechó fuertemente y sonrió a Ravan por encima de la cabeza del niño. También ella parecía algo turbada.

Sobre el arenal Yegua, Dorin y Elann descuartizaban un corzo y ni siquiera repararon en ella. El resto de las mujeres estaban ausentes, probablemente se encontraban en los límites del bosque recogiendo ajos de oso, egopodios, dientes de león y celidonias para la cena. Los niños correteaban por los arbustos entre gritos y risas. Del taller de las herramientas, el lugar donde habitualmente se reunían los hombres cuando no se encontraban de caza y que estaba situada detrás de la cabaña de verano de Imtu, se elevaba una columna de humo. Probablemente Imtu, la anciana, se había retirado a su choza para descansar, como solía hacer después de una fatigosa fiesta.

Ravan se pasó la lengua por los labios secos y se adentró en la caverna para depositar allí su venablo y su capa. Con una sencilla túnica sería más sencillo volver a la normalidad. El estómago le rugía ostensiblemente.

Al llegar al hogar de su abuela Enebro, el lugar donde se encontraba su lecho, se quedó estupefacta: ¡Sus cosas habían desaparecido! Sus túnicas y mocasines, el palo de cavar y el resto de sus utensilios, las pieles para dormir, su jergón de hierba, y su estera trenzada. ¡Habían retirado todas sus pertenencias!

Era evidente que alguien se había encargado de limpiar el suelo de pizarra y reorganizado las pieles y pertenencias de Enebro, de su compañero Oso, y del anciano Ril. No quedaba ni rastro de que, hasta el día anterior, una cuarta persona había convivido con ellos. Ravan tragó saliva. Entonces se agachó y con expresión pensativa deslizó sus dedos por la hermosa piel de lince con la que se solía cubrir su abuela. En aquel momento sus pensamientos se concentraron en una idea: allí ya no había sitio para ella. De repente el pánico se apoderó de ella. ¿Qué pasaría ahora? La única manera de sobrevivir era mantenerse unidos. ¿La obligarían a marcharse para ver que le tenía preparado Udonn? Era algo que les había sucedido a otras mujeres pájaro. ¿Sería eso lo que tenía previsto la tribu? ¡Necesitaba saberlo!

En aquel momento se dirigió hacia la salida con determinación. Las mujeres la siguieron con la mirada mientras cruzaba el lugar en dirección a la puesta de sol y se encaminaba hacia la cabaña de Imtu atravesando los arbustos.

La entrada estaba tapada por el toldo que hacía las veces de puerta y la joven se detuvo dubitativa. Nunca se debía molestar a Imtu cuando el acceso estaba cerrado. La única vez que los miembros de la tribu se habían atrevido a llamarla fue cuando una víbora había mordido al pequeño Nili. Pero el asunto que había llevado a Ravan hasta allí no era cuestión de vida o muerte. «¿O sí?»

En cualquiera caso, no había ningún motivo para importunar a la anciana mujer pájaro. Ravan se sentó sobre la hierba delante de la cabaña, se apoyó en la pared trenzada calentada por el sol y se dispuso a esperar. El estomago comenzó a rugirle de nuevo pero enseguida se apaciguó. Poco a poco fue oscureciendo y del interior de la caverna comenzó a oírse el bullicio propio de aquellas horas. Por lo visto nadie se preguntaba dónde estaba. En cierto modo resultaba comprensible que los demás se mostraran cohibidos ante ella tras la gran sorpresa de la noche anterior. En el interior de la cabaña no se oía ningún ruido. ¿Estaría realmente Imtu allí? Tal vez se encontraba en el bosque recogiendo hierbas medicinales o visitando los lugares sagrados. Quizás estaría varios días fuera. Ravan se quedó pensando si debía volver a la caverna para beber agua y pedir algo de comida. ¿Pero a quién? ¿A Enebro, que se había deshecho de su cosas sin más explicación?

No, se quedaría allí y esperaría el tiempo que fuera necesario. De repente se le ocurrió que quizás Imtu la estuviera poniendo a prueba. Pues bien, fuera cual fuera el objetivo de aquella prueba, estaba decidida a superarla. En aquel momento comenzó a sentir frío y en su interior se preparó para pasar una un larga noche en solitario, al aire libre y sin nada para comer. Entonces se encogió sobre sí misma, el miedo dejó paso a la rabia y cerró los ojos.

Cuando los abrió de nuevo pudo ver las primeras estrellas que aparecían en el cielo. Muy pronto saldría la luna.

Fue entonces cuando una especie de crujido la sacó de sus pensamientos. Ravan levantó la vista. Delante de la entrada de la cabaña se encontraba Imtu. Estaba de pie, con su piel curtida, sus claros ojos de halcón y sus blancos cabellos. Imtu, la mujer pájaro, la tía de su abuela Enebro. Las miradas de la anciana y de la muchacha se encontraron.

—Entra, mi niña —dijo entonces con su ronca voz que sonó sorprendentemente cálida.

★ ★ ★

Dos días más tarde el tiempo cambió. Desde el noroeste se aproximaron unos oscuros nubarrones que auguraban una noche fría y lluviosa. El clan se retiró pronto a la caverna pues se iba a celebrar un banquete: la primera captura de Birkin, una cría de alce que había cazado aquella misma mañana.

La pesada y gastada piel de mamut protegía la zona para cocinar de las posibles ráfagas de viento. Junto al resto de las mujeres Birkin trabajaba en el triángulo compuesto de planchas de trabajo, pucheros para cocinar y varias hogueras. Su rostro todavía estaba ligeramente sonrosado por la excitación de la caza. Con gran destreza y agilidad manejaba el cuchillo de piedra para después introducir los últimos pedazos de carne tierna en el caldo hirviendo y que emanaba un delicioso olor a cebolla y ajos de oso. Parecía mentira que, tan sólo un día antes, hubiera discutido con su madre sobre su deseo de convertirse en cazadora.

—En realidad podríamos haber reservado el alce para dentro de dos días. Todavía nos queda comida de la fiesta de las vírgenes —objetó Marra, tan ahorradora y estricta como siempre. Ella era la encargada de la distribución de los víveres, pero esta vez no se atrevió a llevarle la contraria a Kisal que, con una sonrisa miró a su sobrina Birkin y dijo:

—No podemos permitirnos añadir la primera pieza de nuestra nueva cazadora al resto de los víveres. Imaginaos que los lobos excavaran y la robaran. ¡Birkin se negaría a volver a cazar para nosotros! No podemos correr semejante riesgo. Será mejor que nos lo comamos cuanto antes. ¡A su salud, naturalmente!

El resto de la tribu se echó a reír, e incluso Marra esbozó una sonrisa. Birkin estaba radiante de felicidad. En vez de reprimir su alegría, se mostraba abiertamente satisfecha. Aquélla era su noche, y se había convertido en el centro de atención. Incluso Elann la observaba con admiración, aunque era evidente que no le resultaba fácil. En el collar de anillos de abedul que colgaba de su cuello ya se había añadido una vértebra de su presa, sobre la que el chamán Asko había tallado un signo de buena suerte.

Por suerte Birkin nunca se enteraría de los reparos que habían mostrado el resto de los cazadores respecto a su participación. La misma noche en que manifestó su deseo de acompañarlos, los hombres se reunieron en el taller de las herramientas para discutir la cuestión. Trom se mostró comprensivo con la hija de su compañera y estaba dispuesto a satisfacer su deseo, pero la mayor parte de ellos se pusieron en contra. No tenía experiencia y era demasiado joven y débil para cargar con peso pero, sobre todo, se trataba de una mujer. ¡Demasiado valiosa! Todos sabían bien el disgusto que se llevarían las madres si resultaba herida. ¡Por no hablar de la posibilidad de que perdiera la vida!

—¿Acaso habéis olvidado lo que sucedió con Renku? —preguntó Oso—. Fue la última mujer de la tribu que se unió a los cazadores.

Hace ya muchos inviernos que murió, durante la cacería de un jabalí. Era la madre de Marra y de Lluvia, y la hermana de Enebro, mi compañera. Cuando la trajimos de vuelta, sin vida, las Ancianas Madres de la tribu estuvieron a punto de expulsarnos del clan.

—Tendremos que vigilarla continuamente —refunfuñó Zorro—, y mientras tanto se nos escapará la presa.

Pedernal se puso de su parte y añadió:

—Además, cuando salgamos de cacería no podremos hablar de nuestras cosas porque correrá a contárselo al resto de las mujeres.

—Eso no es cierto —objetó Trom—. Ninguno de vosotros la ha visto jamás chismorrear como lo hacen Fliss o Baya Roja —los demás tuvieron que admitir que tenía razón—. En mi opinión deberíamos darle una oportunidad —prosiguió—. Tal vez sólo quiera intentarlo y luego se le quiten las ganas. O ¿quién sabe? Quizás resulta que realmente sirve para esto.

Como era habitual fue la voz de Asko la que puso punto y final a la discusión.

—Amigos, no podemos rechazar a la joven. No tenemos motivos para ofenderla de ese modo. Al fin y al cabo sólo reclama sus derechos. Por lo demás, ha pasado mucho tiempo practicando y preparándose para este momento. Todos nosotros sabíamos que, una vez que se convirtiera en mujer, lo primero que haría sería expresar su deseo de participar en las cacerías. Pasado mañana vendrá con nosotros y la vigilaremos un poco. ¡Sólo un poco, Zorro! Ni más ni menos de lo que hacemos con el resto de los cazadores jóvenes. Por supuesto sería una buena noticia que consiguiera una presa en su primera cacería, por lo tanto tendréis que reprimiros de usar vuestras lanzas si se presenta una buena oportunidad. ¿De acuerdo?

Todos asintieron, aunque no precisamente muy entusiasmados, y se pusieron en pie para acudir a la cena. Tan sólo Trom parecía satisfecho de poder trasmitir el consentimiento a la hija de su compañera.

La comida estaba lista y Estrella y Kisal repartieron las porciones. Birkin recibió su ración justo después de las Ancianas Madres. Con evidente apetito mordió su pedazo de carne, y casi se olvidó de masticar cuando el recuerdo le volvió a la mente. Entonces revivió como el alce, al que le faltaba poco para ser un adulto, se desplazaba entre los árboles sin perder de vista a su madre. La joven siguió cada uno de sus movimientos, escondida tras un endrino. Entonces levantó lentamente la lanza esperando el momento oportuno mientras sentía como la sangre le corría por las venas a toda velocidad. Era como si todo lo que la rodeaba hubiera desaparecido; tan sólo quedaban ella y su presa. La lanza atravesó el aire. Instantes después se arrodilló junto al animal muerto, le introdujo unas hojas frescas en la boca ensangrentada y expresó su gratitud. Era cazadora y, como tal, podía quitar la vida, pero al mismo tiempo estaba dispuesta a entregar la suya si así estaba previsto en los planes de Udonn.

«Cuando llegue el momento», pensó.

Las imágenes de su mente se desvanecieron y Birkin se llevó a la boca el cuenco rebosante de caldo mientras sus ojos se topaban con los del joven cazador Barn. Ligeramente desconcertada apartó la vista y fingió no darse cuenta de que la estaba observando. Entonces sintió que se ponía colorada, lo que le produjo un gran fastidio.

«¿Por qué me comporto de forma tan estúpida?»

Entre tanto ir y venir la única que percibió aquella silenciosa muestra de interés fue Marra. La anciana se tocó la barbilla con aire pensativo. Tendría que estar muy atenta a lo que pudiera surgir de ahí. Al día siguiente hablaría con Imtu sobre aquella cuestión.

Las dos mujeres pájaro, la anciana y la joven, no estaban presentes. Llevaban varios días recluidas en la cabaña de verano y en aquellos momentos la piel de corzo todavía cubría la entrada. La ausencia de ambas creaba una especie de molesto vacío que provocaba cierta expectación en el grupo.

Birkin esquivó la mirada de Barn e intentó pensar en otra cosa. ¿Qué pasaría con la nueva mujer pájaro? Siempre había sentido simpatía hacia Ravan, aunque nunca se lo había demostrado. ¿Acabaría convirtiéndose en la sucesora de Imtu? ¡Menuda misión! Estaba segura de que nadie la envidiaría por esta responsabilidad. Aun así resultaba inimaginable que llegara el día en que la anciana ya no estuviera con ellos. Naturalmente las Madres debían preocuparse por la sucesión para mantener el orden establecido. Birkin suspiró y una vez más se alegró de ser tan sólo una joven insignificante que podía dejarse guiar por las decisiones de las Ancianas Madres.

Al final la celebración se alargó bastante y casi había llegado la mitad de la noche cuando las mujeres apagaron el fuego y con mucho cuidado cubrieron las brasas con piedras.

A pesar del agotamiento, Birkin no conseguía conciliar el sueño. Pensaba en Barn, el joven cazador de cabellos castaños y manos grandes y fuertes. Al amparo de la oscuridad debía admitir que le gustaba. Apenas unas lunas atrás ni siquiera habían reparado el uno en el otro y, de repente, sentía una gran felicidad cuando descubría sus miradas furtivas. Al acabar la cacería le había llevado agua del arroyo y, en el momento en que le entregó el zurrón y sus manos se rozaron, sintió como se sonrojaba y se le aceleraba la respiración. Cuando se reía se le formaban unas pequeñas arrugas alrededor de los ojos y tenía unas piernas bien formadas y unos hermosos dientes. Definitivamente, aquel joven le gustaba.

Hacía sólo un año que se había convertido en hombre y vivía provisionalmente en el hogar de Lluvia, aunque ella no era su madre. Su compañero, Zorro, lo había traído consigo cuando había llegado al clan del Fresno, hacía ocho o nueve inviernos. También el anciano Kirun, antiguo compañero de su madre Renku, compartía el hogar de Lluvia. A ellos se añadía Barn, que se había formado como cazador en la tribu y que, a pesar de su juventud, lucía ya varios dientes de animales en su collar.

Birkin no sabía nada de la antigua tribu de Barn ni del lugar en que había nacido, pero tampoco le importaba. En una ocasión el joven había hecho alusión a su madre. Zorro había sido su compañero hasta que la relación se hizo insostenible y él decidió marcharse. Entonces se llevó consigo al muchacho, algo que no sorprendió a nadie pues, como todo el mundo sabía: «los hombres viajan y las mujeres se quedan». Llegado este momento, alguien debía tomarlo por compañero para que pudiera quedarse en la tribu en la que había crecido. De no ser así muy pronto tendría que marcharse, pues eran las mujeres las que gobernaban en los hogares y, a la larga, convivir en el hogar de una mujer mayor junto a otros dos hombres resultaba humillante para un joven y ambicioso cazador.

En caso de que ella quisiera tomarlo como compañero —en aquel momento su corazón lo estaba considerando seriamente— y, siempre que las Ancianas Madres estuvieran de acuerdo, Birkin recibiría un lugar propio en la caverna durante la fiesta del solsticio de verano, y Barn lo compartiría con ella. A partir de entonces cazarían, comerían y dormirían juntos. Birkin tendría hijas y también, quizás, un niño pequeño. De ese modo todos comprobarían que su hogar había sido bendecido por la Gran Madre y ella y su compañero conseguirían el respeto y la admiración del resto de los miembros de la tribu.

Inmersa en aquellas agradables ensoñaciones, Birkin se quedó profundamente dormida. Sin embargo, poco antes del amanecer, ya se había despertado de nuevo y daba vueltas en su piel sin conseguir tranquilizarse.

Una especie de ronquido que provenía del hogar de Lluvia hizo que la joven aguzara el oído. Alguien abandonaba la caverna. ¿Se trataría de Barn? Incapaz de seguir allí tumbada apartó la piel, se puso en pie y salió a hurtadillas al exterior.

Mirando hacia el oeste, el horizonte comenzaba a iluminarse y la luz de las estrellas se desvanecía. La brisa húmeda de la mañana enfrió su tibia piel y agitó los mechones de pelo que caían sobre su frente. Barn se encontraba de pie en el cobertizo contemplando el óvalo de la luna, que se encontraba en cuarto menguante. No le estaba permitido invocar a la Gran Madre Udonn pero, por su actitud, Birkin adivinó que, de lo más profundo de su corazón, se elevaba una silenciosa súplica: la de encontrar el amor de una mujer que le permitiera continuar en el clan y llevar una vida completa y satisfactoria.

Birkin se acercó a él con cautela. Un leve crujido bajo sus pies hizo que el joven girara la cabeza. Apenas les separaban cinco pasos. Barn se mordió los labios desconcertado y entonces descubrió en sus ojos una sonrisa que daba a entender que conocía su súplica y que estaba de acuerdo.

—Birkin, yo…

—¡Ssshhh! No digas nada. Hablaré con Imtu.

Durante unos segundos estuvieron de pie, el uno frente al otro, examinándose mutuamente. Birkin levantó la mano y acarició levemente la mejilla de Barn. Él contuvo la respiración pero, antes de que tuviera tiempo para reaccionar, la muchacha se había dado la vuelta y había entrado de nuevo en la caverna.

★ ★ ★

Lo primero que me llamó la atención cuando Imtu me invitó a entrar en su cabaña fue un lecho recién preparado junto a la entrada en el que se encontraban mis cosas. ¡Oh, Gadra! El gran alivio que sentí en aquel momento hizo que me fallaran las piernas. La anciana se dio cuenta y me comunicó: «A partir de ahora vivirás conmigo y yo te enseñaré todo lo que necesitas saber».

Por fin pude quitarme los mocasines y la capa y guardarlos junto a la lanza. Entonces me puse en cuclillas junto al fuego y toqué con los dedos entumecidos las piedras que lo rodeaban. Por primera vez comprendí por qué las mujeres empleaban un tono tan ceremonioso cuando hablaban de la importancia de tener un hogar propio.

Una vez liberada la tensión y, tras demostrarse que la rabia y el despecho eran totalmente injustificados, me di cuenta de que volvía a tener hambre. Del pequeño puchero manaba un delicioso aroma a caldo de carne con aquilea y tusílago y mi estómago comenzó a rugir con insistencia. ¡Esta vez escucharía su mensaje! Imtu sacó un cuenco lleno de sopa y me lo acercó. Agradecida bebí el espeso caldo caliente y saqué los trozos de carne con los dedos mientras ella tomaba asiento cómodamente y se ponía a tejer algo con unas largas hebras de hierba casi sin mirar. La luz de la lámpara de piedra dibujaba sombras oscilantes sobre su rostro.

Cuando hube satisfecho mi apetito limpié cuidadosamente el cuenco con un par de hojas de menta y me las metí en la boca. Ya por entonces adoraba la sensación de frescor que me proporcionaban. Entonces empecé a sentirme bien de nuevo y me tomé tiempo para examinar el interior de la cabaña. Aun me acuerdo con claridad de todos y cada uno de los detalles. Lo que más me llamó la atención fue el agradable olor que llenaba el lugar. En la caverna olía siempre a humo y a humanidad, mezclado con el tufo a carne almacenada durante mucho tiempo y a los excrementos de los niños pequeños. Sin embargo Imtu disponía de una buena salida de humos y el aire estaba impregnado del dulce aroma a hierbas secas. Dependiendo de la época del año podía oler aflores, a fruta o a madera, setas y musgo. Para mí aquella cabaña era el lugar más hermoso del mundo.

Mi cabaña, la que comparto contigo desde el inicio del período de aprendizaje, se encuentra exactamente en el mismo lugar, sólo que es algo más espaciosa y la construcción más sólida. Podríamos vivir aquí durante todo el año, pues las paredes enlucidas con mortero y las pieles que cubren el suelo de pizarra nos protegerían del frío.

En la vivienda de Imtu todo era mucho más sencillo. El suelo era de barro prensado y la puerta, que se abría hacia el sudoeste, permitía que, en los días buenos, penetrara un haz de luz dorada en el que bailaban las partículas de polvo. Junto a la pared posterior, bien protegido, se hallaba el lecho de Imtu, con su espléndida piel de reno blanco. En el centro, rodeado por un círculo de piedras, se encontraban la hoguera y un pequeño recipiente para cocinar. A lo largo de las paredes y en los huecos que formaba la roca estaba dispuesto todo aquello que poco apoco iría conociendo.

Aquella primera noche observé a aquella silenciosa anciana y me pregunté si podía plantearle algunas de las dudas que me asaltaban.

Como si hubiera leído mis pensamientos, Imtu sacudió la cabeza y dijo:

—Mañana y en los días posteriores tendremos tiempo de hablar. Ahora ha llegado el momento de irse a dormir.

Tumbada sobre las cálidas pieles de mi lecho intenté rememorar todo lo que había sucedido aquel día, pero caí rendida casi al instante y disfruté de un sueño sereno y profundo en la que sería la primera noche de muchas otras en la cabaña de verano de Imtu.

★ ★ ★

Wika recorrió el cañaveral que crecía a la orilla del arroyo hasta llegar a su lugar favorito, una pequeña hondonada protegida por un acantilado cubierto de plantas. Una vez allí se agachó y desenvolvió sus utensilios de pesca. Los arbustos de avellanas y los altos juncos que daban nombre al riachuelo le protegían del sol abrasador del mediodía, que se reflejaba en las olas que formaba la corriente. Sus ojos siguieron los insectos que revoloteaban por encima de la superficie del agua. Era consciente de que aquél no era el mejor momento para pescar, aun así quizás conseguía un par de truchas. La verdad es que solamente buscaba un poco de tranquilidad para poner en orden sus pensamientos. Aquella noche le correspondería dirigir la cacería del jabalí, algo que sin duda resultaría muy fatigoso.

Wika paseó la mirada sin rumbo fijo mientras la cuerda de pescar colgaba tranquilamente en el agua.

El extraordinario verdor que lo rodeaba le hacía sentir una inmensa felicidad. Nunca dejaba de sorprenderle cuánto amaba aquella tierra rodeada de colinas. Al igual que el resto de los cazadores, conocía como la palma de su mano el territorio que se extendía desde allí hasta el río Maionn donde, a tan sólo dos días de caminata en dirección sur, desembocaba aquel riachuelo. Allí, en la gran corriente de agua, era posible pescar peces mucho más grandes que aquellos, algunos realmente deliciosos… De todos modos, los hombres del clan de los Salmones intercambiaban de vez en cuando pescado seco a cambio de piezas de caza que tan sólo se encontraban en las colinas, o también a cambio de utensilios, herramientas y joyas.

Entonces le vino en mente la Gran Cacería, un acontecimiento que se convertía siempre en el tema de conversación favorito de los hombres y cuyas anécdotas bastaban para todo un año. Cuando llegara el otoño volverían a reunirse con los cazadores de los otros dos clanes descendientes de Udonn para reunir suficiente carne para pasar el invierno.

El cazador se preguntó a sí mismo si sería cierto lo que contaban los ancianos al calor de la lumbre. Según ellos, en el pasado, en la cuenca del gran río, pastaban enormes manadas de renos. En cualquier caso, si así era, hacía mucho que habían desaparecido. En aquellos tiempos los únicos animales que volvían cada año de las montañas del noroeste para pasar el invierno junto al Maionn eran los caballos salvajes, y aun así tampoco eran tan numerosos como contaban las antiguas leyendas. Normalmente su carne no bastaba para pasar el invierno y los cazadores más diestros tenían que procurarse otras presas entre las que se encontraban osos pardos, los temibles uros, algún que otro alce y, cada vez con más frecuencia, jabalíes y corzos. La Gran Cacería suponía un esfuerzo y un trabajo enormes y exigía que los cazadores dieran lo mejor de sí mismos en favor de la supervivencia de la estirpe. Sin embargo, también les ofrecía la posibilidad de destacar entre el resto y mejorar su posición en la tribu.

Wika se vio obligado a volver al presente cuando oyó un crujido tras de sí. Inmediatamente se dio la vuelta y comprobó que se trataba del joven Tejón, que lo había seguido hasta allí. Era algo que hacía con frecuencia y era evidente que sentía una gran admiración por los cazadores de mayor prestigio e intentaba seguir su ejemplo.

Tejón y Barn eran los únicos jóvenes de la tribu que no tenían compañera pero, al contrario que Barn, Tejón había nacido en el seno del clan y crecido en el hogar de su madre Farin y de Llama, la hermana de ésta, junto con toda una cuadrilla de niños pequeños. También Asko vivía con ellos, el compañero común de ambas mujeres. Aquél era un hogar lleno de vida que se caracterizaba por las continuas risas y el alboroto.

El joven se agachó junto a Wika, preparó sus aparejos de pesca y sumergió el gancho en el agua. Durante un buen rato estuvieron el uno junto al otro, en silencio, compartiendo la paz del lugar. Wika esperó con paciencia a que el joven hablara.

—He decidido marcharme —dijo finalmente. Wika asintió con la cabeza. La noticia no le sorprendió, incluso resultaba inevitable. Tejón sólo podía quedarse si una de las mujeres jóvenes lo tomaba como compañero, pero Baya Roja era su hermana y Fliss la hija de su tía. Elann nunca había mostrado simpatía hacia él y Ravan se había convertido en mujer pájaro.

—Quizás Birkin se decida por ti.

—No, ella prefiere a Barn —respondió el joven con amargura.

—Mmm… —En realidad Wika ya lo sabía, su compañera Yegua se lo había insinuado. Tejón no tendría más remedio que buscarse otro lugar. «Los hombres viajan, las mujeres se quedan.» Así eran las cosas.

Para Tejón, en cambio, no parecía tan fácil de aceptar. El otoño anterior, durante la Gran Cacería, le habían admitido en el círculo de los hombres pero, hasta entonces, nunca había mostrado ningún interés en marcharse.

—Yo preferiría quedarme —admitió de mala gana mientras se mordía la uña del dedo pulgar. Wika miró hacia otro lado intentando ocultar su congoja. ¿Qué podía decirle? Por el rabillo del ojo observó la figura algo rolliza del joven. Siempre había sido así, Tejón era demasiado débil. Era sólo un poco más joven de Barn pero, en comparación con él, parecía más un niño que un hombre. El cazador suspiró.

—No es bueno depender de una mujer durante demasiado tiempo. Ellas son las dueñas de los hogares y del fuego. Si viajaras disfrutarías de mayor libertad.

«De acuerdo —pensó Wika—. Éstas son las típicas cosas que se dicen los hombres entre ellos pero ¿acaso mi hermano Pekum y yo no dependemos de una mujer? ¿Qué habría sido de nosotros si Yegua no nos hubiera elegido?»

—Lo sé, lo sé. Pero yo tenía la esperanza de que Barn viniera conmigo. Juntos podríamos habernos trasladado al clan de los Salmones, junto al río Maionn, y desde allí hasta la caverna del sauce. Ahora tendré que marcharme solo, tal vez durante la próxima luna. Estoy seguro de que encontraré un buen lugar donde vivir, un lugar mejor que éste —mientras hablaba sus palabras se fueron convirtiendo en un susurro ahogado.

Wika se sentía muy afligido. ¿Qué lugar podría ser mejor que aquel? El rostro del joven no podía disimular su profundo pesar. Estaba claro que no tenía ganas de marcharse a explorar nuevas tierras y visitar tribus desconocidas. Pero claro, eso era algo que no se podía decir. Un hombre de verdad no debía mostrar semejante debilidad. Wika frunció los labios.

«No puedo hacer nada por él, y tampoco tengo palabras para consolarlo. Tendrá que solucionarlo él solo.»

—Esta noche saldremos a cazar jabalíes y antes tendríamos que revisar las puntas de las lanzas. ¿Me acompañas?

Tejón asintió, recogió sus cosas y siguió los pasos de Wika con gesto apesadumbrado.

★ ★ ★

Desde el amanecer Godain deambulaba por el bosquecillo que había a la orilla de la junquera buscando algo con la vista, aunque ni él mismo sabía qué.

Hacía poco menos de una luna que se hospedaban en el clan de los Salmones y ya había decidido que aquel tampoco era su lugar. Al principio había congeniado muy bien con los miembros de la tribu. Mart, Castor y él salieron a pescar con los hombres e intercambiaron con ellos experiencias muy provechosas. En un par de ocasiones había compartido el lecho con Orinn y también otra mujer mostró interés por él. Las Ancianas Madres lo trataron bien y, hasta aquel momento, todo había trascurrido de forma satisfactoria.

Pero entonces, durante la fiesta que celebraron los hombres tras la última cacería, había bailado con Scharg, el viejo chamán, la danza de los ciervos bajo la luz de la luna.

Y entonces había vuelto a ocurrir.

Desde aquel momento a menudo oía cuchichear a sus espaldas. Los hombres seguían mostrándose amables con él, pero empezaron a mantener las distancias. De nuevo se cernió sobre él aquel familiar halo de soledad que lo rodeaba como si se tratara de un manto invisible.

El chamán sintió un hormigueo en la nuca. Era evidente que alguien le estaba siguiendo. Como si se tratara de una casualidad, se detuvo y deslizó la punta de los dedos por el tronco de un aliso para, a continuación, girarse lentamente.

Scharg, el chamán de la tribu de los Salmones le saludó con la cabeza y se acercó. El azul casi juvenil de sus ojos rodeados de líneas y arrugas producía un extraño contraste con el blanco de sus cabellos.

—Quería hablar contigo —le dijo.

—¿De qué?

—De lo que sucedió durante la danza de la cacería. Y también de ti. Hay dos mujeres de la tribu que están considerando la posibilidad de tomarte como compañero. Sin embargo, antes de que las Madres se planteen seriamente admitirte como miembro de nuestro clan, necesitamos conocerte mejor. Supongo que lo entenderás.

—¿Te han enviado ellas?

—No. No ha hecho falta. He venido por propia iniciativa. Quería averiguar quién eres realmente. Te muestras bastante reservado, en ocasiones incluso desconfiado y ausente. Sin embargo, hay algo en ti que resulta muy atractivo a las mujeres y que preocupa a los hombres. Por otro lado, también me gustaría saber que tipo de chamán eres y que criatura es la que habla a través de ti durante la danza de la cacería. ¿Estás dispuesto a hablarme del camino que has recorrido?

El anciano miró a Godain abiertamente. Después bajó la mirada y comenzó a juguetear con una rama de aliso entre sus dedos. Scharg no parecía incómodo por el silencio que se había instalado entre ellos. Con total tranquilidad se sentó sobre una de las raíces del árbol y dirigió su rostro hacia el cálido sol primaveral.

—Escucha —dijo finalmente el joven—. No quiero convertirme en el compañero de Orinn ni de Erla, y tampoco tengo intención de quedarme mucho tiempo con vosotros. Como mucho estaré aquí hasta el verano, pero sólo como invitado. Después seguiré mi camino.

—Entiendo. ¿Y tus amigos?

—Es posible que vengan conmigo, o quizás no. Hemos viajado juntos durante un tiempo tan sólo porque nos dirigíamos en la misma dirección. No existe ningún vínculo especial entre nosotros.

—Entonces, si no deseas formar parte de nuestro clan…

—…no será necesario que te hable sobre mí, ¿verdad?

—Así es. De todos modos…

—De todos modos te gustaría saber quién soy realmente. Lo siento, Scharg, no puedo decírtelo porque ni yo mismo lo sé. Estoy siguiendo una senda y desconozco hacia donde me lleva. Tras de mí he dejado extrañas vivencias que recuerdo sólo en parte. No quiero ser grosero, pero no puedo hablar de ello. Quizás algún día encuentre un grupo de hombres que no se acobarden después de compartir conmigo la fiesta de la cacería. Tal vez vaya a parar a un lugar que me diga algo y que me invite a quedarme. Entonces sabré que he llegado a mi destino.

—Quiero que entiendas que no te rechazamos. Tienes muchas cualidades. Si nuestros hombres pudieran entenderlo, todo sería más sencillo.

—No. Además… —Godain se interrumpió—. No quiero que nadie se moleste por mi culpa, Scharg. Es muy amable por vuestra parte que estéis dispuestos a aceptarme, pero éste no es mi lugar. Tengo que marcharme.

Desde el momento que pronunció estas últimas palabras, supo que la decisión estaba tomada. No había vuelta atrás.

—Has sido muy claro y respeto tu decisión. No intentaremos retenerte.

El anciano se puso en pie, saludó al joven con la cabeza y se encaminó de regreso a la caverna de los Salmones.

Godain se sentó junto al aliso y una vez más se quedó solo frente a sus recuerdos.

★ ★ ★

Había pasado toda su vida viajando, o al menos ésa era la sensación que tenía. Sin embargo no era del todo cierto. Al fin y al cabo había nacido y crecido en el clan de los lobos, bajo la protección y la firme estructura de una tribu que se encontraba muy lejos de aquellas tierras. Posteriormente había pasado varios años en diferentes lugares, en grupos con los que estableció una estrecha relación. A pesar de ello, echando la vista atrás, siempre se sintió fuera de lugar. Ya de niño tenía esa dolorosa sensación de desarraigo y un ansia insaciable de sentirse cercano a alguien. Sin embargo no le gustaba recordar aquella época.

«Todos mis viajes se han caracterizado por seguir el curso de grandes ríos, pero sus aguas nunca me han hablado. Este tranquilo fluir no es para mí. Me consume las fuerzas. Además, el brillo del sol me hace daño a los ojos. Demasiada gente que va y viene. Para colmo está ese insistente olor a pescado, en la caverna y en las ropas de todos ellos.

»Erla se entristecerá cuando me vaya, y Orinn se pondrá furiosa. Las mujeres son extrañas. Te invitan a compartir su lecho y tú aceptas simplemente porque te resulta agradable. Pero entonces, cuando decides seguir tu camino, se sienten ofendidas. Esperan más de ti, pero sin ofrecer nada a cambio. Buscan la compañía de las otras mujeres porque los hombres no son importantes para ellas. Sin embargo, tampoco consienten que las rehuyas.

»No. No podría quedarme aquí. No sólo por los hombres. Yo necesito los bosques, los robles con sus fuertes troncos, los fresnos, los helechos y los senderos de los ciervos. El bosque es algo duradero y te proporciona paz. Cuando pueda contemplar el techo de hojas sobre mi cabeza, el musgo bajo mis pies y sentir el olor de las setas en mi nariz me sentiré mejor. Entonces podré detenerme durante un tiempo y ¡quién sabe!, quizás consiga olvidar por algún tiempo esa piedra punzante que tengo clavada en mi interior.

»Pero, una vez me haya marchado, ¿a dónde dirigiré mis pasos? ¿Me veré obligado a pasar toda la vida de un lado a otro? En realidad yo no soy de esos que necesitan moverse sin parar. No tengo ni la menor idea de la dirección que debo tomar.

»No, ahora no tengo ganas de pensar en lo que será de mí. Mejor será concentrarme en lo que fue.

»¿Cómo estarán las cosas en el clan de los corzos? Ya ni recuerdo cuánto tiempo estuve allí. Debieron ser tres o cuatro inviernos. Entonces llegaron Mart y Castor y me hablaron con gran entusiasmo del río Maionn. Es increíble lo dura que puede ser la vida de las gentes que habitan a los pies de las montañas boscosas. En comparación con el clan de los Salmones pasan grandes penurias. A pesar de todo, aquél fue un bonito período. Lo poco que teníamos se repartía entre todos.»

En aquel momento evocó los años en los que vagaba con Frenn por las colinas que se encontraban al oeste, al norte del río Egar.

«Nos procurábamos pieles de animales, viajábamos de una tribu a otra y nos dedicábamos al comercio. Fue un período muy feliz. Pero entonces, tras la muerte de Gato Montés, no supe a dónde ir. Sólo sabía que tenía que seguir viajando. No sé que hubiera sido de mí si, después de aquello, Gato Montés no me hubiera ayudado a volver a la vida. Quién sabe cuánto tiempo…»

En aquel momento Godain hizo una pausa. Cada vez que rememoraba la historia de su vida se detenía en ese momento, pues la piedra afilada de su interior comenzaba a moverse haciendo que el dolor se volviera insoportable. Entonces se presentaban una serie de imágenes vagas y turbias imposibles de descifrar, pero que al mismo tiempo se negaban a desaparecer.

Furioso lanzó la rama de aliso contra el arbusto más cercano.

★ ★ ★

La cueva sagrada estaba toda iluminada. A ambos lados de la imagen de La Gran Madre Udonn se hallaban dos antorchas de madera y sobre la repisa una serie de lámparas de piedra se intercalaban con las ofrendas. En el centro de la estancia ardía una pequeña hoguera, alrededor de la cual habían tomado asiento cinco ancianas y una mujer joven.

Ravan lanzó una mirada furtiva a las Ancianas Madres de la tribu, a las que conocía de toda la vida. Todas ellas tenían más de cuarenta inviernos, una buena muestra de su fuerza y su sabiduría. Cuando se encontraban con el resto de la comunidad siempre se mostraban muy comedidas y Ravan jamás las había oído levantar la voz. A pesar de ello tenía claro que aquellas cinco mujeres personificaban la máxima autoridad y el poder absoluto del clan del Fresno.

Imtu ocupaba el lugar de honor, justo delante de la imagen de Udonn. A su derecha se encontraba su hermana Hoja de Encina, una anciana a la que ya no le quedaba ni un solo diente. Resultaba extraordinario que todavía fuera capaz de recorrer el empinado sendero que conducía hasta la caverna sagrada, teniendo en cuenta lo delgada y estropeada que estaba. Sobre sus pechos caídos colgaba un aro de sílex de color marrón en el que se habían tallado una serie de muescas en forma de rayos de luz. Imtu sólo tenía siete inviernos menos que su hermana pero, en comparación con ella, todavía gozaba de gran vitalidad.

A la derecha de Hoja de Encina estaba sentada Enebro, la abuela de Ravan. Llevaba el pelo recogido en finas trenzas de color gris que le caían sobre los hombros. De su cuello colgaba una anilla ensartada en un pelo de cola de caballo y junto a ella la garra de una osa. Sus ojos, bajo una frente llena de arrugas, mostraban una expresión serena. Cuando era niña Ravan se sentía intimidada ante la imponente presencia de su abuela, hasta que fue lo suficientemente mayor como para percibir la bondad que se ocultaba tras aquella actitud distante. Enebro llevaba puesta su capa de piel de lince y tenía un aspecto realmente imponente.

El siguiente lugar había sido reservado para Ravan. Como le correspondía a la más joven del círculo, estaba sentada de espaldas a la entrada.

Las hermanas Marra y Lluvia se encontraban a su derecha, al otro lado del fuego. Marra, delgada, seria y rígida, mantenía una actitud firme e inflexible. Sus cabellos grises estaban recogidos con un nudo y sujetos con un hueso. Su colgante de pizarra había sido insertado en una tira de cuero junto a unos pequeños cilindros negros. Ravan sabía que Marra conocía las antiguas costumbres y tradiciones casi tan bien como Imtu y esperaba ser testigo de ello. Lluvia, la rolliza Anciana Madre, parecía muy agradable en comparación con su hermana. Llevaba una trenza que le llegaba hasta el pecho y su colgante circular, rodeado por cuentas de madera, llevaba grabada una espiral de color rojo. Ésta percibió el desconcierto de Ravan y le sonrió intentado infundirle valor. Delante de cada una de las mujeres había una maraca y un tambor.

Imtu se había colocado ya el manto ritual, llevaba puesta la corona de ramas de sauce y lucía sobre su pecho el reluciente colgante tallado en marfil que representaba a una mujer pájaro y que había pertenecido a su madre. La imagen de Udonn que estaba detrás de ella parecía cobrar vida a la luz de las antorchas e incluso daba la impresión de que pudiera respirar.

Ravan, que por primera vez desde su consagración llevaba puesta la capa ceremonial, se enderezó tímidamente la corona de plumas. A pesar del ornamento la joven mujer pájaro no dejaba de sentirse insegura en aquel corro, aunque a ninguna de las otras mujeres parecía darse cuenta de lo joven e insignificante que era. Aun así la cercanía de su abuela Enebro y el poder contemplar el rostro delgado de Imtu por encima del fuego resultaban reconfortantes.

La anciana mujer pájaro echó mano de una bolsa de cuero, sacó un puñado de bayas de enebro y las esparció sobre las llamas. Al instante empezaron a echar chispas inundando el lugar con su fuerte aroma. Unas densas cortinas de humo se extendieron sobre las figuras allí sentadas. A continuación Imtu arrojó algo más sobre el fuego, esta vez se trataba de hojas secas de artemisa que al prender expandieron su inconfundible aroma. Las llamas hacían brillar los cabellos blancos de las Madres. Por último la mujer pájaro dejó caer un pedazo de resina de pino sobre la hoguera. Entonces una fragancia dulzona se difundió por el lugar.

De repente Ravan se relajó. Sin duda no era necesario grabar en su mente todo lo que estaba experimentando. Sólo tenía que estar allí, compartiendo el silencio con el resto de las presentes, nadie esperaba nada más de ella. Feliz y aliviada, se dejó llevar por lo que estaba sucediendo.

Imtu comenzó a entonar la conocida invocación y el resto se unió a ella. La voz profunda y cálida de Lluvia destacaba de entre las demás:

—Gran Madre, Gran Madre Udonn. Estamos aquí para honrarte. Tú nos das la vida, Gran Madre…

El cántico se repitió una y otra vez. El fuego parecía calentar cada vez más, y su luz se volvió más intensa. Saltaban chispas y el monótono sonido de los" tambores hizo que el tiempo se detuviera. En algún momento Ravan se dio cuenta de que el texto de la canción había cambiado. Estaba segura de que jamás había oído aquellas palabras:

—Udonn, negra Madre Tierra, estás aquí, junto a nosotras, dentro de nosotras. Tú nos das fuerza, nos haces fértiles y nos proteges… Ana, pálida y rígida diosa de los huesos, tú nos traes la muerte y nos regalas una nueva vida… Vairani, roja bailarina del fuego, que nos concedes placer. Mantennos alejadas del peligro y las calamidades…

El pulso de Ravan latía al compás del acelerado ritmo de los tambores. Entonces sintió que un intenso calor se apoderaba de ella y sus manos se empaparon de sudor.

De repente se hizo el silencio. Las mujeres se mantuvieron sentadas, con los ojos cerrados y con el alma abierta al inmenso poder de la oscura luna. A continuación se cogieron las manos formando un círculo. Ravan percibió la fuerte corriente que fluyó a través de ella.

Las Madres empezaron a entonar en voz queda el nombre de la Gran Madre creando con sus voces una especie de tejido sobre el cual se alzó la voz de Imtu:

—Bajo la oscura luna fluye la sangre de las mujeres. Ellas son el recipiente que contiene la fertilidad, la vida y el poder que Udonn les ha concedido. En las Ancianas Madres, de las cuales la sangre ya no fluye, ese poder está sellado en beneficio de la estirpe. Udonn, estamos aquí para pedirte que nos bendigas con el don de la vida y nos protejas de todo mal. De oscura luna a oscura luna te honramos. A través de nosotras tejes la red sagrada.

A continuación cantaron, rezaron, presentaron las ofrendas y compartieron la bebida de la luna, que bajo el sabor dulce de la miel, tenía un desagradable regusto a beleño, estramonio y otras hierbas y cuya fórmula secreta sólo conocían las Ancianas Madres.

Mucho más tarde, cuando las seis mujeres habían vuelto en sí, Imtu colocó más leña sobre las brasas y esparció algo encima que parecía corteza de árbol troceada. Por toda la caverna se extendió un suave y agradable aroma estival. Poco a poco el sopor fue desvaneciéndose y de golpe Ravan se sintió fresca y completamente despierta.

Imtu se quitó la corona y la capa y las dejó a un lado y Ravan hizo lo propio. Las mujeres estiraron sus miembros y se recostaron cómodamente. Lluvia trajo un cuenco con agua fresca y lo hizo circular de mano en mano. Todas bebieron con ansia.

—Ha llegado el momento de hablar —dijo Hoja de Encina, la más anciana—. ¿Quién quiere empezar?

—Lo haré yo —dijo Marra—. Se trata de Birkin, mi nieta. Le gustaría tomar a Barn como compañero.

—Ya me lo ha comunicado —añadió Imtu asintiendo con la cabeza—. No tengo nada que objetar. Barn es un excelente cazador y hace ya ocho inviernos que llegó a la tribu junto con Zorro. No es hijo de nuestro clan, de manera que pueden emparejarse. ¿Qué pensáis vosotras? ¿Y qué opina su madre?

—Me parece bien —respondió Marra—, y Estrella también está de acuerdo. Goza de un gran prestigio entre los cazadores y sería una buena cosa que se pudiera quedar con nosotros para siempre.

—¿Y qué pasará con Tejón? —inquirió Enebro frotándose la barbilla—. Me preocupa ese muchacho. Elann no lo quiere y, si Birkin decide formar una unión con otro, se verá obligado a marcharse y a buscarse una compañera en algún otro lugar. Sin embargo, sospecho que no quiere irse. Si Barn se fuera con él sería diferente, pero no estoy segura de que se atreva a marcharse solo.

Imtu frunció el ceño.

—Birkin y Barn se han puesto de acuerdo y sería una imprudencia oponerse a sus deseos. Además, no podemos prescindir de un buen cazador que quiere quedarse, sólo porque otro joven no encuentra el valor para marcharse. Ya solucionaremos la cuestión de Tejón, mientras tanto, creo que Birkin debería formar un hogar con Barn.

Una vez acabó su exposición miró a las demás, incluida Ravan. Todas asintieron con la cabeza.

—Entonces está decidido.

Lluvia fue la siguiente en tomar la palabra.

—Existe otra cuestión importante sobre la que deberíamos reflexionar y que afecta directamente a la tribu. Como bien sabéis, necesitamos nuevos muchachos para Elann, Fliss y Baya Roja. No podemos esperar a que algún hombre pase casualmente por aquí o a que llegue el otoño y participen en la Gran Cacería. Ya se han convertido en mujeres y deberían poder crear su propio hogar y recibir así la bendición de La Gran Madre. Pero, para que esto suceda, necesitan tener un compañero —una vez terminó de hablar miró de reojo a Ravan, que se había sonrojado y miraba tímidamente hacia el suelo. También ella se había convertido en mujer, pero las mujeres pájaro no podían formar un hogar o elegir un compañero. Así eran las cosas y no merecía la pena gastar saliva sobre ese asunto.

Enebro propuso una solución.

—Deberíamos mandar a alguien a las tribus vecinas e invitar a sus hombres a visitarnos, tal y como se hacía antiguamente. Tendríamos que enviar a uno de nuestros cazadores más experimentados; alguien que no tenga inconveniente en volver a viajar, pero que, al mismo tiempo, desee volver. Tejón podría acompañarle.

—Bien dicho —aplaudió Lluvia—. Tal vez Wika no tenga inconveniente en desempeñar esta misión.

Las Ancianas Madres, pensativas, hicieron un gesto de aprobación con la cabeza. Ravan, de repente, recordó la imagen del corpulento cazador de ojos azules, frente amplia y barbilla prominente. Hacía sólo unos años que había llegado a la tribu junto a su hermano mayor, Pekum. Los dos vivían en el hogar de Yegua, la hermana mayor de Lluvia. La relación entre ellos tres era estupenda. Al tratarse del segundo compañero de Yegua, Wika resultaba en cierto modo prescindible. La posibilidad de que lo enviaran como emisario oficial del clan del Fresno le parecería un gran honor. Sí, Wika era el más adecuado. Con un poco de suerte podría estar de vuelta con un par de jóvenes apropiados para la fiesta de solsticio de verano, el momento en que se asignaban los nuevos hogares.

Algo distraída, Ravan escuchó las subsiguientes discusiones sobre la evolución de las heridas de algunos miembros de la tribu y sobre el desarrollo de los embarazos de Dorin y Esparto. ¿Tendría ocasión de plantear sus propias preguntas?

En aquel momento la conversación se centró en Onta. Hasta entonces no había mostrado ninguna evidencia de haberse quedado embarazada, a pesar de que hacía ya tres años que se había unido a Caballo, un cazador proveniente de otra tribu. Todas las mujeres sabían lo afectada que estaba por este hecho y compartían su preocupación. Aun así, no había nada que hacer. Era algo que dependía sólo de la Gran Madre. Tampoco Yegua, la madre de Elann, había tenido más hijos después de que sus pequeños mellizos murieran sucesivamente a causa de una terrible enfermedad. Tal vez, llegado el verano, sería oportuno celebrar una ceremonia especial en honor de ambas.

Mientras las demás debatían sobre éste y otros temas, la joven mujer pájaro se esforzaba por tener paciencia y seguir con atención las diferentes propuestas.

—Ha llegado tu turno, Ravan —le anunció Imtu súbitamente—. Sé que tienes muchas cosas que decirnos y que preguntarnos. Supongo que te ha sorprendido que no te haya permitido hablar hasta ahora, pero debes comprender que las palabras carecen de importancia para una mujer pájaro. Durante los años venideros deberás aprender a callar, observar, escuchar y sentir, prestando siempre atención a los detalles. Cuando lo hayas conseguido, las preguntas y las respuestas no te servirán de mucho —a continuación hizo una pausa y esbozó una repentina sonrisa—. Aun así, de vez en cuando, tendrás ocasión de hablar. Ahora, por ejemplo. Puedes hacerlo sin miedo. Habla, mujer pájaro —añadió con un gesto cordial—. Nosotras te escuchamos.

La joven cerró los ojos por un instante para reunir fuerzas. Entonces las palabras brotaron de su boca sin que apenas se diera cuenta.

—Sí, es cierto, Imtu. Tengo muchas preguntas. Me gustaría saber por qué me nombraste mujer pájaro, cuáles son mis funciones y qué tengo que aprender. También quisiera conocer cómo será mi vida a partir de ahora y si puedo quedarme aquí o… —En aquel momento se interrumpió y tragó saliva.

—¡Por supuesto que puedes quedarte! —respondió su abuela Enebro—. Tú serás la sucesora de Imtu. Hoja de Encina, Imtu y yo somos las más ancianas y posiblemente no viviremos muchos inviernos más; tiempo suficiente para que te trasmitamos todo lo que debes saber —seguidamente guiñó los ojos y preguntó—: Dime, Ravan. ¿Acaso no te esperabas que te nombráramos mujer pájaro?

—Jamás me hubiera atrevido a pensar algo semejante, abuela, aunque he de reconocer que hace tiempo que escuchaba la llamada de Udonn. Además, la noche en que fui consagrada, se presentó ante mí. Pero ¿cómo es posible que vosotras lo supierais?

—Habíamos estado observándote, como hacemos con todas las niñas de la tribu, y vimos en ti una serie de signos que no nos pasaron desapercibidos. Para empezar estaba el hecho de que te quedaras sola. Tu madre, Pino, que era mi hermana, murió poco después de tu nacimiento. Además eras hija única y su compañero se marchó. Al contrario de las demás, no estabas vinculada a nadie. Después, cuando creciste, comenzaste a hacerte preguntas —las madres la miraron con ternura y Ravan se dio cuenta de lo pesada que debía haber resultado, en ocasiones, su incansable curiosidad. Entonces sonrió con timidez.

—Lo querías saber todo: de dónde provenían las cosas y qué se escondía tras de ellas. Una y otra vez preguntabas: «¿por qué?». Esa era una señal. Tú veías cosas que pasaban desapercibidas a los demás. ¿Te acuerdas todavía de lo que sucedió con el cuervo?

Por supuesto que se acordaba. En aquel instante le vino a la mente aquella mañana fría del invierno anterior. No, del otro. La habían enviado fuera con otras dos muchachas para llenar una vasija de nieve para el desayuno. Las niñas temblaban de frío y se daban toda la prisa que podían. Al llegar a los arbustos estuvieron a punto de tropezar con un bulto de color negro que estaba medio cubierto de nieve y que se movía ligeramente. Rápidamente Kini se puso a excavar retirando la nieve con ambas manos. Se trataba de un cuervo herido, a punto de morir congelado. Las otras muchachas lo contemplaron con curiosidad, hicieron un par de comentarios y se volvieron hacia la caverna con el recipiente lleno en busca del calor de la lumbre.

—¡Kini! ¡Date prisa! ¿Se puede saber qué estás haciendo?

—¡Ya voy!

La joven se había arrodillado junto al cuervo y había posado sus manos enrojecidas por el frío sobre las negras plumas del animal intentando trasmitirle algo de su calor corporal. Si alguien le hubiera preguntado por qué lo hacía, no hubiera sabido qué contestar.

La niña y el pájaro se miraron fijamente y entre ellos se estableció una especie de comprensión mutua. Entonces el cuervo murió y sus pequeños ojos se quedaron sin vida. Kini lo llevó en sus manos por el estrecho sendero hasta la orilla del riachuelo y, una vez allí, lo enterró bajo la nieve que se amontonaba bajo el talud. De ese modo, cuando ésta se derritiera al llegar la primavera, el agua se llevaría consigo lo que quedara de él. Seguidamente regresó a la caverna y, durante el resto del día, permaneció callada y con expresión taciturna sin saber que Imtu lo había presenciado todo desde la entrada de la cueva.

—Aquel día una parte de su espíritu se alojó para siempre en tu interior convirtiéndose en tu amigo. Con frecuencia la Gran Madre Udonn toma la forma de un cuervo. Ahora tú llevas su nombre —explicó Hoja de Encina—. Tu corona está decorada con sus plumas negras y podrás aprender mucho de él.

—Aquel día supimos que estabas predestinada a convertirte en mujer pájaro —añadió Lluvia—. Udonn te puso a prueba y te eligió.

Ravan paseó su mirada por todas ellas. ¡Había vivido tan despreocupada, ajena a todo aquello! Entonces, invadida por una oleada de respeto y agradecimiento, rompió a llorar. Por fin comprendía lo que tantas veces había oído: que sólo la continua vigilancia de las Madres de la tribu garantizaba que las cosas sucedieran en el momento oportuno y de la manera más adecuada. Entonces se juró a sí misma que aprendería a ser tan discreta, atenta y prudente como lo eran ellas.

Como si hubiera podido leer sus pensamientos, Imtu añadió:

—Al haberte convertido en mujer pájaro, no podrás tener nunca un hogar en la comunidad. Tienes derecho a solicitar una cabaña propia y, tal y como hago yo, podrás disponer durante el invierno de la cámara que hay en la parte posterior de la caverna. Sin embargo, jamás se te otorgará un lugar donde convivir con tu compañero y tus hijos.

—Lo sé —admitió Ravan tras una pequeña pausa. A continuación preguntó—: ¿Quiere eso decir que nunca tendré hijos y que tendré que prescindir del cálido abrazo de los hombres?

Imtu sacudió la cabeza agitando los largos mechones de cabellos blancos.

—No, en absoluto. Podrás compartir tu lecho con los hombres siempre que quieras, pues es algo que forma parte de tu condición de mujer, pero estos encuentros deberán ser esporádicos.

De repente, como si se tratara de una alucinación, Ravan percibió una vez más la imagen de aquel rostro alargado que solía aparecer en sus sueños y que la observaba con una mezcla de deseo y de rechazo… Sin embargo, antes de que quisiera darse cuenta, se había desvanecido.

De nuevo la voz de Imtu la devolvió a la realidad.

—No podrás compartir tu vida con un compañero y es bastante improbable que La Gran Madre te conceda un hijo. La mayoría de las mujeres pájaro jamás se quedan embarazadas pero, cuando sucede, los niños se entregan a una hermana o una tía para que los críe. Yo misma, hace muchos años, tuve una hija que murió poco después de su nacimiento. En tu caso, de la misma manera que viviste una infancia libre y sin ataduras, así pasarás el resto de tu existencia. Udonn te ha reservado otras cosas. Podrás viajar sola, como sólo a los hombres les está permitido. También aprenderás a moverte por el aire como hacen los pájaros y las fuerzas ocultas. Tu sabiduría y tu experiencia deberán ponerse al servicio de la estirpe de un modo muy diferente al de las mujeres que dan a luz. Ésa es la razón por la cual las mujeres pájaro tienen reservado un lugar entre las Ancianas Madres y toman parte en las reuniones de la caverna sagrada. Por eso estás aquí hoy, aunque sólo hayas cumplido catorce inviernos.

Imtu hizo una pausa para que la joven tuviera tiempo de asimilar todo lo que había oído.

—Dices que deberé ponerme al servicio de la estirpe pero, ¿cómo? ¿Qué tengo que hacer? ¿Cuáles son las funciones de una mujer pájaro? A parte de ti jamás he visto… —Ravan se mordió los labios—. ¿Estoy preguntando demasiado?

Imtu esbozó una delicada sonrisa.

—Ahora no debes preocuparte por eso. Poco a poco lo irás descubriendo todo. Sin embargo hay una sola cosa que debo comunicarte en este momento: en la próxima fiesta en honor de nuestras antepasadas deberás encargarte de relatar la historia de la estirpe de Udonn.

Ravan escuchó un murmullo de aprobación de parte de las Madres e inspiró profundamente. La cabeza le daba vueltas. Entonces, era en serio. Muy bien, se esforzaría al máximo por llevar a cabo aquella misión con la mayor dignidad. Distraída se unió a las demás que de nuevo formaban un corro. Imtu pronunció un par de palabras, hizo una señal para abrir el círculo y extendió los brazos impartiendo su bendición.

En apenas unos instantes todo había terminado. Las mujeres encendieron las antorchas, apagaron el fuego, recogieron sus cosas y, una tras otra, abandonaron el lugar. En silencio atravesaron la oscuridad de aquella noche sin luna y se encaminaron hacia la caverna de cuya entrada salía un débil haz de luz. Imtu y Ravan vieron como desaparecían en su interior y giraron hacia la izquierda, en dirección a su cabaña.

★ ★ ★

Se había decidido que partirían al amanecer. Wika revisó sus cosas por última vez: mocasines nuevos, túnica y pantalones de piel de alce y una impecable pelliza de castor con capucha. A continuación sopesó su pesada lanza, examinó detenidamente el mango de madera de fresno y la punta de marfil y asintió satisfecho. Entonces agarró su arco de madera de tejo que había sido tensado con una tira de intestino de lobo y cuyo correspondiente carcaj estaba lleno de flechas adornadas con plumas.

Él y Pekum seguían siendo los únicos miembros de la tribu que sabían manejar el arco y las flechas con cierta destreza. Aunque la mayoría de los jóvenes se mostraban interesados por aquella arma desconocida, los mayores solían rechazarla e insistían en que a un cazador audaz le bastaba con su jabalina y su correspondiente propulsor y los muchachos no querían llevarles la contraria abiertamente. A pesar de que el arco y las flechas tenían una clara ventaja cuando se trataba de cazar animales pequeños y ágiles, los cazadores adultos no daban su brazo a torcer. Wika sonrió sacudiendo la cabeza y se amarró al cinturón la vaina que contenía su afilada daga.

También había preparado ya el gran hato de cuero que cargaría a sus espaldas. Contenía todo lo que un hombre podía necesitar para sobrevivir durante un largo período de tiempo: puntas de lanzas y flechas, un punzón de pedernal, púas fabricadas con delgados huesos de liebre, cuerdas, raspadores e incluso un peine de madera, dos anzuelos de marfil, yesca y pedernal para encender fuego, tiras de cuero y un cordón de crin de caballo, un saquito con hierbas medicinales y, por último, nueces, bayas y carne seca para un par de días.

Wika sonrió de nuevo al pensar en la cantidad de carne que le habían traído las mujeres mientras hacía el equipaje. Había rechazado gentilmente la mayor parte, pues un cazador que llevaba consigo una gran cantidad de comida, daba a entender que no confiaba en sus propias capacidades.

De todos modos, el espacio más importante lo ocupaban los regalos. Durante días habían estado deliberando cuáles serían los presentes que debían llevar a las Ancianas Madres, a las mujeres pájaro y a los chamanes de las tribus amigas. Además había que añadir aquellos reservados para determinados parientes y amigos. Al final, entre unos y otros, habían formado una auténtica montaña de paquetes y envoltorios. Una vez los hubo guardado todos, Wika tuvo serias dificultades para cerrar la bolsa de cuero. El cazador comprobó una vez más la cuerda protegida bajo una lengüeta impermeable. Bien. Aguantaría. Todo estaba listo para la partida, ya no quedaba nada que hacer.

A continuación se quitó la vieja túnica y se tumbó junto a Yegua. Aquella noche Pekum se había buscado otro lecho para darles la oportunidad de despedirse sin ser molestados. Wika se introdujo bajo la piel y se arrimó a su compañera. Ella todavía estaba despierta y lo estrechó entre sus brazos. ¡Qué bien olía! Yegua era una mujer hermosa y fuerte, con caderas anchas y pechos abundantes. Sus cabellos castaños desprendían un suave olor a humo y él adoraba acariciar su suave y cálida piel. Había sido una suerte que hubiera decidido unirse a él y a su hermano y, en aquel momento, se dio cuenta de lo difícil que le resultaría separarse de ella. El abrazo se hizo más profundo y la llama de la pasión comenzó a arder con intensidad. Entonces hombre y mujer se amaron con movimientos lentos y placenteros. La idea de que aquella sería la última vez durante mucho tiempo avivaba el deseo provocándoles violentos escalofríos de placer que resultaban casi inaguantables.

Exhaustos los dos se dejaron caer, el uno junto al otro, unidos todavía por un estrecho abrazo. Wika sentía, muy cerca, el cálido aliento de Yegua sobre su pecho y pensó cuánto echaría de menos su extraordinario aroma, aquella mezcla de sudor y olor corporal.

Ya medio dormido escuchó que Yegua le susurraba algo al oído y cuyo significado tardó en descifrar:

—Creo que la Gran Madre me ha otorgado su bendición.

De repente abrió los ojos incrédulo. ¿Habría entendido bien? Entonces se inclinó sobre ella y buscó sus ojos en la oscuridad. Se sentía invadido por una enorme dicha. ¡Un hijo! ¡Qué mejor razón para volver lo antes posible! Aunque sólo hacía un par de inviernos que Pekum y él habían llegado a la tribu del Fresno, Wika sabía cuánto había sufrido Yegua por la muerte de sus hijos. A partir de aquel momento volvería a ser feliz. Aquello sólo podía tratarse de un buen augurio con vistas a su inminente partida. Naturalmente todas las mujeres esperaban tener hijas, pero Wika se imaginó cómo sería ver crecer a un pequeño cazador y poder enseñarle todo lo que sabía.

—¿Cuándo? —preguntó a su compañera. Yegua percibió cómo se le aceleraba el corazón.

—Todavía falta mucho —respondió con una sonrisa—. Probablemente en invierno. Deberás tener paciencia.

¡Ah! ¡Tanto tiempo! Entonces probablemente ya estaría de vuelta para el nacimiento. Wika tomó la mano de Yegua y la colocó sobre su rostro. Poco a poco la ilusión del feliz acontecimiento le sumergió en un profundo sueño.

Wika se despertó poco antes del amanecer. Se puso en pie de un salto, agarró sus ropas y se las puso a toda prisa. Estaba a punto de despertar a Tejón, cuando se percató de que el joven ya estaba listo y lo observaba, atentamente, de lejos. Estaba muy pálido; probable no habría pasado buena noche. Wika le hizo un gesto con la cabeza, se colgó el carcaj y el petate, agarró sus armas de caza y se dirigió hacia la salida. Tejón, igualmente equipado, lo siguió. Al llegar a los matorrales se desprendieron de sus cosas y cogieron algo de agua para beber y lavarse la cara. Desayunarían más tarde, cuando hubieran entrado en calor y hubieran dejado un buen trecho a sus espaldas. Wika se cercioró de que Tejón no hubiera olvidado nada. Efectivamente no le faltaba nada. Podían comenzar el viaje.

En el preciso instante en que recogían sus lanzas, oyeron como se levantaba el toldo que cubría la entrada de la caverna. De su interior salieron dos mujeres, Lluvia y Farin.

—¿Os marcháis ya?

—Sí, Anciana Madre.

Lluvia se acercó a ellos y les puso las manos sobre los hombros, primero a Wika y después a Tejón.

—Yo os bendigo en nombre de la Gran Madre Udonn para que os proteja en vuestro viaje y para que tú, Wika, regreses sano y salvo acompañado de jóvenes que deseen vivir junto a nosotros. En cuanto a ti, Tejón, espero que encuentres un buen lugar para vivir. Si puedes, nos alegraría que nos hicieras llegar noticias tuyas.

Wika sintió que de las manos de Lluvia fluía una corriente que le colmaba de una fuerza interior y comprobó que realmente las Ancianas Madres poseían el poder de la Gran Madre Udonn. Entonces notó que se crecía, fuerte y ligero, casi indestructible y, de repente, se supo capaz de superar todos los obstáculos y de culminar con éxito su misión.

Cuando Lluvia retiró las manos de sus hombros, él bajó la cabeza y dio un paso atrás.

—Volveré.

Seguidamente se giró y se encaminó hacia el lugar por donde salía el sol. El joven siguió sus pasos. Entonces oyeron los sollozos de una mujer. Tejón se detuvo y Wika lo agarró del brazo intentando atraerlo hacia sí. Sin embargo el muchacho consiguió zafarse de él y se dio la vuelta.

Farin corrió hacia él y lo abrazó con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Cuídate, hijo mío! ¡Que Udonn te proteja donde quiera que vayas!

—Gracias, madre. ¡Hasta siempre!

El joven se separó de ella y se fue caminando tras Wika mordiéndose los labios y con las mejillas temblorosas.

Poco a poco el llanto de su madre se fue desvaneciendo y la niebla matutina envolvió la silueta de los dos cazadores.

★ ★ ★

Aquélla era una buena época para viajar. Los días eran cada vez más largos y la clara luz de la luna iluminaba las agradables noches primaverales. Todavía no habían tenido que sufrir el clima seco y sofocante del verano y no escaseaban ni la caza ni el agua.

Al anochecer Wika y Tejón escogieron su primer lugar para acampar al abrigo de un montículo rocoso rodeado de pinos. A continuación recogieron algo de leña encendieron una pequeña hoguera. Poco antes habían desollado una liebre que se había cruzado con la jabalina de Wika y, tras rellenarla de hierbas aromáticas, la asaron sobre las brasas. Su carne todavía estaba medio cruda cuando la sacaron de la vara y la descuartizaron. Las mujeres de la tribu jamás les habrían servido carne a medio hacer, pero en el mundo exterior, lejos de la caverna, los cazadores se sentían orgullosos de no andarse con remilgos. Con los dientes separaron la carne del hueso ayudándose, en ocasiones, cuando se trataba de pedazos demasiado grandes, se ayudaban con el cuchillo. Masticaban con satisfacción y se enjuagaban la boca con agua. Wika comprobó aliviado que, una vez superado el momento más difícil, la aflicción de Tejón había disminuido. Al principio no le entusiasmaba demasiado la idea de viajar junto a un joven al que consideraba algo afeminado. Sin embargo las cosas estaban yendo mejor de lo previsto, parecía que el viaje le estaba resultando provechoso.

El experto cazador miró a su alrededor e inspiró profundamente. Habían elegido bien el lugar. Aquella noche no llovería.

—Si conseguimos mantener este ritmo —comentó—, mañana por la tarde habremos llegado a la tribu de los jabalíes.

—¿Cómo es?

—Bueno… No son tantos como nosotros. Ala mayoría de los hombres ya los conociste durante la Gran Cacería del pasado otoño. Sus gentes están especialmente orgullosas de su fuerza física y su tenacidad. Su tierra es mejor que la nuestra en cuanto a la caza de caballos salvajes se refiere. Hay menos bosques y más praderas ¿comprendes? También hay un puñado de montañas rocosas y escarpadas. En invierno viven todos juntos en una cueva, pero en verano se reparten en diferentes campamentos de caza. Hace unos años, cuando viajaba con Pekum, consideré la posibilidad de quedarme con ellos, pero mi hermano quiso continuar y al final acabamos en el clan del Fresno.

—¿Te gusta vivir… allí? —preguntó Tejón. Había estado a punto de decir «con nosotros», pero él ya no pertenecía a la tribu. Entonces sintió un nudo en la garganta y tragó saliva.

—Sí —respondió Wika desviando la mirada con discreción. Estaba pensando en Yegua, en el niño y en Pekum.

«Es extraño cómo, después de tan poco tiempo en el clan, me siento plenamente como en casa.»

En aquel momento se dio cuenta de que Tejón se había sumergido en los recuerdos e intentó distraerlo.

—Y si en la tribu de los jabalíes no encontramos jóvenes dispuestos a viajar, nos dirigiremos hacia el sur, hacia el gran río Maionn para visitar el clan de los Salmones. Allí viven dos hombres que antes pertenecían al clan del Fresno y seguro que nos recibirán con los brazos abiertos.

—¿Y si tampoco allí encontramos a nadie?

—Entonces tendremos que dirigirnos río abajo, hacia tierras más lejanas donde ninguno nos conoce.

—¿No se sorprenderán las tribus que allí vivan al ver llegar a dos forasteros?

—¿Por qué tendrían que hacerlo? Todo el mundo sabe que los hombres viajan.

—Sí —añadió Tejón con voz queda—, los hombres viajan… —incapaz de continuar se dio media vuelta, se envolvió en su cubierta de piel y se tumbó dejando al descubierto sus cabellos finos y rubios.

Wika se quedó sentado junto a los rescoldos durante un buen rato, absorto en sus pensamientos. La gastada tira de cuero que llevaba en la frente le sujetaba la cabellera y le permitía tener los ojos descubiertos. Esto le permitió examinar los alrededores con la máxima atención, excepto los habituales ruidos de la noche, no vio ni escuchó nada amenazante. A continuación se relajó y se dejó llevar por los recuerdos de los últimos días.

¿Por qué le habría elegido? Un día la Anciana Madre Lluvia se había dirigido a él cuando volvía de cortar leña con un par de compañeros. Wika se detuvo, bajó el hacha que llevaba sobre el hombro y la sostuvo en la mano con el filo hacia abajo en señal de respeto. Sabía de sobra que la tribu necesitaba hombres para las nuevas jóvenes. Elann, la hija de su compañera Yegua, era una de ellas, por lo que el asunto le afectaba directamente. A pesar de ello, le sorprendió que Lluvia le preguntase si quería viajar a las tribus y clanes vecinos. El hecho de que le encomendaran aquella misión era todo un honor para un hombre que llevaba poco tiempo en la estirpe. Era muy halagador que las Madres confiaran en él para representar a la tribu frente al resto de los clanes.

El halo de majestuosidad que rodeaba a la Anciana Madre hizo el resto. De todos modos, hubiera sido imposible negarse. Además, tras dos años de vida sedentaria, resultaba tentador emprender un nuevo viaje. Hasta poco antes de la partida, nadie le informó de que Tejón marcharía con él.

«Y ahora, aquí estamos. Ayer mismo me imaginaba que la despedida habría sido mucho peor. Quizás por eso no me cuesta entender el sufrimiento de Tejón.»

Aun así, habían partido y, una vez más, se había manifestado aquel sentimiento extraño que experimentaban todos los hombres en su situación: apenas emprendían el viaje, comenzaban a sentirse estupendamente y se preguntaban por qué se habían quedado tanto tiempo en un mismo lugar. Les permitía escapar de la omnipresencia y de la supremacía a veces opresiva de las mujeres, y liberarse del poder de las Ancianas Madres. En ocasiones podía ser algo arriesgado intentar salir adelante sin el cuidado y la protección de las féminas pero, de todos modos, resultaba emocionante y estimulante. Salir de viaje era incluso mejor que ir de cacería, que al fin y al cabo siempre acababan en la entrada de la caverna.

Había hombres que jamás encontraban un lugar en el que quedarse para siempre, y que tampoco lo buscaban. Se pasaban la vida viajando de un lado a otro, visitando estirpes y quedándose durante uno o, como mucho, dos inviernos. Delante de las manadas de caballos que imaginaba en aquel momento apareció de repente el rostro de Yegua. Wika suspiró. Volvería, de eso estaba seguro, pero antes disfrutaría al máximo de aquel viaje en el que encontraría a otras gentes y vería muchas cosas nuevas.

De improviso se dio cuenta de lo cansado que estaba. En aquel lugar no tenían motivos para sentirse amenazados, de manera que podía tumbarse a dormir como había hecho el joven. Muy pronto se sumergió en un ligero sueño propio de los cazadores a la luz de las pocas ascuas que quedaban en la hoguera.

★ ★ ★

Las brasas de color rojo iluminaban levemente la oscuridad de la cabaña. Imtu estaba sentada sobre su tocón forrado de piel con la espalda apoyada en la pared y las manos sobre las rodillas. Ravan estaba en cuclillas junto al fuego. Sólo por diversión colocó unas cáscaras de árbol sobre la leña incandescente y disfrutó de las llamaradas que su gesto provocó. Al mismo tiempo escuchaba con atención la voz ronca de Imtu que hablaba de la Gran Madre, despacio, con largas pausas entre las frases, a veces de forma algo incomprensible como si estuviera extasiada. Ravan se empapaba de todas y cada una de sus palabras sin atreverse a interrumpirla con preguntas, pues no estaba segura de que la anciana mujer pájaro fuera consciente de su presencia.

—Udonn, la Gran Madre, es la tierra fértil y oscura que hay bajo nuestros pies y la caverna de la que descendemos. Vive en los manantiales, ríos y lagos. Ella nos da la vida, nos hace fértiles y gracias a ella nacemos y renacemos. Nos proporciona alimento, crías a los animales e hijos a las mujeres. Ella nos permite vivir en la tierra siempre que la honremos y le mostremos nuestra gratitud. Udonn, la guardiana encargada de custodiar el tejido sagrado, ha establecido el antiguo orden de las cosas y ha otorgado a las Ancianas Madres la responsabilidad de las cavernas y clanes. A veces se presenta ante nosotros tomando la forma de un ganso salvaje, de una osa o de una cierva. Otras como una mujer maternal de grandes senos, vientre prominente y gruesos muslos. Su símbolo es el tejido y nosotras la adoramos en las noches de luna llena. ¿La ves, hija mía?

—Sí —musitó Ravan.

—Ella esta presente en todo lo que está vivo. La tierra forma un todo, y ese todo es Udonn. En cada mujer, en cada madre, vive un poco de ella. Nosotras somos partícipes de su poder: la capacidad de dar vida. En las noches en que la luna está ausente, las mujeres sangran y con ello honran el poder de Udonn. Si no sangran significa que han sido bendecidas por Udonn y de su sangre se forma un niño. Cuando envejecen y dejan de sangrar entonces el poder de Udonn se queda sellado en su interior. A partir de entonces no pueden tener hijos y se convierten en venerables Ancianas Madres.

Durante unos segundos Ravan no escuchó nada más que su propia respiración. A continuación Imtu prosiguió con su explicación:

—La mayoría de las mujeres veneran a Udonn, la Madre Tierra, pero en realidad La Gran Madre puede presentar tres rostros diferentes: el de la negra Udonn, el de la blanca Ana y el de la roja Vairani, todos en uno. ¿Qué sabes de Ana?

—Sólo lo que he oído en los cánticos y lo que susurran a veces las mujeres. Udonn nos da la vida y Ana nos trae la muerte.

—Así es. La pálida Ana posa su mano sobre los moribundos y los acompaña al otro mundo, al mundo de los espíritus invisibles y de nuestras antepasadas. Entonces permanecerán en su cueva secreta hasta que Udonn vaya a recogerlas para que se reencarnen en la hija de otra mujer.

—¿Y los hombres?

—Los cazadores tienes su propio lugar en el reino de los espíritus. Ana se nos aparece en forma de búho, de buitre o de loba, raras veces toma la forma humana como pálido esqueleto de mujer. A ella la veneramos durante las noches de luna nueva. Su símbolo representa un bastón con un agujero. ¿Podrás recordarlo todo?

—Creo que sí. Imtu, tu nombre significa búho ¿verdad?

—Exacto. Y significa que estoy bajo la protección de Ana. La mayoría de las mujeres pájaro tienen un vínculo especial con una de las tres caras de la Gran Madre, y normalmente esto se refleja en su nombre. Ana me ha concedido el poder de comunicarme con nuestras antepasadas para pedirles consejo y la capacidad para lanzar el poder del búho sobre un hombre o un animal y enviarlo al mundo de los muertos.

Ravan miró a Imtu estupefacta.

—¿Alguna vez lo has hecho?

—Sí, una vez que estaba sola en el bosque y me atacó un lince. En aquel momento lancé sobre él el lazo de Ana y murió mientras se abalanzaba sobre mí.

¿Era aquélla la Imtu que conocía? bajo la oscura piel de la anciana Ravan creyó ver el cráneo cuyos cavidades oculares se trasformaban en los grandes ojos de un búho. Donde debería haber estado la nariz apareció un pico curvo y afilado.

La joven sacudió la cabeza y la visión desapareció.

—¿Y el cuervo? —preguntó temblando—. ¿Pertenece también a Ana?

—No. Pertenece Vairani, el tercer rostro de la Gran Madre: la bailarina roja. Su nombre rara vez se menciona pues, en cierto modo, es más poderosa que Udonn y más peligrosa que Ana. Su apacible cara se muestra en el ardor apasionado entre un hombre y una mujer, en la pasión por la caza, como le sucede a Birkin, o en la danza apasionada. Algunos creen incluso que es Vairani, y no Udonn, la que introduce la semilla de una nueva vida en el vientre de una mujer. Ella es la guardiana.

—¿La guardiana?

—Sí. Ella vigila que se mantenga el orden sagrado y la integridad del tejido de Udonn. Cuando este equilibrio se rompe, se pone furiosa.

—¿Y qué puede provocar su ira?

—Los errores que cometemos, nuestra estupidez, la arrogancia, la codicia o el odio. Cuando ambicionamos más de lo que nos corresponde, cuando causamos algún perjuicio por dejadez, entonces Vairani se despierta. A veces se le conoce también como «la destructora», y puede exterminarnos a todos nosotros. Mientras tanto duerme acurrucada en una montaña o en las profundidades del mar.

—¿El mar?

—Sí. Se trata de un agua infinita que se encuentra muy lejos de aquí, en el sudoeste, en el lugar donde acaba el mundo. La Gran Madre y nuestras antepasadas provienen de allí. Cuando Vairani se despierta provoca torrentes de rocas incandescentes y auténticas tormentas de fuego. A ella le pertenece el aire, y únicamente comparte este poder con las mujeres pájaro. La veneramos durante la luna creciente y la luna menguante. Es por eso que sus símbolos son la hoz y el arma arrojadiza que vuelve a las manos del cazador. Se nos aparece en forma de mujer pájaro, mujer joven o bailarina del fuego. En otros casos como serpiente, gato montés o también… en forma de cuervo.

Ravan contuvo la respiración y sintió que empezaba a sudar y las manos se le quedaban heladas. Entonces oyó un crujido cercano y se estremeció. Se trataba sólo de Imtu, que palpaba la hoguera y sostenía con la mano un tallo de junco en las brasas casi consumidas con el que encendió la lámpara de piedra. La mujer cuervo se quedó mirando a la anciana.

—Vairani me ha elegido —no se trataba de una pregunta, sino de una afirmación.

—Tú lo has dicho. Los tres rostros de la Gran Madre son secretos, sólo las ancianas madres los conocen. Y nosotras hemos podido comprobar que la roja te ha llamado y me ha pedido que te nombre mujer pájaro. Eso significa que se avecina una desgracia y, cuando llegue, esperamos que encuentres la manera de guiar a la tribu hacia la salvación.

Ravan se cubrió el rostro con las manos entre gemidos. Tenía la sensación de encontrarse rodeada de llamas. Con ayuda de Imtu se arrastró hasta su lecho y se dejó caer sobre las pieles. Allí pasó dos días y dos noches alternado altas fiebres con terribles escalofríos y asediada por las pesadillas. Imtu cuidó de ella con cariño preparándole infusiones de hierbas curativas. Una vez se repuso, se había convertido en otra persona. La antigua y despreocupada Ravan ya no existía.

★ ★ ★

Después de aquella noche decidí que ya no quería ser mujer pájaro. Sí, Gadra, a veces sucede. Hay momentos en que preferirías poder escapar de todo. Tal vez mi consagración había sido sólo un grave error, pensé. Excepto por un par de sueños y aquellas extrañas imágenes y pensamientos en mi cabeza, tampoco había sucedido nada. Si le decía a Imtu que todo había sido una invención mía para llamar la atención y convertirme en alguien importante, seguramente interrumpiría el proceso de formación y me dejaría marchar con las demás. Entonces podría formar un hogar, elegir un compañero y llevar la vida de cualquier mujer normal. Probablemente se sentiría dolida y decepcionada, pero prefería eso a vivir con la idea insoportable de que en cualquier momento se me apareciera la roja Vairani, envuelta en llamas, y se lanzara contra mí. Sin embargo Imtu durante varios días consiguió evitar que se produjera esa conversación.

Yo seguí teniendo espantosas pesadillas y muchas veces me despertaba gritando. No quería ni pensar en la corona de plumas de cuervo que estaba a buen recaudo en la caverna sagrada. Siempre que podía salía de la cabaña y me dirigía a la caverna para participar de las labores cotidianas de las mujeres y escuchar sus relajadas conversaciones. Empecé a comer mucho y sentía debilidad por la miel y las nueces. Imtu no hacía ningún comentario al respecto y me dejaba actuar.

Poco antes de la siguiente luna nueva sufrí fiebres altas y comencé a vomitar. El sangrado, que en mi caso no solía causarme molestias, se presentó con terribles dolores. Imtu me dio una bebida de hierbas y me dijo que sería mejor que no participara en la ceremonia de las Ancianas Mujeres en la caverna sagrada y que me quedara tumbada hasta que me encontrara mejor. Fui incapaz de ocultarle el gran alivio que me produjo su decisión, aunque me sentí muy avergonzada.

«Tómate tiempo», musitó entonces antes de abandonar la cabaña llevando a la espalda la bolsa de cuero con los utensilios.

La enfermedad desapareció con el cambio de luna con la misma rapidez con la que había hecho su aparición. No obstante el miedo y la tristeza tardaban más en desvanecerse como si una sombra se cerniera sobre mí y no quisiera marcharse.

Entonces, durante una de las noches de luna creciente, tuve un sueño.

Me encontraba sola viajando a través de una tierra desconocida. Ante mí se extendían enormes praderas verdes y el viento acariciaba la hierba inundándolo todo de un dulce aroma aflores. A lo lejos, en el horizonte, se divisaba una montaña de la que ascendía una delgada columna de humo. A mi izquierda se movió algo y, cuando me giré, descubrí que se trataba de un gran cuervo que desgarraba con su pico un trozo de carne ensangrentada que había en el suelo. Los rayos de sol se filtraban a través de sus negras plumas y en aquel momento levantó la cabeza y me miró fijamente con familiaridad. Era evidente que nos conocíamos.

A continuación emprendió el vuelo con un fuerte graznido pasando muy cerca de mi cabeza. Una de sus alas me rozó la coronilla y tuve la sensación de que me hubiera abierto el cráneo.

Sin embargo no me dolió, al contrario. Sentí que una oleada de alegría recorría todo mi cuerpo arrastrando consigo cualquier rastro de temor o inquietud.

Entonces me di la vuelta para mirarlo, pero había desaparecido. Era como si el cielo azul se lo hubiese tragado. Seguidamente se oyeron risas algo burlonas que llegaban de todas partes. Me volví a girar sobre mí misma y miré hacia arriba, pero no había nadie. Tan sólo cayó sobre mí una pluma manchada de sangre arrastrada por el viento. Cuando ésta tocó mi cráneo abierto se convirtió en una gota de fuego líquido que penetró en mi interior cada vez más profundamente. Aquel rastro incandescente me quemaba y congelaba al mismo tiempo y creía que iba a morir de felicidad. Entonces llegó hasta mi pecho y se quedó allí para siempre. Todavía hoy la siento, a veces ligeramente, otras con gran intensidad.

Lo último que pude ver fue el rostro de un forastero con el cabello oscuro. Durante un instante sentí su piel sobre la mía y un escalofrío de placer hizo que me estremeciera, pero la imagen desapareció casi de inmediato.

Finalmente me desperté completamente curada. Desde aquel momento venero a la bailarina de fuego. Estaba preparada para servirla lo mejor que pudiera y esperaba que nunca me mostrara su furia.

★ ★ ★

Por más que le hubiera gustado, Wika se sintió incapaz de tragar ni un bocado más. Era una lástima, porque Gasel, una atractiva joven de cabellos rubios y rizados, le acababa de ofrecer otro pedazo de carne de caballo asada. En la otra mano sostenía un cuenco de madera con caldo de ajos de oso que desprendía un aroma delicioso. Wika sonrió a la muchacha en señal de agradecimiento, pero sacudió la cabeza a modo de disculpa. Ella le devolvió la sonrisa y sus blancos dientes contrastaban con su bronceado rostro. Ligeramente desconcertado se volvió hacia la mujer que estaba sentada a su derecha, la Anciana Madre Copo de Nieve. Era una vieja flaca y decrépita, a la que apenas le quedaban un puñado de cabellos y que tenía los dedos deformes, pero sus vivaces ojos oscuros trasmitían poder y sabiduría. Había recibido con agrado al emisario del clan del Fresno, quien ya le había causado una buena impresión durante su visita años atrás. Bastaba echar un vistazo a aquel hombre corpulento y a los valiosos adornos que colgaban de su pecho para saber que se había convertido en un cazador respetado por su tribu. Su acompañante, en cambio, lucía tan sólo un simple hueso de tejón, y al lado de Wika parecía insignificante. De todos modos, todavía era muy joven. Conforme fuera creciendo conseguiría más dientes de animales y piedras preciosas que honraran sus hazañas.

Todos los miembros del clan de los Castores estaban sentados alrededor del fuego —excepto un par, que a principios de año se habían trasladado a un campamento de caza—, y escuchaban atentamente sin perderse ni una palabra de las historias de Wika sobre el clan del Fresno. En aquel momento relataba la ceremonia de las jóvenes vírgenes y ni un solo hombre de la caverna podía apartar los ojos de él. Las muchachas jóvenes también mostraban gran interés en la descripción, lo que no era óbice para que miraran de soslayo a Tejón, que estaba sentado junto a él. Corzo y Nube, dos jóvenes inseparables que también aquella misma primavera se habían convertido en mujeres, no dejaban de reírse y cuchichear a hurtadillas hasta que una de las Madres las miró con severidad. Tejón, por su parte, daba muestras de sentirse extremadamente incómodo. Apenas había probado bocado y se limitaba a mirar a su alrededor en silencio.

Wika, en cambio, que tenía experiencia en visitar otros clanes, hablaba sin reparos.

—Efectivamente, la de esta primavera fue una ceremonia muy especial —prosiguió—. Cinco mujeres el mismo año ¿Cuántas veces se presenta una ocasión semejante? Y además, una de ellas fue nombrada mujer pájaro. Se trata de Ravan, la nieta de Enebro.

Copo de Nieve hubiera seguido escuchando con mucho gusto, pero no resultaba adecuado hablar con un hombre sobre cuestiones referentes a la Gran Madre, así que prefirió preguntar por el resto de las muchachas.

—Una de ellas era Elann, hija de Yegua y sobrina de Lluvia. Es una joven fuerte y enérgica que sin duda se convertirá en una Madre extraordinaria. Es la que mejor conozco, porque mi hermano Pekum y yo —¿os acordáis de él?— vivimos desde hace dos años en el hogar de Yegua. Alguno de vosotros la conocéis de la Gran Cacería.

Su voz se llenó de orgullo y entre las gentes de la tribu se oyó un murmullo de reconocimiento.

—Como sabéis, cuando nos marchamos de aquí teníamos intención de viajar durante un largo tiempo, pero al final decidimos quedarnos en el clan del Fresno. Es un buen lugar, donde abunda la caza, aunque hay más bosques y menos praderas que aquí.

—¿Cómo se encuentran mis hermanas, las Ancianas Madres? —quiso saber Copo de Nieve.

—Imtu, Hoja de Encina, Enebro, Marra y Lluvia están todas vivas y gozan de buena salud.

—Hace ya cinco inviernos que no las veo. Desde la última vez que participé en la Gran Cacería. Me alegro de que estén bien. Aquí sólo quedamos tres, sin contar a nuestra mujer pájaro Siwann —suspiró intercambiando una mirada con las Ancianas Madres del otro lado del fuego.

—¡Sigue hablándonos de las mujeres jóvenes! —exclamó una voz que provenía de una zona de la caverna que se encontraba en penumbra. Del grupo de los cazadores se escapó alguna que otra risa ahogada. Copo de Nieve sacudió la cabeza, aunque ella misma no pudo evitar sonreír. Entonces hizo un gesto de asentimiento para indicar a Wika que podía continuar.

—Fliss es la hija de Llama y nieta de Concha. Es dulce, callada y sus manos muestran una destreza y una rapidez inusitada. Baya Roja tiene la misma abuela, pero es hija de Farin. También ella es muy hábil, pero mucho más jovial y regordeta. Siempre está de buen humor y dispuesta a hacer reír a los demás. Donde quiera que esté, reina la alegría. Y luego está Birkin, la cazadora, ágil y escurridiza como una hembra de ciervo. Se comenta que será la primera en formar un hogar y, por lo visto, ya sabe con quién.

Wika consideró que estaba haciendo bien su trabajo. El honor y el prestigio de un clan se acrecentaban cuando alguien hablaba bien de sus mujeres. Los presentes hicieron gestos de aprobación.

Una de las Ancianas Madres sentadas al otro lado de la hoguera masculló:

—La caverna acabará quedándose pequeña con tantos hogares nuevos.

Sin embargo nadie esperaba que Wika respondiera al comentario. El reparto del espacio era una cuestión que no incumbía a los hombres.

El cazador había llegado al final de su relato, el resto ya se vería durante los días siguientes. La conversación se convirtió en una tertulia y los miembros de la tribu se fueron dividiendo en grupos que charlaban animadamente. De buen humor Wika se unió a los cazadores en una pequeña pelea de broma y varias veces se topó con la mirada de Gasel, que daba a entender con claridad lo mucho que le gustaba su risa. De repente se sintió invadido por la impaciencia.

Sin embargo no estaba allí para divertirse. Tenía una misión y una responsabilidad que cumplir. Disimuladamente se dio la vuelta y susurró a Tejón:

—¿Por qué estás tan callado? ¿Cómo quieres que se lleven una buena impresión de ti si no abres la boca y te pasas el tiempo mirando al suelo?

Tejón le lanzó una mirada llena de rabia que daba a entender lo infeliz que se sentía.

—Me da igual la impresión que se lleven de mí.

Wika descubrió consternado que el joven estaba a punto de romper a llorar. Tenía que evitar por todos los medios que aquello sucediera. Por otro lado, no podía abandonar la caverna solo con él. Hubiera resultado irrespetuoso y habría dado la impresión de que los dos cazadores querían estar a solas para hablar de sus anfitriones sin que nadie les molestara.

«¿Qué puedo hacer?», se dijo.

De pronto se puso en pie con decisión, agarró a Tejón del brazo y exclamó dirigiéndose a los presentes:

—Vuestra comida era tan exquisita y abundante que creo que deberíamos salir fuera a tomar un poco el aire y a estirar las piernas. ¿Nos acompañas?

La pregunta iba dirigida al chamán, que estaba sentado detrás de él y que se alzó solícito. Otros dos hombres se pusieron de pie y se unieron al pequeño grupo que en aquellos momentos abandonaba la caverna.

Nada más salir Tejón tropezó con un arbusto mientras Wika se dirigía al estanque junto al resto. Allí tendrían oportunidad de hablar de las mujeres jóvenes lejos de la presencia de las Madres. Dos de los muchachos, Ciervo y Skef, se mostraban especialmente interesados en el tema.

«No está mal, para empezar.»

Ninguno de ellos dio importancia al hecho de que Tejón tardara unos minutos en unirse al grupo. Sin duda había decidido esforzarse y se unió a la conversación mostrándose más accesible. Wika respiró aliviado.

Al final tardaron más de lo previsto en volver a la cueva. Copo de nieve se dispuso a mostrar a los huéspedes el lugar que les habían reservado para dormir, cerca de la hoguera. Sin embargo una poderosa figura femenina se interpuso entre ellos. Se trataba de Gasel, que en aquel momento miró a Wika directamente a los ojos.

—Puedes dormir conmigo… si tú quieres.

Durante unos instantes se miraron el uno al otro con atención y ambos esbozaron una sonrisa. Gasel agarró la mano del corpulento cazador y lo llevó hasta su lecho mientras la Anciana Madre se ocupaba de Tejón.

★ ★ ★

Birkin siguió a su abuela Marra hasta la despensa de la antigua caverna donde podría elegir algunas pieles y piezas de cuero para preparar nuevas ropas para Barn. Aquel sería su regalo cuando lo tomara como compañero durante la ceremonia del solsticio de verano. Todavía faltaba mucho, pero estaba deseosa de empezar. Marra, la guardiana de las provisiones, la había mirado con desconfianza, pero al final había accedido a su petición con lo que podría haberse considerado una sonrisa.

—Tómate el tiempo que necesites —le dijo mientras le mostraba con cierto orgullo los cestos, bolsas y cuencos cuidadosamente ordenados unos encima de otros y dispuestos en hileras—. Ahora hay bastante espacio, pero en otoño, tras la Gran Cacería y el período de la recolección, no queda ni un solo rincón libre y, con un poco de suerte, los montones pueden llegar hasta el techo. Y luego es necesario vigilar que la comida no se eche a perder y ocuparse de mantener alejados a los ratones y demás animales. Llegado el día, cuando yo sea demasiado vieja, es posible que te encomienden esta labor. No es fácil, como podrás comprobar, especialmente en épocas de escasez.

Birkin la escuchaba cortésmente, pero su mirada se dirigía en aquel momento al montón de pieles que había en una esquina. Entonces cogió una piel de nutria y la acarició suavemente con las yemas de los dedos.

—¿Crees que le gustará a Barn? Quizás tendría que haber cazado un par de animales y curtido yo misma sus pieles, pero me habría llevado demasiado tiempo. Bueno, me llevaré esta y también aquélla piel de corzo. O no, mejor esta otra. Combina mejor…

—Me parece que estás exagerando un poco, pequeña. Los hombres no le dan tanta importancia a las ropas. Para ellos basta que les protejan del frío y que duren lo suficiente. Son incapaces de distinguir lo bonito de lo que no lo es.

—¡Pero sí que se preocupan de sus amuletos y de decorar los mangos de sus lanzas!

—Tienes razón, pero sólo se ocupan de engalanar sus armas y utensilios, es decir, todo lo que tiene que ver con la caza. Probablemente lo hacen en honor a la Gran Madre, para que les conceda un buen botín.

—¿De verdad crees que lo hacen por eso?

Al igual que el resto de las mujeres, Birkin nunca les había prestado mucha atención a los hombres hasta aquel momento. Sin embargo, desde que se había prometido con Barn y le había permitido participar en una partida de caza, las cosas habían cambiado y, para su sorpresa, había descubierto un mundo completamente distinto regido por sus propias reglas. Por lo visto la vida de los hombres no se centraba exclusivamente en salir de caza y servir a las mujeres, y esta idea le daba mucho que pensar.

Teniendo en cuenta que la ocasión parecía la más propicia, decidió plantear una cuestión que hacía mucho tiempo que le giraba por la cabeza.

—Abuela, ¿qué pasa exactamente con los hombres? Nunca hablamos de ese tema pero, en la tribu… —la joven vaciló intentando buscar la palabra más adecuada—. ¿Tienen ellos el mismo… el mismo valor para el clan que las mujeres?

Marra la miró sorprendida.

—¿Los hombres? ¿A qué te refieres? Nosotras los atendemos y convivimos con ellos pero, como bien sabes, ellos van y vienen continuamente.

—Pero algunos se quedan mucho tiempo en el mismo clan —reflexionó Birkin—, incluso hasta su muerte. A pesar de ello, parece como si… como si no se les considerara realmente miembros de él ¿no? —Birkin se inclinó hacia delante, como intentando hacerse entender—, quiero decir, las mujeres somos las dueñas del fuego y de las cavernas, y la Gran Madre nos ha otorgado el poder de dar vida. Cuando hay que discutir algo o tomar una decisión, ésta le corresponde siempre a las mujeres. Cuando se trata un asunto que concierne a la tribu, a nadie se le pasaría por la cabeza consultar la opinión de un hombre. ¿Por qué?

—Mira, Birkin, las cosas siempre han sido así. Udonn otorgó a las mujeres los hijos y la responsabilidad sobre las cavernas y el fuego. Los hombres, simplemente, no pueden crear vida. No obstante forman parte de la Madre Tierra, que se ocupa de ellos y les procura todo lo que necesitan. Ésa es la razón por la cual están al servicio de las mujeres, que poseen el poder de Udonn. Ellos cazan y nos traen carne, se ocupan de los trabajos más pesados, como cortar árboles o acarrear las planchas de piedra para cubrir el suelo de la caverna. La Gran Madre, en su eterna sabiduría, se ha preocupado de que les guste cazar y realizar este tipo de labores. ¿Acaso no te has dado cuenta de lo mucho que les divierte hablar de herramientas?

Birkin sonrió. A las mujeres, las conversaciones de los hombres siempre les parecían muy divertidas.

—Los hombres poseen muchas cualidades —prosiguió Marra—, son necesarios para el entramado del clan y merecen nuestro respeto. Sin embargo carecen de algo fundamental: la capacidad de tener una visión de conjunto. Son muy útiles cuando se trata de cosas concretas. Piensan en la caza del día siguiente o en una buena lanza, incluso tienen su propio chamán y sus secretos pero, a diferencia de las mujeres, son incapaces de comprender la totalidad y la coincidencia de todas las cosas. Por eso no se podría dejar en sus manos el bienestar y la integridad de los clanes. ¡Jamás! Esto supondría un gran peligro para todos, e incluso para la Gran Madre Tierra, que es Udonn. La responsabilidad de que todas las cosas sigan su curso debe recaer únicamente en las mujeres y, en especial, en las Ancianas Madres. Udonn lo ha dispuesto así por el bien de todos nosotros.

Mientras pronunciaba estas últimas palabras, Marra había alzado la voz con solemnidad, sembrando en la mente de su nieta la sospecha de que algo terrible les amenazaba. Entonces se aclaró la garganta y volvió a la vida cotidiana.

—¿Seguro que tienes suficientes pieles? Toma, coge también la de nutria y vete ya. Es evidente que estás impaciente por empezar a cortar.

★ ★ ★

En aquel momento eran cuatro los que se dirigían al clan de los Salmones: Wika, Tejón, Ciervo y Skef. Los dos jóvenes de la tribu de los Castores habían decidido aprovechar la ocasión para visitar la tribu asentada junto al río Maionn, y con la que tenían relaciones de amistad. En principio parecía una razón suficientemente válida para emprender el viaje, pero tampoco se descartaba que estuvieran interesados en las mujeres del clan del Fresno. Wika estaba muy satisfecho: Skef conocía el camino más corto para ir desde allí hasta la Gran Corriente, y podría guiarles. Todo estaba saliendo a pedir de boca y su mente retrocedió para centrarse en la joven Gasel.

Después de pasar dos noches juntos había resultado difícil despedirse. Wika pensó con cariño en Yegua y en Gasel y en silencio agradeció a Udonn la existencia de aquellas dos maravillosas mujeres, hermosas, cálidas. Ella le había regalado una preciosa banda de piel de ciervo para sujetarse el pelo y él le había dado una concha para su collar cuyo brillo nacarado hacía resaltar el color de sus hermosos ojos.

Cuando se despertó junto a Gasel tras haber pasado juntos la primera noche, lo primero que vio fue al compañero de ésta, que dormía al otro lado junto a los niños. Wika lo saludó con la cabeza. Luego se levantó y comprobó que el otro hombre hacía lo propio. Juntos salieron de la cabaña y se colocaron detrás de los arbustos para orinar mientras olfateaban el aire de la mañana y charlaban sobre el tiempo y la caza, sin nombrar a Gasel. A continuación volvieron a la caverna para desajamar.

Ninguna de las mujeres de la tribu de los Castores se había interesado por Tejón, algo que no sorprendió a Wika. Con creciente preocupación se preguntaba qué sería de aquel muchacho. Tejón estaba muy afectado por haber tenido que abandonar el clan del Fresno y le costaba adaptarse a los desconocidos. En aquel momento caminaba en silencio y con el ceño fruncido detrás de su mentor. A pesar de todo, su mal humor no iba a conseguir enturbiar la alegría del resto de los cazadores en aquel espléndido día primaveral. Se desplazaban en fila de forma relajada, pues tenían que resistir sin cansarse durante mediodía. Si tenían hambre siempre podían cazar algo en el bosque o en la colina. Mientras tanto encontraban suficientes hierbas y hojas para picotear y toda el agua fresca que desearan.

—Venga, explícanos un poco como es el poblado del clan del Fresno.

La pregunta de Skef sacó a Wika de sus pensamientos que comenzó a hablar con entusiasmo.

—¡Sólo puedo decirte que es un lugar maravilloso! Hace un par de años derribamos la cabaña que había delante de la antigua caverna y construimos una completamente nueva. Fue un trabajo muy duro, pero mereció la pena. Para las paredes utilizamos raíces de aliso. El espacio intermedio lo tejimos con ramas y varas y lo recubrimos de adobe y después lo tapamos todo con nuestras mejores pieles de ciervo y de caballo. Para el suelo nos procuramos planchas de pizarra completamente planas, y además las pulimos concienzudamente. Bajo las placas nuestra anciana mujer pájaro extendió una gruesa capa de pigmento rojo y, por su puesto, todas y cada una de las mujeres excavaron en sus hogares un agujero ritual antes de que se colocaran las placas. Como es natural, los hombres no estuvimos presentes en la ceremonia de consagración, pero Asko dice que en cada uno de aquellos hoyos enterraron un animal de agua, otro de tierra, otro de aire y una imagen de la Gran Madre.

«¡Cielos! ¿De que diantre estoy hablando?»

—¡Ah! —continuó rápidamente—. También hay un cobertizo donde dormimos cuando hace buen tiempo y cuyo suelo también está cubierto de placas. Lo hicimos ligeramente inclinado, para que cuando llueva el agua se deslice. Por último están los arbustos que bordean todo el lugar y que, además de resultar muy hermoso, nos proporcionan sombra en verano.

Skef y los demás escuchaban con atención visiblemente impresionados. Wika sonrió.

—Un poco más allá, caminando en dirección a la puesta de sol, se llega a la cabaña de verano de Imtu y a nuestro taller de las herramientas. Al oeste, remontando la colina, está la cueva sagrada de las Madres, aunque eso es algo que no nos incumbe. Sin embargo el enorme claro justo delante es nuestro lugar de reunión, donde Imtu celebra las principales ceremonias de la tribu. Detrás, subiendo ladera arriba, a la sombra de un poderoso fresno, está el centro de reunión de los cazadores, donde, dirigidos por Asko, realizamos el baile ritual de la caza. Por último, a cierta distancia en dirección noroeste, en lo profundo del bosque, está el lugar de enterramiento. ¡Y creo que eso es todo! ¿Qué os parece?

Los dos jóvenes murmuraron en señal de aprobación.

—No creo que sea posible encontrar un poblado mejor —comentó ciervo pensativo.

—Tienes razón. Nosotros también vivimos bastante bien, por eso no nos dispersamos en diferentes campamentos de caza durante el verano como hacen otras tribus. Cuando salimos, es sólo por un par de días. El resto del año vivimos allí.

Casualmente la mirada de Wika cayó sobre Tejón, que se había quedado petrificado.

«¡Maldita sea! Tenía que haber pensado en él, antes de alabar tanto al clan del Fresno. ¡Pobre muchacho! Pero es inevitable, tiene que acabar de una vez con esto.»

Cada vez que se detenían a descansar un poco, conversaban amigablemente y bromeaban. Al anochecer comenzaron a buscar un lugar donde dormir.

—Detrás de aquella cumbre hay un estanque rodeado de juncos —les informó Skef—. Es un buen sitio. ¿Echamos una carrera o estáis demasiado viejos para ello?

En aquel momento todos echaron a correr y pronto descubrieron un par de patos en la orilla. Wika mató a uno de ellos con una flecha y Ciervo alcanzó al otro con la lanza. La cena estaba asegurada.

Wika estaba de buen humor. Si en la siguiente tribu otro joven decidía unirse a ellos, muy pronto podría volver a casa. Por un lado aquélla era una buena noticia pero, por otro lado tampoco había prisa. Si se sentían a gusto en el clan de los Salmones, podrían quedarse una luna o dos.

Los cazadores asaron los patos y se los comieron acompañados por hojas de lapsana y las tortas de semillas que llevaban consigo. Satisfechos se repantigaron sobre sus capas e hicieron planes para la Gran Cacería. Por supuesto a Tejón, cuya expresión se había distendido un poco, lo incluyeron en la conversación. A nadie se le pasó por la cabeza intentar consolarlo o preguntarle cómo se encontraba. Un hombre de verdad debía hacer frente a las dificultades si quería que los demás lo respetaran. Ofrecerle ayuda hubiera resultado insultante. No obstante Tejón sintió una simpatía tácita cuando le pidieron opinión sobre la caza de los escasos toros salvajes. Poco a poco comenzó a abrirse a los demás y tomó parte en la conversación. Los hombres se sentían a gusto. La vida era realmente muy agradable.

★ ★ ★

Ravan llegó a la explanada de hierba que había delante de la caverna con un odre lleno de agua que había recogido en el arroyo. Al pasar saludó con amabilidad a su bisabuela Hoja de Encina. La anciana descansaba en su lugar favorito, una sombra al pie del montículo que formaba la antigua caverna. Desde allí podía controlar tanto la entrada como el cobertizo y al mismo tiempo vigilar los juegos de los niños. Sin embargo, era evidente que hacía un calor sofocante.

—¿Quieres que te ponga un poco de agua fresca en el vaso? —le gritó Ravan. Hoja de Encina asintió con la cabeza esbozando una sonrisa con aquella boca desdentada. Ravan dio unos pasos en dirección a su abuela y se detuvo aterrorizada.

«¿Qué era aquello?»

Acababa de sentir cómo la tierra se movía bajo sus pies.

Muerta de miedo miró a su alrededor. Por su cabeza se cruzaron una serie de impulsos encontrados: tirarse al suelo y agarrarse a la hierba, buscar refugio en la caverna o darse la vuelta y echar a correr. Hoja de Encina se había puesto de pie, tras mirar a su alrededor, olfateó el aire lleno de una niebla de color azul grisáceo.

—¡Corre! —gritó a Ravan con la cara descompuesta. Su voz quebrada casi la tira hacia atrás.

—¿Hacia dónde?

—¡Aléjate de la caverna y de los árboles. Debes… al abierto. Aquí morirás.

—¿Y tú? ¿Y los demás? Apóyate en mí, tienes que venir conmigo.

Ravan corrió hacia la anciana mientras una nueva sacudida del suelo la derribó. De repente se encontraba a gatas y de lo profundo de la tierra se oyó un terrible trueno. Desde el interior de la caverna salían crujidos y estruendos. Uno de los troncos que sujetaban el cobertizo se inclinó lentamente hacia un lado. Uno de los extremos del techo cedió y el revestimiento se rasgó.

Se oyeron gritos que llegaban de todas partes y, de repente, se hizo el silencio. ¿Dónde estarían los demás? ¿Necesitarían ayuda? Lo primero que debía hacer era alejar a Hoja de Encina de la pared exterior de la caverna. Estaba allí apoyada, extrañamente serena.

Justo cuando intentaba ponerse en pie, un nuevo ruido, un terrible estruendo, la obligó a mirar hacia arriba. De lo alto de la escarpada colina cubierta de hierba, se habían desprendido enormes rocas que se precipitaban con gran estrépito. Ante los ojos incrédulos de Ravan un enorme peñasco cayó sobre Hoja de Encina y la sepultó levantando una espesa nube de polvo de color amarillo grisáceo que ocultó la terrible escena.

El momento pareció no acabar nunca… El mundo se estaba rompiendo en pedazos y lo único que se mantenía era el grito de Ravan, un grito agudo, interminable, que rasgaba aquel silencio irreal.

De repente, de todas partes, empezaron a llegar hombres y mujeres que corrían desesperados, tropezaban y se levantaban gritando cosas a la mujer pájaro que era incapaz de entender. Arrodillada en el suelo Ravan volvió a gritar dirigiéndose al lugar donde hasta hacía poco estaba sentada su abuela. En aquel momento, a través de las nubes de polvo que iban disipándose, se distinguían sus piernas, retorcidas de una forma antinatural. Por debajo de la roca que cubría el cuerpo aplastado se estaba formando un charco de sangre.

El estruendo había cesado y, aparentemente, la tierra había dejado de moverse. En silencio, con evidente aturdimiento, los miembros de la tribu se colocaron alrededor del cadáver de la mayor de las Ancianas Madres. La mujer pájaro se arrodilló en el mismo lugar.

—Ravan, ¿me oyes? —La joven tardó un buen rato en distinguir la voz de Imtu, más grave que de costumbre. La anciana la había agarrado por los hombros y la estaba sacudiendo. Ravan levantó la cabeza. Con el rostro demacrado y sin comprender nada, la joven la miró absorta.

—Vete a la cabaña y túmbate. Más tarde iré a verte. Esta noche voy a necesitarte. Haz lo que digo. ¡Rápido!

La joven sacó fuerzas de flaqueza y se puso en pie vacilante. Imtu la escuchó vomitar violentamente sobre las ortigas.

La anciana mujer pájaro se giró hacia los otros y se cercioró de que, milagrosamente, el resto de la tribu se encontraba bien y nadie había resultado herido. Con voz firme comenzó a repartir órdenes.

—Los hombres deberán ir a buscar troncos y retirar las rocas. Enebro, tú irás a buscar la piel de Hoja de Encina para que podamos envolver su cuerpo. Pekum y Pedernal tendrán que preparar unas andas y Farin y Llama seleccionaran sus mejores ropas y… se las pondrán. Después ayudarán a Enebro a envolverla en su piel y a colocarla en la camilla. El resto deberéis limpiar el lugar de sangre y cubrirlo de arena. Luego empaquetaréis sus cosas y dejaréis libre su hogar. Más tarde lo limpiaré con el humo. Esta noche llevaremos su cuerpo al lugar de los enterramientos. La mujer cuervo y yo pasaremos allí la noche de duelo. ¿Habéis entendido todo? Bien, entonces, manos a la obra. Yo iré a preparar la ceremonia. Si me necesitáis, estaré en mi cabaña.

Todos se pusieron a trabajar, aliviados por el hecho de que hubiera instrucciones claras que seguir. Imtu se encaminó hacia su cabaña de verano con pasos lentos y cansados. Allí encontró a Ravan tumbada boca arriba sobre su manta, con el rostro blanco como la nieve y completamente despierta. Imtu se sentó junto a ella y le acarició la frente cubierta de sudor.

—Era ya muy anciana, cariño —susurró—. Tenía más de sesenta inviernos, y eso es algo muy poco frecuente. Le daremos sepultura con todos los honores y ella volverá con la Gran Madre. En algún momento volverá a nuestra estirpe reencarnada en la hija de alguna de nuestras mujeres. Hoy es un día muy triste para todos nosotros, también para mí, pues era mi hermana. Es como si una parte de mí hubiera muerto. A pesar de ello no debes tomártelo tan a pecho, pues podrías enfermar.

—No es por eso —balbució Ravan.

—¿Y entonces?

—La tierra se ha movido, por eso se han desprendido las rocas. ¡Imagínate! La Tierra, Udonn en persona, ha matado a Hoja de Encina. ¿Por qué lo habrá hecho? ¡Ella es nuestra madre!

—No estoy segura de que haya sido Udonn —musitó Imtu mirando al vacío.

—¿A qué te refieres? —preguntó Ravan sorprendida—. ¿Quién si no podría haberlo hecho? No estarás pensando en… Vairani.

En aquel instante sintió un intenso calor en su interior, comenzó a sudar por todos los poros de su piel y su tez se volvió de color granate. Y entonces sucedió. A lo lejos, en la profundo de una montaña, vio algo rojo, una enorme serpiente enrollada y rodeada de ascuas. Se trataba de un animal gigantesco que dormía plácidamente.

La mujer cuervo sintió que se le erizaba el fino vello de su nuca y escuchó el castañeteo de sus dientes. Entonces se dio la vuelta y se cubrió con la manta de piel.

Imtu le posó la mano sobre la espalda.

—Tienes razón. El hecho de que la tierra tiemble no puede significar nada bueno. Yo jamás había experimentado algo semejante, sin embargo conozco historias de la antigüedad… Un momento, ¿cómo era exactamente?… «La tierra se estremeció y comenzó a llover fuego. El agua se volvió negra y el aire venenoso…» —La mirada escrutadora de la anciana mujer pájaro parecía atravesar las paredes de la cabaña.

Ravan soltó un grito y se tapó los oídos.

—¡Basta! ¡Cállate! ¡No quiero seguir oyéndolo! Nos matará a todos ¿verdad? Permitirá que nosotros, sus hijos, desaparezcamos. Tú, yo y toda la tribu. ¡Es de locos! ¿Por qué me he convertido en mujer pájaro? No lo soportaré, preferiría morir ahora mismo…

Imtu frunció el ceño y dejó de excavar en sus recuerdos. A continuación inclinó hacia la joven, le retiró las manos y la giró hacia ella con cierta brusquedad. Su mirada era muy severa.

—Es posible que realmente te mueras de miedo. O quizás mueras mañana, si la tierra vuelve a temblar. Pero también podría ser que llegues a convertirte en un anciana. Nadie lo sabe. Pero debo decirte una cosa: ten por seguro que algún día morirás, igual que todos y cada uno de los miembros de esta tribu. De manera que ¿a qué vienen esos gritos?

Ravan tragó saliva y la observó desconcertada. A continuación sus ojos se llenaron de rabia. Durante unos instantes ambas mujeres se fulminaron con la mirada. Al final, tras un momento que pareció interminable, Ravan inspiró profundamente y se relajó.

—Dime una cosa, Imtu ¿cómo podremos seguir viviendo… ahora que conocemos algo tan horrible?

—Entiendo a lo que te refieres pero, si piensas que La Gran Madre es una mujer bondadosa que se preocupa por el bienestar de sus hijos, todavía tienes mucho que aprender. Ella es incomprensible e inescrutable. Nosotros sólo podemos pedirle benevolencia, pero sólo ella sabe lo que nos concederá de un día para otro. A veces tenemos la sensación de comprender algo de ella pero, en otros momentos nos damos cuenta de que, en realidad, no sabemos nada. Debemos resignarnos a ello.

—Pero una mujer pájaro…

—Hija mía, hay una cosa que debes saber. Para los demás resulta muy sencillo: cuando no saben algo, acuden a la mujer pájaro. Pero, cuando es la propia mujer pájaro la que necesita saber algo, entonces tendrá que cargar ella sola con el peso de la desesperación, para que los demás no pierdan la esperanza.

—¡Pero eso es… horrible!

—Tampoco tanto —respondió Imtu con una risa seca—. La mayoría de las veces la Gran Madre acude en nuestro auxilio y se nos ocurre algo sensato.

La anciana llenó un cuenco con agua, echó unos polvos marrones y removió la mezcla.

—Toma. Bébete esto. Te sentará bien y te ayudará a dormir un poco. Yo me encargaré de despertarte cuando llegue el momento de acompañar al cuerpo de Hoja de Encina hasta el lugar de enterramiento —a continuación le acercó el recipiente y añadió—: Cuando Udonn hace que la tierra tiemble o nos manda otros malos augurios, cuando las desgracias y las calamidades se apoderan de la tribu, los demás pueden llorar y lamentarse, pero tú no. Tú debes mantener la serenidad —entonces la miró de forma penetrante y preguntó—: ¿Me has entendido, mujer cuervo?

Ravan le devolvió la mirada y tomó aire como para decir algo. Sin embargo, se contuvo, asintió en silencio y bebió de un trago la infusión del cuenco.

Poco después se quedó profundamente dormida, hecha un ovillo bajo su manta. Imtu le apartó los cabellos de la cara y susurró afligida:

—Que Udonn, Ana y Vairani la protejan y le concedan la fuerza que necesitará.

Una especie de arañazo en la entrada la sacó de sus pensamientos.

—¿Quién anda ahí?

—Soy yo, Kirun.

—Adelante, cazador. Entra y siéntate aquí conmigo.

El anciano se acercó lentamente al fuego y se sentó quejumbroso. Imtu observó su figura encogida, su rostro enjuto, sus delgados cabellos y sus ojos enrojecidos por el llanto. La anciana tomó asiento junto a él, posó su mano sobre la de él y le hizo un gesto con la cabeza invitándole a hablar.

—Necesito tu ayuda, mujer pájaro. Estoy convencido de que lo sucedido con Hoja de Encina es una señal. Como puedes ver, me he convertido en una carga para mí mismo y para la tribu. Ni siquiera sé por qué sigo con vida. Para un cazador resulta difícil llegar a cierta edad… Antes, cuando era joven… —El anciano se perdió en sus recuerdos y comenzó a balbucear palabras incomprensibles. Imtu esperó pacientemente hasta que recordó lo que quería decir.

—Umm… ¿Por dónde iba? Ah, sí. Ahora la Anciana Madre Hoja de Encina ha muerto, y mañana se celebrará un fastuoso entierro.

Entonces se me ha ocurrido que sería bonito viajar con ella, bajo su protección, a la tierra de los muertos. Al fin y al cabo, más pronto que tarde, tenía que llegarme el momento, y no es probable que se presente pronto una oportunidad como ésta. Es por eso que quería pedirte una bebida… una bebida que… me hiciera dormir para siempre.

El anciano cazador miró a Imtu lleno de confianza. Su mirada era clara, su actitud firme y su porte majestuoso.

La mujer pájaro lo contempló con cariño mientras reflexionaba. No era frecuente que un hombre viviera más de cincuenta inviernos. Para un anciano que no podía cazar y que ya no podía servir a la tribu la vida era amarga. ¿Qué hacía Kirun a lo largo del día? ¿Fabricar pequeñas herramientas? ¿Aconsejar a los más jóvenes? A pesar de que los hombres le trataban con el respeto y la admiración que merecía un antiguo cazador, era consciente deque ya no servía para nada. Un hombre que vivía demasiado tiempo sólo podía esperar su destino con resignación. La mayoría prefería permitirse una buena muerte en el momento oportuno.

Imtu asintió.

—Tus palabras muestran una gran sabiduría, Kirun. Si ésa es tu decisión, te daré la bebida que me pides. Sin embargo quiero que lo reconsideres. Todos nosotros te echaríamos de menos. Fuiste un excelente cazador y tu marcha nos resultará muy dolorosa. Dejarías un gran vacío en la tribu.

—Lo sé —respondió Kirun orgulloso—, pero es así como debe ser. No necesito reconsiderarlo, estoy completamente decidido. Me iré con la cabeza bien alta, porque mi vida ha sido maravillosa. Al menos mientras fui joven. Todavía recuerdo las ocasiones en que compartí tu lecho hace muchos, muchísimos inviernos —añadió con picardía.

—¡Cielos! ¡Cuánto tiempo hace de aquello! —exclamó la anciana con una sonrisa.

—Es cierto. Piensa en mí y di a los demás que no me olviden.

—Lo haré.

Durante un rato permanecieron en silencio, el uno junto al otro. Finalmente Imtu se levantó y se dirigió al fondo de la cabaña. Poco después volvió con un recipiente lleno hasta el borde de un líquido azul oscuro.

—¿Cuánto tiempo me quedará, después de que lo haya terminado?

—Poco a poco te irás sintiendo cansado y te pesarán los párpados. Al atardecer, como todos los días, te irás a dormir. Nadie notará nada hasta mañana por la mañana. ¿O prefieres que lo sepan para poder despedirte?

—No, no. Se crearía un gran revuelo. Además, ahora están muy ocupados con los preparativos para el entierro. Prefiero que seas tú quien les trasmita mis palabras.

La mujer pájaro asintió y ambos se pusieron en pie. Kirun se llevó el cuenco a los labios, se bebió hasta la última gota y se lo devolvió a Imtu.

—¡Gracias!

La anciana se acercó a él y lo abrazó. Él se quedó unos instantes entre sus brazos y después se marchó sin mirar atrás. Ella se quedó en la puerta observando cómo desaparecía entre la floresta. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

★ ★ ★

Poco antes del anochecer todo estaba listo para que la camilla con el cuerpo de Hoja de Encina para dirigirse al lugar de los enterramientos. Imtu se situó a la cabeza y Ravan a los pies del cadáver. Pekum y Pedernal se echaron las andas al hombro y la comitiva se puso en marcha. La brisa veraniega hacía crujir las coronas de plumas de las mujeres pájaro.

Aunque caminaban con paso lento y ceremonial, Ravan comenzó a sentir calor y se quitó la capa. En la mano derecha sujetaba una bolsa de cuero y en la derecha agitaba una rama verde de saúco. Las dos mujeres pájaro cantaban alternativamente la canción sobre la vuelta al vientre de la Madre Tierra. La melodía no debía interrumpirse en ningún momento en todo el recorrido para que las fuerzas invisibles que los rodeaban supieran que aquella muerta se encontraba bajo la protección de Ana-Udonn.

Rápidamente Ravan sintió un arrebato. Como si no pudiera evitarlo repitió una y otra vez las palabras sagradas hasta que sintió que se encontraba exactamente en la delgada línea que dividía el mundo de los vivos del mundo de sus antepasadas. A su alrededor se concentraron sombras fantasmagóricas, pero ella no sintió miedo alguno. Con la rama levantada a modo de saludo reverencial la mujer pájaro prosiguió imperturbable su camino.

Poco antes de que oscureciera el grupo llegó a su destino. El lugar de los enterramientos estaba rodeado de árboles y arbustos y una serie de losas marcaban donde yacían los cuerpos de otros miembros de la tribu. Obedeciendo a una señal de Imtu, los hombres colocaron la camilla a los pies de un delgado tejo.

—Gracias. Podéis marcharos. Decid a los demás que mañana deberán estar aquí en cuanto amanezca.

Los cazadores emprendieron el camino de regreso y Ravan se ocupó de recoger flores y esparcirlas alrededor del cuerpo de Hoja de Encina en forma de círculo. A continuación colocó en su interior cuencos con agua, bayas y miel y decoró el resto de losas con flores y ramas.

Cuando terminó, las dos mujeres tomaron asiento junto al tronco del tejo. Ravan sacó de su bolsa un pequeño odre de agua, se lo ofreció a Imtu y, a continuación, ella misma bebió un poco. Después sacó un par de tortas de semillas de gramíneas. Cuando terminaron de comer ya no había nada más que hacer.

Rápidamente oscureció y, aunque ya se divisaban las primeras estrellas, la luna todavía no había hecho su aparición. Ravan intentó calmar su respiración e ignorar el acelerado latido de su corazón. Ya apenas podía distinguir la silenciosa figura que estaba junto a ella.

—¿No vamos a encender fuego? —inquirió con suma cautela.

—No. Los espíritus de nuestras antepasadas están aquí, y también el de Hoja de Encina. Si permanecemos calladas y a oscuras podremos verlas y hablar con ellas. Es posible incluso que respondan a nuestras preguntas. Pero no podemos movernos ni encender luz, porque les molestaríamos. Si estás cansada, puedes tumbarte y dormir.

Sin embargo Ravan no pegó ojo en toda la noche. Afrontó sus miedos, superó la tristeza y aprendió de los muertos.

Al amanecer se presentaron en el lugar todos y cada uno de los miembros del clan cargados de bultos. Se mostraban temerosos ante Imtu y miraban con cierta compasión a Ravan, que estaba muy pálida y tenía unas oscuras sombras bajo los ojos. Los hombres llevaban una camilla a hombros que colocaron a los pies de Imtu.

—Kirun —dijo la anciana mujer pájaro antes de que levantaran la manta que cubría el cadáver. Los demás intercambiaron miradas de sorpresa. Ravan ya no se impresionaba ante nada y esperaba sólo tener fuerzas para soportar en pie el enterramiento. En su interior vibraba como una cuerda tensada hasta el máximo. El pálido rostro del difunto, que estaba envuelto en su manta hasta la altura del cuello, mostraba una expresión de profunda serenidad.

Hacía un calor sofocante y opresivo, propio del inicio del verano. Cuando los hombres, empapados de sudor, acabaron de excavar la fosa ovalada, el sol ya había alcanzado su punto más alto. Las mujeres cubrieron el sepulcro con un lecho de hierbas y acostaron sobre él el cuerpo de Hoja de Encina. Completamente envuelta en su piel, girada hacia el sudoeste, descansó con los brazos y las piernas encogidas con la postura de un recién nacido. A su alrededor se colocaron sus posesiones más valiosas: el vistoso traje ceremonial de piel de ciervo, los hermosos mocasines de una excepcional piel de reno y el collar con el aro que simbolizaba su pertenencia el círculo de las Ancianas Madres. Posteriormente se añadieron abalorios negros y rojos de piedra, una bolsa de cuero llena de sal y hierbas curativas, cuencos de madera con bayas y frutos, su raspador, agujas y cordón, un bastón para excavar y un vaso de cuerno. En el centro, como prenda más valiosa, Imtu colocó una piedra de forma irregular que llevaba el sello personal de Udonn: una estrella de cinco puntas. Conmovidos, todos los presentes se situaron alrededor de la tumba de la anciana más respetada de la tribu. La abuela Enebro lloraba en silencio.

Tras unos minutos de recogimiento Imtu hizo un gesto a los hombres para que colocaran el cuerpo de Kirun a los pies de Hoja de Encina. Un murmullo de aprobación se extendió entre los presentes. Todos sentían un gran aprecio por él y celebraron que se le hubiera concedido el privilegio de ser enterrado junto a la venerable anciana para que lo llevara consigo directamente y a través del camino más corto hasta el otro mundo. También Kirun, ataviado con su túnica de piel de jabalí, recibió un puñado de humildes objetos. Su lanza y su maza, una red de hierbas trenzadas, un par de piedras para encender fuego y su gastado vaso de cuerno. De la crin de caballo que rodeaba su cuello colgaban dos colmillos de jabalí. Eran la prueba de que, en su juventud, había sido un hombre respetado que gozaba de una buena situación en la tribu. Ravan todavía recordaba la época en la que el anciano lucía tantas condecoraciones como cualquier otro experto cazador: cuentas, piedras, dientes, anillas y amuletos de hueso y marfil. Sin embargo, en los últimos años de su vida había tenido que ir regalándolos uno tras otro a jóvenes que le aliviaban el trabajo o que le proporcionaban algo que necesitaba. De lo único que nunca se había separado era de los colmillos de jabalí.

Ravan tomó el cuenco con el polvo rojo para entregárselo a Imtu. Sin embargo se detuvo pues, en aquel momento, el chamán Asko se aproximó a la fosa con un trozo de cuerno de ciervo decorado con incisiones. Entonces lo colocó con cuidado junto a la cabeza de Kirun y se quedó unos instantes junto a él con los ojos cerrados murmurando unas palabras. A continuación se retiró y se mezcló de nuevo con el resto de los hombres.

Con una cuchara de hueso Imtu cogió del cuenco un poco de la tintura roja que representaba la reencarnación y lo esparció con profusión sobre el cuerpo de Hoja de Encina, culminando así los preparativos.

Imtu sostuvo el bastón agujerado sobre la tumba e invocó a la Gran Madre Ana:

—El paso de la vida a la muerte y posteriormente a una nueva vida está abierto. Ven a buscar el espíritu de estos muertos y llévalos contigo a tu hogar.

A continuación se despidió de Hoja de Encina diciendo:

—Anciana Madre, cuando tu espíritu atraviese la puerta redonda, te convertirás en una de nuestras venerables antepasadas. Aquí, en este lugar que pertenece a Ana, encontrarás tu nuevo hogar. Sabemos donde encontrarte y vendremos a pedirte consejo y a traerte nuestras ofrendas. Del mismo modo que, a lo largo de tu vida, serviste a la tribu del Fresno con tu fuerza y sabiduría, esperamos que ahora nos concedas tu protección. Asimismo, te rogamos que recorras pronto el camino inverso y que vuelvas reencarnada en una nueva hija a través del vientre de una de nuestras madres. Hasta entonces permanece en tu tumba y no vagues por ahí. No vengas a nuestra caverna excepto para la ceremonia de nuestras antepasadas. Éste es tu lugar. ¡Quédate!

Todos los allí reunidos repitieron solemnemente y con firmeza:

—¡Éste es tu lugar! ¡Quédate!

Llegada la noche el clan del Fresno celebró un banquete en honor de los muertos. Al finalizar las mujeres bailaron alegremente al ritmo de los tambores, las maracas y las flautas hasta bien entrada la noche. Cantaron la canción de la despedida y del regreso y bailaron los recuerdos que les unían con Hoja de Encina y Kirun. Los hombres contemplaron satisfechos como se honraba a Ana Udonn.

La mujer cuervo no sentía nada excepto un tremendo vacío en su interior. Estaba sentada junto a Imtu, con la espalda apoyada en la pared, dejando que las imágenes y los sonidos desfilaran ante ella. Causalmente su mirada, que estaba fija en el borde de su vaso, se desplazó al grupo de los cazadores y se posó sobre Funk, el compañero de Kisal. Éste sujetaba un buril entre sus dedos, con el que dibujaba delgadas líneas sobre la placa de pizarra que estaba bajo sus pies completamente absorto en lo que estaba haciendo. Ravan se puso en pie con curiosidad y, guiñando los ojos, reconoció sorprendida que se trataba de mujeres bañando junto a un caballo y a los gruesos cuernos de un toro salvaje. En aquel momento el joven que estaba junto a Funk se inclinó hacia él y le susurró algo al oído mientras señalaba con la cabeza a la mujer pájaro. El muchacho levantó la vista y, visiblemente avergonzado, borró rápidamente las delgadas líneas.

Ravan miró hacia otro lado y, por un instante, se preguntó si lo que estaba haciendo el joven estaba permitido. Tendría que preguntarle a Imtu. De todos modos esperaría a hacerlo en otro momento más propicio. Estaba demasiado cansada para pensar en nada.

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La tenue luz de la puesta de sol provocaba destellos dorados sobre la superficie del amplio río. Desde el campamento llegaba un delicioso aroma a sopa de pescado, lo que significaba que muy pronto el clan se reuniría para la cena. Las risas y las conversaciones intrascendentes de los jóvenes que se ocupaban de las canoas de piel y de despejar el embarcadero retumbaban por encima de la tranquila superficie del agua. Wika, que estaba en cuclillas sobre la arena de la orilla, apenas prestaba atención y se dedicaba a lanzar piedrecillas al agua y a contemplar el juego de las olas. Los miembros del clan de los Salmones solían reír y parlotear con frecuencia. Se trataba de una tribu alegre y desenfadada, mucho más que el clan de los Castores o el del Fresno. Tal vez se debía a que el río les proporcionaba alimento continuamente. De todos modos sufrían a menudo las molestias del viento y del mal tiempo, pero la vida era mucho más llevadera que la de los cazadores de las colinas boscosas. Además disfrutaban con mayor frecuencia de visitantes que les traían novedades.

Tanto él como Tejón, Ciervo y Skef eran huéspedes de la tribu desde el último semilunio. Estaban pasándolo muy bien y, por aquel entonces, ya sabían que Skef se quedaría. Una de las jóvenes de la tribu le había escogido como compañero con el consentimiento de las Madres. Ciervo, en cambio, había decidido acompañar a Wika hasta el clan del Fresno mostrando un interés especial por Baya Roja. Wika se alegraba de este hecho, pues el tranquilo y discreto muchacho le resultaba muy agradable. Era tenaz, perseverante y, cuando era necesario, tomaba las decisiones con rapidez. Sin duda el clan saldría beneficiado con su presencia.

Espan, un joven del clan de los Salmones que destacaba por su agilidad y por ser un gran corredor, había decidido unirse a ellos. El colgante de forma ondulada que colgaba sobre su pecho era la prueba de que actuaba con rapidez y se adaptaba bien a los cambios. Wika se imaginaba que haría buena pareja con Fliss.

Sin embargo, todavía les faltaba un hombre.

En aquel momento pensó en Godain y frunció los labios mientras trataba de espantar una mosca que le estaba importunando. Hasta entonces aquel hombre callado y taciturno no se había pronunciado sobre sus planes, pero Wika tenía la impresión de que estaba considerando unirse a ellos. Aunque el chamán llevaba poco tiempo como huésped del clan de los Salmones, era evidente que no se quedaría mucho más, a pesar de que varias mujeres se interesaban por él. Por otro lado, tampoco parecía muy dispuesto a continuar el descenso del río junto a sus amigos Mart y Castor, que tenían previsto partir en breve.

«Si finalmente decidiera venir con nosotros, mi misión habría terminado y podría volver a casa con Yegua y Pekum.»

En aquel momento la nostalgia le hizo sentir un nudo en la garganta. Sin embargo todavía no tenía muy claro que Godain quisiera acompañarlos hasta el clan del Fresno. Además, tampoco sabía muy bien que pensar de él. Aquello le resultaba extraño pues, por lo general, solía tener muy buen ojo para juzgar a los cazadores. Godain, sin embargo, escapaba a su comprensión de una forma misteriosa.

El delgado y musculoso chamán, de piel oscura, le recordaba a una afilada y peligrosa cuchilla de pedernal. Sin duda como cazador sería de gran provecho para cualquier clan. Sin embargo, había algo en su actitud que no le permitía congeniar con el resto de jóvenes, por lo general más extrovertidos. No es que le resultara molesto, en absoluto, pero resultaba demasiado arrogante.

De todos modos, si no se sentía a gusto con aquellas gentes de vida acomodada y carácter alegre, ¿qué podían ofrecerle las colinas boscosas? Sin duda, su corta relación con los dos miembros del clan del Fresno le habría servido para comprender que allí tampoco se encontraría cómodo. No, con Godain era mejor no contar, decidió Wika experimentando cierto alivio. Tendría que seguir viajando junto a Ciervo y a Espan y, probablemente también con Tejón. Le habían informado de que, a dos días de caminata en dirección sudeste, en las colinas del otro lado del río, vivía el clan de los osos, al sudoeste de éstos, el clan del abedul y más al sur la caverna del sauce. No conocía a nadie allí, pero uno de los jóvenes del clan de los Salmones se había ofrecido a servirles de guía hasta el primero de los asentamientos. Faltaba poco para que hubiera luna llena, un momento propicio para viajar. Wika apretó los labios y tomó una decisión. Dos días después emprenderían la marcha. Aquella noche se lo comunicaría a las Ancianas Madres y a sus acompañantes se lo podía decir en ese mismo momento. Súbitamente dejó caer la piedra con la que había estado jugueteando entre sus dedos y, justo cuando se disponía a alzarse, una sombra se proyectó sobre él.

—¡Caramba! ¡Qué pensativo te encuentro!

Naturalmente se trataba de Godain. Su característico tono cargado de ironía tenía la capacidad de desquiciar a Wika. Aunque no quisiera admitirlo, su presencia le hacía sentirse algo torpe.

—¿Me buscabas? —le preguntó con frialdad.

—Tal vez —Godain tomó asiento, se reclinó en montículo cubierto de hierba y extendió las piernas—. Hace una noche estupenda ¿no crees?

Wika asintió con la cabeza pero no dijo nada. Tras una pequeña pausa Godain entornó los ojos y contempló la brillante franja que formaba el río Maionn delante de la pradera ligeramente inclinada.

—¿Cuándo os marcháis? ¿Mañana? ¿Pasado mañana? —preguntó de repente.

«¿Cómo se habrá enterado? Ahora entiendo a qué obedece este repentino encuentro.»

—Posiblemente pasado mañana —debería haber sonado casual, pero el experto cazador fue incapaz de disimular el interés que aquella conversación estaba despertando en él.

—Estoy considerando la posibilidad de acompañaros —añadió Godain. Wika le miró fijamente y percibió, sorprendido, una especie de tímida cautela en la expresión de su rostro. Ésta actitud le puso en alerta.

—Bueno… Si quieres venir…

—¡Es posible! De todos modos, no puedo asegurarte todavía que vaya a unirme a una de vuestras mujeres.

—¿Ah no? Pues precisamente ese es el objetivo de este viaje. ¿Qué otra cosa podrías querer de nuestra tribu?

—Primero me gustaría pasar un tiempo como huésped y comprobar si me gusta vuestro poblado y cómo es la convivencia con los otros cazadores. Si finalmente me decidiera a unirme a una de las mujeres, me quedaría más tiempo. Pero eso depende de muchas cosas, de manera que, de momento, sólo puedo asegurarte que conviviré con vosotros.

—¡Ah! —respondió Wika creyendo entender lo que le estaba diciendo—. Pero, como bien sabes, el hecho de que vengas no te convierte inmediatamente en miembro del clan. La decisión de que te quedes o no en nuestra tribu depende de las Ancianas Madres.

—No sólo —añadió Godain con una expresión misteriosa—. La decisión definitiva depende principalmente de mí.

«¿Qué diantre le pasa? ¿Por qué habla de esa forma tan extraña?»

Wika decidió que ya se había hartado de jugar al ratón y al gato.

—Escúchame bien, Godain. Voy a ser muy sincero. No consigo entender del todo el significado de tus palabras. Se te ha ofrecido un hogar junto a una joven respetable en una buena tribu y tú me hablas como si quisieras protegerte de un posible peligro. Esa actitud me resulta muy extraña por lo que, sin ánimo de ofenderte, creo que sería mejor que nos olvidáramos de todo este asunto. Allí, en las colmas, somos gente sencilla y no estamos acostumbrados a ideas tan extrañas como las tuyas —estaba convencido de que Godain se pondría furioso al sentirse rechazado, y que quizás reaccionara violentamente. Sin embargo el chamán tenía la mirada perdida, como si estuviese escuchando algo.

—Tienes razón —dijo de repente con una sonrisa—. A veces mis pensamientos comienzan a deambular sin rumbo fijo. Será mejor que lo expresemos de forma más clara: iré con vosotros y ya veremos lo que pasa. Así no tendrás que viajar a las otras tribus y podrás volver a casa con tu hermano, con tu compañera y con el hijo que espera. Eso es lo que deseas ¿no?

La pausa se hizo cada vez más larga, mientras la mente de Wika se debatía entre sentimientos encontrados. Con Godain sumaban ya tres hombres nuevos para la tribu. Una buena noticia que le permitía volver. Pero, ¿y Godain? ¿Realmente quería acompañarles? Aun así, tampoco podía rechazarlo. ¿Con qué motivo? Sin duda se trataría de una gravísima ofensa.

«Es mejor pensárselo dos veces antes de hacer enfadar a un chamán. ¿Cómo sabe lo que siento realmente? ¿Y quién le ha hablado del embarazo de Yegua? Yo no se lo he dicho a nadie. Estoy cansado de tantas especulaciones. Al fin y al cabo yo he cumplido con mi deber. El resto le corresponde a las Ancianas Madres.»

—¿De acuerdo? —La expresión sonriente de Godain parecía relajada, pero detrás se intuía una gran tensión.

—De acuerdo —respondió Wika vacilante.

Juntos se dirigieron de vuelta al campamento. Wika estaba desconcertado, aunque no sabía muy bien por qué. Al menos haría lo que estuviera en su mano por entenderse con aquel extraño personaje.

—¿Por casualidad hay alguna mujer de vuestra tribu que tenga los ojos grises? —murmuró Godain absorto en sus pensamientos.

—¿Qué?

—Nada, nada. Es algo que se me acaba de ocurrir.

Al acabar la cena, cuando todavía estaban sentados bebiendo una infusión a base de espirea y mordisqueando los huesos en busca del tuétano, Wika comunicó a las Madres que volvería al clan del Fresno acompañado de Ciervo, Espan y Godain. Un murmullo de sorpresa se extendió entre los presentes y todas las miradas se dirigieron al chamán. Dos de las jóvenes empezaron a cuchichear irritadas mientras Mart y Castor intercambiaban gestos de asentimiento que daban a entender que se esperaban algo así.

Godain, como si quisiera restar importancia al asunto, tomó la palabra:

—He disfrutado enormemente de mi estancia aquí y de vuestra hospitalidad. Ahora me considero vuestro amigo y, cuando me vaya, no será una despedida para siempre. Quizás volvamos a vernos en otoño durante la Gran Cacería.

Buey y Garza, las mujeres de mayor edad, hablaron en nombre de la tribu y expresaron cortésmente su comprensión y también su pesar. Al día siguiente se celebraría una fiesta de despedida en la que los cazadores recibirían regalos para las gentes del clan del Fresno. Con una mirada de advertencia a Orinn, que se mordía los labios con rabia y que, aparentemente, estaba a punto de montarle una escena al chamán, Buey añadió que allí, junto al Gran Río, los encuentros y las separaciones se daban con mayor frecuencia que en las montañas, por lo que nadie tendría más problemas.

Wika se sorprendió de que le resultara más sencillo despedirse las amables gentes del clan de los Salmones que de la tribu de los jabalíes. Probablemente se debía a Gasel. Aunque había dormido un par de veces con Orinn, en cierto modo la cosa no había funcionado, y había rechazado amablemente el resto de sus invitaciones. Después se había enterado que también Godain y más tarde Mart habían compartido su lecho, pero ninguno de ellos tenía intención de quedarse en la tribu de los Salmones. Al final la joven se había decantado por Skef, que muy pronto se convertiría en su compañero. A pesar de ello era evidente que todavía se sentía fuertemente atraída por Godain.

De todos modos, una vez se hubieran marchado, las cosas se resolverían por sí mismas. En general todos tenían motivos para sentirse satisfechos. Excepto uno.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Wika dirigiéndose a Tejón.

El joven cazador le miró con una expresión inescrutable.

—Me quedaré aquí un par de días. Hinn me ha dicho que tras la luna llena tiene previsto visitar el clan de los osos. Iré con él.

—Bueno, entonces te deseo mucha suerte y… buena caza.

—Gracias. Lo mismo digo.

—¿Quieres que…? —Wika se aclaró la garganta—. ¿Quieres que les trasmita algún mensaje a las gentes del clan?

—No.