II
Martes de los ecos
FUE IGNACIO A LA BIBLIOTECA a buscar algunos libros. Esperaba que las personas que encontrara le hablaran de la comedieta. Sólo encontró a una chica que se llamaba Mlle. Chapman, una alsaciana bastante atractiva. Solía ser afable con Ignacio y así mientras éste buscaba libros en el índice general ella iba adentro con la ficha en la mano y se los traía. La coquetería de la señorita Chapman no era de hembra que despliega habilidades de conquista. Ignacio era para ella como un animal de otra especie. Fácil de tratar y difícil de entender. A veces salían juntos del liceo y ella iba pensando que resultaba divertido que alguien creyera que eran novios. Eso piensan también algunas adolescentes cuando van del brazo con su papá joven por la calle.
Pero Mlle. Chapman no iba del brazo con Ignacio. Ni tenía intereses eróticos con él. Ninguno de los dos sabía por qué, pero sus ondas magnéticas se repelían.
El joven profesor tenía a veces tentaciones eróticas con sus alumnas menores de edad, pero se andaba con cuidado ya que podían acabar en la cárcel, en el matrimonio o en los hoteles horgnes de París a escondidas, con pasiones incendiarias cuya sola idea fatigaba a Ignacio.
Él quería amores tranquilos y ninguno mejor —se decía— que los amores con mujeres casadas. Ellas organizan cuidadosamente lo que tiene de conspiración el adulterio. Y no suelen exigir nada. Es decir, exigen sólo a veces un café–créme en la terraza discreta, y al llegar la primavera un clavel o un ramito de lilas. El alcohol les era desaconsejado porque hace sospechar al marido y porque afloja los resortes del disimulo. Alrededor de las mujeres, casadas o no, hay ecos. En oírlos y descifrarlos está el secreto. El secreto de no sabía qué.
Lo mejor habría sido para Ignacio un amor de mujer casada con tolerancia de uno de esos maridos filosóficos que abundan en Francia desde Napoleón, cuando los franceses andaban por el mundo heroicamente con el mosquete al hombro detrás de los tambores del emperador. Desde entonces —la patria los hizo a todos cornudos— se conforman con una apariencia de decoro en las relaciones conyugales y no se forjan ilusiones. Un autor a quien Ignacio admiraba, Georges Duhamel, escribía estoicamente: la patria nos ha hecho a todos cocus.
Lo mejor del sentido francés de la patria —se decía Ignacio— es que no la identifican con las glorias militares ni con las virtudes del hogar, sino con el idioma y con la literatura. Esto último entusiasmaba a Ignacio. Y pensaba en Duhamel. Si hubiera sido bastante culto y bastante atrevido, habría escrito Ignacio algo parecido a una ecología del triángulo.
Si la patria los hacía de vez en cuando cornudos (la guerra, la separación, la madre naturaleza que vela por la continuidad de las especies), los franceses habían hallado soluciones filosóficas admirables. Los vaudevilles sobre ese tema alegraban las avenidas de París como las banderolas de los parques los días festivos. El cuerno como juguete que da a la felicidad francesa un doble fondo agridulce y saludable como el yogur. ¿Por qué no sucedía lo mismo en otros países? ¿Por qué no habríamos los hombres de aprender de una vez?, se decía Ignacio. Pero él estaba muy lejos de pensar en casarse. Tenía orígenes ibéricos y a vece se enorgullecía de ellos sin saber exactamente por qué.
Mlle. Chapman era un poco pedantuela. Cuando Ignacio (que no podía resistir más su deseo de hablar de sí mismo) hizo alusión a la lectura de la comedieta, ella le dijo que, según creía, entre los caracteres de la obrita el borracho representaba el inconsciente y era el que restablecía el buen orden natural asesinando al enano rico, que era la fría razón del sistema civil basado en el dinero.
Creía la muchacha que aquel asesinato creaba o propiciaba alguna clase de lirismo en la comedia, aunque no bastante.
Salieron juntos del liceo. A Ignacio le gustaba hacerla hablar sobre esa materia y ella cargaba la mano en tono divertidamente doctoral: «Lo inefable de nuestras emociones es lo que las hace más ricas, y hay algo de eso aunque en un tono menor. Digo en “Los cuatro enanitos”».
El eco de sus palabras regresaba de las vitrinas de los comercios, en donde los dos se veían los perfiles.
Cuando la chica se fue para comprar un croissant en la esquina y se alejó sencillamente mordisqueándolo, se decía Ignacio que la comedieta era quizá una tontería, pero que sugería a Mlle. Chapman lo que le faltaba, y eso quería decir que no estaba tan mal. Sabía Ignacio jugar con los sofismas en su propio favor.
Cerca del liceo vio a un estudiante que se tocó la gorra mirando a Ignacio con el aire del que piensa: «Después de oír tu obrita de teatro he podido apreciar que eres tan voyou como yo, de modo que no te des importancia».
Volvió Ignacio a casa con sus libros, un poco desalentado. Y ligeramente avergonzado aunque no sabía por qué. ¿Es posible que yo me dé importancia?, pensaba.
La familia de profesores universitarios con quienes vivía habían traído de la lejana colonia azafranada un criado joven a quien hacían trabajar constantemente. El criado se llamaba Thuan y vestía pantalón y chaqueta blanca cerrada en el cuello. Dentro de casa, y especialmente cuando servía la mesa, llevaba una especie de bonete de seda negro. Era delgado y no muy alto, de maneras encogidas y humildes. Tenía el color de un convaleciente de tercianas, aunque parecía saludable. A su alrededor había ecos vibrátiles del lejano Oriente miserable y budista.
El pobre Thuan se sentía decepcionado y triste, y cuando Ignacio comenzó a tratarlo con simpatía (por instinto de justicia compensadora), la señora de la casa mostró alguna clase de incomodidad. Acabó por ir al cuarto del profesor y hablarle largamente de las flaquezas del criado.
—No se deje engañar por sus maneras afables. Es vago, perezoso… no sirve realmente para nada.
—Hace las faenas de la casa.
—Sí, pero mal. Después de limpiar él la casa tengo que volver a limpiarla yo.
—Tal vez la vida fuera de su país no tenga grandes alicientes para él. Ustedes podrían estimularlo.
—¿Cómo?
—Dándole algún día libre, por ejemplo, para que se vaya a París.
—¿Qué va a hacer en París? No tiene un sou. Usted dirá que no lo tiene porque no se lo damos, pero la travesía en el barco nos costó más de mil francos y la pagamos nosotros, un billete encima de otro. ¡Mil francos!
Hacía Ignacio sus objeciones sonriendo, para quitarles violencia, pero la señora le salía al paso diciendo que Thuan era embustero y petulante. Esto confundió una vez más a Ignacio. ¿Cómo podía ser petulante aquel pobre diablo? Y la señora, con una prisa acuciosa, explicaba que durante la travesía desde Indochina hablaba Thuan con otros anamitas a bordo y les decía que iba a París para asistir a l’Êcole Normale Supérieure (la más alta escuela de Francia) con una beca especial.
—Dégoütant! —concluía la señora con su patriotismo encarnizado en la mirada de su ojos azules.
Ignacio aguantaba la risa para no ofender más a la señora. Y acababa por decir:
—Esos orientales son gente de fantasía, usted sabe. Sobre todo los árabes. Ven la vida por los ojos de los camellos.
—Él no ha tenido nunca camellos, no es árabe, es budista, y ahora nos ha prometido sin más ni más hacerse católico.
—Ya ve —argumentaba Ignacio—. Eso entre los orientales es cosa de apreciar.
Como en la familia había dos niños pequeños, uno de tres años y otro de seis meses, no faltaba ropa sucia y también tenía que lavarla Thuan. Un normalien lavando pañales debía de ser algo notable. Los ecos de la Sorbona repercutían en las llaves del lavadero.
El jefe de la familia era profesor de universidad, hablaba poco y solía ir a París todas las mañanas conduciendo un Citroën modesto.
La familia, gente cultivada, no tenía sino un huésped —Ignacio— y parecían hacerle una merced y distinción aunque pagaba tres mil francos mensuales. La casa era grande, con vasto jardín cuyos arbustos recortaba Thuan. Las piedras de los muros eran oscuras en el lado norte y rosáceas en el sur.
Una parte de aquella mansión, con sus ventanales y sus chimeneas (una de ellas espaciosa, de mármol negro), era desconocida para Ignacio, quien por otra parte no tenía curiosidad ni ganas de explorarla. Su estudio estaba en el piso superior al lado contrario del ala donde tenían sus habitaciones Mme. y M. Maisonnave.
La atmósfera social era superior a lo que había conocido antes Ignacio, quien a veces se consideraba como un personaje de Stendhal aunque no genuino, sino tal como quedan en las traducciones descuidadas.
Algunos domingos llegaba invitada a comer la madre de Mme. Maisonnave, que parecía una señora con un pasado galante —imaginaba Ignacio—, un poco libertino quizá, pero con estilo. Ignacio no se atrevía aún a discutir con ella. Le daba la razón en todo.
Sólo conocía Ignacio al mayor de los dos niños, que se llamaba Pierrot y a quien veces la mamá llamaba cariñosamente «du Canard».
Nunca le mostraban al bebé más pequeño y había oído decir Ignacio en el liceo que aquel bebé era mongoloide. Otros que era hidrocéfalo, y desde luego Ignacio sospechaba que debía de padecer alguna anormalidad ya que no lo sacaban nunca del dormitorio. Aquél era el lado vulnerable de la familia.
Quizá por aquella razón M. Maisonnave, que tenía un aire vulgar y taciturno, solía comer sin hablar y casi sin alzar la cabeza. A veces leyendo un libro que tenía al lado. La conversación la hacían Mme. y su inquilino. El marido tenía ese aire testarudo de los hombres de ciencia.
Era el niño Pierrot silencioso como el padre, pero de una cortesía cómicamente precoz. Un día que el chico se negaba a comer su papilla de maíz y miraba a Ignacio cuya presencia parecía fascinarle, dijo la madre:
—Mándele, monsieur, que coma porque a usted tal vez le obedecerá.
Tomó Ignacio un acento afable pero autoritario:
—¿Por qué no comes? ¿Es que no te gusta?
Y el chico de tres años tomó un poco de aquella pasta insípida con la cuchara, la llevó a la boca sin dejar de mirar fijamente a Ignacio y dijo después de tragar el bocado:
—Délicteux, monsieur.
Todos rieron, el padre sin levantar la cabeza del plato y como contra su voluntad.
Era Maisonnave un matemático y tenía ese perfil hocicudo de algunos colegas suyos famosos a quienes tal vez imitaba en su taciturnidad. La señora había sido profesora también, pero no ejercía.
Se sentía Ignacio cómodamente aislado de la familia. Los veía a las horas de comer y solían cambiarse sólo frases de cortesía impersonal. A veces ella, dándose cuenta de que el laconismo era demasiado torpe, hablaba por hablar. El eco de su voz iba y venía por aquellos rincones sin familiaridad.
La lectura de la comedieta había sido tema de conversación entre la gente relacionada con el liceo y Mme. Maisonnave había oído alguna referencia:
—Me han dicho —dijo entre afirmativa e interrogante— que se trata de una sátira contra los ricos.
—No una sátira, sino una broma, señora.
Ella dijo falsamente divertida: «En todo caso, no será como nosotros, mon Dieu». Añadió que en Oriente habían perdido todos sus ahorros.
A veces, por la noche, Ignacio oía llantos lejanos de bebé y pensaba que debía de tratarse del niño anormal. No sabía qué clase de anormalidad sería aquélla, pero estaba seguro de que un día Thuan se lo diría sin preguntarle. Aquel llanto feble se abría paso entre los ecos tranquilos de la noche de Argenteuil.
En todo caso se sentía a gusto en su estudio, del que no había salido aquel día sino para bajar al comedor.
Tenía la impresión de que todo el mundo estaba hablando en Argenteuil de su comedieta, pero no hablaba nadie realmente. Llamó por teléfono a dos amigos con el pretexto de pedirles prestado un libro y ninguno de ellos le dijo nada de aquella lectura. Esa prueba de indiferencia decepcionaba a Ignacio. Creyó que algunos lo hacían a propósito. Llamó también a un estudiante del curso pasado a quien había visto en el salón de actos para hacerle alguna pregunta en relación con un examen escrito que conservaba —sobre poesía anacreóntica nada menos— y a pesar de que el chico debía de estar dispuesto a alguna forma de adulación, no dijo una palabra de la comedia. Al parecer, todas las cosas tenían eco menos su comedieta.
El estudio de Ignacio era rectangular y espacioso, con una ventana en cada uno de los lienzos menores, una al norte y otra al sur.
Aquel día era martes y el amigo argelino llegó sin avisar —como suponía Ignacio—. Se presentó con la alegría del que se siente esperado y necesario. No recordaba el profesor haberle invitado, pero tampoco le desagradaba verlo allí, a la hora del almuerzo, con el cuello de la camisa rozado y las mejillas exangües. Era el argelino grande y huesudo, las dos cejas unidas por un solo trazo saledizo y negro, la voz alta y metálica. ¿Dónde almorzarían? No le gustaba a Ignacio invitarlo a comer fuera de casa porque pedía platos muy caros y bebía como una esponja. Tampoco se atrevía a propone a Mme. Maisonnave que lo sentara a su mesa ya que por haber estado aquel matrimonio en Oriente tenían los dos prejuicios de raza y el argelino era muy moreno —parecía cocido con exceso en un horno moruno de ladrillos— y hablaba un francés con acento de Túnez. Cuando imitaba el acento de París era peor, porque unía a la torpeza la adulación.
Estaba Ignacio en pijama y mientras se bañaba, se afeitaba y vestía, el argelino leyó la comedieta. Presumía de leer muy de prisa (seis líneas de golpe, decía). Cuando terminó hizo un comentario poco amable y para atenuar la crudeza añadió:
—Eres hombre de talento, pero debes convencerte de que esos juegos no tienen nada que ver con el arte literario.
Cada vez que el argelino se conducía de una manera ruda, Ignacio se inclinaba a sospechar que llevaba una vida doble y que tal vez perteneciera a alguna organización secreta terrorista.
Oía hablar al argelino sin escucharlo, realmente. «Ah el miserable», pensaba. Como compensación se ponía Ignacio a recordar la expresión reverente de las personas que estaban en la primera fila durante la lectura tres días antes. Y la frase de Mme. Renoir (cher maitre) entonces le parecía sincera. Recordaba también que estaba —él mismo, como autor— un poco nervioso al lado del dictáfono. Era difícil estar allí inmóvil y sin hablar, con la mirada de todo el mundo encima. Una mirada congelada y al mismo tiempo penetrante. Con ecos de sombras en los candelabros. Aquellas miradas le llegaban a veces a la médula.
En su clase había observado que mientras se expresaba con palabras dominaba fácilmente a la multitud de sus alumnos. Cuando callaba largo rato mientras algún alumno leía a su lado, sentía en su rostro —no en el del estudiante— todas las miradas, y la incomodidad crecía o menguaba según las resonancias.
—Todo esto —añadió abruptamente el argelino mientras Ignacio se ponía la corbata— es pura bagatela.
Dejó el manuscrito a un lado, se sirvió un vaso de coñac y añadió después de beber un largo sorbo:
—Además, esa gente aguantó la lectura porque se sentía a gusto en su papel de juez calificador. Hay que ser duro con esa gente. Son una partida de filisteos para quienes el irlandés Bernard Shaw ha escrito las palabras siguientes: «Un poeta tiene la obligación de dejar morir de hambre a su madre para salvar su obra». Esa gente no lo entendería nunca. Claro es que hay que tener una obra, una verdadera obra, para eso.
Esto último le pareció a Ignacio pérfido y maligno. Era un eco adverso y pugnaz.
—La opinión de Bernard Shaw —dijo refrenando sus nervios— es satánica.
—Todo verdadero arte es satánico. Así ha sido siempre y así será.
Estaba tentado Ignacio de decirle que si Bernard Shaw tenía razón, el autor de la comedieta de los cuatro enanitos estaba autorizado con mayor motivo a desentenderse de los problemas de un argelino como Darlbeida, que quizá llegaba de Montparnasse hambriento y que acabaría por pedirle un petit blue, como solía decir. Cincuenta francos. A veces eran ciento. Era un gorrón. Por cierto que este adjetivo, aunque parece un idiotismo, tiene ecos nobles en el pasado. Viene de scurra, que en latín quiere decir bufón. El que hace reír para que lo conviden. El argelino no hacía reír precisamente. No siempre, al menos.
Pero Ignacio no quiso ser impertinente. Le sirvió otro coñac viendo que no había alcanzado aún el punto de saturación y lo que dijo el argelino después de beber fue exactamente lo que Ignacio había estado pensando:
—Apoyándote en la opinión de Bernard Shaw podrías negarte a prestarme veinticinco francos —ah, pensó Ignacio, ha reducido la cuota—, pero ayudando a un amigo te ayudas a ti mismo.
Ignacio se hizo el sordo. Y dijo:
—La verdad es que eres un tipo inaguantable.
Decidió llevarlo a comer fuera y se dirigieron a un restaurante que estaba cerca.
La mujer a cargo de la caja era una cincuentona de pelo azulino y hocico de cobayo. Su marido, oficial de la reserva con su condecoración en el ojal, muy acicalado y pulido, iba y venía vigilando a los camareros. A veces su mujer lo llamaba y le regañaba en voz baja con esas inflexiones amables de la fonética francesa que hacen los insultos más sutilmente eficaces. Porque la dama del cabello y los ojos azules tenía su temple.
Se divertía Ignacio atento a los pequeños incidentes, pero aquel día el argelino reclamaba más que nunca su atención y al ver que no la tenía se impacientaba:
—Tu actitud en la vida es idiota —insistió.
—En griego —respondió Ignacio tratando de confundirlo con su calma—, idiota quiere decir solamente «identificado».
—Lo malo es que después de esa comedia escribirás otra sobre otro fabliau, luego te casarás con la hermana del director del liceo, publicarás una antología para el tercer grado y dentro de diez años pedirás las palmas académicas, que te darán tres o cuatro años después. Ésa será tu vida.
—No veo que la tuya sea mejor —le dijo Ignacio—, y por lo tanto careces de autoridad para acusarme. Eres un parásito. ¿El andar con los terroristas te parece inteligente? Digo con esos de las bombas de plástico. Tú, un amigo mío.
La voz del argelino se hizo más grave y baja:
—Yo no pregunto a nadie lo que hace para decidir si puede o no ser amigo mío.
—Eres un desesperado.
—Hay formas de desesperación respetables. Y formas de esperanza ridículas.
Ignacio no quería abandonarse a su iracundia. Estaba más seguro que nunca de la vida ilegal del argelino y cambió de tema. Miraba a la cajera del pelo azul, quien tras de su expresión aparentemente vacía estaba contando las mesas ocupadas y calculando los provechos del día con multiplicaciones mentales.
Poco después Ignacio volvió a hablar de su comedieta y el argelino lo interrumpió:
—Tienes que aceptar que no hay en ella nada consistente. ¿Por qué no dice por ejemplo la doncella que debajo del velo extendido en el diván —el velo de novia— circulan ratones grises o corren cucarachas blancas? ¿Por qué la enanita de Rhode Island no pregunta si hay un retrete a la medida de su traserito porque quiere hacer pipí? ¿Por qué no declara tu Nabucodonosor que rehúsa comer la cena de boda si no ponen al lado de la cabecera del banquete una ametralladora que dispare pezoncitos de virgen guatemalteca con un rumor gracioso, así como bor–bor–bor–bor?
—Eso carece de sentido.
Seguía el argelino, inspirado:
—¿Por qué no aparece una lluvia de saltamontes al final, cuando quieren encender los cohetes y disparar las bombas reales? Bueno, esos cohetes no llegan a encenderse a pesar de que los pusiste en la obra con ganas de hacer al final una especie de apoteosis.
En aquello tenía razón, concedía para sí Ignacio. Se había arrepentido a tiempo, ya que aquella apoteosis habría envilecido la obra con un recurso espectacular. El argelino seguía:
—¿Por qué la novia no se queda dormida esperando el regreso de su novio después de llevar John el último enano al río y despierta dando voces y pidiendo que le devuelvan la pierna que le han robado? Tú dices que todo eso carece de sentido. Pero ¿es que tiene sentido lo que has puesto en la obra?
—Es verosímil al menos.
—Al diablo la verosimilitud. Todo es un juego. Lo que pasa es que llevamos milenios tratando de descubrir las leyes de ese juego sin conseguirlo. Y los poetas son los llamados a hacerlo.
Ignacio quiso reír, pero lo evitó porque sospechaba que aquel súbito abandono inclinaría a Darlbeida a pedirle cincuenta francos en lugar de veinticinco.
En una tercera parte del restaurante las mesas estaban sin manteles y dos grupos que ocupaban algunas junto al muro jugaban a la manille. Se preguntaba Ignacio por qué no comían aquellos clientes como los demás y acababa por decirse: No comen porque el restaurante es caro. Y toman en su casa sur la pouce su buen morceau de queso y pan. Pero vienen al restaurante y juegan a las cartas con el jefe de la Poste porque da prestigio. O porque lo hacían ya sus abuelos.
En la mesa de al lado había un buen señor comiendo riñones au vin y llegaba hasta Ignacio un olor agrio. Los riñones huelen a orina y cuando los preparan au vin, o al jerez en España, lo hacen porque esos olores se mezclan con el del ácido úrico para disfrazarlo sin suprimirlo. A algunos les gusta. La cocina y el retrete suelen estar próximos.
Pensaba Ignacio: «Los hombres no tenemos el estómago más delicado que las hienas, aunque como ellas tenemos nuestros tabúes».
Los que jugaban a la manille gozaban por otra parte del espectáculo del oficial condecorado que iba y venía tratando de concertar, nervioso, la prisa con la eficacia bajo la mirada presidencial de su esposa. Uno de los jugadores de cartas, que parecía especialmente divertido, se levantó dos veces del asiento para acomodarse mejor porque se le había atrapado un testículo en la cruz de los calzones sobre el mullido del diván.
Recordando Ignacio otra vez el peligro de los cincuenta francos, tomó un aire sombrío. Tardaban en servirles la comida. El marido de la cajera se ocultó en un cono de sombra para que no lo viera su mujer, se arrancó un pelo de la nariz guiñando, lo miró contra la luz en el aire y lo arrojó frotando el índice y el pulgar.
Traían la comida y el argelino sonreía y se ponía confidencial:
—Mira, Iñasssse. Yo sé que vivo como una rata. Las ratas sólo salen de noche y no se atreven a caminar por el centro de las calles sino pegadas al ángulo que forma el muro contra el pavimento. Saben que la bota del hombre que trate de aplastarlas dejará un hueco por el cual podrán en todo caso escapar. Una vida de ratas: así es la mía. Pero el amor nos libera. Los demás nos hablan de nuestro porvenir. Yo no he sabido nunca lo que es tener un porvenir. Tú crees que lo sabes, pero no estás seguro. ¿La dirección de un liceo? Tú vales algo más que eso, pero sólo podrás aprender lo que vales por la experiencia del mal. Una experiencia perruna, pero necesaria.
—¿Qué mal?
—Pues… por ejemplo, una pasión amorosa degradante.
Iba a protestar Ignacio y el otro se adelantó:
—Tú dirías una pasión angélica, pero yo te digo perruna y sé lo que digo. El amor nos libera debajo o encima de la piel de burro de lo convencional. ¿Cómo? Yo tengo una amante y no cualquiera, sino una amante que escribe y que se llama Catherine. ¿Y sabes qué me escribe cuando sale a ejercer sus habilidades en busca de un poco de pan para ella y para mí? Hace tres días que no la veo y hoy tuve un pneuma en el primer correo. Mira. Me dice cosas que yo sé muy bien, pero que siempre suenan nuevas: «En una cama estrecha, sobre un colchón roto, juntamos nuestras soledades. Un invierno frío, el sonar lúgubre del viento, la noche. El guante de la cocineja quemado por un lado, mojado y frío por otro. En la ventana del cristal rajado un trozo del río del que sale una neblina fría, la misma que envuelve la ciudad. Toda la ciudad acude a la rota lucerna y se aprieta contra el cristal queriendo entrar. Nuestra fortuna: tres pedazos de madera (parte de una ventana podrida que trajiste la noche pasada). Es toda nuestra esperanza para las veinticuatro horas próximas. Lo guardamos para la noche. Al quemarlo olerá a chinches y a pintura vieja. No tenemos dinero. Querríamos un poco de dinero para abrigar nuestra miseria en una verdadera habitación un poco más limpia y segura. Sueño imposible. En nuestro albergue tenemos tres clavos en la pared para colgar nuestra ropa, una silla, una sola demasiado alta para la mesa y una sola mesa demasiado baja para la silla. Un somier con los muelles rotos, el techo bajo y sucio, el agua en la escalera. Entramos en el cuarto con las cabezas bajas, caminamos por él inclinados como viejecitos, a pesar de nuestra juventud. Somos pobres. Somos los mutilados del tiempo, los mutilados del espacio…».
El argelino suspiró, se guardó la carta y comentó con ironía:
—Pero nos dicen que tenemos una alma inmortal. Algo es algo. No sabemos lo que es el alma y tampoco lo que es la inmortalidad, esas dos compensaciones gloriosas.
—La carta de tu amante no está mal.
—No es de ella. Lo ha copiado de una joven escritora de talento que anda por ahí. Cree que así hace méritos conmigo. Es una putita de conciencia erótico–masoquista.
Lo escuchaba Ignacio con gusto. Una mujer que se prostituía para darle de comer era un hecho humorístico, de un humor negro y aciago, pero poderoso. Aunque vivieran tan mal tenían algo, es verdad.
Y pensaba: «Me dice estas cosas el argelino para que lo envidie: ¡Qué raro! Siempre se envidia algo en los otros, incluso la miseria…».
Comían y en el cuidado que el argelino ponía para disimular su voracidad se daba cuenta Ignacio del hambre atrasada de su amigo. Así y todo, en aquel momento lo envidiaba francamente. No sabía por qué. O lo sabía y no podía comprenderlo. Por sugestión de Catherine pensaba Ignacio en Marcelle Saint–Julien, la casadita discreta. Un paralelismo por oposición, se dijo con el lenguaje de sus clases de retórica clásica.
No era fácil la honestidad en Argenteuil, donde había tentaciones a las que se resiste o no se resiste y la gente andaba alerta con ese deseo de ensuciar al prójimo que es común a la aldea y a la corte. En las calles había gente amable y saludable y también pequeños monstruos que mostraban su fealdad y su salud rota como trofeos victoriosos. De París tenía Argenteuil —ciudad satélite— la luz del pecado y la afectación de lo irregular.
A veces Ignacio iba a Montparnasse cuando no podía más con su soledad. No es que estuviera solo, materialmente solo. Casi siempre la sensación de soledad le venía de una acumulación de compañías no deseadas. Y la soledad peor era la intelectual.
Cuando iba a París solía evitar a Darlbeida. Alguna vez lo halló en un bar de mala muerte, borracho a medias, discutiendo con alguien sobre cosas bizantinas y fútiles. La cosa solía acabar mal para el argelino porque siempre había algún otro borracho que quería pegarle. Ignacio no quería mezclarse y menos para defender a un maquereau. En definitiva eso era su amigo, y él lo toleraba, pero solamente como una especie de «estímulo literario». Masoquismo incluido.
Y pensando en esas y otras cosas parecidas comían en paz. Declaró el argelino, bajando la voz, que estaba planeando seriamente volver al norte de África y si no se había ido aún era porque el regreso representaba peligros fuera de su control. Ah, se dijo Ignacio, ésa es la causa de sus dificultades. Y pensaba otra vez en las famosas bombas de plástico. No dejaba de llamarle la atención a Ignacio que una materia tan inocente y amistosa como la caseína de la leche se prestara a ser instrumento de terror, y pensaba en los misterios de la química.
Como aquel tema le intimidaba, volvió a la literatura:
—Tú querrías que yo hiciera como tantos otros arte experimental, pero no lo haré. Épater como los surrealistas o los dadá es fácil. Interesar y conmover es más difícil.
—Ya, ya veo —replicaba el argelino con la boca llena—. Tú quieres que la gente comprenda. Pero ¿comprenderá nunca la gente?
Entonces Ignacio vio pasar por la calle al otro lado de la ancha vidriera a Mme. Saint–Julien. Pasaba despacio, con un paraguas miniatura cerrado, un bonete de celofán transparente (lloviznaba) y una caja de cartón atada con cinta amarilla. Una caja de repostería, tal vez los brioches del desayuno de su esposo aunque esto último no era probable porque era ya mediodía. Debía de ser un pastel para el postre del almuerzo. Miraba con tanta atención, que la camarera le dijo al cambiarle el plato:
—Es Mme. Saint–Julien. ¿No la conoce?
El acento de la camarera estaba impregnado de respeto. Parecía decir: «Ahí está, sencilla, simpática y honesta, ni más ni menos que yo misma». Era el eco de su propio deseo de presencia.
Porque las mujeres de Argenteuil se identificaban con ella placenteramente como las lectoras de novelas sentimentales se identificaban con la protagonista.
—Feliz marido el suyo —dijo Ignacio aludiendo humorísticamente a la caja del pastel.
—No lo crea, monsieur. El pobre ha ido a París a hacerse una operación.
Ignacio se extrañó:
—Yo lo vi hace poco y parecía estallante de salud.
—Demasiado saludable —decía ella, reflexiva—. Siempre me dio mala espina aquel aire tan saludable de monsieur Saint–Julien.
Y se fue con los platos.
He aquí una opinión extraña, se dijo Ignacio. Cuando veía en la calle a alguna persona conocida —sobre todo mujeres— sin que ellas lo advirtieran, sentía Ignacio un curioso choque: la personalidad «extraña» y la familiar de aquellas personas, superpuestas. Era lo que le pasaba con Mme. Saint–Julien algunas veces en la calle.
Eran diferentes esas dos personalidades. Y hay un momento —pensaba Ignacio— en que esa persona que anda distraída cruza la mirada con uno, no nos reconoce y gozamos de esa agridulce sensación de las dos imágenes diferentes: la conocida y la ignorada, que se superponen.
En su adolescencia había leído Ignacio un poema amoroso en que el galán decía:
Y pensar que algún día podemos encontrarnos
como dos que jamás se hubieran conocido…
La rima siguiente era algo así como «naufragar en el olvido».
—Entonces —dijo a Darlbeida—, ¿cuándo te vas?
—¿Yo? ¿Adonde?
—A Túnez.
—Yo no he dicho que me voy a ninguna parte y si me fuera no sería a Túnez.
Ah, era muy incómodo, su amigo. Y volvía a las andadas:
—En literatura andas despistado. No hay más que el placer de lo bello y lo nuevo. Un país es una cultura y una cultura es media docena de escritores. Las crueldades de la primera guerra mundial con sus millones de víctimas yo las doy por bien empleadas porque produjeron cuatro o cinco escuelas nuevas de arte. Eso es. No hay en este mundo sino la intuición y la capacidad de ideación estética.
Se preguntaba Ignacio qué querría decir con aquella frase pedante y torpe. ¡Capacidad de ideación estética! Pero le escuchaba con interés.
Cuando terminaban de comer y se disponía Ignacio a pagar la cuenta, le dijo Darlbeida como quien cierra su argumentación:
—Asesina a media humanidad y, si escribes un bello soneto, la posteridad te coronará de laureles.
Hablaba a veces el argelino contradictoriamente. Quería «sonar» moderno, pero ¿quién escribía sonetos y quién buscaba coronas de laurel? Aquello le recordaba a un escritor modernista ya viejo, en sus ochenta, que hablando de sus años juveniles, contaba con entusiasmo el caso de otro poeta que, viendo en la calle a un jorobado, lo mató de un tiro de revólver y luego dijo a la policía que era demasiado feo y que estropeaba la perspectiva del boulevard Haussmann. ¡Pobre gente! Digo los del esteticismo a ultranza.
Todavía había «estetas» en los rincones de los cafés con expresión distante y macilenta y anchos sombreros negros. No era que el argelino perteneciera a aquella grey, pero a veces hablaba de un modo parecido.
Cuando se separaron sin que el bohemio le pidiera otra vez dinero —lo que produjo asombro a Ignacio—, éste comenzó a dar vueltas en su memoria a lo que habían hablado y llegó a decirse que en parte, y a pesar de todo, el argelino podía tener razón. No es que un poeta tenga derecho a dejar morir de hambre a su madre, pero cada uno debe estar seguro de que la aptitud creadora —en cualquier dirección— es lo más importante del mundo. No lo creía Ignacio en relación con sus propias aficiones literarias, pero su falta de fe le parecía a veces meritoria.
Comenzó a escribir cada día (al menos tres hojas ordinarias de un cuaderno escolar) y se decía como Baudelaire: tres hojas diarias son al final del mes noventa hojas y al cabo de diez meses novecientas.
El primer día escribió lo siguiente:
«¡Qué difícil es vivir cuando se tienen treinta años! (Luego tachó el 30 y puso en su lugar 20). ¡Veinte años! Recuerdo los atardeceres en aquel balcón velado por el vapor rosado que subía de la urbe. El frío nos acercaba a ti y a mí, pero el calor de nuestros cuerpos era sólo una ilusión. Debajo de la piel, más allá de la tibieza corporal, había un frío infinito infinitamente cancelable.
»Y yo volví a mi estudio sin más. Pensando en ese bebé deforme que llora por la noche —un llanto flébil y lejano— y preguntándome si ese bebé podría sugerirme algo valioso en materia de expresión poética. Entonces su deformidad y su dolor habrían tenido un sentido y una utilidad. El secreto dolor de la madre también, e incluso la torpe esclavitud de Thuan. Entonces ¿el arte redime?
»Nadie hace nada en la vida si no llega a hacer uso discreto y natural de ese frío y trascendente egoísmo que es el origen y la fuente misma de lo sobrenatural. Dios es también frío y trascendente y tal vez “egoísta” con una clase de egoísmo que no entendemos y que probablemente tiene otro nombre que no podemos imaginar.
»Confieso que no se puede compaginar lo moral con lo estético y que son sumandos heterogéneos.
Tirar de tu cabello yo quiero y tu cabeza
echar atrás y luego desgarrarte el vestido,
besar tus senos, ambos de color de cerveza,
y gozar tu primero y tu postrer gemido.
»¿Gemidos de qué? ¿De placer? ¿De agonía? ¿Ese último gemido será el del morir? ¿Por qué no? El egoísmo trascendente está lo mismo en el amor. ¿Y cuál es el amante que no se considera con derecho a alguna clase de egoísmo? Hasta los siquiatras dicen que cierto sadismo es saludable. ¿Y eso para qué? ¿Para hacer más intenso el goce? Se dice que el gato juega con el ratón no por crueldad, sino porque el miedo sostenido del roedor produce albúminas que dan a su carne suavidades y sabores mejores. ¿Pasará eso con el sadismo humano?
»Entonces con mayor motivo el artista está autorizado a la indiferencia y a la crueldad si con ellas mejora su obra».
Al llegar aquí pensó Ignacio: «Ya he caído en el vicio que podríamos llamar de los “exegetas inferiores”. ¿Perteneceré yo también a esa subespecie? La verdad era que aquello de sentirse superiores y divinos los ayudaba a vivir como ratas».
A veces Ignacio gozaba con la amistad de Darlbeida y tenía que explicarse a sí mismo aquel gozo de modo que pareciera plausible. Diez años antes, durante la ocupación alemana, el argelino estuvo a pique de ser fusilado como rehén, y cuando salió del apuro Ignacio quiso averiguar qué era lo que el argelino había sentido mientras esperaba la ejecución. Darlbeida le dijo: «Cuando supe que estaba en peligro inminente de ser fusilado, porque en realidad las órdenes estaban dadas y yo formaba parte de una lista de ocho individuos, tres de los cuales habían muerto ya, me dije: El próximo seré yo. No tenía miedo realmente. Tenía sólo extrañeza y desconcierto. De pronto me veía a mí mismo como una figura mucho más seria e importante de lo que me había creído. Iba a ser ejecutado yo. Ya no era una reflexión, sino un estado inexplicable de ánimo. Y me veía a mí mismo como no había podido nunca imaginarme. Era de pronto un hombre hermoseado y dignificado por la injusticia que iba a sufrir. Era de pronto un héroe y me sorprendía y me extrañaba. No podía creerlo. Era como cuando al subir por la escalera de una mansión palaciega con grandes espejos en los rellanos vemos venir hacia nosotros un tipo que nos parece extraño y admirable y de pronto (sin dejar de extrañarlo) descubrimos que somos nosotros mismos. Antes yo no era nadie. Y de pronto me veía como se ve, por ejemplo, a un príncipe. ¿Príncipe de qué? De algo que no había podido imaginar nunca. Príncipe de la seriedad: ése era el caso. Sentía por mí mismo un respeto que podríamos llamar sobrenatural. No era agradable ni desagradable, sino escandaloso en su callada y profunda gravedad. Nunca hasta entonces me había tomado tan en serio».
Por palabras como éstas admiraba a veces Ignacio al argelino. Un príncipe de la seriedad. En cambio él, Ignacio, no sería nunca nada, es decir sería un esclavo de la seriedad, pero no un príncipe.
En aquellos niveles había un género de vida que al parecer sería siempre inaccesible para él. Sólo podría Ignacio escribir la dramatización de un fabliau y hacerla representar por los alumnos del liceo en las fiestas del reparto de premios. A propósito de esto: ¿dónde encontrarían los cinco enanos que necesitaban para representar la comedieta? No se encuentran así como así. Podrían usar niños actores, niños de cinco o seis años, pero por mucho que los disfrazaran y aunque les pusieran pantalón largo y bigote, se vería el engaño y la gente estaría atenta al truco y al embeleco de la transformación.
Decididamente había perdido el tiempo si pensaba en que «aquello» fuera llevado a la escena.
No estaría mal seguir las sugestiones de Darlbeida. Algunas de ellas. Podía rehacer la comedieta, poner cucarachas blancas bajo el velo virginal de la novia, hacer que desfilaran ratones grises por el lecho de los novios y describir la noche nupcial del enano con la bella. Describirla con una crudeza ofensiva que no llegaría, sin embargo, a ofender a nadie porque la gracia poética compensaría la ofensa.
Pero no era fácil aquello.
Le faltaba a Ignacio expresividad erótica y tal vez experiencia de escritor. No era que fuera indispensable la expresividad para describir una noche de novios, pero su sistema de percepciones era deficiente porque estaba subordinado a los vanos respetos de lo que podíamos llamar una imaginación subalterna.
Hay que ser —se dijo— más fuerte que la felicidad y la desgracia para poder producir (crear) la una o la otra. Hay que ser más fuerte que el amor para jugar con el amor.
Y al amor sólo se le puede superar, es decir dominar, es decir exceder (no le parecía ninguna de estas expresiones bastante adecuada) por la experiencia de una serie de plenitudes logradas desde fuera, desde el margen. Sin entrar en el juego sucio del amor.
Eso es.
Y se quedaba pensando qué era lo que llamaba «una plenitud» y cómo podría propiciar la primera de aquellas plenitudes si podía entender lo que eran. Y si la segunda sería «tan plena» como la primera.
Bah, ecos de ecos.