V
Viernes venusto
SIN OTRO EQUIPAJE que una pequeña cartera de cuero se dirigió a la plazuela de donde los taxis partían cada dos horas. La noche anterior había llovido. Sentía sus nervios atemperados. Sin duda el aire húmedo le había ayudado a dormir, le había descargado de fluido como a las baterías de los coches.
Pasó frente al restaurante de la vieja del pelo azul, vio junto a la ventana mayor una anciana comiendo su tostada y bebiendo su café. Se prometió Ignacio un buen desayuno en un lugar adonde había ido Lenin en sus tiempos de desterrado y escritores como Claudel y Gide. Dos dróles que se odiaban. Claudel a Gide por tapette y éste a Claudel por bíblico y grandilocuente. Conocía a un viejo camarero que le hablaba de las manías de algunos clientes famosos. Era un camarero muy viejo, que siendo chico de recados los había hecho para Anatole France.
Poco respeto tenía Anatole France en nuestro tiempo —se decía Ignacio—. Sic tránsit. En vida fue un príncipe de la rive gauche. Un príncipe y no de la seriedad sino de la polissonnerie.
Estaba seguro Ignacio de que el argelino tenía razón al hablarle de la necesidad de superar lo convencional. No hay creación sin liberación —añadía para sí—, Pero ¿de qué manera liberarse?
Recordaba que discutiendo con el argelino días pasados éste le dijo que había decidido no trabajar sino tratar de explotar los prejuicios ajenos. ¿Creían los otros en la decencia? Bien, él trataría de obtener de esa decencia de los otros alguna clase de réditos. Por las buenas o por las malas. Un día le dijo Ignacio:
—Pero ¿qué harás cuando la policía te arreste y en la comisaría un sargento te dé una paliza y te deje medio baldado? ¿Cantar las glorias de Buda?
El argelino respondió inalterable:
—Tal vez sea lo mejor que podría hacer y probablemente lo que haré.
La mañana era dulce y soleada. Hacía ese frío tempranero que se siente sólo en las manos y en las orejas y que cede un poco hacia las once, una hora antes del mediodía.
Se acercó al escaparate de una tienda de objetos de deporte y mientras contemplaba un par de esquís cruzados en aspa vio a dos chicos de siete años hablándose confidencialmente. Trató de escucharlos y oyó el siguiente diálogo:
—Te diría algo, pero tengo miedo de que no sepas guardar el secreto. ¿Sabes o no? ¿Sí? ¡Júralo! Bueno, pues mañana al amanecer me escaparé de casa con mi perro y nos iremos los dos al Polo Norte.
—Yo no llevaría allí a mi perro. Hace frío.
—Es que le pondré una manta por el lomo como hace mi tía Nanette con su perro cuando lo saca a mear.
Seguían hablando aunque con voz tan baja que no pudo Ignacio oír nada más.
Pensó que aquel chico quería como el argelino alejarse del mundo que le rodeaba. Al menos geográficamente. Continuó su camino y vio en la esquina a un hombre con mandil de cuero tostando café en una especie de estufa cilíndrica. El aroma se extendía por el barrio. De una panadería próxima salía también un olor denso y suculento de pan recién cocido. Los dos aromas juntos eran sabrosos y nutricios. Había en aquello un viejo atavismo. El del café mucho más reciente en la historia. Pero el del pan caliente debía de tener más de quince mil años de antigüedad y lo íbamos heredando los hombres de generación en generación.
Al llegar a la plaza vio que había un taxi con tres pasajeros de expresión aburrida. Una mujer que iba delante junto al chófer, con su cesta en las rodillas, y dos hombres en el asiento de atrás. Quedaba una plaza libre, que se apresuró a ocupar Ignacio después de dar al chófer los buenos días y los cinco francos.
De los que viajaban a su lado uno llevaba una maleta ligera que usaba como mesa para apuntar algo en un papel. Tal vez fuera un pequeño hombre de negocios. El otro parecía un campesino tosco, de nariz enrojecida por el abuso de los aperitivos.
Se instaló Ignacio en el taxi y calculó que, estando ya lleno, partiría en seguida. Sin embargo el chófer seguía en la acera diciendo a los transeúntes:
—Una plaza más a Montparnasse. Por cinco francos, a París en veinte minutos. Cómodamente a París en un cuarto de hora.
Ignacio no veía que hubiera sitio para un pasajero más. Sin embargo, el chófer insistía. La mujer que se había sentado delante, y que parecía una hembra de colmillo retorcido, abrazaba la cesta y decía:
—Cada cual mira por sí como el diablo le da a entender.
Inesperadamente apareció en la acera, al lado del chófer, Marcelle, la esposa de M. Saint–Julien. Recatada y sugestiva a un tiempo, como siempre. Miraba al interior del taxi con recelo y al ver a Ignacio pareció sorprendida. Fue una mirada de duda que se convirtió ni sorpresa y confianza.
Se acercó y dijo un poco turbada:
—El chófer se empeña en que hay sitio.
Los viajeros se apretaron un poco, pero a pesar de sus buenos deseos no lograban hacer bastante lugar. Sentía Ignacio las caderas del campesino contra las suyas. El hombre de la maleta parecía francamente disgustado y dijo entre dientes: «Es contra la ley llevar más de cuatro pasajeros».
El chófer desplegaba su jovialidad:
—Madame tiene que llegar a tiempo para ver a su esposo antes de las pruebas que van a hacerle en el hospital.
Habría querido Ignacio dejarle su lugar y quedarse a pie esperando otro taxi o marchando a la estación a tomar el tren. Pero en los dos casos perdería la cita con Catherine. Dijo que tenía también asuntos en París a hora fija. El chófer buscaba soluciones:
—Madame puede acomodarse en las rodillas de algún caballero. ¿O es que se ha acabado la cortesía en Francia?
En broma y sin creer que ella aceptara, intervino Ignacio con el lugar común galante:
—Para mí no será una molestia, sino un privilegio.
Y sonrieron todos. Marcelle estaba calculando las posibilidades. Si la mujer que iba delante cediera la cesta a alguno de los pasajeros de atrás Marcelle podría sentarse en su falda. Pero la sola hipótesis pareció alarmar a aquella mujer, que abrazó más estrechamente su tesoro. Entre las dudas y las risas amables dijo el chófer:
—¡Será un peso dulce! Por otra parte, monsieur es amigo de madame y de su esposo, que yo lo sé.
Y volvía a reír cuidando de que su risa no resultara equívoca. Era sólo una risa bonachona de cinco francos.
En fin madame se instaló procurando que los contactos fueran lo más neutros posibles. La portezuela se cerró y se oyó el motor.
Al partir el coche sintió Ignacio el cuerpo de Marcelle resbalando sobre sus muslos.
En la expresión de Marcelle trataba de ver Ignacio algo concreto, por ejemplo en el temblor de su voz cuando respondía: Voy bien, no se preocupe. En aquella voz veía Ignacio alusiones a los juegos sexuales de los niños con sugestiones (blanco y azul) de amanecer. Aquello había sido una sorpresa imprevisible y la consideraba Ignacio un buen presagio en relación con la intriga de Catherine. Bien comenzaba el día y no podía acabar mal.
Cuando el taxi alcanzó velocidad mayor sintió que el cuerpo de Marcelle, obligado por el propio peso, se inclinaba a veces sobre su pecho. Con un movimiento instintivo Ignacio puso la mano en la cintura de la mujer y ella dijo entre dientes:
—Perdone, pero no puedo evitarlo.
Lo decía con cierta vergüenza. Ignacio sintió en aquella voz lo que había de pureza merecedora y no pudo evitar oprimir más la cintura y alzar un poco las rodillas para sentir más cerca aquellas redondeces tibias.
El calor de los dos cuerpos se mezclaba. Lamentaba Ignacio que el taxi anduviera tan de prisa porque hacía más precaria y transitoria una situación encantadora. Dijo el chófer:
—¿Va bien, señor?
—No puedo ir mejor, mon Dieu. Espero que madame vaya cómoda.
Ella miró el relojito de pulsera como dando a entender que estaba —y debía estar— impaciente y deseosa de llegar.
Pero en aquel momento Ignacio se sentía excitado y pensaba que más tarde explayaría sus ansiedades en los brazos de Catherine. ¿Qué más daba? Como dice Bernard Shaw, en la naturaleza no hay sino deseo y voluptuosidad. El amor no existe en estado natural. Es una invención. Le sorprendía y extrañaba que Marcelle no hubiera insinuado protesta alguna y entonces trató de adaptar mejor y más explícitamente (sin disimular su deseo viril) su cuerpo al de ella.
La reacción de ella era siempre la misma: volver a mirar nerviosamente el reloj.
Eso le parecía natural a Ignacio, pero no le cohibía lo más mínimo. «A ella debe de parecerle natural e incluso halagüeña mi ansiedad. Al fin es una mujer y soy un hombre. Un poco de atrevimiento es siempre un homenaje y a veces un gran homenaje para la hembra».
Observó con alguna alarma reacciones inequívocas en su propio cuerpo, ese tipo de reacciones independientes de la razón y del buen juicio a las que se refiere el viejo Montaigne. Se dijo preocupado si ella se daría o no cuenta, aunque lo más probable era que sí.
No podía, sin embargo, disimularlo.
Y puesto que era inútil pensó que lo mejor sería dejarse llevar de sus instintos. Alargó el brazo un poco y, en lugar de ser sólo su mano la que se apoyaba en el talle de Marcelle, fue ya todo el antebrazo. La mantenía, por lo tanto, abrazada. No fuertemente sino sólo ligera y amistosamente, es decir que aquello podía ser entendido como un movimiento protector y tutelar.
En un viraje un poco violento se dio cuenta de que aquellas precauciones protectoras estaban justificadas. Ignacio oprimió más el talle de la mujer y al recobrar el taxi la vía recta y la velocidad sintió otra vez pesar dulcemente la espalda de ella contra su pecho. Los dos llevaban trajes ligeros, a través de los cuales el calor humano se intercambiaba delicadamente.
Ella dijo dos veces: Monsieur… como si se disculpara como si quisiera protestar (no se podía saber qué acento prevalecía) y trató de apartarse un poco, pero el movimiento sobre sus rodillas fue estimulante y entonces Ignacio oprimió un poco más el talle y respiró fuertemente. Era ya el deseo masculino sin otros frenos que los que imponía la compañía de gente extraña.
Al darse cuenta Ignacio de que ella tenía que tener conciencia exacta de lo que estaba sucediendo, acercó un poco su rostro al brazo semidesnudo de ella de modo que el aliento tibio diera sobre su piel. Y respiraba y volvía respirar dirigiendo el aliento sobre el brazo. Ella quiso retirarlo, pero dada su posición era difícil.
Ignacio, recordando al argelino, se preguntaba si no tendría allí, en aquella ocasión imprevista, una oportunidad para «ir por todo». No podía aceptarlo sin alguna clase de secreto asombro.
Pasaban los árboles rápidamente a los dos lados.
La mañana, que era soleada y clara, comenzó a enturbiarse. A medida que se acercaban a París el cielo parecía más cubierto y gris. Se le ocurrió pensar a Ignacio (y lo hacía a propósito para distraer su cuerpo de aquella turbadora tentación) que la atmósfera venía de oriente a occidente según la rotación de la tierra y que traía nubes y celajes. ¿Giran las nubes con la tierra? ¿Gira la atmósfera con la tierra? ¿Hasta qué extremo?
Como se puede suponer, esas ideaciones le daban instantes de cierto apartamiento y distancia, pero el cuerpo tibio de Marcelle reclamaba la atención de lodos sus sentidos. El olor de pan caliente que había sentido en la calle de Argenteuil volvía a sentirlo y parecía emanar de ella. Un olor exquisito y suculento. Un olor honrado también. Es decir, no un olor sino un aroma, que es distinto, y un aroma natural.
El chófer una vez más alzó la voz:
—Los tres lo envidiamos a usted, monsieur.
Ignacio vio que la parte de la mejilla de Marcelle que le era visible enrojecía un poco.
Sintió a un mismo tiempo compasión, respeto y un recrudecimiento del deseo.
Seguía el coche acelerando en las rectas y enviándole a los ijares el dulce peso de Marcelle. Ignacio había decidido ya en aquel momento que el argelino tenía razón. Sólo contaba en el mundo realmente la vida de los instintos y, naturalmente, la imaginación libre para el salto adelante, sobre el bien, sobre el mal, sobre la vida, sobre la muerte. Allí estaba él dispuesto a aprovechar la lección. El bien o el mal eran sólo elementos propicios o contrarios, pero desde luego subalternos y tributarios del divino capricho creador. Luego Ignacio se arrepintió de emplear esos términos: el divino capricho creador que sonaba a generaciones pasadas, parnasianos, simbolistas, vieja música, moneda falsa y miseria decorativa.
Sobre todo, miseria. Baudelaire se pintaba a veces el cabello de color verde según dicen. Ahora lo que habría que hacer es abandonarse a las miserias naturales, tener piojos —había dicho Darlbeida— si era necesario, y poder cantarles y hacerles participar de la buena sangre satisfecha y neumática que queda en las venas de los enamorados después de la copulación. Y ponerles nombres que sonaran a mitología helénica. ¿Por qué no?
Y reír bajo las barbas de cualquier clase de solemnidad, sobre todo de la solemnidad literaria. De los liceos, de las academias, incluso —¿por qué no?— de los museos y las bibliotecas del pasado. ¿Por qué no? Apretando el cuerpo de Marcelle y procurando que su excitación le fuera tactilmente patente comenzó a preciarse de lo que un momento antes le avergonzaba. La mano que estaba en el talle de ella subió un poco, sin llegar al pecho, pero sintió Ignacio el eco de un corazón que comenzaba a tener latidos de complicidad. También creyó sentir la respiración acelerada de Marcelle. Esto último no era seguro. Y él seguía respirando sobre el brazo desnudo de ella, contra la piel de ella. Piel de manzana. Suponía que su propio aliento era caliente y ella percibía el calor.
Acercándose a París, los carteles anunciadores aumentaban a los dos lados y eran más frecuentes que los árboles. En realidad, no había solución de continuidad entre Argenteuil y París. Solución de continuidad. Así hablaba el viejo profesor de poesía —el que tenía ganas de llorar en clase—. Solución de continuidad. Quería decir que no había interrupción. Lo mismo sucedía en la carretera, que a veces era calle y de pronto volvía a ser carretera. El poco sol que quedaba (el cielo estaba ya casi cubierto) caía al sesgo sobre una plaqueta de cuarzo refractario y daba destellos.
Al fin llegaron a París, por cierto cerca de la estación de Saint–Lazare, y allí descendieron primero Marcelle, que evitaba las miradas directas de los otros; luego Ignacio, que se cubría discretamente con la cartera de cuero los lugares de su cuerpo que podían denunciar las reacciones involuntarias.
El chófer le dio a cada uno un papelito con los horarios de salida y regreso. Todos descendían menos el hombre de la maleta, que pidió que lo llevara a alguna parte, a lo cual accedió el chófer a regañadientes.
Se encontraron de pronto Ignacio y Marcelle solos en la calle y, para evitar mirarse de frente, echaron a andar al azar. Él tomó el brazo de ella y sintió que Marcelle se estremecía un poco y llegaba a insinuar alguna clase de resistencia, pero Ignacio no quiso ceder.
El cielo estaba cubierto y las nubes parecían más bajas que antes. Aunque era primavera y había lilas en los puestos de periódicos, la luz de París era filtrada y condicionada por una acumulación de crepúsculos inciertos, crepúsculos de los días que pasaron o los que vendrían. No era una luz actual. Se veía que no era la luz que correspondía a aquella hora.
Caminaban al azar. Ella parecía haber enmudecido para siempre. Ignacio preguntó:
—¿No querría desayunarse?
Ella negó con la cabeza, ausente el gesto y vacilante la mirada y el paso. Iba a preguntarle Ignacio a qué hora la esperaban en el hospital pero se calló pensando que aludir a sus deberes de esposa sería imprudente. Como no podía mantener el silencio volvió a hablar:
—Yo tengo que tomar una habitación en un hotel cualquiera, para quedarme un par de días. ¿No querría descansar allí un momento?
Marcelle no hablaba y, entendiendo su silencio como aceptación y muy sorprendido por el curso de las cosas, Ignacio se calló también. Al doblar la esquina ella se dejó conducir y poco después se vio cerca el letrero de un hotel. No era un lugar de lujo aquel, tampoco un hotel borgne. Era simplemente un hotel discreto.
Cuando menos lo esperaba Ignacio, ella dijo algo. Algo que parecía no venir al caso. Dijo con una voz mecánica y sin mirar a Ignacio:
—¿Es hoy jueves?
Ignacio no lo sabía, aunque tenía la vaga idea de que era viernes. No le contestó y ella pareció acortar el paso, lo que podía ser entendido como resistencia. Entonces se apresuró a contestar Ignacio:
—Creo que no, ma chérie. Creo que es viernes.
Seguían caminando, Marcelle encerrada de nuevo en su silencio, con el cual parecía estar diciendo: No me obligues a aceptar o negar, es decir a hablar.
Seguía Ignacio deslumbrado y desde luego la cita con Catherine había sido cancelada.
Y caminaban aún. Por si acaso, dijo él:
—En mi hotel descansará usted un poco y si quiere podrá llamar por teléfono al hospital.
Esta alusión era de una honestidad tranquilizadora. «Tengo que darle a ella —pensaba Ignacio— pretextos para sentirse después engañada. Es decir, para que se justifique acusándome a mí».
—Creo que es viernes —repitió, riendo sin motivo.
Cuando se dieron cuenta estaban en el vestíbulo. Y tina vez dentro Ignacio se separó de Marcelle y se adelantó al comptoir, donde había un hombre gigantesco y soñoliento.
—Madame —le dijo— quiere descansar un rato porque venimos fatigados del viaje.
—¿Vienen del tren?
—No, en coche.
El hombre miró detrás de ellos, hacia la calle, tratando de ver el coche. Ofrecía a Ignacio un lápiz:
—¿Cuánto tiempo piensan estar?
Mientras Ignacio escribía en el bloc: M. et Mme. Lambert —un nombre cualquiera— dijo con aire casual:
—Tomaré la habitación por un día y si es necesario volveremos a descansar. La ciudad fatiga a madame.
El conserje no decía nada. Parecía estar pensando: «Es la primera vez y estáis un poco nerviosos los dos».
Marcelle, de espaldas, parecía contemplar un cuadro, una mala estampa. Todas las mujeres contemplaban aquella estampa mientras el amigo pagaba por adelantado. El hecho de que Marcelle evitara dejarse ver de frente los denunciaba a los dos.
Recibió el conserje un par de billetes y les dio una llave con un número. Era el primer piso, no en lo que los franceses llaman rez–de–chaussée. Y fueron subiendo. Había observado Ignacio que el teléfono del hotel no estaba en el mostrador, sino en la oficina que se veía en el fondo a través de una puerta de cristales. Precisamente estaba sonando en aquel momento.
La habitación era de una vulgar anonimia. Armario de luna, lavabo empotrado en el muro, bidé detrás de un biombo de seda artificial con paisajes japoneses, un pequeño teléfono interior (para pedir el desayuno) y alfombras baratas pero limpias. El lecho, bastante espacioso. Mientras entraban Ignacio se daba ánimo: «Tengo que ser violento y agresivo en el movimiento primero». Antes de decir nada, y sin esperar a que la mirada de ella se cruzara con la de él, la abrazó. Ella era pasiva y consentidora. El abrazo fue una caricia arrolladora. El cuerpo de ella, sin dejar de ser firme, era muelle y sin resistencias. En el lóbulo de su oreja izquierda había un perfume honrado, un perfume de agua de colonia.
Ella no lo abrazaba a él. Recibía sus caricias y aquello era todo. Ignacio lo prefería. Le gustaban las mujeres pasivas. Sofocaba Ignacio a Marcelle y ella parecía respirar con dificultad y dejarse hacer. Tenía las mejillas encendidas.
La tenue luz de la mañana con nubes parecía aun haber descendido. Por el balcón no entraba sino un reflejo gris del cemento de la calle y las cortinas corridas a medias hacían el cuarto más sombrío. Había un friso de flores estampadas en el muro simulando seda brillante, pero era papel. En aquel friso los azules se hacían luminosos y los rojos negros. Ignacio había perdido el control de sus actos como el hambriento cuando come una vianda robada.
Ella decía a veces con el aliento entrecortado:
—No.
Aquella negación era un estímulo más. Si hubiera dicho sí habría decepcionado a Ignacio. Y decía no sin añadir una sola palabra. La negación era como una semilla de mostaza que aguzaba el sabor y actuaba directamente sobre los diferentes deleites del tacto.
Del tacto de las manos.
La posesión fue como suele ser para ellos y para ellas. El amor siempre satisfactorio e insuficiente, extenuante e inagotable, todo al mismo tiempo. La almohada tenía una funda limpia, pero muy gastada, con dos pequeños desgarros del deterioro que dejaban ver un interior de color rosa sanguinolento.
Ninguno de los dos había dicho la palabra ritual amor —ni preguntado nada. Tenía miedo Ignacio de hablar pensando que sería imposible acertar con las palabras adecuadas, y si no lo eran podrían romper el encanto.
Si la voluptuosidad es siempre la recompensa del amor no hay duda de que estaban los dos enamorados ¡Hinque no habían tenido tiempo de decírselo! Ella tampoco hablaba. Decir no era como decir sí pero al revés. El sí y el no eran los dos polos de un hecho inevitable.
Había en el aire del cuarto ecos de fuera. Claxons de automóviles, roce de las ruedas pesadas de los autobuses sobre el asfalto húmedo —comenzaba a lloviznar— (mido urbano típico) que se adaptaban al ritmo de los corazones. El aire también. Había un reloj en alguna parte. O dos relojes. Dos relojes superpuestos, impacientes, con un ritmo irregular. Las respiraciones también mal acordadas, pero rítmicas.
Bueno, así son las cosas y el movimiento del orbe es rítmico también. Marcelle no había dicho sino aquella palabra: No. Y ahora seguía diciéndola con espacios rítmicos. Bien, ya no decía nada, pero abría la boca, una pequeña boca —no una boca para comer sino sólo para besar—, sin decir nada. Se suponía que quería decirlo y lo decía «hacia dentro», pero la voz no salía de la garganta.
Quedaron los dos amantes juntos con la torpe dulzura de la saciedad. Luego (transcurrido un largo espacio), Ignacio, que sentía la gratitud de sus sentidos fatigados, dijo el nombre de ella al oído:
—Marcelle.
Ella no respondía. Ignacio alzó más la voz, esta vez sonriendo feliz y pensando que ella hablaría por fin y diría cosas dulces de oír:
—Marcelle, niña…
Seguía el silencio. El de ella parecía un silencio de cosa y no de persona. Un silencio casi mineral. Ignacio se apartó y la miró como si no la hubiera visto nunca:
—¡Marcelle!
¿Se había dormido? ¿O tal vez desmayado? Soltó a reír:
—¡Qué gracioso dormir tienes!
Luego puso sus labios sobre los de ella y sintió asombrado que no respiraba. Puso la mano sobre el corazón y tampoco sintió nada. Quiso decir algo y no pudo.
Tomó aquella cabeza entre sus manos y la movió a la derecha y a la izquierda. No había resistencia alguna, y como dejaba la cabeza así se quedaba. Sintió que el contacto de su oreja era un contacto frío. Después la besó otra vez y percibió aquellos labios si no fríos menos que tibios. Se dijo que a veces los labios y las orejas en estado normal parecen fríos al tacto. ¿Estaría desmayada? No se atrevía a hacer una hipótesis lúgubre. La funda un poco más rasgada de la almohada dejaba ver los interiores rosáceos, de un rosa visceral y alarmante.
Pero podía ser que Marcelle estuviera enferma. La seguridad de algo anormal le hizo pensar en el teléfono, pero cuando tenía la mano en él la retiró como si quemara. ¿A quién podría pedir auxilio en un trance y en un lugar como aquél? ¿Y qué podía decir? ¿Qué sabía él del estado de Marcelle?
Tenía miedo de llamar y también de no llamar. Sobre todo tenía miedo de salir y de ser interceptado en el camino de la fuga. Más que nada tenía miedo de estar allí. El agua del bidé bajo la presión de la cañería producía un ssssss intermitente.
Hizo todas las cosas que creía que podían hacerse para ayudar a volver en sí a una persona que ha perdido el conocimiento. Le friccionó los brazos, los pies, puso otra vez sus labios sobre los de ella para darle respiración artificial y sintió que era la propia respiración la que regresaba, inerte. Además observó que el contacto de los labios era un poco más frío, con una temperatura que ya no era vegetal ni mineral, sino de estatua. La llamó en voz baja, en voz alta, otra vez en voz baja, y se calló alarmado porque oyó rumor de pasos fuera de la habitación. Era la voz de una mujer que preguntaba a otra:
—¿Qué día de la semana es hoy? ¿Jueves?
Igual que había preguntado Marcelle en la calle. Oyó también el timbre lejano de un teléfono.
Se sentía como un criminal y no sabía exactamente por qué. ¿Es que era posible en este mundo que alguien muriera de vergüenza? ¿O de amor? Recordaba sin proponérselo, porque estaba fuera de sí, que se habían dado casos de personas muertas súbitamente durante el coito. Se había dado el caso entre honestas parejas matrimoniales. Había oído decir incluso a veces y con aire dionisíaco y cínico que era un privilegio aquella clase de muerte. Pero ¿quién iba a esperar que un hecho tan raro y excepcional le sucediera a la mujer que él había tenido en los brazos? Él no era hombre a quien le sucedieran cosas excepcionales. No. Ella volvería en sí.
Comenzaba a tener el miedo de un asesino atrapado por su propia torpeza. Era culpable. Y se puso a atender otra vez a los ruidos de fuera. El teléfono seguía sonando lejos y se dijo que debía ser el de la oficina y que si nadie acudía era porque no había nadie. La ocasión era la mejor para la fuga. Pero el teléfono dejó de sonar. Seguramente el conserje del pelo gris y la mirada experta lo había descolgado. No debía aventurarse a bajar. No podía bajar aún.
Miraba fijamente a Marcelle esperando ver algún síntoma de vida. La frente tomaba una opacidad de piedra y la nariz se iba afilando. Quiso volver a prestarle su aliento y ver si conseguía hacerla respirar, pero no se atrevió. Tenía miedo. El miedo que todos los vivos tenemos a los muertos. Los instintos no se engañan en una cosa tan crítica como ésta —pensaba—. Si ella no estuviera muerta, él no tendría miedo. Pero ¿de qué pudo morir?
Se decía a sí mismo con un último resto de sentido de lo adecuado: «Si pudiera ella hablar ahora mismo, no me reprocharía nada». Probablemente no podría nadie reprocharle nada. Todo lo que había hecho él, hombre joven, era amar a una mujer joven también.
Lo que le hizo pensar finalmente que Marcelle estaba muerta fue que ya no contaba con ella como amante o amiga, sino sólo como un peligro escandaloso del que había que escapar. ¿Adonde? ¿Por dónde? Por la escalera, la ventana, por la siseante tubería del agua, por los vibradores hilos del teléfono, aquel miserable teléfono que sólo comunicaba seguramente con la cocina. La calle comenzaba a parecerle peligrosa también.
Arregló un poco la ropa, cubrió el cuerpo, puso juntos los zapatos de ella, que estaban separados y uno de ellos al revés con el tacón en alto. Y —cosa de veras increíble y que al mismo Ignacio le extrañó mientras lo hacía— con el pañuelo de bolsillo fue borrando posibles huellas dactilares en la mesilla de noche, en la barra inferior de la cama, en el pomo redondo de la cerradura de la puerta. Luego se avergonzó, quedó paralizado y el pañuelo cayó al suelo. Estuvo Ignacio unos segundos inmóvil, con la mano colgante.
No. Ella no estaba muerta. Hay sueños catalépticos y en ellos caen a veces personas saludables. Esa condición saludable parece atraer el riesgo. ¿Qué riesgo? Siempre hay un riesgo en puerta y lo mismo en la puerta abierta que en la cerrada, pero sobre todo en la puerta entornada. El nombre de ese riesgo no lo sabemos. A veces llegamos a conocerlo, pero entonces es ya tarde. Aquel riesgo estaba dentro del cuarto, y Morel quería salir. Salir del riesgo sin nombre o con un nombre que se aprende siempre tardíamente.
En el silencio repercutían no sólo los rumores sino también los silencios exteriores. No sabía Ignacio cómo, pero en la confluencia del silencio de fuera con el de dentro sentía que su corazón se aceleraba.
El crujido del radiador de la calefacción le hizo volver la cabeza con una vivacidad de pájaro, pero no hacia el radiador sino hacia Marcelle.
Se sentía inocente y al mismo tiempo perdido, y miraba a Marcelle esperando que despertara. Viendo que tardaba se dijo: «Debo marcharme. Cuando vuelva en sí se marchará ella también, y el conserje (o portero, o gerente o dueño) no podrá extrañarse de nada. Todo será natural y razonable». Los clientes entraban. Los clientes salían.
Volvía a oír pasos fuera del cuarto y, para no perder detalle, los escuchaba conteniendo la respiración y entreabriendo la boca de manera que las vibraciones entraran también por ella. Pero eran rumores imaginarios. Se decía: «Todo esto tiene un nombre: catalepsia. Raro nombre para una cosa tan simple como el sueño. Catalepsia. La palabra autopsia tenía el mismo sufijo: epsia. Griegas las dos, katalépsia quería decir sorpresa. Y así era. Katalépsia con k y acento en la e. Autopsia, en cambio, quería decir “verse a sí mismo”. Es decir el hombre viéndose a sí mismo, por dentro».
La luz del balcón seguía siendo neblinosa (no acababa de aparecer el sol). Le hubiera gustado que hiciese sol, porque así todo habría parecido más normal. Al fin, la luz del sol hace las cosas más claras, incluso el sueño cataléptico, el sueño sorprendente.
La sorpresa iba siendo angustiosa.
Ignorando por completo a Marcelle, se puso a espiar en el pasillo buscando el momento adecuado para huir. Cuando creyó que no se oía nada arriba ni abajo y que podía aventurarse, se dio cuenta de que había salido sin la cartera y volvió al cuarto a buscarla. Aquella cartera habría sido la evidencia y la denuncia. La confesión. Después de recogerla se acercó a Marcelle miserablemente avergonzado y quiso besarla otra vez, pero sentía entre los dos algo como un muro de cristal. Un muro impenetrable de cristal.
Sucedió algo peor. Creyó sentir olor de heces fecales. Quedó confuso y desconectado. Luego el olor desapareció, pero recordó Ignacio que las personas muertas a veces después de la muerte pierden excremento.
Antes de salir sintió ganas súbitas y apremiantes de orinar y lo hizo en el bidé vertiendo en un lado para no hacer ruido y sin atreverse después a hacer correr el agua.
Avergonzado y aterrado volvió a salir dejando la puerta entornada, pero cuando se acercaba al hueco de la escalera (caminando de puntillas sobre la alfombra) oyó crujir el pavimento encima de su cabeza (tal vez alguien bajaba del piso superior) y volvió, de puntillas también, al cuarto. Ella seguía inmóvil, con los labios y los ojos entreabiertos. Miró el reloj y se dio cuenta de que a falta de otra oportunidad a la hora del almuerzo saldría probablemente el conserje para ir al bistro. Aunque aquellos hombres solían comer un sandwich en la oficina. O tal vez fuera el dueño del hotel y viviera allí mismo con su mujer. Y comieran juntos. Entonces no saldría.
Como se puede suponer, inquietaba y angustiaba a Ignacio en medio de todo aquello la repercusión escandalosa que iba a tener en todas partes. Por eso comenzaba a recelar también de la calle. El pánico ante el estado de Marcelle le había impedido la reflexión. Ahora todos los riesgos iban apareciendo por su buen orden natural. Reflexivamente considerados.
La fragilidad del cuerpo humano, la contingencia del vivir y la facilidad de la muerte lo tenían del todo abrumado. Sentía la lengua seca y el paladar de esparto. No estaba seguro de poder hablar, y para probarlo dijo en voz alta: «Hoy es viernes». Lo pudo decir claramente, pero estaba a solas, y otra cosa sería tener que hablar delante del conserje. Y sobre todo de la policía.
El escándalo. «Nos han visto bajar juntos del taxi y echar a andar por la calle, del brazo. El hombre gris de la mirada cínica nos ha visto entrar aquí. Si la policía me busca, me confrontará con el conserje y éste me reconocerá en el acto. Eso se llama en términos policíacos careo». El escándalo iba a conmover las esferas y no sólo las esferas sociales de Argenteuil. El escándalo iba a destruir el recuerdo de Marcelle hasta la medula, hasta la sombra del eco de la dulzura de su pulcro nombre. Todas las miradas irían sobre el cuerpo de Marcelle hallado en un hotel aventurero y luego sobre él, en quien recaerían las acusaciones. En Argenteuil los hombres lo señalarían con el dedo entre ironías y risas. Las mujeres dirían su nombre con horror. Lo que a él le aterraba era la destrucción en Marcelle de lo único que podía ser destruido aún en una persona después de su muerte. Porque quedaba algo. La muerte no hacía a nadie invulnerable todavía. Sólo el olvido nos salva y no los iban a olvidar a ella ni a él fácilmente.
En cuanto al marido, sería mejor que descubrieran aquel mismo día los doctores que su cáncer era maligno y que en vista de eso lo dejaran morir. El marido debía morir. Él lo habría matado si dependiera de su voluntad y pudiera hacerlo a distancia. Lo habría matado por piedad, para salvarlo. ¿Salvarlo de qué? Era la única salvación para él.
Pero Ignacio no entendía nada. Sólo entendía que había que resolver el problema de la muerte de Marcelle con la de su esposo, en una cadena de catástrofes, y que después había que escapar a ninguna parte por un camino imposible.
Se sentó, con la cabeza entre las manos, en el único sillón que había entre el armario de luna y el balcón. Pero las retiró en seguida y alzó la cabeza porque creía haber oído un rumor, como si Marcelle se hubiera movido. Tenía la sensación de estar cayendo en un abismo de escarpadas pendientes. Para salir había de ser culpablemente sagaz e inteligente. ¿Qué era eso y cómo era eso? Alzaba más la cabeza y miraba el rostro de Marcelle y luego la puerta (que había cerrado cuidadosamente por dentro) y aguzaba el oído para oír los rumores de la escalera y los pasillos. Los ruidos de la calle no eran peligrosos sino, al revés, prometedores. «Si fuera de noche —se dijo—, trataría de bajar descolgándome por el balcón». ¿Para ir adónde? Sólo ninguna parte le convenía. Pero ¿dónde está ninguna parte?
Había detalles cómicos que le chocaban en aquella atmósfera tan dramática (iba a decir trágica, pero tenía miedo de aceptar la certeza de la tragedia). Y seguro de que el pequeño teléfono de la cabecera de la cama era ridículo, quiso sonreír al mismo tiempo que el sueño cataléptico no era bastante alarmante para usar aquella cosa ridícula. Porque las cosas pueden ser ridículas también, como los hombres. Las pobres cosas. Y ella podía estar solamente dormida.
Aquel teléfono parecía una bocina antigua de bicicleta. En lugar de la pera de goma estaba el auditivo negro y redondo. El resto era una bocina metálica, abierta. Sin filtro para el sonido, sin láminas vibratorias. Una bocina de hojalata.
En cuanto a sus propios zapatos —que se había vuelto a poner—, habían quedado cuando los dejó en la alfombra uno sobre el otro, en una posición que sugería la de dos animales copulando. Fea sugestión.
La lámpara central colgando del techo tenía una pantalla que caía en puntas, con abalorios. De veras cursi, pero casi conmovedor, porque recordaba los hogares pobres donde una mujer sin dinero quiere hacer que sus cosas sean bonitas.
Los visillos del balcón, en cambio, tenían su nobleza. Blancos como la nieve y fruncidos verticalmente. Eran necesarios, en primer lugar. Las cosas se redimen de la ridiculez por su necesidad. La necesidad que hace con frecuencia a los hombres ridículos, a las cosas en cambio las hace nobles. Era ridículo también en aquel momento volver a pensar en los sufijos de autopsia y de catalepsia, porque no era necesario. No serían más de las once de la mañana. Ciertamente por la mañana —hasta el mediodía— la gente es un poco más confiada, incluidos los empleados de los hoteles por horas. Él sabía en sus tiempos de estudiante lo difícil que era evitar el encuentro con el encargado del comptoir cuando se le debía la semana o el mes. Había que evitarlo. Hallarlo al pie del cañón, detrás del mostrador, representaba entonces una catástrofe. Ellos, es decir los conserjes, solían retirar la llave del encasillado del muro y se la guardaban en el bolsillo para que el inquilino tuviera que llamarlo a él y presentarse delante de él y pedirle —suplicarle— la llave si no quería dormir a la intemperie. El cancerbero, el conserje, era el dragón que sacaba con la boca recibos atrasados y echaba fuego por las narices (al menos el humo de sus pipas proyectado por una soberbia iracundia). Detrás de las nubes de humo pugnaz la luz de Indra con el signo del rayo fulminador.
Y detrás todavía algo como un ridículo dilacerante.
Él sabía aquello por experiencia. Pero lo que le aguardaba era peor. No era culpable Ignacio de asesinato. No había asesinato. Tenía otro nombre aquello y no sabía cuál. No había asesinato, pero había un cuerpo frío. Volviendo al lado de ella quiso ponerle la mano sobre el corazón, pero tampoco se atrevió. Ya no era Marcelle aquello. No se oían los bronquios, es decir el rumor de la respiración. No se oía ni se sentía nada. Los labios entreabiertos mostraban los dientes de la mandíbula superior, menudos y brillantes. La luz entraba más arriba entre los párpados y en los iris apenas visibles de la pupila había pequeños reflejos fijos como los que se ven en los ojos de vidrio de las muñecas. Sus últimas vagas esperanzas de impunidad desaparecieron. Estaba muerta para siempre y él tenía la culpa. Y no sabía qué culpa era aquélla, pero era una culpa que tenía algún nombre en algún diccionario todavía inédito. Pero la catalepsia se parece a la muerte. ¿Quién sabe?
Los depravados de toda laya y edad iban a hacer sonar sus trompas de victoria. Debían de sonar como las de los megaterios de la lejanísima prehistoria.
Al volverse vio en el antepecho de la ventana un gorrión que voló y escapó asustado. Se sintió miserablemente más débil que aquel pájaro volador que podía ponerse tan fácilmente fuera del alcance de los hombres.
Comprendió que tenía que decidir alguna forma de acción de la cual dependía su propia ruina o su propia salvación si ésta era aún posible, y estuvo calculando sus movimientos. Si al llegar abajo encontraba al empleado del mostrador le diría: «No molesten a madame, que está descansando. Yo volveré dentro de dos horas». Al fin había tomado la habitación por un día entero. Eso diría. O bien: «No molesten a madame, que está durmiendo». ¿Podría hablar si llegaba el caso?
Aunque pudiera hablar, en la expresión y el tono de voz de Ignacio verían algo alarmantemente inusitado. En aquellos conserjes de hotel había una sensibilidad agudísima para detectar la rareza. Sabían calibrar hipótesis, analizar señales y síntomas y valorar indicios —gestos, palabras, silencios.
En aquellos hoteles sucedían a veces cosas que comprometían el nombre del dueño, amenazaban la caja de los sous y podían representar diversas complicaciones, incluida la de comparecer ante la justicia. Estaban siempre alerta aquellos conserjes, es decir prevenidos contra su propio descuido. No era fácil pasar ante ellos gruñendo «hasta luego» y salir a la calle. Abrir la puerta del zaguán como una persona decente era muy difícil.
Estaba el cuerpo de Marcelle allí, pero la persona de Marcelle, su amor reciente y su aventura con ella (aunque no había salido aún del cuarto) estaban en un pasado al que no sabía cómo regresar. En todo caso, no había regreso posible. Había entre ella y él no más de dos pasos de distancia, pero en realidad había entre ellos largas filas de árboles desfilando rápidamente, nubes bajas que seguían descendiendo, años de liceo, cursos ridículos de literatura, de física, de ciencias sociales, de historia; estudiantes con granos en la frente y la nariz, profesores que lloraban al recitar poemas. Y todo era bobo, especialmente aquellas mujeres como Mme. Maisonnave que le hacían té por la noche u otras que lo citaban en las escaleras del metro. Había entre Marcelle y él miles de escaleras no sólo de metro sino de hotel con zaguanes (cientos de zaguanes) casi imposible de trasponer. Y peldaños de maderas crujientes, con su cric–crac diferente a medida que bajaba (los del subir suenan de un modo diferente que los del descenso). Los huecos de las cajas de las escaleras tenían sonoridades delatoras. Y todos los conserjes tenían el pelo escaso y gris. Cada cabello envenenado y erizado con electricidades funestas.
Todo el mundo se alzaría para ver el cuerpo de Marcelle y para contemplarlo a él con una curiosidad de veras insufrible. «Estoy perdido», pensó, y lo dijo entre dientes. Sintió ganas de arrojarse por el balcón y no para escapar, sino para suicidarse, aunque sería como confesarse culpable. ¿Qué nombre darían a su culpa?
Decidió otra vez salir cerrando la puerta detrás. Llevaba la cartera colgando al lado izquierdo. Siempre que estamos en peligro dejamos por instinto de defensa, y sin darnos cuenta, la mano derecha libre. Y salió. Temblaba sobre sus rodillas, pero salió.
Alcanzó sin miedo —sólo el cuerpo tenía miedo— la escalera y comenzó a descender, cada vez más lentamente. Nadie podía oírle desde arriba —si había alguien en el rellano superior— ni desde abajo, pero al llegar a la vista del patio observó que el guardián estaba en su cueva. Su imagen espejeaba en el cristal sesgado de la puerta. El conserje no podía verlo —estaba ladeado— pero él retrocedió asustado volviendo a subir dos o tres peldaños por precaución y aguzando el oído. Si el monstruo salía de su cueva —de su oficina—, Ignacio no se atrevería a bajar.
Por fin volvió a oírse el teléfono y, recordando la posición del aparato sobre la mesa, dedujo que el monstruo estaría de espaldas y bajó capciosamente. La espalda encorvada del conserje —estaba inclinado sobre la mesa— era lo único que se veía de él. Descendió de prisa y abrió la primera puerta del zaguán. La segunda, que daba a la calle, estaba abierta. Pero no contaba con que la primera tenía un timbre en el umbral, el timbre fatal para los clientes que no habían pagado quizá. Él no debía nada, pero eso no le autorizaba a dejar arriba el cuerpo de Mme. de Saint–Julien.
En la voz del conserje, que seguía hablando por teléfono, percibió Ignacio un cambio de tono al oír aquel timbre de la puerta. Pero Ignacio estaba ya en la calle y le importaba poco la voz del conserje.
—El idiota. ¡Oh el idiota! —repetía acelerando el paso.
No sentía amor por Marcelle y pensaba sólo en alejarse del hotel. Alguna ternura podía quedarle —al menos la gratitud de los sentidos—, pero no podía gozar de aquella gratitud de los sentidos satisfechos y llevaba en los oídos solamente el timbre de la puerta y la voz del conserje que acababa de decir en el teléfono una frase incompleta: «Si tu ne connais pas méme son adresse, avoue–moi qu’il s’agit d’une connerie». Eso decía el buen hombre. Si tú no sabes siquiera su dirección… Algo parecido diría algunas horas después a la policía en relación con Marcelle. «Si vous ne connaissez méme son adresse…». O la policía se lo diría a él. Lo que harían sería suprimir la palabra final, connerie, por respeto a Mme. Saint–Julien.
Tal vez hablaran ellos o hablara el conserje de la posible identidad de Ignacio, que sería de momento lo más importante.
No conocían su dirección. Naturalmente, a él lo descubrirían tarde o temprano y sería terrible, pero tardarían algún tiempo, algunos días, algunas horas al menos. Por el momento el aire libre entraba en sus pulmones como un delicioso fluido bienhechor.
Se sentía en un plano social más bajo que el del argelino. Aunque se consideraba inocente, el hecho de que la policía iba a seguirle los pasos le hacía sentirse digno de desprecio. Suponiendo que la localización del «criminal» era lo más importante, se puso a pensar que lo mejor sería no ir a hotel ninguno, no regresar tampoco a Argenteuil, al menos aquel día, y decidió pasear por la ciudad, ir y venir sin rumbo. Se sentía seguro de su anonimia de paseante fantasma. Pero se vio de pronto en la plazuela donde el chófer del taxi había citado a sus clientes. Frente al café Nord–Lafayette.
Y allí estaba otro de los taxis. Con un conductor diferente, lo que era una ventaja. No vaciló y se metió dentro. Abrió su maletín, sacó un libro y se puso a leer fingiendo aburrimiento. No leía. Estaba diciéndose: «Debo volver a casa y esperar. Lo único que tengo en el mundo es mi albergue. Llegar a casa cuanto antes, eso es lo que debo hacer». Él no tenía por qué tomar precauciones ni huir de nada ni de nadie. Volver a casa nada más.
Cuando no podía más, Ignacio pensaba: «Alguien me ha traído a la vida, y el que me ha traído es responsable. Yo no tenía interés alguno en venir». Pero comprendía que la vida estaba muy bien en sus fondos gozaderos. Y él era un tozudo del gozo y no debía culpar a nadie. La culpa de todo «aquello» la tenía él.
Tal vez lo mejor hubiera sido acudir a la cita de Catherine, que probablemente le aguardaba aún, porque tratándose de una cita con un hombre que vivía en los suburbios podían suceder pequeños accidentes ¡no tan pequeños, gran Dios!, que le obligaran a llegar con retraso. Pero no había coartada posible, ya que el conserje lo había visto y lo entregaría a la policía. Mejor era volver a casa y esperar allí los hechos. Su estudio era su guarida y no tenía ni necesitaba otra. Aquel estudio lleno de exámenes escolares sin corregir, que ahora le parecían conmovedores por su inocencia y bellos como poemas. ¡Qué sugestivos los comentarios sobre los metros anapésticos y yámbicos, o trocaicos y yámbicos! ¡Qué mundo limpio e inocente aquel en que las gentes se preocupaban de esas cosas! ¡Qué hermosos hexámetros había leído a veces!
«Habrá quizás una autopsia» añadía Ignacio para sí y esa autopsia me salvará. A mí me salvará, ya que demostrará que me he limitado a hacer el amor. Y a ella la perderá por haberme permitido que le haga el amor. La vida es así: maravillosa y bellaca a un tiempo. El escándalo iba a hacer ruido incluso en París, donde lodos estaban curados de espanto. En cuanto a Argenteuil, las miradas convergerían en monsieur Saint–Julien y proyectarían sobre el pobre enfermo una luz poluta. Una aura cochina. Todas las imaginaciones convergerían en el profesor Ignacio Morel, entre acusadoras, envidiosas y salaces. Entre divertidas y sangrientas.
Eso de que algunos le envidiaran no le disgustó, ahora que se sentía en libertad y fuera del alcance del conserje del hotel.
Deseaba Ignacio una vez más la muerte de Saint–Julien en el hospital. Era lo mejor que podía sucederle al marido ultrajado. Vaya una palabreja aquella. Ultrajado. ¿No se decía así en El Cid de Corneille? ¿De aquel Corneille que había robado sus talentos a Ruiz de Alarcón y a Guillén de Castro? Sobre todo al pobre jorobado mejicano en Le Menteur. Con estas reflexiones Ignacio trataba de distraerse en vano.
Seguía el cielo gris plomizo, como debe de ser en algunos planetas desiertos al otro lado del cinto de asteroides, por ejemplo en Júpiter, Saturno, Urano, con su atmósfera de amoniaco, su lejano sol pálido y su cósmica soledad. Todo el mundo está solo en el universo. Los planetas también. Ignacio se sentía más solo recordando que dos horas antes estaba en otro carruaje con una mujer sentada en sus rodillas y al tratar de entrar en la vida de ella —o ella en la vida de él— la muerte se había interpuesto y los había separado para siempre. ¿O era sólo el sueño cataléptico?
Pero no había que forjarse ilusiones. «No soy yo —pensaba Ignacio— el que está solo. Todo el mundo lo está. Todo el mundo ha estado siempre solo. ¿Qué puedo esperar yo? Quizá Dios esté más solo que nadie, eternamente solo y eternamente incomprendido». Él, Ignacio, y ella, Marcelle, no habían podido acercarse sino un momento. Pero ¿rio es así, siempre?
El mal nos aísla, pero no hay que ilusionarse. El bien no nos acerca. El bien nos eleva, que es una manera y tal vez la más cruenta de aislarnos. Ahora aislaba a Ignacio el mal. Lo peor era que aquel crimen no lo empujaba hacia abajo, donde a veces los hombres encuentran compañía en la identificación con los miserables, en el compartir la vileza absoluta. Cuando varias personas que no tienen nada —ni siquiera esperanza— se reúnen, pueden llegar a hacerse compañía realmente. Y a salvarse a su manera.
El argelino no había llegado aún a aquel nivel porque tenía la miseria como una trinchera desde la cual se defendía contra los otros, no sabía contra quiénes ni por qué. Desde luego contra los que no habían matado a ninguna mujer.
Llegaban más personas al taxi, entre ellos un compañero del liceo, un tal Roland que parecía locuaz y excitado por algún motivo y que decía al chófer con demasiado énfasis cosas triviales.
Callaba Ignacio deseando que el taxi partiera. Por fortuna, el chófer no esperó sino el tiempo justo para que llegaran cuatro personas. Cuatro y no cinco como la vez anterior. La que iba delante era también una mujer silenciosa y grave.
El viajero locuaz había asistido días antes a la lectura de la comedieta. Recordaba Ignacio su cara, pálida e inexpresiva, al lado de la cara aguda e intrigante de la secretaria del registro, y se podía ver en los dos cierto aburrimiento solemne.
Como Ignacio no hablaba y su colega de liceo quería hacerlo hablar, la conversación era bastante torpe:
—¿Ha estado usted en París? —dijo Roland.
Era obvio que los dos habían estado y estaban todavía, pero además Argenteuil era París en cierto modo. Ignacio lo miró de reojo, sin responder, y su vecino añadió:
—Ya habrá venido a gestionar la publicación de su drama. Digo el de los niños asfixiados. En el Mercure se lo aceptarían, creo yo. ¡Qué bueno estaba aquello de que al final confundieran al marido y lo mataran en la escalera! ¡De poco le valieron sus millones, ma foi!
La risa era forzada, la locuacidad falsa y se sentía Ignacio engañado. Sabía que aquel tipo era melancólico hasta la misantropía. ¿Qué podía haberle sucedido en París para que mostrara aquella desenvoltura tan optimista?
Era una exhibición de energías que abrumaba a Ignacio. Sin embargo, a fuerza de oírlo hablar Ignacio comenzaba a considerar aquella aventura de Marcelle como un cuento de miedo que asusta sin ser verdad. No podía ser que estuviera muerta.
En cuanto a los tipos como Roland, en medicina los llamaban —creía Ignacio— pícnicos.
El taxi se puso en marcha. Aquel chófer, al revés que el anterior, era silencioso y tenía un perfil obstinadamente ausente y hermético. Al sentir el coche en marcha y sobre todo al ver alguna perspectiva de campo con hierba fresca y genuina, Ignacio se creyó a salvo. La madre naturaleza, pensaba respirando hondo. Estaba a salvo, pero ¿de quién? En todo caso era bueno estar dentro de un coche que corría.
Miró el reloj y calculó el tiempo que tardaría en llegar. Su compañero Roland había observado el laconismo de Ignacio y, como quería hablar a todo trance, cambiaba de temas. Hablaba ahora de los profesores y del régimen de la escuela. Era profesor de matemáticas superiores. Eso decía él. Superiores, porque explicaba el binomio de Newton. Aunque Ignacio no sabía gran cosa de matemáticas le dijo: «El binomio de Newton es ya cosa pasada y sin interés. Es materia elemental en todas partes». El otro se calló, pero parecía profundamente herido.
—Los liceos tal como están —dijo Ignacio de pronto— no sirven para nada.
—En lo que llaman humanidades, no digo que no —concedió Roland pérfidamente.
Pero Ignacio no quería discutir. Tenía miedo aún y veía deslizarse los árboles y los anuncios de gasolina y las señales indicadoras y los semáforos de un paso a nivel.
Trató Roland de promover alguna clase de familiaridad contando incidentes escabrosos de algunos profesores que pasaban por tener una vida privada irreprochable. Hacía sus revelaciones bajando la voz en los pasajes más crudos y riendo de sus propias palabras, y cuando vio que Ignacio no reaccionaba dijo:
—Ciertamente que no debía hablar como hablo. Pero somos jóvenes y ellos son viejos.
—¿Y eso?
—Sin darse cuenta cae uno en la tendencia general. Digo, el conflicto de generaciones. Los jóvenes contra los viejos. En cierto modo es natural.
Otras veces aquel individuo comentaba hechos o palabras ajenas diciendo: conciencia de clase. O bien: la violencia de estos tiempos de crisis. Aquel profesor le había parecido un poco tocado de comunismo por su manía de opinar por titulares de periódicos —por slogans prefabricados—, pero vio que llevaba en la mano Le Populaire y decidió: «Socialista democrático». Le parecía tan equivocado como los comunistas, pero un poco más tonto. No creía Ignacio en el marxismo ni tenía realmente ideas políticas concretas.
Ignacio sólo pensaba en llegar cuanto antes a Argenteuil. Cerca ya, trataba de imaginar lo que dirían los periódicos de París cuando el hecho fuera descubierto. Seguramente los diarios traerían la noticia.
Y allí era —en aquella reflexión— donde la figura física de Roland desapareció del todo. No existía. Le oía balbucear a su lado —la prisa le trababa la lengua a veces— medias frases, pero Ignacio no se enteraba.
Los periódicos iban a proyectar sobre Argenteuil la revelación con todas sus implicaciones: moral, social, incluso tal vez económica. El hundimiento vertical. El cataclismo. Si su nombre era citado (y lo sería de un modo u otro), perdería su puesto en el liceo. La gente hablaría, todo el mundo sabría que la esposa más respetable de Argenteuil había ido a un hotel con Ignacio y había muerto en sus brazos. Mezclar la muerte de un ser inocente y limpio en las polissonneries de un maestrito —eso dirían— era fabulosamente inadecuado.
Como si aquello no bastara, Marcelle proyectaría además sobre su marido una sombra de la que el pobre no podría ya liberarse el resto de su vida. Y otra vez deseaba que Saint–Julien tuviera cáncer maligno y muriera cuanto antes sin haberse enterado de lo sucedido. Que lo operaran y muriera con la anestesia. Que muriera antes que alguien se lo dijera.
Roland seguía a su lado riendo con sus propias palabras y comentándolas. Ya no necesitaba realmente auditorio, y no lo tenía, puesto que Ignacio en lugar de escucharlo seguía pensando: «¿Qué clase de monstruo soy?». Se respondía a sí mismo temblando:
—Un monstruo del que van a reírse aquellas gentes de las que antes me reía yo. Comenzando por Roland. Se reirán también los Maisonnave, los Dubois, los estudiantes. Sobre todo los estudiantes. Aunque éstos tal vez en el fondo me admiren.
Se sentía un poco más monstruoso que el bebé hidrocéfalo.
Vio a un lado del camino una vaca pastando dentro de un cercado y recordó que la había visto también al ir a París. Dos horas antes estaba de pie, comiendo, y ahora estaba acostada, rumiando.
Todo seguía lo mismo. Allí estaba Roland hablando todavía, y en su casa lo esperaría Mme. Maisonnave como si tal cosa.
Y así fue. Como si tal cosa.
Es decir, cuando llegó a casa madame no estaba.