III

Miércoles augural

AL ATARDECER, cuando Thuan llamó a la puerta de Ignacio para decirle que la cena estaba servida, el joven profesor salió y vio al anamita con expresión intrigante. Thuan le indicó el camino de las habitaciones de sus señores y le rogó con el gesto que lo siguiera.

Se dijo Ignacio: este pobre hombre sabe que su ama viene a hablarme mal de él y está tratando de vengarse.

Así era. El anamita lo condujo al dormitorio de sus señores caminando los dos pandamente sobre alfombras. Una vez allí el criado, que andaba con pasos cortos y las manos en las mangas, se acercó a una cuna y mostró al bebé misterioso. Este dormitaba apoyando la cabeza en una gran almohada.

Era realmente un monstruo. La cabeza parecía un globo de goma inflado hasta el máximo como si amenazara estallar. El color rosáceo y limpio sugería luces interiores. Era, pues, como un balón inflado con una lámpara eléctrica dentro.

Para que Ignacio lo viera mejor el anamita hundió la almohada un poco con su mano y mostró libre el occipucio del infante. La cara del pobre bebé era muy pequeña en toda aquella abombada superficie. Y no era fea. Si la cabeza hubiera sido normal, el bebé habría sido hermoso. Pero con aquellas proporciones resultaba repugnante y ofensivo. Se sentía uno responsable de tanta y tan ominosa falta de armonía. Ignacio tenía miedo de que aquella cabeza sometida a tremendas presiones estallara y diseminara alrededor linfas, sangres y vísceras.

Cerró los ojos Ignacio un momento y, conducido por el sonriente anamita, salieron los dos por donde habían entrado. Luego bajaron la escalera en silencio. Pensaba Ignacio: «Vaya, el criado sumiso, el esclavo de color de, azafrán ha tenido su oportunidad y la ha usado». Sin decir una sola palabra.

Antiguamente, cuando nacía un monstruo lo alimentaban y lo cuidaban para explotarlo como mendigo o como antruejo de circo. Los Maisonnave no eran así, claro. La miseria de aquel matrimonio no estaba tanto en su pequeño monstruo como en la explotación de un esclavo que no quería serlo ni parecerlo. Y Morel pensaba: «Se lo tiene bien merecido el anamita por querer dejar su aldea para venir a París». Esa reflexión le divertía y hacía que no tomara en serio el problema del criado. Tampoco le importaba ya el del pequeño monstruo.

Como dije, servía la mesa el anamita con su bonete de seda negra y su traje blanco. Cuando no hacía nada se retiraba y quedaba a una distancia de tres o cuatro pasos inmóvil, con los brazos cruzados a la altura de la cintura y cada mano en la manga contraria.

Veía la señora algo nuevo en la satisfacción con que el criado respondía a sus órdenes: «Oui, madame. Non, madame». Y observaba también algo desacostumbrado en la mirada evasiva de Ignacio, en quien había ahora la misma tendencia del marido a aislarse: hundía también la nariz en el plato y evitaba el diálogo. Hizo Ignacio, sin embargo, un esfuerzo cuando vio en los ojos de Mme. Maisonnave una sombra de angustia. Al parecer comenzaba a sospechar lo que había sucedido.

Se sentía condenada al menosprecio. Pero Ignacio no sabía qué pensar ni qué decir. Nunca había pasado por una experiencia como aquélla.

No habló aquella noche Ignacio sino para contestar con monosílabos cuando ella le preguntaba si le gustaba alguna salsa o algún plato, y para darle las gracias cuando le acercaba la sal. Podría haber sido más afable y atento, pero quería dejar en el aire la sospecha del descubrimiento y no por crueldad, sino por una tendencia inconsciente a ayudarle a vengarse a Thuan. Los esclavos tienen también derechos.

Todos estaban taciturnos y tristes menos el anamita, que iba y venía sobre sus zapatillas silenciosas, ligero y sonriente.

Al retirarse a su estudio Ignacio se puso a leer algunos ejercicios de examen de sus alumnos. El estudiante de los granos había escrito un examen torpe, arrogante y narcisista. Era un jovenzuelo osado y retraído a un tiempo, como suelen ser los adolescentes. Pero a través de las líneas de aquel escrito Ignacio veía la cabeza del bebé hidrocéfalo.

Recordaba Ignacio que en Francia se abusaba del aborto clandestino hasta el extremo que era raro que una mujer de treinta años en la clase media o entre los obreros no hubiera tenido aquella peligrosa experiencia.

Y es sabido que después de un aborto la matriz queda maltrecha y el primer bebé que nace es deforme y a veces monstruoso. Tal vez ésa fuera la causa de la desventura de Mme. Maisonnave. Entre Pierrot, el niño de las precoces cortesías, y aquel engendro había habido quizás un aborto casero. Solían las mujeres usar una pera de irrigación, ponían en ella agua jabonosa e insertando la cánula en la matriz apretaban un poco. El agua corroía el huevo y el aborto se producía.

Arriesgada práctica aquélla, pero frecuente. Tal vez Mme. Maisonnave había pasado por ella. Esta reflexión impedía a Ignacio concentrarse en su trabajo y, como la imaginación es libre, se dedicaba a pensar que madame debía de estar bajo una horrible sensación depresiva. Le gustaba creerlo.

¿No sería sadismo aquello?

No era fea Mme. Maisonnave. Bien arreglada y conduciéndose con alguna coquetería podía llegar a despertar deseo. Pero habiendo visto al bebé monstruoso, Ignacio no podía imaginar posibilidad alguna. Pensó con más recelo que curiosidad: «Ahora, para compensar la humillación, tratará de ver si despierta en mí alguna clase de atención viril». Pero Ignacio no se imaginaba a sí mismo penetrando en el lugar por donde había salido aquel pequeño engendro.

«Naturalmente —se decía Ignacio—, si yo le mostrara alguna clase de codicia de macho ella retrocedería y se haría la ofendida. Eso le ayudaría a recuperar su dignidad de madre de un monstruo». Pero sin dejar de pensar así, Ignacio comprendía que aquellas hipótesis eran del todo gratuitas.

Los exámenes que debía corregir quedaron a un lado —cada cuaderno tenía un nombre y cada nombre le recordaba una cara de expresión más o menos familiar— y se puso a hojear un libro. Pero sonó el teléfono —tenía teléfono privado—. Lo descolgó y oyó que una emisora de televisión le preguntaba:

—¿Quiere decirnos lo que está usted haciendo en este momento?

Se trataba de una de esas encuestas que hacen a veces para decidir el número de personas que hace uso de los servicios de televisión o radio. Ignacio respondió fingiendo inocencia:

—Estoy persiguiendo a una rata.

—¿Cómo?

—Persiguiendo a una rata que corre como una liebre. Ahora se ha metido debajo de la cama.

—Extraña ocupación, monsieur.

—Sí. Pero interesante porque trato de hacerle una incisión en la medula oblonga y enseñarla así a hablar.

—¿Es usted hombre de ciencia?

—No, señora. Soy maestro de música.

—¿Qué instrumento? ¿Piano?

—No. Acordeón.

Colgó pensando que su amigo argelino habría aprobado aquella manera de conducirse.

No era Ignacio, sin embargo, muy desenvuelto. Tenía miedo a lo irregular, a verse —por ejemplo— solo en medio del mundo, entre el hambre, el peligro de las conspiraciones, las sociedades secretas, las bombas de que hablaban los periódicos y también el desdén de los ciudadanos bienpensantes. Teóricamente se atrevía con ellos, pero no en la realidad.

Volvía a sospechar que madame se le acercaría para tratar de averiguar lo que había sucedido con Thuan.

Aquella noche no quería salir de casa. Lloviznaba en la calle y desde las ventanas veía el suelo húmedo con grandes manchas de luz proyectadas por los reverberos de gas. Imaginaba la noche fría y desapacible, y se sentía a gusto en la reclusión de su estudio.

Recordó lo que había oído decir en el restaurante sobre la enfermedad de Saint–Julien (que había ido a París a hacerse una operación) y decidió llamar a Marcelle y preguntarle. No era tarde. No eran más de las ocho.

Llamó y se puso al teléfono la misma Marcelle. Su voz era natural como ella misma. No caía Marcelle en ese Hábito tan frecuente de fingir una voz de tono diferente en el teléfono.

—He oído algo triste sobre su esposo —dijo Ignacio.

—Sí, es verdad. Pero tal vez no sea precisa la operación.

Añadió que pensaba ir a verlo dos o tres días más tarde, cuando los análisis y pruebas estuvieran hechos y los médicos supieran a qué atenerse. Ignacio le pidió que saludara al enfermo de su parte, y por el acento de Marcelle comprendió que se sorprendía ella un poco, pero se advertía en el fondo de su extrañeza cierta gratitud.

Ignacio admiraba al marido enfermo por tener una esposa como Marcelle y a ella le agradecía que hubiera ido a oír su comedieta.

Después de colgar el teléfono se quedó mirando maquinalmente una de las estampas encuadradas y colgadas en el muro. Eran cuadros de la casa (no suyos) y aquél representaba la ermita de Asís —una foto iluminada— donde el santo cantador, bailarín y poeta había pasado lo mejor de su vida. Ignacio era o creía ser ateo —al menos algunos días—, pero San Francisco era un santo al margen de los credos y las ortodoxias. Seguiría siendo santo aunque desaparecieran las iglesias con sus dogmas.

En Argenteuil y en el barrio de Ignacio había días en los que no se veía a nadie caminar a pie. Coches arriba o abajo, o en direcciones transversales. Ignacio vivía en un cruce de avenidas.

Pues bien, desde hacía algunos días aparecía un hombre de unos cincuenta años caminando por el encintado de la acera, despacio y al parecer sin rumbo. Iba vestido de gris, como un americano cuáquero y llevaba un sombrero claro. Afeitado, con el pelo bien cortado y los zapatos limpios, podría ser secretario de un comité de filantropía, pero en realidad era un vagabundo «decente». Iba mirando al suelo y de vez en cuando con la punta del pie movía un objeto que le llamaba la atención y que acababa por ser un paquete vacío de cigarrillos o uno de esos lápices mecánicos que los chicos de las escuelas pierden. Y el extraño viandante seguía su camino.

A veces también se inclinaba sin disimulo alguno y cogía una colilla. Ignacio creía reconocer en él a un viejo profesor de liceo. Pero no estaba seguro.

Como no había escrito aquel día sus tres páginas, se puso a hacerlo pensando que era una obligación profesional. El caso es que no solía ser congruente lo de hoy con lo de ayer. Sin embargo, algo era algo y en definitiva podría usarlo un día como páginas sueltas de diario. Escribió sobre la fidelidad amorosa. «Todos se han acostado alguna vez con la mujer o con la amante de otro y no sólo con una sino con varias en diferentes ocasiones. Y más de una vez. (Era mentira en el caso de Ignacio). Todos, incluido tú, lector, si tienes más de cuarenta años». ¡Ah, cuarenta años! Ignacio sólo tenía treinta.

«Siendo ésta una verdad indiscutible, todos esperamos, sin embargo, la fidelidad y la exigimos en la esposa o la amante. Ese es uno de los absurdos graciosos del amor en los hombres. Las mujeres son menos utópicas y no se hacen tantas ilusiones, digo, con nosotros».

A pesar de todo, cuando se presentaba una mujer atractiva, Ignacio le atribuía todas las cualidades y virtudes que el cielo se sirve poner en nuestra imaginación esperanzada. En realidad, las discrepancias sobre el amor (entre el argelino e Ignacio por ejemplo) eran sobre cuestiones de estilo y no de principios ni de estructura. Para Ignacio el amor era un imperativo sin sombras ni riesgos ni leyes morales ni estímulos líricos. Si hay en el amor algo deprimente o amenazador o triste, lo hemos hecho nosotros superponiéndole normas y nociones morales de veras innecesarias. Eso creía Ignacio. Esas normas las ha producido la comunión de los débiles.

Por representar Don Juan el restablecimiento de la ley natural es por lo que ese héroe sevillano, atareado y absurdo, tiene tanto éxito en todas partes. Más o menos eso era lo que creía Ignacio. Pero más por reflexión o por leer libros sobre la materia que por experiencia propia.

No hacía mucho caso de las opiniones del argelino en esa materia. El argelino no creía en el amor. Decía que el amor no existía en la naturaleza. Ninguna especie sentía ni cultivaba el amor sino la cópula. El amor —decía Darlbeida repitiendo la opinión de Shaw— lo habían inventado las mujeres.

Ignacio creía que Darlbeida estaba un poco tocado. Como había leído algo sobre psicopatología se puso a hacer algunas notas con deseos de entenderlo mejor. Era el argelino un maníaco depresivo. Según la psiquiatría es evidente el cambio de constitución química de la sangre en los maníacos depresivos. El buen resultado de los tratamientos de electroterapia demuestra que la dolencia tiene una base orgánica o fisiológica. Ese tratamiento obtiene sus resultados a través de los cambios en el hipotálamo. A Ignacio le gustaba y le hacía reír esa palabra: hipotálamo. Literalmente quería decir debajo de la cama.

Las demás leyes eran claras para Ignacio y repetían el famoso axioma hipocrático con el cual nos hemos burlado de los médicos a través de las generaciones: que lo probable cuando una persona tiene síntomas de enfermedad es que se halle enferma y que si no los tiene esté sana.

Imaginaba al argelino debajo de la cama repitiendo mecánicamente y obtusamente:

—No hay que dejar que la vida juegue con nosotros. Hay que adelantarse a jugar con la vida. Y ser distante, despótico y calmo para ganar en ese juego. Porque hay que ganar siempre aunque sea con trampa. A veces la trampa vale más que la victoria.

Y luego, otra vez lo mismo —es decir repitiéndolo— como la sístole y la diástole del corazón. A veces, un pequeño accidente. Intercalaba una exclamación: «El amor no existe en la naturaleza. ¿El amor? ¡Bah!».

Creía Ignacio que el argelino tenía un asomo de paranoia. Porque le hablaba a veces de la angustia suprema que representa marcharse de este mundo sin haber hecho nada por la destrucción de la humanidad, o por su mejoramiento. La respuesta de Ignacio era de cierta crueldad. Le dijo un día:

—Todo el mundo hace algo por la humanidad. Tú también lo harás.

—¿Yo? ¿Cómo?

—Muriéndote. Marchándote. Dejando libre tu puerca plaza.

Esto impresionó al argelino. Miró a Ignacio como si pensara: «Ya veo que vas aprendiendo». Era el camino de lo que él llamaría el cinismo redentor.

En todo caso, aquella noche, antes de retirarse la familia a dormir, sonó todavía el teléfono y esta vez era la señora de la casa. Estaba tan cerca que usar el teléfono parecía una extravagancia.

—¿No le perturbo? —preguntó ella—. ¿No? Entonces querría hacerle una pregunta.

—¿Por qué no sube usted?

La señora Maisonnave esperaba aquella invitación y se apresuró a aceptarla:

—Voy a preparar unas tazas de té y subiré con la bandeja.

Suponía Ignacio que su estudio podía tener la atmósfera pesada y tal vez maloliente (el lavabo estaba en un cuartito al lado, con la puerta abierta) y quemó dos cerillas para purificar el aire. Es sabido que el fósforo neutraliza el olor sulfhídrico —olor de podredumbre— y lo suprime. Se burló Ignacio de su propio cuidado pensando que ponía en él alguna precaución de galán.

Y apareció Mme. Maisonnave con la bandeja.

Dispuso la tetera en una esquina de la mesa baja de su pupilo y se sentaron los dos mientras ella decía:

—Mi marido está en París y no me acuesto nunca hasta que vuelve a casa.

Lo decía con su voz un poco cantarina y coqueta.

Sentados los dos, ella cruzó las piernas, echó la cabeza atrás y tomó el platillo y la taza:

—¿Le molesta por la noche el llanto del bebé? —preguntó una vez más—. El pobre es un niño anormal. Es una desgracia a la que mi marido y yo no acabamos de acostumbrarnos. Usted comprende. ¿Cómo va una a acostumbrarse? Es un bebé hermoso, pero padece hidrocefalia. No tiene remedio a pesar de que lo han visto los médicos mejores de París. Yo quería llevarlo a Lourdes, pero mi marido es escéptico en materia religiosa y lo que pasa: no debo añadir a la desgracia del hijo la incomodidad del padre. ¿Usted qué cree?

—Pienso como su esposo en estas cosas.

—Yo dudo también. Si hubiera la posibilidad del milagro lo haría Dios aquí lo mismo que en Lourdes. ¿No le parece? Es lo que mi esposo dice. Lo que más me ha decidido a renunciar es que tampoco tengo bastante fe, y el ir a Lourdes como se compra un billete de lotería parece irreverente. Por eso, en definitiva, nos hemos resignado a nuestra desgracia. Un médico nos ha aconsejado que llevemos al bebé a un hospital de anormales, pero yo creo que el niño estará más cómodo aquí donde al fin es un enfermo único y puede recibir más atención. Bueno, volviendo a lo de antes tal vez me equivoque, pero creo haber observado la tendencia de Thuan a hablar de eso a nuestras espaldas. Entonces me he dicho: voy a subir a decirle a nuestro vecino la verdad. Por lo menos descansará un poco nuestra imaginación.

Diciendo «nuestra» se refería también a su esposo y comprendió Ignacio que Maisonnave se sentía culpable. Allí no había sino una causa determinante: el destino. Pero éste no actúa sin que nosotros le ofrezcamos los elementos adecuados para su acción. De modo que también la culpabilidad de Maisonnave estaba justificada.

La posición de la señora (sentada en una butaca baja) había facilitado el deslizarse de la falda hacia arriba y se veía la rodilla entera. Observó Ignacio que si la cara de madame no era un dechado de belleza, su cuerpo parecía prometedor. Recordó un proverbio que había oído en sus años de estudiante: cara delgada, mujer soberana. Y la señora Maisonnave tenía la cara delgada. Pero ella seguía con la obsesión de Thuan:

—Estos individuos con alma de esclavos —decía— no vacilan en inventar disparates para dañar a la gente que los favorece.

—No, no. Le aseguro que no me ha dicho nada.

Para hacer más convincentes sus palabras Ignacio hizo una concesión:

—Lo que me ha dicho Thuan en una o dos ocasiones es que, si me caso, él se sentirá feliz yendo a trabajar conmigo y con mi esposa. Pero hay tan pocas probabilidades de que yo me case… que no vale la pena.

—Poca ayuda sería la de ese gandul, de veras.

—Por ahora… no hay cuidado. No me atrae el matrimonio.

—Es una declaración atrevida. Creo que usted debe de ser un poco polisson.

—Me halaga, señora. Pero bien sabe la vida que llevo.

—Aquí, sí, ya que nunca ha recibido visitas femeninas.

Alzaba las cejas Ignacio extrañado:

—¿Podría haber hecho otra cosa honradamente?

Ella no quiso responder por si acaso. No quería estimularlo a cambiar de hábitos. Pero le estaba agradecida y se la veía respirar a gusto.

Mme. Maisonnave decía:

—Ustedes los hombres de letras me asustan. Están demasiado… bueno, yo diría demasiado de regreso de todas las cosas. Eso no es siempre cómodo, digo yo. Para ustedes tal vez lo sea, aunque sólo en su mundo cerrado, en sus coteries quiero decir. No lo digo por usted. Aunque bien mirado sólo un hombre de letras podría prestar tanta atención a un tipo como ese argelino que viene a verlo. O a Thuan. Digo que sólo un poeta los trataría como usted los trata, de igual a igual. Si me permite un consejo creo que sería mejor para usted mismo tratar a Thuan como a un criado. Dejar sus zapatos en la puerta cada noche, darle sus trajes a planchar, ordenarle tal o cual cosa en relación con la vida ordinaria, pero cada uno en su sitio. No sé si me explico.

Ella quería que el anamita odiara también a Ignacio como odiaba a sus amos.

En aquel momento se oyó el llanto del bebé. Ella se asomó a la puerta, llamó a Thuan, le ordenó que le llevara el biberón y volvió a sentarse y a cruzar las piernas. Pensaba Ignacio que entre las obligaciones del vietnamita aquella de alimentar a un monstruo era un poco excesiva.

—¡Oh, el pobre! —dijo pensando en el criado.

—¿Verdad? —dijo ella creyendo que se refería al bebé.

Suspiró alargando maquinalmente la falda sobre su rodilla, sin conseguir cubrirla, y añadió:

—La vida es difícil.

Se dijo Ignacio que debía de ser triste para una madre tener que avergonzarse de su obra cuando esa obra consiste en un ser humano débil, indefenso, inocente… e irregular.

Cuando terminaron con el té Ignacio se levantó y fue a un pequeño armario donde tenía algunas botellas. Al abrirlo se vio en el lado interior de la puerta un letrero muy visible que decía: «Botiquín de urgencia». Bromas inocentes de soltero.

—Tiene usted gracia.

—Lo que tengo es coñac. ¿Quiere?

Estaba sirviéndolo y ella quiso rehusar. Nadie bebía en familia. Repetía eso como si quisiera demostrar a Ignacio que la desgracia del bebé no se debía a la desordenada manera de vivir de sus padres.

Pero la copa estaba servida y bebió.

Habría querido repetir delante de aquella mujer las teorías estridentes del argelino, pero no sabía cómo incrustarlas en la conversación. Se oyó otra vez lejos una voz angustiada de bebé —¿el monstruo?— llorando a pleno pulmón. Pero llorando de tal forma que la casa entera parecía vibrar.

La mano de madame vaciló en el aire y una parte del contenido de la copa le cayó en la falda. Luego, al querer apartar el cristal y dejarlo en la mesita inmediata miró alrededor como una ave enjaulada que quiere salir y no sabe por dónde.

El llanto arreciaba. Ella fue a la puerta y gritó fuera de sí:

—¡Thuan!

Se oyó una respuesta tranquila:

Oui, madame.

—¡El bebé!

—Está tomando su biberón.

La voz seguía siendo tranquila y sin alarma. Ella se retorcía las manos.

—¡Oh, ese idiota! Dice que está tomando el biberón.

Salió del estudio y se quedó Ignacio saboreando el coñac y tendiendo el oído. Poco después el llanto cesaba y volvía el silencio.

Reapareció en el cuarto la señora muy nerviosa:

—Era la televisión. Había un anuncio de trousseaux para bebés, un anuncio con el llanto de un niño.

Seguía muy excitada y hasta lloró un poco. Esto la hacía de pronto femenina y desvalida. Recordando Ignacio la rodilla desnuda que había visto, sintió una sombra de deseo.

Es verdad que a veces el deseo de hacer el mal —de cornificar a M. Maisonnave, por ejemplo— bastaba para justificar la aventura (según el argelino), pero era Ignacio un hombre de costumbres razonables y no estaba en ese estado de incandescencia de los que hacen el amor demasiado frecuentemente. Se sintió un poco ridículo. Bueno, la conducta inteligente de los hombres está hecha de un mosaico de tonterías bien ensambladas y el ensamblaje es lo que cuenta. Eso pensó en aquel momento acordándose de Darlbeida.

A todo esto se preguntaba Ignacio qué era lo que se proponía Mme. Maisonnave quedándose allí tanto tiempo. Ella hablaba de Indochina:

—Fuimos los franceses allí a llevarles la civilización, y ya ve usted cómo nos pagaron. Con el odio y la violencia. En Oriente la gente es cruel y sanguinaria.

Se inclinó Ignacio sobre una mesita donde había un cartapacio, lo abrió y, mirando de reojo la primera página, dijo:

—En todas partes. Vea usted un caso que yo conocí aquí mismo, en París. En aquel tiempo, digo durante la ocupación alemana, vivía no lejos de aquí un padre judío con dos hijos. El padre estaba enfermo y necesitaba el cuidado de alguien. Los alemanes nazis le dijeron que uno de sus hijos debía morir en la cámara de gas y le obligaron a que designara él mismo cuál de ellos debía ser. Estaba el padre asombrado de que no los mataran a los tres y, acosado por los nazis un día y amenazado a punta de bayoneta, el pobre viejo desesperadamente señaló a uno de sus hijos: éste. Era el mayor. Los nazis preguntaron: ¿es éste el que debe morir? El padre cerró los ojos y repitió: sí, éste. Entonces ¿sabe usted lo que hicieron? Los nazis se llevaron al otro, al pequeño, y lo mataron dejando vivo al mayor para que cuidara de su padre. Ese hijo a quien su padre había señalado para el patíbulo quedó a su cuidado día y noche. ¿Puede usted imaginar lo que sería la convivencia de aquellos dos seres? El padre, después de dos semanas, se suicidó. Entonces los nazis cogieron al hijo y se lo llevaron también a Dachau. Lo mataron. Pero ¿quién podría inventar un refinamiento como el que representaba haberlos obligado a vivir juntos padre e hijo aquellas semanas?

Quedaron los dos en silencio. Ignacio alzaba la cabeza, entre triunfante y dolido. Ella miró alrededor.

—¡Oh! —dijo—. Ustedes los escritores… siempre encuentran los últimos fondos de la realidad. ¡Qué horror!

Ignacio seguía hablando sobre aquel caso crudelísimo:

—Yo los imagino como dos estatuas frías, las pupilas muertas, las voluntades quietas en un solo y mismo punto, la palabra vacilante, dudando entre el asesinato y el suicidio.

Lejos se oía otra vez al bebé, y esta vez no era la televisión sino el niño macrocéfalo. Nadie podía imaginar lo que dentro de aquella enorme cabeza sucedía. Quizás hubiera en ella sugestiones fabulosas, las de los deseos incumplidos del padre y de la madre, las insuficiencias o los excesos de ellos mismos. Y tal vez un eco siempre presente y sonoro de la nada. De la terrible nada llena del vacío del no ser. Pero activa y presente. La misma nada que habían conocido el judío y su hijo. Porque la nada es el mal.

La señora dobló su cabeza sobre el pecho:

—La imaginación de un artista me da miedo.

Eso del «artista» le gustó a Ignacio, quien, volvió a pensar en su comedieta. También en ella había gente anormal. Cinco enanos. Uno se iba a casar con Güen y los otros cuatro acudían agradecidos a darle serenata a la novia. Había dos mujeres que querían jugar con ellos. Ah, y un borracho. ¿Son peligrosos los borrachos? No necesariamente. Son seres que quieren probar fortuna jugando al margen de la vida. (Generalmente jugando al gigantismo). Pero sólo ganan por un momento y engañándose a sí mismos, no a los demás.

Eso pensaba el artista Ignacio en aquel momento. Y ahondando en la idea llegó de pronto a comprender la necesidad de sacrificar todas las cosas del orden aparente al logro de la invención literaria. Era lo que pensaba Darlbeida. Todo aquello que le rodeaba: madame Maisonnave, su marido, el bebé y el anamita, la buena o mala sociedad de Argenteuil, los respetos humanos, el crimen y el idilio: todo era una broma que no necesitaba ni merecía atenciones diferentes.

Siguiendo esa idea pensó que sería bueno poseer a madame allí mismo, vestida, sofaldándola. No era que estuviera dispuesto a violar a Mme. Maisonnave. Ni él tenía tantos apremios ni ella los despertaba, la pobre.

Pero la imaginación es libre.

Quería —eso sí— continuar haciendo uso de la libertad que tenía y que no era mucha por el momento. Ya que había impresionado a madame con la historia de los judíos, iba a contarle otra (tenía muchas en su cartapacio esperando convertirlas algún día en narraciones completas) y le dijo que el año anterior un recluso de la prisión —medio pariente de un estudiante suyo— que había sido condenado a dos años, logró escaparse y al ir a su casa encontró a su mujer en la cama con otro.

La mujer andaba después diciendo que la nación estaba mal organizada, que no se podía siquiera confiar en la seguridad de las prisiones. Llegó a enviar una carta de protesta a los periódicos, y algunos la publicaron.

Aquí madame sonrió y miró a Ignacio con una especie de familiaridad tal vez prometedora. Pero él no quería promesas. Quería sólo que lo considerara un «artista liberado».

Se acercó Ignacio y tomó la copa vacía para llenarla de nuevo. Al devolvérsela le cogió la mano y ella adquirió una expresión rígida desde los hombros hasta la [rente. Luego protestó a medias:

—Monsieur…

Ignacio le soltó la mano cuando observó que temblaba un poco.

Y sentándose de nuevo volvió al tema del presidiario que se escapó y los dos rieron. Ignacio sugirió:

—¿No va usted a París? Digo sola.

—Sí, alguna vez.

—¿En el tren?

—No, lo que hago es tomar uno de esos taxis colectivos que salen de la plaza frente al café de la Poste.

También Ignacio los usaba a veces. Cada dos horas salía uno con varias personas (frecuentemente desconocidas entre sí). El taxista no salía hasta que tenía cinco pasajeros, dos delante y tres atrás. No le gustaba aquello a la señora porque había demasiada promiscuidad, pero resultaba cómodo y barato.

—Bueno, entre conocidos…

—Aquí es verdad que más o menos se conoce todo el mundo. Digo en nuestro barrio.

Oyéndola Ignacio pensaba: qué lástima que no sea más hermosa. Tal vez el argelino tuviera razón y aquella gente debía pagar su tributo de decoro o de vergüenza a las gentes dotadas del don de las grandes síntesis creadoras.

De los genios, en suma.

Porque a veces Ignacio, como todos los escritores especialmente en sus comienzos, se consideraba un genio.