En la clase de latín el profesor, que era un sacerdote ya viejo pero tieso y enérgico, nos planteaba problemas que nos obligaban a pensar por nuestra cuenta. Los estudiantes seguíamos divididos todo el curso en dos bandos: cartagineses y romanos. Yo me había pasado al bando de los cartagineses —me gustaba más Aníbal que Escipión— y era entre ellos uno de los mejores, gracias a las lecciones de latín que me había dado en mi aldea el capellán del convento de Santa Clara.
El profesor nos dictó una frase clásica, no recuerdo de quién, pidiéndonos que la comentáramos por escrito. La frase era: Parva propia magna; magna aliena, parva. El profesor a quien llamábamos «Chaveta» porque decía esa palabra a menudo, refiriéndose a las cosas más dispares, se frotaba las manos viéndonos apuntar la sentencia latina. Su manera de usar la palabra «chaveta» era pintoresca: Sertorio había perdido la chaveta en distintas ocasiones de su vida. Sólo a un guerrero que ha perdido la chaveta se le ocurre ser liberal y demócrata, decía el fraile. También había perdido el juicio —es decir, la chaveta— Julio César.
El padre Ferrer se había salvado de los apodos porque nos aterrorizaba con sus sonrisas. El hermano Pedro se había salvado por una razón contraria: por su taciturnidad amistosa.
Cada vez que yo volvía al taller del hermano lego me sentía, sin poder evitarlo, en presencia de un ser que despertaba alguna forma de compasión. Entendía su sencillez como debilidad. Un hombre importante debía ser enérgico, apto para el mando y merecedor de los honores, los triunfos a la romana, la estatua de bronce con un caballo, es decir, ecuestre. Por eso la autoridad que el pobre lego del taller tomaba a veces sobre mí —sin darme yo cuenta y a pesar de todo— era un misterio inaccesible.
Aquel día el lego estaba trabajando y canturreando con la boca cerrada, es decir, por la nariz. Al verme se le iluminó el rostro.
—Ven, muchacho —dijo—, y cierra la puerta. Luego añadió con una alegría infantil:
—¿No sabes? Tengo un compañero.
Me mostraba un gato que estaba sentado sobre el pecho de un crucifijo tendido en un banco de tallista. El lego se apresuró a advertir que aquella imagen no estaba ni bendecida ni consagrada y por eso el gato sentado encima no representaba irreverencia alguna. Era tal la confusión de objetos en el taller, que de no indicármelo el lego yo habría tardado mucho en descubrir al gato.
—¿Sabes? Hay ratones. Y los ratones cuando encuentran un trozo de madera encerada la mordisquean y acaban por comérsela. No toda, sino la superficie, la parte que tiene su salsita fresca. Entonces he tenido que traer al gato. Es un hermoso animal como ves, y buen amigo mío, sólo que se considera demasiado listo. Cree que sabe más de lo que parece natural en un gato. Pero si eso nos pasa a los hombres, ¿por qué vamos a extrañarnos?
Acaricié al animal, quien apoyó su mejilla contra mi mano, rosnando. No dejó de extrañarme aquella súbita amistad. El lego decía:
—Nos conocemos ya y nos llevamos muy bien. El pobre tiene trabajo en este taller. Pero no son los ratones lo que más le interesa. Se pasa las horas muertas pegado al cristal de aquella ventana, mirando los pájaros, y cuando ve uno cerca es tan fuerte la emoción que castañetea los dientes y le tiemblan las mejillas. El pobre no puede evitarlo.
Yo miré alrededor y no vi la cabeza de mármol. Pregunté por ella y el lego dijo un poco extrañado:
—Hermanito, ¿por qué te interesa tanto?
—Es la más hermosa que he visto en mi vida.
Me miró despacio:
—Eres un diablo tentador. Hace días que tengo la idea de romperla y esta mañana estaba decidido cuando has llegado tú.
Indicó un lugar donde había varios objetos cubiertos con una tela:
—Ahí está. Ahí debajo.
Fui a donde él decía, pero le oí añadir con voz suplicante:
—No, hermanito. No la descubras. Déjala como está. Comprendo que quieras verla y que te guste. También me gusta a mí. Demasiado me gusta. Es que acerté a darle las expresiones contradictorias de un alma líquida, es verdad. Tiene amor en los ojos, pero tiene también indiferencia y pena en la línea de la boca. Tiene firmeza en el perfil, pero también bondad y delicadeza. Tiene, diríamos, esperanza en las cuencas de los ojos, pero también desesperación. ¿Sabes una cosa, hermanito? Lo que más me impresiona en esas esculturas es el silencio. Es un silencio que parece que lo ha hecho el mismo artista, que lo he hecho yo. Además, ¿no has visto que muchas veces la cabeza de una persona desconocida que no habla es una cabeza que dice mil cosas al mismo tiempo? Y son cosas importantes, extraordinarias, sublimes. Cuando habla nos decepciona porque sólo dice una cada vez. Sí, hermanito. Y con el acento de la voz y con la poquedad de lo que dice destruye el misterio. Mientras estaba callada nuestra alma iba a ella y le atribuía las grandezas y las confusiones y los anhelos y, sobre todo, las contradicciones de nuestra propia vida. Era buena y era mala. Era santa y era criminal. Estaba viva y estaba muerta. Pero al hablar ha volado el pájaro.
—¿Qué pájaro?
—El de la maravilla, hermanito. Y no creas que esa maravilla está sólo en el silencio del que hablaba antes. Va más lejos. Voy a descubrir esa cabeza y verás.
Lo hizo, volvió a mi lado y siguió hablando:
—Lo tiene todo esa cabeza. Tiene hasta la duda de los paganos en los tiempos antiguos. Tú dirás, hermanito: ¿qué duda? Una duda que tendrás tú cuando seas mayor, porque eres inteligente. Y que tengo yo ahora. Mira esa cabeza. Podría ser la de Benedicto José, no digo que no. Está por encima de la felicidad o la desgracia, por encima del placer y del dolor, por encima del amor y del odio. Pero en esa cabeza hay duda y el santo francés, del que me hablas, no debía dudar nunca. De otro modo no podía haber vivido como vivía. Yo sí que dudo, a veces. Bueno, cuando estoy solo. Pero en los últimos días el lugar de la duda ha sido ocupado por un sentimiento nuevo. Sí, hermanito: el gusto de haber hecho yo con mis manos una obra como esa. ¿Comprendes? ¿Tengo derecho a esa felicidad? Yo no sé. No hay que saber, sino que hay dolor en el mundo, y que ese dolor se convierte en oración. No me interrumpas. Espera, hermano. Hay muchas maneras de rezar. Esto que hacemos ahora, tú escuchando y yo hablando, y esa cabeza mirándonos, es rezar. Sí, hermanito. Cuando tú haces un esfuerzo para entenderme estás rezando. Pero cuando hacía yo esa cabeza no rezaba. Cuando yo hago una cabeza como esa, ¿sabes qué pienso? Pues que soy muy listo. Y me rezo a mí mismo como si yo fuera Dios. Anda, hermanito: toma este martillo y dale un golpe en la frente. Aunque veas que me río estoy hablando en serio. Anda, dale un buen martillazo. A los niños os gusta romper cosas. Tienes una buena ocasión.
Yo había tomado el martillo, que era grande y pesado, pero vacilaba. El lego seguía sonriendo:
—Rómpela.
—No.
—¿Por qué?
—Parece que está viva. No puedo. ¿Cómo voy a darle en la frente?
Dejé el martillo en la mesa de carpintero, cerca del gato, que dormitaba y que al oír el ruido abrió los ojos y alzó las orejas. El lego decía que los dos éramos cobardes por no atrevernos a romper una cabeza de mármol. Y miró al gato.
—Ese animalito, a su modo, tiene también el alma líquida. Una almita pequeña y líquida. ¿Ves? Ahora está mirándote y pensando: ese chico es joven. Es más joven que el fraile y viene al taller porque está harto de estudiar. Pero voy a llamar la atención del gato y verás lo que pasa.
Tosió dos veces, y cuando el animal volvió la cabeza el hermano lego se le quedó mirando con ternura. Con una ternura un poco tonta. Sabiéndose el gato acariciado por aquella mirada rosnaba, feliz. Cuando el lego dejó de mirar el ron-ron cesó y los ojos del gato se entornaron. El lego volvió a toser y el gato a despertar. En cuanto sus miradas se cruzaron el animal volvió a ronronear, amistoso. El gato doblaba sus manitas delanteras y se adormecía de nuevo.
—¿Cómo se llama?
—El pobre —dijo el lego— estaba en la despensa y tenía un nombre que no merecía, la verdad.
—¿Qué nombre?
—El hermano intendente lo llamaba Asmodeo.
—¿Quién es Asmodeo?
—Un diablo, hermanito. Un diablo cojo. Me parece injusto. Cojea un poco el gato porque puso la pata en una ratonera y se hizo daño, pero yo creo que la cojera no la tendrá siempre porque cada día está un poco mejor y cuando se excita a la vista de los pájaros se olvida de su pata y no cojea lo más mínimo.
Como no veía por allí al niño Jesús pregunté dónde estaba. El lego me dijo:
—Lo he puesto en el altar. ¿Sabes cuántas lámparas eléctricas tendrá alrededor? Doscientas sesenta, todas formando rosas y lirios en medio de una floresta de oro. Para las fiestas de Navidad que van a comenzar dentro de unos días. Tú no estarás aquí porque te habrás ido a tu casa a comer pavo y mazapán. Todos se van pasado mañana.
—Todos menos yo —dije—. Bueno, tampoco se van Pere ni Pau, porque ayer se ha muerto su abuela.
—¡Oh!, hermanito. ¿En tu casa se ha muerto alguien también?
—No. Yo no voy porque mi familia está levantando la casa para instalarse en Zaragoza.
—¡Ah!, ya veo. ¿Vais a vivir a la capital?
Dije que sí. Por un lado me halagaba. Por otro, me entristecía. Porque estaría separado de Valentina. La mitad de la familia había ido a Zaragoza y la otra mitad seguía en la aldea. ¿Cuántas lámparas había dicho que tendría el Niño Jesús?
—Doscientas sesenta. Luego iré a terminar la instalación. Pero antes bajaré al sótano a buscar cinta aisladora.
Apretaba entre las manos dos pequeñas tablas que acababa de pegar con cola.
—Yo puedo ir si quiere —le dije.
Me gustaba el sótano. Era como la bodega de uno de los barcos de Salgari.
—Espera. Llévate esta nota al despensero. Si no, no te la dará.
Escribió dos líneas en un papel. Salí corriendo. En los sótanos se almacenaban no sólo víveres sino otras cosas de uso frecuente: herramientas de todas las clases, cajas de tiza para las pizarras, cuadernos, mesas individuales de pino, sin pintar, y tela para blusas o sábanas o toallas. También, al parecer, greda húmeda para esculpir.
Pero la mayor parte de aquellos espacios estaba destinada a despensa. Latas de víveres, docenas de jamones, toneladas de patatas, cientos de sacos de alubias y garbanzos, cajas de frutas secas, chocolate, huevos, tocino. Olía aquello de un modo denso y suculento. Los techos estaban abovedados y las cajas apiladas formaban pasillos extensos. En uno de ellos, al pie de un muro hecho con barriles y sacos, había una mesita de madera y allí estaba el despensero, hombre ya viejo y de una gordura desorganizada y floja. Vestía pantalones de franela y camisa de cuello romano. Encima llevaba un guardapolvo de dril. En los sótanos no había polvo y en cambio abundaba la humedad. El guardapolvo parecía adaptado al cuerpo como las camisas húmedas del verano. El despensero, al que Ervigio llamaba «Don Genitivo», estaba muy atareado en la mesa, rodeado de tinteros de diferentes colores y de plumas.
Mi primera impresión fue la de haber visto al despensero antes. Por fin supuse que era el fraile de los sótanos del castillo de Sancho Garcés Abarca. (Aquel fraile que decía que si cortara la cuerda de los ahorcados cada trozo se convertiría en una serpiente).
Supuse que estaba haciendo las cuentas de la despensa en aquellos cuadernos. El despensero se ponía la pluma en la oreja y alzando sus pequeñas manos reía:
—No sé quién eres, pollastre; pero sé muy bien lo que buscas.
Se levantó y de una caja de metal sacó dos pastillas de chocolate y me las dio. A pesar de su gordura y de sus años —debía tener más de cincuenta— se movía con agilidad. Entre tanto miré sus cuadernos y vi que estaba copiando verbos latinos con la más pulcra letra gótica que se puede imaginar, y la primera persona en tinta verde. Todavía el nombre del verbo con los diferentes tiempos acumulados estaba escrito en grandes capitulares. Dijo al verme tan curioso:
—Estudio para cura. ¿No lo sabías? Hace diez años que estudio. El próximo año tendré las órdenes menores.
Y volvía a reír en «í». Había en su mesa restos de comida y al volver la cara hacia mí yo percibía una ligera brisa a vino. Por supuesto, no de aguardiente ni de otras bebidas viciosas sino de simple y honrado vino tinto. Recordaba yo el estribillo de una canción en la que se cuenta a los chicos la historia de un pequeño ratón goloso que vive siempre metido dentro de un queso. Esa impresión me daba el despensero, quien me miraba con una complacencia de abuela y decía:
—Yo supongo que tú eres un gran latinista. Un gran «pollastre» latinista.
Parecía hinchado y lleno de verbos latinos, de los pies a la cabeza. Le dije que estábamos haciendo un trabajo en latín para el padre Chaveta.
—¿Quién es el padre Chaveta? —preguntó repentinamente serio—. ¿No es el reverendo padre don Fulgencio Honorato Cabrera?
—Sí, ese mismo.
—Ya sé que Ervigio les pone motes a todos. Mira, aquí los tengo apuntados.
Me mostraba una lista con muchos apodos. Unos los conocía, pero otros eran nuevos para mí. Se referían a los profesores de los cursos avanzados y a otras personas. Entre esos apodos figuraba el del reverendísimo padre Jenaro de la Calambrera, que era de física. El apodo se refería tal vez a las corrientes de alta tensión de las rejas de las ventanas. Supongo que no era cierto esto último, pero los chicos hablaban. También decían que había en largos armeros cerrados con llave, fusiles y municiones. Esto sí que lo creo.
En la lista del intendente había nombres con los que estaba yo familiarizado. Por ejemplo, «Chamusquina». No tenían que decirme que era el padre Lucas. El pobre tenía que sufrir las bromas de los chicos por el hecho fortuito de haber podido huir de un convento incendiado.
Parecía el hermano despensero perdonarme lo del padre Chaveta y me preguntaba qué clase de ejercicio latino hacíamos.
—Parva propia magna, magna aliena, parva.
El despensero plegó los brazos, volvió a reír en «í» y dijo:
—Vamos a ver, ¿y tú qué me dices de eso?
Mi alma líquida me insinuó que aquel despensero tenía la secreta ambición de ser un día profesor de latín. Pero debía darse prisa, porque el poco pelo que le quedaba en la cabeza era ya plateado. En lugar de contestar, pregunté, a mi vez, qué hacía con aquella lista de apodos. Me dijo que estudiaba los motivos que habíamos tenido para dar aquellos nombres a los profesores. A él nadie le había puesto apodos ni se los pondrían. Fue a buscar otra pastilla de chocolate.
Yo comprendí que el pobre quería evitar el apodo por medio del soborno. Pero llegaba tarde. Ervigio se había adelantado.
Le enseñé la nota del lego del taller y él la leyó y me dio un rollo de cinta aisladora. Me marché dejando detrás la risa en «í» del despensero. Cuando llegué al taller, el lego parecía triste:
—Ya ves —me dijo—. No quieres romper esa cabeza. Di la verdad. Tienes miedo. ¿Por qué tienes miedo? Desde que tú lo has dicho, yo tampoco me atrevo. Y ahí está mirándonos.
Cuando volví al patio, el padre Ferrer quiso saber dónde había estado. Otras veces había mentido, pero entonces no fue posible. Callaba y pensaba: ah, me vigila. Sospechando que el lego del taller podría tener alguna culpa de mis ausencias me callé y preferí que me dejara dos días sin recreo.
Recibí una carta de Valentina. Contaba los días que faltaban para Navidad —la pobre no sabía que yo no iría— y me decía que los sesenta grillos que habíamos puesto en el jardín se morirían, lo que era una lástima. Su padre repetía: ojalá llegue una buena helada que acabe con todos. Pero leyendo aquella carta yo sonreía con suficiencia. Si las heladas acabaran con los grillos, hace tiempo que no habría uno solo en el mundo. Aquellos animalitos sabían meterse debajo de la tierra y esperar la primavera. Cuando llegara mayo, vería el padre de Valentina lo que era bueno.
En la postdata, Valentina decía que si yo no era partidario del matrimonio, ella tampoco. Me pedía que le explicara más sobre el amor libre. Y me copiaba de su libro de misa un largo párrafo donde se hablaba de amor, aunque a la manera mística.
Le escribí contándole la visita al observatorio y hablándole de la cabeza de mármol y del lego del taller del que decía que aunque era muy sabio —más que el padre Ferrer— a veces me pedía un consejo. Del amor libre le decía que era el más adecuado para dos personas verdaderamente enamoradas y le anunciaba una carta próxima con todo género de información. En una larga postdata le dije que mi padre me prohibía ir a la aldea en las Navidades.
Al día siguiente, comenzaron los estudiantes a hacer sus maletas y dos días después no había nadie en el colegio más que Pere, Pau y yo. El edificio era todo nuestro. Nos perdíamos en el refectorio, donde comíamos hablando por los codos sin que nadie nos dijera nada y sin necesidad de subir a leer a la tribuna. Después íbamos a la capilla, al sótano, a la sala de estudios, a todas partes menos al recinto de clausura y al observatorio. Nadie se preocupaba de nosotros. El día parecía mucho más largo a pesar de ayudar al lego en la capilla y de acompañar al hermano Pedro por todas partes.
Además de aquellas actividades voluntarias me quedaba tiempo para leer. Agoté los libros de Salgari y tuve que echar mano de la vida de los santos. Los misioneros sacrificados por los pueblos salvajes me impresionaban, pero el hecho de que aceptaran el martirio y no trataran de defenderse, quitaba a aquellos hechos gran parte de su sentido humano. ¡Cuánto más convincente era para mí la muerte de Magallanes peleando a brazo partido con los indios en una isla del Pacífico!
Andaba libremente entre los libros, aunque los diccionarios seguían encerrados con llave y yo miraba a través de los cristales los tomos de la R y de la V. Sin embargo, en aquellos días era feliz y pienso ahora que aquella pequeña prohibición hacía más gustosa mi libertad. En cuanto a estar o no con Valentina, la cosa me parecía incómoda pero no trágica. Por el momento, sus cartas me bastaban.
Pere, Pau y yo salimos una mañana con un fámulo —es decir, con un sirviente civil de los que limpiaban los cuartos y hacían las camas y otras diligencias— y lo aprovechamos para recorrer la ciudad. El fámulo era un pícaro que decía palabras malsonantes y se burlaba de los curas. Cuando pasaba cerca de una chica bonita se ladeaba la gorra de uniforme, empujándola hacia arriba por un lado y decía en catalán:
—Quina noia!
Anduvimos por el centro de la ciudad. A mí, aquella pequeña urbe, aunque no tenía ya las luminarias del centenario de Constantino, me parecía de una belleza fantástica y envidiaba a la gente de Reus sólo por el hecho de vivir allí. Ser empleado de comercio, conductor de tranvía o mozo de restaurante en aquella ciudad me parecía maravilloso.
Había en el centro de la ciudad unas calles tan rectas, unas plazuelas tan limpias, unos comercios tan esplendorosos como en la misma Zaragoza. No me cansaba de mirar en la Plaza de la Constitución el monumento a Prim. Sobre un pedestal de mármol había un caballo y un jinete de bronce de tamaño natural. Me dijeron que a aquel hombre lo habían asesinado y yo creía que la gloria consistía en ser muerto a tiros y tener después una estatua como aquella en una plazuela de adoquín mojado por la lluvia.
Las fiestas de Navidad fueron menos alegres que en mi casa, pero tuvieron su encanto. Lo más importante fue la capilla, brillante como un ascua de oro. En el centro del altar estaba la imagen del niño Jesús hecha por el lego del taller y recostada en una floresta de metales brillantes cuajada de pequeñas lamparitas. El niño, con los brazos abiertos, parecía invitarnos a abrazarlo y todo era en él tan natural que si no tuviera una aureola detrás de la cabeza, se habría dicho que era un niño vivo.
Una de aquellas tardes me quedé largas horas en mi cuarto viendo la ciudad bajo la lluvia. Habitualmente, ningún estudiante estaba nunca en su cuarto sino a la hora de dormir. Era nuestro cuarto el lugar menos familiar para nosotros. Cada celda tenía una cama de hierro con dos almohadas y una colcha azul. Al lado de la ventana, una percha. Al otro lado, un lavabo de hierro. Dos sillas y una mesita de noche completaban el ajuar sobre el suelo de frío mosaico.
Aquella tarde estuve en mi cuarto largas horas solo. Por primera vez en mi vida sentí la angustia de la ausencia. Me sentía lejos y solo. Naturalmente, pensaba en Valentina. Y aquella cortina de lluvia menuda, con hilos brillantes en medio de otros grises, las siluetas borrosas de los edificios, las chimeneas de la fábrica, cuyo ladrillo mojado pasaba del gris a un rosa vivo, fueron dándome una tristeza cuyos fondos se perdían en las lejanías remotas, tal vez —pienso ahora— anteriores a mi nacimiento. Habría querido hacer más definitiva y sin remedio mi soledad y prolongar mi avidez. Ir a algún lugar donde no pudiera estar nadie más que Valentina y yo y sentir en él los últimos fondos no sólo de la delicia sino también de la angustia.
Al oscurecer tenía miedo —nunca lo habría confesado, pero era verdad— y volví a la capilla. Los fieles llenaban el templo. Yo estaba con la comunidad en las galerías del segundo piso cubiertas con celosías a través de las cuales se podía ver al público, pero el público no podía vernos. Los curas cantaban villancicos al compás del órgano, y entre una canción y otra se nos permitía a Pere, a Pau y a mí soplar en unos silbatos de barro llenos de agua que imitaban prodigiosamente el canto de los pájaros. En esa tarea nos ayudaban los fámulos y el hermano Pedro, que era una especie de director de la orquesta pajariquera.
La música del órgano era acompañada también de panderetas, hierros (un triángulo colgado de la esquina del órgano) y castañuelas. El hermano lego tocaba, además, una especie de dulzaina o chirimía que llamaba «la tenora». Con todo aquello había en la iglesia una algarabía notable. Las luces, el niño Jesús, los fieles bien vestidos, daban al templo una atmósfera fastuosa y de una alegría inocente:
En el portal de Belén
nació un clavel encarnado,
que por redimir al mundo se
ha vuelto lirio morado…
Yo cantaba recio y los hermanos Pere y Pau no se quedaban atrás. Veía al lego del taller con la cara iluminada de un gozo interior y los ojos puestos en el altar, en cuyo centro estaba el Niño. Me acerqué y dije:
—¿Usted lo hizo y usted le reza? Él pareció despertar.
—Calla, hermanito. ¿No te lo expliqué en el taller? Todos los niños que nacen son como él. ¿Y no vienen de Dios igual que ese? ¿Quién movía mi mano cuando lo tallaba? ¿Quién me daba la luz del día para que pudiera trabajar? ¿Quién había fabricado la madera? Ah, hermanito. Calla. Calla y reza.
Tenía el lego los ojos húmedos. Por ellos se veía —pensaba yo— su alma líquida. Pero volvían las canciones. Cantaban ahora en catalán. Pau me daba con el codo y me decía:
—Eso sí que lo sé cantar. Es la Pastoreta.
Porque no sólo se cantaban canciones religiosas sino también profanas.
Qué li donarem a la pastoreta,
qué li donarem per anar a bailar?
Jo li donaría una caputxeta
i a la muntanyeta la faria anar.
A la muntanyeta no hi neva ni hi plou
i a la terra plana tot el vent ho mou.
Al llegar aquí volvía a comenzar la canción por el primer verso, pero Pere y Pau seguían con dos o tres más, que al parecer no se debían cantar, porque el padre Ferrer acudió con un dedo en los labios. Las prohibiciones pequeñas o grandes venían siempre del padre Ferrer, lo mismo en el coro que en la clase y en el patio. Mientras decidíamos lo que aquella orden podría ser, cantaban los dos hermanos como becerros:
Sota I’ombreta, l’ombreta, lombrí,
flors i violes i romaní.
Estaban todos en el coro, incluso el despensero, que se había puesto la sotana.
Después fuimos al comedor. Comimos los tres estudiantes, como siempre, en la inmensa sala vacía, pero al llegar los postres vino a buscarnos el hermano Pedro y nos llevó al refectorio de la comunidad, que era un gran salón con una mesa de herradura. Todos los curas y los hermanos estaban en sus puestos y acababan de comer, también. No había en los muros sino un cuadro que representaba a Jesús haciendo el milagro de los panes y los peces, y un crucifijo en la cabecera. En el centro de la sala, entre los dos lados de la herradura, había un ancho espacio vacío. Allí estábamos Pere, Pau y yo sentados, frente al padre superior, que presidía.
Pere y Pau iban en mangas de camisa y yo también, aunque llevaba el chaleco de mí traje de pana verde y en él era visible la cadena de plata de mi reloj. Pere y Pau eran un año más jóvenes que yo y parecían mucho más infantiles. Comimos los postres con la comunidad. Había varias clases de mazapán, turrón de Jijona, guirlache, pasta de nieve y crema de frutas. Nos pusimos como el chico del esquilador.
El lego del taller estaba en un extremo, atento y silencioso.
El padre Ferrer se puso a bromear y a decir, mirándome a mí, que en una noche como aquella el aragonés que se estimaba bailaba la jota. ¡Qué manía con la jota y con el baile! Yo no contesté, pero Pere y Pau comenzaron a dar voces diciendo que ellos la bailarían muy gustosos. Lo malo era que no había música. El lego del taller fue a buscar la tenora al coro. Entre tanto, el padre Ferrer me dijo:
—¿Por qué no bailas tú también?
Yo lo miraba y no decía nada. Habría bailado si no se tratara de complacerlo a él. Pau se sentía en aquel momento tan alegre con la familiaridad de los frailes que estaba dispuesto no sólo a bailar sino a bailar de coronilla. Me dijo en catalán:
—Portes armilla i no balles?
Las risas hicieron coro.
Fuera se oía la tenora del lego, que venía tocando por los corredores. El hermano Pedro había tomado una pandereta y sonaban los crótalos de metal y los golpes del pergamino. Viendo que los dos frailes a quienes consideraba mis amigos intervenían en la fiesta, cambié de opinión. Cuando el lego del taller entró al refectorio, la música de la dulzaina y la pandereta agitaban de tal modo la atmósfera que bailar era algo natural y sin violencia. Comencé a bailar con Pere y Pau. Si en algún momento me sentía a disgusto miraba al hermano Pedro y él mismo, tal vez para animarme, saltaba golpeando la pandereta en sus rodillas. El lego del taller soplaba en la tenora y tenía las dos mejillas exageradamente infladas como sí tuviera dos naranjas en la boca. Seguíamos bailando. Cuando el ritmo del baile cesaba y la tenora marcaba la entrada en la canción yo canté:
En el valle sale el sol,
en Montearagón la luna
y en el castillo de Apiés
la rueda de la fortuna.
Pere no quería ser menos y cuando le llegó el turno cantó en catalán:
A l’esmorzar em donen ceba;
per dinar, cebes amb pa,
i a sopar, per no fer foc,
ceba me’n tornen a dar.
Reían los frailes a carcajadas. Volvimos a bailar. El padre Ferrer callaba y miraba con la gravedad de una persona decepcionada. Yo pensaba: «Ah, ya veo. Querías que me negara a bailar porque tal vez has dicho al padre superior que soy insociable como me dijiste a mí una vez». Para mí entonces, ser insociable era negarse a bailar. En cierto modo es verdad. Pensándolo entonces, bailaba con más convicción.
Tuvimos grandes aplausos. El superior me pidió que recitara algo de La vida es sueño, y yo, con la respiración agitada por el baile, dije:
Sueña el rico en su riqueza
que más cuidados le ofrece,
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son
aunque ninguno lo entiende.
Otra vez me aplaudieron y vi que entre los que aplaudían estaban el lego del taller y el padre Ricart con su fama de sabio. Recordaba con placer que aquel cura había llamado a Prat, «dinosauro», botarate y beduino.
La fiesta terminó pronto. En el corredor vi al hermano despensero, el de los sótanos, que decía al padre Ferrer con un acento jeremíaco:
—Como se lo digo, padre. Si hubiera seguido yo mismo los consejos que doy a los demás, ahora sería por lo menos canónigo.
De las grandes fiestas, siempre salen los chicos enfermos. Pau tuvo una indigestión, Pere un resfriado. Yo, anginas. Como ellos no tenían fiebre siguieron haciendo la vida ordinaria y siendo los amos del convento. Yo, con fiebre alta me quedé en la cama. Pero tenía papel y pluma y escribí a Valentina. Le decía más o menos lo siguiente:
«Tengo que decirte que estoy bien (A. D. G.) y que como te decía en las dos cartas anteriores, el mejor amor es el que llaman amor libre. Esto consiste en que nos ponemos a vivir juntos sin boda ninguna, porque el matrimonio es una rémora. Así, que ya ves.
»No he ido de vacaciones. Mi padre y el tuyo están de acuerdo para que no nos veamos, pero un día saldré de aquí y entonces, ¿qué?
»En tiempos como los de los abuelos se comprendía el matrimonio, pero entonces no había luz eléctrica. Ahora es distinto. Piensa en el amor libre y dime qué opinas. Yo, con el amor libre te querré igual que ahora, porque más es imposible. Así que tú verás.
»Sobre el señor de las dominaciones, tengo que decirte que era broma. Las dominaciones son coros de ángeles, unos verdes, otros amarillos y otros de mezcla y en todos ellos manda Dios. Algunos son bastante patudos, pero no importa. Yo soy más fuerte que otros chicos dentro del tamaño y la edad. Esto es por la vida en el campo donde no es como aquí, porque en el campo la gente vive más natural y cuando es vieja se muere muy sana.
»Aquí le gano a Prat aunque es más grande, pero es por algo que pasó el primer día que llegué al colegio. Ya te lo contaré verbalmente.
»Tu inolvidable, Pepe.
»P. D. He visto Marte, la Luna, el Sol y la Vía Láctea con Santiago sentado en su trono. Vale».
Y todavía, en una segunda postdata, añadía una canción que yo le había «sacado»:
De los altos Pirineos
bajaba una cardelina
por ver un amor que tengo
que se llama Valentina.
Estuve en la cama todo el día, bastante aburrido. Por la mañana, hacia las diez, había subido a verme el hermano Pedro:
—Aquí vengo con los Santos óleos —dijo, bromeando.
Dejó en la mesilla un vaso de jugo de naranja y una aspirina y se fue. No permitían a los otros chicos venir a verme por el miedo al contagio.
Aquel día el cielo se veía cubierto y a ratos la lluvia volvía a tender sus tristes cortinas. A las cuatro de la tarde la celda estaba en sombras y hasta las ocho, en que subían Pere y Pau y me traería el hermano Pedro la comida, estuve a oscuras. Durante cuatro horas no vi más que un pequeño rectángulo de luz amarillenta proyectado en el suelo por la mirilla pautada que había en la puerta.
En aquellas cuatro horas, la fiebre subió y vi y sentí cosas raras que hoy recuerdo perfectamente. Veía a través de los cristales de la ventana nubes lejanas que se confundían con el humo de las chimeneas de la fábrica. Estas eran mucho más altas que el edificio del colegio, pero desde la cama se veían los remates.
Las sábanas estaban frías. La fiebre alta daba al miedo extrañas proyecciones. No pensaba en nada y me quedé adormecido con la sensación extraña de que me disolvía en las sombras del cuarto. Cuando desperté, volví a pensar en Valentina. Mis reflexiones eran pesimistas, porque me gustaba pensar que no la vería nunca más. Pero si no la veía —porque mi familia se iba a vivir a Zaragoza—, ¿cómo iba yo a vivir sin ella? Consideraba aquello una desgracia irremediable y habría querido ponerme enfermo, más enfermo. Realmente enfermo. Las nubes bajas y la lluvia me deprimían. Habría querido morirme, aunque sólo fuera para molestar a mi familia. ¿Qué podría hacer para agravar el estado de mi garganta? Se me ocurrió una solución infantil: contener el aliento. Lo contenía lo más posible y sólo volvía a respirar cuando me sentía entrar en la asfixia. Estaba seguro de que repitiendo aquel ejercicio acabaría por empeorar mi garganta. No percibía ningún síntoma y lo atribuía a que no contenía bastante la respiración. Sucedía un hecho curioso. Cuando creía entrar en la asfixia veía que las sombras del cuarto se iban haciendo color rosa. Aquello me intrigó y me propuse resistir más. Percibiendo, sin embargo, a mi alrededor el aire completamente rojo, me asustaba.
Repetí la experiencia hasta llegar a sentir zumbidos en los oídos y las sombras se hicieron color rosa y luego negras. Después, de improviso, completamente rojas. Asustado, me puse a respirar normalmente. Y a pensar en cosas agradables. Por ejemplo, la cabeza de mármol. Tenía una preocupación extraña. Creía que yo mismo, José Garcés, podía ser un santo como el vagabundo Benedicto José, sin estudiar y sin aprender nada. O como el payaso San Felipe Neri. Aunque prefería el vagabundo. A veces creía que tenía yo un halo amarillo alrededor de la cabeza. Pero pensaba: eso es absurdo. Si lo dijera a los frailes creerían que estaba loco. Sin embargo, y aunque no fuera santo, bien podría ser un mártir. Y los mártires tenían aureola. Yo era en realidad un mártir o al menos heroicamente desgraciado, lejos de Valentina. Tal vez de esa desgracia, que se aproximaba al martirio, venía el halo. El halo de los mártires del amor.
Al día siguiente pude levantarme y hacer la vida ordinaria. Llovía aún y todo parecía demasiado mojado y lejos del mundo.
En la capilla creía percibir el halo amarillo en torno de mi cabeza. De mi cabeza de mártir de la crueldad paterna.
Por la tarde fui a la sala de estudios y como estaba solo y nadie me vigilaba anduve por las estanterías tomando y dejando libros. Una vez más miré si los diccionarios me eran accesibles, pero en aquel lado de la librería había correderas de cristal cerradas con llave.
Días antes había leído un cuento sobre un rey antiguo a quien sus enemigos querían envenenar. No podían, porque el rey bebía siempre en un vaso hecho con un cuerno de unicornio y en ese vaso todos los tósigos perdían su morbidad. Yo estaba intrigado con el unicornio y fui al hermano Pedro a pedirle, una vez más, que me dejara el diccionario. Después de grandes dudas el hermano sacó el tomo de la U, buscó unicornio y cuando lo encontró me dijo:
—Anda, lee deprisa porque tengo que hacer y no puedo estarme aquí toda la tarde.
Leí intrigado por los dibujos —nunca había visto un caballo con un cuerno en la frente—. El libro decía que era un animal muy feroz, pero dulce con las mujeres virtuosas y que sólo una virgen podía acercársele y dominarlo. Devolví el diccionario y mientras el fraile lo guardaba otra vez con llave, pregunté:
—¿Qué es una virgen?
El fraile parecía arrepentido de su tolerancia. Por fin, dijo:
—¿No sabes quién es la Virgen María?
—Sí.
—¿Qué sabes de ella?
—Que era virgen antes del parto, en el parto y después del parto. Pero… ¿no hay otras vírgenes?
El fraile parecía incómodo:
—Claro, muchas más. Pero las otras vírgenes son… profanas, por decirlo así.
Sacó un reloj enorme, miró la hora y dijo que se le hacía tarde. Salió deprisa y lo oí alejarse por los corredores. Fuera, seguía lloviendo.
Quería leer, pero los libros de las estanterías eran casi todos de devoción y los de entretenimiento los conocía ya. Acerqué una silla y traté dé alcanzar los más altos. El primer volumen tenía la palabra «amor» en el lomo. Y era un libro grueso. Debía haber allí una gran cantidad de amor. Estaba escrito en latín, pero pensando que tal vez por eso sus enseñanzas serían más secretas y difíciles, me apoderé de él. Suponía que podría yo entender algo de todo aquello.
Me di cuenta en seguida de que el libro estaba lleno de cosas importantes. El autor era un sacerdote. Un tal fray André Chaplain, y lo había escrito en 1170. Ayer, como quien dice. Trataba de las cortes de amor en Provenza y citaba nombres de personas que vivían entonces e incluso opiniones de un Papa, Inocente V, de Aviñón. Todo parecía lleno de misterio y autoridad. Amor. En aquellas letras góticas de la cubierta, la palabra «amor» me parecía grandiosa. Pensaba en Valentina.
Llevé el libro a mi mesa junto a una ventana enorme que daba al claustro del segundo piso. Fuera del claustro la lluvia seguía cayendo y era como una oración en un idioma antiguo. Saqué una hoja de papel y un lápiz por si llegaba algún fraile. De este modo sería más fácil disimular.
Comencé por el índice. Mi curiosidad se había quedado prendida en un capítulo que tenía el siguiente enunciado: «El verdadero amor, ¿puede existir entre esposos?». La duda me pareció escandalosa. Vi desfilar muchas opiniones de gente distinguida: princesas, duques, sacerdotes, diciendo todos que no. El matrimonio hacía del amor una obligación. Las razones, muy largas y filosóficas, no me preocupaban, pero esa afirmación tan categórica hacía crecer de un modo inesperado mi estimación por Planchat. Sin duda él había leído también aquel libro.
Apunté en latín la frase donde esa afirmación era más clara, con la intención de enviársela a Valentina y a algunos amigos, traducida. Todavía hoy la recuerdo en latín: Dicimas enim et stabilito tenora firmamus amorem non posse inter duos jugales suas extendere vires. («Afirmamos y sostenemos, por la presente declaración, que el amor no puede extender sus derechos sobre dos personas casadas»). Luego venían los nombres, como digo, de más de cincuenta hombres y mujeres, al parecer, respetables en su época. Incluso sacerdotes y monjes. No se me ocurría a mí, entonces, pensar que el matrimonio del siglo XII debía ser bastante distinto del de hoy. El marido, tenía, entonces, derechos sobre la vida de la mujer y había otras circunstancias crueles. Si el marido podía matar a su mujer, la fidelidad no tenía gran valor. La esposa sentía más miedo que amor.
Tales codicias y curiosidades despertaba aquel libro que habría querido leerlo no página por página sino todo junto y de una vez. Pero había partes que no entendía.
Naturalmente, pensaba en Valentina, en sus padres y en los míos. La sentencia latina que sonaba a ley y a edicto, y a dogma y a liturgia, me parecía inapelable. Aquellas mismas personas que firmaban la tremenda declaración habían escrito una especie de código del amor con treinta y tantos apartados. Todos ellos sonaban dulcemente a mis oídos por tratarse de amor. Recuerdo algunos más o menos exactamente, porque los copié y quise aprenderlos de memoria, como aprenden algunos abogados los artículos de las leyes:
«Nadie puede ser privado de su derecho al amor». (Yo pensaba en las arbitrariedades de don Arturo).
«Por la acción de los celos, la dolencia de amor crece siempre».
Eso de la «dolencia de amor» me parecía en aquellos días muy adecuado, porque la soledad y la lluvia me hacían sentir por primera vez, que el amor podía ser motivo de tristeza y volvía a considerarme, a menudo, un mártir con mi aureola y todo.
Había cosas en aquel código de amor que yo no entendía. Por ejemplo:
«La persona que ama, palidece en presencia del ser amado».
«El enamorado está siempre temeroso».
No recuerdo ahora sino algunas sentencias entre las que copié. Pero el código terminaba de un modo triste y contradictorio. Decía que nada se oponía a que un hombre fuera amado por dos mujeres y una mujer amada por dos hombres. Esto último era intolerable y me hacía pensar en el primo de Valentina, el hijo del «político nefasto».
Era la tarde, de una tristeza angustiosa. La lluvia seguía. No siempre el tiempo era lluvioso en Reus, pero los días de sol esplendoroso los recuerdo menos. Aquella tarde parecía que todo el mundo lloraba porque yo no había ido a casa ni podía estar con Valentina. Los primeros días de Navidad fueron agradables porque el hecho de verme solo en el colegio tenía una gustosa novedad. Después pareció que el universo se me caía encima. Ni Pere ni Pau ni yo íbamos al almacén a sacar bicicletas ni patines. Nos quedábamos dentro del edificio todo el día.
Yo pasaba páginas y más paginas del libro de fray André Chaplain, confuso por aquella última conclusión del código del amor. Pero podía muy bien aprovechar lo que a mí me convenía en relación con el amor libre y desechar el resto. Las cosas que me parecían inadecuadas las consideraba como tonterías de personas mayores.
Al caer la tarde oí un rumor en el pasillo de acceso a la sala. Era uno de esos rumores que hacen sospechar la aparición de un fantasma: unas zapatillas rozando el suelo de una manera rítmica y una respiración asmática. Supuse que era el padre superior y como no tenía tiempo de llevar el libro a su sitio, lo guardé en mi pupitre y me puse a escribir una carta.
Cuando me vio el superior dijo:
—¡Eh, tú, Pepe! ¿Qué haces aquí tan solo?
—Escribir a mi familia.
El padre se acercaba. Parecía querer aprovechar aquella ocasión para decirme algo. Vino a mi lado y se sentó en la mesa próxima:
—Ya que estás aquí, quiero hablarte. Me han dicho que tus calificaciones no son buenas y puedes suponer que a mí me duele tener que enviarlas a tu familia. No quiero dar un disgusto a tu padre.
—Pueden enviarlas. No importa —dije sin cuidado alguno.
—¿Cómo que no te importa? ¿Qué estás diciendo? Debes pensar que tu padre te quiere y paga para que te eduques y te hagas un hombre de provecho.
—Yo creo que mi padre no paga sino para sacarme de casa. No quiere que esté allí. ¿No ve usted que ahora mismo me obliga a quedarme en el colegio en lugar de ir de vacaciones, como van los demás?
—Vamos, vamos. ¿Cómo puedes pensar eso?
—Porque es verdad.
—¿En qué te fundas?
Mi propia voz me parecía impresionante. Me dispuse a hablar acumulando la mayor autoridad posible. Con el superior no podía menos de ser sincero. Y queriendo convencerle, recordaba los hechos de los que se desprendían mis argumentos mejores. Una vez, yendo yo con mi padre por la calle pasó un conocido y dijo: «Don José, no es necesario que diga quién es este zagal, porque salta a la vista. Es su propia estampa». Más tarde, mi padre se me quedó mirando con una expresión fría y dijo: «No sé qué pasa. Yo no te veo el menor parecido conmigo». Dije al padre superior:
—No me quiere porque no me parezco a él.
—Vamos, vamos. No seas tonto.
—De veras, padre. Cree que no soy hijo suyo.
El superior me miraba asombrado. Aquel asombro me hacía sentirme ridículo y busqué más argumentos:
—Tampoco lo cree mi madre. Un día dijo que yo no podía ser hijo suyo y que alguno debía haberme cambiado la cuna cuando yo era pequeño.
El superior soltó una carcajada. Luego me pidió que cuando terminara la carta, fuera con Pere y Pau, que andaban buscándome. Pero me miraba como si quisiera seguir hablando. Y no decía nada. En vista de eso continué yo.
—En nuestra tierra se dan casos de chicos cambiados en la cuna. Yo he oído contar historias de esas.
Me di cuenta de que el superior no me creía. Fuera seguía lloviendo.
Sin añadir una palabra el padre superior se levantó, fue despacio hacia las estanterías, tomó un libro y volvió a salir lentamente.
Aquellos lugares del colegio donde yo había estado otras veces con todos los demás chicos y ahora eran sólo para mí me daban una sensación de poderío un poco mágica.
Volví al libro sobre el amor.
La lluvia me aislaba del mundo. Tenía la lluvia el don de convertir cada claustro en un alcázar o en un barco fantasma. El rumor de la lluvia producía tristeza, pero era una tristeza gustosa. Recordaba algunas tardes pasadas en las Pardinas de mi pueblo, donde de pronto se ponía a llover y llovía sobre la que llamaban «balsa quemada» —un ancho estanque— del que los patos salían corriendo y escandalizando. Una tarde estaba allí con Valentina, en una ventana mirando la lluvia. Llovía encima de la balsa y Valentina decía que en la superficie del agua se formaban ampollitas como de cristal y que cuando era más pequeña creía que eran canicas de vidrio. Los patos corrían al cobertizo. En una torre truncada había un nido de cigüeñas y Valentina veía que se mojaban las dos grandes aves y decía muy seria que le gustaría subir con un paraguas y ponérselo a las cigüeñas encima. Yo la tranquilizaba diciendo que tenían una capa de plumas mejor que todos los paraguas del mundo.
Tenía Valentina muchas ocurrencias curiosas. También decía que el año anterior había visto patinar a unos chicos en patines de ruedas y creía que les habían puesto aquellas cosas en los pies porque no podían caminar.
Recordaba también aquella tarde en el colegio que por las Pardinas pasaba a veces un mendigo viejo que me miraba y miraba a Valentina sonriendo y yo pensaba que aquella sonrisa me inquietaba un poco mientras que Valentina le sonreía también con una completa confianza. Luego, ella me decía: «Yendo contigo, toda la gente me parece buena».
Como se ve, en el colegio había cambiado yo bastante. Me atrevía a confesarme a mí mismo que a veces tenía miedo. Pienso que esto se debe a que estaba obligado a convivir con chicos más grandes y más fuertes, ante los cuales no valía hacerse el valiente.
Parecía la lluvia diferente de la que yo estaba acostumbrado a ver en las Pardinas, en el castillo de Sancho Abarca y en la aldea. Ponía un telón gris detrás de los arcos del claustro y resbalaba graciosamente por las cornisas exteriores y los capiteles. No hacía frío. Nunca hacía frío en Reus.
Hechas mis anotaciones sobre el libro del amor, me levanté y fui a dejarlo en la estantería. Luego salí y bajé al primer piso evitando los lugares donde suponía que estaban Pau y Pere. Me asomé al estudio del hermano lego. No estaba. Yo sabía que se había marchado días antes a visitar a su familia, que vivía en una aldea próxima. En el estudio no había nadie. Es decir, estaba el gato, como siempre, sentado sobre el pecho del crucifijo de madera. Por los anchos ventanales se veía la cortina persistente de la lluvia. El gato, al oír mis pasos abrió los ojos y me miró. Luego volvió a cerrarlos.
Buscaba yo la cabeza de mármol sin hallarla, cuando oí ruido en la puerta. Eran Pere y Pau, que me habían seguido, pero parecían intimidados por el lugar y vacilaban. Salí a su encuentro:
—Fuera. Aquí está prohibido entrar.
Pensaba que los secretos de la construcción de las imágenes, con pechos de madera y rodillas falsas cubiertas con colchas bordadas de oro, no debían mostrarse a chicos pequeños y «faltos de imaginación» —eran las palabras del lego—. Salí con ellos, cerré la puerta con llave y dije:
—A este cuarto no se puede venir.
Por si acaso, volví a la puerta, saqué la llave y me la guardé en el cinto. Me miraba Pau con admiración. Pere, como si quisiera compensar mi autoridad, me enseñó una carta de su padre en la que le había incluido un billete de veinticinco pesetas. Yo pensaba en mi padre. «A mí no me envía dinero —pensé— porque no soy su hijo». Esta reflexión me daba extraña importancia ante mí mismo.
Desde aquel día, y creyendo que tenía derecho a la venganza contra mi padre, por haberme dejado en la escuela durante las vacaciones, me propuse estudiar menos y ser el peor alumno. Mantuve este propósito con el mayor celo.
Al hacerse de noche, la lluvia perdía importancia. La luz artificial alteraba el orden de nuestros sentimientos y los tres chicos fuimos al comedor a jugar a la oca. Este es un juego en el que pueden intervenir tres o más personas y era el preferido de Pere. Pau iba sacando de una bolsa de cuero bolitas de madera con números. No decía el número sino por alusiones y símiles poéticos que nosotros conocíamos ya. Por ejemplo, en lugar del 15 decía «la niña bonita». En lugar del 22, «los dos patitos». En lugar del 25, «Vicentico». En lugar del 77, «la guardia civil». En lugar del trece, «cara sucia». Y así los demás.
Aunque físicamente Pere y Pau eran casi iguales, su carácter era muy distinto. Pere era irritable y quisquilloso y Pau paciente y sin nervios. Estuve a punto de preguntarles si sabían lo que era «una virgen», pero me pareció humillante, siendo ellos más pequeños. Me reservaba para hacer la pregunta a Planchat, porque la reacción del hermano Pedro me advertía que era cosa de sexo y que no debía esperar de ningún otro fraile revelaciones sobre aquella materia.
Llegó otra carta de Valentina. Decía que estaba de acuerdo con el amor libre. Pero luego estuve muchos días sin noticias de ella y mi hermana Concha me escribió que había estado enferma y que no la dejaban salir. Parece ser que estando en la mesa un día que tenían invitados se habló de matrimonio y cuando la madre, doña Julia, le dijo a Pilar que el matrimonio era la finalidad más importante de la vida, Valentina intervino y causó escándalo con sus ideas. Comenzó por decir que el matrimonio era una rémora. Después declaró que ella no se casaría nunca.
—¿Y lo dices tú que tienes novio? —preguntó la madre.
—Sí, mamá. Pero Pepe y yo no nos casaremos, porque somos partidarios del amor libre.
El padre dio un golpe en la mesa que hizo bailar los saleros y aguantando la risa ordenó a Valentina que saliera del comedor. No sabiendo si ofenderse o reírse, murmuraba: «La mocosa… ¿de qué sacará esas ideas?». Lo que más asombraba a don Arturo era que sus reprimendas no le hicieran a la niña el menor efecto.
Poco después comenzaron a volver los estudiantes. Llegaban ruidosos y alborotadores, como siempre.
Escribí a Valentina diciéndole que el amor entre esposos era imposible y que más tarde le enviaría la declaración en latín, firmada por los sabios franceses. Le decía luego que yo tenía una aureola y que también la tenía ella porque éramos mártires de nuestros padres y sufríamos por amor y teníamos el alma líquida. De todo eso le hablaría el domingo por la tarde, que volvería a escribirle.
Los chicos hablaban de los regalos de los Reyes Magos. Muchos creían aún en Melchor, Gaspar y Baltasar. Yo mismo dudaba a veces y tan pronto creía que existían como que no. Se me contagiaba la fe inocente de los chicos más jóvenes.
En la sala de estudios, el hermano Pedro me miraba a veces y me hacía un guiño sorbiendo rapé con sus grandes narices porosas. Presidiendo la sala, el hermano era como un ídolo antiguo de piedra. A veces yo, fatigado de la inmovilidad y el silencio, me acercaba y queriendo saber lo que duraría todavía el suplicio de la vela le preguntaba:
—¿Sabe usted qué hora es?
El hermano sacaba un gran reloj de níquel, abría la tapa, volvía a cerrarla, se lo guardaba y me decía:
—Sí. Sí que lo sé.
Era otra de sus bromas campesinas. Entonces yo le pedía que me lo dijera y haciéndose el sorprendido decía:
—Con mucho gusto. Son las siete y diez. Pero tú sólo me habías preguntado si sabía la hora.
Al día siguiente, durante el tiempo de recreo fui al taller. El hermano lego había regresado.
Me recibió muy contento y sin dejar de sonreír me dijo que su padre estaba muy enfermo y que tal vez moriría pronto. Me extrañaba que pudiera hablar de aquello tan ligeramente y el fraile alzó las cejas:
—¿Por qué? ¿Qué es lo que no comprendes?
—Parece como si se alegrara de la muerte de su padre.
—Hombre, hermanito, tanto como eso… pero el pobre ha sufrido mucho en la vida y le espera el premio. Claro es que yo no me alegro de que se muera. Pero tampoco me parece una catástrofe que cambie sus ochenta años tristes por una eternidad de bienaventuranza. ¿No te parece natural? ¿O es que por egoísmo sería mejor desear que siguiera viviendo entre enfermedades, sombras y recuerdos amargos? No, hermanito. Eso sería ridículo. Yo quiero mucho a mi padre, pero no puedo quererle más que Dios mismo. La cosa no es fácil de comprender para la gente, pero tú eres distinto.
¿Yo? Para mí la muerte era una tremenda desgracia y sólo la del padre de Valentina o la del mío podían ser entendidas de otro modo (especialmente la del mío). No creía que el padre del hermano lego estuviera en el mismo caso.
Conté al fraile los acontecimientos de los últimos días. Tuve fiebre alta y estuve en la cama y nadie subió a verme. También le dije que desde entonces tenía, a veces, una aureola amarilla alrededor de la cabeza.
—Mejor es —dijo el lego después de reflexionar un poco— que no vengas al taller tan a menudo.
Creía que esa ilusión de la aureola era por nuestras conversaciones.
—Es mejor no hablar de esas cosas —añadió.
—¿Por qué?
—La gente común no las entiende.
—Pero yo la tengo, la aureola. ¿No le parece? —Claro que sí.
Esto me dejó asombrado de veras. Le dije riendo que no. Yo sabía que no la tenía, pero me gustaba imaginar que podía tenerla, sobre todo cuando era desgraciado.
—Pero la tienes de veras —decía el lego.
—¿La ve usted?
—Sí. La veo en todos. Todos los hombres la tienen.
—No. Usted olvida que hay ladrones, bandidos, asesinos, moros, renegados…
—Ellos —dijo el lego bajando la voz y mirando alrededor— también. Sólo que nosotros no la vemos. Para ver esa aureola del criminal hay que saber más que tú y yo, hermanito.
Y añadió, viéndome todavía confuso: «Todos la tienen, pero por favor no repitas estas cosas fuera del taller. Como te digo, amiguito, todos tienen su aureola porque no hay un solo hombre sin su conciencia y en ella sufren y purgan sus pecados antes de morir. Y la providencia, que todo lo dirige y vigila, sabe que los malvados son igual que los demás. Cuando un criminal o un santo hacen algo bueno o malo con la luz o con la sombra del bien o del mal que han hecho, la providencia les prepara otros sucesos y no puede nadie evitarlos. Y sufre o goza otra vez y así se va formando una cadena que los ata a la roca del destino igual que a nosotros y que a todos. Vivir tiene mérito, hermanito. Tiene muchísimo mérito. Y la aureola la merecen todos. Los buenos y los malos, por el simple hecho de haber nacido».
El lego descubría la cabeza de mármol que estaba otra vez tapada con un lienzo. Detrás de ella había una vieja cornucopia rota donde la luz última de la tarde se reflejaba. El lego miraba su obra:
—Ahora —dijo— parece que esa cabeza vive por derecho propio. Vive más que tú y que yo porque no nos atrevemos a hacer nada contra ella.
Yo pensaba en lo que había dicho antes sobre la aureola. Me parecía bien, pero no podía aceptar que la tuvieran personas como el padre Ferrer y chicos como Prat y Ervigio. Y menos, hombres como mi padre. La idea de que mi padre tuviera una aureola me incomodaba.
—Ya veo, hermanito. Quieres la aureola para ti y en todo caso para tus amigos. Y eso no es justo. Hay que ser generoso y desear el bien de los otros. No sólo en eso de la aureola sino en todo. ¿Tú sabes? Si fueras mayor, me comprenderías. Todo lo que vive merece respeto y amor. Lástima. Un día serás mayor. Y quizá seguirás siendo egoísta y orgulloso. Y yo no me atreveré a hablarte, hermano. Por eso te hablo ahora. Te veré cuando seas grande y no sabré qué decir. Porque seré tan inferior a ti que me dará vergüenza mirarte. Óyeme bien, ahora. Podemos tenerlo todo, pero todo lo perdemos en la vida. Todo menos lo que hemos dado voluntariamente. Es decir, que sólo la generosidad y el amor nos salvan, hermanito. ¿Qué es el amor? Ante todo, el deseo de no ser más que los otros y de hacer lo que nos toca en la vida. ¿Tú ves? Cuando hablabas mal del padre Ferrer eras desgraciado. No me digas que no, porque yo lo sé. ¿Quién sabe a qué extremos de infelicidad podría llevarte ese odio? En cambio si probaras a hacer algún acto de humildad con él y con los chicos que te enfadan verías en seguida que eras mucho más feliz. Es buen negocio, ser bueno. Yo no te pido que hagas esas cosas, compréndeme, hermanito. Son ejemplos que te pongo. Esas cosas no se hacen porque otro las diga. Aunque cuando llegue el caso estará bien que les demuestres que no los odias y que olvidas tus resentimientos si los tienes. ¿Me oyes, borriquito?
—Eso es lo que dice la doctrina. Amar a los enemigos. Pero, la verdad, eso es una tontería, hermano.
—¿Por qué?
—Pues, salta a la vista. ¡Querer a las personas que no nos gustan! Bah. Eso es imposible.
Seguimos hablando de otras cosas.
Estuve algunos días pensando en esto y por fin, una mañana de domingo, después de confesar y comulgar, fui al patio dispuesto a reconciliarme con todo el mundo. Tal vez el hermano lego tenía razón. El padre Ferrer no estaba. Iba y venía en su lugar el hermano Pedro. Prat trataba de ponerse unos patines, y sentado al pie de una columna se hacía un cuatro para ajustárselos al pie. Fui a su lado a ayudarle. Vi que la presión de la abrazadera de metal era suficiente. Luego pasé las correítas, las enlacé con las hebillas y dejé los pies listos y en perfectas condiciones. Prat me dejaba hacer y se mordía las uñas. Yo estaba casi arrodillado. Cuando terminé salió Prat patinando sin darme las gracias. Luego volvió a toda marcha, se agarró a una columna, dio una vuelta entera alrededor y dijo:
—Castellá, si quieres que le dé un par de cates a Ervigio sólo tienes que avisarme.
Quise decirle que otras veces se los había dado yo y que no necesitaba ayuda, pero me callé. Esperaba yo a Ervigio con intenciones bien distintas. Cuando aquel zascandil vio que me acercaba, se puso a recitar grotescamente aludiendo a lo que acababa de ver y haciendo gestos de teatro:
Doblo la cerviz rendido
y vuestra clemencia imploro.
No podía imaginar Ervigio que yo acababa de librarle de dos cates de Prat. Miraba su cabeza y recordaba lo que me había dicho el hermano sobre las aureolas. Con Ervigio se equivocaba. Tenía algunos días Ervigio una cabeza de ajo frito incapaz de ser relacionada con una cosa tan noble como una aureola. Le dije a pesar de todo:
—Somos amigos, y puedes decir lo que quieras porque no me ofendo.
Le golpeé amistosamente la espalda y lo dejé lleno de confusiones. Cuando me alejaba oí que le decía a Pau:
—Ahora Prat tiene un criado nuevo: el Castellá.
Pero en su acento no había rencor ni saña alguna. Fui a recostarme en una columna. Veía las nubes blancas sobre el cielo y me sentía agradecido a mí mismo. Luego recordé que tenía que indagar por cualquier medio, lo que era una virgen. Tal vez Planibell lo sabría. Planibell me había visto también atarle los patines a Prat. Hizo como que perdía el equilibrio —estaba patinando—, se agarró a mí y rodamos los dos por el suelo. Yo me hice una fuerte escoriación en la rodilla y sangraba. El culpable quiso huir, pero el justiciero padre Ferrer —había que reconocerle a veces esta cualidad— apareció de pronto. Le llamó bárbaro y le dijo que se quedaba sin recreo. Tratando de ayudar a Planibell yo afirmé que la culpa había sido sólo mía. Planibell se mostraba confuso y repetía:
—¿Usted ve? Él mismo lo dice.
Fui cojeando a la enfermería donde me pusieron yodo. El fraile seguía acusando a Planibell a quien yo defendía tímidamente. Tanto insistí, que el fraile acabó por perdonarlo. Luego me miró con una expresión lejana y me dijo:
—¿Qué te pasa, Pepe? ¿Es que no te sientes bien?
Por la tarde escribí a Valentina enviándole la sentencia latina sobre el amor. Le hablé también de la aureola y de que todos la tenían menos algunas personas como Pilar.
En la sala de estudios cedí mis lápices de colores a Pau y ayudé a Pere a hacer una tarea difícil de geometría.
Continué portándome así con todo el mundo y tres días más tarde vi que comenzaban a ponerme fama de santo. A los hermanos Pere y Pau no les faltaba sino arrodillarse a mi paso. Fui al hermano lego y le conté lo que sucedía. Todos hablaban de mi santidad. Era muy difícil ser uno del montón y pasar desapercibido. El lego movía la cabeza como si el ser santo o parecerlo fuera una desgracia. Y me dijo:
—Es verdad. Debes evitar que hablen de ti, hermanito.
Comprendía que el lego tenía razón y me propuse desde entonces ser lo más discreto posible. Había observado que después de hablar los chicos de mi santidad, y comprobar luego que no era tan santo, por pequeños detalles en los que me mostré egoísta y fanfarrón, comenzaban a dejarme en paz. Parecía que la decepción de la santidad hacía de mí un chico sin interés.
Dejaba la iniciativa de las bromas a Prat o a Ervigio. Incluso de las bromas con Caresse, que solía ser mi víctima, así como Pau lo era de Planibell y Ventós de Prat. Lo curioso era que a nuestras víctimas las defendíamos de los otros, siguiendo la tradición clásica según la cual el esclavo adquiere derechos con su señor.
Un día, estando en el gimnasio con Ervigio, le pregunté si sabía lo que era una virgen. Le expliqué lo del unicornio y cómo sólo una virgen podía acercársele y dominarlo. Ervigio me decía:
—Todas las mujeres que se llaman María son vírgenes. ¿No ves que están bautizadas bajo el patronato de una virgen? María de la Concepción, María de los Desamparados, María de las Angustias, y así todas. Eso lo sabe cualquiera.
Pero el chico traía una intención secreta, no conmigo sino con Caresse a quien se acercó muy extrañado:
—¿Qué te pasa? —dijo—. ¿No te duele algo? Parece que tienes la cabeza inflamada.
Caresse se había quitado la gorra del uniforme que era parecida a la de los oficiales de marina y la había dejado en la percha. Caresse miró a Ervigio y dijo:
—Sal de mi presencia, traidor.
Últimamente llamaba traidor a todo el mundo como consecuencia de las decepciones de nuestra amistad. Lo curioso era que a pesar de todo, volvía a caer pronto en alguna nueva inocentada. Fue y vino haciendo ejercicios gimnásticos. Otros compañeros, preparados por Ervigio, se acercaron a Caresse a decirle también que parecía tener hinchada la cabeza. Entretanto, Ervigio tomó la gorra de Caresse y puso adentro, debajo de la banda de cuero, varias tiras de papel muy bien ajustadas, de modo que no se vieran por fuera.
Cuando Caresse terminó sus ejercicios fue a ponerse la gorra y comprobó que no le entraba. Palideció. Ervigio acudía, consolándole:
—Con una semana en la cama y quizá una pequeña operación en las glándulas ciríacas todo pasará.
—¿Qué son glándulas ciríacas? —preguntaba Caresse. Tratábamos de ponerle la gorra y al ver que realmente no le cabía, Ervigio comenzó a decir:
—Lástima, a tu edad. Es el mismo caso de mi tía, sólo que a ella le extirparon la cariátide y se puso bien.
Caresse fue al hermano Pedro, quien descubrió el papel debajo de la badana. Al día siguiente, todo el mundo decía que a Caresse se le hinchaba la cabeza en el gimnasio. El chico perdió la paciencia y dio dos o tres golpes con sus largas manos huesudas.
Pocos días después hicimos una excursión al pantano de Riudecañas. Fuimos en el tren. Ocupábamos varios coches. Habían llevado sacos de cacahuetes, de manzanas, de naranjas. El hermano Pedro, a pesar de las molestias de una excursión como aquella, parecía divertirse también.
Llegamos a media mañana.
El pantano era como todos: una enorme presa de piedra en el lecho de un río. Las aguas remansadas reflejaban un cielo azul tranquilo y limpio.
Vimos las cámaras donde estaba el mecanismo para abrir las esclusas, las instalaciones de turbinas generadoras, y nos hablaron de la fuerza de resistencia de la presa, de la fuerza de expansión del agua y de la energía que liberaba cuando era abierta la esclusa maestra. Nadie hacía gran caso. Ervigio buscaba a los campesinos a quienes llamaba «bucardos», para reírse de ellos. Les hablaba en una mezcla de catalán y castellano diciéndoles cosas incongruentes con una gran seriedad. Ellos lo miraban con recelo.
Comimos al aire libre de un modo gozoso y campestre.
En la parte baja de la presa, el muro producía eco, y los chicos iban allí a dar voces. Mientras discutíamos Pere y yo sobre la cantidad de aldeas de aquel valle que serían inundadas si la presa del pantano fuera destruida, vino Pau a hablarnos del eco. Detrás venía Prat. Yo le dije a Pau que había ecos y ecos y que no todos eran iguales. Ervigio me daba con el codo y decía con disimulo: «Redéu, este Pau se lo cree todo». Luego me guiñaba el ojo y me decía algo al oído. Pau preguntaba:
—¿Qué ecos dices que hay?
—Los hay muy sinvergüenzas —respondía yo después de oír algo que Ervigio me había dicho al oído.
Ervigio se había puesto de acuerdo con Prat para burlarse de Pau. Yo también era más amigo de Prat desde que le ayudé a ponerse los patines. Prat se había escondido detrás de unas rocas y delante del lugar de la presa donde se producía el eco. Llevamos a Pau al pie de la presa y primero gritó el nombre del pantano:
—¡Riudecaaaaañas!
El eco devolvía las voces, pero un poco distintas:
—¡Pelaaaaanas!
Pau, sin poderlo creer, decía: «Se ha equivocado. ¿No habéis visto que se ha equivocado?».
Luego gritaba el nombre de su pueblo:
—¡Ampooooosta!
Y el eco respondía:
—¡Idiooooota!
Volvía Pau a su asombro: «No dice exactamente lo mismo que yo. Cambia algunas letras».
Y volvía a dar grandes voces:
—Yo soy Paaaau…
—Tú eres Paaaau…
El chico se volvió hacia mí:
—Ahora —dijo— el eco ha respondido bien.
Todos estábamos muy serios. Pau gritó un nombre de mujer, el de su novia, quizá:
—¡Looooola!
—¡Leeeeelo!
Pau decía: «se ha equivocado otra vez, y siempre que se equivoca me insulta». Corrió al hermano Pedro, quien acudió a ver qué sucedía. Pau le decía que el eco estaba insultando a la gente.
Gritó Pau otra vez su nombre y Prat, que no sabía que el fraile estaba escuchando, dijo dos o tres suciedades que rimaban con «au». Al hermano Pedro le entró una risa espasmódica que nos contagió a todos. Pero la cosa era aburrida y nos fuimos.
Después de la comida pasó un avión en dirección a Tarragona. Los aviones eran entonces una novedad. El fraile nos dijo que hacía ocho años había visto volar el primer avión sobre Cataluña y que fue de Reus a Tarragona en treinta y cinco minutos. El aviador era francés y se llamaba Vedrines.
No creía el hermano Pedro que esos inventos fueran necesarios. ¿Para qué tanta prisa? Yo contaba que a un tío mío, campesino, le proponían comprar un coche y le decían: «Sale usted con este automóvil, es un suponer, a las nueve, y a las diez está en Zaragoza». Mi tío decía: «No me conviene. ¿Qué hago yo a las diez en Zaragoza?».
Yo no hablaba a ningún estudiante del lego del taller porque consideraba su amistad como un privilegio secreto. Creo, sin embargo, que el hermano Pedro estaba enterado. Aquel fraile sabía todo lo que se relacionaba con nosotros. Me puse a hablarle mal de Ervigio. El hermano sonreía, me miraba y volvía a sorber rapé sin decir nada. Nunca conseguía hacerle hablar mal de nadie.
Un chico de primer año se hizo una lesión en el muslo tratando de partir una rama seca para hacer fuego. La herida era pequeña, pero profunda, y tenía forma triangular. Mientras lo curaban —apenas si le salió sangre— yo veía que en la herida, la carne mostraba grasa blanca igual que la carne de cerdo y pensaba que tal vez se podía freír como el tocino. Esta idea me parecía estúpida pero no la podía evitar.
Volvimos al tren y a las cinco de la tarde estábamos en el colegio otra vez.
Dudaba de lo que me había dicho Ervigio sobre la virginidad de las Marías y pregunté a Planibell. Este también estaba confuso y cuando le dije la opinión de Ervigio dijo que sí, que las vírgenes eran mujeres que se llamaban María. Yo pensaba con desánimo en mi hermana pequeña que tenía ese nombre. Ir con ella a cazar el unicornio me parecía denigrante.
Ervigio se acercaba los domingos por la tarde a mi mesa mientras yo escribía cartas y miraba por encima de mi hombro. Cubría yo el papel con la mano y me volvía a mirarle. Entonces él se iba bailando y repitiendo:
Inés, Inés, Inesita, Inés.
El nombre de la prima de Prat lo decía Ervigio para aludir a las novias de los otros, a las cartas de amor y a todo lo que tenía relación con esas importantes cuestiones de nuestra vida privada.
Aquella tarde fui a ver al lego del taller. Y me sucedió algo de veras extraordinario. Abrí la puerta, entré y al principio no vi a nadie. Pero tenía la seguridad de que el lego estaba allí. No tardé en verlo caído en el suelo boca arriba al pie de un San Miguel que tenía la espada alzada en el aire y parecía amenazarle. La impresión primera fue que estaba muerto. Desde el pecho del crucifijo, el gato me miraba y miraba al lego, indiferente. Yo salí de espaldas, sin dejar de mirar al fraile que seguía en tierra, inmóvil. «Se ha muerto», repetía, y no sabía qué hacer, si correr a decirlo a los otros frailes o guardar el secreto. Cuando llegaba a la puerta me pareció que el lego se movía. Salí sin hacer ruido y esperé afuera, un poco. Luego volví a asomarme y vi que mi amigo estaba trabajando como si tal cosa. Entré otra vez. En el muro dos de las ventanas estaban abiertas de par en par.
En cuanto el fraile me vio se dio cuenta de mi extrañeza:
—Hermanito —me dijo—. Tú has estado antes aquí y me has visto caído en el suelo. ¿No es verdad?
Yo no decía nada. Me parecía escandaloso haber visto a alguien «muerto» y volver a verlo vivo. El lego se daba cuenta:
—Has venido, me has visto caído en el suelo y te has marchado corriendo, asustado. ¿No es eso?
Yo afirmaba con la cabeza. El fraile dijo:
—Ya pasó. He abierto las ventanas. Ahora estoy mejor, pero tengo la cabeza pesada y el estómago agitado. Quizá tendré que ir al retrete a devolver. ¿Qué pensaste cuando me viste caído ahí? ¿Que estaba borracho? ¿Que estaba muerto?
—No. Pensé que estaba en trance como Santa Teresa.
El lego quiso reír, pero no pudo. Se llevó las dos manos a la boca, se puso más pálido. Luego me miró lánguidamente y dijo:
—He encendido una hornillita de carbón para hacer unas soldaduras de estaño y el gas carbónico se me ha subido a la cabeza. Otra vez me pasó lo mismo, hermano. Ahora, con las ventanas abiertas, no hay cuidado. Como ves, valgo poca cosa. Soy flojo. Dos alentadas de gas y ya ves: el hombre patas arriba. ¿Te has asustado?
—No. Sólo que cuando lo encontré muerto a los pies de San Miguel, que tiene la espada levantada, parecía usted el diablo.
Entonces se rió el fraile. Contagiado reía yo también. No creía lo que me había dicho el lego. Mentía —pensaba yo— y trataba de encubrir algo, tal vez algún secreto de personas mayores como el de las vírgenes sobre las que nadie quería dar noticias. El fraile se sentó un momento y se llevó las dos manos a la cabeza.
—No tiene importancia —dijo—, pero podía haberme muerto, hermanito. Se dan casos.
—Usted —dije yo, animado por sus palabras— estaba bien muerto cuando lo vi.
—No. Muerto no. Sólo desmayado.
—¿Y qué vio usted durante ese… desmayo?, ¿vio usted el cielo?, ¿o el infierno?
—No, hermanito. No vi nada. Nada de nada.
Seguía yo sin creerlo. Tenía la impresión de haber descubierto algo de lo que no debía hablar y tal vez por eso tenía unas ganas de hablar tremendas. El lego lo comprendía y ni siquiera me pedía que guardara el secreto, porque suponía que sería inútil. Me mostraba la hornilla encendida y repetía: «Eso produce gas carbónico. ¿Oyes? Si tú respiraras de cerca este gas te desmayarías también, hermano. Esto le pasa a todo el mundo». Yo creía a medias lo que oía. Había en todo aquello un misterio que relacionaba en aquel instante con el de la aureola. Buscaba con los ojos la cabeza de mármol. Otro misterio. La tarasca, en un rincón, miraba con la cabeza baja, como si fuera a embestir. El gato sobre el crucifijo tenía a veces los ojos de un color verde marino con una rayita de luz perpendicular. ¿Qué pensaría el gato de todas aquellas figuras e imágenes? ¿Le impresionarían como a mí? El fraile me empujaba hacia afuera:
—Anda, márchate, hijo. Yo no me siento bien. Quizá tú vas a ponerte enfermo también. Márchate y si quieres ven a verme más tarde, cuando se haya limpiado el aire.
Salí. Como era natural, lo primero que hice fue contarle lo ocurrido a Planibell, muy en secreto. Le dije que había visto al hermano lego como muerto. Planibell me escuchaba con cierto aire de superioridad y dijo que aquello se llamaba trance o arrobo, pero que no creía que fuera verdad, porque a un lego no pueden pasarle esas cosas. Hay que estar ordenado de cura.
Se lo dije a Pau y a Pere. Ellos creían que Planibell mentía puesto que Santa Teresa no era cura, y, sin embargo, había caído muchas veces en arrobo. Lo que le pasó al lego no era trance ni arrobo, sino éxtasis. Y me enseñaron una estampa del libro de rezos donde estaba San Ignacio en éxtasis. Yo seguía hablando de aquello con los chicos y pocos días después, todos los estudiantes repetían que el lego era un santo y hacía milagros. Esta vez, nuestras habladurías no llegaron a conocimiento del padre Ferrer, ni de los otros frailes.
Jugábamos en las clases sin que los profesores se dieran cuenta. Sobre todo en la de francés. Me sentaba cerca de la puerta y llevaba preparado un muñequito de papel al que llamábamos «el perro del hortelano». Tenía cuatro patas y una cabeza, y podía ser lo mismo un perro que un gato o un león.
Lo ponía en el suelo frente a la puerta por debajo de la cual entraba una ligera corriente de aire. Empujado por ella, el perro del hortelano daba alegres carreras sobre el suelo de mosaico. El profesor no podía verlo, porque estaba en un pequeño estrado y detrás de una mesa. Cuando el perro corría, era difícil contener la risa. Sobre todo para el inocente Caresse, quien finalmente irritaba al profesor y era castigado.
Había un grupo de chicos catalanes muy beatos. Eran callados, obedientes, y dos o tres de ellos hablaban de hacerse curas. Con ellos hizo un efecto tremendo el éxtasis o arrobo o trance del lego, que yo les había contado. Me escuchaban con la boca abierta.
Días después, uno de ellos, que se llamaba Tarsicio, me dijo que sería cura y que terminaría la carrera a los diecinueve años. Yo le dije que seguramente no lo aceptarían si no podía enseñar un expediente de «limpieza cataláunica». Los otros tres beatos, que andaban siempre cerca de Tarsicio, se acercaron a preguntar qué era la limpieza cataláunica.
—Es para poder demostrar —expliqué muy serio— que vuestros antepasados no intervinieron en la muerte de Jesús.
Añadía, como si fuera un hecho generalmente sabido que a Jesús lo mataron los catalanes.
—No, eso no es verdad. Lo mataron los judíos —dijo alguien muy excitado.
Yo simulaba una calma de persona mayor:
—¿Vosotros no sabéis que Poncio Pilatos, antes de ser gobernador de Judea tuvo el mismo cargo en Tarragona? Ah, si no sabéis historia yo no tengo la culpa. Pero podéis mirarlo en el diccionario.
Tarragona estaba muy cerca de Reus. No más de una hora en tren y era sabido que allí estuvieron los romanos. Este dato tan concreto desarmaba un poco a los futuros sacerdotes. En cuanto al diccionario yo sabía que no podrían consultarlo.
—Vosotros sabéis —les dije— que los romanos sacaban sus tropas de las colonias y que los mejores soldados de aquel tiempo eran catalanes de la ribera del Llobregat.
—De allí soy yo —dijo uno.
—Y como eran tan buenos soldados, Pilatos se los llevó a Jerusalén. Cien soldados y un centurión. El centurión era de Arenys de Mar e iba siempre jurando: redéu, redéu, filldeput.
Ese es el que prendió a Jesús, lo clavó en la cruz y se jugó sus vestidos. Y se llamaba Lonchinat, de donde vino Longinos, el que dio también la lanzada a Jesús. Por eso, antes de ser curas, los catalanes tienen que mostrar la «limpieza cataláunica». Desde hace cincuenta y dos generaciones. Para eso hacen falta muchos papeles. Muchísimos papeles. Y escudos, y árboles genealógicos.
—¿Cómo sabes tú eso? —me preguntó Tarsicio.
Yo tenía que buscar alguna garantía autorizada y dije que me lo había dicho el lego del taller. Para tranquilizarlos añadía:
—Ahora, si tenéis el árbol genealógico ya hecho, la cosa es más fácil.
Los chicos escuchaban perplejos. Aquella palabra última —genealógicos— no la podían pronunciar fácilmente sus laringes catalanas. Por fin, uno declaró que su familia tenía esa limpieza cataláunica porque había en ella una monja y suponía que habían hecho las investigaciones para ella. Mientras hablaba llegó Ervigio, que escuchaba en silencio. Al oír lo de la monja intervino:
—No, eso no vale. Con las monjas rige otra ley. La ley de las Oblatas cuaternarias de Trento.
Luego, nos fuimos. Dejamos a los chicos llenos de dudas. Hablando de los milagros del lego, Ervigio, que tenía que burlarse de todo, decía que el lego del taller moriría en olor de santidad y que tenía ya un poco de ese olor anticipado. Lo decía con gesto habitual, arrugando la nariz. No quería decir que el lego olía mal, sino que llevaba la ropa impregnada de olores de pintura. Yo me llevaba, entonces bien con Ervigio, quien me habló de un plan que había hecho con Prat para molestar al padre Lucas. Este sacerdote iba a tener a su cargo el sermón de Viernes Santo y había que deslucirle la fiesta. Ventós, el chico de aire hindú, que andaba por allí, se nos acercó y Ervigio interrumpió sus confidencias. Parecía Ventós ir sacando los pies del cesto y aprender de Ervigio. Viendo pasar al organista, que era bastante enfermizo, dijo:
—Ahí va. Al pobre ya no le queda ningún órgano completo.
Ervigio siguió diciendo en qué consistía la broma contra el padre Lucas. Estaba de acuerdo con Prat y entre los dos la habían bautizado con el nombre de «el bostezo correlativo» que les parecía un nombre muy refinado y culto. El día del sermón mostraríamos nuestro aburrimiento en la iglesia bostezando al unísono por filas enteras.
Todo salió como estaba calculado. Prat tosió dos veces, lo que significaba que debíamos estar alerta. Luego una vez más (esa era la señal ejecutiva) y como en los movimientos gimnásticos, al oír el segundo aviso, los veinte o treinta alumnos de la primera fila simulamos al mismo tiempo un largo bostezo cubriendo la boca con la mano abierta y echando la cabeza atrás. Al terminar la primera fila, hizo lo mismo la segunda, luego la tercera y las siguientes hasta la última. El padre Lucas, interrumpido en medio de una larga cita de San jerónimo, estuvo callado un momento, sorbió aire por la nariz, nos miró, miró también al coro como si buscara auxilio del padre superior y luego comenzó a vacilar —Prat decía a cacarear— hasta que decidió acabar el sermón alzando los ojos y diciendo otra frase en latín, también de San jerónimo.
Los curas se dieron cuenta y nos preguntaron, pero todos dijimos que había sido una coincidencia y que los bostezos son siempre contagiosos. Yo veía al hermano lego en un extremo del presbiterio, arrodillado. Oía toda la misa de rodillas, inmóvil, con una expresión de una discreta humildad. Pero desde que yo lo había visto caído en el suelo y sin conciencia, lo imaginaba a menudo en aquella misma actitud. Muerto. Y suponiéndolo muerto pensaba en el «olor de santidad» del que hablaba Ervigio. Lo que creía ver detrás de su cabeza —a veces, de veras— era la aureola. Y me asombraba de que los otros frailes no se hubieran enterado del accidente del gas carbónico, porque los chicos hablaban de aquello dándole sentidos fantásticos. Nadie creía que el lego pudiera hacer milagros, pero a fuerza de decirlo se formaba en torno al lego una atmósfera de magia.
Escribí una carta a Valentina hablándole del bostezo correlativo, del unicornio, que seguía intrigándome, y de que como ella se llamaba Valentina, y por lo tanto no era virgen, no podría venir conmigo a cazarlo. Dije también otras cosas igualmente arriesgadas. Que tenía un amigo anarquista, que tal vez un día los obreros asaltarían el convento, que mi amigo el lego había muerto y resucitado, y finalmente le copiaba unas líneas de amor místico —era el único que encontraba en el colegio— donde se hablaba del «deliquio». Eso del «deliquio» me parecía a mí como un eufemismo del beso. Un «deliquio» era un beso en los labios. La prueba del verdadero amor me parecía entonces el beso en los labios. Era para mí repugnante la idea de besar a nadie en los labios. La sola imaginación de un beso así, me alteraba el estómago. Besar a una chica linda podría hacerlo sin necesidad de sentir amor por ella. En las mejillas, en la frente, en el cuello. Pero para besarla en los labios —lo que me parecía ligeramente sucio— había que estar de veras enamorado. Sin embargo cuando pensaba en besar a Valentina en los labios no sólo no me repugnaba sino que me parecía gustoso. Quería tanto a Valentina —pensaba entonces— que podría, incluso, besarla en los labios. Aunque estuvieran húmedos de saliva. Eso debía ser el «deliquio». No le dije estas cosas, pero sí otras parecidas.
Afortunadamente, cuando escribí el sobre de aquella extravagante carta, la plumilla tenía demasiada tinta y dejó caer un borrón. Quedó el sobre sucio y con el propósito de cambiarlo, dejé la carta en mi pupitre. Gracias a Dios esa carta no fue nunca al correo. Imagino lo que habría pasado en el caso de verla don Arturo, el padre de Valentina. Porque en la postdata le decía otra vez que como no era virgen no podía venir conmigo a cazar el unicornio.
Fui a ver al lego del taller, quien me recibió con un rostro falsamente agrio.
—Aquí viene —dijo— el de los bostezos en la capilla.
Le juré que la idea no había sido mía. Él me creyó y no quiso pedirme el nombre del culpable. Luego dijo:
—Sois injustos con el padre Lucas. Él es bueno y os quiere. Además, es un sacerdote muy leído, muy culto.
—También nosotros lo queremos a él, hermano.
—Ya lo sé.
—Entonces…
—Eso digo yo. Entonces, ¿por qué hacerle la vida imposible?
Ver al padre Lucas y sentir ganas de hacer algo contra él era todo uno, y no había quien pudiera remediarlo.
Insistía yo en que queríamos a los curas y hermanos del colegio, menos al padre Ferrer, y el hermano lego me escuchaba con un oído y pulía un trozo de madera torneada en forma de columnita salomónica:
—Al padre Ferrer también lo quieres —me dijo.
—¿Yo?
—Sí, tú; si el padre Ferrer te dijera: Pepe, tú eres un excelente muchacho y el mejor actor que ha pasado por esta escuela, si te dijera esto, tú te considerarías el más feliz del mundo. Estoy seguro. Pero crees que él no te estima en todo tu mérito. No digas que no, porque sabes que estoy viendo todo lo que pasa dentro de ti. Pero, hermanito, el padre Ferrer no puede estar siempre adulando a sus estudiantes. Trata con muchos y tiene que ser firme, justiciero y frío.
Yo callaba. El lego concluyó:
—¿Sabes, hermanito? Siempre tiene que haber alguien que lleve el peso de la disciplina. El padre Ferrer es el más sencillo y cordial de la comunidad. Pero es el que trabaja más con los estudiantes. ¿No has visto que siempre está con vosotros en el patio, en el refectorio, en la iglesia, en las clases? Trata de verlo tal como es y comprenderás que cuando habláis mal de él sois injustos.
—Bueno —le dije yo, cambiando de tema—. ¿Y usted cómo se encuentra?
—¿Yo? Bien, gracias a Dios. ¿Por qué?
—¿No ha vuelto a… caerse muerto en el suelo?
—No, hermano. Antes de encender la hornilla abro las ventanas.
Olía a aceite, aguarrás y barniz. Yo pensaba que tal vez ese era el olor de la santidad. Le hice otra pregunta.
—¿Y su padre? ¿No se ha muerto aún?
Pareció sobresaltado. Se quedó con la brocha en el aire, como dudando. Luego dijo:
—No. ¡Qué cosas dices!
A un lado estaba la cabeza de mármol. El lego parecía aquel día poco locuaz. Yo le dije, por congraciarme con él, que si me daba un martillo rompería la escultura. Estaba dispuesto a cerrar los ojos y dar un buen martillazo. El lego dijo que no y viendo que había un martillo a mi alcance lo tomó y lo puso más lejos para evitar tal vez la tentación. Se puso a preparar, un lienzo para pintar. Tenía sobre la mesa una estampita pequeña de Murillo que al parecer se proponía copiar. No me hacía caso aquel día. Viendo que yo me disponía a salir dejó de pronto la brocha, vino hacia mí y me puso las manos en los hombros:
—Perdona, hermanito. Hoy no tengo tiempo. Y tú piensas que no te doy bastante importancia y te marchas enfadado. No te enfades con nadie y menos conmigo. Sobre todo ahora que se acerca el fin de curso, y por lo tanto, el día de dejar el colegio. Voy a pintar una Purísima Concepción para el convento de Tortosa y tengo que darme prisa. Pero yo sé que vendrás otro día. Lo único que te pido es que no hables demasiado de mí. No digas que me he muerto y que me viste resucitar, no digas que soy esto o lo otro. Si se enteran los padres no puede sentarles bien tanta habladuría. ¿Tú sabes? Hay una aureola buena y otra mala. Una de oro y otra de lata. Cuando hablamos ligeramente de otros, les robamos el oro de su aureola para ponerlo en la nuestra. Es lo que hacéis con el padre Lucas. Su aureola perdió el oro. Ahora es de lata roñosa y abollada. A mí no me importa que lo hagas conmigo. Mi aureola ha sido siempre de lata y no merezco otra. Pero si lo haces, me dará pena, porque creeré que me tienes malquerencia. Yo te considero mi amigo. ¿O es que no eres amigo mío?
Yo tardaba en hablar, conmovido. Por fin dije:
—Es usted el único amigo que tengo en la vida. Lo miré solemnemente y añadí:
—Algún día le demostraré mi amistad, hermano. Pareció alarmado.
—No, alteza. No me demuestres nada. Te veo ahora como cuando estabas en escena. Prometedor, amenazador. Los verdaderos sentimientos no es necesario demostrarlos. No tienes que demostrarme nada. Tú sabes que mi alma es líquida y que percibo todas las cosas… bueno, en lo que se refiere a tus sentimientos. Por favor, no trates de demostrarme nada, hermanito.
Se diría que entendía mi promesa como una amenaza. Salí despacio. En la puerta me volví a mirarlo. El pobre tenía una expresión temerosa, de angustia. Sabía que todos los chicos hablaban de él y tenía miedo. No me negaba la entrada al taller porque me quería y porque, en caso de cerrarme la puerta, temía que mi amistad violenta se convirtiera en resentimiento y odio. Él sabía todo lo que yo pensaba de él y no podía menos de agradecerme mis sentimientos, pero no veía en ellos sino dificultades y malentendidos. El escándalo de la santidad. El malentendido de sus «éxtasis». El peligro de nuestras aureolas. Él sabía que todos los chicos después de haber hablado de él como de un perro que alzaba la pata contra el muro, hablaban de sus arrobos y éxtasis y deliquios milagrosos. Debía el pobre arrepentirse de haberme permitido entrar la primera vez en su estudio. La vida es amarga y la amistad es un consuelo que crea a su vez incomodidades y nuevos problemas. Era «la escala de Jacob». Una escala infinita de luz y sombra y luz y sombra y luz y sombra. En los intersticios, diablos tallados en caoba, pintados de purpurina. O ángeles —querubes— que a distancia no se diferenciaban mucho de los diablos. Yo debía ser para él un elemento perturbador y al mismo tiempo una especie de ventana abierta a las alegres confusiones del mundo.
Acercándose los exámenes de la primavera —los exámenes privados del colegio, que eran preparatorios del examen de fin de curso con los profesores del instituto provincial— estábamos bastante preocupados. Aparte del padre Miró, cuya bondad era estimulante, los otros no habían logrado hacernos trabajar. Simulábamos estudiar en la «vela», pero lo que hacíamos era «iluminar los programas», es decir, poner iniciales, medias palabras y otros signos cabalísticos muy pequeños en los márgenes. Yo ponía muñecos que representaban al hermano lego con su aureola —la verdadera, la de oro— simulada con fuertes manchas de lápiz amarillo. Otros leían cuentos de Calleja, que como eran muy pequeños se ocultaban fácilmente dentro de los libros.
Estábamos muy mal preparados para los exámenes y no teníamos intención de mejorar si eso representaba alguna forma de esfuerzo. La cosa se presentaba amenazadora y Planibell, una tarde que estábamos comentándolo, dijo:
—El milagro de que yo apruebe no lo hace ni el lego del taller. ¡Ojalá me ponga malo!
¡Lástima de anginas o de muermo!
Estaba Prat también con nosotros. Dijo que el muermo era enfermedad de caballos y vacas. Ervigio parecía soñador. Planibell añadió:
—¿Sabes lo que digo yo? ¡Quién pudiera tener una buena ictericia como la que tuvo mi primo en el cuartel para escapar de las maniobras militares!
—Yo prefiero el examen —dijo el pequeño Ventós, siempre razonable.
—Cállate tú —Planibell no toleraba a Ventós hablar delante de él—. Mi primo se puso enfermo «de conveniencia» el día antes de las maniobras y lo enviaron al hospital. Un buen truco.
Bajando la voz, añadió:
—Si tuviera yo un poco de azafrán veríais vosotros si me escapaba o no de los exámenes. Pero en esta escuela, todos nos chupamos el dedo, todavía.
Explicó que su primo, tomando en ayunas un poco de azafrán se había puesto amarillo como si tuviera la ictericia. Se pasó una semana en la cama bien tranquilo, leyendo y fumando.
Pensando en el despensero, dije yo que me comprometía a conseguir azafrán. Todo el grupo se llenó de esperanza y quedamos en que iría a buscarlo. El despensero lo tenía en un tarro bastante grande, donde decía con las mismas letras visigóticas del Fuero Juzgo: Bulbos irideus. Pero estaba demasiado cerca de la mesita donde trabajaba y como yo no podía robarlo sin que me viera subí a decir a Ervigio que llamara por teléfono a don Genitivo para alejarlo del lugar.
Así lo hizo y pude alcanzar el tarro. Con los bolsillos llenos de azafrán salí de la despensa dejando al latinista en el teléfono.
Al día siguiente, antes de tomar el desayuno, repartí el azafrán entre Prat, Ervigio, Caresse, Planibell, los hermanos Pere y Pau y el pequeño Ventós, guardando para mí una dosis mayor por ser el que lo había robado. Prat me pidió más, porque según decía, era más grande que nosotros.
Lo tomamos en ayunas y bebimos tres vasos de agua. No estábamos seguros de que el truco diera resultado. Pero lo dio. A media tarde estábamos amarillos como limones y el hermano Pedro iba y venía alarmado diciendo que aquello tenía que ser una epidemia.
Nos llevaron a la enfermería y al día siguiente comenzaron los exámenes. La cosa había salido bien. No nos dolía nada, aunque decíamos que teníamos vagos dolores para hacer la cosa más verosímil. En unos, el dolor era en la garganta, en otros en el costado y en los más en la cabeza. Temeroso Prat de que lo dejaran demasiado tiempo sin comer dijo que le dolía un pie —era el miembro más alejado del estómago— y aquello le extrañaba mucho al médico.
Pero la aventura tenía sus peligros y nos dimos cuenta al ver que el doctor sacaba sus agujas de inyecciones con misteriosas ampolletas. Prat que presumía de valentía, gritó como un cerdo, al pincharle. Cuando poco después se fue el médico, dejando a cada cual con su inyección, nos quedamos pensando si aquello valdría la pena. Viendo que la moral flaqueaba, acordamos juramentarnos para no traicionar, cualesquiera fueran los acontecimientos.
Yo, que veía el miedo de algunos (los hermanos Pere y Pau, a pesar de su delicadeza, afrontaban la aguja de inyecciones muy bien) trataba de asustar a Prat: no debía decir que le dolía un pie, porque había casos de ictericia en los que cortaban una pierna. Decía también que en la aldea estuvieron a punto de cortarme el brazo derecho, y que como el médico no tenía anestesia, lo dejaron para otra vez.
—¿Qué es la anestesia? —preguntaba Prat.
—Era para que el ruido que la sierra hace contra el hueso no me diera dentera.
Prat estaba lívido. Yo seguía hablando de cómo los cirujanos cortaban los pies y los brazos y decía por haberlo oído, que después de cortados seguían doliendo. Los chicos me escuchaban dos veces amarillos: por el azafrán y por el miedo.
Al final de mi larga disertación, Prat, que se levantó para ir al cuarto de baño, iba cojeando un poco.
La cama de Prat estaba al lado de una ventana. La mía, en un extremo de la sala, y a cada lado de la puerta, las de Pere y Pau. Las otras en el centro. Pere y Pau eran casi albinos y tenían un color lamentable. El médico, mientras atendía a Prat o a mí, se volvía a mirar a Pere y Pau asombrado de su color de limón maduro. Nos ponía el termómetro, y viendo que no teníamos fiebre y que las funciones de nuestro cuerpo eran regulares, se quedaba confuso. No subían a vernos los otros chicos, pero como éramos tantos en la enfermería, no nos aburríamos. Para que todo saliera bien, el padre Salvá, que era el enfermero y tenía fama de ser riguroso y estricto, no vino a atendernos porque estaba él mismo en la enfermería de la comunidad con un fuerte resfriado. El que vino a vernos —es decir, a verme a mí— fue el lego del taller. Yo había dicho a mis amigos que aquel frailecito adivinaba todo lo que sentíamos y pensábamos los demás. Caresse llamaba a aquello prestidigitación, confundiéndolo con la telepatía, de la que había visto ejemplos en los circos. Yo no quise hablarles del «alma líquida» porque sabía que no lo comprenderían y que yo tampoco podría explicarlo suficientemente. En cuanto apareció el lego, yo pensé: Va a descubrir nuestro truco. Llegaba con unas cajas grandes de cartón que dejó en el suelo. Nos miró a todos y dijo:
—¿Cómo se encuentran ustedes, hermanitos?
Ventós, que se sentía deprimido por las inyecciones, le pidió que rezara por nosotros. El lego no dijo nada. Yo sospechaba que se daba cuenta de que sucedía algo censurable porque de otro modo habría ofrecido rezar. Miraba a Ventós, a Prat, a mí, en silencio. No dijo si rezaría o no. Prat se puso impertinente:
—Nos mira usted —dijo— como si dudara de que estamos enfermos. ¿Por qué nos mira usted así? ¿O es que va a hacer un milagro? —Yo me ruboricé, es decir, me puse más amarillo—. Si va a hacer milagros comience con Pepe Garcés.
—Vaya —dijo el fraile—, veo que están ustedes irritables.
—A mí —dijo Ervigio— el que venga usted a vernos o se vaya ni fu ni fa.
Planibell añadió:
—A mí, más bien fu.
Yo los habría insultado a todos, pero veía que el hermano lego no estaba ofendido. Había venido —pensaba— a verme a mí y no a los otros. En cuanto me hice esa reflexión pensé que el fraile se daba cuenta de ella. Siempre sucedía eso.
—He venido a verles —dijo— a todos ustedes, amiguitos. No sólo a Pepe, sino a todos ustedes. Pero estoy viendo que mi visita no les agrada.
Sacó del bolsillo un puñado de caramelos y fue dándonos dos a cada uno. Cuando se acercaba, se percibía el olor de barniz, el olor de santidad. El fraile había venido dispuesto a divertirnos, tal vez a contarnos alguna historia interesante. Pero quería marcharse. Su «alma líquida» estaba diciéndole que no le queríamos. Lo que pensaba era que todos tenían miedo a sus «milagros», es decir a que adivinara lo que habíamos hecho. Ervigio le preguntó por qué siendo pintor era el que menos pintaba en el colegio. Los otros rieron y el fraile dijo:
—No sólo en el colegio. En todas partes. Yo no pinto nada. En cambio ustedes se pintan solos para todo.
Corrió por la sala una brisa de alarma. El frailecito sonreía:
—Pero no se preocupen. Yo no digo nunca nada. Ni lo que sé ni lo que no sé. Punto en boca.
Nos contó un cuento de un zorro listo que al final era atrapado y castigado. Pero el castigo era suave. Todos escuchaban tratando de encontrar en lo que decía el fraile, sentidos secretos e indirectos. Naturalmente, no los encontraban. Poco después se fue el fraile deseándonos paciencia y buen humor. No habló para nada de la salud, de nuestra salud. Las cajas que había dejado en el suelo contenían juegos de damas, un billarcito chino y un juego de ajedrez. Mientras preparábamos las piezas, Pere adulaba a Prat diciéndole que había estado muy bien con el fraile y Prat se pavoneaba:
—Con lo que yo no puedo es con la hipocresía.
Yo no sabía jugar al ajedrez y oía a Prat y a Caresse pelear por si hacían trampas o no. Caresse era un jugador muy original. Cuando Prat le daba jaque mate, Caresse se indignaba y decía que no era verdad. Prat desdeñoso se levantaba:
—¿Adónde vas a llevar al rey?
—Aquí.
—Ahí lo como con el caballo.
—Mentira. Al rey no se lo come ninguna pieza.
Entonces, con Caresse, el juego no podía terminar nunca.
Como teníamos las chaquetas colgadas en un cuarto ropero, Ervigio hizo una ratería. Le quitó a Prat su cuadernito de direcciones. Pero no se paró en barras y apuntó la de su prima Inés. El domingo nos trajeron papel y tinta por si queríamos escribir, y Ervigio disimuladamente escribió una carta a la muchacha. Eso había de traer cola, porque el chico a la hora de firmar tuvo grandes dudas y vacilaciones y por fin decidió poner mi nombre. Escribió, pues, una declaración de amor a Inés, y firmó Pepe Garcés con la mayor desenvoltura.
Luego estuvo un día o dos bastante preocupado. Como yo no sabía entonces la verdadera causa, lo atribuía al miedo que todos tenían al médico. A veces me llevaba aparte y me decía:
—¿No te parece que Inés, la novia de Prat, es muy bonita?
—Sí —decía yo—, pero no tanto como la mía.
—¿Cómo se llama la tuya?
Yo le miraba con altivez y no respondía. Ervigio se disponía a decir algo sobre mi novia, pero renunciaba viendo amenazas en el aire. Luego decía:
—¿No crees tú que, poniendo las cosas en su justo medio, Prat no la merece a Inés?
—Es posible —decía yo enigmático.
—Ella debía tener un novio más refinado. Y de su edad. Porque Prat es viejo para ella.
—Es posible —repetía yo.
Ervigio se enfadaba con mi sorna.
Se me ocurrió que Prat, dos años más viejo que yo, debía saber algo de la virginidad. Conté lo que decía el diccionario sobre el unicornio. Prat divagaba. Se veía que era tan ignorante como yo, pero no quería aceptarlo. Ervigio repetía su doctrina sobre las Marías y en un extremo de la enfermería se oyó al más pequeño, a Ventós, decir:
—Tonterías. Vírgenes son todas las mujeres que no han dado a luz.
Hubo un silencio que Planibell resolvió con una cita muy autorizada: «De ahí viene eso de que la Virgen María era virgen antes del parto, en el parto y después del parto». Yo pensaba que Ventós tenía razón, aunque aquello de «después del parto» parecía contradictorio. Me propuse romper mi carta anterior a Valentina y escribir otra. Me alegraba de que Valentina, siendo virgen, fuera capaz de venir conmigo y dominar al unicornio. Pero sobre ese animal había diferentes opiniones. Planibell no creía que existiera, y yo, como supremo argumento, le decía que estaba en el escudo de los reyes de Inglaterra, según había visto en el diccionario.
Planibell y yo dialogábamos, a veces, horas enteras, porque éramos vecinos de cama. Censurábamos nada menos que los métodos de educación del colegio. Prat, desde lejos, nos miraba, celoso de la altura de nuestro diálogo.
—A mí no me interesa nada de lo que estudio —decía Planibell.
—Hombre, a mí me interesa la clase de latín —decía yo.
—¿El latín? ¿Para qué sirve el latín? ¿Quieres tú decírmelo?
Intervenía Caresse:
—Para decir misa.
Planibell decía que el estudio del latín sólo podía ser interesante porque nos enseñaba a aburrirnos. Y tal vez en la vida tendríamos que aburrirnos muchas veces. Caresse reía: «Este Planibell tiene salidas de mucha miga». Yo dije que el latín servía para leer documentos antiguos y refería lo que había visto en el libro sobre el amor, escrito por André Chaplain, en la Provenza. Recité algunas frases que recordaba y dije que los verdaderos enamorados no debían casarse nunca.
—Eso sí que está bueno —comentó Caresse—. Es la primera vez que oigo decir una cosa así. Eso es como los gitanos, que se reúnen y dicen: ¿Me quieres? Te quiero. Rompo un puchero. Y tiran al aire una olla de barro que se rompe en mil pedazos y luego bailan y ya está hecha la boda.
Planibell miraba desde su cama a Caresse y decía: «Desde lejos pareces un besugo. Ahora, pintado de amarillo, pareces un besugo a la mayonesa». El chico se ponía furioso, pero se callaba, o cuando más le arrojaba la almohada.
Solíamos andar todo el día por la enfermería. En casos de alarma nos acostábamos, pero en cuanto el ruido de pasos se perdía en el corredor volvíamos a formar grupos y a jugar o a pelear. Unos vestían batas y otros no. Los que no las tenían se envolvían en una sábana y tomaban aires de senador romano.
Prat se había revelado como el más cobarde en materia de medicina. Cuando alguien se lo decía se ponía muy serio:
—Que me corten la cabeza no me importa. Pero eso de que le pinchen a uno con una aguja de acero así de larga… —y mostraba un tamaño seis veces mayor que el verdadero—, eso me da frío en la rabadilla y siento ganas de vomitar.
Ventós callaba y de vez en cuando —creyendo que estaba enfermo de veras— hablaba de su familia con voz doliente, y de su madre, que si estuviera allí le llevaría buenas tostadas con miel. En cuanto a Ervigio, después de cada inyección torcía el gesto y gruñúa:
—Me ha llegado al hueso.
Al ponerse amarilla la cara de Ervigio parecía haberse reducido y el chico mostraba una cabeza de canario muy humorística. A veces me llevaba aparte y me decía dando a sus palabras una gravedad que yo no acababa de comprender:
—¿Tú que dirías de Inés, suponiendo que hablaras de ella?
—Nada. Yo nunca hablo de ella. ¿Para qué?
Las inyecciones tomaban bastante tiempo porque antes colocaba el médico en el brazo unas gomas para que la vena se hinchara y luego pinchaba e iba haciendo entrar el líquido. Entre tanto, había un silencio sepulcral en la enfermería y de la cama de Prat llegaba un ruidito rítmico. Era la cruz del rosario colgado a la cabecera, que golpeaba contra los hierros a cada latido del corazón del héroe.
El médico, que era un anciano bondadoso, habló una vez de «toxinas». De «las sucias toxinas». Los catalanes entendieron tossinas, es decir, «tocinas». Pere, amarillo hasta las orejas, decía que sentía agitarse en su sangre las tossinas. Lo raro era el género femenino. ¿Por qué cerdos hembras? Nadie podía imaginar a qué clase de puercos se refería el médico. Cuando Pau hablaba de las tocinas que le corrían por dentro, lo escuchábamos asombrados. «Yo no siento nada», decía Caresse. Pero el médico lo había dicho cuando inyectaba a Pau. Prat tenía alguna esperanza en relación consigo mismo. Un día preguntó tímidamente al doctor si él tenía también tossinas en la sangre. El doctor entendió «toxinas» y dijo:
—Claro, caballerito. Todos ustedes las tienen.
Añadió que las inyecciones eran para evitar que se multiplicaran y para ayudar al organismo a destruirlas. Eso nos pareció una explicación del sexo de nuestros cerdos. Por eso eran hembras. Cuando se fue el médico nos dejó llenos de confusión. A nadie le quedaban dudas. Ervigio era el único que dudaba sobre la sabiduría del médico, a quien desde aquel instante llamaba de un modo grotesco: «mérdico». Caresse trataba de explicarse el misterio:
—Es que el azafrán —decía dirigiéndose a mí— estaba lleno de bichos. Yo los vi.
—¿Y crecen dentro de las venas? —preguntaba Prat con un gesto de asco.
—Pues claro —decía Caresse, aprovechándose del miedo de Prat.
Ervigio imitaba el gruñido del cerdo. Decía que oía aquel gruñido dentro de su cuerpo y que era una tocina que se estaba muriendo en sus venas, con la inyección.
La verdad era que todos sentíamos los cerdos dentro de nuestra sangre y la cosa iba haciéndose incómoda. Ventós, el campesino, dudaba:
—¿Cómo van a salir tocinos del azafrán? De las plantas no nacen más que pulgones, que yo los he visto.
Los exámenes habían terminado hacía cuatro días y nosotros seguíamos en la cama. El aburrimiento nos ponía de mal humor. Consideraba yo inferiores a todos los chicos menos a Prat por su estatura y a Planibell por su inteligencia. Ervigio, que gastaba bromas pesadas a Pere y a Pau, no se atrevía a ir muy lejos conmigo. Se limitaba a poner un cepillo sobre la llave de la luz, a oscuras, de modo que cuando quería yo encenderla desde mi cama tropezaba en las sombras con los pelos en punta del cepillo, que me pinchaban. Yo no podía imaginar de qué se trataba.
Pasábamos el día mirándonos en un espejo que había en el cuarto de baño, a ver si el color amarillo cedía o no. Ervigio decía que lo mejor era beber mucha agua, pero que había el peligro de criar ranas. ¿Sería mejor tener ranas que tocinas?
Ventós hablaba de escribir a su casa y de que yo los había envenenado a todos. Planibell me defendía, pero tímidamente.
Una vez Prat preguntó mirándome de reojo si a los envenenadores los ahorcaban. Yo sentí un vuelco en el corazón. La aventura iba haciéndose terrible. Todos se consideraban enfermos. Creíamos que el azafrán por un lado y las inyecciones por otro, podían matarnos de veras. Por el momento, aquellas tocinas en el cuerpo eran repugnantes y amenazadoras:
Pau, que parecía el más sereno, decía:
—Ahora pertenecemos a la raza amarilla.
Hubo días de una gran depresión. Por la noche se oía en el tejado el silbido de una lechuza. Ventós temblaba en sus sábanas y decía que llegaban les òbiles. Según él, sólo acudían a los lugares donde había algún muerto para sacarle los ojos. Pere habló de confesarse, pero si se confesaba tendría que revelar el truco del azafrán. Planibell y yo protestamos. Habíamos jurado morir inconfesos y afrontar el fuego eterno. Sin embargo, pensábamos a veces que los exámenes, bien mirado, no eran tan terribles.
En medio de aquellas dudas las tocinas seguían agitándose en la sangre.
La convivencia forzosa nos hizo cada día más irritables y una mañana Prat le dio dos bofetadas a Ervigio. Este se las guardó y quiso tiranizar a Pau, pero yo intervine en su favor, y al verse Ervigio amenazado por los dos lados —por Prat y por el contendiente de Prat, que era yo—, se vio perdido, y para demostrar que no tenía miedo se puso a exagerar sus bufonadas. Con una sábana como toga romana bailaba danzas: la danza del suspenso. La del padre Chaveta. La que tenía más éxito era la de las «tocinas agonizantes». Los pequeños Pere y Pau reían y Prat se mordía las uñas.
Ervigio encontró en el cuarto de baño un par de alicates y vino dando brincos y haciendo gestos ridículos, como si se arrancara los dientes. Pere y Pau, que se creían obligados a adular siempre a alguien más viejo o más fuerte, reían a carcajadas. Ventós miró a Ervigio de arriba abajo y dijo, pronunciando en catalán:
—Tontu.
Ervigio fue a pegarle y Planibell gritó desde su cama que si tocaba a Ventós tendría que vérselas con él. Dudó Ervigio un momento y por fin se acostó resignado y dijo: «¡Qué barbaridad! Todo el mundo tiene aquí su cabo de vara. Y a ti, Pepe, ¿quién te protege?». Yo le dije que no necesitaba protección porque podía pegarle yo mismo. Él se quedó pensativo. Seguramente estaba reflexionando sobre los riesgos que podían derivarse de la carta que había escrito a Inés. Luego estuvo muy fino conmigo, casi adulador.
Pau canturreaba:
Qué li donarem a la pastoreta…
Planibell dijo que la pastoreta era Ervigio, y así nació ese apodo ignominioso. Se veía Ervigio perdido, pero comenzó a imitar otra vez al cerdo. La verdad es que lo hacía muy bien.
Por fin, un día dijo el médico que estábamos curados y que podíamos dejar la enfermería. Fue un gran descanso para todos. Y fui a ver al lego. Me recibió sin sorpresa ni alegría:
—¿Estás ya bien? —me preguntó, no sé si en serio.
En vista del ligero acento de broma no le contesté. El lego había terminado el cuadro de Murillo y lo barnizaba. La Virgen tenía una media luna bajo el pie.
—Eso no es verdad —dije, dispuesto como siempre a la crítica—. Esa media luna no es verdad, porque en el cielo nunca hay media luna, sino luna entera.
—Bueno, es una ilusión. Pero también hay gente que cree estar enferma y todo el mundo lo acepta. Y les ponen inyecciones y les rezan padrenuestros. Además, en este caso la mentira no lo es. Es sólo arte. Pero quién sabe si lo que nosotros llamamos mentira es para Dios más verdadero que lo que consideramos verdad. Nosotros no sabemos. Dios sólo sabe lo que es verdad y lo que es mentira, hermanito.
El fraile buscó la cabeza de mármol con la mirada. Luego sus ojos fueron al martillo que se veía sobre la banqueta de carpintero. Después, aún me miró a mí como consultándome.
Era tal vez la vieja pregunta. En los últimos días había cambiado de opinión sobre aquella ardua materia. ¿Sería capaz de romper la cabeza? ¿Querría yo hacerlo por él? Negué y seguí mirando la Inmaculada Concepción. La figura era muy hermosa, pero lo que me fascinaba era el cielo nocturno que se veía detrás, con sus estrellitas. No había nubes. El azul, a veces claro y a trechos oscuro, era tan fluido y diáfano, que mirando fijamente yo creía descubrir estrellas nuevas en los lugares donde no las había. Le pregunté si en los últimos días había perdido el conocimiento y me dijo que no. Me agradecía mi interés, pero siempre que encendía la hornilla abría las ventanas. No volvería a sucederle aquel estúpido accidente. Como era natural, el gato aprovechaba las ventanas abiertas para escaparse. Iba a cazar. Como era ya la primavera, los pájaros formaban sus nidos y el gato andaba buscándolos para comerse a los pájaros recién nacidos. Mientras hablaba el fraile el gato escuchaba, bondadoso, y rosnaba lleno de amistad. Viéndolo nadie le atribuiría al animal costumbres tan inciviles.
Trabajábamos. Yo le ayudaba al fraile a lijar una tabla y él me decía que la cabeza de mármol le perturbaba de tal modo que no le dejaba dormir. Me agradecería que la rompiera. Le contesté que gracias a mi alma líquida estaba viendo que si yo la rompía él se llevaría un disgusto. «Eso es verdad —dijo el lego—, pero también me alegraría. Lo sentiría y me alegraría al mismo tiempo». El lego tenía miedo a aquella cabeza. Yo la miraba como a una tercera persona en el taller.
Cuando oí la campana del refectorio salí corriendo.
Era jueves, y como llovía y no hubo recreo, nos permitieron escribir a casa. Escribí a Valentina hablándole del azafrán y de las tocinas —decía que las habían tenido los otros, no yo—. Volví a explicarle lo del deliquio.
Cerca ya de los exámenes finales —los verdaderos— con profesores que no eran curas y a quienes no habíamos visto nunca, hubo en la ciudad un hecho inesperado: una huelga. Al principio no parecía gran cosa, pero se complicó y acabó por convertirse en huelga general con carreras por las calles y disparos lejanos. Los frailes estaban un poco inquietos. Yo me sentía entrar en el trance heroico que había esperado desde la representación de La vida es sueño.
Buscaba a Planchat, quien me decía:
—Mi padre tiene miedo porque las huelgas le hacen perder dinero. Me alegro. Y no es por nada. Yo lo quiero de veras, a mi padre, que es muy bueno a su manera. Pero eso no quita para que sea un cochino burgués.
Yo no sabía nada de los conflictos sociales. Me explicó que una huelga general era un hecho gravísimo. Comenzaba con tiros en las calles y al tercer día los huelguistas asaltaban los conventos. El nuestro no corría peligro, porque si se acercaban los obreros a las verjas y tocaban los hierros morirían electrocutados. Eso, a pesar de sus ideas anarquistas, no dejaba de tranquilizarle. Planchat creía que debían quemar todos los conventos menos el nuestro. Si los quemaban, el fuego comenzaría por los confesionarios de las capillas. Añadía Planchat otros detalles igualmente sensacionales.
Yo encontraba en la revolución también un aspecto propicio:
—Entonces, ¿no habrá exámenes?
—No. Eso del estudio se suprime siempre en las revoluciones. ¿Para qué? Todos seremos iguales, y el que no quiera serlo…
Planchat hacía un ruido gutural muy raro y al mismo tiempo con la mano abierta se rebanaba la cabeza.
A mí me parecía bien, con la condición de ser yo de los que dirigían a los incendiarios. Por la noche, mi celda escuchaba rumores de la ciudad y como teníamos una fábrica al lado y estaba custodiada, se oían los cascos de los caballos de la guardia civil. Al día siguiente Planchat, que estaba muy atento a lo que pasaba, me decía:
—¿Has visto que los frailes tienen miedo? Sobre todo el padre Ferrer.
El supuesto miedo del padre Ferrer hacía muy feliz a Planchat. Miraba de reojo, comprobaba que el padre Ferrer estaba lejos y decía dándome con el codo:
—No les valdrán los alambres de alta tensión, porque hay más obreros que soldados y guardias. ¿Qué son unas corrientes eléctricas al lado del cuchillo y de la lata de petróleo? ¡Ah!
Tenía Planchat una alegría diabólica. Yo repetía aquellas palabras a Pere y Pau. Mis conocimientos sobre la situación —lo que oía de Planchat— me dieron un prestigio mayor con ellos. Planibell venía también a preguntar si la revolución llegaría antes que los exámenes. Más o menos, todos esperábamos salvarnos con la revolución. Pero tenían que darse prisa los obreros, porque el día de los exámenes se acercaba. Yo no comprendía por qué tardaban tanto.
Llegó otra carta de Valentina. Yo estaba seguro de que la revolución no afectaba a las aldeas, sino sólo a las ciudades. Estaba Valentina de acuerdo con ir a buscar el unicornio y decía que no comprendía lo del azafrán, pero que, para ser como yo, iba a comer un poco, a ver qué pasaba.
Escribí a vuelta de correo diciéndole que no debía comer azafrán, aunque no le hablaba concretamente de los peligros de los cerdos en la sangre y de las inyecciones. Después decía: «Estamos sobre un volcán —esta frase se la había oído al padre Miró—. Hay arena en las calles para que los caballos no resbalen durante las batallas». La carta era aquel día bastante larga. Seguí: «Puede que asalten el colegio, porque además de la escuela es convento y clausura. Pero yo aprendí en La vida es sueño lo que hay que hacer con los conspiradores. No me extrañaría nada que mataran a todos los frailes menos al superior y al hermano Pedro. Al lego del taller, que hace santos y tiene éxtasis, no sé qué va a pasarle. No es verdadero cura y no viste sotana casi nunca. Él quiere ser mártir, pero no sé si en estos tiempos se usan los mártires todavía.
»Sé dónde está la electricidad de las rejas y cuando esta carta “obre en tu poder” —esta frase me parecía muy adulta— ya la habré quitado. Así es que tú verás. El unicornio será más fácil cazarlo ahora, bueno, cuando salga yo del colegio con los disturbios.
»Cuando los obreros entren yo les diré cómo quité la electricidad de las rejas y ellos dirán ¡vítor!, y yo diré:
»… salga a la anchurosa plaza
del gran teatro del mundo
este valor sin segundo
porque mi venganza cuadre.
Véanme vencer al padre
de Valentina, iracundo».
El último verso lo había inventado. En la postdata dije: «No hables de esto con nadie, porque tu padre se enfadará y Pilar se burlará de nosotros. Y además, porque entre novios hay secretos, y así es la vida. Vale».
En algún lugar del edificio debían estar los cables de alta tensión y los conmutadores y tenía que averiguarlo para poder cortar la corriente en el momento decisivo. Me puse a pensar que necesitaría un cómplice entre los fámulos. Pero los fámulos eran inseguros. Unos me parecían demasiado cínicos. Otros demasiado beatos. Lo que hiciera lo haría yo solo y sin ayuda. Así, toda la gloria sería para mí.
Añadí a la carta una segunda postdata:
«Cuando estén muertos los frailes del convento iremos a buscar a los que han tenido la culpa, y aquí viene aquello de:
»A reinar, fortuna, vamos,
no me despiertes si duermo
y si es verdad no me aduermas.
Mas sea verdad o sueño
obrar bien es lo que importa:
si fuere verdad, por serlo;
sino, por ganar amigos
para cuando despertemos.
»Y cuando todo esté ya incendiado y saqueado iré a buscarte y cazaremos el unicornio y nos pondremos a vivir juntos por el amor libre.—Vale».
En aquellos días y sin darme cuenta yo, identificaba el unicornio y su caza con la revolución de la que hablaba constantemente Planchat.
Me puse a investigar dónde estaban los cuadros de la electricidad. Dos días tardé en averiguarlo. Al lado de la portería había un cuarto oscuro y sin ventanas con una serie de conmutadores grandes en la pared, que tenían manoplas de porcelana blanca. La seguridad de haberlo descubierto me dio una gran tranquilidad. Sabía ya cuál era mi objetivo principal. En cierto modo pienso ahora que aquel cuarto oscuro era el lugar del unicornio y que este era una especie de caballo eléctrico, azul como los relámpagos.
Cuando oía afuera galope de caballos, calculaba si habría llegado el momento. Pero no se oían tiros ni voces. Fui a ver al lego, que seguía trabajando en paz.
—Hermano —le dije—. ¿No sabe que hay revolución?
—Siempre la hay —dijo él sin alterarse ni interrumpir su trabajo—. Siempre la hay. Con violencia o sin violencia.
—A mí me han dicho que el padre Ferrer tiene mucho miedo.
—No, hermanito. Nadie tiene miedo, sino el que habla de él. ¿No lo sabes? Y yo sólo siento pena. Pena por los obreros. ¿Ves? La cabeza de mármol en un lado. Jesús en otro lado, lo mismo que en la calle y en la revolución. Allá —dijo señalando al arcángel San Miguel— está la guardia civil. No creas que me gusta. Ni siquiera en un arcángel me gusta la espada. ¿Para qué la violencia? ¿No tenemos todos bastante violencia dentro del alma? ¿Para qué más? Pero la gente sufre, y a veces se vuelve loca y quiere sufrir más o hacer sufrir a los otros.
—¿Usted cree —le dije— que el colegio está defendido?
—¿Por qué no? A los hombres los defiende su propia inocencia.
—Y también —dije yo— los cables de alta tensión. El hermano dejó de trabajar y me miró: —¿Qué cables?
—Unos que están conectados con las verjas del jardín y las ventanas.
—¿Para qué?
—Para matar obreros.
—Vamos, vamos, Pepe. Eso es una mentira criminal.
Yo no me atrevía a continuar. Por fin dije:
—Usted es inocente y tiene razón. La inocencia le defiende. Yo también. Pero ¿y los otros? ¡Ah!, eso es lo que habría que ver.
—Los huelguistas son seres humanos.
—¿Cree usted que no hay anarquistas? Yo he oído hablar de ellos y de otras cosas, hermano. También hay socialistas.
Los nombres de esos grupos políticos sonaban en el taller como disparos. El lego decía:
—Para mí no hay más que seres humanos. Unos más desgraciados que otros. Algunos pierden la cabeza y quieren cosas raras. Quieren ser más desgraciados o más felices que los otros. Y que los vean y que los oigan. Y dan voces. En definitiva, nada. Nada de eso rompe la armonía de Dios. ¿Tú qué crees, tontito? ¿Crees que podemos hacer algo contra Él, quiero decir contra Dios?
—Yo no digo eso.
Nos quedamos callados. Luego dije que él no debía tener miedo alguno como el padre Ferrer. No sé cómo lo diría, pero el hermano lego me miró sonriendo con todo su ser: con los ojos, los labios, las manos que acariciaron mi hombro. Cuando salí al comedor pensé un poco decepcionado. «No, el hermano lego no tiene miedo. Seguramente, con todas sus bravuras y amenazas, tiene más miedo Planchat».
Una noche, haría una hora que me había acostado, cuando al otro lado de la fábrica se oyeron tres o cuatro disparos —o supuestos disparos— y una voz que gritaba algo. No era una voz de dolor ni de protesta, sino de alguien que llamaba a otro. Se oían también caballos al trote sobre las piedras de la calle. Y salí de mi cuarto a medio vestir y descalzo. Fui a la portería y me detuve delante de la puerta del cuarto oscuro. El unicornio. Tenía yo miedo de entrar, pero también de que me descubrieran allí a aquellas horas. Por fin penetré. Me quedé delante del cuadro de distribución, indeciso. Todas aquellas palancas tenían sus secretos. Supuse que lo más acertado sería poner los conmutadores en una posición distinta de la que tenían. Si las verjas tenían corriente de alta tensión, era natural que el fluido quedaría cortado. Sin pensarlo más levanté las palancas que estaban caídas y bajé las que estaban levantadas. Luego, satisfecho de mi obra, salí y volví corriendo a mi cuarto. Todo el edificio estaba encendido como un ascua de oro.
El hecho de que fuera el plan sólo mío le daba un valor secreto y conspirativo tremendo. Y pensaba en el lego y me decía: «Seguramente a él le gustaría esto de salvar la vida a los obreros, que al fin no son sino seres humanos».
Había hecho bien en ir descalzo, porque los corredores estaban iluminados y todo parecía en fiesta. Cuando llegué al tercer piso, con la respiración acelerada, oí rumores en la parte del convento donde vivían los frailes. Parece que con los conmutadores yo había apagado las luces de la clausura y encendido las demás. Luego supe que dejé a oscuras a los frailes cuando estaban en sus rezos nocturnos y que, por el contrario, encendí las luces de la capilla, de los corredores y de los jardines. También las luces supletorias, que estaban todavía instaladas desde las fiestas del centenario de Constantino. Viendo aquello, los frailes no sabían qué pensar.
Antes de entrar en mi celda oí en el piso inferior pasos y rumores de voces. Eran frailes. Sus zapatos sonaban de un modo distinto a los nuestros. Uno de los que hablaban era el hermano Pedro, y decía: «Hay que ir a los lavaderos y cortar la corriente». En aquel momento se oían más caballos en la calle. Entré en mi celda y acabé de vestirme, esperando los acontecimientos. No dudaba de que había llegado el momento del asalto. Escuchaba de vez en cuando con la respiración contenida, pero no oía más que el rumor de patrullas de caballería más o menos cercanas.
No dormí hasta el amanecer. Fatigado, cuando comenzó a hacerse de día pensé que mis previsiones habían sido falsas. La luz del día me hacía volver a la realidad. Más tarde había de ver a menudo que las cosas más difíciles parecen sencillas en la noche. Y que la luz del día las desvanece y nos muestra nuestra propia extravagancia.
Con la luz del alba vi que la vida era la misma. Mis esperanzas de que los obreros asaltaran el convento parecieron un poco fuera de lógica. Pero pensando en mi carta a Valentina me alegraba haber cambiado de posición los conmutadores.
Porque yo le había dicho que lo haría, y a Valentina no debía mentirle.
Al día siguiente los sacerdotes y los hermanos estaban un poco inquietos. El padre Miró se veía distraído en la clase de francés. En la de latín, cuando yo miraba al padre Chaveta me decía: «No sé por qué se preocupa. Probablemente a él no le pasará nada». Después, en la clase de geometría, contemplaba al padre Ferrer, recordando La vida es sueño.
Una vez más, al terminar la clase busqué a Planchat. Pero era él quien venía a mí con noticias:
—¿Oíste —me dijo— los tiros de anoche?
—Sí. Hacia la parte de la fábrica.
—No. Fue más lejos. Una verdadera batalla. Debió de ser hacia el estanque de la mina. Los míos, los anarquistas, saben lo que hacen y los frailes tienen miedo. Lo peor, bueno, lo mejor, es decir, según se mire, es que los fámulos están de acuerdo con los huelguistas, porque anoche hicieron sabotaje dentro del convento. Apagaron las luces de la clausura y encendieron las del jardín.
Yo no sabía lo que era sabotaje, y Planchat me lo explicó. El sabotaje lo había hecho yo, pero no se lo dije. Recordé aquella palabra nueva para escribírsela a Valentina. Sospechaba en Planchat miedo y recelo. Tal vez no era tan bravo como decía. Y me explicaba lo de las luces como si yo no supiera nada:
—Cortaron la electricidad cumpliendo órdenes secretas llegadas de fuera. Los fámulos. Yo he visto esas órdenes.
Volvió a decir que antes de una semana la revolución habría triunfado en todo el país. No había ni que pensar en los exámenes. Él había arrojado, según decía, sus programas al retrete. Y los libros los pensaba tirar al mar, en Salou, la playa más próxima a Reus. Hablaba mirando de reojo, para cerciorarse de que no había frailes en los alrededores; pero Planchat estaba perdiendo su prestigio conmigo. Yo no podía menos de mirarlo con un aire escéptico. Por la tarde, a la hora del recreo, conseguí disimuladamente encaminarme al taller.
Pero antes de llegar tuve un encuentro sensacional. Vino Prat con una expresión iracunda. Se plantó delante de mí, cerrándome el paso, y me dijo con los dientes apretados:
—Si escribiera una carta de amor a tu novia, ¿qué harías tú?
—No sé —dije—. Pero más vale que no hagas la prueba.
—¿Por qué?
—Por si acaso.
Yo le hablaba también con los dientes apretados y separando las sílabas. Prat sacó una carta del bolsillo y me la mostró. Era la que Ervigio le había escrito a Inés y comenzaba con la consabida frase: «Señorita, desde la primera vez que la vi…». Dije que aquella carta, aunque estaba firmada con mi nombre, era de Ervigio. Conocía la letra. Añadí que si la hubiera escrito yo no lo negaría y que en ese caso sería cuestión nada más que de matarnos en duelo. Prat sonrió venenosamente:
—Eso mismo es lo que pensaba yo. Pero si es verdad lo que dices tendré que vérmelas con la Pastoreta. Lo siento. Preferiría pelear contigo, Castellá.
—No sería la primera vez —dije, recordando la bofetada que le dio la «providencia» poco después de mi llegada al colegio.
Prat dijo que iba a vérselas con Ervigio y yo le pedí que esperara, porque antes de que él lo desafiara en duelo tenía que darle yo algunos golpes para castigarle por haber usado mi nombre. Le pareció razonable y quedamos en que nos pondríamos de acuerdo. Prat agitaba la carta en la mano y decía:
—Esto es lo que se llama un ultraje.
Se marchó y yo seguí mi camino hacia el taller sin dudar un momento de que Prat tenía motivos para matar a la Pastoreta. La primavera se sentía en el aire y cualquier violencia parecía más natural que en otras épocas del año.
Fui al taller. El lego trabajaba en la cabeza de mármol. Frotaba la frente y las mejillas con tanta fuerza que su respiración se aceleraba con la fatiga. Al verme sonrió como siempre. Yo le dije que estaba preocupado pensando en los peligros que nos rodeaban y él me miró con ojos burlones:
—No hay peligro ninguno, hermanito.
—¿Qué cree usted? ¿Los obreros son buenos o malos?
—Ni malos ni buenos. Son hombres como tú y yo —dijo frotando con fuerza la oreja de la escultura—. Lo malo es que los pobres no esperan en la justicia de Dios, hermanito.
Estaba yo sorprendido por la calma del lego y quise ir más lejos:
—Así y todo, es posible que quemen nuestro convento. Es muy posible. Yo creo que lo quemarán algún día.
Me miraba el hermano lego con una arruga vertical entre las cejas:
—¡Eh, hermanito! ¡Tú estás deseándolo!
—¿Yo?
—Sí. Estás deseando que le prendan fuego.
Yo disimulaba. Había olvidado el «alma líquida» del lego. El fraile siguió:
—¿Quién va a quemar el convento? Los obreros son gente como tú y yo. ¿Es que tú querrías quemar el convento?
Yo miraba a otra parte. Evitando mirar sus ojos seguía, sin embargo, llevándole la contraria.
—Los obreros no rezan. Usted dice que son como usted, pero no rezan.
El lego miró hacia la puerta con aquel gesto de recelo que yo conocía y añadió:
—Mejor que nosotros rezan. Hay mil maneras de rezar, hermanito. Cuando están juntos y hablan, se encienden con las palabras porque juntan la tristeza del uno con la pobreza del otro. Bueno, ¿quién no ha sido violento alguna vez en su vida? Pero cuando quedan solos en su casa, por la noche, y piensan en los sencillos milagros del vivir, ¿qué sabe nadie si creen o no creen en Dios? ¡Ah, hermano!, la cosa es mucho más complicada de lo que parece. Aunque no creyeran, lo que sería lamentable, la verdad es que Dios cree en ellos. ¿Piensas tú que Dios no cree en ellos lo mismo que en ti y en mí? O más, hermanito. Los obreros son más meritorios que tú y que yo. Y rezan. ¿Pues no han de rezar?
Añadió otras cosas. Muchas cosas. Estaba elocuente el hermano lego: cuando un obrero no podía comprar zapatos para su hijo sentía pena y tristeza. Esa tristeza era una oración. Cuando quería dar a su esposa una vida mejor y no tenía dinero, se desesperaba. Esa desesperación era un dolor del alma, bueno como una oración. Aquellos días de la huelga en muchos hogares no había fuego ni pan ni esperanza. Eso era también una manera de adquirir merecimientos. Todo el que sufre adquiere merecimientos. Y de un modo u otro todos sufrimos.
Un poco desorientado pregunté:
—¿Quiere decir que la huelga general es buena para hacer méritos e ir al cielo?
El lego se echó a reír.
—No seas bárbaro, hermanito. El vivir, en sí mismo, es una oración. La vida es complicada y nadie puede evitar rezarle a Dios Nuestro Señor. Somos como insectos que vamos y venimos y no sabemos nunca para qué. Lloramos y reímos y dormimos y amamos sin saber para qué. Sólo lo sabe Dios. Y en definitiva, sólo podemos hacer lo que Él quiere.
Seguía frotando la cabeza enérgicamente. Y añadió bajando la voz:
—Anoche sucedieron cosas un poco raras. Tal vez algunos religiosos estaban inquietos y durmieron mal. En ese caso esa inquietud es una oración. ¿Comprendes? Pero no repitas estas palabras fuera de aquí, hermanito. No te entenderían. Es decir, no querrían entenderte.
Como otras veces, el lego hablaba fácilmente conmigo, a pesar de las decepciones que yo le había proporcionado.
—¿Y por qué tenían miedo los frailes? —Seguí preguntando.
¿Por los tiros?
—Yo no he dicho que tuvieran miedo. Estaban inquietos porque alguien apagó las luces y encendió otras. Nada importante, pero todos se preguntaban quién pudo hacer una cosa así y con qué objeto. Apagar las luces de la clausura. Encender todas las demás. ¿Para qué?
Yo le dije lo de los cables de alta tensión en las rejas y en las ventanas. Lo dije como si fuera algo seguro e indudable.
—Cuentos de vieja, hermanito. No hay nada de eso. Nunca ha habido tales cosas.
—Pues yo lo he oído decir.
—No lo dudo.
—Y podría suceder —añadí— que alguno con buena intención se levantara anoche y fuera al cuarto de los conmutadores para quitar la corriente.
El lego me miraba asombrado.
—¡Ay, hermanito! No me digas más.
Frotaba con energía la parte baja de la nariz, lo que tenía cierta gracia humorística. Y pensaba. Por fin alzó la cabeza y me miró. Había cierta extrañeza en sus ojos que yo no había percibido antes.
—Ya veo, hermanito, borriquito.
—¿Qué es lo que ve?
Callábamos los dos. El gato nos miraba con las patas juntas y el rabo puesto sobre las manos para calentarlas. El fraile había comprendido lo que pasó la noche anterior. Y me miraba y no decía nada.
—Si los obreros entraran —dije yo— lo matarían a usted. A no ser —añadí, condescendiente— que interviniera alguno en su favor. Pero en el primer momento de confusión no se andarían con miramientos. El cuchillo y la lata de petróleo —concluí recordando a Planchat— no son broma ninguna.
—¡Bah!, en esto te equivocas. No. No me matarían. Y si en la confusión, como tú dices, me mataran, lo sentiría por ellos. Por mí, no. A mí me da igual todo, hermanito. Bueno entiéndeme. Me gusta vivir, pero soy tan simple que en todo encuentro felicidad, aunque parezca imposible. Soy feliz viviendo. Si me mataran creo que también sería feliz muriendo.
—Eso lo dice usted, pero el que es asesinado tiene que sufrir dolores tremendos. Dolores horribles.
—No, hermanito. Dios es misericordioso. Cuando el dolor es insoportable, el hombre pierde el conocimiento. ¿Has tenido alguna vez un dolor de dientes? Pues no es más. Quizá no es ni siquiera tanto. ¿Y qué es eso? Nada. Dios sabe lo que hace, hermanito. Dios no quiere que suframos más de lo que podemos sufrir.
—¿Y si le quemaran a usted? ¡Ah!, eso de quemarle a uno vivo no es una broma. Aunque si llegara el caso es posible que alguno interviniera en su favor.
El fraile me miraba ya sin extrañeza alguna. Pero seguía en sus trece.
—Parece que sólo duele la primera quemadura. Luego como los nervios están destruidos, no se sufre. Pero —y el lego reía francamente—, ¿quién va a quemarme a mí?
El lego frotaba el pescuezo de la cabeza de mármol pensando, tal vez contento, en su propia muerte. Adivinaba mis secretas reflexiones, pero yo también creía entender las suyas y veía que no era posible para él ninguna forma de verdadera desgracia. Era feliz si lo querían y también si lo despreciaban. Más feliz aún si lo insultaban y le ponían apodos. Seguramente, si un día lo asesinaban, al sentir el cuchillo en la carne disfrutaría también de aquello. Si lo quemaban, mejor aún. Me miraba, sonreía con los ojos y sin dejar de frotar el mármol decía:
—La muerte no es una desgracia, hermanito. El momento de separarse el alma del pobre cuerpo debe ser tan glorioso que ningún ser humano puede imaginarlo.
Seguía hablando. Comenzaba, como otras veces, a sentirse un poco ebrio:
—Quitar la corriente de las rejas podría ser bueno o malo, hermanito. Sería bueno si lo hacías por amor a los obreros. Malo, si te empujaba a hacerlo el odio al padre Ferrer o al profesor de latín o quién sabe a quién. Podría ser que no hubiera en ti ni odio ni amor, sino deseo de notoriedad. ¡Ay, hermano!, eso sería lo peor. Odiar no es tan malo porque lleva consigo desgracia y uno sufre las consecuencias. Pero lo malo es creerse mejor que los otros, porque hasta cuando nos castigan con la humillación pensamos que los otros se equivocan y son injustos. Vanidad, hermanito. Mala cosa es esa.
Y añadió volviendo a su tema preferido:
—No sé qué va a hacer Dios de mí. No valgo para nada. No puedo rezar sino con los labios y con la imaginación. Todos rezan con su vida entera. Todos. Hasta… —y aquí miró otra vez hacia la puerta y bajó la voz— hasta los obreros cuando queman conventos. ¿Sabes por qué? Porque ellos mismos temen a los guardias, a su conciencia, a sus manos. No están seguros de tener razón, de hacer lo que deben hacer. Esa duda es una oración. Y tienen su aureola. La suya, igual que la del padre Ferrer y la mía. Su aureola, más limpia que la mía, porque ellos sufren y yo no. Los pobres, además de sus sufrimientos naturales, tienen miedo al peligro, a la cárcel, a las balas, a la muerte, a dejar solos y en condiciones difíciles a quienes aman: sus hijos, su mujer. Sufren, hermanito, y queriéndolo y sin querer rezan con su dolor. Pero yo… ¿qué hago? Imbécil de mí. Yo rezo con lo único que tengo: mi tonta felicidad. ¿Eso es rezar? Mira, hermano, lo que voy a decirte. A veces tengo envidia de esos hombres violentos que pasan angustias en su cuerpo, en su alma y en los de los familiares a quienes aman. No envidio, y Dios me perdone, a tu Benedicto José, que era tan feliz como yo, ni a otros santos, porque disfrutan de Dios en la tierra. Ay, alteza. Disfrutar de Dios en la Tierra. Eso me asusta. ¿No es demasiado? ¿No podría llegar a ser eso, en algunos casos, pecado? Hemos venido aquí a rezar con nuestro cuerpo y nuestra alma y nuestros sentidos y potencias. Y yo no rezo. Soy siempre feliz. Yo, gozo. Y si tus obreros entran y me ponen una cuerda al cuello y me arrastran, el dolor del cuello y los golpes contra las piedras serán como una cadena de cosas milagrosas y admirables. Soy tan perruno y miserable que el ver ese milagro de mi martirio, gracias al cual yo podría rezar, como los otros, me quitaría el dolor. Y sería feliz. Sin dolor no hay oración, hermanito. Por eso pienso, a veces, que soy el más vil de los seres vivos. ¿Ves ese gato? Pues no lo puedo mirar, de tal modo me parece superior a mí. Él es exacto e inteligente y goza y sufre como cada cual. Yo tengo muy poca inteligencia. Sólo tengo amor por las personas y los animales y los árboles y hasta las piedras. A veces, cuando no me ve nadie, me arrodillo y beso el suelo y la pared. No estoy loco, no. Gracias a Dios no es locura sino estupidez. Y lo horrible es que en mi estupidez soy también feliz. Hermanito, como ves, no tengo remedio. Por cualquier lado que lo miremos no tengo salvación. Mi única esperanza consiste en que, cuando me muera, Dios me tenga en el purgatorio años y años sufriendo. Pero sin que yo sepa que es la voluntad expresa de Dios, porque entonces veré el milagro y seré estúpidamente feliz también. ¿Qué dices, hermanito? Yo veo que a ti te pasaría igual en la tierra, pero tal vez haces las cosas sin amor, sólo por…
Yo iba a protestar, pero él creyó comprender y dijo:
—No, yo no digo que hagas las cosas por vanidad. No, hermanito.
—No es eso lo que iba a decir.
—¿Pues qué es?
—Que entonces, si todos rezan a su manera y tienen su aureola, no hacen falta las iglesias.
—Ah, esa es otra cuestión, hermano. Una cuestión demasiado grave para nosotros, que no sabemos ni hemos estudiado bastante. Pero lo que yo te decía es que no haces las cosas por vanidad. Las haces por orgullo. Y el orgullo puede más que tú. Pero no importa. La vida te castigará y el castigo será tu oración. La malo es que podría ser el castigo tan terrible, que te quite hasta la última sombra de alegría y eso me da pena. Pena por ti. Trata de ser humilde si puedes. Un poquito, hermano. Yo sé que has tratado de serlo. Dime la verdad. ¿No eras feliz cuando te negabas a acusar a Planibell por la herida de tu rodilla? Dime la verdad. ¿No eras más feliz?
—No —dije yo.
—Bueno, no importa. Sigue con tus defectos. Tú rezarás. Tú serás más piadoso que yo, porque los otros herirán tu orgullo y sufrirás y darás golpes para defenderte y te dolerá darlos. Y amarás a otros por sí mismos y no por Dios y tendrás decepciones y tristezas. Rezarás, quieras o no, hermanito. Serás mucho mejor que yo, porque toda tu vida será oración. No importa, hermanito. Antes yo te censuraba tu orgullo. Ahora lo pienso mejor. Dios me ilumina y me hace ver que tu orgullo se convertirá en oración.
Miró alrededor, miró también al gato, como si el animal pudiera entenderle —el gato se puso a rosnar— y añadió:
—Soy un monstruo, hermanito, porque no puedo sufrir aunque vengan sobre mí las mayores desgracias del mundo. No puedo alternar con los padres y los otros hermanos, ni con los estudiantes ni con nadie porque me falta el don del sufrimiento, ese don que a los otros los ha hecho en cierto modo hombres dignos de Dios. Yo soy sólo un bobo que se ríe y llora, a veces, sin dolor y sin pena. Y me estoy en mi rincón dando golpes de martillo y avergonzándome de la mirada del gato. ¿Has visto qué ojos más hermosos tiene el gato? Sólo me entristece a veces una cosa: que los demás padres y hermanos se den cuenta de mi felicidad y crean que soy más imbécil de lo que de veras soy y me echen a la calle. Podría ser que me echaran. Bueno, hermanito, estoy hablando demasiado, pero es porque dentro de unas semanas vas a marcharte y eres el único estudiante que ha venido a verme. Te estoy agradecido. Y si no nos vemos más… Es decir, sí. Nos veremos. Pero, ya ves. Ahora va tu familia a vivir a Zaragoza. Allí hay muchos colegios tan buenos o mejores que este. Quizá no volverás aquí. Pues bien, yo querría pedirte un consejo, hermanito. No tiene importancia. Un consejo de amigo. Tu orgullo no me importa ya. Sé orgulloso si es que no puedes evitarlo, porque de tu orgullo se servirá Dios. He aquí el consejo que te pido, hermanito. ¿Qué crees tú que debo hacer con esta cabeza de mármol? La verdad es que me gusta. Las otras, las de la Virgen, la de Jesús, la de San Felipe Neri, me gustan en Dios. Esta me gusta en sí misma y a veces, Dios me perdone, me gusta más. Y es una cabeza pagana. Con ella yo me rezo a mí mismo. Te pedí que la rompieras y no has querido. Por algo será. ¿Qué crees que debo hacer, hermanito?
Yo miraba al lego, miraba la cabeza, que tenía en algunos lugares una gran diafanidad. Miraba al gato:
—Lo mejor será —dije— que me la regale usted dentro de unos días, cuando me vaya a casa.
—¿A ti? ¿Y qué harás con ella?
—La pondré en algún lugar, con su nombre al pie.
—No. Mi nombre, no —protestó enrojeciendo un poco—. ¿Y en qué lugar la pondrás?
—En un pequeño prado, en las Pardinas.
—¿Con una columna? ¿Encima de una pequeña columna de piedra gris? Sería mejor gris que blanca.
—Sí, si usted quiere.
—Ay, hermanito. Eso me parece bastante bien y Dios me perdone.
—Si es vanidad, no importa. Usted tendrá ganas de ser el escultor mejor del mundo y no podrá. Al ver que no puede… será muy desgraciado. Y así rezará usted. ¿No es eso lo que quiere?
Me miraba el lego con los ojos encendidos.
—Me devuelves mi lección, hermanito, y lo dices muy en serio, muy convencido. ¿Tendrás razón? ¿Tendremos razón? Pues bien, en este instante, si tú hablas con la sinceridad de la inocencia, yo debería arrodillarme a tus pies y besar tus zapatos. Sí, hijo mío. Me gusta esa escultura, es verdad. Bien. Yo quiero hacer esculturas y no sólo para que los devotos las veneren por lo que representan, no. Quiero sacar también de la piedra y de la madera formas que sólo he visto yo en mi soledad. ¿Lo haré? No sé. Llévate esa cabeza y ponla donde quieras, hermanito. De vez en cuando pensaré que está allí. Pero no pondré el nombre al pie. Eso, no.
—¿Por qué no?
—No, no insistas. Es inútil, hermanito.
Volvía a frotar la cabeza de mármol y por un momento me desviaba de aquellas preocupaciones y pensaba en la carta de Ervigio a la novia de Prat. Dos cosas me halagaban. Que el lego me hubiera pedido mi parecer sobre lo que debía hacer con la escultura y que Prat pensara batirse en duelo conmigo antes de saber que yo no era el culpable. En relación con el lego y sus preocupaciones traté de buscar en mi imaginación ideas y palabras oídas en casa que pudieran tener algún sentido. Recordé a un tal padre Villegas, jesuita, profesor de la escuela de Salamanca, que venía, a veces, a vernos, y del cual decía mi padre que era un santo. Un día, el padre Villegas dijo en la mesa, hablando de problemas que le planteaba mi padre, que Dios quería que los hombres poseyeran las cosas —propiedades adquiridas o atributos naturales— plena, firme y gozosamente. No muy seguro de repetir aquella idea con exactitud dije al hermano lego:
—Debe usted poner su nombre, porque Dios quiere que cada cual posea las cosas firme y completamente.
Me miraba el lego, dudando. De un modo bastante dramático dijo:
—Eso no lo has pensado tú. Lo has oído a otras personas. Si lo hubieras pensado tú, te creería, hermanito. Y seguiría tu consejo. Pero esa idea no es tuya. Bueno, no importa. Volviendo a lo de antes, ¿cómo te llevarás esa cabeza cuando te vayas a casa?
Viéndome sin saber qué contestar, prometió hacer una caja lo más ligera posible, de modo que pudiera transportarla hasta el tren. Cuando me disponía a salir del taller, el fraile me preguntó:
—¿Y tus estudios?
Adivinó que iban mal y me dijo que debía aprovechar el tiempo que faltaba hasta los exámenes. Yo se lo prometí y le pedí, en cambio, que guardara el secreto de los conmutadores eléctricos. Afirmó con la cabeza, suspirando. Le dije también lo que había pasado entre Ervigio y Prat y pronto me arrepentí, porque al ver la alarma del lego, pensé que avisaría a los otros frailes para que protegieran al culpable. Había calificado yo los hechos como un ultraje a Prat que merecía castigo.
Cuando salía, vi al lego ponerse la sotana, deprisa. Seguramente iba en busca del padre Ferrer. No sabía si lamentarlo o no. La verdad era que entre Prat y Ervigio no sentía preferencia por ninguno de los dos y podían marcharse juntos al infierno.
Pensaba en la necesidad de aprovechar aquellas tres semanas para repasar los libros, aunque el hecho de que me suspendieran en todos los cursos y de dar un disgusto a mi padre no me parecía mal. Bien es verdad que si aquello hacía sufrir a mi padre y contribuía a salvarle el alma, tampoco me parecía bien. Estuve con estas reflexiones todo el día. No había duda de que tendría que pasar por la incómoda experiencia de los exámenes, porque no sólo no llegaba la revolución, sino que la huelga se había resuelto. Pensando en esto y en Valentina y en el hermano lego, cuyas palabras me habían confundido bastante, me puse aquel mismo día a trabajar. No sólo estudiaba durante la vela sino que me llevaba los libros al cuarto —cosa que no estaba permitida— y como no tenía luz en la celda, me iba al retrete, donde leía horas y horas. Un poco más incómodo era leer aquellos libros, que la novela de Salgari, aunque las circunstancias eran las mismas.
Yo veía que Ervigio andaba siempre cerca de algún fraile y que estaba alerta con Prat, de quien temía algo. Pero una tarde lo atrapamos los dos, Prat y yo, en el almacén de los recreos. No había nadie más y cerramos la puerta. En la pared había un armero y los floretes que usaban los mayores para aprender la esgrima. Todos tenían la punta embotada y además cubierta con cuero. Prat tomó uno y yo otro. Ervigio creía que nos íbamos a batir en broma y que la cosa no iba con él. Se quedó aterrado cuando vio que Prat le daba un golpe en las piernas y le decía:
—Te ha llegado la hora, Pastoreta.
Yo le di otro golpe en el brazo. Como los floretes no tenían filo ni punta no le hacíamos herida alguna, pero los golpes debían dolerle más que si le dieran con un bastón. Contuve con un gesto a Prat y le dije: «Primero soy yo. Luego tú puedes matarlo, si quieres». Di un fuerte golpe a Ervigio en las rodillas y pregunté:
—¿Por qué has escrito a Inés una carta de amor firmada con mi nombre?
Le di otro golpe. Yo le pegaba, pero Ervigio gritaba mirando a Prat, cuya amenaza le horrorizaba. Tal vez esperaba de él la muerte. Gritó tanto y tan sin pudor ni vergüenza que le oyeron fuera. Varios chicos abrieron la puerta y Prat y yo nos pusimos a esgrimir como si estuviéramos jugando. Detrás de los chicos llegaba el hermano Pedro. Al verlo gritó Ervigio:
—Hermano, Prat dice que me va a matar.
Llevaba en las piernas marcados nuestros floretes —el mío sobre todo—, pero sólo se preocupaba de Prat. Viendo al hermano cerca y comprobando que Prat estaba ocupado conmigo, Ervigio recogió otro florete del suelo y tomándolo por la empuñadura le dio a Prat un fuerte golpe en la espalda. Al volverse Prat, recibió otro mayor en la cara que le hizo sangrar la nariz y casi le saltó un ojo. El hermano Pedro se interpuso. Yo había dejado mi florete y Ervigio estaba en la puerta y gritaba fuera de sí:
—Mírate en un espejo. Anda, y hazte un retrato y mándaselo a Inés.
Luego se puso a cantar como un loco.
Inés Inés, Inesita, Inés
Inés, Inés, qué bonita es…
Prat se miraba la mano manchada de sangre. Ervigio, desde el claustro, agitándose en los brazos de hierro del hermano Pedro gritaba:
—Le volveré a escribir a Inés yo, con mi nombre. Y a pedirle una foto. Y cuando vengas a pegarme te santiguaré otra vez con el florete. O te cortaré la cabeza.
—Cállate —ordenaba en vano el hermano.
Y Ervigio volvía a cantar con una voz ronca:
Inés, Inés, hesita, Inés…
Iba Prat camino de la enfermería, sin oírle. ¿Es que un león hace caso de los gañidos de un zorro? No. Puede matarlo de un zarpazo, pero no pelear. Eso pensábamos todos viendo marchar a Prat tranquilo, mientras el hermano Pedro sujetaba todavía a Ervigio.
Cuando volvió Prat de la enfermería con la cara vendada, dijo al grupo de chicos que estaba conmigo:
—Este verano que viene atraparé a la Pastoreta en la calle y lo que pase lo leeréis en los periódicos.
Los exámenes fueron pocos días después. Sólo estuve bien en latín, pero me aprobaron en todos los cursos por consideración de los profesores para los frailes. Fui a despedirme del hermano lego, quien apenas si podía hablar de emoción. Me mostró la caja que había hecho y luego la escultura misma que estaba resplandeciente y no parecía de mármol sino de coral recién sacado de los mares. Me dijo:
—¿Dónde vas a ponerla por fin?
Yo pensaba en un lugar que los campesinos llamaban El Mas y también en las Pardinas. Mosén Joaquín me había dicho que ese nombre —pardinas— viene del latín parietinae y se refería a unos muros antiguos y un arco romano que había al lado del camino. También había allí una ermita que estaba en ruinas y un estanque.
—¿Hay de veras un estanque allí?
—Sí, con una calzada de piedra por un lado. Y la escultura estará en la parte que da al camino, para que la vean todos. En la capilla hay un letrero incompleto que dice en latín… magna nominis umbra.
—Sigue, sigue. ¿Qué más?
—También dicen que hay un nidal de lamias viviendo en la capilla. Yo no las he visto. Y muchos, de golondrinas. Esos sí que se pueden ver. Y las colmenas de abejas.
Seguía yo haciendo memoria.
—Allí las nubes son verdaderas. —¿Qué quieres decir?
—Bueno, genuinas. Y hay un santero —aunque no hay santos— que sabe romances y dice uno que comienza:
Virgen del Amor Hermoso,
Santo Cristo soberano
con la corona de espinas
y una perdiz en la mano…
—¿Una perdiz? —preguntó el lego—. ¿Para qué?
—Es abogado de los cazadores. Allí bendicen a los perros perdigueros cada año cuando se levanta la veda. También bendicen las viñas.
—¿Y pondrás allí la escultura?
—Sí. Sobre una columnita.
—No, no, hermano. Una columna gruesa.
Me dijo el grosor que debía tener la columna y además, lo escribió en un papel.
—¿Hay allí cigüeñas en el verano? —siguió preguntando con una curiosidad infantil.
—Antes había un nido y todos los veranos iba la misma pareja. Hace años que no van y dice tía Ignacia que se han muerto las dos o por lo menos una.
El lego parecía estar viendo las cosas de las que yo hablaba.
—¿Y qué gente anda por allí?
—Por la mañana pasan cazadores con perros. Y, a veces es el juez o el notario o un porquero o un guardia. Y la mujer del aparcero con una vaca o dos que andan sonando una esquila. Y su hija con una fila de gansos que van todos los días a nadar a la balsa, una balsa pequeña donde hay samarugos. Allí al lado hay una loma muy grande y miles de cepas que dan una uva especial de granos amarillos y largos. A esa uva la llaman «uva de muslo de dama». Una vez mi padre echó de allí a unos mozos que el día de las quintas fueron a cantar con una rondalla y había uno que había bebido y cantó una canción «perniciosa» que yo recuerdo muy bien.
—¿Cómo era?
—La letra era así:
Esnudándome le dije
que mestirase las calzas
y quereba y no quereba,
todo se golvían trazas.
—¿Por qué dices que es perniciosa?
—Lo dijo mi padre. Yo pienso que es porque trata de piernas. De piernas se dice perniciosa.
El hermano soltó a reír. Yo añadí:
—A veces pasan vagabundos que son ángeles disfrazados como Benedicto José.
Nos quedamos callados.
—Bien, hermanito. Te doy esta cabeza que vivirá más que tú y más que yo. Trata de ser como ella, tranquilo y firme. Y si tienes para vivir el valor que a mí me falta, vive sin miedo, hijo mío. Tu orgullo herido será tu oración. Y tal vez tu salvación.
En la base cuadrada de la escultura el fraile había grabado con el buril unas letras menudas, pero muy claras, que decían: Fray Blas S. E fecit. Rompió a reír un poco avergonzado al ver que yo lo había visto y me dio la mano.
—A veces, según como le dé el sol —dijo—, esa cabeza tendrá también su aureola.
Me puso la mano en el hombro y me acompañó a la puerta.
—Eso te recordará las que tienen todos los hombres y te ayudará a estimarlos en su grandeza y en su miseria. Sí, hermanito, en su miseria. Es por su miseria por lo que se parecen a nosotros. Y tú, es por tu manía de ser singular y único por lo que te pareces a todos los demás.
Todavía bajando la voz añadió:
—No creas que no me di cuenta. Querías que los obreros asaltaran el convento y mataran a los frailes para interceder en mi favor y mostrarme tus verdaderos sentimientos de amistad salvándome la vida. Pero no es necesario. Nunca será necesario, hermanito. No porque los obreros no quieran venir sino porque aunque un día vinieran y se volvieran locos y quisieran matarme, la verdad es que el martirio me daría alegría. Sí, hermanito. Ese contento estúpido me imposibilita hasta para ser un verdadero mártir. No valgo ni siquiera para mártir. Pero te agradezco tu buen deseo y tu intervención, como si de veras se hubiera cumplido.
Yo percibía en el lego, una vez más, su «alma líquida» con la cual adivinaba intenciones mías tan secretas que ni yo mismo me había dado cuenta de ellas hasta entonces.
Y me fui entre contento y afligido.
El poema que sigue se refiere, precisamente, a aquel lugar llamado las Pardinas, donde había una ermita rota, un arco de piedra, un estanque y una enorme colina con millares de vides que producían la uva «de muslo de dama».
Pálido en el collado, bajo las claras nubes,
recuerdo yo el viñedo y la estatua y la ermita.
(Al alba solitaria los secretos querubes
se bañan como pájaros en el agua bendita).
Era el viñedo moscatel
preferido por los rebaños
del sol y en ellos Azrael
celebraba mi cumpleaños.
(Había fuentes con tres caños).
Mi alma de faena por allí se quedaba,
las vides pudorosas velaban sus racimos
y de la antigüedad de Dios se proyectaba
la calma del no ser en el ser de los limos.
Había una cepa vieja
de soledad descaecía
si por azar alguna abeja
en ella no se entretenía.
(En la barda una cotovía).
Las lamias del racimo y del simple entender,
suspiraban al ver llegar desde el boscaje,
con la luz para el hombre y para la mujer
de las encarnaciones, un secreto mensaje.
Lamia del canesú de oro
dime por qué el insecto sabe
más que el vencejo del transcoro
y que el bufo del arquitrabe.
(El ángel parecía un ave).
En el prado balaban las novias de la noche
cuyas lunas pasaron o aún no habían venido
y cargados de crímenes, pero sin un reproche,
miraban desde lejos los que habían huido.
Entre las vides me ocultaba
de la antigua teodicea
y aunque sin ojos ya, llevaba
en cada mano una tea.
(Lejos despertaba la aldea).
Oh, señor del viñedo, a donde van los justos
en teorías del pecado y humildad:
tú has ungido a las vides, entre tantos arbustos,
con el prestigo de la libidinosidad.
Mi voz doliente alcanzaba
la cima gris de la colina
y el pie desnudo te besaba
moza de la risa calina.
(La axila olía a verde ondina).
A veces, me quedaba sin voz y la postrera
verdade se mecía en un espacio puro.
Mis párpados temblaban desde el sueño en la entera
luz de un pasado que se unía con el futuro.
Abejas de nuestra heredad,
símbolos de la permanencia,
detrás de la muerte de edad
somos presentes en la ausencia.
(La hormiga sabe de esa ciencia).
Los restos de la noche, en rotación pausada,
prestaban a las piedras su volumen del día,
los granazones daban la prez de la jornada,
las hojas con las hojas la antigua letanía.
En el secreto de las almas,
llenas de grises ocasiones,
se siente un céfiro de palmas
pascuales y de comuniones.
(Juega el vidrio a las reflexiones).
¿Será quizá la última? ¿O es que cada instante
de este sobrevivir nos asoma al lindero
de un orto proyectado sobre un nuevo sextante
en el que aún puedo ser el principio primero?
Oh, cuántas voces nos esperan
en el silencio de la nada,
cuántos gérmenes preservan
al otro lado de la arcada.
(Y de la bóveda estrellada).
El ángel de las rutas y de la caridad
iba a los paradores replegadas las rubias
alas sobre sí mismas y por más humildad
disimuladas bajo la capa de las lluvias.
Ángel de la ciencia evangélica,
el viñador del Somontano
ríe de tu joroba angélica
y te pasa por ella la mano.
(En la balsa bebe un milano).
El que nos hizo, quiere seguir fiel a su obra,
es árida la eternidad del peregrino
y falsa la promesa del barco que zozobra
en el remanso negro del comunal molino.
Y nadie puede alcanzar más
A la sombra de las tres cruces
que el buen saber de Satanás
y el chirriar de los arcaduces.
(En el mármol, calladas luces).
Cada cosa me aguarda en tus eras, Pardina
de las vidas procaces y del eremitorio
y en el ala de yeso y de oro se adivina
la vanidad de cada deseo migratorio.
Vendimiadoras trashumantes
decid, por la gloria y la gala
de las vagas lunas montantes
si está fundida ya mi bala.
(En el remanso tiembla un ala).
El lego en tus espacios tiene quizá otro nombre
—yo lo entreveo en el mirar de Valentina—,
pero no sé quién es, tal vez es más que un hombre,
ni sé quién soy yo mismo ni quién nos determina.
En los mirajes ya no veo
ni la verdad ni el error,
ni la tierra ni el empíreo
ni el ángel ni el vendimiador.
(Sólo la ausencia del Señor).
Vienen normas y savias y olores y acedías,
—yo he soñado que llegan de los Mallos de Riglos—
a esta colina donde se me aduermen
los días y las semanas tienen sucederes de siglos.
Perfil de vidrio y de coral
allí te sigues desviviendo
y tu silencio teologal
es como un clamor horrendo.
(Entre mis pies el sol naciendo).
Quedan en la pardina tus luces congeladas
y son precarias como la flama del sarmiento,
pero a veces me hablan de las altas jornadas,
del rezo involuntario y del gran firmamento.
En esa luz vive otra muerte
y se insinúa otra vida
y la posibilidad de verte
en otra tierra prometida.
(En el mármol tu voz dormida).
El arcángel siamés mongol de la agonía,
que separaba un día mi cuerpo y tu alma,
viene también flotando por el filo del día
y la noche al auspicio de la última calma.
Trae una estrella en la frente
y en la mano un tirso de boro
y va con paso reverente
desde el lagar el antecoro.
(En la segur el cielo de oro).
¿Qué tierra o qué muerte o qué ignorado fruto
tú, entendedor de viñas y del zumo postrero,
vas aún a ofrecer a esta alma de luto
cansada de lo falso y de lo verdadero?
Me pierdo aún en mi no ser
y en esta altura fuego frío,
no alcanzo a recordar ni a ver
y me avergüenza mi extravío.
(Luces perdidas en el río).
En esta alarma a donde me devuelve el acaso
ves, ángel de los tránsitos, mulato Azrael,
para que mejor puedas encaminar tu paso
y hallarme, pongo el lecho bajo el vano laurel.
Estás llegando, ya lo sé,
tu cercanía huele a espliego
y mi amor y mi odio se
confunden en un solo fuego.
(Hay sangre en el taller del lego).
Aquí, en el sol alterno de los gozos cruentos,
hablo aún por mis vagas jornadas ya sin horas
y mis silencios pobres y mis renunciamientos
le prestan a septiembre sus auras tembladoras.
Luna de piedra, virgen madre,
y Valentina, barro tibio,
a la orilla del Alcanadre
hay sangre mora y oro libio.
(La luna es un objeto trivio).
En la ermita fantasmas acuciosos y lentos
—ex abades del bon vagar y los latines—
ríen de las escarchas de los propios argentos
y abren el gregoriano misal de los maitines.
Las flores grises del cancel
renuevan la horrible memoria
de las pitas de Castellbell
rojas de savia expiatoria.
(Gime o canta o ríe la noria).
Primero que se cierre la rendija del cielo,
tu alma, nadadora de los altos lagares,
incluye la oración de nuestro desconsuelo
en la lascivia del Cantar de los Cantares.
Nos cuentan la sabida historia
de un joven arcángel mortal
que sacrificara la gloria
eterna por la temporal.
(En el lecho una luz astral).
Inmóvil ya por fuerza, viendo cómo se hielan
a la sombra del mármol las estrellas desnudas,
siento mis propios ojos perdidos que rielan
en los labios secretos de las novicias mudas.
Algunas callan demasiado;
enmudecen también las rosas
y en la ausencia de lo callado
hay confidencias asombrosas.
(Las de las últimas esposas).
El nombre del abad no lo sé y yo quisiera
saberlo, si es posible, pero en el catecismo
de mi infancia lejana me recuerdan que era
parecido al demonio que aún alienta en mí mismo.
Mi pecado era oración
y el orgullo, con su reverso
era muerte y resurrección
y gracia y ley del universo.
(Y el amor, exterminación).
Entre tantos planteles quizá distingo alguna
forma humana, pero de pronto se me pierde,
el aire es gris-azul, blanquinegra la luna,
yo no tengo color y el sol es todo verde.
A veces podría encontrarme
tal como era antes de ser
si no viniera a despistarme
la insistencia en el conocer.
(Y la tristeza del placer).
Mármol tuyo, erigido frente al viejo pinar,
yo te doy la importante confusión de mi vida
y tú me das el gozo turbio de contemplar
esta abstracción de mi grandeza abolida.
Aunque no puedo comprender,
todavía, quiero cantar
el miedo al permanecer
y la zozobra del pasar.
(Hay luces en el olivar).
Pámpanos del otoño bajo los cielos rasos,
marcados por la ausencia de Orión y de la Osa,
eran una secuencia de albadas y de ocasos
en cuyos intervalos crecía alguna rosa.
Y los ángeles se burlaban
de mi desorientación
y todos a un tiempo me hablaban
de otra viña de promisión.
(Sobre las ruinas, el halcón).
Substancia, forma, esencia, tres nombres y una espuma
de luz en el altar, el estrado y el lecho,
y un elemento solo, la tierra que rezuma
y una culpable eternidade al acecho.
Oh, Dios magna nominis umbra
tal vez propicio o adverso
mira cómo tu ausencia alumbra
la cornisa del universo.
(Fuente del magna nominis umbra).