CAPÍTULO XVII
MENTIROSOS Y MIEDOSOS

Quizás la existencia de una respuesta depende solamente de que se haga la pregunta adecuada.

R. DUNCAN

EL NIÑO MENTIROSO

Ante un niño que dice mentiras, nada bueno podemos deducir de la persona a quien se las cuenta.

Cuando iba al colegio y nos llamaban al despacho del director, ya sabíamos que no era para nada bueno. Nadie quería ir cuando se le llamaba y mucho menos nos atrevíamos a ir voluntariamente. Pero hace unos años trabajé en una escuela en la que me sorprendió que los niños iban a contar al director ellos mismos si habían hecho algo malo («He roto sin querer un cristal», «Me he peleado con fulanito»). Pronto averigüé por qué: el director los escuchaba y, con explicaciones razonadas, intentaba modificar el aspecto negativo que había cometido el niño. No castigaba, sino que escuchaba, y entre los dos buscaban la mejor forma de subsanar aquello. En cambio, el resto de profesores sí les castigaban y por eso los niños solucionaban el problema con el director.

Imagine que un padre grita furioso: «¿Quién se ha comido el chocolate? ¡Que venga inmediatamente, que se va a enterar!». ¿Cuál de las reacciones que se dan a continuación será la normal en su hijo de 7 años?

  1. Escurrir el bulto como pueda.
  2. Decir: «He sido yo y puedes castigarme».

Un niño normal no va a confesar en esas circunstancias. Si alguno lo hiciera, podríamos sospechar algún atisbo de masoquismo.

Para que alguien, adulto o niño, diga la verdad, hemos de propiciar las condiciones óptimas para que la exprese.

Habitualmente, las mentiras, tanto en niños como en adultos, se suelen deber al miedo: miedo a las represalias, miedo a que se sepa quién es realmente (típico de muchos adultos que alardean de una vida que no tienen), miedo a quedar mal delante de la gente, miedo a no conseguir algo… En definitiva, existe el miedo.

Cuando tenemos confianza con una persona, le contamos nuestros secretos y debilidades más ocultas porque no le tememos. Esa es la explicación de por qué los adolescentes son capaces de contar antes un problema a un amigo (incluso a un psicólogo) que a un padre. No se puede tener miedo de un padre (¡ojo!, no se debe confundir el miedo con el respeto, eso sí se puede tener). Un padre que «reine» en su casa basándose en el terror sólo va a conseguir mentiras y más mentiras, ya que nadie se atreverá a hablar con él.

La base para que nuestros hijos no mientan es el amor, la tolerancia y la empatía.

Ante un niño que ha roto un jarrón, la empatía nos hará ponernos en el lugar del niño y saber si realmente quería hacerlo o no. El cariño hará que lo que les digamos, aunque sea una reprimenda, rebose amor y sea visto por el niño como una ayuda para que él sea mejor, y la tolerancia hará que las acciones reparadoras que pactemos con él (recoger los pedazos, ahorrar para comprar otro…) sean proporcionales al hecho, a la intención del niño y a lo que este puede asumir.

Veamos un ejemplo:

Juan rompe un jarrón. Su madre le grita: «¡Juan, ven aquí! ¿Has sido tú, verdad?». Evidentemente, Juan le contestará que no. Si la madre sigue diciendo: «Dime la verdad o será peor», el niño aún hablará menos, porque entre que le riñan ahora o más tarde, mejor seguir mintiendo. Desengañémonos: Juan ya sabe que no será mucho peor, ahora ya pinta muy mal.

Somos nosotros quienes provocamos que la mentira se mantenga. Veamos qué sucede cuando aplicamos la empatía, el amor y la tolerancia.

Juan rompe un jarrón. La empatía hace que pensemos que tal vez ha sido un accidente y que, al igual que nos ocurre a nosotros, puede cometer desaguisados de ese tipo. Por ello, vamos a enunciar lo que ha sucedido sin añadir ningún otro comentario («Juan, se ha roto el jarrón») y averiguaremos qué ha pasado. Es importante averiguar qué ha sucedido porque no es lo mismo un accidente fortuito que una acción intencionada, y las medidas reparadoras que le vamos a proponer serán diferentes. Así pues, podemos preguntarle con voz suave: «¿Sabes qué ha pasado?». O, si es evidente que el niño es el implicado: «¿Me puedes explicar qué te ha sucedido con el jarrón?». Si la respuesta es que ha sido un accidente (quizás no lo ha visto), es que no quería hacerlo. Esta misma empatía hará que pensemos en cuántas veces nosotros, también por despiste, hemos roto algo o hemos perdido alguna cosa. Y nos preparará para ser más tolerantes con las actitudes de nuestros hijos. A partir de ahí el amor hará que todo lo que debamos decirle sea cariñoso («Bueno, pero otra vez ten un poco más de cuidado», «¿Te has hecho daño? Bueno, si sólo es el jarrón, no es grave») y que las medidas que le propongamos para solucionar el desaguisado también vayan en la misma línea («Ya sé que ha sido un accidente, pero para que otra vez pienses más en ello, ¿me ayudas a recogerlo?», o bien: «De acuerdo, no querías hacerlo, pero para que otra vez no suceda una cosa similar, ¿qué te parece si a partir de ahora no vuelves a corretear por casa y si lo haces, yo te lo recuerdo?»). Esa misma tolerancia que nos ha hecho ver que a nosotros también nos suceden pequeños accidentes cada día y que no por ello necesitamos recibir un castigo es la que hará que nos demos cuenta de que es mejor enseñarles una medida para que aprendan a ser más cautelosos en lugar de castigarlos. Además, recordemos cómo a ciertas edades (antes de los 3 años) un castigo puede ser inútil, porque el niño no acaba de entender exactamente la causa y el efecto de lo que ha sucedido. Se encuentra castigado sin que sepa por qué. Lo único que lograremos es que se rebote contra nosotros, puesto que no entiende la razón de su castigo.

Puede que Juan haya roto el jarrón queriendo (se enfadó con su madre y tiró el jarrón, o lo rompió porque estaba enfadado consigo mismo). Lo acabaremos sabiendo si se lo preguntamos de manera (como en el párrafo anterior) que se sienta libre para hablar.

A partir de ahí, el amor y la tolerancia harán que le podamos decir que nos duele que esté tan enfadado, pero que en casa no rompemos las cosas de los demás si nos ponemos así. Le podemos contar qué hacemos nosotros cuando nos enfadamos para que nos imite. El problema suele ser que la mayoría de padres cuando se enfadan no son muy buenos modelos para sus hijos. Hay otro tipo de padres que evitan a toda costa enfadarse delante de los niños y tampoco son modelos de cómo se debe comportar cuando discrepa con otros miembros de la familia.

Si a partir de aquí se quiere buscar una medida que repare el daño hecho, debemos ser tolerantes y buscar algo que el menor pueda cumplir y que le enseñe algo positivo. Muchos padres no saben hacer esto y tan sólo castigan, con lo que provocan que el menor mienta otra vez. Si el niño ha roto el jarrón y se le castiga un mes sin televisión, eso es tan sólo un castigo: el menor no aprende a controlarse. Y, seguramente, como es un castigo muy desproporcionado y duradero, al final no se llevará a cabo; e incluso si se lleva a cabo, el niño lo verá como una injusticia.

Cuando mi hijo mayor tenía 6 años, llegó a casa un viernes de la escuela y me preguntó: «¿Mañana por la tarde me dejarás hablar por teléfono con mi amiga Laia?». «Claro —le respondí—. ¿Qué ha pasado?». Me contó que el día anterior el padre de Laia estaba viendo el fútbol y se levantó un momento para ir a la cocina. La niña aprovechó que el padre no estaba para cambiar el canal de la tele y mirar unos dibujos. Al volver, el padre se enfadó y la castigó todo el sábado a estar en su habitación sin poder salir. Mi hijo vio una injusticia en todo esto y un castigo desproporcionado (al igual que la niña) y para apoyarla la estuvo llamando durante toda la tarde para darle ánimos y distraerla.

Si el niño ha roto el jarrón queriendo, una buena medida es enseñarle otras formas de control (mejor si es mediante el ejemplo de los padres) y buscar algo para que repare el daño. Por ejemplo, para que se controle, le podemos decir cosas como: «Cariño, cuando te enfades, dilo, pero no rompas nada», «Si te enfadas, te dejamos expresarlo gritando, pero no rompiendo cosas», «Ya ves que cuando mamá y papá se enfadan, no rompen nada, sino que continúan hablando hasta que lo solucionamos y esperamos lo mismo de ti», etcétera. Y para que repare el daño, podemos pedirle que nos ayude a recoger el jarrón, o que con sus ahorros (dinero de Navidad, cumpleaños) vayamos a comprar una cosita que sustituya al jarrón roto, o que tiene que pedir perdón a su padre, pues había sido quien había comprado el jarrón. Lo mejor es ofrecerle dos alternativas y que elija una de ellas.

Quizás, de esta forma, la próxima vez que le suceda algo parecido se atreva a volver a contar la verdad, pues en ningún momento se ha sentido amenazado o se le ha castigado injustamente. Al contrario, le hemos dado herramientas para que se controle y le hemos ayudado a reparar el daño, con lo cual no se sentirá tan culpable.

Lucía, de 3 años, estaba sentada en el sofá viendo la tele y se le cayó la cocacola que estaba tomando y le dijo a su madre: «Mamá, se me ha caído la coca-cola en el sofá, pero no pasa nada, la he tapado con el cojín[147]».

Lucía, seguramente, es un niña que ha crecido con la confianza de que puede contar lo que sucede. Como Lucía contó lo que había sucedido en el momento, su madre pudo minimizar el daño (un lavado rápido no deja manchas). Si Lucía no se hubiera atrevido a contar el accidente, su madre lo habría descubierto otro día y a lo mejor ya hubiera sido tarde para solucionarlo, o quizás lo habría visto el día de una visita de compromiso. Sea como fuere, facilitar que nuestros hijos cuenten las cosas siempre nos va a favorecer.

Si le cuesta entender el mecanismo que hemos utilizado para que el niño no mienta en el futuro, puede utilizar el que dimos en el capítulo de las rabietas (comprensión, educación y elección) y obtendrá resultados similares.

Aparte del miedo, hay otras causas por las que el niño puede que mienta y que valen la pena explicar:

  • La fantasía y el amigo invisible.
  • Los malos entendidos.
  • Cuando los padres mienten.
  • La fantasía y el amigo invisible

Denís tiene un amigo imaginario que se llama Pablo López. Una noche que no quería ir a la cama, su madre le dijo: «Mira, Pablo López ya está en la cama». Y entonces Denís le respondió: «¿Sabes, mamá…? Pablo López es un poco imaginario[148]»

Muchos niños tienen amigos imaginarios o una fantasía desbordante. Esto puede hacer que «vean» las cosas de otra forma y lo digan tal cual. No mienten y la mayoría están convencidos de que eso es así. Incluso en el ejemplo que encabeza este apartado, el niño que no quiere ir a dormir admite «un poco» que su amigo es imaginario. Ni siquiera puede admitirlo del todo.

  • Los malos entendidos

Los niños no entienden las cosas como nosotros. Puede que haya palabras que adquieran un significado diferente para ellos y, por lo tanto, cuando les preguntemos por estas, puede parecer que miente. Pero no es así.

Hace unos diez años una pequeña andaluza de 4 años me dijo que su padre era joyero. Al poco tiempo me enteré por su madre de que su padre llevaba una excavadora. Cuando se lo dije, me contestó: «Sí, es joyero, hace joyos con la excavadora». La niña no había mentido.

Vean este otro ejemplo:

Alex estaba dibujando y su madre le preguntó: «¿Qué haces, Alex?». El niño le respondió: «Estoy dibujando un agujero». «¿Cómo puede ser un agujero si es alargado y con brazos?», le preguntó su madre. Alex contestó, con aire de suficiencia: «Un agujero es un señor que hace agujas[149]»

La profesora castigó a María sin salir al patio porque había estado distraída y no había terminado sus tareas escolares. La niña lloraba desconsoladamente y repetía una y otra vez que no había estado distraída. La señorita le dijo: «María, no me mientas y no me digas que no has estado distraída». Y María contestó: «Es verdad, no he estado distraída, porque todo el rato he estado hablando con mi amiga Pili».

  • Cuando los padres mienten

A veces somos nosotros, los padres, los que mentimos y damos mal ejemplo, pero peor es cuando obligamos a nuestros hijos a mentir. Claro que mienten, pero eso no es mentir exactamente.

«Guapo, ¿cuántos añitos tienes?». El niño miró a su madre y le dijo: «Mamá, ¿le digo la del autobús o la de verdad?»[150]

A veces censuramos en los niños comportamientos que no censuramos en nosotros. No mienta ni obligue a mentir a un niño.

EL NIÑO MIEDOSO

El miedo atento y previsor es la madre de la seguridad.

E. BURKE

Todos tenemos miedo a algo. Entre mis conocidos puedo citar los siguientes: Montse teme a los perros; Rosa tiene miedo del aceite al freír; Carmen no soporta los petardos y los fuegos artificiales; Roberto no puede irse a dormir si no tiene tabaco; Carlos sufre porque tiene un entrevista de trabajo…

Los niños no van a ser menos que los adultos y también tienen miedo de algunas cosas. Cada uno tiene su miedo particular: a unos les cuesta dormir fuera de casa, otros temen que el profesor les pregunte delante de toda la clase.

Si su hijo tiene algún miedo como los que hemos citado, tan sólo intente llegar al objetivo, a la zona emocional, a base de ir avanzando poco a poco mediante la distancia emocional asimilable (repase estos conceptos en el capítulo II).

Cuando hablamos de niños miedosos, no nos referimos a estos, a los que tienen algún miedo de forma puntual, si no a los que tienen miedo ante muchas situaciones. Esto es lo que convierte a un niño que tiene miedo a algo en un niño miedoso.

Podemos distinguir dos tipos de miedo:

  • El miedo marcado en el niño por cómo se le ha tratado.
  • El miedo como prevención.

El miedo marcado en el niño por cómo se le ha tratado

Como explicábamos en el capítulo II, en el desarrollo del cerebro infantil, según cómo tratemos a un niño desde que nace, se marcan en su cerebro unos determinados circuitos u otros. Son como unos caminos que quedan marcados para siempre. Por eso, ante un niño que tiene miedo, deberíamos pararnos a pensar qué se lo puede producir, tanto en su pasado más reciente como en el más remoto.

Muchos niños tienen miedo porque de pequeños fueron apartados de sus madres al nacer y esto creó en ellos un gran estrés. Otros, porque a veces se han frustrado sus peticiones más elementales de consuelo y contacto. Sea como fuere, el camino se basa en ser comprensibles con el niño, ya que la mayoría de las veces los culpables somos los adultos.

Hace poco se denunció en los medios de comunicación que en una guardería de nuestro país se maltrataba a los menores. Las imágenes que salían por la televisión eran estremecedoras: se les obligaba a comer, no se les hacía caso, etcétera. Quién sabe si estos niños empezaron a no querer ir al colegio, a asustarse en cuanto notaban que su madre se ausentaba… Ahora ya sabríamos por qué. Seguramente, los niños empezaron a mostrar miedo, pero nadie sabía el motivo en los primeros momentos.

Sea como fuere, la solución no es forzarlos a hacer algo en contra de su voluntad, pues les asustaremos más y generaremos en ellos más inseguridad y miedo. Intente, siempre que pueda, buscar la causa que ha originado ese miedo generalizado en su hijo y, si la encuentra, hable con él. Si el menor tiene menos de 3 años, le será difícil, pero a partir de esa edad los niños entienden más que hablan y ya son capaces de escuchar, comprender y responder en la medida de sus posibilidades. Hable sobre el tema y deje que libremente pueda expresar lo que siente con dibujos, palabras, moldeado en plastilina, etcétera.

Tanto si sabe la causa como si no, puede animarle a que consiga alguna de las metas que, de momento, es incapaz de conseguir, a base de buscar una distancia emocional asimilable por el niño e ir avanzando por ese camino con nuestra ayuda. Evidentemente, si se supiera la causa y se soluciona, el niño terminaría con su miedo, pero trabajando en la distancia emocional asimilable podemos adelantar ese momento.

El miedo como prevención

Hay niños más inteligentes que otros. Eso es una realidad. Y puede que sean inteligentes para una cosa y no tanto para otras, como se ve muchas veces. Sea como fuere, los niños que presentan una inteligencia cognitiva mayor que sus compañeros suelen tener más miedo.

¿Son miedosos realmente? No, incluso algunos padres no entienden cómo pueden ser tan lanzados para unas cosas y tan temerosos para otras. La explicación radica en que no son miedosos, sino que captan el peligro más que el resto de niños.

Imagínese que va con su bebé de dos semanas en brazos y una pandilla de asaltadores callejeros se dirige hacia usted. ¿Quién tendrá más miedo, usted o su bebé? Evidentemente, el bebé ni se va a enterar, a no ser que los gamberros inicien alguna acción en su contra que la separe del niño o le hagan daño. El niño no puede darse cuenta.

Lo mismo les sucede a estos niños «miedosos»: sus compañeros de la misma edad no se dan cuenta de muchos peligros y ellos sí. Son los típicos niños que preguntan por lo que va a pasar («¿Cuándo nos marcharemos?, ¿a qué hora regresaremos?, ¿quién me va a llevar?, ¿cómo lo haremos?») o hacen conjeturas sobre posibles accidentes («Mamá ¿a ti te puede atropellar un coche cuando vas al trabajo?, ¿papá se va a morir de esta gripe?, ¿qué pasa si cruzo la calle y el semáforo no funciona?»). Parecen pájaros de mal agüero, siempre viendo la parte negativa de las cosas; pero lo único que sucede es que ellos la ven (sus compañeros no) y como tienen la edad que tienen, no cuentan con los recursos ni con los conocimientos que tenemos nosotros para solucionarlo.

Ainhoa, de 2 años, regresaba a casa con su madre después de un día de escuela. Al llegar al portal, se puso a llorar y a patalear porque no quería entrar. Si su madre se iba, tampoco la dejaba entrar en el edificio. Al final, tras muchas discusiones, cogieron a la niña entre el padre y la madre y la subieron a casa. Lloró mucho rato, sin que supieran por qué, y al final se durmió sin haber cenado. Al día siguiente, la madre preguntó a la profesora si había pasado algo en la escuela que provocara el mal comportamiento de la niña. Un niño mayor que pasaba, al oírlas, comentó: «A mi hermana le pasó lo mismo ayer». Como su hermana tenía 6 años, y ya se explicaba mejor, le preguntaron. Resulta que había llovido, y después de comer, como no podían salir al patio, les pusieron un vídeo para entretenerlos. Mientras lo sintonizaban salieron las noticias: ese día, un edificio de Tarragona se había desplomado por culpa de una explosión de gas. Lo que para otros niños pasó desapercibido, para estas niñas más inteligentes no, se dieron cuenta y empezaron a maquinar: «Los edificios se caen por el gas. MI casa tiene gas, por lo tanto, mi casa no es segura. Por lo tanto, no voy a permitir que entre nadie». Se le explicó, en la medida de lo posible, a la pequeña Ainhoa que eso no podía pasar en su casa y problema resuelto.

Muchos niños tienen miedo a dormir fuera de casa, a ir a la escuela, a enfrentarse a cosas nuevas porque ven peligros donde no hay tantos (si de verdad les escucháramos, veríamos que algo de razón tienen), y como no pueden solucionarlo porque son pequeños, se asustan o desisten de hacer esas cosas. La mejor forma de tratarles es explicándoles lo más exactamente posible qué va a pasar y así se tranquilizan (piense en que son inteligentes y van a pillar mejor las explicaciones que otros niños). Forzarles sólo propiciará que se ofusquen más.

Les podemos tranquilizar diciendo que este tipo de niños miedosos no lo son en la vida adulta (los del apartado anterior, los niños a los que se les graba en sus circuitos cerebrales los caminos del miedo, esos sí pueden ser miedosos en la vida adulta; pero estos no). ¿Por qué estos no? Porque con la edad saben calibrar mejor el peligro que los otros (recuerde que son más inteligentes) y le dan a cada situación la importancia que se merece: se diluye el miedo para las cosas insignificantes y son más precavidos para aquellas que requieren preocupación. Nada más.

Muchos padres y educadores mantienen una batalla contra estos niños que no quieren hacer lo mismo que hacen los otros y lo ven como un retraso («Es que todos se atreven a salir al escenario y Pedrito no», «Es que todos los primitos se quedan a dormir en casa de la abuela y Melisa no»). En la mayoría de los casos no es un retraso, sino un adelanto: lo que no ven los otros niños, ellos lo intuyen. Hablen con ellos, les sorprenderán sus explicaciones y razones.

RESUMEN

  • Muchas veces las mentiras las provocamos los adultos con nuestra actitud hacia el menor.
  • Hemos de propiciar un clima adecuado para que el menor pueda contar la verdad de lo que ha sucedido.
  • Puede hacerlo utilizando la empatía, el amor y la tolerancia en sus acciones ante el niño.
  • Hay casos en los que parece que el niño miente, pero no es así. El niño cuenta con una fantasía desbordante o con un amigo imaginario. No miente: él ve las cosas de otra forma.
  • Nunca hemos de obligar a los niños a mentir («dile al revisor que tienes 3 años») ni los padres deben mentir delante de sus hijos.
  • El miedo es normal en el ser humano y permite la supervivencia de la especie, pero una cosa es tener algún miedo puntual o ser precavido y otra ser miedoso. Intente diferenciar a qué grupo pertenece su hijo.
  • Hay un tipo de niño miedoso que lo es porque desde que ha nacido se le han grabado en su cerebro los circuitos del miedo: son niños a los que no se les ha atendido, se les ha dejado llorar… Muchos niños adoptados con historias así presentan miedos.
  • Lo mejor para estos niños es averiguar, en la medida de lo posible, qué les sucedió e intentar solucionarlo. Dependiendo de cuál haya sido su trauma, este puede quedar grabado para toda la vida, aunque podemos ayudarle a minimizarlo.
  • También se puede trabajar en la distancia emocional asimilable para conseguir pequeños logros en la zona emocional que queremos cubrir.
  • ay otro tipo de niño miedoso y es aquel que, al tener una inteligencia más elevada que sus compañeros, ve más peligros que los niños de su edad.
  • Estos niños no serán miedosos de mayores, puesto que aprenderán a calibrar con más facilidad los peligros reales.
  • De momento, puede explicarles exactamente qué va a pasar, así se sentirán seguros y se atreverán a superar esos miedos.
  • En ningún caso hemos de forzar a un niño miedoso, sea del grupo que sea. Forzarles sólo provoca más inseguridad y esa es, justamente, la clave del miedo.