Prólogo
La joven inspiró profundamente aquel humo que le abrasaba la garganta. Instantes después sintió un escalofrío, y comenzó a toser intensamente mientras el corazón le latía con una fuerza inusitada. Tenía el rostro cubierto de sudor, que le corría por las sienes mientras sus manos se aferraban a la blanca piel de lobo. En su cabeza escuchaba voces que se sobreponían y retumbaban contra las paredes de la cueva.
Gadra sintió como si su cuerpo se elevara y empezara a flotar en el aire mientras Ravan, la mujer cuervo de cabellos blancos que estaba sentada frente a ella, al otro lado de la hoguera, se iba haciendo cada vez más pequeña. El reluciente collar de conchas que colgaba sobre el pecho de la anciana era el único punto inmóvil en aquel torbellino de imágenes.
La joven empezó a marearse e intentó hacer frente a las náuseas respirando de forma superficial y tragando saliva, que tenía un desagradable sabor amargo. Poco a poco todo lo que la rodeaba se fundió en una especie de ola imprecisa, mientras que la silueta de la anciana mujer pájaro se volvía cada vez más clara y definida. De repente Gadra percibió, con una nitidez casi dolorosa, cada uno de los macilentos mechones de su cabello, cada una de las negras plumas entrelazadas en él y cada una de las pequeñas arrugas que rodeaban sus ojos grises. Su espíritu, que parecía hundirse en el vacío, se aferró con todas sus fuerzas a Ravan, lo único fiable en aquel mar de colores, formas, olores y sonidos desconocidos hasta entonces.
La anciana también inhaló aquel humo, aunque a ella no pareció resultarle tan desagradable. Sin moverse de su sitio fijó la mirada en el poderoso espíritu de su joven discípula que, en aquel momento, luchaba por controlar sus pensamientos.
Gadra echó la cabeza hacia atrás violentamente. La trenza se le soltó y una cascada de cabellos color caoba cayó sobre su rostro húmedo de sudor. Los ojos de la muchacha se habían convertido en unas delgadas hendiduras de color blanco y la anciana supo que había llegado el momento.
—Gadra, mujer pájaro que vuelas con los gansos salvajes ¿puedes oírme?
La cabeza de la joven se hundió hacia delante. Entonces respondió con dificultad:
—Sí… te oigo.
—Explícame lo que ves.
—Estoy volando… veo una extensa tierra de color verde… veo ríos relucientes… altas montañas de color blanco… renos que corren… y también seres humanos que se desplazan… en grupos…
—Bien. Como sabes, has sido elegida para sustituirme como mujer pájaro del clan de los ciervos. A partir de ahora deberás memorizar todo lo que veas y todo lo que yo te diga, pues muy pronto no estaré aquí. Ésta será tu misión: custodiar en tu mente los recuerdos de la tribu y trasmitirlos a tu sucesora al final de tu vida. ¡Escucha mis palabras con atención!
Ravan comenzó su relato repitiendo todo aquello que le había contado Imtu muchos inviernos atrás. Su áspera voz provocó una corriente de visiones que fluía en la mente de Gadra.
—Viajamos a través de la extensa tierra, siguiendo el curso de los ríos. Atravesamos montañas y descubrimos amplios valles y verdes llanuras. Veníamos del sudeste, del amplio e interminable mar. Abandonamos las colinas de nuestras antepasadas y las imágenes sagradas para seguir a los caballos salvajes y a los renos, del mismo modo que lo hicieron otras tribus antes que nosotros. Los jóvenes envejecieron, los ancianos murieron y los niños crecieron. Entretanto nosotros continuamos nuestro viaje, cargados con nuestras tiendas. Pasaron muchos inviernos, a veces descansábamos y luego seguíamos, cazábamos y comíamos, bailábamos y vivíamos. La Gran Madre Udonn nos sonreía y nos proporcionaba todo lo que necesitábamos, y nosotros la honrábamos y venerábamos como sólo ella se merece.
Ravan se detuvo. Del interior de un cuenco tallado manaban bayas negras que caían en la lumbre y unas nubes de humo de color azulado se elevaron formado anillos bajo la techumbre de cuero.
—¿Qué ves ahora, Ganso Salvaje?
—La tierra está cambiando. De repente aparecen árboles… abedules y pinos y… arbustos de avellanas…
—Efectivamente, así fue. Los veranos se volvieron más cálidos, los fríos invernales perdieron intensidad. Donde antes había praderas, crecieron árboles cada vez más altos que cubrieron la tierra con sus frías sombras. Las manadas emigraron hacia el norte, cada vez más al norte. Algunas tribus las siguieron, dirigiéndose a tierras lejanas y desconocidas, pero nosotras, las hijas de la Gran Madre Udonn, nos quedamos y comenzamos a cazar los animales del bosque.
La caza era difícil y la comida escaseaba. A menudo pasábamos hambre. Las tribus se hicieron cada vez más pequeñas. Muchos niños enfermaban y morían, y las madres estaban débiles. Entonces apareció la Gran Madre Udonn, tomando la forma de una cierva, y nos comunicó a las mujeres del clan: «Dejad de viajar. Buscaos un buen lugar y quedaos allí. Levantad un campamento que será vuestro poblado. Haced como vuestras antepasadas, que vivían en grandes cavernas».
Fue entonces cuando empezamos a construir viviendas y las llamamos cavernas, en honor a nuestras predecesoras. Dividimos el espacio, lo repartimos entre las diferentes madres y encendimos el fuego sagrado. Aprendimos a conservar los frutos, semillas y raíces que crecen de la tierra, y a hacer acopio de provisiones para cuando llegaban los fríos. Mientras tanto los hombres cazaban y de este modo conseguimos sobrevivir. El hambre y las enfermedades nos abandonaron y el clan creció y se reprodujo. Agradecimos a la Gran Madre su amabilidad. La tierra nos brindó su fuerza y nosotros le mostramos nuestro profundo respeto. Durante mucho tiempo vivimos así y los inviernos se sucedieron uno tras otro. Los jóvenes se hacían viejos, las ancianas morían y cedían sus puestos a las hijas recién llegadas. Todo seguía como estaba, y éramos felices.
La mujer cuervo hizo una pausa y se inclinó hacia delante en silencio. Entonces colocó un poco de resina de color dorado sobre las brasas. Gadra se dio cuenta de que sus manos temblaban ligeramente, aunque su voz sonó tan pausada como siempre.
—Y ahora, ¿qué ves?
Gadra se abandonó de nuevo a las imágenes que aparecían ante ella, pero esta vez todo parecía cubierto por una especie de lodo maloliente y burbujeante, una espantosa marea negra que crecía y crecía y que acababa por abalanzarse contra ella. Entonces soltó un grito y giró la cabeza. A continuación se protegió el rostro con los brazos e intentó escapar de aquella visión. No obstante, las imágenes se apoderaban de ella y se aferraban a su mente: fuego y agua, lluvia de piedras y barro, tormentas de fuego que arrasaban con todo. Hombres y animales que corrían despavoridos, gritos y más gritos, truenos, torrentes de lava, un viento abrasador, un intenso olor a azufre, cuerpos inermes extrañamente retorcidos… y la tierra negra y yerma… tierra de muerte.
Al final, sin saber muy bien cómo ni cuándo, la tormenta cedió y la visión se disipó. Gadra escuchó desde la lejanía un débil llanto, casi imperceptible, y entonces comprendió que era ella misma la que sollozaba.
¿Habría pasado todo? Lentamente bajó los brazos y sus ojos enrojecidos buscaron por encima de la hoguera el rostro de la anciana mujer cuervo. Ravan respondió a su mirada inquisitiva con su habitual expresión tranquila y apacible, y en aquel momento Gadra descubrió el extraordinario poder que manaba de su serena actitud.
—Hubiera preferido ahorrártelo —dijo Ravan—, pero una mujer pájaro debe conocerlo todo y aprender a soportarlo. Este conocimiento no la destruye, sino que la transforma haciendo que se vuelva más fuerte y valiente. En cierto modo es diferente del resto de los mortales. La Gran Madre la despoja de su carácter humano y a partir de ahí crea algo nuevo. Luego, cuando llegan los momentos difíciles, el clan acude a ella para que lo guíe. No a los cazadores, ni a los chamanes, ni siquiera a las Ancianas Madres. No, acude a la mujer pájaro. Una buena mujer pájaro puede hacer mucho por su tribu, puede incluso salvarla. Pero debe pagar un precio muy alto por ello, a veces incluso con su vida. Es el sacrificio que tiene que hacer. ¿Lo entiendes, hija mía?
La joven no respondió. Bajó la cabeza y se quedó mirando las llamas durante largo rato en completo silencio. Ravan esperó sin mostrar el más mínimo atisbo de impaciencia. Al final Gadra respiró profundamente y asintió con la cabeza. Con gesto decidido retiró sus cabellos hacia atrás y se los recogió con un nudo. Entonces se puso en pie, se acercó al manantial y se lavó la cara. A continuación volvió a tomar asiento sobre la piel de lobo y se dirigió a la anciana:
—¡Cuéntamelo todo!