LA MALDAD DEL MONSTRUO
Las orejas eran puntiagudas y peludas, los saltones dientes frontales eran como afiladas estacas de marfil, y el color de su piel era del azul enfermizo de un cadáver al que un enterrador borracho hubiera olvidado meter en hielo. En una palabra, parecía un delegado comercial de una convención de hombres lobo siberianos. Cuando le abrí la puerta de mi cuchitril y lo vi allí de pie, pensé que estaba teniendo un mal sueño.
—¿Señor Turner? —dijo en un tono que manaba de algún punto inconcreto de las uñas de sus pies.
Sentí que se me erizaba el cabello como una peluca cardada; me las compuse para recobrar el habla y le dije que sí, que yo era Dan Turner.
Tras lo cual me lanzó uno de sus peludos torpedos intentando alcanzarme de lleno en el estómago.
—Pero... ¿qué diablos...? —susurré mientras esquivaba este intento inesperado y no provocado de agresión y apaleamiento. Ya había sido bastante molesto que me hubiesen sacado de mi sueño de medianoche con un persistente golpeteo en la puerta, pero mucho peor fue responder a la llamada y encontrarme frente a lo que parecía un tipo escapado de la pesadilla de algún demente. Cuando la pesadilla intentó dejarme tieso ya fue demasiado.
De manera que me dispuse a reventarlo.
Se tambaleó al fallar el puñetazo, y en ese momento abrió tanto la boca como una rana cazando moscas. Le asesté un golpe en la oreja con mi puño de los domingos, suministrándole una dosis de medicina en perpendicular que lo lanzó volando por el salón, haciendo que le saliera arenilla de los bolsillos traseros del pantalón.
Cuando aterrizó en el suelo, aquellos afilados y puntiagudos colmillos salieron disparados de su boca; una de las peludas orejas también se desgajó y se quedó colgando. Eché un vistazo a mis nudillos; estaban manchados de maquillaje azul. Fue entonces cuando empecé a comprender.
Drácula se enderezó tambaleante hasta ponerse en pie. Cuando la neblina se disipó de sus ojos exclamó:
—Gracias, señor Turner —dijo con acento educado—. Ha sido usted muy amable.
En ese momento lo reconocí.
Era Igor Stravinoff, la estrella del cine de terror. Sin los incisivos de tigre superiores e inferiores en la boca y con sus propios dientes naturales, su apariencia no era tan terrible. Podía incluso soportar la visión de aquella oreja peluda y colgante que oscilaba pendiendo de una de sus patillas. Pero ¿por qué me daba las gracias?
—¡Que me aspen si lo entiendo!
Me quedé mirándole estupefacto. Era un tipo corpulento, sobrepasaba mí más de metro ochenta por unos ocho centímetros y pesaba más de noventa y cinco kilos. Esta corpulencia le hacía parecer malvado en los fotogramas; cuando llevaba su extraño maquillaje parecía el monstruo definitivo salido del mismísimo infierno.
Gracias a su habilidad para aterrorizar a niños pequeños e idiotas, había amasado una fortuna haciendo de hombre del saco para la Paratone Pix antes de independizarse y formar su propia empresa. Y ahora, al convertirse en propietario del cincuenta por ciento de esta nueva productora independiente, iba a enriquecerse incluso más.
Me dirigió una sonrisa irónica.
—Quería decir que me alegro de que me golpease y me tumbase —dijo educadamente.
—¿Eh?
—Me ha permitido comprobar algo que necesitaba averiguar. Me demostró que usted podría hacerlo.
Mi ira comenzó a entrar en ebullición.
—¿Quiere decir que estaba poniéndome a prueba?
—Sí.
—¡Estoy a nada de volver a zurrarle la badana!—exclamé con voz ronca—. Casi consigue que me cague encima.
Su sonrisa retorcida se desplomó a modo de disculpa.
—Le pagaré bastante más que nada si vuelve a golpearme, señor Turner... cuando sea necesario.
—¿Qué? —pestañeé atónito.
—Sí. Quiero contratarle para que haga justamente eso. Ponga usted el precio.
Hablaba como un fulano al que se le hubieran extraviado dos tornillos y el tercero estuviera a punto de rodar por el suelo.
—¿Está usted cocido o pirado? —le pregunté.
—No estoy bebido —dijo—. Pero si por pirado quiere decir loco, me temo que la respuesta es sí. Vea usted, creo... creo que estoy volviéndome loco.
Volví a sentir un espeluznante escalofrío. Me acerqué al trote a la licorera, me serví una triple dosis de Vat 69 y la apuré hasta el fondo. Ni siquiera me hizo cosquillas.
Stravinoff apoyó nerviosamente su pesada mole sobre el borde de una silla.
—Lo que quiero decirle es que puede que le suene extraño, señor Turner, pero la verdad es que necesito un guardaespaldas para protegerme de mi peor enemigo.
—¿Y quién es su peor enemigo?
—Yo —torció la boca en un gesto amargo.
Antes de que pudiera escupir una respuesta a esta información tan sumamente chiflada, el infierno explotó justo al otro lado de la entrada. Fuera, en el pasillo, alguien comenzó a aporrear enloquecidamente la puerta y se oyó un lamento femenino angustiado:
—¡Déjenme entrar! Por favor... Oh, antes de que sea de... demasiado tarde... Igor, querido, no debes hacerlo, no debes asesinar... —las palabras sonaban con un timbre aterrado.
Volé por encima de la alfombra hasta el otro extremo del cuarto y abrí la puerta de par en par. Una palomita pelirroja irrumpió en el vano y se abalanzó sobre mí; un bombón de cañón doble embutida en un vestido de seda azul verdosa pegado a su cuerpo como esmalte esmeralda.
—¡Igor! —gimió, y a continuación me rodeó con sus brazos. Luego, unos segundos después, pegó un respingo y se separó de mí—, ¡Usted no es Igor!
—No que yo sepa, muñeca.
Ella retrocedió, se volvió, divisó al gigantesco lunático de Stravinoff y gimió:
—¡Oooh, cariño...!
Stravinoff la besó solemnemente; le dejó un manchón azulón de maquillaje en el precioso rostro. Luego me dijo:
—Esta es Lanette, mi esposa, señor Turner —de repente desvió la mirada por encima de mi cabeza—. ¡Mockermann!
Me acerqué de un salto a la entrada; vi que había un bastardo rezagado bajito y musculoso que entraba a la carga. Tenía una pipa en una mano y el cuerpo de un caniche muerto en la otra. El gaznate del caniche estaba totalmente hecho trizas, como si hubiera sido atacado por la dentadura de algún animal selvático, dejando manchada la garganta lanuda con una costra de mejunje marrón. El efecto producido bastaba para revolverle a uno las entrañas.
De hecho, la escena al completo me había dejado más mareado que un borracho en un remolino de agua. Claro que reconocí a Maxie Mockermann. Era el magnate de la industria del cine que poseía la otra mitad de la nueva productora independiente de Igor Stravinoff, y su escasa altura la suplía con una inagotable energía en el mundillo del celuloide.
Los columnistas del cotilleo le llamaban el Napoleón de Hollywood, a pesar de que había sido despedido de una docena de los principales estudios de cine por ocasionar gastos excesivos. Sabía cómo hacer películas de éxito sin reparar en gastos, motivo por el cual la estrella del celuloide se había unido a él. Pero ¿qué diantres hacía con un chucho difunto? ¿Y por qué entraba trotando a mi iglú con una pistola en la mano? El arma parecía peligrosa, así como la manera en que la agitaba a diestro y siniestro. Me lancé hacia la pistola y se la arrebaté de los dedos antes de que pudiera adivinar mis intenciones. A continuación dije con voz lastimera:
—¿Le importaría a alguien comenzar a explicarse, por favor, antes de que tenga que enviar mis medidas para que me confeccionen una camisa de fuerza?
Lanette Stravinoff dejó escapar un profundo suspiro.
—Maxie y yo hemos seguido a Igor hasta aquí desde el estudio —titubeó.
Esto al menos aclaró de alguna manera uno de los puntos; explicaba por qué la estrella del cine de terror iba maquillada de hombre lobo. Evidentemente, había estado trabajando de noche delante de las cámaras y había venido directamente a mi choza desde el set del estudio sin detenerse para quitarse el maquillaje, los colmillos y las falsas orejas.
La pelirroja se dirigió a su maridito:
—Que... quería llevarte a casa después de que repitieras esa última escena —le dijo—, pero te escabulliste antes de que pudiera pararte. Así que Maxie se ofreció a llevarme en su auto y seguimos a tu taxi...
—Así es —apostilló el fornido Mockermann.
—Desafortunadamente no pudimos alcanzarte hasta que... ocurrió esto —lanzó el perro muerto al suelo, que aterrizó con un golpe sordo.
Los atormentados ojos de Igor Stravinoff se salieron de las órbitas como si fueran dos uvas a punto de reventar.
—¿Yo... hice... he hecho eso?
—En el vestíbulo, sí. Aún tienes la boca manchada —farfulló Mockermann de mala gana.
Lo que dijo parecía ser totalmente cierto. Había un hilillo encarnado alrededor de los morros del gigante; y, cuando se lo limpió con el dorso de la mano, parecía que fuera a tirar hasta la primera papilla.
—Lanette tenía miedo de lo que pudieras hacer a continuación —continuó Mockermann—. Por eso hemos armado tanto escándalo para entrar aquí. También explica por qué yo llevaba una pistola.
Stravinoff se estremeció con un visible gesto de repugnancia.
—¿Pensasteis que yo podría asesinar a alguien?
Volvió a hundirse en su asiento y enterró el rostro entre los dedos. Finalmente logró sobreponerse y me lanzó una mirada con sus demacrados ojos.
—Ahora puede usted entender por qué debo contratar sus servicios, señor Turner.
—Qué me aspen si puedo entenderlo —prendí fuego a un pitillo—. Quizás podría aclarármelo si comenzara por el principio.
Suspiró agotado.
—Es muy simple. Me estoy volviendo loco. Me... me estoy convirtiendo en el mismo tipo de hombre lobo que represento en la pantalla.
—¿Está usted bromeando? —me ahogué con una calada de humo.
—No. Sin ser consciente de ello, yo... hago cosas como esa... —señaló al chucho descuartizado.
—No me fastidie. La gente no se convierte en hombre lobo. Lo que necesita es irse de vacaciones.
—No. No puedo irme de vacaciones ahora. Todo lo que poseo, hasta el último penique de Maxie Mockermann, ha sido invertido en mi nueva película. Aún no está acabada, y debo continuar hasta que se grabe la última escena. Después de eso... bueno, supongo que acabaré en una celda de paredes acolchadas.
Por algún motivo, sentí pena por aquel desgraciado. No parecía estar loco, tan sólo agotado.
—Pruebe con un psiquiatra, amigo —le sugerí—. Probablemente pueda sacarle de este lío.
Volvió a negar con la cabeza, desechando mi sugerencia.
—No... no me atrevo. Un especialista del cerebro con toda probabilidad me encerraría inmediatamente en un manicomio. Aún tenemos que terminar esta producción y estrenarla en las salas. Y ahí es donde entra usted.
—Mire, amigo, sólo soy un detective privado. No sé nada de enfermedades mentales.
—No le estoy pidiendo que me cure. Sólo quiero que esté cerca de mí, que tenga en todo momento sus ojos puestos en mí. Si yo... comienzo a hacer algo que no debiera, usted debe golpearme. Derribarme. Mantenerme a raya. Sé que puede hacerlo —se acarició la mandíbula recordando lo ocurrido unos minutos antes. Luego, desenfundó la cartera—. Aquí tiene un adelanto. Quinientos dólares. ¿Es suficiente?
Dudé unos segundos. Hacer de guardián de un demente no es mi idea de la diversión, pero ese fajo de verdes crujientes era tentador. Después de todo, estoy en esta profesión por la pasta.
—De acuerdo, ya tiene a su amiguito de juegos. ¿Cuándo empiezo? —dije al fin.
—Inmediatamente. Se vendrá a casa conmigo.
Su voz cansada concordaba con la posición hundida de sus hombros.
Asentí, le dije que esperase mientras metía en la maleta unos cuantos trapos. Luego me enfundé mi traje de tweed. Cuando regresé al salón, Maxie Mockermann ya se había esfumado. Stravinoff recogió sus colmillos falsos del suelo, se metió las orejas peludas en el bolsillo y me pasó un brazo por el mío y el otro por el de su esposa pelirroja. Bajamos trotando hasta mi vieja cafetera en el garaje y nos embutimos dentro.
Les llevé hasta su lujosa choza a este lado de la línea de Beverly. Ninguno habló durante el trayecto, pero mi mollera no paraba de echar humo. Ciertos aspectos de todo este lío se negaban a encajar; no tenían sentido. Por un lado, Igor Stravinoff no parecía un chalado; y ese perro muerto, por alguna extraña razón, me parecía una farsa. Sin embargo, me reservé estos pensamientos; decidí esperar y ver qué ocurría. El tiempo diría.
En la guarida de Stravinoff, la frau de la estrella del cine de terror me dio las buenas noches y se piró a su boudoir. Igor se dirigió a su propia habitación, mientras una monada rubia del servicio me guiaba a una habitación contigua de invitados.
—¿Desea alguna cosa más, señor? —dijo sonriente.
Súbitamente tuve una idea y le eché una mirada especulativa.
—Sí... pero no estoy seguro de que pueda proporcionármela.
La chica se alisó el uniforme negro de tafetán.
—Simplemente dígame lo que desea. No será información, ¿verdad?
Me sorprendió su agilidad mental. Le dije:
—¿Cómo lo ha adivinado?
Sonrió.
—Usted es un husmeabragas privado. He visto su foto en los periódicos un montón de veces, detective.
—¿Y qué?
—Debe de haber venido aquí con un propósito concreto, y no es flirtear con el servicio.
—Tú no deberías ser una sirvienta, cielo —la achuché ligeramente—. Una belleza como tú debería dedicarse a hacer pruebas para la gran pantalla.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—Ese cuento ya es viejo —a continuación se puso seria—. Sé por qué estás aquí, Romeo. Quieres husmear en las intimidades entre la esposa de Igor Stravinoff y Maxie Mockermann. ¿He dado en el blanco?
—Podría ser —le oculté que me acababa de dar un importante dato—. Es el típico triángulo doméstico, ¿verdad?
Iba a contestarme, cuando fuimos interrumpidos. Alguien llamó a la puerta y pude escuchar un cauteloso susurro al otro lado:
—Señor Turner, ¡debo verle inmediatamente!
Era Lanette Stravinoff.
Me entraron ganas de pedirle que se fuera a cardar lana. Pero antes de que pudiera decirle nada, la sirvienta decidió por mí.
—¡Tengo que esconderme, o me zumbarán! —susurró.
Acto seguido se escurrió por debajo de la cama. Sus tobillos desaparecieron allá abajo. Abrí la puerta.
—¿Sí, señora Stravinoff?
La esposa de Drácula se había engalanado con un picardías azul de volantes de delicado encaje. Las ondas ígneas de su cabello caían rodeando su cuello y hombros, destacando el blanco inmaculado de su piel.
—¿Podría venir a mi habitación un momento? —susurró—. Ten... tengo que hablar con usted. En privado.
—La sigo, muñeca —sin pensarlo dos veces aproveché la oportunidad de alejarnos antes de que la rubia que estaba bajo mi cama estornudase o algo similar. Nos dirigimos de puntillas a sus aposentos.
En cuanto cerró la puerta de su cuarto comenzó a hablar:
—Quiero preguntarle algo sobre Igor.
—¿Qué le ocurre?
—¿Usted cree que está realmente loco?
—¿Dónde está ahora? ¿Y qué está haciendo? —inquirí.
—Oh, eso —se encogió de hombros—. Le... le di un somnífero antes de que se marchara a la cama. Quería tener la oportunidad de comentar este asunto con usted sin que él lo supiera.
—De acuerdo, comience con el comentario.
—Bueno, repetiré la pregunta. ¿Está perdiendo la cabeza?
Le respondí que yo no era psiquiatra.
—Pero como profano en la materia, mi respuesta sería no —añadí.
—Y, sin embargo, están esos perros a los que ha matado, como el chucho del vestíbulo de su bloque de apartamentos esta noche —apostilló estremeciéndose—. Y en ocasiones me lanza unas miradas de lo más extrañas...
Reflexioné sobre esto durante un minuto y luego dije:
—Escuche, ¿le importa si utilizo su teléfono?
—No, en absoluto. Sírvase usted. Pero no entiendo...
Rodeé la cama, tomé el teléfono y marqué el número de un amigo, un cámara de los estudios Paratone. Cuando finalmente se despertó y contestó la llamada, me identifiqué y le dije:
—Quiero saber quién es el tipo que se encarga de los objetivos en la nueva peli independiente de Igor Stravinoff en los estudios de la United Service.
—Kip Kenton, y esta es una hora pésima para hacer preguntas extrañas. ¿No sabes que ya es más de media noche?
Le di las gracias, colgué y volví a marcar. Kip Kenton era otro colega mío, alguien en quien podía confiar. —¿Kip?
—Sí. ¿Quién llama?
—Dan Turner.
—Hola, detective. ¿Borracho?
—No, sobrio. Dolorosamente sobrio. Escucha, ¿has trabajado esta noche en el set de Stravinoff?
—Sí, hasta tarde.
—¿Tomas nuevas? —le pregunté.
—No, repeticiones de tomas ya hechas. Un montón de chorradas. Las tomas originales eran igual de buenas, o incluso mejores. Si Mockermann continúa así, terminará volviendo a rodar toda la película y acabará en bancarrota antes del estreno de la obra. ¿Qué es lo que te preocupa?
—De momento, nada —y colgué. Me volví hacia la palomita pelirroja—. Ahí tengo la respuesta, amiga.
Me miró atónita.
—¿Qué respuesta?
—Hagamos algunas suposiciones —saqué del bolsillo otro clavo más para mi ataúd y lo encendí—. Supongamos que cierto productor llamado Maxie Mockermann se quedara en bancarrota. Supongamos que persuade a una estrella del calibre de su maridito para que se le una en una aventura independiente rodando una peli de terror.
—¿Y... bien?
—Por seguir con el razonamiento, supongamos además que Mockermann siente una imperiosa necesidad de hacer una fortuna rápida sin incluir a Igor.
—Pero eso es absurdo —dijo ella—. Maxie no podría hacer una fortuna con una sola producción, incluso aunque sea una película de Stravinoff. Es cierto que las películas de mi marido hacen buena taquilla, pero no llegan a ser millones.
—Esta podría, con la clase correcta de promoción publicitaria —mi respuesta fue rápida como una bala.
—¿Qué quiere de... decir?
—Supongamos que la promocionan como la última actuación de Igor antes de ser enviado a un manicomio de por vida por haberse convertido en un maníaco asesino, exactamente como en las películas en las que siempre actuó.
—No estará insinuando que...
—Sí —gruñí—. Algún discípulo aventajado ha estado haciendo campaña para dinamitar la cordura de Igor, para volverle chiflado. Y el discípulo aventajado bien podría ser Mockermann.
—¡Pero eso es espantoso!
Le di la razón.
—En todo caso, tiene sentido. Si la primera película independiente de Igor también resulta ser la última, y si se estrena simultáneamente con su confinamiento en una celda acolchada como loco peligroso que se cree el hombre lobo, piense en los titulares.
—¡No! ¡Es... es demasiado horrible!
—¿Puede imaginarse las noticias de primera plana? Estrella del cine de terror se vuelve loco. El monstruo cinematográfico es un demente. Los papeles de la pantalla se hacen reales. Créame, las salas de cine necesitarán ayuda extra en las taquillas para poder hacerse cargo de la avalancha. Todo el mundo querrá ver al maníaco haciendo de maníaco.
—Pero... pero...
—Su marido nunca se cargó a ningún perro, nena —continué gravemente—. Le han dicho eso tantas veces que ha terminado por creerlo realmente, pero no son nada más que tejemanejes.
—¿Qué... qué le hace pensar eso?
—Bueno, consideremos esta noche. Usted vio al chucho que Mockermann metió en mi iglú. El afirmó que Igor se lo acababa de cargar.
Ella asintió.
—Sí, él...
—Entonces, ¿por qué el ketchup en el hocico del bicho estaba coagulado, en lugar de fresco y goteando sobre la alfombra? —inquirí—. ¡Mentira! Ese perro había estado muerto durante bastante tiempo. Maxie probablemente se lo cargó y lo trajo con él para mostrarlo como prueba falsa.
—Pero ¿y la san... sangre en la boca de Igor?
—Su propia sangre. Yo le había sacudido. Él mismo me lo pidió.
Dio un paso hacia mí, vacilante.
—¿Realmente cree que Mockermann está detrás de todo esto? ¿Que quiere convencer al resto del mundo de que mi marido es un demente?
—Así es como está escrito en mi libro, cielo.
—¡Oh, mi pobre Igor! —tomó una de mis manos entre las suyas—. ¡Tiene que ayudarle!
Estaba a punto de decir que haría todo lo que pudiera cuando oí el grito de una mujer en la habitación de la derecha, el cuarto de invitados donde había dejado a esa monada rubia con uniforme de sirvienta de tafetán negro. Era un grito penetrante, áspero y aterrorizado.
—¡Qué demonios...! — exclamé con voz ahogada y le propiné a la palomita pelirroja Stravinoff un empujón que la hizo aterrizar de espaldas sobre la chaise longue. Luego me catapulté hacia el pasillo, derribé la puerta de la habitación contigua y sentí que se me encogían los higadillos. La sirvienta estaba tirada en el suelo con su cabello dorado despeinado y el traje hecho tirabuzones. Un salpicón encarnado y brillante manchaba su cabeza y tenía el cuello amoratado. La habían golpeado y estaba inconsciente; y luego un par de colmillos habían mordisqueado su preciosa garganta. Caí de rodillas y le presioné el corazón con la palma de la mano. Aún marcaba los segundos. Y cuando toqué con los dedos las marcas de los colmillos, una oleada de imágenes pasadas me atravesó el cuerpo; una imagen mental de Igor Stravinoff recogiendo sus machacadores de pega en mi salón... los que llevaba con su disfraz para la pantalla. Algunas cosas comenzaron a encajar en mi cabezota.
A mi espalda la esposa de la estrella del celuloide gimió:
—¡Dios mío! ¡Igor debe de haber... hecho esto!
Me enderecé, la sujeté por los brazos y la sacudí.
—¡Silencio! Cálmese o la frío a tortazos, ¿me entiende?
—Pero usted... yo... pero... —lloriqueó.
—Mueva el culo hasta su boudoir; llame a la comisaría y pregunte por el teniente Dave Donaldson de la brigada de homicidios. Dígale que se persone aquí con un doctor. Dese prisa mientras yo intento que este pastelito no se nos desangre hasta morir.
Luego me acerqué a la cama y rasgué una sábana para hacer un vendaje.
Lanette Stravinoff se alejó aturdida para cumplir mis órdenes. La oí haciendo la llamada; luego, finalmente, regresó justo cuando yo estaba acabando los primeros auxilios. No levanté la mirada, simplemente le pregunté por encima del hombro.
—¿Ha podido hablar con Donaldson?
—Sí —a continuación, abruptamente, soltó un alarido—. Igor, querido, ¿qué... qué intentas hacer?
Su tono me puso en guardia. Me giré, vi bajo la luz una monstruosidad que se cernía sobre mí. El rostro era azul, me mostraba los colmillos y balanceaba una porra en la mano.
Me golpeó con ella antes de que pudiera esquivarla. Multitud de cometas explotaron en mi cabeza y calambres de dolor me atravesaron el cuerpo. Caí hacia delante sobre el bulto inconsciente de la sirvienta rubia.
Pero no me había dejado del todo inconsciente. Tan sólo un poco grogui.
Me incorporé hasta ponerme a cuatro patas, me arrastré de un lado a otro como un borracho en una alcantarilla embarrada, y pude ver al enorme mostrenco saliendo de la habitación al trote, como si tuviera zancos en lugar de pies. Me arrastré hacia él y eché mano de la automática del calibre 32 que siempre llevo en la funda del hombro.
La pipa se encasquilló. Intenté desatascarla mientras continuaba arrastrándome.
Para entonces el idiota gigantesco estaba casi junto a la puerta de entrada de la choza. Entonces, justo cuando giraba el pomo, logré liberar la pistola y disparé una píldora en su dirección.
Supe que le había alcanzado; observé cómo un trozo de cuero del zapato salía volando y vi que la pierna se sacudía violentamente. Pero continuó su camino, llegó hasta el porche y cerró la puerta tras de sí. En ese momento las cosas se me nublaron cuando mi cráneo magullado comenzó a ponerse dramático. Me sentía como alguien intentando nadar a través de una ola de tinta negra.
—¡Igor! —sonó una voz aguda.
Era Lanette Stravinoff soltando alaridos en el pasillo a mis espaldas. Logré girarme justo a tiempo para enfocar mi borrosa visión en su maridito Drácula, el cual salía en esos momentos dando tumbos de su dormitorio. Recuerdo que me pregunté en esos momentos cómo era posible que hubiera recorrido en círculo la vivienda para regresar tan rápido al interior a través de la ventana de su dormitorio. Además, entre tanto se había limpiado el maquillaje y había cambiado el traje por un pijama. Sus ojos tenían una mirada distante.
Y también los míos. En ese momento caí totalmente inconsciente; me eliminaron en la tercera base.
El whisky de centeno hizo que volviera en mí. No me gusta el whisky de centeno. Abrí los ojos; distinguí a Dave Donaldson inclinado sobre mí, encauzando el agua de fuego por mi canal alimenticio. Tosí, hice gestos de protesta.
—¿Por qué no utilizas whisky escocés?
—Que te jodan, cerdo desagradecido—gruñó Dave—. Despierta y respóndeme algunas preguntas antes de que te patee las vegetaciones.
—¿Qué preguntas? —farfullé.
—Quiero saber quién se ha cargado a la pelirroja.
—No es pelirroja —dije yo—, es rubia. Y no se la han cargado; sólo la noquearon y la azotaron un poquito.
—¡No me refiero a la sirvienta rubia! —aulló—. A esa la enviamos al hospital. Saldrá de esta. Me refiero a la señora Stravinoff—señaló hacia abajo con el pulgar.
Me senté, eché un vistazo.
La pelirroja Lanette Stravinoff estaba en el suelo, cerca del lugar donde la sirvienta había yacido recientemente. Pero a diferencia de la sirvienta, este no era un simple caso de desmayo. La esposa de la estrella del terror había recibido el tratamiento completo; le habían rajado la garganta hasta dejarla hecha picadillo. Estaba tan muerta como los bonos de los Confederados.
Dos policías de uniforme me levantaron y me pusieron de pie. Donaldson me puso una mano en el pecho.
—¿Quién era el tipo que salió corriendo de aquí cuando llegamos? Intentamos detenerle, pero sin suerte. Parecía un personaje salido de un cuento de Edgar Allan Poe.
—¿Rostro azulado, orejas peludas y dentadura de tigre?—dije yo.
—Sí.
—Igor Stravinoff.
Dave se dirigió a un sargento.
—¡Dé el aviso por radio de que lo encuentren! —luego se giró hacia mí—. De acuerdo, Sherlock. Oigamos la historia.
Le conté lo que sabía. Cuando acabé, dijo:
—No puedo entender cómo pudo Stravinoff haberte golpeado y haber regresado a su cuarto tan rápido. Además, si le alcanzaste con una bala en la pezuña, ¿por qué no cojeaba cuando lo vimos dándose el piro?
Las nieblas comenzaron a disiparse en mi mollera.
—¡Acabas de dar en el clavo! —grité—. ¡Venga, vamos! —lo agarré y le arrastré afuera hasta su buga oficial. Ya no estaba aturdido. Había visto el final del reguero de pistas frente a mí y estaba ansioso por atar los cabos sueltos.
Donaldson embutió sus carnes bajo el volante.
—¿Adónde vamos?
—A la choza de Maxie Mockermann. ¿Sabes dónde está?
Asintió, pisó el acelerador y nos zambullimos en la noche. Cuando el velocímetro estaba en setenta, dijo:
—Creo que ya pillo la onda. No era Igor Stravinoff. Era Maxie Mockermann. Llevaba zancos para parecer más alto; utilizó el maquillaje de Stravinoff para que pareciera que era el actor el que había clavado los colmillos.
—Sí.
—Era un truco para encerrar a Stravinoff en una casa de locos como maníaco asesino. Tu bala impactó en el zanco de Mockermann en lugar de hacerlo en su pierna de verdad. Por eso lo vimos correr sin cojear. Y también explica cómo pudiste ver al verdadero Igor Stravinoff tan pronto después del follón.
—Claro. Métele caña a este cacharro.
Le metió otros quince kilómetros más por hora. Cruzamos embalados tres stops; casi nos llevamos por delante el guardabarros de una furgoneta del repartidor de leche. Finalmente, la choza de Mockermann se alzó ante nuestros ojos y Dave echó el ancla.
Nos dirigimos hacia el porche de entrada. Probé a abrir la puerta. El pomo giró. La puerta se abrió. Entramos de puntillas.
Una voz estridente y lastimera sonaba en la biblioteca; una voz extraña y forzada como nada que hubiera oído antes en toda mi vida, excepto cuando había sufrido algún ataque de delirium tremens.
—Sé la verdad, Maxie —decía Igor—. Querías convertirme en un demente para que mi última película te reportara una fortuna... y de esa forma podrías robarme a mi esposa cuando me enviaras al manicomio. Tú eres su amante. Ella te ha estado ayudando todo este tiempo.
—¡Aléjate de mí, Igor, eres un demonio!
Este último era Mockermann respondiendo, histérico y completamente aterrado.
Dave y yo llegamos a la puerta de la biblioteca. Estaba cerrada con llave. La aporreé, pero nada ocurrió.
Desde el interior de la estancia, el agudo gemido continuó. Era como la voz de un lobo, si un lobo pudiera hablar.
—Aquí están los mismos zancos que has usado, Maxie. Estuviste en mi casa. Tú y Lanette temíais que la sirvienta os delatara a Dan Turner. Así que intentasteis matar a Turner y a la sirvienta. Queríais que pareciera que lo había hecho yo. Eso bastaría para encerrarme en un cuarto acolchado para los restos. Oí a Turner contándole a mi esposa lo que había logrado reconstruir; pero mi palabra no contaría. La palabra de un loco nunca cuenta.
Retrocedí y me lancé contra la puerta cerrada. Reboté como una pelota de ping-pong.
El lamento vulpino continuó.
—Mi película está acabada. La repetición de tomas no eran más que una pantalla para calmar mis sospechas. Tenías planeado estrenar la producción en cuanto se hubiera hecho pública mi supuesta demencia. Pues bien, Maxie, finalmente vas a conseguir lo que deseas. Verás, ahora soy un hombre lobo.
—¡No... oh, Dios mío... tus dientes, no...!
Disparé una bala a través de la cerradura; logré romperla. Dave y yo entramos en tromba por la puerta; a continuación nos quedamos paralizados.
Igor Stravinoff sujetaba a Mockermann. Al principio me pareció que la estrella del terror llevaba puesto maquillaje; sus orejas no eran exactamente peludas, pero parecían puntiagudas, y sus dientes parecían colmillos afilados. Quizás fuera un efecto de la tenue luz de la biblioteca, pero hubiera jurado que su rostro era del color azulado de un cadáver en descomposición. Las llamas del infierno ardían en sus ojos cuando acercó su boca al gaznate del productor.
Le golpeé.
—¡Ya has matado bastante esta noche, Drácula! —gruñí, y le aporreé en la cabeza con la pistola—. Cuando supiste que Maxie y Lanette estaban pegándotela como a un idiota, se la devolviste. Mockermann es el que golpeó a la sirvienta y a mí, pero tú eres el tipo que se cargó a tu esposa. La dejaste fiambre en tu casa después de que Maxie se largara... mientras yo aún estaba inconsciente.
Sacudió sus poderosos hombros y me empujó.
—Sí, yo la maté. ¡Y ahora volveré a matar! —sus dientes superiores e inferiores chasquearon al juntarse.
Me abalancé sobre él una vez más y le pegué en la cabeza. Su cráneo parecía hecho de hierro forjado. Ni siquiera se le escapó una mueca de dolor. Tenía los dientes pegados a la garganta de Maxie Mockermann y no podía pararle.
—Ellos me convirtieron en un monstruo. Ahora el monstruo se cobrará lo que le deben —gimió horriblemente. Y entonces me di cuenta de que realmente había perdido el juicio. Estaba loco como unas maracas.
De repente lanzó a un lado el cuerpo sin vida de Mockermann... y sonrió.
Era la sonrisa de un lobo, la boca de un lobo... o al menos eso me pareció. Quizás mis nervios estaban descontrolados; quizás tan sólo se trataba de la tenue luz. Sin duda eso espero, porque nunca he creído en hombres lobo y odiaría tener que empezar a mi edad.
Dave Donaldson desenfundó su arma reglamentaria del calibre 38 y apretó el gatillo. La pistola escupió: ¡Bang!, e Igor Stravinoff se derrumbó con un trozo de plomo en su corazón.
—¡Tuve que hacerlo! —Dave tragó saliva—. ¡No había más remedio...!
Me acerqué al interruptor de la pared, lo encendí. Al iluminarse la estancia, la estrella del terror abatida ya no parecía un monstruo. Su color de piel era normal, así como sus dientes y sus orejas.
Miré a Donaldson.
—¿Viste tú lo que yo vi, o es que he sufrido una alucinación por ese brebaje de cebada que me hiciste tragar antes?
Evitó mirarme. Y desde ese día, nunca ha hablado del tema conmigo. Lo único que dijo fue:
—No sé de qué me hablas, Sherlock. Voy a llamar para que venga el camión de los fiambres y así poder largarme de aquí. Luego me voy a poner de alcohol hasta las cejas.
Era una buena idea. Me puse de alcohol hasta las cejas con él.
MONSTER’S MALICE
Dan Turner—Hollywood Detective, mayo, 1943