El caso del horóscopo
Estaba dando una vuelta en coche por Wilshire Boulevard, sin pensar en nada en particular. Era demasiado tarde para ir al cine y demasiado pronto para irme a dormir. Y por una vez en mi malgastada vida no me apetecía pillar una curda. Así que me limitaba a matar el tiempo dando una vuelta.
De repente oí una voz que me llamaba:
—¡Dan! ¡Dan Turner!
Hundí el pie en el freno y me arrimé al bordillo frente a un enorme edificio de apartamentos. Alguien se acercó corriendo a mi buga. Era una chica. La reconocí: Evelyn Anderson, editora de una de las grandes revistas de cine de la Costa Oeste.
Evelyn era alta, pelirroja y de ágil figura. Metió la cabeza dentro del auto y dijo:
—¿Vas a algún sitio en particular, Dan?
—No. ¿Quieres acompañarme?
—No —dijo negando con la cabeza—, pero conozco a alguien que sí.
La miré.
—La chica que vive en el apartamento junto al mío tiene que llegar al aeropuerto de Grand Central. Debe coger el avión de las diez en punto a Nueva York. Ha llamado a un taxi, pero aún no ha llegado. Cuando te vi pasar con el coche, pensé...
Miré mi reloj de pulsera. Eran las nueve y treinta y cinco.
—¿Dónde está ella? Con un poco de suerte podríamos llegar a tiempo.
Evelyn se giró y se dirigió a toda prisa hacia el edificio de apartamentos. La vi susurrar algo a alguien oculto en las oscuras sombras de la entrada del edificio. A continuación, una monada se acercó corriendo. Era joven, bajita y con cuerpo sinuoso, y llevaba una pequeña bolsa de viaje.
—¿Es... es usted Dan Turner, el detective privado?
—Eso es lo que siempre he creído. ¿Y usted...?
—No me conoce. Soy Diana Banning. Yo...
—Pero... ¡claro que sí! Estoy tonto al no recordarla. La conocí una noche en una fiesta... en el Cocoanut Grove.
Lo cual era mentira. No la había visto en mi vida. Pero había visto fotos de ella en los periódicos y las revistas. Era una de las jóvenes promesas de los Wampas5 que trabajaba para los estudios R.K.X. Además, se rumoreaba que era la nueva favorita de Saúl Romne. Saúl Romne era, por supuesto, el gran jefazo de los R.K.X.
—Evelyn me ha dicho que no le importaría llevarme al aeropuerto...
—¡Salte a la nave! —le dije—. No tenemos mucho tiempo.
La chica se metió en mi cafetera. Apreté el acelerador y salimos pitando de allí. La palomita Banning se sentó muy cerca de mí. Temblaba. Podía sentir su muslo tembloroso junto al mío.
—¿Un viaje inesperado?
Ella asintió sin decir nada. Tras unos minutos en silencio dije:
—Encontrará cigarrillos en el bolsillo de mi abrigo. Encienda un par y póngame uno en la boca. Necesito tener ambas manos al volante.
La chica miró el velocímetro. Marcaba cien. Luego rebuscó en el bolsillo de mi abrigo. Encendió un par de pitillos y me pasó uno. Por el rabillo del ojo observé cómo fumaba el suyo. Lo hacía con caladas rápidas, cortas y nerviosas. Parecía asustada por algo... o alguien.
Volví a echar una ojeada disimulada. Tenía el cabello castaño y un bonito perfil. Además poseía el mejor par de pulgas juguetonas que jamás hubiera visto antes. Se proyectaban hacia delante como un par de cojines duros. Sus piernas, temblorosas y totalmente estiradas bajo el salpicadero, parecían bonitas bajo la tenue luz del panel de indicadores. No se le podía recriminar a Saúl Romne que estuviera colado por ella, si es que los rumores eran ciertos.
Tomé la curva de Los Feliz Boulevard sobre dos ruedas. Y a continuación, de repente, un enorme Buick sedán apareció a nuestro lado y comenzó a empujar mi cupé hacia el arcén de la carretera.
—¡Qué demonios! —exclamé.
A continuación sentí que algo duro y frío se clavaba en las costillas de mi costado derecho.
—Pisa fuerte... ¡rápido! —dijo Diana Banning con un susurro histérico. Volví la cabeza para mirarla. Tenía una pistola en la mano y estaba clavándomela en el riñón.
Era mi propia pistola. ¡La había cogido del bolsillo de mi abrigo cuando buscaba los cigarrillos! Me lo merecía por no haber guardado el arma en la funda del hombro, donde debía estar.
No me gustaba que me apuntara con mi propia pistola. Y tampoco me gustaba el enorme Buick sedán. Actué con rapidez. Hundí el pie en el acelerador hasta el fondo. Mi ocho válvulas saltó hacia delante como un galgo produciendo un zumbido bajo la parte trasera.
Y luego me la jugué. Solté el volante durante una fracción de segundo, me revolví y abofeteé a la Banning en los morros con el dorso de la mano. No lo suficientemente fuerte para hacerle daño... pero lo suficiente para lograr lo que me proponía.
La chica ahogó un grito; la automática saltó en sus dedos. La atrapé apartándola de su alcance. Con el mismo movimiento volví a sujetar el volante. Simultáneamente, el Buick sedán se colocó una vez más a nuestro lado. Y entonces fue cuando rugió su sirena.
—¡Polis! —dije entre dientes.
Diana Banning se agachó con el rostro completamente blanco.
—¡No les deje que me atrapen! —lloriqueó—. ¡Yo no lo hice! ¡Yo no la maté!
—Váyase al infierno, muñeca. No ando buscando problemas con la ley.
Y clavé el pie en el pedal del freno. Ralenticé y aparqué en el arcén. El Buick se detuvo delante de mí, bloqueándonos el paso. Un poli uniformado con cara de perro salió del auto y se acercó a nosotros. Llevaba una libreta de multas en la mano. Tenía aspecto de ser un tipo duro.
—¡No le deje que me lleve! —volvió a gimotear Diana.
—¡Por Dios, cierra la boca, cielito! —a continuación salí del buga y avancé al encuentro del polizonte—. De acuerdo, amigo, ¿cuál es el problema?
—Déjeme ver su permiso de conducir.
Saqué mi cartera y se la mostré. Mi permiso estaba en una solapa y mi placa en la otra. El policía les echó un buen vistazo. Luego me miró.
—¿Es usted Dan Turner? —percibí cierta admiración en su voz.
—Sí. Y tengo una prisa tremenda. Si va a multarme, hágalo rápido.
—¡Mierda! De todas formas va a librarse de la multa en menos de treinta minutos. ¿Para qué malgastar la mina del lápiz? —y añadió—: Pero, por el amor de Dios, en el futuro conduzca un poco más despacio.
—De acuerdo. Así lo haré.
—Asegúrese de que lo hace —regresó al Buick y se alejó a toda pastilla.
Volví a sentarme frente al volante de mi carro. Apreté el estárter y di la vuelta en mitad de la calle. Me dirigí de nuevo a Hollywood.
Diana Banning me apretó el brazo.
—¿No... no me buscaba a mí?
—No.
La chica dejó escapar un hondo y tembloroso suspiro. A continuación dijo:
—Quiero ir al aeropuerto de Grand Central. ¿Dón... dónde me lleva?
—Pronto lo averiguarás, ricura. Entonces, ¿a quién se supone que no has matado?
Su hermosa jeta palideció como la de un cadáver.
—Yo... estaba bromeando. No quise decirlo que dije.
—De acuerdo —le respondí con calma—. Simplemente bromeabas. No tenías miedo de aquel polizonte. Y me clavaste la pistola en los higadillos sólo por diversión. Si a ti te parece bien, a mí también, y ya puedes ir saliendo de mi coche.
Arrimé el auto a un lado de la calle y reduje la velocidad.
Repentinamente sus rojos labios comenzaron a temblar.
—¡No... no! —susurró desesperadamente—. ¡No... no puedes abandonarme ahora! ¡Me atraparán...!
—¿Quién te atrapará?
—¡La... la policía!
—Así que la poli anda buscándote, ¿eh?
Asintió con expresión desconsolada.
—¡Tienes que ayudarme! —dijo temblorosa—. ¡Por favor!
—Podría ayudarte. Pero primero tengo que saber de qué va todo esto.
—Hay... hay una mujer muerta en mi apartamento. As... asesinada. Alguien le disparó a través de la ventana. ¡Pero yo no lo hice! —alzó la voz en un ataque de histeria.
—¡De acuerdo... de acuerdo! —dije—. Mantén el pico cerrado y haré todo lo que pueda.
Cinco minutos más tarde aparcaba el coche delante de mi madriguera. Ayudé a salir a la muñeca de pelo castaño y la acompañé al interior del edificio. Cuando estuvimos en mi apartamento con la puerta cerrada con llave, serví dos buenos tragos de Vat 69 y le ofrecí uno.
—Bébete esto. Te calmará los nervios.
Y acto seguido apuré el mío de un solo trago. Ella se atragantó con el suyo y luego me miró.
—¿Qué... qué tengo que hacer?
—No tienes que hacer nada todavía; tan sólo decirme el nombre de la chica que se cargaron en tu choza.
—No... no conozco su nombre. Ella vino a verme y comenzamos a discutir por... por...
—¿Sí? ¿Por qué?
—Por... Saúl Romne. Y luego oí un disparo y a continuación ella... cayó a mis pies, muerta.
—¿Y qué pinta Evelyn Anderson en todo este embrollo?
—Vive en el apartamento de al lado. Oyó el disparo y entró corriendo. No me creyó cuando le dije que no había sido yo quien había disparado. Me dijo que me ayudaría a escapar. Llamó al aeropuerto e hizo una reserva para mí. Luego llamó a un taxi. Mientras tanto hice la maleta y luego bajamos las dos a esperar el taxi... y entonces pasaste tú.
—Evelyn Anderson es una buena chica. Intentaré sacarte de este lío.
Una leve desesperación asomó en sus ojos grises.
—No... no hay mucho que puedas hacer, me temo —se estremeció—. ¡Está escrito en mi horóscopo que... seré ejecutada por asesinato!
Clavé los ojos en ella con expresión idiotizada. De todas las locuras que había escuchado, esta era la más estúpida de todas.
—¿El horóscopo? —dije—. ¿De qué demonios hablas?
—¡Es verdad! —respondió con voz cansada—. Todo lo que ha predicho sobre mí el profesor Astrio se ha cumplido. Está escrito en los astros. Me dijo que Saúl Romne se interesaría por mí. Me dijo que me convertiría en una de las jóvenes promesas de los Wampas. Las... las dos predicciones se cumplieron. Y por último, esta misma noche, he recibido una carta del profesor Astrio.
—Déjame echarle un vistazo —le dije.
Abrió el monedero y me pasó un trozo de papel doblado. Lo leí:
«Estimada señorita Banning: veo un augurio terrible en sus astros. Veo una soga colgando sobre su cabeza, y su línea de vida termina de forma muy brusca. Por favor, tenga mucho cuidado. Astrio».
Me metí la nota en el bolsillo.
—¡Por todos los demonios del infierno! No creerás en esas cosas, ¿verdad, cielo? Además, aquí en California no se ahorca a nadie. Les gusta más el gas letal.
Y acto seguido, al verla tan triste, frágil y desamparada, la rodeé entre mis brazos.
La chica se fundió en mi abrazo como una niña asustada. Pude sentir los firmes montículos de sus pechos apretándose contra mi pecho. Su cuerpo se estremeció por agotamiento nervioso. La levanté del suelo. Era ligera como una pluma. La llevé a mi dormitorio y le desabroché los cierres del vestido. No se resistió cuando la desnudé. Parecía como si ya nada le importara.
La miré mientras se estiraba en la cama. Vestida me había parecido una belleza, pero desnuda cortaba la respiración. Sólo le cubrían el cuerpo unas diminutas braguitas y un sujetador de fina malla. Era tan condenadamente hermosa que no parecía real. Su cuerpo estaba formado por una serie de suaves y danzarinas curvas rosadas. Pero sus ojos eran profundas lagunas de miedo.
La besé en la boca y mi deseo se encendió como una hoguera. Luego le ofrecí otro trago de whisky y una cápsula de amital.
—Esto te ayudará a dormir un rato —le dije.
La belleza cerró los ojos. La tapé con una manta. No es que yo lo deseara; hubiera preferido quedarme allí a admirarla. Pero debía hacer algunas gestiones y la dejé en el cuarto.
Salí del apartamento, bajé y me metí en el buga.
Salí de Wilshire y me dirigí al apartamento donde vivía la Banning... al edificio donde había recogido a la chica un poco antes. Eché un vistazo a los buzones y busqué el número de su apartamento. Luego subí.
La puerta estaba abierta. Alguien pululaba por el interior. Entré.
—¡Por todos los santos!—dijo una voz—. ¿Cómo te las apañas siempre para oler estas cosas, Sherlock?
Era mi amigo Dave Donaldson, de la brigada de homicidios. Había otros dos oficiales de la central con él. Detrás de ellos vi un bulto en el suelo. Era el cadáver de una mujer. Tenía una bala en la cabeza.
—Hola, Dave —dije—. ¿A quién se han cargado... y por qué?
Señaló el cadáver. Era una morena bastante atractiva, probablemente rondaba la treintena. Tenía la ropa hecha jirones y el cabello negro enmarañado cubriéndole los hombros. El vestido había sido rasgado y abierto por delante. Tenía arañazos sobre su piel blanca. El mobiliario de la habitación estaba tirado y desordenado, como si hubiera tenido lugar una lucha terrible antes de que la dejaran fiambre.
—Aún no la hemos identificado —informó Donaldson—. Pero sabemos quién lo hizo.
—¿Quién?
—Una muñequita llamada Diana Banning. Este es su apartamento. Encontramos un hierro y un casquillo. El número de serie está registrado. Lo hemos comprobado por teléfono. Pertenece a la tal Banning.
—¿Y dónde está la palomita? —pregunté con expresión inocente.
—Escapó. Pero la encontraremos. No irá muy lejos.
—Eso espero —dije—. Bueno, supongo que no es necesario que me quede por aquí.
Me dispuse a irme.
—Un minuto, listillo —dijo Donaldson—. ¿Cómo es que has aparecido por aquí?
En ese mismo instante, la pelirroja Evelyn Anderson apareció en la puerta del apartamento. Pudo oír la pregunta de Donaldson. Me lanzó una mirada de alarma y súplica.
Le guiñé un ojo. Luego me volví a Donaldson y dije:
—Vi tu coche aparcado abajo. Simplemente me entró curiosidad.
Dave se tragó el cuento. Así que salí al pasillo. Evelyn Anderson me interrogó.
—¿Ha podido escapar la chica? —preguntó.
—No. Pero está a salvo. Está en mi madriguera. La esconderé hasta que pueda sacarla de todo este lío.
Evelyn me miró atentamente.
—¿Sacarla de este lío? ¿Piensas que es inocente?
—No lo sé. Pero tengo intención de averiguarlo.
Luego bajé a la calle y me metí en el carro. Me dirigí a la covacha palaciega de Saul Romne en Beverly.
Me costó Dios y ayuda dar con ella. Era ya cerca de la medianoche, y el mayordomo de Romne insistió en que su señor se había retirado ya a dormir. Así que escribí dos palabras en una de mis tarjetas de visita, «Diana Banning». Se la pasé al mayordomo y dije:
—Llévele esto al señor Romne... ¿o prefiere que le zurre el trasero?
Poco después Saúl Romne bajó las escaleras. Llevaba puesto un pijama y una bata. Era un diablo bastante atractivo. Me miró de arriba abajo y me dijo:
—¿Qué narices quiere de mí?
Esperé a que el mayordomo se alejara. Luego dije:
—Diana Banning está metida en un lío. Una chica fue asesinada en su apartamento... con la pistola de Diana.
—¿Está... está detenida? —dijo palideciendo.
—Aún no. Los polis están buscándola. Pero la he escondido en mi casa.
—¡Por amor de Dios! —Romne se mojó los labios—. ¿Y qué deberíamos hacer? ¿Lo... lo hizo realmente Diana?
—¿Y cómo quiere que lo sepa? —luego añadí—: ¿Le compensaría deshacerse de cinco mil machacantes para que yo lleve el caso e intente sacar a la chica de este apuro?
—¿Cinco mil dólares?
Asentí. Después de todo, ¿por qué dejar pasar la oportunidad de recolectar algo de pasta? No estoy en este negocio por amor al arte.
Romne me miró.
—De acuerdo. Le firmaré un cheque.
Se ausentó durante unos cinco minutos. Mientras tanto aproveché para echar un vistazo a la estancia. Había un escritorio en una esquina del salón y una papelera junto a él. Acostumbro a revisar las papeleras siempre que tengo ocasión. Se descubren muchas cosas de esa manera. En esa papelera en concreto encontré algunos trozos de papel. Se leían algunas líneas mecanografiadas. Los cogí todos y me los metí disimuladamente en el bolsillo.
Poco después Romne regresó y me dio un cheque por cinco de los grandes. Lo cogí.
—A propósito, señor Romne... ¿por casualidad usted no habrá estado en el apartamento de Diana esta noche a la hora del asesinato, verdad?
Se ruborizó.
—¡No!
—¿Puede aportar a la policía alguna coartada en caso de que le pregunten?
—Sí —contestó un tanto irritado—. Si necesita saberlo, le diré que pasé la noche en el apartamento de una chica llamada Fifi Glendon.
Encendí un pitillo para ocultar mi sorpresa. Conocía a Fifi Glendon. Era una chica con la que se podía pasar un buen rato, siempre complaciente. Yo mismo había salido con ella un par de veces.
—De acuerdo, señor Romne. Muchas gracias —y me marché.
Me dirigí a casa de Fifi Glendon. Ella misma me abrió la puerta: estaba como una cuba, pero no me importaba. Era más sencillo tratar con Fifi cuando iba cocida.
Le eché un vistazo de arriba abajo cuando me abrió la puerta. Llevaba un pijama color guinda que contrastaba fuertemente con su cabello rubio teñido. Pero un segundo después, no presté demasiada atención al color de su pijama. Lo único que veía era su fino tejido; no hacía falta pasarlo por rayos X para poder echar un generoso vistazo a sus encantos femeninos. Podía ver el contorno de sus firmes y jóvenes pechos, la poética curva de sus caderas. Podía ver lo suficiente.
Tras escudriñarme en el vano de la puerta dijo:
—¡Bueno, bueno! ¡El mismísimo amante profundo en persona! Entra, polizonte. Hazme ojitos, me gusta cómo lo haces.
Entré. La besé... simplemente una formalidad. Pero la forma en que su roja boca se abrió y se aferró a la mía me pilló desprevenido. Me sentía como un nadador zambulléndome por tercera vez en una sensación oceánica. Y lo primero que supe es que la tenía entre mis brazos...
—¿Tienes algo en contra del chantaje, Fifi? —dije tras un largo rato.
Levantó la mirada desde el diván.
—Tengo debilidad por ello. De hecho, hay un par de tipos en estos momentos a los que les estoy sacando bastante pasta.
Sonreí.
—¿Qué te parecería aliarnos para pillar a Saúl Romne la próxima vez que venga aquí?
—¿A Saúl Romne? —Fifi me miró con gesto inexpresivo—. Jamás en su vida ha estado aquí!
Y en ese instante sonó el teléfono.
—Sí. Soy Fifi Glendon —contestó—. ¿Qué? Oh... comprendo. ¿Cinco mil dólares? Claro que sí, señor Rom... eh, señor Jones —colgó y la miré.
—Era Saúl Romne —dije— ofreciéndote cinco de los grandes para que digas que estuvo contigo aquí esta noche. Ha llegado tarde.
—¿Y ahora qué?
La besé.
—Ahora nada, bombón. Pero será mejor que le cobres por adelantado —y me fui de allí.
Mientras me alejaba al volante, revisé todo lo que había averiguado hasta el momento. En primer lugar una dama había sido asesinada en el apartamento de Diana Banning. Yo tenía a Diana escondida en mi choza. En segundo lugar, Saúl Romne me había dado cinco mil para sacar a Diana del atolladero. Pero también me había mentido acerca de su propia coartada... y ahora le ofrecía a Fifi Glendon otros cinco mil pavos para que confirmara su coartada.
Me acordé de los trozos de papel que había rescatado de la papelera. Paré el cupé y pesqué los fragmentos del bolsillo. Los uní. El mensaje mecanografiado decía:
«Saúl: O abandonas tus otros amores y vuelves conmigo, o algo ocurrirá. E. A.»
¡Qué interesante! Pero ¿cuál era el siguiente paso? Entonces recordé la tontería sobre el horóscopo que la Banning me había contado. Todavía conservaba la carta que había recibido del Profesor Astrio, donde le advertía que una soga pendía sobre su cuello, según los astros. Bueno, ¿cómo podría saber este falso astrólogo una cosa como esa antes de que hubiera ocurrido?
Paré en una de esas tiendas que permanecen abiertas toda la noche y eché un vistazo al listín telefónico. Conseguí así la dirección del Profesor Astrio. Vivía en un lujoso apartamento en Yucca Street. Regresé a mi cafetera y la puse en movimiento.
Aparqué antes de llegar a la dirección de Astrio. Otro coche aparcó detrás del mío. Salí. Miré a todos lados, y entonces exclamé:
—¡Qué demonios...!
¡Dave Donaldson de la brigada de homicidios estaba saliendo del otro vehículo!
—Bueno, bueno, Turner... —dijo cuando me vio—. ¡Aquí te tenemos de nuevo! ¿Qué andas tramando en esta ocasión?
—No mucho. Voy a subir a ver a un astrólogo llamado Asirio. Date el piro y ocúpate de tus asuntos.
—Maldito seas, husmeabraguetas... ¡estás tramando algo en todo este asunto del asesinato, y lo sé!
—¿Cómo lo sabes?
—Porque vas a ver a Astrio... ¡y era la esposa de As— trio, Edna Astrio, la que encontramos cadáver en el apartamento de Diana Banning!
Me quedé de piedra. La esposa de Astrio, Edna As— trio, ese era el nombre de la morena que se habían cargado. De repente pensé en la carta rota que saqué de la papelera de Romne. Tenía las iniciales «E.A.»... ¡que podrían corresponder a Edna Astrio! Agarré el brazo de Donaldson.
—¡Subamos a ver a este astrólogo ahora mismo!
Subimos las escaleras juntos. El profesor Astrio respondió a nuestra llamada. Era un bigardo alto, delgado y cadavérico, con pelo negro como el carbón, ojos penetrantes y un aire mefistofélico en su porte. No me gustó su aspecto.
—¿Y bien, caballeros? —dijo con voz hueca.
Donaldson no se anduvo por las ramas.
—Su esposa está muerta, Astrio. Fue asesinada en el apartamento de una actriz llamada Diana Banning.
Astrio dio un paso atrás, su mandíbula de apurado afeitado estaba totalmente caída.
—¿Mi... esposa?... ¿asesinada?
—Sí. ¿No sabrá usted por qué se encontraba en el apartamento de la señorita Banning? ¿Sabe usted algo sobre la tal Diana Banning?
De repente, los negros ojos de Astrio centellearon.
—¡Sé mucho sobre ella! ¡Es la chica de Saúl Romne!
—¿Cómo sabe eso? —interrumpí.
—¡Porque yo le ayudé a conseguirla!—dijo con una sonrisa burlona, y luego entre dientes apretados—: Saúl Romne es un asqueroso y repugnante hijo de...
—Cálmese. Será mejor que se explique.
—¡De acuerdo! —rugió—. Les diré todo lo que sé. Romne me pagó mucho dinero para hacer este trabajo sucio. Me sobornó para que predijera el futuro a la señorita Banning. Elaboré un horóscopo falso para ella. Le dije que sería una de las estrellas de los Wampas... que tendría éxito en el cine. Predije que su éxito dependía de que aceptara las atenciones de Saúl Romne. Le dije que así estaba escrito en los astros... que así iba a suceder. De manera que cuando Romne se le insinuó, ella se rindió a él; pensó que debía hacerlo, porque los astros lo habían predicho. Llevo haciendo trabajitos de ese tipo para Romne desde hace tiempo.
—¿Pero qué tiene que ver todo eso con su esposa? —le espetó Dave.
Astrio rió tristemente.
—Mi esposa me ha dejado esta misma noche. Me dijo a la cara que durante el pasado año había estado viéndose con un amante... ¡y que ese amante era Saúl Romne! Me dijo que iba a irse con él... ¡y que me abandonaría para siempre! —sus negros ojos centellearon con fuego infernal—. ¡Yo sé lo que ha pasado! Romne la rechazó. No le importaba en absoluto. Ya tenía un nuevo amor: Diana Banning. Así que mi esposa se fue al apartamento de la Banning para aclararle un par de cosas. ¡Y me juego la vida a que Romne la siguió y le disparó en ese apartamento para deshacerse de ella!
Miré a Donaldson. La teoría de Astrio sonaba bien a primera vista. Y concordaba con un hecho que ya sabía: la propia Diana Banning había declarado que una mujer de cabello negro había llegado a su apartamento y se había enzarzado en una pelea por Saúl Romne.
Además, sabía también que Romne estaba haciendo grandes esfuerzos por hacerse con una coartada para esa noche. Y también tenía una carta de amenaza firmada por «E.A.»... ¿Edna Astrio?
Pero Donaldson no parecía muy convencido de la historia de Astrio.
—Puede que esté en lo cierto en cuanto al motivo de su esposa para visitar a Diana Banning—dijo al astrólogo—. Pero en cuanto a que haya sido Romne el autor del disparo... ¡tonterías! La propia Diana lo hizo —y luego añadió—: No abandone la ciudad, Astrio. Le necesitaremos como testigo cuando encontremos al bomboncito Banning.
Dave y yo salimos.
—Escucha —dije entonces—. Hazme caso y ordena que sigan a Astrio.
—¿Para qué?
—No te lo puedo decir ahora. Pero tengo una razón.
En concreto estaba pensando en la carta que Diana había recibido del astrólogo, en la que le advertía sobre la soga al cuello. Astrio era un fraude, como él mismo había reconocido. Obviamente, no podía adivinar el futuro. Entonces, ¿cómo había sabido que Diana iba a ser sospechosa de un asesinato que aún no se había cometido?
Pero Donaldson se limitó a gruñir.
—Es a Diana Banning a quien quiero pillar. Al infierno con Astrio.
Le acompañé hasta su coche policial, todavía discutiendo con él. No me atrevía a contarle lo de la carta que Astrio había enviado a Diana, porque eso sería admitir que la había visto.
Se montó en el auto y me sonrió. Y, a continuación, abruptamente, su equipo de radio emitió un crujido; se oyó una voz por el altavoz.
—¡Llamando al teniente detective Donaldson! Detective Donaldson, coche 1325. Acabamos de recibir otra llamada anónima avisando de que la desaparecida Diana Banning está escondida en el apartamento de un hombre llamado Dan Turner...
Tragué saliva. Dave se abalanzó hacia mí, con su pistola de reglamento del calibre 38 en el puño.
—¡Así que esas tenemos! —gruñó—. Me has estado engañando, ¿eh? ¡Nunca pensé que caerías tan bajo!
—¡Deja de rasgarte las vestiduras y escúchame, Dave! Yo...
—¡Súbete al coche, junto a mí! —me ordenó con voz ronca—, ¡Vamos a ir a tu casa ahora mismo!
Lo dijo muy en serio. Yo no podía hacer nada. Subí a bordo y Donaldson se dirigió a toda pastilla hacia mi choza.
Justo en el mismo instante en que aparcó en la acera junto a la entrada principal de mi edificio, vi que dos personas salían y corrían hacia un sedán aparcado. El corazón me dio un brinco. Los reconocí a ambos. ¡Eran Saul Romne y Diana Banning!
No quería que Donaldson los viera, así que eché mano de su calibre 38.
—¡Maldito seas! —gruñó, alzó el puño izquierdo y me dio un puñetazo en toda la proa. Fue todo un señor puñetazo y vi las estrellas... un montón de ellas. Pero también vi cómo se alejaba el sedán de Romne.
Dejé de luchar.
—De acuerdo, Dave. Ahora ya te has cobrado todos los inconvenientes que te he ocasionado.
—Tonterías. Venga... sal del coche. ¡Vamos a subir a tu apartamento y a esposar a la bruja de la Banning!
Le acompañé con suma docilidad. Sabía que mi madriguera estaría vacía.
Dave registró todos los rincones. Luego volvió a mi lado, con expresión de total perplejidad.
—¡No está aquí!
Sonreí y me froté la dolorida mandíbula.
—Claro que no está. Pero estaba. La tenía escondida aquí... lo admito.
—¡Quizás ha vuelto a su propio apartamento! —dijo entre dientes rechinantes—. Venga... ¡Vayamos a ver!
De nuevo en su coche, le pasé el informe completo.
—Escucha, amigo. Diana no mató a la esposa de Astrio.
—Entonces, ¿quién lo hizo?
—Quizás te lo diga... si te portas bien.
—Si sabes algo —dijo—, será mejor que lo sueltes todo. O te...
Me limité a reírme de él.
Diez minutos más tarde entrábamos en el apartamento de Diana Banning. El cadáver ya había sido retirado del lugar. Había un policía uniformado de guardia en la puerta. Diana no estaba allí, por supuesto. Dave me miró.
—¿Dónde está? Venga... ¡suéltalo!
—Espera un minuto. Quiero ver si puedo conseguir a alguien que apoye mi historia —me dirigí entonces al guardia uniformado—. Vaya al apartamento de al lado y traiga a la señorita Evelyn Anderson.
Unos instantes después el poli regresó con la pelirroja siguiéndole. Llevaba puesto un camisón de gasa que no tapaba mucho. Era todo un placer mirarla; bonitas caderas, pechos maduros, piernas torneadas. Parecía preocupada.
—De acuerdo, Dave —dije—. Ahora te diré todo lo que sé. Yo pasaba en mi coche por esta calle cuando la señorita Anderson, aquí presente, me paró. Me pidió que llevara a Diana Banning al aeropuerto. Accedí a ello. Pero en lugar de eso la llevé a mi apartamento y la escondí allí. Ella me había contado que había una mujer asesinada en su apartamento... pero que ella no lo había hecho. También me dijo que estaba condenada a morir en la horca... porque el profesor Astrio le había enviado una carta diciéndole eso.
—¿Astrio? ¿Cómo demonios podía saber...?
Sonreí.
—A eso me refiero exactamente. ¿Cómo podía saber Astrio por adelantado que su esposa iba a ser asesinada en este cuarto? A menos que...
—¡A menos que lo hubiera planeado él mismo! —gritó Donaldson. Asentí.
—Tenía suficientes motivos. Sabía que su esposa era una de las muchas amantes de Saul Romne. Eso sería ya motivo suficiente para quitarla de en medio... y cargarle el asesinato a Diana.
—¡El sucio hijo de...! ¡Vayamos ahora a por él! —Donaldson se dirigió hacia la puerta.
—Espera un momento —dije—. Quizás consigas que se derrumbe utilizando la carta que envió a Diana. Te la daré —me rebusqué en los bolsillos, y luego exclamé—: ¡Demonios! ¡La he perdido! Pero escucha... puedo acordarme de lo que decía. Mecanografiaré una copia. El no notará la diferencia —me volví hacia la pelirroja Anderson—. Tienes una máquina de escribir, ¿verdad?
La chica asintió. Nos dirigimos todos a su apartamento. Me dio una hoja de papel. Me senté frente a la máquina y tecleé una copia de la carta de Astrio según la recordaba. «Estimada señorita Banning: veo un augurio terrible en sus astros. Veo una soga colgando sobre su cabeza, y su línea de vida termina de forma muy brusca. Por favor, tenga mucho cuidado. Astrio».
Me levanté del escritorio. Metí una mano en el bolsillo interior y saqué la carta original que Diana había recibido, y que realmente no había perdido. También saqué los fragmentos de folio que había cogido de la papelera de Saúl Romne. Coloqué la carta de Astrio y los trozos de papel sobre el escritorio junto a la hoja que acababa de mecanografiar en la máquina de escribir de Evelyn Anderson. Y dije:
—De acuerdo, Dave. Mira estas «es»... y las «des». ¡Son idénticas! Estas cartas fueron escritas con la misma máquina. Astrio no escribió esa carta a Diana Banning. ¡Evelyn Anderson lo hizo! También escribió esta nota para Saúl Romne. Evelyn Anderson, «E.A.», fue uno de los amores rechazados de Saúl Romne. Ella fue quien disparó a la esposa de Astrio por la salida de incendios y colándose por la ventana de la Banning... ¡eliminando así a dos de sus rivales de un solo tiro!... ¡Cuidado! ¡Agárrala, Dave!
Donaldson se abalanzó hacia la pelirroja Evelyn Anderson. Pero llegó tarde. Ella ya sostenía una automática en la mano. Se clavó el cañón en el pecho izquierdo y accionó el gatillo.
La cogí antes de que cayera en el suelo. A continuación le busqué el pulso. Levanté la mirada y dije:
—Más muerta que un huevo frito.
—Pero... ¿cómo demonios lo has adivinado? —me preguntó Donaldson.
—Aquella llamada anónima a la policía fue la pista. Alguien llamó a la central e informó de que Diana estaba escondida en mi apartamento. Tan sólo había dos personas con las que había compartido ese secreto:
Saúl Romne y Evelyn Anderson. Debió de ser uno de ellos quien llamó. Y no pudo ser Romne, porque él no quería que enchironaran a Diana. De hecho, fue Romne el que la sacó de mi choza justo antes de que llegáramos allí. Los vi huir. Por eso te arrebaté la pistola y dejé que me pusieras la jeta a tono.
—¿Quieres decir... que fue Evelyn Anderson quien dio el chivatazo a la central de que la señora Banning estaba en tu apartamento?—susurró Dave—. Pero... pero ¿por qué lo hizo? ¡Si poco antes había ayudado a Diana Banning a escapar!
—Fue una treta para alejar las sospechas de su persona. Quería que pareciera que había estado ayudando a la Banning. Pero, de hecho, quería que la pillaran. Planeó todo por adelantado. Envió a Diana una nota falsa, aparentemente de Astrio. Sabía que la Banning creía ciegamente en los astros... y que, cuando le endilgaran el asesinato, no se esforzaría mucho por escapar a su destino. Evelyn Anderson también envió una nota a Saúl Romne, ordenándole que la volviera a aceptar. Cuando él se negó, ella robó la pistola de Diana y mató a la mujer de Astrio con ella... cuando la mujer de Astrio entró en el apartamento de Diana para pelear por Saúl Romne.
—Y tú sospechaste... —dijo Donaldson.
—No sospeché. Lo supe. Lo supe en el instante en que la central recibió el chivatazo por teléfono. Evelyn
Anderson era la única que podía haberlo hecho. Debía tener un motivo. ¿Y cuál era? Celos es lo que concluí. Concordaba con los trozos de papel que robé de la papelera de Romne. Así que me inventé una triquiñuela para usar la máquina de escribir de Evelyn. Eso ha sido definitivo. La nota de Astrio y la carta para Romne firmada «E.A.» procedían de esta máquina. En cuanto hice la acusación... ya viste lo que pasó.
Dave recostó el cuerpo sin vida de la Anderson sobre el suelo.
—Sí —dijo él—. Y tanto que lo vi.
The Horoscope CASE
Dan Turner—Hollywood Detective, enero, 1942