VI
Sábado con nubes oscuras
PARECÍA THUAN CONTENTO de verlo regresar y con gestos de una movilidad maligna lo invitó a seguirle y lo llevó otra vez al dormitorio de sus señores para que viera mejor al niño monstruoso. Tanto interés en repetir aquello era un poco vil. Sin embargo, y para no decepcionarlo, Ignacio se dejó llevar.
Mientras se acercaba iba pensando: «¿Qué pasará cuando esta gente se entere? Digo cuando se enteren los Maisonnave y el mismo Thuan».
El cuarto del matrimonio parecía diferente porque la luz entraba por las ventanas que daban al este y las sombras se recluían acumulándose detrás de los muebles.
Estaba el niño caído hacia atrás. Y dormía. Cuando iba a retirarse Ignacio sin haber dicho nada, se detuvo porque en aquella cara sin expresión se insinuaba una sonrisa. Dormido, el niño sonreía. Eso dejó a Ignacio de veras asombrado.
No acertaba a salir de allí viendo sonreír al niño. Y se decía que la naturaleza debía de ser piadosa de veras cuando daba a aquel pobre ser alguna posibilidad de gozo, siquiera dormido. «Quizá —pensó— la deformidad esté sólo en el que contempla las cosas y éstas son siempre perfectas a su manera». Estuvo mirando al niño como hipnotizado hasta que cesó la sonrisa. Él miraba al niño y el criado anamita lo miraba a él.
—¿Ha ido a París a ver a madame? —preguntó Thuan.
—Sí —dijo Ignacio con la voz velada.
Se obstinaba Thuan en que Ignacio estuviera casado o próximo a casarse y se lo llevaran a él como sirviente. Ignacio se fue a su estudio y el criado a sus faenas.
«He aquí que los monstruos pueden sonreír —se decía Ignacio—. ¿De qué sonreirán? Tal vez todos somos monstruos y deberíamos sonreír a pesar de nuestra monstruosidad». En la de Ignacio había alguna perfección, aunque no tan merecedora de simpatía como la de los Maisonnave, por quienes sentía ahora compasión, camaradería de buena ley y también alguna admiración.
Se alegraba de no haber visto los ojos del bebé (los tenía cerrados), porque siempre imaginó que debían de ser ojos malévolos y adultos.
Puso el gramófono, cosa que no solía hacer por las mañanas. Era una música mulata. Con violín, arpa, piano y jazz band. Ah, y contrabajo. Este último lo tocaban sin arco, es decir en pizzicatto, punteado. La delicadeza de la melodía acompañada por la barbarie sorda y contenida de los timbales y los ruidos rítmicos removía los fondos de la naturaleza desolada de Ignacio.
Ponía la música para tratar de distraer su atención y su memoria, pero no podía. Pensaba: «Se puede matar a una persona con el gozo sexual unido a una suprema vergüenza». Morir de una voluptuosa vergüenza debía de ser más fácil que morir sólo de vergüenza o sólo de voluptuosidad.
Pero quedaba todavía alguna esperanza. Tal vez ella no hubiera muerto y despertara de aquella especie de sueño. El signo contrario más alarmante era el olor de heces fecales que sintió poco antes de salir del cuarto del hotel. Todavía lo percibía en la memoria.
Tal vez, a pesar del testimonio de aquel olor —que podía ser engañoso—, ella volviera en sí y saliera sin otra dificultad que tener que aguantar la mirada del conserje. Los conserjes de aquellos hoteles miraban a las damas, cuando salían, con aquella curiosidad fría y azorante con que en los restaurantes miran a veces los hombres a la mujer que sale de los lavabos, a ver si la turban. Algunas se sonrojan. Supongo que son —pensaba Ignacio— las que han hecho aguas mayores. Pobrecitas. ¡Qué esclavitud la de lo digestivo, sobre todo para las mujeres hermosas!
Y así era la vida fisiológica. La esclavitud a lo natural. Pobres mujeres muertas o vivas. En los hombres esas cosas no importan. Pero mujeres como Marcelle, sometidas a aquellas formas de involuntaria exhibición después del escándalo moral, quedaban ya eternamente mancilladas, si es que hay una eternidad.
Podía haber sido todo aquello —repetía con el último resquicio abierto a la esperanza— el sueño cataléptico que a veces se produce en personas de apariencia saludable. En ese caso Marcelle saldría del hotel, se sonrojaría un poco bajo la mirada del conserje y tomaría un taxi para ir al hospital a ver a su marido.
Faltaba algo. Al ver a su marido, éste le preguntaría por qué había tardado tanto y ella le diría una mentira. ¡Marcelle una mentira! Seguramente la primera mentira grave de su vida. Y sería una mentira mortal, como lo son todas las mentiras, aunque sean leves. Si no nos matan es porque la vergüenza nos permite sobrevivir. Pero la acumulación de mentiras es una acumulación de muerte y al final, cuando ya no podemos más ni tenemos fuerzas para la redención por la vergüenza, morimos.
Con la muerte recuperamos de golpe y para siempre toda la verdad perdida.
Volvía a la realidad de las cosas. Como había dicho Ignacio que al marcharse a París se quedaría todo el día en la ciudad, no lo esperaban en casa para el almuerzo. Eso le dijo Thuan. Desde su estudio oyó salir otra vez a Mme. Maisonnave. «Ojalá no le haya dicho Thuan que yo he regresado», pensó.
A la hora del almuerzo salió y anduvo paseando sin rumbo. El cielo seguía gris plomizo cargado y pesado de nubes, sobre todo hacia el lado de París, hacia el este. El horizonte contrario mostraba alguna vacilante vedija de cielo azul que era cubierta o descubierta según la dirección de las brisas.
Fue a pasar por delante de la tienda de Saint–Julien y una vez allí entró sin saber por qué. No lo pudo remediar. Creía que era una manera de disimular, en todo caso. Torpe disimulo. Había quedado a cargo de la tienda un cuñado del dueño, un hermano de Marcelle. Esto sorprendió tanto a Ignacio, que se arrepintió de haber entrado y habría huido si fuera posible.
Al entrar en la tienda lo hizo de un modo casual y preguntó si estaba Saint–Julien cuando todo el mundo sabía que había ido al hospital. Ignacio se hizo de nuevas mirando fijamente al cuñado. Se parecía a su hermana Marcelle y era un poco más alto. Las palabras del corto diálogo fueron las siguientes:
—¿Qué enfermedad tiene monsieur Saint–Julien?
—Pues… —El cuñado abría los brazos y alzaba las cejas—. Hoy mismo le hacían las pruebas definitivas y por eso fue a verlo mi hermana Marcelle. ¿Deseaba usted algo?
—Elegir tela para un traje —mintió Ignacio—. ¿Tampoco ella está en casa?
—Salió temprano esta mañana, como le digo. ¿Qué tela quiere?
—Franela inglesa.
—¿De qué color?
Las inocentes preguntas de aquel comerciante eran difíciles como las de un juez. Balbuceó Ignacio: «Gris claro». Pensaba al mismo tiempo que aquel hombre se enteraría poco después de que Marcelle había ido en el mismo taxi que Ignacio, y además sentada en sus rodillas, porque los chóferes de taxi lo cuentan todo.
—Espero —dijo Ignacio sintiendo que iba a ruborizarse— que la enfermedad de su cuñado no sea grave. Usted sabe, los médicos se equivocan a veces.
—Ojalá, pero esta enfermedad es muy traicionera. Digo el cáncer. En cuanto a la franela que busca ¿es lo que llaman tweed? Porque aquí sólo tenemos género nacional.
Pensaba Ignacio que la idea de que Saint–Julien muriera y le dejara a su mujer en herencia la tienda había pasado por la imaginación del cuñado. Esta reflexión fría le llenó a él mismo de extrañeza y miró el reloj. Advirtió que le temblaba el pulso, se disculpó y salió sin haber respondido a la pregunta sobre el tweed.
Ya en la calle caminó despacio en dirección a su casa con la sensación de haber hecho una imprudencia. Quiso volver para responder a la pregunta sobre el tweed, pero no se atrevió. «No volveré a salir de casa —se dijo— hasta ver lo que dicen los periódicos, si dicen algo». Luego se decía que el tweed y la franela debían de ser una misma cosa.
Estaba seguro del revuelo en París, y sobre todo en Argenteuil, y esa idea le daba una angustia que en lugar de aliviarse se agravaba. Había logrado salir del cuarto del hotel y de París, pero se sentía encerrado en Argenteuil y en la calle gris de asfalto y de niebla mañanera. La sombra de Marcelle parecía acompañarle a su lado. Aunque era sólo una sombra lo abrumaba incluso físicamente. Y el cielo plomizo parecía un plafond tapizado de tweed.
Ya en su casa cerró la puerta del estudio y, sentado en un taburete que solía usar para atarse los zapatos, miraba fascinado el calendario que tenía en el muro. Un calendario con algunas fechas marcadas (comienzo de curso, exámenes, horarios de clase).
Se acostó y se quedó dormido, aunque no solía dormir de día. No lo llamaron para almorzar o tal vez lo llamaron y no respondió, de lo que debieron deducir que no estaba en casa.
Cuando despertó hacia las cuatro de la tarde se asomó a la ventana y, aunque no sabía concretamente en qué sentido las cosas debían de parecer anormales, no comprendía que la gente fuera y viniera lo mismo que antes.
A la hora de cenar lo llamaron y acudió como si tal cosa. Nadie hablaba. No podía mirar de frente a sus compañeros de mesa. Suponiendo la señora que sucedía algo en el alma de su huésped, se calló también, respetuosa. No se oía otra voz que la de Thuan preguntando algo —cosas del servicio— a la señora y las respuestas de ella. Por decir algo preguntó Ignacio si franela y tweed eran la misma cosa, pero ni él ni ella lo sabían.
Escapó del comedor Ignacio en cuanto pudo. Otra vez en su cuarto se dijo que no debía singularizarse y que se había conducido mal en la mesa. «Mañana —se propuso— me mostraré como siempre». Es decir, que hablaría un poco más de lo indispensable, sin concretar nada. Eso era lo que se llamaba conducirse bien.
Se acostó y no pudo dormir. Lo atribuyó al hecho de haber dormido durante el día.
Se levantó y buscó un libro al azar. Era de Francis Careo y en la página 213 había un verso en cursiva (en medio de una narración áspera y de tono medieval) que decía:
Gentils galans faisant le pied–de–veaux.
Se preguntaba en qué consistiría aquel pie–de–ternera que hacían los galanes danzadores. Y no podía enfrascarse en la lectura, que por otra parte era inquietante y siniestra. No sólo por los hechos sino por el estilo mismo, por los efectos de la simple sintaxis. Por la psicología de la sintaxis.
Puso muy baja la radio con música de cámara. Aquello sí que le ayudaba a tranquilizarse. Y fuera de su cuarto la ciudad, detrás de una neblina a trechos iluminada por colorines de neón, seguía viva. Como siempre, los rumores más frecuentes eran de coches que pasaban con la velocidad nocturna, un poco más aventurera que la velocidad diurna.
Se sintió solo y vio una vez más que la desgracia nos aísla. La realidad era absorbente y alucinadora. Trató de distraerse con el libro de Careo. Lo consiguió a medias. La literatura (prosa, verso, teatro) no era sino eso: una distracción artificial «artificiosa» de las verdaderas densidades del vivir. Siguiendo aquel camino llegó a preguntarse si no sería la literatura objecionable como un truco sucio, como una mentira culpable. «He aquí —se dijo por vez primera después de volver de París— que me he dejado llevar de una forma de libertad permisible a los hombres superiores según el argelino». ¿En nombre de qué? Queriendo convencerse a sí mismo de que no había sido la aventura gratuita y sin sentido estuvo pensando que tal vez podrían haberse enamorado los dos y si el marido moría habrían llegado a ser —estaba seguro— una pareja formal en una vida realmente plausible. Todo eso habría resultado honesto y cabal.
«Pero soy nada más una especie de cerdo trascendente» (que los hay). No podía concretar el hecho de su miseria, pero se sentía culpable en cada minuto y más entonces —de noche— que durante el día. Los cerdos también cometen crímenes sin sentido y son criminales e inocentes a un tiempo.
Aquella noche estuvo imaginando y concretando y clasificando los peligros.
Lograba convencerse de que no había hecho nada que mereciera el castigo de la ley.
Eso no le preocupaba grandemente. Pero el escándalo iba a conmover las esferas y a consecuencia de ese escándalo el viudo Saint–Julien se tomaría la venganza por su mano o bien lo llevaría a la justicia acusándolo de seducción adulterina y de homicidio.
Saint–Julien era un honesto ciudadano, un comerciante que no tenía tweeds y que debía de estar muy enamorado de su esposa. La determinación violenta de un hombre pacífico era temible. Y recordaba Ignacio que Saint–Julien, con su plácida expresión (hombre de cara ancha) cuando sonreía mostraba en sus blancos dientes dos colmillos que resaltaban, carniceros.
Conspicuamente desgarradores aquellos colmillos.
Comenzaba a darse cuenta ahora.
La noche tenía laberintos de dos clases: negros y amarillos. Cerca del amanecer se durmió y estaba en lo mejor del sueño, hacia las ocho, cuando fue despertado por un golpe discreto en la puerta seguido de otro más fuerte. Se levantó, se puso la bata y fue a abrir. Iba descalzo, tropezó con el taburete y sintió un dolor agudo en el dedo gordo del pie derecho. Abrió. Era monsieur Maisonnave que lo saludaba con una sonrisa de oreja a oreja.
Por el aspecto de aquel hombre que nunca hablaba en la mesa y que parecía ahora lleno de palabras confidenciales comprendió Ignacio que la horrenda aventura de París se había divulgado. Sintió que la sangre se le retiraba del rostro y lo invitó a pasar, con la vista desenfocada. «Antes no me hablaba porque se sentía culpable como padre de un monstruo. Ahora me habla porque se siente superior. Y lo es. Yo soy un asesino o se me puede considerar como un asesino».
Sentados los dos vio que Maisonnave lo miraba de un modo diferente y se dijo otra vez: «Él lo sabe». Comenzó a hablar Maisonnave afectando ligereza. Hablaba de las cosas que hacía en París cuando a pesar de ser tiempo de vacaciones iba a la ciudad.
—Ayer —dijo— fui a una reunión de estudiantes que me habían invitado a su Asociación de Paladines del Progreso. Usted sabe. Siempre los estudiantes que más se apasionan por el progreso de la humanidad son los que menos progresan en la clase, pero son gente simpática y vital. No podía dejar de ir y…
«Vaya —se dijo Ignacio—. Maisonnave tiene sentido del humor, lo que no se me habría ocurrido nunca». A pesar de su aparente calma, había momentos en que Ignacio tenía que apoyar el antebrazo en el sillón o sujetarse una mano con la otra porque tenía miedo de que una de ellas temblara y aquel temblor fuera indiscretamente revelador.
—Fui a la reunión, que duró bastante —decía Maisonnave—. Comprobé una vez más que los estudiantes culpan al profesor de ser la causa de sus problemas privados… No lo hacen por molestarnos, al contrario, de la misma manera que los hijos culpan a los padres sin dejar de comprender que los padres no pueden conducirse de otra manera. Así sucede con nosotros. Y más en las universidades que en los liceos, porque son más adultos.
Seguía Maisonnave hablando de aquel círculo de Paladines del Progreso. Había dado que hablar aquella organización dos años antes. Algunos la acusaban de anarquista, otros de socialista moderada y los que la veían con simpatía decían que su ideología cabía en todos los partidos realmente democráticos y se identificaba mejor con los radicalsocialistas. Tenían incluso una bandera roja y negra.
Eso del radicalsocialismo no lo había entendido nunca Maisonnave. Los socialistas de Le Populaire no eran radicales. Los radicales republicanos no eran socialistas. Por cada uno de los dos lados sobraba o faltaba algo.
Pero ¿qué iría a decirle a Ignacio aquel hombre recio de anchos hombros y nariz vulgar que solía mirar abajo durante la comida y que ahora miraba al techo? Por el momento seguía hablando de los paladines.
—Entre ellos, dos harán un día algo importante.
—¿Sólo dos? —preguntó Ignacio por demostrarle que estaba escuchándolo pero pensando en los colmillos de Saint–Julien.
—Yo diría tres, pero el tercero tiene tendencias divagatorias y demasiada afición por las letras. La divagación literaria, que hace estragos entre la juventud. Hablando del placer que produce la revelación, es decir, el descubrimiento de la verdad científica, dijo un día que ese placer nos lleva a las doradas brumas del éxtasis. Es una expresión del todo viciosa. Las doradas brumas del éxtasis. En la ciencia no puede haber brumas doradas ni plateadas, usted sabe. Sencillamente, no puede haber brumas de ninguna clase. Ni éxtasis. Ese joven no va a hacer nada porque busca placeres de tipo verboso.
Soltó a reír Maisonnave de buena fe. Ignacio comenzaba a sentirse desorientado. Aquel buen hombre saturado de matemáticas había ido a decirle algo y no se lo decía. Llevaba un diario en el bolsillo, un diario de la noche. Por fin lo sacó y lo abrió:
—Salí de la reunión bastante tarde y compré el periódico. ¿No sabe usted la noticia, digo lo de madame Saint–Julien?
Le alargó el diario y lo tomó Ignacio. Para que no temblara en sus manos lo dobló hasta reducirlo a una cuarta parte (sabía por experiencia que una hoja grande desplegada en el aire temblaba fácilmente) y leyó la noticia siguiente:
En un hotel de la rive gauche ha sido hallado al mediodía el cuerpo sin vida de una mujer joven cuyos documentos de identidad están a nombre de madame Marcelle Saint–Julien, de Argenteuil.
El conserje del hotel avisó a la policía y ésta dio conocimiento al juez del distrito, quien dispuso que se abriera investigación y que el cuerpo fuera trasladado al hospital de N. para que le sea practicada la autopsia por la cual se espera conocer las causas de la muerte.
«No era por fortuna —pensó Ignacio— el mismo hospital donde estaba internado Saint–Julien».
El diario seguía diciendo:
Declaró el conserje que algunas horas antes había ingresado en el hotel aquella señora, acompañada de un joven que dio un nombre probablemente falso. No comprende el conserje cómo el acompañante de la desventurada dama pudo salir sin ser advertido.
La policía hace indagaciones aunque se espera el resultado de la autopsia para calificar los hechos y el delito si lo hay.
Como no podía faltar el toque erótico sentimental, el reportero añadía por su cuenta:
Se supone que se trata de un accidente que de un modo u otro y probablemente sin violencia, a juzgar por las primeras impresiones de la policía, vino a interrumpir el idilio culpable de una pareja de enamorados.
Estaba Ignacio fuera de sí, pero no levantaba los ojos del diario para evitar que Maisonnave viera en ellos alguna clase de desconcierto. Idilio culpable. Ciertamente aquélla era la clave del «accidente». Pero ¿por qué culpable? ¿Cuál era la culpa? ¿Y a cuál de los dos le correspondía?
Creyéndose un poco más tranquilo, Ignacio (que al mismo tiempo que el periódico veía los pies bien calzados del profesor, sus zapatos brillantes —lustrados por Thuan— y la mancha rosácea de su cara) suspiró y dijo:
—¡Quién iba a pensar! Hace apenas una semana que la vi en el salón de actos del liceo.
Afirmaba Maisonnave con enérgicos movimientos de cabeza y dijo muy excitado:
—He sabido que Marcelle fue a París en uno de los taxis colectivos que salen de la plaza, frente al Café du Commerce.
—Sí —dijo Ignacio anticipándose a las sospechas—. En el mismo taxi iba yo.
Se produjo un largo silencio. Había hablado Ignacio con energía, como queriendo demostrar que no tenía miedo a las sospechas. Sostenía la mirada de Maisonnave y pensaba: «Lo sabe ya. Lo sabe todo. Si no lo supiera, no habría venido a decírmelo». Creyó oír rumores en el pasillo, al otro lado de la puerta. Trataba de averiguar si eran pasos de mujer o de hombre. Si la que escuchaba era la esposa de Maisonnave no había duda de que los dos lo sabían. Si era Thuan, tal vez no. Como dentro de la casa los dos usaban zapatillas de fieltro no podía percibir las pisadas de un modo distinto y revelador.
—Ésa es la cuestión —dijo Maisonnave pasándose la mano por la mejilla bien afeitada—. Suponía que podía haber ido usted en el mismo taxi. Por eso vine a mostrarle el periódico.
Y no le decía más. Ignacio estuvo dudando un momento y aun a punto de confesárselo todo, pero se calló y se mantuvo frío y distante. Pensaba que había visto por segunda vez el pequeño bebé de la grande cabeza iluminada por dentro. No se lo diría nunca a los padres por no herirlos. Ellos sabían que él lo había visto y no decían nada tampoco.
Pero ahora los Maisonnave sabían por su parte que en la vida privada de Ignacio había una catástrofe (algo sin nombre), y tampoco se lo decían. En los dos casos quedaba el recelo y la sospecha en el aire. La situación era 4la misma en el fondo. «Si no estuviera enterado Maisonnave, no habría venido», se repetía una vez y otra como una musiquilla. Y Maisonnave miraba el calendario del muro y el reloj, y otra vez el calendario.
Era la vida intolerablemente compleja, pensaba Ignacio mirando de frente al rostro de Maisonnave y viendo más abajo la mancha negra de los zapatos con un reflejo fulgurante de la luz sesgada de la ventana. Pero pensaba en la policía. Aquella palabra —policía— era la clave de todas sus desventuras ahora. En los papeles de Marcelle habían hallado su identidad. De nada sirvió que Ignacio diera un nombre falso al conserje porque el de ella no sólo había sido hallado sino publicado ya por la prensa. «Tal vez —pensó angustiado y mercurial— algún otro periódico tiene ya reporteros que están elaborando la noticia por el lado del amante desconocido. En ese caso, ¿qué dirán de mí cuando se enteren? ¿Me buscarán? ¿Tendré que afrontar sus preguntas? Una mujer muerta en un hotel. Y muerta sin sangre. ¿Envenenada? ¿O de muerte natural y en este caso muerta de amor? ¿Muerta en el acto de hacer el amor?». Por lo menos las dimensiones picantes y sabrosas por el lado obsceno no se las perdería nadie y mucho menos siendo la víctima quien era. Los colmillos de Saint–Julien volvían a hacerse ostensibles. Ignacio tenía miedo. No necesariamente un miedo físico.
Y allí estaba Maisonnave deseando tal vez decirle algo más grave y aunque no se atrevía a decirlo Ignacio creía estar escuchándolo. No sabía qué. Algo espantoso, pero no sabía qué. Si lo supiera, tal vez sería menos malo. Callaba Ignacio tomando una expresión vacía y su colega exclamó repitiendo con otras palabras lo que había dicho antes Ignacio:
—¡No se puede estar seguro de nada ni de nadie! Lo que vemos no es sino una pequeñísima parte de lo que sucede a nuestro alrededor.
Tratando de mostrarse tranquilo, Ignacio comenzó a hablar de una manera objetiva y distante (y seudo–científica, ya que hablaba con un matemático). Lo que entendemos de la realidad mecánica y exterior y relativa es muy poco. Y nos induce a engaño. (Ignacio se oía a sí mismo complacido, aunque estaba seguro de que su acento dejaba traslucir su nerviosismo). «Es como si nos ofrecieran en la pantalla del cine dos o tres metros de cinta tomada en cámara retardada en la cual sólo viéramos un hombre saltando en el aire para atrapar una pelota con la cabeza. Alzando la pierna derecha, el brazo izquierdo, enarcando las cejas y abriendo la boca con los ojos extraviados. Los que no supieran nada de deportes (ni hubieran visto nunca un partido) no podrían jamás entender lo que estaba sucediendo».
Maisonnave lo miraba atentamente a través de las gafas. Y sin disfrazar su extrañeza comentó:
—No sé qué decirle. Mucha imaginación hace falta para comprender un caso como el de Marcelle.
Volvía Ignacio a su barroco ejemplo:
—Nunca podría entender el espectador a aquel hombre que brincaba en el aire, daba la vuelta despacio, golpeaba un balón con la cabeza y abría la boca mostrando dos colmillos.
Estaba pensando en los de Saint–Julien.
—Es verdad —concedía Maisonnave con una expresión de asombro.
Embalado, Ignacio continuaba:
—Para alcanzar el sentido de esos movimientos del atleta habría que presenciar el desarrollo del juego, conocer el reglamento, calcular las fuerzas de cada uno de los equipos adversarios y su astucia combativa, y además las condiciones de la competición. Difícil sería comprender al brincador en ralenti. Para no hacer juicios temerarios…
Mientras hablaba, Ignacio no podía menos de pensar: «Hay algo grotesco en el brincador, y ese brincador no es Saint–Julien sino yo». Rabiaba por ver salir a Maisonnave de su estudio, quedarse solo, ir a la calle y ver los diarios de la mañana, que seguramente traerían más información. No se le ocurría pensar que, en medio de los sucesos del mundo, el suyo —el de la muerte de Marcelle— resultaba trivial y que no hallaría en ningún diario más de ocho o diez líneas dedicadas a ella. Él esperaba horrorizado títulos a toda página.
Maisonnave no había mostrado dolor alguno por la muerte de aquella mujer. Sólo una curiosidad de honesto profesor de matemáticas. Y tenía que aceptar Ignacio que él tampoco sentía amor sino un alarmado recelo de la policía, de la Justicia y del escándalo. Dándose cuenta de que aquello representaba una anomalía, se decía a veces: «¿Seré en el fondo realmente un criminal?».
La visita duró algunos minutos más y cuando por fin el matemático se levantó, Ignacio se sintió aliviado. En aquel momento iba a volver a referirse al brinco en ralenti aunque comprendía que estaba abusando de aquel argumento.
Al quedarse solo se acabó de vestir precipitadamente y salió a la calle. En la escalera se cruzó con madame, quien le dio los buenos días con una voz diferente de la habitual y una mirada por decirlo así «alienada». Ignacio pensó: «Ella lo sabe también».
En la calle creyó que la vendedora de diarios de la esquina (a quien le compró un ejemplar de cada uno) lo miraba de un modo especial. Dos calles más lejos sospechó que un individuo que se cruzó con él era uno de los que iban en el taxi el día anterior. Vio que no y entonces pensó que podía ser el padre de uno de sus alumnos. Recordaba que también tenía los colmillos prominentes. Debe de ser una marca distintiva en la gente del país, pensó.
Estaba tan nervioso que no se atrevía a desplegar los diarios, y decidió volver a su casa. Cerca ya de ella cambió de parecer y siguió caminando hasta llegar a una taberna en las afueras. Un lugar donde nadie le conocía.
Entró y se sentó en un rincón. Se puso a buscar afanosamente en el primer diario y tardó en hallar la noticia. El título era de una falta de consideración frecuente en aquella sección dedicada al bajo mundo del crimen. Decía: «Madre de familia aparece muerta en un hotel por horas». ¡Madre de familia! Marcelle no tenía hijos. El reportero quería decir señora de su casa, y el hotel lo había tomado no por horas, sino por un día. Era diferente también.
La noticia no añadía muchos detalles. Pero había uno bastante expresivo. «Se cree que el hombre que la acompañaba vino con ella desde Argenteuil, donde es bastante conocido». La alusión le pareció a Ignacio maligna. Y, sin embargo, era verdad.
Se apresuró a ver los otros diarios. El segundo era más explícito y hacía consideraciones de todas clases en el estilo amado por las porteras parisienses:
Un drama se desarrolló ayer en un hotel burgués con dos amantes que venían a la capital a esconder su idilio. El nombre de ella es Marcelle S.J. (al menos evitaban el apellido) y el del amante es todavía ignorado. La policía está haciendo diligencias. Estas no pasarán al juez del distrito hasta que se conozca el dictamen de los médicos que han de hacer la autopsia.
La pareja de enamorados entró a las diez de la mañana, hora que suelen preferir las casadas incomprendidas. El galán salió sin ser visto. Cuando el conserje descubrió el cuerpo sin vida de Mme. S.J. el amante había desaparecido sin dejar otra huella que el cuerpo joven y hermoso de su amada.
La primera impresión es que se trata de una muerte natural si se considera natural dentro de la tradición romántica el morir de amor.
En el tercer diario, que al parecer había salido a la calle horas más tarde, se daba la noticia que Ignacio esperaba:
La autopsia ha sido practicada y la muerte se debió a causas naturales sin violencia. Se ha podido comprobar que la víctima había hecho el amor y que tal vez en el transcurso del acto erótico falleció tal vez por acumulación de emociones, que la felicidad también puede ser letal. La pobre víctima merece compasión, aunque no faltará alguna lectora que la envidie. Realmente morir en el acto de amar puede ser considerado un privilegio y no sólo por las mujeres románticas.
Ignacio sintió llegar el aliento al fondo de sus pulmones y tosió un poco percibiendo algo como el roce de una pluma en la garganta. «La policía no vendrá sobre mí». Aunque tal vez, y a pesar de todo, para completar los trámites le haría firmar una declaración en regla. ¿En la comisaría del distrito donde el hecho había ocurrido, o en la de Argenteuil? La inquietud, pues, no desaparecía del todo. Ahora el tener que firmar una declaración le parecía tan terrible como antes del ser arrestado. Quedaba además, por encima de todo aquello, lo peor, la incógnita de monsieur Saint–Julien.
Hasta aquel momento Ignacio había dudado todavía. Tenía la vaga esperanza de los enfermos desahuciados (un error de diagnosis, una recuperación natural y en último extremo un milagro). Pero con la autopsia no quedaba ya duda alguna. La fatalidad sin regreso se había cumplido.
¿Autopsia? El nombre era inexacto. El médico no se miraba a sí mismo, sino que miraba a su contrario semejante. Una mujer es lo contrario de un hombre además de ser un molde —mátrix— de hombres. Un ser humano mirando a otro ser humano, eso sí. Ahí el nombre sería adecuado: autopsia. Había que abrirle tres cavidades en la autopsia: el cráneo, el pecho y el vientre.
En el cráneo hallarían los pequeños cristales de la visión (no pequeños, mejor minúsculos) con su cara reproducida en millares de células (no millares, millones). Era el de Ignacio el último rostro humano que ella había visto. En su pecho hallarían el aliento de Ignacio mezclado al de ella en las reciprocidades del deseo. Y el secreto tal vez de la rotura del corazón.
En el vientre habría otros testimonios, pero de eso era innoble hablar en aquel momento, aunque fuera monologando y en silencio.
Y se calló Ignacio cerrando el diafragma de la memoria (solía hacerlo a veces y había adquirido cierta maestría). Pero una voz secreta preguntaba en el fondo de su alma: ¿Por qué sería innoble hablar de aquello? Le había dejado en el vientre una multitud de gérmenes viables. Millares de hombres y mujeres que deseaban venir a la realidad y no vendrían. ¿Tal vez era ésa la mejor manera de completar el orbe? ¿Ésa y no los intentos de los artistas? Pero ¿las dos cosas eran compatibles?
Junto al mostrador de la taberna había un grupo de obreros bebiendo y discutiendo. El patrón que les servía café con croissants reía jocundo:
—Ma foi ¿quién iba a pensar que madame Saint–Julien iba a morir en una auberge de passage y dejando un cocu detrás?
El patrón, de vez en cuando, lanzaba una mirada indiferente hacia Ignacio como si quisiera hacerle partícipe del regocijo. Naturalmente, ninguno de ellos relacionaba a Ignacio con el escándalo.
Decían otras cosas en voz baja y volvían a reír. «Oh, los hijos de la gran cerda», pensaba Ignacio abochornado. El único que no reiría sería el pobre marido enfermo y viudo. Tampoco reiría nunca Ignacio. Ni lloraría, claro. No podía reír ni llorar. Era todo perplejidades, asombros y fiebres frías.
Suponía que los que rodeaban a Saint–Julien en el hospital evitarían que el enfermo se enterara y para explicarle que su esposa no hubiera llegado le dirían simplemente que estaba enferma. No llegarían los diarios al cuarto de Saint–Julien. Por si acaso, le quitarían también la radio diciendo que por un par de días sería mejor que se dedicara completamente al reposo. Las pruebas habían sido aplazadas porque el enfermo no quería que se las hicieran sin consultar antes con su esposa.
Para Ignacio, el problema se había desplazado —después de la autopsia— y estaba ahora en la posible reacción de Saint–Julien cuando se enterase de lo que había sucedido. Las noticias secretas que contienen alguna clase de veneno se revelan solas y se difunden en todas direcciones con la rapidez de la luna.
Si hubiera podido, Ignacio se habría alejado de Argenteuil, pero la fuga habría dado pábulo a los maldicientes y la gente comprendería mejor todas las circunstancias del brinco en ralenti. En su situación cualquier movimiento, cualquier cambio, tomaba una tremenda significación.
Seguían en la taberna los obreros bebiendo su café y holgándose ante el mostrador. La conversación se polarizaba hacia el marido engañado y enfermo. El cocuage los fascinaba.
Una vez más se decía Ignacio que la humanidad era de veras cruel. El argelino le había hablado de liberar la imaginación frente a la desdicha, a la catástrofe, a la injusticia y al horror. Sólo por la frecuentación impávida de lo descomunal podía llegar a liberarse la conciencia y la imaginación humana, decía Darlbeida.
En cierto modo, eso lo aceptaba Ignacio. Pero ¿hasta qué punto? ¿Qué sentido y qué utilidad podía tener esa liberación? La idea de superar su situación por el lado cínico era tentadora. No por el lado cínico del hombre que quiere contar historias —eso le parecía indefendible— sino por el lado cínico del seductor. Al fin era la suya una victoria. Marcelle le había preferido a él. En la selva, la selección natural entre las fieras se hacía así. Pero el cinismo era difícil y doloroso.
En la otra selva de cemento sucedía lo mismo, es verdad. Legítimamente comparable, al menos. El cinismo no era en todo caso una solución que se pudiera elegir a voluntad.
El tabernero ponía unas gotas de brandy en su propia taza de café y aconsejaba a los otros que lo hicieran. «Esto —les decía— me entona el cuerpo para toda la mañana».
Escuchaba Ignacio con gran fatiga y no se atrevía a salir de aquel lugar, donde se sentía relativamente seguro. Porque había peligros exteriores crecientes. En cada cosa que hace el hombre —se decía— hay una promesa, pero también una amenaza, las dos larvadas. Las promesas que podía haber en lo que hizo el día anterior habían sido consumidas o canceladas y sólo quedaban las amenazas. El pobre Saint–Julien crecía con su ancho rostro impávido.
No podía ponerse a hablar con los que bebían su café en el mostrador ni menos con aquel otro parroquiano que reflexionaba en una mesa próxima delante de su vaso de vino y a veces monologaba entre dientes.
Consideraba Ignacio culpable al destino, a la casualidad, al chófer codicioso que le había obligado —por galantería— a recibir a Marcelle en sus rodillas.
En cuanto a Darlbeida, ¿qué? ¿Liberar la imaginación? Y después, ¿ponerse a escribir? A eso le llamaba el argelino el trance creador. ¡Valiente trance! La obra creadora no consiste en escribir o pintar u organizar sonidos sobre el piano, sino en vivir una sana vida con sus dimensiones naturales. La naturaleza se supera a sí misma cuando quiere, con nuestra imaginación liberada o sumisa.
Se levantó, fue a pagar al mostrador y vio allí otro diario doblado de modo que la noticia que se refería a Marcelle quedaba a la vista. Todo el mundo tomaba y dejaba aquel diario y hacían algún comentario tratando de imaginar quién había podido ser el galán. Y no entraba nadie en lo dramático de la cuestión. Todo se quedaba en bromas, risas y sobre todo en ultrajes al viudo. «Estos —pensó Ignacio— se vengan de su suerte personal en la persona de una víctima propiciatoria como monsieur Saint–Julien». Y tuvo compasión de él otra vez. Y miedo. Era difícil tener compasión y miedo al mismo tiempo. Una voz se alzaba sobre las otras junto al mostrador:
—El chófer es un couillon. ¡No pudo ser él!
Salió y caminó despacio. Creyó que alguien lo saludaba desde el otro lado de la calle, pero no se atrevió a responder por si se equivocaba. Estaba tan consciente de su presencia en todas partes, pero sobre todo en la calle, que a veces no sabía cómo caminar (poner un pie delante del otro le parecía difícil) y tampoco sabía cómo quedarse quieto. Se vio de reojo en el cristal de la puerta de una tienda y tuvo la impresión no de caminar sino de deslizarse. Como las serpientes. De paso pensaba que él no era un couillon, puesto que Marcelle lo aceptó como galán.
Al acercarse al centro le sucedió un pequeño incidente muy desagradable. Un hombre desconocido le hizo una pregunta que entendió mal. Le preguntó dónde estaba el carrefour Saint–Ciprien. Respondió Ignacio:
—¿Monsieur Saint–Julien?
El otro se alejó sin comprender y en lugar de seguir adelante Ignacio retrocedió y fue a buscar el acceso de su casa por otro camino, por callejuelas desviadas. Suponía que todo el mundo estaba pensando en él. Quería esconderse.
Al llegar a casa le salió al encuentro Thuan, como siempre, y le dijo con aire consternado:
—Estoy desolado. ¡Pobre señora!
—¿Cómo?
—He oído decir que falleció.
Ah, el anamita había alcanzado alguna vaga referencia incompleta. Tal vez creía que aquella señora que falleció era la dama con quien iba a casarse Ignacio y a cuya casa pensaba ir para liberarse de los Maisonnave.
Ignacio fue a su cuarto y se encerró con llave. Poco después sonó el teléfono. Era Catherine, que llamaba desde París.
—Estoy sola y triste. ¿Por qué no acudiste a la cita?
En lugar de responder, Ignacio preguntó a su vez:
—¿Y Darlbeida?
—Está en la cárcel. Lo arrestaron anteayer. Es largo de contar y por eso quiero verte. Ven.
—¡No!
—Entonces iré yo ahí.
—¿Cuándo?
—Yo querría ir cuanto antes.
Quedaron en que iría Catherine aquella misma tarde en autobús, a mitad del camino de Argenteuil, a un restaurante que los dos conocían. Antes de colgar el teléfono dijo Catherine que habiendo caído su amante en manos de la policía le harían la vida imposible y tendría que largarse a África. Eso creía ella. A Ignacio le daba lo mismo que se fuera o que se quedara y los ahorcaran a los dos.
A la hora de almorzar no quiso bajar Ignacio a hacerlo con sus huéspedes —dijo que le dolía la cabeza— y tomó algunas galletas y un sorbo de vino en el estudio. Se confesó a sí mismo que tenía miedo de encontrarse delante de la señora y más aún del niño Pierrot, que solía mirarlo con una fijeza no del todo inocente. Siempre le había parecido que en la fijeza de la mirada de algunos niños había alguna clase de acusación, que en aquellas condiciones le parecía insoportable.
A las cinco salió y media hora después estaba en el lugar de la cita. Por el camino vigilaba sospechando que lo seguía la policía. Llegó Catherine en el autobús y se encontraron en una taberna de maderas oscuras y poca luz con lamparitas de sobremesa.
Se adelantó ella a besarlo a él en la mejilla con expresión fraternal. Luego se sentó y sacó el pañuelo como si fuera a llorar. Ignacio se sintió un poco en ridículo.
—Vamos, vamos —le dijo mirando alrededor.
Ella repitió asustada y maniática que una vez que la policía echaba la vista encima a un argelino complicado, con razón o sin ella, en las intrigas de los terroristas ya no los dejaba en paz hasta expulsarlos del país. «Él no ha hecho nada. Tiene amigos cargados que han mencionado su nombre. Una imprudencia».
Tal vez estaba mintiendo y había otras circunstancias al lado de las cuales el que el argelino estuviera en prisión era secundario. Eso pensaba Ignacio, que comenzaba a recelar de todo el mundo.
Ella le pidió que fuera a ver a Darlbeida el día siguiente. «Incomunicado, no está, eso no», terminó diciendo.
Parecía triste por la prisión de su amado, pero no sorprendida en absoluto, y se dolía y se complacía a un tiempo en su nueva situación. Entretanto, Ignacio hacía observaciones neutras. Por ejemplo, le divertía verla a ella vestida y adobada como una princesa sabiendo que vivía en la pobreza más abyecta.
Llegó a pensar Ignacio que ella se alegraba de lo sucedido a pesar de las cartas sentimentales que le escribía a Darlbeida.
Como había almorzado ligeramente, Ignacio comió bien y bebió una botella de vino tinto. Después se sintió tonificado y pensando en Marcelle contemplaba a Catherine casi triunfador. De tal modo había cambiado su ánimo que faltó poco para que le contara a Catherine lo que había sucedido con Marcelle. Se contuvo a tiempo pensando: estoy un poco borracho.
Ella hablaba de Darlbeida con gusto:
—Es un hombre de talento. Un día hará algo, pero en París es imposible. Vive como una rata. ¿Cómo puede escribir un hombre así?
—No estaría mal escribir como una rata.
Ella creyó que aquello era cruel y no quiso reír, pero Ignacio lo pensaba en serio. Con Darlbeida —amigo suyo al fin— en la ratonera y él buscado por la policía se sentía también un poco en el sótano húmedo de la vida donde las cosas se pudren fácilmente. Escribir como una rata podría resultar interesante y sería algo a falta de otra cosa.
Siguieron después de la comida hablando, y con la soltura del alcohol Ignacio estuvo elocuente. Se sorprendió un poco al ver que ella estaba enterada de la lectura de la comedieta en el liceo. ¡Todavía los enanitos! Parecían haber quedado en un pasado remotísimo. Darlbeida se lo contaba todo y, naturalmente, había hablado con desdén de la obra y del autor.
—En tu caso mi hombre —decía ella— habría escrito la obra al revés. La novia sería una enana muy rica y el novio un hombre grande y hermoso. Y pondría en las escenas más intimidad erótica. ¿Tú sabes? No es sólo cuestión de tamaños, sino sobre todo de cosas abismales, según dice mi hombre, porque entre hombre y mujer, aunque no haya enano alguno, hay siempre un desnivel con un abismo en medio. Uno de los dos va a caer en él tarde o temprano. Algunos caen antes de llegar a la cama, otros después y otros mientras, como le pasó a esa burguesita que murió ayer en brazos de su béguin.
Ignacio palideció y pidió otra copa. Entre las muelles brumas del coñac se preguntaba: «¿Sabrá esta chica que he sido yo quien se acostó con esa burguesita?». No lo sabía y hablaba de aquello porque todo París estaba hablando de lo mismo. Como hablaban en el bistro los obreros aquella mañana. Es decir, disparando risas y mofas contra el pobre Saint–Julien, que esperaba ser abierto en canal por los cirujanos unas horas más tarde. O tal vez lo había sido ya.
Ignacio pensaba otra vez con alegría que podía morir Saint–Julien en la operación. «Con una alegría piadosa». Quería matarlo por piedad. A aquello le llamaban los griegos eutanasia. La palabra sonaba bien y le gustaba repetirla en su imaginación. ¿Por piedad? ¿Era la suya una piedad por Saint–Julien? ¿O por sí mismo?