Por la noche, las torres de la ciudad seguían iluminadas. Hileras de lámparas eléctricas marcaban los perfiles de las torres, las molduras de los repalmares y las ventanas. Desde las sombras de mi celda la ciudad era una fantasmagoría. El letrero In hoc signo vinces y el lábaro de Constantino parecían flotar en el cielo. Yo aprendí aquel día el nombre de un emperador: Constantino el Grande, y un adjetivo bastante feo y que todos usaban: «constantineano».
Al día siguiente me trajeron los cubiertos en los que habían grabado las iniciales J. G. y un número: 101. Con la cuchara, el tenedor y el cuchillo había también un servilletero. Los chicos que comían en mi mesa decían que mi número era un capicúa y que me daría buena suerte en los exámenes. Hablaban y reían —aquel día era jueves y permitían hablar en el comedor como si estuvieran borrachos—. Las fiestas «constantineanas» los tenían a todos excitados y felices.
Estuvo el primer día lleno de novedades —caras, nombres, acento catalán, miradas de una curiosidad indiferente— en las que me perdía un poco a fuerza de querer verlo todo al mismo tiempo.
Tuve dos cartas. Una de mi hermana Concha y otra de Valentina. Esta, muy larga. Repetía siempre, Valentina la misma expresión para mostrarme su entusiasmo de novia: mi «cielo». Me llamaba mi «cielo». Y en relación con nuestra separación, su madre le había dicho un proverbio en verso, muy sabio, que copiaba:
La ausencia es aire
que apaga el fuego chico
y aviva el grande.
Yo pensando que doña Julia, la madre de Valentina, se interesaba de aquel modo en nuestras dificultades, me sentía feliz. Contesté a Valentina el mismo día, aunque no estaba permitido escribir cartas sino los domingos. Me dieron aquella libertad suponiendo que por acabar de llegar tenía cosas urgentes que decir en relación con los detalles de la instalación.
Dije a Valentina que la ciudad estaba iluminada y le expliqué lo mejor que pude, quién era Constantino. Al final, le dibujaba el lábaro tal como lo había visto desde la ventana de mi celda.
Mi padre se había marchado de Reus el día anterior y yo quedaba entregado a toda aquella magia que era mía y que parecía haber sido motivada por mi llegada a la ciudad. Desde que estaba en Reus me daba cuenta de que la vida tenía espacios y niveles que no había podido sospechar antes. En aquel edificio inmenso donde todo estaba tan bien organizado y tan limpio, cuyas ventanas se poblaban durante la noche de castillos de luz, debía esperarme sin duda, alguna gran novedad.
Por de pronto, la religión católica que en mi aldea me parecía cosa de mujeres viejas y de pobres diablos sin edad comenzaba a mostrarse en Reus con cierta grandeza. Lo que más impresionaba era aquel derroche nocturno de luz eléctrica y la alusión a un emperador romano y a cosas nobles pasadas hacía quince siglos, en las cuales, como dijo un fraile, se habían unido la cruz, la espada y la ley. Yo lo creía sin demasiado fervor, pero deslumbrado por las luminarias.
Los frailes que había visto los primeros días me parecían verbosos y fríos. Al lado de mosén Joaquín, el capellán del convento de Santa Clara, los de Reus eran como funcionarios bien peinados que reclamaban la admiración en nombre de no sé qué. El padre Miró, bondadoso, natural y un poco simple. El hermano Pedro, sólido, ceñudo y veraz como un viejo campesino. Desde el primer momento el hermano Pedro me pareció el mejor.
Dentro del colegio vestían los estudiantes unas blusas azules y blancas con cinturón y gran cuello cuadrado de marinero. A mí aquella costumbre me parecía de una delicadeza algo cómica. Los frailes, vestidos de negro, con sotanas y fajas como los jesuitas, tenían un aspecto severo. A través de los movimientos aparentemente libres de los estudiantes estaba siempre la disciplina presente.
Los primeros días fueron turbios y lluviosos. Las noches con sus luminarias parecían tener más luz. Un chico me dijo:
—¿Tú eres castellano?
Llamaban castellanos a todos los que no eran catalanes. Dirigiéndose a sus amigos, añadió:
—Este, como es castellano, habla igual que en el teatro.
Estábamos en un patio rodeado de claustros de piedra. Comenzaba a lloviznar. El suelo, que era de asfalto, con la lluvia se ponía negro y brillante. Los chicos me dijeron que tendría que rendir obediencia al gallito del primero y del segundo curso. Señalaban al héroe, que apoyado en una columna me contemplaba desde lejos sin pestañear. Era más viejo que yo, estaba en tercer año y aunque muy delgado se veía que su delgadez era fuerte y atlética. Se llamaba Prat, era hijo del gobernador de Gerona y afectaba una voz viril y grave que a veces se le quebraba en la garganta dando registros atiplados.
Me fui con algunos compañeros bajo los soportales para evitar la lluvia. Quedaban los otros patinando sobre el suelo mojado que reflejaba como un espejo las columnas del claustro. De mis tres primeros amigos dos eran hermanos y su familia vivía en Amposta. Se llamaban Pere y Pau, lo que no dejaba de tener gracia. Eran rubios e iban siempre juntos. El tercero era de Castellvell y se llamaba Roig. Este fue a Prat a llevarle informes sobre mí. Prat escuchaba con una expresión ofendida e impaciente —¿por qué?— y yo me dije: esto se pone feo. Tendremos que pelear. Era seguro que tendríamos que pelear. Prat me aventajaba en estatura. Yo disimulaba, pero no dejaba de calcular los pros y los contras.
Dentro de uno de los claustros laterales, que eran bastante anchos, seguían los chicos jugando al balón como energúmenos, dando voces, patadas y brincos. Detrás de una de las metas señaladas por el espacio entre la última columna del claustro y el muro de piedra había quince o veinte retretes uno al lado del otro. Las puertas no siempre cerradas se alineaban simétricamente y cuando el balón daba en una que estaba entrabierta la cerraba produciendo un ruido enorme. Pere, Pau y yo estábamos apartados del juego hablando junto a una columna. La tarde seguía siendo gris. Había en el aire una rara intimidad como si el cielo nuboso y bajo fuera el techo de una habitación donde hubiera, por ejemplo, una niña convaleciente. No tardó en llegar Prat.
—¿De dónde eres tú? —me preguntó.
—De Aragón. ¿Y tú?
—Eso a ti no te importa.
Aquello comenzaba mal. Prat se dirigió a Pere y a Pau:
—¿Os ha hecho algo? —preguntó.
—No, al revés. Somos amigos y parece que nos hemos conocido de siempre. Se llama Pepe y en su pueblo tiene novia. Una novia verdadera que le escribe cartas.
Prat me miraba con impertinencia:
—Yo tengo dos. Sólo que una es más bien mi prima. Si buscas pelea —dijo gravemente— verás lo que es bueno.
Yo pensaba que si el primer día me dejaba maltratar estaba perdido. En aquel patio los riesgos y las cosas propicias tenían otro sentido que en la aldea, como si se produjeran en la corte de un rey y pudieran relatarse en delicados romances.
Pero las cosas se agravaban. Prat me miraba en silencio y se mojaba el dedo con saliva. El signo de la esclavitud consistía en mojar la oreja del contrario, según me había dicho Pere. Y Prat lo hizo. En aquel momento y cuando recogía mis fuerzas para responder llegó por el aire el balón como un proyectil, dio de lleno en la mejilla de Prat, hizo chocar la cabeza del muchacho contra la columna y el héroe de Gerona cayó a mis pies sin sentido. Pere y Pau corrían a buscar al padre Salvá, el de la enfermería, y yo no sabía qué hacer, a un tiempo culpable e inocente. Bajo las nubes oscuras Prat tenía en el suelo un aspecto de veras lamentable. Sus piernas habían quedado fuera del claustro y llovía sobre ellas furiosamente. Los estudiantes llegaban y formaban corro. El que había dado aquella patada tan oportuna era Planibell, un chico con cara de arcángel San Miguel que sin duda podía hacer milagros. Prat volvió en sí, se levantó y yo me alejé prudentemente. Desde lejos oía a Prat preguntar:
—¿Qué me ha hecho el castellano?
Se frotaba la mejilla creyendo haber recibido una tremenda bofetada. Y la había recibido, aunque no de mí sino del azar. Simulando indiferencia saqué del almacén una bicicleta y comencé a aprender a montar. Dos o tres chicos me ayudaban por cortesía con el recién llegado o por creer que podría ser un rival de Prat. Este me seguía con la mirada:
—¿Qué me ha hecho el castellano?
En las clases se sentaban los chicos por orden de méritos estudiantiles y en la de latín había dos bandos rivales que resucitaban las antiguas pasiones de las guerras púnicas: cartagineses y romanos. El primer día me cedieron el cuarto lugar en la sección de los romanos.
Todos los chicos tenían apodos y a mí me llamaban «el Castellá». A mi vecino le decían «Caresse», porque en la clase de francés, habiendo visto que el fraile preguntaba a veces por tiempos inexistentes de verbos irregulares y que los alumnos respondían «carece», él usaba en todos los casos aquella muletilla encontrándola cómoda. Arrastraba la «s» a la manera catalana.
Las clases eran sombrías y tristes. No llegaban a ser un suplicio, pero la falta de interés unida a la autoridad demasiado presente del profesor me producían una impaciencia incómoda.
En las clases se hablaba castellano y el mío era un poco mejor que el de los otros. Esto me daba pequeños privilegios. A un chico pelirrojo le llamaban «Bubú» porque en la clase de francés, en lugar de pronunciar vous pronunciaba bu y el fraile decía indignado:
—¿Qué es eso de bu-bu?
Entonces el alumno decía abriendo mucho los ojos:
—Fuz afez…
Prat y yo nos hicimos amigos cuando comprendimos que no había más opción que matarse o hacer una alianza. A veces yo me sentía inferior a Prat, que era más viejo y daba una impresión distinguida y naturalmente arrogante. Él era un chico de la ciudad y yo de la aldea. La diferencia era enorme, pero yo ocultaba mi sentimiento de inferioridad con cuidado.
Algunos días ayudaba a misa en la capilla y lo hacía mecánicamente, distrayéndome con mil pequeñeces: contando en el mantel del ara los huesos humanos bordados, las calaveras, los corazones o las llamas y las lágrimas de oro de la casulla.
Dos semanas después de entrar en el colegio comenzaron los frailes a preparar un programa de fiestas cuya parte principal consistía en la representación de La vida es sueño, de Calderón. El colegio tenía un teatro en el que cabían cerca de mil personas, con entrada independiente desde la calle, por una amplia escalinata que habitualmente estaba cerrada y usaban sólo en las grandes ocasiones.
Suprimieron de La vida es sueño los papeles femeninos, con lo cual no se perdió gran cosa porque las mujeres no tienen relación con el esquema filosófico de la obra. Siendo mi pronunciación castellana mejor que la de los catalanes, después de compararla con la de otros estudiantes, me encargaron el papel del protagonista: el príncipe Segismundo. Fue una distinción que me tuvo medio mareado algunos días.
Tardé un mes en aprender el papel de memoria. En los ensayos de escenas sueltas no podía darme cuenta del conjunto de la obra, que no había leído. Los frailes no creían indispensable que conociéramos antes la obra para representarla bien.
Sólo sabía yo que era necesario mostrarse melancólico y soñador en la gruta, airado en el palacio, dubitativo otra vez en la gruta, violento en la batalla y piadoso al final, después de la victoria. No comprendo hoy cómo podía interesarme aquel trabajo sin saber lo que sucedía en el drama ni las motivaciones de mis largas tiradas de versos.
Pero me di cuenta de lo que pasaba durante el primer ensayo general. El profesor de Geometría, cuando comencé a declamar:
Ay mísero de mí, ay infelice…,
hizo ruido de cadenas y a partir de aquel instante la obra comenzó a mostrarme su fondo aventurero y romántico. Estaba muy satisfecho con mi papel.
—¿Sabe por qué gana Segismundo la batalla? —le dije—. Porque cree que todo lo que le pasa es un sueño y no tiene miedo a que lo maten.
No había quien me sacara de esa reflexión: «Todo le sale bien porque cree que está soñando y no toma en serio lo que hace ni tiene miedo a nada ni a nadie». En cambio, cuando el príncipe, por un momento, creía en su situación verdadera de heredero del trono quería matar a Clotaldo, arrojar a un noble por la ventana, insultaba a su padre y se metía en dificultades innecesarias. Las cosas iban mal y volvía a dar con sus cadenas en la prisión. Allí veía yo un misterio importante, pero el padre Ferrer escuchaba con un oído y exclamaba: «Bah, tonterías. Tú haz lo que te diga yo».
En la ciudad había a veces desórdenes callejeros con motivo de las huelgas de las fábricas. Era una ciudad industrial y esos hechos tenían a menudo derivaciones sangrientas. Era el colegio un edificio enorme aislado por los cuatro costados y rodeado de jardines. Por la parte posterior daba a una avenida no muy ancha al otro lado de la cual había una fábrica de electricidad con dos altísimas chimeneas de ladrillo rojo.
Aunque en tiempos de huelgas violentas los frailes tenían miedo, yo no había tomado en cuenta aquellos peligros ni los creía verdaderos. La gente de la calle, el pueblo, me parecía incapaz de hacer daño. De noche, por la ventana de mi celda veía sobre el fondo de la iluminación conmemorativa las chimeneas de la fábrica y pensaba no sé por qué en la amistad de los obreros que trabajaban allí. Si un día asaltaban el convento y lo incendiaban me sacarían de allí lo mismo que sacaban a Segismundo los conspiradores. Degollarían quizá —eso sería lamentable, pero inevitable, como en la escena— a los Clotaldos con sotana persiguiéndolos por los claustros. Había oído decir que los frailes solían conectar las verjas del parque y las ventanas bajas con cables de alta tensión en tiempo de revueltas y peligros. Si era verdad, yo debía averiguar dónde estaban los conmutadores y cortar la corriente en el momento crítico, con riesgo de mi vida. Los obreros entrarían entonces sin peligro y degollarían a todos los frailes menos al hermano Pedro y al padre superior. El primero era mi amigo. El otro era un sacerdote plácido y gordo por quien sentía respeto.
En cuanto a los alumnos de primero y segundo curso, si el caso llegaba, yo intervendría para que los perdonaran, incluso al terrible Prat. Y entonces comenzarían las explicaciones. ¿Cómo habían podido asaltar el colegio si las rejas estaban conectadas con cables de alta tensión? Y declamarían, como Segismundo, aunque cambiando la palabra vasallos por «obreros»:
Obreros, yo os agradezco
la lealtad. En mí lleváis
quien os libre, osado y diestro
de extranjera esclavitud.
Tocad alarma, que presto
veréis mi inmenso valor…
Había hecho preguntas al profesor de Geometría sobre el significado de algunos episodios de la vida del príncipe Segismundo y el fraile, que no daba la menor importancia a mis opiniones, dijo:
—Atiende hasta la última escena y verás. Todo esto no es más que un símbolo.
Estaba el fraile muy atareado con las pelucas que iba disponiendo sobre pivotes de sillas. Yo volvía a pensar en los obreros. Lo que necesitaban era un buen jefe, como los conspiradores de La vida es sueño. Quizá era yo demasiado joven para que me acogieran como caudillo, pero mi juventud podía ser un aliciente más. Igualmente joven era en el escenario, y, sin embargo, los enemigos del rey de Polonia me aclamaban. El fraile decía:
—En el primer acto llevarás una peluca vieja e hirsuta. En el segundo, esa peluca la llevará el Criado I y tú te pondrás esta otra.
Me mostraba una muy hermosa, que caía en bucles por los lados. Prat llegaba con un andrajo peludo en la mano:
—Esta peluca tiñosa —decía— no debe ser para mí.
El hermano Pedro miró al revés y vio escrito con tinta violeta: Criado I.
—Sí, hijo mío —le dijo—. Esta peluca es tuya. Ahí lo dice. Y es la letra del padre Ferrer.
Prat argumentaba:
—Soy criado del rey y eso es tanto como el duque de las Torres, que es secretario del rey de España.
—Miren el presumido. Pero yo soy sordo del lado izquierdo —decía el hermano Pedro— y además, si crees que debes hacer el primer papel porque tienes mejor figura que Pepe, yo te digo que tu español suena como el cacareo de una gallina.
Esto debió herir terriblemente a Prat, y, por lo tanto, era para mí la más dulce de las músicas.
En aquellos días de los ensayos, con los nervios todavía llenos de las vibraciones de la vida exterior y las luces nocturnas de la ciudad, me sentía hundido en una gustosa confusión y repetía las estrofas de Calderón de la Barca. El domingo escribía a Valentina contándoselo todo y haciéndole encargos como el de cuidar de los grillos del jardín y enviarme alguna foto suya reciente. Esto de fotos «recientes» lo había oído a mi hermana mayor.
Prat, a veces, me trataba con amistad y otras con resentimiento.
Además del acento catalán, Prat no podía hablar dos palabras sin que se le quebrara la voz en la garganta y era tan mal cómico que una sola frase que tenía que decir al despertar Segismundo la colocaba siempre a destiempo. Su frase era:
¿Volverán a cantar?
Segismundo, es decir, yo, respondía:
No, no quiero que canten más.
En medio de un diálogo muy animado y en verso, la precisión era importante, pero Prat siempre entraba demasiado pronto o demasiado tarde. El padre Ferrer le corregía y el chico se ponía nervioso, y cuando iba a llegar su momento se encogía como un gato que va a saltar. Caía otra vez fuera de lugar y anticipándose a las censuras decía:
—Si me he de poner esa peluca, yo tampoco quiero hacer el papel.
Era el actor de menos importancia y el que más conflictos creaba. Pero el padre Ferrer estaba demasiado atareado conmigo:
—Repite con énfasis la segunda parte de la tirada de la gruta.
Yo pensaba en el degüello general de frailes, comenzando por el padre Ferrer, lo miraba fijamente y decía:
Si este día me viera
Roma en sus triunfos de la edad primera
¡oh!, cuánto se alegrara
viendo alcanzar una ocasión tan rara
de tener una fiera
que sus grandes ejércitos rigiera,
a cuyo altivo aliento
fuera poca conquista el firmamento.
El padre Ferrer se mostraba satisfecho:
—A ti te van bien los monólogos y los apartes —decía como si yo fuera un gran cómico.
En aquellos días yo tenía al padre dominado y sometido, lo que no dejaba de causar extrañeza a mis compañeros. El fraile, que mostraba una movilidad y una agudeza de ratón y que estaba a todas horas en todas partes, adulaba a sus actores, y sobre todo a mí, de quien dependía su éxito como director de escena.
A veces pasaba por el escenario como una sombra el padre Lucas, pálido y evasivo. De él decían los chicos que durante la semana trágica de Barcelona había recibido quemaduras en el incendio de un convento. Tenía una expresión ascética y sombría. Yo, mirándolo, recitaba:
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción
y el mayor bien es pequeño,
pues toda la vida es sueño
y los sueños, sueños son.
El padre Lucas miraba de reojo —sin volver la cabeza— y se iba silencioso y desconfiado.
Yo no estudiaba. ¿Para qué? Aunque me daba cuenta de que la escena no tenía relación con la verdadera vida, mi papel de príncipe me parecía una victoria. Y durante las horas de recreo —fuera de la escena— tenía todo lo que podía apetecer: patines, bicicletas, juegos de todas clases. No había más que entrar en el almacén y escoger.
Pero volvamos al escenario. Para la batalla, que prometía ser memorable, el padre Ferrer tenía muchos petardos de una capacidad explosiva diferente: mosquetes, artillería, pistolas. Yo escribí a Valentina explicándole aproximadamente cómo serían aquellas armas si realmente las tuviéramos y cuáles sus calibres. (Sobre esto de los calibres me extendía en pedantes consideraciones).
Un hermano lego se afanaba pintando en su taller. El padre Ferrer me había dicho que fuera a recordarle que la puerta de la gruta debía tener una verja practicable, es decir, que se pudiera abrir y cerrar. Cuando fui al taller hice interesantes descubrimientos. El lego había dejado la sotana colgada de una percha y llevaba pantalones de pana, como los campesinos. Las mangas de la camisa dobladas y recogidas en los codos. Hicieron impresión en mí sus manos callosas de manejar escoplos y cepillos y su rostro que, cuando no hablaba, era triste y dramático y cuando hablaba parecía iluminado.
—Usted, ¿es también padre? —pregunté.
—No; yo no soy más que hermano.
—¿Por qué no va a la vela ni a la iglesia con nosotros?
—¡Ay!, amiguito. Yo no tengo importancia para eso.
Le di el encargo del padre Ferrer y el lego escuchó muy atentamente y fue después a un rincón del taller. Sus movimientos eran indolentes, pero seguros. Había allí unos listones de madera cruzados.
—Esta es la reja —dijo—. No está terminada, y además hay que pintarla.
Yo creía que el lego no daba al asunto la importancia que merecía. Viendo aquellos listones le dije que la reja debía ser más fuerte porque era la de una prisión antigua. El lego sonreía:
—No crea, hermanito. Desde la sala parecerá de hierro. Además, mire usted.
La hacía girar sobre un gozne y gemía como si fuera de veras. Después el lego desplegó un papel sucio que ocupaba gran parte del pavimento del taller.
—Esta es —dijo— la montaña y encima está la fortaleza.
Yo no veía sino unos brochazos toscos y la línea de una muralla de piedras torcidas por las dobleces del papel. ¿Era posible que aquello fuera una montaña?
—Aquí —dijo el lego sin dejar de sonreír— hay una ventanita cerrada con un papel transparente, y detrás pondremos una velita. Desde lejos hará como que en el castillo hay gente viviendo por la noche.
Con aquellos papeles pintados yo creía que no se podía llegar a dar la ilusión de una montaña. El escenógrafo, sin embargo, parecía seguro de sí. Preguntó:
—¿No hay tormenta? En las grandes obras siempre hay una tormenta.
Yo declaré, lamentándolo mucho, que no había tormenta.
—Pero en cambio —añadí—, hay guerra.
El lego levantó la cabeza y chascó dos veces la lengua. No le gustaba la guerra. Me llevó al fondo del taller, tomó por arriba con las dos manos una plancha de zinc, la suspendió en el aire y la agitó suavemente. La plancha producía unos truenos mejores que los auténticos.
—Lástima —dijo—. También tengo crepúsculos y auroras y relámpagos y granizo. Pero si no hay tormenta…
Yo hablaba de mosquetes y cañones, pero el lego no quería oírme. Parecía moverse otra vez por el taller como si nada en el mundo valiera la pena.
Junto a la pared, sobre un banco de carpintero había un largo ataúd de cristal y dentro se veía la cabeza de un Cristo yacente, con los ojos cerrados, las mejillas amarillentas y la boca dolorida. El resto del cuerpo no existía. En su lugar había unos listones de madera sin pulir que terminaban abajo, en dos pies llagados color de cera. Muy escandalizado, dije:
—¡Qué barbaridad! ¡Quién iba a esperar una cosa así! Esto es un engaño.
—No, hermanito. No es engaño, sino figuración. Con una colcha bordada de oro y plata cubrimos en semana santa estos palitroques y sólo se ve la cabeza sobre la almohada y los pies desnudos para la adoración. Los devotos desfilan y los besan.
Viéndome escéptico añadía:
—Pero no debo tenerlo descubierto, porque pueden venir muchachos de poca imaginación como usted.
Esto de imaginación —pensaba yo— debía consistir en creer en las imágenes. El lego cubrió aquellos pedazos de madera con una tela blanca, dejando visibles sólo las partes esculpidas. Las maderas que quedaban debajo formaban relieves a la altura de las rodillas y del pecho. Cuando estuvo cubierto, el lego fue respetuosamente al extremo de la urna donde asomaban los pies y los besó. En cuanto hizo eso yo percibí en el Cristo su realidad.
—Caballerito —dijo el hermano lego—, ¿no sé ha olvidado ya de los palitroques? Diga la verdad.
—Sí.
—Pero ¿sabe que están ahí debajo?
—Claro que sí.
—Y sin embargo, se ha olvidado. Yo mismo he hecho la imagen con estas manos pero cuando beso el pie estoy convencido de besar el pie del Hijo de Dios. ¿Qué le parece?
Yo pensaba: «Una tontería». Pero sentía detrás de aquella tontería un misterio, no sé cuál. Vi una banqueta de tallista y en ella un niño desnudo, redondito, con las piernas y las manos en el aire. Me acerqué. Era curioso verlo allí, caído de espaldas. El lego acudía:
—Cuando yo lo tallaba me decía la Virgen María: hazle la nalguita más redonda, el taloncito del pie más suave. Y así fui terminándolo poco a poco. Y ahora, ahí está.
El niño era una graciosa muñeca. Más tarde había de verlo en el altar rodeado de bellotas luminosas, guirnaldas de plata, envuelto en nubes de incienso y cánticos. El lego lo miraba, complacido:
—Tú lo adorarás. Tú le cantarás canciones en el coro. Y así debe ser. Estás pensando que no es sino un trozo de madera. Pero ¿quién se atrevería a decir que la madera no es un milagro también? ¿Es que Dios no está en la madera? ¿Por qué no pruebas tú a fabricar un trozo de madera?
Ahora parecía el lego enfadado, pero en broma. Yo recordaba la canción de aquel campesino que habiendo visto tallar una imagen de Jesús crucificado, la miraba después con recelo y decía:
Santo Cristo del Milagro,
cerezo te conocí;
los milagros que tú hagas
que me los pongan aquí.
Y señalaba el trasero. El lego reía —su risa era bondadosa— y repetía:
—¿Qué obra es la que hacéis? ¿Cómo dices que se llama?
—La vida es sueño.
—Sí, es verdad, caballerito. Un sueño de Dios es la vida.
Reía otra vez y añadía: «Mira esa luz cómo entra por las ventanas y pone unas sombras sobre el Cristo yacente. En que pase un ratito, ya no serán esas sombras, sino otras. Todo es un sueño. Un sueño de Dios».
Yo miraba entre las piernas del niño Jesús y no veía nada. El lego se puso muy serio:
—¿Qué papel hace usted en la obra, hermanito?
—El príncipe Segismundo, el protagonista.
—¡Ah!, un príncipe. Ahora usted es un príncipe. Después será un pecador, luego un santo, más tarde un descreído según la luz que envía Dios sobre las cosas. Así es la vida. ¿Y ya sabe su papel?
Me puse a recitar:
Sueña el rey que es rey y vive
con ese engaño, mandando,
disponiendo y gobernando,
y el aplauso que recibe
prestado en el viento escribe
y en cenizas lo convierte
la muerte —desdicha fuerte—.
¿Quién hay que intente reinar
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
El lego aplaudió. Tenía unas manos pequeñas y regordetas. No consideraba yo a aquel lego como un fraile, puesto que no llevaba el hábito, y ni siquiera como a un hombre —era demasiado suave y dulce—, sino como un gracioso e inofensivo animal. Cuando reía parecía un perro joven. Cuando estaba serio tenía el triste perfil de un ave. Tal vez —qué extraño— el perfil de un cuervo.
—Con actores como usted ya puede lucirse el padre Ferrer —decía.
Me enseñó otras partes del decorado. Faltaba por pintar el telón de fondo, el de la batalla. Un campo. Rocas a un lado. Un horizonte bajo y lejano. Lo mostraba en un bosquejo.
—Humo —dije yo—. Tiene que haber mucho humo, por los cañonazos.
—¡Ah!, no, hermanito, alteza. Yo no contribuyo a la ilusión de la guerra. Lo que puedo hacer —añadió, reflexionando— es poner unas nubecitas lejanas y que el público las entienda como quiera.
Mirábamos el bosquejo. No estaba mal —pensaba yo—, aunque no se veía gente por ningún lado. Y faltaban otras cosas importantes.
—Debe haber pájaros carniceros en el aire —le dije—. Son los que van a comerse a los muertos.
El lego dudaba:
—No se puede. Si pongo aves carniceras en el aire siempre estarán en el mismo sitio y la ilusión será falsa.
—Yo he visto a los esparveres en mi pueblo volar y estar quietos en el aire, sin subir ni bajar. Y eran esparveres con su pico y sus garras.
—Ah, sí. Estaban cazando. Bueno. Yo los pondré. ¿Cuántos?
—Ocho.
Con un lápiz el lego hizo unas rayitas en el diseño.
—No, mejor diez —rectifiqué.
El fraile añadió dos más. Yo quería que pusiera también una pieza de artillería rota con muertos al pie.
—No, ya he dicho que no. Si pongo eso, ¿cree usted, hermano, que el público sentirá piedad? Lo que sentirá será deseos de ir a matar a otros semejantes.
—Y eso, ¿qué importa?
—¿Cómo qué importa? ¿Está usted loco, hermanito? Me miró con asombro, y añadió:
—No. Pídame lo que quiera, pero eso no.
Tomaba una lata de barniz y se acercaba al niño Jesús para darle la última mano.
—Déjelo usted —le dije—. El padre Ferrer me ha dicho que tiene que dejarlo todo para terminar el decorado. ¿No ve usted que es lo más urgente?
—Ya, ya —contestaba riendo—. En un minuto estará listo. A mí también me parece importante La vida es sueño. Un sueño de Dios es la vida.
De pronto se puso muy serio:
—No le digas al padre Ferrer que yo he dicho eso. Porque como no estoy ordenado parece pedantería.
—¿Qué pedantería?
—Eso del sueño de Dios.
Recordaba yo palabras oídas cien veces en la iglesia:
—¿Pero no cantan las glorias de Dios los pájaros en los árboles?
—Es usted muy agudo, alteza, hermanito —y reía, abandonado y sin control—, aunque no sabe de estas cosas. Yo sólo puedo hacer igual que los pájaros. Cantar las glorias de Dios. Es lo que hago —y mostraba con un gesto tablas, telas, esculturas—, pero no debo tener opiniones porque, como le dije, no estoy ordenado en teología. Ni conseguiría nunca ordenarme, suponiendo que tuviera esa ambición. Me falta meollo, hermanito. Siempre he sido un zote.
El lego extendía el papel del último decorado en el suelo y preparaba las brochas. Yo iba y venía por el estudio.
—¿Por qué se ríe usted siempre? —le pregunté—. Parece como si estuviera bebido.
Volvió a reír el fraile con mis palabras:
—Sí, estoy borracho, pero no de vino. El aire, la lucecita, el sonido lejano, la palabra de los otros. Todo me embriaga de alguna manera. Ahora es usted quien viene y me habla. Cuando se vaya me pondré tan triste que parecerá que me duelen los dientes.
Diciéndolo, el lego ponía cara de payaso.
—¿Y por qué se pondrá tan triste? —pregunté. El lego reía aún:
—¿No quiere cenar, alteza? ¿Es que no va a cenar esta noche?
Me llevaba a la puerta, y me marché. En el refectorio dije a mis amigos que había estado en el taller y que el hermano lego no era persona.
—¿Pues qué es? —preguntaba Pau, quien creía todo lo que yo decía.
—Algo así como un perrito. Brinca y ladra y mueve la cola.
Los otros parecían también impresionados por mis opiniones. Hablábamos en voz baja porque aquel día no era de parla en el refectorio.
Desde que yo les hablé del hermano lego, algunos chicos querían asomarse al taller. Creían de veras que se trataba de un fraile que ladraba y brincaba. Algunos chicos decían que lo habían visto andar a cuatro manos, oler el muro, volver a olerlo y, por fin, alzar la pata. Esas versiones circularon rápidamente y un día el padre Ferrer me llamó y me preguntó si había dicho aquello del hermano lego. Parecía en actitud amistosa y confesé. El padre Ferrer se mostraba severo: «Vas a ir a darle una explicación». Y me llevó al taller. Me dejó allí, advirtiendo al lego que quería decirle algo. El lego, en cuanto el padre Ferrer se marchó, volvió a su alegría:
—¿Qué tienes que decirme, hermanito?
—Nada. Pero me gusta venir a verle.
—Ya me lo figuraba. Eso lo ha inventado el padre Ferrer, un padre de grandes luces que un día será prior.
Y comenzó a contar cosas sensacionales de perros que había conocido y que eran más leales y buenos que las personas. Estaba el hombre tan contento, que al hablar de los perros daba de vez en cuando pequeños ladridos. La cosa era tan simple y cómica, que a mí no se me ocurrió darle explicación alguna.
Me pidió que recitara algo más de La vida es sueño y no me hice rogar:
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así
¿qué delito cometí
contra los hombres naciendo?
Aunque si nací ya entiendo
qué delito he cometido
bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
Sólo quisiera saber
para apurar mis desvelos,
dejando a una parte, oh cielos,
el delito de nacer,
qué más os pude ofender
para castigarme más.
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron
que yo no gocé jamás?
El lego escuchaba, decepcionado.
—Perdone, pero hay cosas que no me gustan. Eso de «apurar, cielos» no está bien. Es un juramento. Y además el nacer no es un delito. Ese hombre estaba desesperado. Suele suceder a los hombres importantes, así como a los príncipes y los millonarios.
Me llevó a un extremo del taller donde había esculturas religiosas. Yo le hablaba de un modo un poco arrogante, con el acento de mi retórico papel en la escena. Decía que me habían encargado el príncipe Segismundo porque hacía falta un hombre valiente y sin miedo. La palabra «hombre» hizo volver la cabeza al fraile, sorprendido:
—¿De veras no tienes miedo?
—No. Nunca he tenido miedo.
—¿Nunca?
—Nunca; ¿para qué?
Iba mostrándome esculturas, ángeles, demonios. En un rincón había un monstruo de madera, algo como un dragón que a primera vista daba la impresión de una tortuga. El lego accionó algún resorte sin que yo me diera cuenta y el monstruo alargó el cuello al mismo tiempo que daba un rugido como un león. No pude evitar un salto atrás.
—Perdone, alteza, hermanito —dijo el fraile—. Yo creí que no se asustaría. Esta es la tarasca que sale en la procesión del Corpus. Sólo asusta a los niños que andan todavía a gatas pero ha asustado al valiente príncipe. Claro es que le tomó de sorpresa, pero así y todo… Hermanito, no hay que presumir, porque hasta los más valientes son en el fondo poca cosa. Muy poca cosa. Pasto para los gusanos.
Yo me sentía humillado. Todavía me palpitaba el corazón y no sabía qué decir. Por fin miré la tarasca con desprecio:
—Eso sí que es un engaño. ¿Qué tiene que ver la tarasca con la religión?
—¡Ah, ah!, hermanito. Usted es valiente de veras, pero es un verdadero borriquito. Todo tiene su razón de ser en nuestra santa Madre Iglesia. La tarasca es el recuerdo de algo que sucedió en el siglo I de nuestra era. Yo se lo diré en pocas palabras.
Y sentándose, siguió:
—Cuando Jesús murió en la cruz, sus discípulos se esparcieron por el mundo para predicar la santa doctrina. A cada país fue un apóstol según su carácter y sus gustos. A España vino el apóstol Santiago, es decir, San Jacobo, porque no sé si sabrás que el nombre viene de la manera latina de pronunciar Sant Jacob, Santiacob, Santiago. Pues bien, aquí vino ese apóstol, que con el tiempo iba a ser el patrón de España y de los caballeros españoles que luchaban por la fe. Te digo la verdad —añadió bajando la voz—, yo creo que no hay que combatir con armas ni siquiera por la fe. No repitas esto fuera del taller, porque no tengo órdenes y, por lo tanto, puedo equivocarme. A cada lugar fue un discípulo de Jesús, según la clase de costumbres del país. Y a Francia, ¿quién dirás que fue? Marta, amiga de María Magdalena. ¿No has oído hablar de Marta? En los Evangelios está. Pues a Francia fue Marta en un barquito de esos que tú has visto dibujados en tu libro de historia. Casi todos los barquitos que andaban entonces por el Mediterráneo eran fenicios o griegos con muchos remos por un lado y por otro. Allí iba Marta, y desembarcó en Marsella. Cuando pisó la tierra dijo…
—¿Sabía hablar francés? —pregunté yo.
—No. Y no me interrumpas con tonterías, hermanito. Se puede ser valiente e ignorante. En aquella época no se hablaba francés todavía, sino latín. Claro es que Marta hablaba latín. Pues al desembarcar vio un prado lleno de flores y las que estaban más cerca del arroyo eran rojas y tenían una forma que Marta no había visto antes. Preguntó a los marineros: ¿Por qué estas flores tienen color de sangre y forma de dragón? Porque las riega el agua roja que baja de Provenza, dijeron ellos. ¿Y qué pasa en Provenza para que el agua se ponga roja? Que hay una ciudad donde matan a los niños, unos nacidos y otros antes de nacer. ¿Quién los mata? Tarascio. ¿Y quién es Tarascio? Un dragón, mitad tortuga, mitad lagarto, mitad hombre…
—¡Eh, eh! —dije yo—; no podía tener tres mitades, hermano.
—¿Cómo que no? Un monstruo puede tener tres mitades y cinco más. Por eso es monstruo. El Tarascio, además, daba grandes rugidos, hablaba como las personas y mataba a los niños. Marta dijo: llévenme a esa ciudad. Y los marineros formaron un anda con los remos y pusieron en un lecho de rosas a Marta. Caminaron arroyo arriba hasta que llegaron a Provenza, al lugar que hoy se llama Tarascón. Allí Marta se apeó y entró en la ciudad cantando los gozos del señor. Los vecinos le dijeron que el dragón tenía aterrorizado al país. ¿Dónde está el Tarascio? —preguntó Marta—. Viendo que era una débil mujer, todos temblaban, hermanito, por ella. Y nadie quería decirle dónde estaba para no hacerse responsable de lo que sucediera.
Por fin ella supo que vivía en una gruta, al otro lado del río. Marta pasó el puente. Llevaba en una mano las flores rojas cogidas en Marsella y en la otra un trozo de la cruz donde había muerto Jesús.
—¿Cómo de grande?
—Una astilla pequeña. Así como del tamaño de la mano. No sea bestezuela, hermanito. No crea que iba con un garrote. El prodigio lo obraba la naturaleza divina de Jesús y no la fuerza bruta. ¿Cómo una débil mujer iba a poder más que el Tarascio? Pues al principio Tarascio salió de su cueva extrañado del atrevimiento de aquella extranjera. Iba echando fuego por las narices y haciendo temblar las montañas, como si hubiera un terremoto. A pesar de todo, Marta se le acercó sin miedo y le dijo: ¿Quién eres, dragón? Soy el amo de Tarascón. ¿Y tú quién eres? Una más entre las mujeres. ¿Amiga del pecado? No; amiga de Jesús sacrificado. Así siguieron hablando. Y Marta lo dominó y sometió.
—¿Cómo? Llevaría una espada. Algo tenía que llevar.
—La leyenda dice que Marta inmovilizó al dragón diciendo unas palabras en latín, y mientras el monstruo estaba indefenso la población, armada de horcas y palos, lo mató. Ese era el Tarascio. Por eso llamamos Tarasca a ese extraño animal. Y lo sacamos en las procesiones para que la gente no se olvide. Parece que en Francia, de vez en cuando, Tarascio resucita y mata a los niños.
—Ha dicho usted que mataba a los niños a veces antes de nacer. Eso es imposible.
El lego, que había vuelto a trabajar, se quedó un momento con la brocha en el aire. Me miró sin saber qué decir. Luego afirmó:
—Tal vez tienes razón, muchacho. Los tiempos han cambiado.
Conducido mecánicamente por el tema, volví a recitar:
… aunque el pecado mayor
del hombre es haber nacido.
—Quizá me equivoco —volvió a decir el lego—. A mí me suenan esos versos como una ofensa al Señor, a la vida que ha hecho el Señor.
—¿Pero, por qué?
—Porque dicen que nacer es un pecado. ¿Un pecado? Miró en torno y añadió:
—Es mejor ser como un perrito que decir cosas en verso o en prosa de una manera tan arrogante. Nacer es un milagro, hermanito. El milagro más grande del amor.
Llegaba el padre Ferrer y preguntaba con una mirada al lego. Este se apresuró a decir que yo había estado muy amable y generoso y dio al padre la impresión de que le había ofrecido mis excusas. El lego hablaba sin mirar al sacerdote a la cara, siempre hablaba a las personas mayores con la vista baja. Nos acompañó hasta la puerta y se volvió adentro tarareando una cancioncilla en catalán:
El ben Jesuset
se’n pujó a la vinya…
Yo estaba avergonzado por no haberle dado explicaciones pero la culpa la tenía el lego, quien con su actitud cordial y sus bromas no me permitió ser humilde. De pronto, aquel fraile que parecía simple como un animalito dejaba adivinar oscuridades y laberintos en su carácter. Y miraba de un modo raro, como si sus ojos no fueran suyos, sino de otra persona.
Me habría gustado conocer las palabras latinas que dijo Santa Marta al Tarascio. Seguramente eran un buen conjuro para casos de peligro. Pero el lego no las sabía.
Al día siguiente fue el primer ensayo general. Yo había recibido una carta de Valentina enviándome noticias sensacionales: se había lavado el cabello y había caído un rayo en la torre de la iglesia. Copiaba, como siempre, versos de los almanaques, eligiendo aquellos que tenían la palabra «amor». A veces resultaban bastante inadecuados:
Por el humo se sabe
dónde está el fuego.
Donde están los amores
no faltan celos.
Iba yo por el escenario repasando mi papel. Andaba también el hermano lego con martillos, clavando aquí y allá y el padre Ferrer daba voces más fuertes de lo necesario para decir dónde había de colgar cada tela.
Todo en orden y los actores vestidos hicimos el último ensayo. El hermano lego, desde la sala, parecía complacido. Ver a aquel frailecito era para todos una novedad, porque no salía nunca de su taller. Con ese instinto de los muchachos para comprender quién es el menos importante, se daban cuenta de que el pobre lego, que no era ni sacerdote ni profesor, ni vigilante de la vela, podía ser blanco de las burlas. Prat ladró dos veces, y cuando se acercó el padre Ferrer para amonestarle, vio que se había puesto la peluca de los rizados bucles. El fraile se la quitó y conservándola en la mano derecha la peinaba amorosamente con la izquierda. Prat parecía resignado, pero decía que a la representación irían sus tíos con la primita Inés, de la que hablaba como si fuera su novia. Es decir, su novia predilecta, porque tenía dos.
Otro chico que se llamaba Ervigio y que parecía frágil y delicado, pero nos confundía a veces con su genio burlón, decía cuando veía a Prat:
Inés, Inés, Inesita, Inés.
Inés, Inés, qué bonita es.
Prat, si estaba cerca, le lanzaba un puntapié, pero Ervigio lo esquivaba. Seguía Prat mirando con escepticismo la peluca del Criado I. Salir a escena con aquel andrajo lo hacía muy desgraciado. Decía que Inés tenía el cabello más hermoso de toda la ciudad de Gerona. Por contraste, la peluca resultaba más miserable. Yo iba y venía por el escenario diciendo que era un hombre entre las fieras y una fiera entre los hombres y dando a mi entonación vibraciones terribles. Pau, el chico rubio de Amposta, dijo desde la sala:
—Padre Ferrer, qué bien está.
—¿Quién?
—Pepe.
El fraile asentía, satisfecho. Pero Pau no había terminado de hablar y con un acento de ingenua admiración añadió:
—Parece la Virgen María.
El sacerdote volvió la cabeza, nervioso:
—¿Quién ha dicho esa estupidez?
En aquel momento yo llevaba la peluca de gala. El comentario impertinente me ayudó, sin embargo, a hacer mi papel mejor. Miraba traicioneramente y hacía movimientos de cabeza a cada palabra, sacudiendo mi cuerpo con una ira agresiva. Giraba sobre los pies al mismo tiempo que miraba de arriba abajo al rey, mi padre, apretando los puños. Y contemplaba con recelo aquella peluca que había sugerido a Pau un comentario tan ridículo. Se la habría regalado a Prat si no fuera por la reflexión de que con ella mi enemigo se daría importancia a los ojos de Inés.
Yo no me sentía a gusto en el escenario cuando apagaban las luces. La bóveda altísima, llena de cuerdas y escaleras como un barco de vela, con bastidores inmensos que subían y bajaban, me hacía una impresión poco tranquilizadora. Además, aquellas grandes masas moviéndose en una profundidad «hacia arriba» me mareaban.
Por la tarde tomó el colegio el aspecto de las grandes solemnidades. La escalera de gala había sido abierta. Se veían macetas con palmeras en los descansillos y rellanos. Las familias iban llegando y pasaban a las terrazas que dominaban el patio, donde había también palmeras, aunque mucho más grandes, en tiestos de cemento que imitaban troncos rugosos de árbol. Los escolares iban y venían en sus trajes de fiesta. Yo ataba las cintas de mi sandalia sobre las piernas hasta cerca de la rodilla, donde comenzaban las pieles que me envolvían. Antes de la representación nos hicieron retratos con magnesio, cuyas explosiones asustaron a los pequeños.
La agitación de los preparativos era tal, que no me dejaba lugar para pensar en mí mismo, y por eso la perspectiva de la escena no me intimidaba.
A las seis de la tarde se levantó despacio el telón. Pasó el primer acto sin incidentes y la sala deshacíase en aplausos. Prat, que no tenía papel alguno en el primer acto, salió también a la escena a saludar y cuando quedó echado el telón se puso a mirar por los judas buscando a su prima.
Alzado de nuevo el telón, la acción sufrió un retraso peligroso. A la hora de salir fui a ponerme la peluca (no lo hacía hasta el momento crítico, porque daba calor) y no la encontré. Corrí de un lado a otro y vi a Prat entre dos cajas con ella puesta. Fui a quitársela, él la defendió, nos cambiamos golpes y rodamos por el suelo. Sólo la intervención del padre Ferrer evitó que derribáramos el decorado.
Como era de temer, Prat no colocó a tiempo su frase y tuve que sustituirla, como hice en los ensayos, pero negándose Prat a quedarse callado, hizo dos o tres intervenciones fuera de programa para darse importancia con su prima. Era siempre en relación con los músicos:
Ya dije que se marcharan.
O bien con aire altanero:
¿Para qué quiere que canten?
Yo miraba entre bastidores al padre Ferrer, que estaba iracundo. (Al menos Prat —es verdad— mantenía el ritmo del romance).
En la sala, los chicos comentaban la pelea —alguien llevó la noticia— y discutían sobre su resultado. A pesar de ese incidente y algún otro, la representación salió bien. Cuando iba a arrojar al noble por el balcón, lo hice tan a lo vivo, que el condenado se asustó y se me agarró al cuello. No quería soltarse por nada del mundo. Hacia el final de la obra tenía que dispararle un tiro a alguien, creo que al duque de Moscovia. Para eso llevaba en el cinto un arma del siglo XVIII descargada, pero con una capsulita —el fulminante— puesta en el pezuelo, donde antiguamente ponían la mecha. Esto bastaba para producir un pequeño disparo que daba la ilusión. Disparé. El fulminante, que había funcionado siempre en los ensayos, no quiso inflamarse y el duque seguía en pie retador. Volví a levantar el gatillo y a apuntar, mientras el padre Ferrer corría al bastidor lateral más próximo y ponía en el suelo, detrás del duque de Moscovia, un pequeño petardo encendido. Yo apuntaba esperando la explosión y repitiendo los versos. Cuando el petardo estalló, cogió tan de sorpresa al duque, que este, en lugar de caer, se volvió a ver lo que ocurría y encontró el rostro del fraile, iracundo, que le ordenaba que se muriera. Por fin el duque, perplejo, murió. Parece que sólo se dieron cuenta de la ocurrencia los espectadores de las primeras filas.
Al final de la representación hubo que alzar la cortina ocho o diez veces y Prat se despojó de su peluca y se fue con su prima, que era bonita y delicada.
Sin peluca también, yo anduve entre el público, al que daban un refresco. Me felicitaban y disfrutaba de mi gloria como un actor verdadero, pero el padre Ferrer no me hacía caso alguno y yo me sentía defraudado. Me acercaba y le pedía su opinión, pero no me contestaba. Andaba con las damas muy cortés y mundano. Era aquel fraile el más importante de mis profesores y su opinión sobre mi actuación dramática repercutiría —pensaba yo— en mi éxito o fracaso como estudiante. Renuncié por el momento a saberla.
Llena, sin embargo, mi cabeza de los ecos del éxito, iba y venía un poco distraído y tuve un tropiezo de vanidad.
Se me acercaron dos señoras muy amables. Mirando mi cuello a la valona, que tenía bordados imitando plata, dijo una de ellas:
—¿No es maravilloso?
Creyendo yo que elogiaban mis talentos escénicos, dije:
—Habría sido mejor si no se hubiera equivocado Prat.
Al mismo tiempo me di cuenta de que aquellas señoras hablaban sólo de mi traje, y además eran parientes de Prat. Demasiado tarde. Me puse colorado y vi al otro lado de la sala al «secretario del rey» con su primita. Muy linda, aunque no tan graciosa y natural como Valentina. Era Inés una muñeca que parecía hecha de plata sobredorada. Debía tener música en algún lugar, en el pecho o en el vientre o en los muslos. Ervigio, el burlón, guiñaba un ojo y repetía:
Inés, Inés, Inesita, Inés…
Luego Ervigio se acercó en compañía de Roig a una dama que llevaba una niña de la mano, muy acicalada y compuesta. La niña tenía una gorra llena de adornos y Ervigio dijo, acariciándole la cabeza:
—¡Qué gorrina más linda!
Añadió dirigiéndose a la madre:
—No he visto una gorrina como esta en mi vida.
Gorrina podía ser el diminutivo de gorra, pero era también el femenino de gorrino —cerdo—, aunque la madre no habría podido pensar que Ervigio jugaba con la palabra.
Me sentía un poco perdido entre la gente cuando llegó el hermano Pedro con una señora que usaba lentes plegables, esas gafas llamadas «impertinente». Las abría y cerraba, a menudo, produciendo un ruidito. Elogiaron mi actuación, y yo, aleccionado, esperé a estar seguro antes de dar las gracias. Miraba alrededor buscando al hermano lego, pero no lo veía. Nunca estaba allí donde había algo agradable o importante. Yo creo que huía de la gente como algunos animales huyen de la luz.
Tampoco estaba yo acostumbrado a aquellas fiestas tan brillantes. Me sentía nervioso si no se fijaban en mí y si me hablaban me mostraba un poco distraído y superior. El hermano Pedro me traía un vaso de limonada.
—Es muy bueno para la garganta —dijo como si yo tuviera anginas.
A pesar de su gravedad y reposo el hermano Pedro siempre estaba de broma. Sus bromas de campesino no eran muy ingeniosas. Los días de escribir a casa —los domingos por la tarde— yo le pedía dos o tres sobres y él me miraba, zumbón:
—¿Sobres? A mí no me sobra nada.
Suponía el fraile que una de las cartas era para mi familia, pero quería saber para quiénes eran las otras. El nombre de Valentina, que había visto en cartas anteriores, le parecía lleno de misterios.
Como es natural, escribí a Valentina sobre la fiesta recordándole que en La vida es sueño peleaba con mi padre. Lo había vencido, lo que no podía extrañarle ni le extrañó tampoco al público. Repetía mis ideas sobre el sueño y la realidad. Bastaba con pensar que la vida es un sueño para que se acabaran las dificultades en la vida. Y hacía citas: «¿Qué es la vida? Uña ilusión». En realidad nada tenía importancia. «Nada más que tú y yo», escribía. ¿Qué era su padre? Un «frenesí». Y también una especie de animal que sueña que es notario. En cuanto al mío, ¿para qué hablar de él? Sueños. Mi padre era, en la escena, Planibell, con largas barbas blancas y una corona de cartón dorado. Todo era sueño menos nosotros, menos Valentina y yo.
Aquella noche, mirando desde mi celda la ciudad, iluminada todavía, me consideraba como una parte de aquellas maravillas. Las luminarias habían ido disminuyendo en los edificios civiles y se conservaban en los templos y monasterios. Pocos días después desaparecieron casi todas. Nunca se apagaron, sin embargo, en mi recuerdo.
Los domingos teníamos dos horas en las que podíamos leer lo que queríamos. Yo sacaba de los estantes de la sala de estudios, pequeños tomos de aventuras marineras, creo que de Salgari.
El hermano Pedro estuvo en los días siguientes hablando a menudo de mis condiciones de actor. Del padre Ferrer no conseguí una sola opinión. Era como si se hubiera olvidado de la fiesta y de Calderón de la Barca y de mis habilidades. Yo me daba cuenta de que el momento de la gloria había pasado. Era triste volver a la normalidad de las horas, los días y las semanas iguales.
Hallé manera de ir otra vez al taller a ver al lego. Era yo el único estudiante que iba allí. Como todas las horas del día estaban ocupadas por alguna actividad prevista y el taller caía fuera de mano, tenía que escaparme y después, si me preguntaban, inventar una mentira.
Cuando entré, estaba el lego dando otra mano de barniz al niño Jesús. Le pregunté si había asistido a la representación y me dijo que sí.
—Usted, hermanito, estuvo muy bien, aunque para mi gusto demasiado pomposo —dijo—. Esto no quiere decir que no le aplaudiera.
Sus palabras me parecían encerrar un elogio frío. El lego añadió:
—Yo estuve en la sala porque quería ver el efecto de las decoraciones con las luces y los actores. Y uña vez allí me quedé hasta el fin.
—El decorado no estaba mal —dije yo—, aunque en la batalla no había humo.
El lego dejó al niño Jesús secarse y fue a un rincón para descubrir debajo de un trapo una cabeza de mármol rosa. Era la cabeza de un hombre de media edad, severo y noble. Pero tenía la nariz nota. El lego quería decirme algo:
—¿Te gusta? Lástima. Di un golpe con el escoplo, demasiado seco, y ¡zas!, se le cayó la nariz. ¿No te parece, hermanito, que es una lástima?
En el suelo, al pie del trípode, había un trocito de mármol. El lego miraba aquella cabeza sin nariz con melancolía.
—¿Qué santo es ese? —pregunté.
—No, no es santo. No todos tienen que ser santos. Es una cabeza que quise hacer a ratos perdidos por mi gusto y sólo para mostrar mi… capacidad de artista. Cuando la esculpía hacía algo parecido a lo que tú querías hacer en la escena. Bueno, hermanito, no me entiendas mal. Lo tuyo era mucho más importante. Pero yo quería también decir a la gente: «Eh, ¿no ven qué listo soy?». No estaba mal esa cabeza, pero hermosa o fea no tenía utilidad. Sólo quería yo probarme a mí mismo que tengo talento. Cada cual quiere ser mejor que los otros, ¿verdad? Tontería. Todos somos únicos y no nos damos cuenta. Nadie se da cuenta de que es único en la vida. Porque, vamos a ver: ¿hay otro en el mundo como tú? No. Tu cara es distinta y tu manera de mirar también. Bueno, pues, ¿por qué hemos de querer diferenciarnos más todavía? Cuando yo tallaba al niño Jesús y cuando hacía la imagen de la Virgen o de San José y hasta de la tarasca, ¿sabes qué me pasaba? Pues que oía dentro de mi cabeza como un coro de gente sencilla y feliz, cantando. No cantaban como los profesionales de los teatros sino más bien como los segadores o los vendimiadores en septiembre. Pero hace poco encontré ese bloque de mármol, hermanito. Estaba medio enterrado en el jardín. Quizá desde los tiempos de los romanos. Y yo, veía en ese bloque una cara. ¿San José? ¿La Virgen? No, mocito. Una cara de muerto, y sin embargo, viva, como las que se ven, a veces, en los museos. ¿No has visto que esas caras de los museos están vivas y muertas al mismo tiempo? Pues, sí, me puse a trabajar. ¿Para qué? Sólo para mí. Y mientras trabajaba no cantaba nadie aquí dentro. Yo estaba un poco loco, lo mismo que estabas tú en la escena. Mis manos trabajaban, pero no con amor sino con una especie de escondida soberbia. Y entonces, sin darme cuenta, di ese golpe con el escoplo y rompí la nariz. Una lección de Dios.
—¿Qué lección?
Miró alrededor como queriendo convencerse de que no había nadie.
—Sí, alteza. Una lección. Hubo un momento en el que yo pensé: soy un artista. Y en ese momento los nervios del brazo se alegraron tontamente y se dejaron ir. ¡Zas! La narizota. Todo perdido. Ahora, ¿qué puedo hacer? La culpa es mía. Uno no es, tal vez, más que un pobre animal, pero uno quiere ser un hombre. Y más que un hombre. Locura, hermanito.
—Ahora —dije yo—, esa escultura vale más.
—¿Por qué?
—Porque es antigua.
El lego soltó a reír:
—Tú tienes —dijo— salidas para todo, pero no te vale. Yo te vi en el teatro. También tú le rompiste la nariz al príncipe. Es decir, te la rompiste tú mismo. En el escenario querías matar a Clotaldo y a tu padre y ser más que un hombre. Cuando hacía yo esa cabeza sentía que siendo yo un artista verdadero estaba aquí olvidado de todo el mundo. ¡Qué miseria! Lo sentía y era peor que si lo pensara y lo creyera. Esa cabeza me parecía más hermosa que el niño Jesús y el demonio me hablaba y me decía: tú has hecho al Niño, lo pondrán en el altar y la gente lo adorará. Si haces esta cabeza, un día la pondrán en un museo y la gente cuando la vea te adorará a ti. A ti y no al niño Jesús.
El lego reía:
—Patillas es muy listo. Más listo que tú y yo juntos.
Se dio cuenta de que hablaba demasiado y se calló. Pero no tardó en volver a lo mismo:
—Tú también le rompiste la nariz al príncipe. Pero no te preocupes. La gente no se dio cuenta. Yo sí que lo vi, porque te conozco. Y porque no me gustan esos versos, tan arrogantes. «Apurar, cielos, pretendo». Tonterías. Pues bien, le rompiste la nariz. ¿Es más antiguo tu príncipe con la nariz rota? Es posible, pero eso no arregla las cosas.
Llevé mi mano a la cara y palpé mi nariz inconscientemente. El lego volvió a hablar accionando con la brocha:
—Cuando viene alguno al taller y me mira y lo miro así, de frente y cara a cara, me da por decir todo lo que pienso. ¿Es bueno? ¿Es malo? No lo sé, pero no puedo remediarlo. ¿No te molestas tú con lo que estoy diciendo ahora?
—¿Yo? ¿Por qué? Además eso que dice no es verdad. Con el padre Ferrer, cuando viene aquí, no habla. Yo he visto que no le dice usted nada. Ni lo mira tampoco a la cara.
—Tienes razón, no le digo nada. ¿Qué voy a decirle? El padre Ferrer es un sabio. Escucho y obedezco.
—Y cuando está usted solo, ¿qué hace? ¿Reza?
—Rezo, sí.
—¿En latín?
—No, yo no he estudiado. No sé nada. Sí, no me mires así. Soy un verdadero ignorante.
Me acerqué a una especie de túmulo.
—¿Y aquí? ¿Qué hay?
—Nada. No hay nada —dijo él—, pero así son las cosas. Cuando vienes hablo demasiado. ¿Sabes por qué? Pues porque me pongo sin querer en tu caso como si fueras tú. Llegas, hermano, y te veo. Y por tu manera de mirar y de callar adivino lo que piensas y lo que sientes y lo que quieres. No tiene mérito, porque cuando hay otra persona delante de mí, yo no soy yo. No soy sino él. No puedo remediarlo. No me mires así, que estoy diciendo la pura verdad. Tengo aquí dentro un alma. Bueno, mi alma. Todo el mundo tiene su alma. Pero la de cada cual es diferente y la mía es, por decirlo así, líquida. Cuando hay alguno delante de mí se me evapora y entonces el vapor forma en el aire como un fantasma con la figura de los deseos y de los sentimientos del otro. Y aquí me tienes, sin alma. Sí, desalmado. En el buen sentido, claro. No hay que reírse demasiado de mi tontería. Y hablo y digo todo lo que el otro piensa y siente y quiere. Y le contesto a lo que quería preguntar. Pero contigo es diferente, porque eres un niño y tengo la impresión de que eres yo mismo cuando era pequeño. ¿Sabes qué pasa entonces? Pues que yo querría mejorarme a mí. Es decir, a ti. Bueno, perdona, hermanito; en realidad, a mí mismo. Bien, tú me entiendes. Y en cuanto has venido he visto cuál es tu intención. Sí. Tú sabes que se te fue la mano un poco porque estabas borrachito. Con la luz, la gente, los aplausos. Yo también estoy un poco ebrio con la soledad y con la luz del sol o con la sombra y con el sonido y con el colorcito. Tú lo estabas también, contigo mismo. Y decías: «apurar, cielos, pretendo, ya que me tratáis así…». ¿Qué ibas a apurar? La mano se te iba y… ¡zas!, mala suerte. Ahora piensas que con la nariz rota, el padre Ferrer no te estima tanto y vienes aquí a que te la componga. ¿Cómo? Diciéndote que eras en la escena un artista sublime. Tú dices con mucha justicia y verdad: el hermano lego es el último mono del colegio y no tiene importancia. De acuerdo. En cambio tú eres un estudiante cuyo padre da dinero a la comunidad. Y el hermano lego, que está contento como un perrito, va a decirte por tu linda cara que tú eras sublime en la escena. Pues bien, esta vez te equivocas. Yo tengo el alma líquida y con un niño como tú quiero hacer lo mismo que con la madera y con el barro y con la piedra. ¿Tú no has visto que el agua cambia la forma de las piedras y las hace redondas y lisas y suaves? ¿No has visto que a la orilla de los ríos hay muchas piedrecitas, todas iguales? El agua las ha ido puliendo. Pues bien, yo te digo que tú quieres ser más que los otros, y tengo que advertirte que ese deseo es una tontería y una vulgaridad. Hay que ser como los demás. Sí, hermanito. Hay que ser sencillo, bueno y útil. Los demás tienen su mérito. Mucho mérito. Todos los hombres, los pobres, tienen mucho mérito. Viven. ¿Te parece poco vivir? Yo no valgo gran cosa, ¿comprendes? Cuando era joven vi que mi alma se me iba por los ojos hacia las personas que me rodeaban y decía y pensaba y sentía lo mismo que ellos. Cada vez, una cosa diferente. Algunos se enfadaban y decían: hipócrita. Otros pensaban: es tonto. A su manera tenían razón. Yo no sabía vivir. Ellos sí que sabían y yo no. Era como cuando en un juego una persona no sabe jugar y los otros se incomodan porque les desbarata sus combinaciones. Yo no sabía jugar. Entonces dije: lo mejor es apartarse y dejar que jueguen ellos entre sí. Y aquí me vine. La comunidad está formada por sacerdotes muy meritorios. No creas tú que es fácil enseñar a tantos estudiantes y administrar esta casa enorme con todos sus servicios, desde los despenseros que viven en los sótanos hasta el padre astrónomo que está arriba en el observatorio. Los padres son sabios y bondadosos. Pero a los pocos días de llegar aquí me sentía igual que antes de venir. O peor. No servía para nada. ¿Quieres creer que no sé siquiera ayudar a misa? Me daba vergüenza mi inutilidad y me iba solo por los rincones. En lugar de mirar los santos y sabios padres de la comunidad miraba las cosas: la madera, la piedra. Antes de venir aquí yo había sido ebanista y pintor de puertas y un poco aficionado al arte. Pues comencé a remendar ventanas y mesas y a hacer armarios… bueno, armarios fáciles, así como para las cocinas y las despensas. También cosía zapatos rotos de los hermanos, porque entiendo un poco de echar medias suelas habiendo trabajado de niño con un zapatero. Pero lo único que ahora nos interesa es que yo miraba las cosas. La madera, la piedra, el barro. Poco a poco vi que esas cosas tenían también su intención y su deseo y mi pobre alma líquida de tonto y de hipócrita se evaporaba y se iba a ellas y tomaba la forma de sus deseos. No es broma, hermanito, no te rías. Así, desde hace diez años, cuando veo un pedazo de madera comienzo a sentir que quiere ser otra cosa: un ecce homo o un querubín. O una paloma, o el burrito de la sagrada familia. Y cuando se me ha ido el alma y soy un desalmado bobo y sin substancia me pongo a cantar por lo bajo con la nariz como un pobre animal y tomo las herramientas. Poco a poco va saliendo lo que estaba dentro. Y cuando ha salido del todo y lo barnizo y veo en la forma y el color, no mi inteligencia —¿qué inteligencia puedo tener yo, que he venido aquí donde me tienen por caridad, porque no sé ganarme el pan?—, cuando veo en la escultura el amor de mis pobres manos, entonces rezo. Y me da un contento un poco simple. Ya ves, hermanito. Con esto quiero decir que se puede ser como un perro sin amo y al mismo tiempo querer a la gente y tener un poco de alegría, de esa alegría que Dios ha esparcido por el mundo. Pero usted, alteza, no la tendrá, si se obstina en ser más importante que los otros. Porque usted tiene, también —el fraile reía—, un alma líquida. Una almita que se le va por los ojos. Lo malo es que usted la reprime para darse importancia y entonces hace como en el escenario y dice: «Porque el delito mayor del hombre es haber nacido». Soberbia, hermanito.
A mí, aquel hombre, seguía pareciéndome inferior al resto de la comunidad y sus opiniones tenían un valor muy secundario. Nunca lo veía con la sotana puesta y si por azar la llevaba, era remangada y atada a la cintura. Así salía a veces por los pasillos, lo que causaba cierta sensación, porque los chicos nunca habíamos visto un fraile en pantalones. Creyéndome muy avisado le dije:
—A mí no me importan las opiniones de los demás, hermano, pero si las adivina, ¿puede usted decirme lo que piensa el padre Ferrer de mí como artista de teatro?
—Ay, hermanito. Tú eres muy listo.
—No lo dice porque no lo sabe.
—Sí que lo sé. Piensa el padre Ferrer que estuviste muy bien y que las familias de los estudiantes te aplaudían diciendo: vaya muchachos listos los de esta escuela. Eso es verdad. Lástima que tus padres no pudieran verte. ¿Lo lamentas tú también?
—¿Yo? No.
—Ah, hermanito. ¿También crees que eres mejor que tus padres?
Cuando el lego callaba tenía una expresión bastante dramática, como dije antes. Se acercó al niño Jesús a ver si el barniz se secaba. Luego dijo, muy convencido:
—Hay que querer a la gente como es, hermanito, y eso no es fácil. Para ti es casi imposible.
Miraba yo los santos alrededor y preguntaba:
—¿No ha hecho usted nunca un demonio? ¿Digo, un verdadero demonio de piedra o de madera?
—No. No necesitamos demonios.
—Pues yo he visto uno en la capilla, a un lado del evangelio.
—Ah, sí. Yo no lo he hecho. Ese, es de fábrica.
—¿Y por qué no hace usted un demonio?
El lego me llevó de la mano a la puerta del taller y bajando la voz y empujándome hacia afuera me dijo:
—Podría hacerlo, pero prefiero trabajar en otras cosas. ¿Sabes por qué? Porque el demonio es sólo inteligencia. La inteligencia sola no me gusta. En absoluto. Más bien le tengo miedo, hermanito.
Pensaba en aquello yendo al refectorio, sin comprenderlo: «¿Cómo puede tener miedo a un diablo de madera?». En el claustro que conducía al comedor se alineaban, como siempre, los chicos en dos largas filas. Me puse delante de Pere y Pau, teniendo a mi derecha a Planibell, quien al sentarse poco después en su sitio y ver que estaba ya servida la sopa —la cena comenzaba todos los días con una sopa de legumbres— acercaba la nariz al plato y si olía a col, hacía un gesto de repugnancia y decía:
—No m’agrada res.
Este Planibell era un chico delicado, con una cara de porcelana, cejas rubias y mentón frágil, pero hablaba como un carretero. Era el único que cultivaba el estilo procaz y escatológico. Nos reunía a los compañeros de mesa en un rincón del patio y nos hablaba empleando las palabras más soeces. Le contestábamos en el mismo tono. Llamábamos a aquella reunión la clase de educación cívica. Planibell, que había pasado un año en un internado de Francia, añadía a su repertorio catalán y castellano palabras sucias francesas que a nosotros nos parecían bastante inocentes por falta de costumbre. De vez en cuando venía Caresse al grupo y se las hacíamos aprender. El chico, que era muy simple, admiraba a Planibell y este le decía:
—Cuando el padre Miró te pida en la clase ejemplos de las partes de la oración, debes decirle: sustantivo: merde. Adjetivo: salaud. Expresión enfática peyorativa: espèce de con.
El chico lo aprendía y esperaba una oportunidad para lucirse.
A veces venía a esas «clases» algún oyente como Roig, que era el chico más neutro y sin personalidad del colegio. A todo el mundo decía que sí, y con todos se reía.
Ervigio seguía burlándose de la primita Inés, de la cual imitaba los andares y la voz. En el fondo, la chica le había gustado y no quería aceptarlo, pero tampoco podía tolerar que fuera la prima de Prat. Iba a Caresse y le decía que si Prat quería casarse con Inés, que era su prima, tendría que ir a Roma a pie con un bordón y un capisayo y pedirle permiso al sumo pontífice. Caresse lo creía. Y su opinión era que no valía la pena, porque hay otras mujeres con quienes casarse en el mundo, sin necesidad de ir a Roma a pie.
—No, eso no —decía Ervigio muy serio—, tú no has visto a Inés. Si la vieras sabrías lo que es bueno.
Con toda su simpleza Caresse tenía su lado peligroso. Crecía muy deprisa, las mangas se le quedaban a mitad del antebrazo que salía desnudo y terminaba en una mano llena de nudos. Había dado dos o tres sopapos memorables. Parecía tener aquel chico más huesos y ser estos más pesados de lo normal.
Prat venía a veces al grupo de la educación cívica y después de oír las suciedades francesas nos miraba con altivez, decía dos o tres palabras prohibidas españolas, que eran mucho más rotundas y violentas y se marchaba, desdeñoso. Sentía cierta antipatía natural por Planibell, pero eran medio parientes y no peleaban, por una especie de solidaridad de clan. Al parecer, durante las vacaciones del verano se habían dado grandes palizas.
Frente a los frailes fingíamos una sumisión pasiva. Sabíamos que escribían informes secretos a la familia, que cualquiera que fueran los hechos, nuestros padres les oirían a ellos antes que a nosotros y además que por ser sacerdotes hablaban en el nombre de Dios. Toda resistencia o tendencia conspirativa sería inútil.
Sin embargo no había chicos aduladores o soplones. En el tiempo que estuve allí no vi un solo caso de traición.
Entre los frailes, los había de todas clases y nuestras opiniones sobre ellos debían ser bastante justas, como suele ocurrir con los chicos. En general estábamos dispuestos a creer en un hermano antes que en un padre. A medida que subían en importancia se nos hacían más sospechosos. Por una rara contradición respetábamos y queríamos al que ocupaba la cumbre de la pirámide, al padre superior. Tal vez porque no daba clases y, por lo tanto, casi nunca lo veíamos.
El padre Miró, educado en Francia, donde la iglesia no tiene privilegios especiales, era suave, comprensivo y razonador. No se veían en él, como en otros profesores, las arbitrariedades del temperamento. Y miraba con ojos grandes y lentos.
El día que Caresse soltó las frases aprendidas en la clase de educación cívica se puso el padre Miró rojo de indignación y lo hizo salir al pasillo, donde debía esperar medidas disciplinarias. Luego lo perdonó. Caresse no denunció nuestros ejercios de escatología franco-española. Pero desde entonces nos miraba con escepticismo pensando en los riesgos de la confianza y las decepciones de la amistad. Sus largas manos huesudas colgaban de las mangas, amenazadoras pero inútiles, porque los seis de la mesa hacíamos causa común con Planibell.
Hablábamos los chicos de nuestras familias y yo no hablaba nunca de mi padre, sino de mi abuelo, hasta el extremo de que un día, un muchacho simple, del primer año, dijo de buena fe hablando de mí que yo era hijo de mi abuelo y no de mi padre.
Ciertamente que yo pensaba en mi abuelo como un ejemplar a imitar en todo. Lo único que me parecía mal era que vistiera de corto como los campesinos ignorantes, porque vestido de aquella manera si iba a la ciudad, llamaría la atención y todo el mundo diría al verlo: un baturro. Es decir, un campesino de la tierra baja y demasiado atrasado de costumbres para vestirse a la moderna.
Sin embargo, para mí, el hecho de que mi abuelo se vistiera de aquel modo no era un signo de inferioridad sino sólo de peculiaridad, y aunque yo lo admiraba con un traje o con otro, no quería mostrar a mis amigos la foto que tenía de él para no revelarles aquel detalle de sus costumbres.
Es verdad que mi abuelo vivía no como en el siglo pasado ni el anterior, sino como habían vivido siempre los hombres en las aldeas desde que abandonaron el nomadismo en el viejo tiempo —hace más de quinientos mil años— en que descubrieron el fuego.
Yo estaba orgulloso de mi abuelo y no hablaba de él sino con justo motivo de alabanza, como se habla de Dios.
Ervigio venía a decirme las sabidas bromas contra Prat y su Inés. Algunos días se burlaba y la llamaba relamida y cursi. Yo le decía:
—¿En qué quedamos? ¿No dices que es un ángel?
Decía Ervigio que si Prat y ella se casaban, les enviaría de regalo un orinal con el nombre de Inés en un lado y el del novio en el otro. Yo le advertí que si se enteraba de aquello Prat le costaría la broma cara, pero Ervigio parecía desafiar el peligro con los versos de don Juan Tenorio:
Doña Inés del alma mía…
Entre los chicos de sexto año había dos o tres grandes y fornidos que comenzaban a afeitarse y fumaban en secreto. Los cigarrillos les costaban caros, porque para comprarlos tenían que fingir la necesidad de ir al dentista e iban acompañados de un fámulo a quien debían sobornar. Entre unas cosas y otras, cada paquete les costaba diez veces su valor. La blusa azul parecía en aquellos estudiantes, tan grandes, un disfraz ridículo. Uno de ellos, un tal Planchat, de voz profunda y mirada traicionera, decía medias palabras, terriblemente cargadas de sentido, contra los frailes, especialmente contra el padre Ferrer. Pero si en aquel momento el fraile se le acercaba, Planchat se conducía con una cortesía dulce y sumisa. Cuando el padre Ferrer se alejaba volvía Planchat a sus miradas venenosas y a sus murmuraciones. Tenía Planchat ojos de traidor de melodrama capaz de matar por dinero y a sueldo. Eso me hacía a mí una gran impresión y tal vez él se daba cuenta.
Estaba aquel día Planchat sentado en la balaustrada de los claustros —en el piso segundo— con la vista puesta en la punta de sus zapatos. Casi nunca levantaba la vista, como si sus párpados superiores fueran de plomo.
—El día que cada cual diga lo que piensa —rezongaba— veremos adónde va el padre Ferrer. Porque yo me sé de memoria todos sus trucos.
Miraba por encima del hombro al patio, donde el fraile dirigía el entrenamiento del fútbol. Ese Planchat, a quien yo consideraba como un ejemplo de lo que un chico puede ser cuando llega a mayor, decía las mismas palabras de Planibell, pero no por histrionismo sino espontáneamente y en serio. Sabiéndolo más fuerte de músculos que el fraile, no comprendía yo por qué no le daba un día un buen recorrido al padre Ferrer. Planchat miraba otra vez de reojo al patio:
—El día que salga yo de aquí se verá quién soy. Porque el Ferrer que a mí me gusta no lleva sotana. El que a mí me gusta es Francisco Ferrer.
—¿Y dónde está? —pregunté yo.
—¿Dónde está? Debajo de la tierra. Lo fusilaron en los fosos de Montjuich.
Luego bajó la voz para decirme rechinando los dientes que era anarquista.
—¿Quién? ¿Ferrer o tú?
—Los dos, hombre. Los dos, redén. ¿No lo estás oyendo?
Desde entonces, cuando lo veía por las mañanas en la capilla oyendo misa, pensaba: un día traerá una bomba y la pondrá detrás del altar. Si era el padre Ferrer quien estaba celebrando la misa lo daba por bien empleado aunque me alcanzara a mí alguna pequeña esquirla.
Le dije a Planchat que yo tenía novia.
—¿Novia para casarte?
—Sí, claro.
—Bah. Eso del matrimonio es una rémora. —¿Cómo?
—Una rémora. Yo soy partidario del amor libre.
Me explicó en qué consistía y aunque yo no estaba seguro de comprenderlo, la seguridad de su desprecio para el matrimonio me parecía admirable. La palabra «rémora» no la entendía tampoco, pero no quería preguntarle su significado para no mostrar mi ignorancia.
Odiábamos, como digo, al padre Ferrer. Todos estábamos hartos de la falsedad de sus palabras amistosas y de sus miradas frías llenas de reticencias. Miradas de áspid. De un áspid afable. Aprendí entonces que es posible odiar a alguien que se ha conducido correctamente con uno.
También aprendí que se puede ser silencioso, grave, dramático y hasta trágico como el padre Lucas, y, sin embargo, suscitar reacciones cómicas y regocijadas.
El inquieto Ervigio, cuando veía al padre Lucas pasar taciturno y sin ver a nadie (no nos miraba aunque estuviera el claustro lleno de estudiantes) me decía arrugando la nariz:
—¿No hueles a chamusquina?
Lo decía en voz baja, pero de modo que pudiera oírlo el cura. La presencia del padre Lucas despertaba en Planchat reacciones más fuertes que las de Ervigio: «Los curas son una rémora», decía. Si en el momento de decirlo llegaba un profesor, Planchat se ponía de pie como el soldado ante el coronel y contestaba en cortas afirmaciones muy corteses: «Sí… sí, señor, desde luego. Como usted quiera, padre». No podía yo comprender aquellas contradicciones serviles del alma de Planchat. Más tarde he pensado que hablaba de aquel modo para impresionarme a mí y que en el fondo Planchat era tímido como un cordero.
Tuve carta de Valentina. Se había lavado el pelo otra vez, pero no había caído rayo alguno en la torre. En vista de la falta de temas me hablaba de su hermana Pilar, que estaba furiosa —decía— porque yo era actor de teatro y si Valentina se casaba con un cómico de la legua deshonraría para siempre a la familia. Por lo demás, todos estaban bien (A. D. G.) y me copiaba otros versos donde se hablaba de amor; esta vez nada menos que de San Juan de la Cruz. Yo le envié el programa impreso de la pasada fiesta, una fotografía, vestido de príncipe Segismundo, y el madrigal de Gutierre de Cetina que comienza:
Ojos claros, serenos…
Me quedó alguna reserva pensando que los de Valentina eran negros.
En el patio, Planchat me dijo que los domingos no leía vidas de santos, sino a Voltaire y Rousseau. Yo pregunté por esos autores al hermano Pedro, quien se quedó pensando un momento y dijo:
—Esos caballeros me dan un tufillo de azufre.
No estaban sus libros en los estantes de la sala de estudios. Se lo dije a Planchat y me hizo ver que había entendido mal. Los leía en su casa durante las vacaciones. Añadió que aquellos autores eran verdaderos hombres sin prejuicios y enemigos también del matrimonio. En sus libros les cantaban la palinodia a los obispos.
El padre Ferrer se había enterado de mis deseos de leer a Voltaire y me llamó:
—¿Cómo pueden interesarte los libros de los enemigos de Dios?
Poco después en la clase de historia el profesor, que no era sacerdote sino civil —venía «de la calle» a darnos clase—, y que no se atrevía nunca a reñirnos, me preguntó:
—¿Usted me ha oído alguna vez hablar de Voltaire y de Rousseau?
Me miraba. Su mirada era blanda como la de los amantes románticos del tiempo de Bécquer.
—Yo, no. ¿Por qué?
—Quiero decir si ha oído esos nombres en esta clase.
—No.
—Entonces, cuando el padre superior pregunte hágame el favor de decírselo, señor Garcés.
—¿Qué quiere que le diga?
—La verdad. La estricta verdad.
Al día siguiente hubo un registro de mesas en la sala de estudios. Había rumores que inquietaban a los mayores, quienes solían tener revistas humorísticas y galantes como Papitu, con grandes mujeres desnudas.
A Ervigio le encontraron sólo direcciones de muchachas. Nada importante. Tenía un fichero en una caja de zapatos y en un lado se veía un letrero: «Mujeres». Había en aquella caja más de cincuenta fichas con direcciones de chicas amigas y conocidas. En las fichas anotaba detalles como estos: «Personalidad, sincera. Busto, maravilloso. Pierna, torneada. Edad, 16». Los frailes se lo quitaron y esto lo sumió en una desesperación sorda. Desde entonces sus burlas eran más corrosivas, especialmente contra Prat e Inés.
La providencia parecía ayudarle en sus bufonerías. Durante aquellos días la tristeza hizo a Ervigio acercarse a mí y yo llegué a tomarlo en serio. Le enseñé una carta de Valentina, cubriendo la firma con la mano. La línea que le mostraba contenía una de las expresiones más frecuentes de amor: «mi cielo». Pero Valentina había olvidado poner el punto sobre la «i» y por otra parte, la «e» no se diferenciaba apenas de la vocal anterior. Entonces lo que leyó Ervigio fue una palabra de sentido humorístico y un poco indecente.
Yo me puse pálido de rabia. Ervigio se dio cuenta y se apartó de un brinco repitiendo:
—Eres su «cielo, su cielo»…
Pero no decía su «cielo» sino lo otro. Yo me propuse no volver a mostrar nunca a nadie una carta de amor.
Cuando dos días después durante la vela —así llamaban a las tres horas de estudio diario en la gran sala presidida por el hermano Pedro— fui a pedir un diccionario, el hermano me miró sonriente:
—¿Qué palabras buscas?
—Varias palabras —le dije.
Comenzaba con sus bromas campesinas, pesadas y sin gracia:
—Varias palabras no son más que dos y quiere decir eso: «varias palabras». Una palabra y otra son varias. Entonces no necesitas el diccionario.
Yo insistía en que tenía necesidad de buscar voces: «perplejidad», «interfecto» e «inmemorial». Sabía que los diccionarios eran materia delicada. Sólo permitían tenerlos en su mesa a los alumnos de sexto curso, que se afeitaban. El hermano Pedro no me creía:
—¿No sabes qué es «perplejidad»?
—No.
—Me dejas perplejo.
Estos diálogos en voz baja, mientras yo miraba el polvo amarillo de rapé que manchaba la pechera de su sotana, me impacientaban, pero él lo hacía a propósito:
—¿Tampoco sabes lo que es «interfecto»?
—No estoy seguro.
—Claro, esas palabras no te las dice Planibell en la clase de educación cívica, ¿verdad?
El hermano Pedro se enteraba de todo, pero nunca nos denunciaba. En eso se basaba la autoridad que tenía con nosotros.
Me guiñaba un ojo. Yo quería buscar en el diccionario los nombres de Voltaire y Rousseau para ver en qué consistía su enemistad con el matrimonio. El hermano me dijo que debía escribir las palabras y él se tomaría la molestia de buscarlas.
Al día siguiente me llevó el padre Ferrer a presencia del superior, a quien no veíamos casi nunca. Para llegar a su importante despacho dejamos atrás los corredores donde estaban las clases con sus letreros: «Aula 7, Aula 12, Paraninfo», etcétera, y entramos en un claustro sombrío con bóveda de piedra. A la derecha vi la sala de historia natural, que no llamaban aula sino gabinete. La puerta estaba entreabierta y en un rincón se veía colgado por el cráneo un esqueleto humano que asustaba a los chicos pequeños. Estos no decían que era un esqueleto, sino «la muerte». En cambio los alumnos de sexto curso, que estudiaban Historia Natural, llamaban al esqueleto Felipe.
Aparecía el corredor cortado por una verja de madera que lo cerraba a lo ancho y a lo alto. En el centro se veía una pequeña puerta de barrotes y travesaños muy elaborados, y encima un letrero: «Clausura». Allí no podían entrar sino los seres del sexo masculino.
Poco después estábamos delante del padre superior. Su oficina era grande y oscura y había en ella, como en las clases, un estrado de madera. Allí nos esperaba el superior con su gran faz impasible. Si el padre Ferrer era delgado y ágil como una culebra —según decía Planchat— el superior era de una obesidad enfermiza. Sus ciento cincuenta kilos no lo hacían, sin embargo, grotesco. El superior extraía de ellos una solemnidad natural y sin aparato. Cada gesto y cada palabra parecían rezumar cordial llaneza. En sus ojos demasiado simples se veía, a veces, un destello de autoridad que daba a la gran masa de su persona un aura jerárquica y firme.
Recuerdo muy bien la obesidad del padre superior, porque no había visto un caso como aquel, ni lo he vuelto a ver. Sobre el cuello de la sotana tenía dos sotabarbas. Los hombros eran redondos y amplísimos y el pecho se abombaba de un modo espectacular. Pero al llegar a la cintura, su grasa desaparecía y se proyectaba en la parte posterior que era de unas proporciones inmensas. A pesar de todo esto, que probablemente —pienso ahora— tenía por causa algún desarreglo funcional motivado por la castidad, la figura del superior no era grotesca. Hablando tomaba un acento amable y confidencial.
Como era tan gordo andaba lo menos posible. A veces, venía a la sala de estudios a presidir la vela, y en el silencio de la sala sabíamos que entraba, sin necesidad de volver la cabeza, por el rumor desigual de sus pasos y por su respiración un poco asmática.
Preguntó algo en catalán y el padre Ferrer primero negó, después me miró, sonrió con los ojos —falso—, luego con la boca —falaz— y dijo con una voz que a mí me parecía rota:
—Hiciste muy bien en el teatro el papel de Segismundo.
El superior hacía avanzar su rostro sobre la mesa para mirarme:
—¿Es verdad que eres de Aragón? —preguntó.
El padre Ferrer se adelantó a contestar:
—Es maño. Mañico.
—No es verdad —dije yo—. Los maños son del bajo Aragón. De Zaragoza y de Teruel. Yo soy de Huesca.
—En eso no estoy de acuerdo, Pepe —dijo el superior—. Todos los aragoneses sois maños. Los del bajo y los del alto Aragón. Y no tienes por qué molestarte. ¿Sabes de dónde viene la palabra «maño»? Del latín magno.
Aquello era otra cosa. De magnos (grandes) venía «magníficos» (grandiosos). No era ridículo ser maños. Miré al superior agradecido y dije:
—La gente del alto Aragón es más grande que la de la tierra baja, es verdad. Y yo soy de la provincia de Huesca, donde mataron a Sertorio. Urb Victrix Osca, decían los romanos.
El padre superior parecía escucharme con gusto.
—Bien, Pepe. En todas partes el montañés es más grande que el ribereño. Pero la grandeza del aragonés es moral y no de tamaño. Eso es mejor y vale más. Claro es que no todas son virtudes. Los aragoneses tienen fama de ser obstinados. ¿No es verdad que sois un poco… testarudos?
—Porque tenemos razón, padre superior —dije yo.
Mientras el superior me miraba con una simpatía verdadera el padre Ferrer seguía con su risita incómoda:
—Ya se sabe. A Zaragoza o al charco.
Nadie logra tener gracia sin un poco de inocencia y de bondad. El padre Ferrer no daba la menor señal de esas virtudes. Tenía una idea de sí mismo un poco excesiva y era lo primero que se hacía presente en su carácter, al menos para nosotros, los chicos.
—Lo de Zaragoza o al charco —puntualicé yo— se dice de los baturros. Los de Huesca no somos baturros ni mucho menos.
El superior extendió la mano y la apoyó en la mesa suavemente:
—Eso es otra cosa. El baturro es de la ribera del Ebro. «Baturro» es despectivo y el positivo es bato, que quiere decir «bobo». Del griego baltos, «tartamudo». El señor don Pepe tiene razón no queriendo ser baturro ni bato porque no lo es. En La vida es sueño no tartamudeó ni mucho menos. ¿No le parece, padre Ferrer?
Me daba cuenta de que había en las palabras del superior alguna zumba, pero aquel fraile no podía molestar.
—Eso de «Zaragoza o al charco» —insistí— no sé por qué lo dice la gente. Es una tontería. Lo mismo que cuando hablando de los catalanes dicen: catalán fotut.
No sabía yo entonces lo que querían decir esas palabras.
—Hijo mío —dijo el superior severamente—, esa expresión es de mal gusto. Y lo de «Zaragoza o al charco» no debe molestarte. No es más que una broma. Siempre se dicen cosas de los campesinos. Y unas veces son verdad y otras no. De los gallegos dicen que son tacaños; de los castellanos, orgullosos; de los valencianos, falsos.
Desde su estrado, el superior se puso a contar el origen de aquella frase «a Zaragoza o al charco» que todos han dicho alguna vez cuando hablan de los aragoneses. Viene de un cuento muy antiguo:
«Un campesino iba a pie a buen paso por una carretera cuando otro le dijo:
»—Deprisa va usted, buen hombre. ¿Adónde?
»—A Zaragoza. Mañana a las siete entraré en la ciudad por el puente de piedra.
»—Si Dios quiere —dijo el desconocido, que era un ángel.
»—Quiera o no quiera Dios, mañana a las siete estaré en Zaragoza.
»—Mire —dijo el ángel, amistosamente— que no es razonable hablar así, y que Dios podría castigarle.
»—Me castigue o no me castigue, a las siete de la mañana estaré en la posada de San Pablo.
»Entonces el ángel le tocó el pie con un bastoncillo de junco que llevaba y lo convirtió en rana. Esto de la rana no es capricho. Los campesinos aragoneses iban entonces y van ahora aún, en muchos sitios, vestidos de calzón corto y sus piernas sugieren a veces las de aquel animalito».
El padre superior continuó: «El pobre baturro, porque aquel sí que era un baturro, estuvo setenta y dos años en un charco cerca de la carretera croando las noches de verano y pasando como podía los fríos del invierno. Al cumplirse el plazo recobró la figura humana y volvió al camino. Echó a andar hacia Zaragoza como si no hubiera pasado nada y a poco volvió a aparecer el mismo caminante:
»—¿Adónde va usted, buen hombre?
»—A Zaragoza. Mañana a las siete cruzaré el río por el puente de piedra.
»—Si Dios quiere, hermano.
»—Quiera Dios o no quiera.
»El ángel volvió a tocarlo con el junquillo y el pobre hombre se convirtió otra vez en rana y se quedó en el charco durante otros setenta y dos años. Al final volvió al camino, echó a andar con la misma prisa y apareció el mismo caminante:
»—¿Adónde va usted, buen hombre?
»El campesino lo miró despacio, lo reconoció y dijo de mal temple:
»—A Zaragoza… o al charco».
Yo no comprendía que aquello tuviera tanta gracia. El padre Ferrer, con su sonrisa de roedor o de hombre que se pasa de listo dijo:
—Vamos, tú eres aragonés. Ni maño ni baturro, pero buen aragonés. ¿Por qué no cantas una jotita para que la oiga el padre superior?
—No tengo inconveniente —dije sin mirarle—, con la condición de que usted la baile.
El superior aguantaba la risa. El padre Ferrer dijo:
—Está visto que te avergüenzas de ser aragonés. No importa.
Pero al menos dile al padre superior de dónde has sacado tú los nombres de esos escritores réprobos cuyos libros pedías.
—¿Quiénes? ¿Rousseau y Voltaire?
—Oh, no es necesario que los nombres aquí.
Comprendí que aquellos escritores eran más importantes de lo que creía y sentí unas ganas enormes de leerlos. No me interesaba, sin embargo, realmente de ellos sino su opinión sobre el matrimonio.
—¿Quién te ha dicho esos nombres? —preguntaba el superior.
—¿El profesor de Historia? —insinuaba pérfidamente el padre Ferrer.
Yo no quería, como es natural, acusar a nadie. Dije que antes de ir al colegio había oído hablar de ellos.
—No en tu casa —dijeron los dos curas a un tiempo.
—No. En mi casa no lee nadie. Pero yo quería leer, al menos, a Voltaire.
—¿Para qué? Nosotros tenemos experiencia, hijo mío —dijo el superior—, y creemos que no es conveniente por ahora.
Cuando seas mayor, si tu confesor te autoriza entonces será otra cosa. Son dos enemigos de la Iglesia. Dos réprobos.
Yo dudaba un poco, pero creí que podría decir lo que estaba pensando.
—Yo puedo leerlo todo sin que me haga daño ninguno. Yo tengo… bueno, tengo una manera diferente de ser.
—Ah, ¿una manera diferente? ¿Se puede saber cuál?
—Sí. Tengo el alma líquida. No digo que sea yo el único —añadí pensando en el lego del taller.
—Ah —dijo el superior, asombrado—. ¿Y cómo es eso?
—Pues… ya usted ve. Es un poco difícil de explicar.
No recordaba lo que había dicho el lego del taller sobre el alma líquida y aunque lo recordara no quería decirlo delante del padre Ferrer que seguía teniendo como siempre una expresión de reticencia. El superior me miraba intrigado. Se oyó una campana lejana y nos despidió diciendo que debía volver a verlo y a explicarle lo que entendía por «alma líquida».
—Es muy fácil —dije recordando de pronto lo que decía el lego—. Todo consiste en ver un fantasma de vapor de agua que sale por los ojos de uno y adivina las ideas de los otros.
—Vaya, vaya. ¿Un fantasma de vapor de agua? Nunca he oído cosa igual —dijo el padre Ferrer.
Ya fuera, el padre Ferrer me iba hablando de Voltaire y de Rousseau. Nuestros zapatos sonaban a compás en el frío y brillante mosaico. De vez en cuando, para alcanzar al fraile, tenía que dar dos pasos mientras él daba uno.
—¿Tú sabes? Rousseau era un criminal y murió envuelto en sus propias miserias. La muerte que merecía, el pecador. Ojalá Dios lo haya perdonado.
Yo entendía que el padre Ferrer no quería que Dios perdonara a Rousseau.
—¿Y Voltaire?
—Ah, Voltaire era un cínico lleno de vicios y enfermedades. Ya viejo apareció en su cama un perro negro que fue paseando de la cabecera a los pies, de los pies a la cabecera, hasta acostársele encima de la cara, enroscado. Las lanas sucias de aquel perro negro asfixiaron a Voltaire. ¿Quién crees tú que era el perro?
Yo pensaba: el diablo. Pero dudaba de lo que decía el padre Ferrer. Seguramente el superior no me habría dicho nunca una cosa tan difícil de comprobar. Todo lo que decía el padre Ferrer, por el mero hecho de decirlo él, se me hacía sospechoso.
Aprendí menos en la escuela que en la aldea con mosén Joaquín. Lo único que de veras me interesaba era alguna que otra confidencia clandestina de los chicos de la educación cívica y más que nada el lego del taller. Nunca hablaba yo a nadie de aquel lego y menos a los estudiantes. Ellos lo habían olvidado después de las bromas de los primeros días.
Durante el recreo cada cual mostraba su manera natural de ser. Ervigio tenía un don imitativo curioso y una rara habilidad para encontrar el lado grotesco de las personas.
Seguía todavía con Inés en su imaginación y se burlaba, aunque a espaldas, de Prat. Así y todo aquella burla representaba un peligro.
En nuestros libros, lo mismo que al final de las hojas impresas o folletos religiosos, había cuatro iniciales: A. M. D. G., que quiere decir Ad mejorem Dei gloriam. Ervigio había hallado una traducción vil en catalán: al matxo donau-li garrofes. «Al mulo dadle algarrobas». Muchos escribían esas palabras al lado de las grandes iniciales rituales.
Ervigio veía antes que nadie cualquier irregularidad física en los demás y necesitaba ponerla de relieve de algún modo. (Igual que la había visto en la escritura de Valentina).
A Pau, que tenía muy poca nariz, lo acosaba constantemente:
—Chato, ¿quieres torta?
Y se contestaba a sí mismo:
—No, que tiene «meneno».
Decía «meneno» en lugar de «veneno», como si tuviera la nariz obstruida.
El padre Ferrer caminaba a veces con una prisa cómica agitando la sotana, hablando con dos o tres chicos al mismo tiempo e interrumpiéndose todavía para dar órdenes aquí y allá. Se movía más de lo que convenía a la gravedad sacerdotal. Ervigio cuando lo veía así decía por lo bajo:
—Ay, qué barullo. ¡Qué reverendo barullo!
De la fiesta en el teatro había dicho Ervigio muchas cosas por envidia porque no le habían dado sino una tarea oscura y anónima de traspunte.
Hablaba de sus parientes burlándose también de ellos y decía que su tía, cuando llegaba a casa con buenas calificaciones le daba dos pesetas y le decía:
—Eres un muchacho demasiado «procaz» para tu edad.
Quería decir «precoz». Pero la procacidad no le iba mal, tampoco.
Escribí a Valentina doliéndome por vez primera de nuestra separación y diciendo que no faltaba mucho para las vacaciones de Navidad. Entonces nos veríamos y le diría mil cosas que me callaba porque «no eran para ser confiadas al correo». (Esta frase la había sacado de una novela). En la imprescindible postdata decía: «Mis notas del segundo mes son buenas, pero los frailes las envían a mi padre. Creo que todas son “sobresalientes”, pero no estoy seguro. Así que tú verás. Vale».
Aquel domingo leí la mitad de una novela de aventuras marineras. La novela me traía tan absorto que no podía esperar el domingo siguiente para leer el final y por la noche después de apagadas las luces, salí de mi celda y bajé al piso inferior. Nuestras celdas las cerraban todas con una misma llave, desde fuera. Pero podíamos abrir por dentro si queríamos ir a los lavabos. En este caso, como no podíamos volver a cerrar la puerta, al día siguiente se sabía quién había salido.
Llegué descalzo a la sala de estudios y saqué de la librería mi libro. Volví con él y al pasar por el corredor donde estaba el gabinete de historia natural no pude menos de pensar en el esqueleto. Como la puerta estaba cerrada no lo veía pero lo tenía en la imaginación, que era peor. Mis pies descalzos causaban un pequeño rumor que en algunos lugares producía eco. Tenía la impresión de que detrás de mí se oían otros pasos desnudos. Un esqueleto no es un ser vivo y en medio de la oscuridad de la noche se supone que puede flotar en el aire, atravesar una puerta cerrada y hasta un muro. Antes de llegar yo a la altura de la puerta no tenía miedo pero cuando la rebasaba y se quedaba atrás no podía menos de avivar el paso. Llegaba el momento de echar a correr. Cuando el miedo se hacía insuperable me detenía y volvía a mirar atrás. No veía a nadie. Entonces echaba a andar otra vez y al poco rato me sucedía lo mismo. Por fortuna cuando llegué a las escaleras que subían al piso tercero, el eco de mis pasos desapareció.
No fui a mi cuarto, donde por no tener luz no podía leer. En cambio en los lavabos dejaban la luz encendida toda la noche. Cómodamente instalado en uno de los retretes me puse a leer avergonzado de haber tenido miedo y recordando mis proezas en circunstancias parecidas el verano anterior. Pensaba que la vida en comunidad y sobre todo en comunidad con curas y con chicos mayores me quitaba fuerzas y podía llegar a hacer de mí tal vez un cobarde. En las novelas de Salgari recuperaba mi fuerza.
Me había quedado en la página 123 —lo recordaba bien por el orden de los números— precisamente en el momento en que cuatro hombres a bordo de un barco desmantelado se habían comido ya el cuero de una maleta y, a punto de morir de hambre, decidían sortear a ver cuál de los cuatro debía ser sacrificado para que con su cuerpo se alimentaran los otros. Puestos de acuerdo uno de ellos preparó varios trozos de cuerda de diferentes longitudes y el que sacara el más largo debía resignarse a morir. Como es natural, el marinero señalado por la fatalidad era el que había despertado en el lector mayores simpatías. Yo estaba terriblemente angustiado y me identificaba unas veces con la víctima y otras con el más frío e insensible de los otros náufragos, que se llamaba Jackson. «Está bien —decía la víctima—. Lo único que pido es que me matéis inesperadamente y sin que lo sepa yo».
Los compañeros de tantas heroicas dificultades pasaban por estados de ánimo contradictorios. Por un lado la amistad. Por otro el instinto de conservación. Yo no podía aceptar que aquello fuera razonable. Es mejor morir mil veces de hambre que comerse a un amigo, pero aceptaba que fuera posible entre otras gentes y bajo otros cielos. Devoraba las páginas.
Tardaba en llegar el asesinato y los lavabos con muros de loseta blanca y suelo sin estera estaban muy fríos. Por fin la víctima cayó apuñalada por la espalda y se oyeron en el reloj de la capilla las dos. Fui a mi cuarto con el corazón dolorido y pesada el alma. Tenía que atribuir al pobre muerto la cara del padre Ferrer para tranquilizarme. Pero en su conjunto, aquella lectura me devolvía mis energías aventureras de los tiempos de la aldea.
Pensé ir a la sala de estudios para dejar el libro en su sitio, pero el marinero muerto y la sugestión del esqueleto al otro lado de la puerta me aconsejaban esperar al día siguiente. Una vez muerto el marinero, mi curiosidad perdía sus apremios y podía adormecerse hasta el domingo por la tarde.
Escribí una carta a Valentina dándole noticias sobre el taller del lego y le conté la historia de la tarasca. Después de la firma le puse en la postdata: «Ahora debo decirte que el matrimonio es una rémora y que no necesitamos casarnos para ser felices. Vale».
Pocos días después me correspondió leer en el refectorio mientras los demás comían. Según los reglamentos del colegio sólo se podía hablar durante la comida los jueves y los domingos. Estos días, al llegar al comedor, nos instalábamos en nuestros puestos y esperábamos callados la señal del padre Ferrer. Cuando él daba una palmada se producía una explosión de voces, exclamaciones, risas, que revelaban, de pronto, el esfuerzo que habíamos tenido que hacer para callarnos. Los demás días no se podía hablar sino en voz baja y evitando ser vistos por el fraile guardián. Mientras comíamos en silencio, uno de los chicos, subido en una tribuna de madera adosada al muro, leía. No eran muy interesantes las lecturas: vidas de santos. El que leía comía después, solo, cerca de las ventanas de las cocinas y solía tener postres especiales y golosinas. El día que leí yo, parece que muchos chicos pusieron atención —cosa que no era frecuente— y esto me halagaba. El interés no estaba en mi manera castellana de leer sino en el peculiarísimo santo cuya vida me tocó en turno.
Para mí fue también una curiosa experiencia. San Benedicto José Labré era un santo de veras interesante. Mientras yo señalaba las particularidades de la vida de aquel hombre el padre Ferrer me miró dos o tres veces con extrañeza. Era la primera vez que oía el nombre de San Benedicto José Labré y probablemente no podía comprender su caso.
La verdad era que el santo había sido ciudadano francés sin cultura religiosa ni civil y sin oficio ni beneficio. Un vagabundo. Lo que los franceses llaman un clochard. Iba por los caminos descalzo, con un saco a la espalda y un palo. Sus amigos eran también vagabundos, mendigos, que se mantenían como podían al margen de la civilidad y de la ley. De vez en cuando se acercaba Benedicto José a un convento, pedía que le dejaran entrar como fámulo y decía que ser fraile era la más alta ambición de su vida. Le daban un trozo de pan, y lo despedían con palabras secas. A veces, viéndolo harapiento, le daban el pan y no se dignaban hablarle. Otras veces lo echaban con buenas palabras sin darle nada.
Así anduvo por todo el mediodía de Francia y al norte de Italia. Era, si no recuerdo mal, a fines del siglo XVIII, cuando los franceses bailaban la Carmagnole en las plazas de las ejecuciones y hacían sus primeras leyes democráticas.
Mientras yo leía, pensaba en el lego del taller. No era el lego un vagabundo ni vestía harapos, pero tenía algo del hombre del margen. Y si en mi acento se veía alguna simpatía por Benedicto José, era a través del lego del taller. Naturalmente, la causa de mi simpatía no estaba en sus virtudes. ¡Qué podía yo entonces saber de la virtud humana y menos de las cualidades religiosas de nadie! Me gustaba el lego del taller porque podía yo hablar con él de igual a igual y el santo vagabundo porque era el polo opuesto del padre Ferrer. Este iba siempre muy peinado y relamido.
El padre Ferrer pertenecía a una comunidad y nuestro colegio era un convento. (La parte donde vivían los frailes era clausura y allí se hacía vida conventual). Conventos como el nuestro y frailes como el padre Ferrer habían humillado y hasta insultado, según decía el libro, a aquel santo varón. El pobre vagabundo Benedicto José Labré tenía que dormir debajo de los puentes en la compañía triste de los borrachos, los ladrones, tal vez al lado de degenerados y asesinos. Pero en los últimos años de su vida, todas esas gentes lo llamaban «santo». Y no por su sabiduría ni por las limosnas que daba. ¿Cómo podría darlas si vivía de ellas? Ni por los sermones en los púlpitos tapizados de las catedrales. Para que aquella gente llegara a llamarle «santo» tenía que haber visto otras cosas en él. ¿Cuáles? Aquel misterio me intrigaba.
Desde que leía la primera página de su biografía pensé: igual que el hermano del taller, Benedicto José tenía el alma líquida. Los otros veían su santidad porque a él se le iba el alma por los ojos igual que al lego del taller. Pero aquí me armaba un lío. ¿Quién tenía el alma líquida? ¿El que percibía al otro o el que se dejaba percibir? Incapaz de resolver este arduo problema volvía a pensar en el lego del taller. Este adivinaba la alegría o la angustia de los otros, pero también dejaba abiertas las puertas para que nosotros entráramos en su intimidad. Yo también tenía el alma líquida. Estaba seguro de que el lego me lo había dicho en serio y por nada del mundo permitiría que dudaran de aquella cualidad que consideraba un privilegio. Aunque mi «alma líquida» no lo era a la manera santa. Más bien a la manera mágica.
Terminaba la lectura con la llegada de Benedicto José a Roma donde murió tan oscuramente y tan miserablemente como había vivido.
Otro detalle me había hecho relacionar el santo con el lego del taller. Igual que el lego, Benedicto José era duro consigo mismo y muy dulce y benigno con los otros. Al menos esto decía el libro. Poco después de su muerte fueron los vagabundos, los ladrones, quienes sin querer llamaron la atención de la Iglesia. «El santo ha muerto», repetían por los caminos y los asilos nocturnos de Francia e Italia. Mucho antes que la Iglesia, los vagabundos habían canonizado a Benedicto José. Yo lo imaginaba sucio, harapiento, con su saco a la espalda y una aureola alrededor de la cabeza. Los perros veían aquella aureola y ladraban.
Tal vez cuando el santo estaba de humor jovial bromeaba como aquel mendigo viejo que llegaba los sábados a nuestra casa y decía en el umbral con voz de trueno.
—Una limosna, porque si no…
—Si no, ¿qué? —preguntaba algún sirviente.
—Que me n’iré.
Cuando terminé la lectura estaba seguro de que había conseguido irritar al padre Ferrer. En dos pasajes había añadido al texto una frase aparentemente inocua, pero que establecía una comparación: «como otros eclesiásticos». Allí donde el texto decía: «no era Benedicto José, culto ni docto en ciencias académicas, ni cuidadoso del vestir ni de la apariencia…», añadía yo: «como otros eclesiásticos». Y esta añadidura iba directa y zumbadora como una saeta contra el padre Ferrer. Sin mirarle veía yo su rostro como una mancha rosácea en el aire. Y no tenía aureola ninguna.
El pobre santo vagabundo no se habría atrevido siquiera —pensaba yo— a acercarse a nuestro convento que tenía un zaguán de mosaico romano y dobles puertas, la segunda de las cuales no se abría sino después de comprobar quién era el osado que se acercaba. La idea de que el padre Ferrer tendría que arrodillarse ante el harapiento Benedicto José era para mí extraordinariamente grata. Pero aquel santo no estaba en nuestra capilla. No estaría nunca en una capilla que tenía un púlpito decorado con plata y oro, en cuyo doselete —la parte baja era de cristal opaco— había grabada una paloma símbolo del Espíritu Santo. Desde ella caían sobre el orador que hacía el sermón, raudales de luz inspiradora.
Y sin embargo Benedicto José era un santo y el padre Ferrer sólo un pecador con sotana. Esto me parecía muy justo y sabio.
Al día siguiente, que era domingo, escribí otra carta bastante larga a Valentina hablándole de Inés, la novia de Prat. Dije que aunque bonita no valdría ni para descalzarla a ella, y que con Prat hacía buena pareja porque Dios criaba a los tontos y ellos se reunían. Esta expresión era una de mis preferidas cuando quería ser satírico. En la postdata escribía: «Como te dije en mi última, soy enemigo declarado del matrimonio y partidario del amor libre. Hoy no tengo tiempo de explicarlo, pero en la próxima carta te lo diré.—Vale».
Aquel día había tenido otro incidente con Ervigio. De vez en cuando me preguntaba si había recibido carta de mi novia y yo le miraba con las intenciones de Caín y me negaba a contestarle.
Pau era un año más joven que él y Ervigio lo tiranizaba. Pau le dijo algo y Ervigio, mirándolo por encima del hombro contestó:
—No voy contigo porque el que con niños se acuesta meado, etcétera.
La gente suele decir para evitar el participio indecoroso «el que con niños se acuesta, etcétera». Pero Ervigio colocaba el «etcétera» fuera de lugar y cuando no hacía ya ninguna falta. Se lo advertí. Pau rió y Ervigio se atrevió a contestarme mal. Le di un golpe. Él me lo devolvió. Luego fue a refugiarse a la sombra de un fraile. Había Ervigio dado el último golpe y eso me tenía resentido e inquieto.
Aquella noche, al llegar a mi cuarto, comprobé desde la ventana que las últimas luces del centenario de Constantino se habían apagado. La noche ya no tenía lejanías nobles, sino que se quedaba pegada a mi ventana, oscura y vulgar y con aquellas dos chimeneas de fábrica que parecían más altas y más vigilantes.
Dos días después fui a ver al lego del taller. Lo encontré muy triste. Antes de hacerme presente estuve mirándolo desde la puerta. El lego, con la sotana remangada, mezclaba colores en una lata cerca de un infiernillo de alcohol cuya llama apenas si se veía a la luz del día. Estaba tan triste que me quedé dudando si entrar o marcharme. Por fin dije a media voz:
—Eh, hermano…
Mi voz debió ir y venir devuelta por los muros desnudos y los rincones fríos. El hermano se asustó. Luego me miró gravemente:
—¿Ya sabe el padre Ferrer que vienes a verme?
—No. ¿Por qué?
Parecía confuso.
—Debes pedirle permiso.
Vi que la cabeza de mármol rosa tenía la nariz pegada. El lego miraba su obra complacido y dijo que no había podido resistir la tentación de componerla. Tenía aquella escultura una expresión que yo no la había visto antes. Se me ocurrió que era la cabeza del santo vagabundo. Hablé de Benedicto José y dije todos los pormenores que recordaba. Dije también la extrañeza que me había causado aquella clase de santidad.
—¿Qué es lo que te extraña?
—Pues hombre…, un vagabundo que no trabaja, que no hace nada, que no ha estudiado y que es o parece ser un ignorante. No debía saber mucho si no había ido a la escuela, digo yo.
El lego miraba la cabeza de mármol:
—¿No dices que Benedicto José se parece a esta escultura? ¿Y tú crees, hermanito, que esta es la cabeza de un hombre que no sabe nada?
—No.
Tal vez era la cabeza de un hombre que no había ido a la escuela, pero no la de un ignorante.
—Benedicto José tenía el alma líquida como nosotros y podía saber muchas cosas sin estudiar —dije yo.
El lego me preguntó si había dicho a alguien aquello del alma líquida y yo mentí y dije que no. «Tú sabes —repitió una vez más, apenado— que hablando de religión a mí no se me puede ocurrir nada inteligente. Entonces te suplico que no repitas fuera del taller mis palabras». Se lo prometí y él me preguntó:
—¿Por qué dices que esa cabeza de mármol tiene el alma líquida? Ese pedazo de roca no tiene alma, aunque la forma es algo así como el alma de las cosas y a su modo todas, hasta las que parecen más… materiales, la tienen.
Yo dije que aquella cara de la escultura se movía bajo la luz, como la mía cuando me miraba reflejado en el agua. En el agua quieta, un poco movediza.
—¿Tu propia cara?
—Y, a veces, la de los otros cuando nos asomamos varios chicos a la balsa de las Pardinas de mi pueblo. Y una luz va y otra viene.
—¿Las Pardinas?
—Sí, cerca del río. Hay una ermita vieja, que ya no sirve pero que todavía tiene campana. Los campesinos de la montaña dicen cuando bajan al pueblo y pasan por allí:
Camporretuno,
sin santo nenguno,
uno qu’en habló
el diablo se lo llevó.
Y explicaba, todavía:
—Camporretuno es el nombre antiguo de toda aquella comarca.
Pero la cabeza de mármol estaba allí y yo la veía como en el fondo del agua. El lego parecía interesado y seguí: «Por eso la cara parece viva. Tiene las orejas tapadas, pero yo diría que escucha. Los ojos no miran, pero es como si vieran. Y además está contenta de la vida, pero podría llorar». Nos quedamos callados. El lego dijo:
—Sí, hermanito. En todo eso tienes razón. Se diría —añadió— que ese hombre está contento de la vida, aunque podría ser que a menudo pensara en la muerte. En este momento yo podría imaginar, hermanito, cuál fue la vida de este individuo. No es cura ni fraile. Es un hombre civil. Más que civil, un pagano. Un patricio. Se casó muy joven, su mujer murió, pensó volverse a casar, pero tenía miedo de que su mujer se muriera también. ¿No lo ves? Parece pensar que hay una catástrofe detrás de cada alegría, hermanito. Y ahora tiene miedo de la felicidad. ¿No es verdad? Es como si quisiera reír y no se atreviera. Tiene miedo. Pero no es un hombre débil a pesar de todo. Es alguien y eso se ve en la frente y en los arcos ciliares. ¿No te parece?
Oyéndose a sí mismo el lego parecía contento.
—La nariz la pegué con una pasta especial y ha quedado más segura que antes. Claro es —añadió con tristeza— que una escultura no debe tener roturas ni remiendos. Debe ser perfecta.
Miraba su obra con melancolía. Se puso a mezclar pintura murmurando entre dientes: «Hago mal en recomponer la cabeza. Si se rompió la nariz era por algo. Me faltaba unción y temple en los nervios y, pensándolo bien, rota debía quedarse, amiguito. Cuando las cosas se rompen es que deben haberse roto».
Cerca de la cabeza de mármol había otra de madera, pero vuelta hacia la pared. Estaba nueva, fresca, sin una escoriación. Tenía debajo de la barba un vástago de un palmo de longitud para ajustarla entre los hombros de algún cuerpo que debía andar por allí. «Este santo —dije yo— no parece muy serio».
El lego me dijo que creía que se parecía al padre Ricart, el del observatorio. Para comprobar si el parecido era verdadero quería estar sin ver la cara algunos días. Por esa razón la había vuelto contra la pared.
—Es un santo —dije— que si se contempla no puede uno menos de reírse. ¿Quién es?
—San Felipe Neri.
—Píntele barba y así no se parecerá al padre Ricart.
—Pero es que san Felipe no tiene barba. Si le pongo barba será más bien San Pablo.
—Pues, la verdad, así no parece un santo. Da la impresión de que está haciendo morisquetas y de que tiene ganas de reír y se aguanta.
—¿Tú no sabes que San Felipe Neri era un poco bromista? Llevaba una mona pequeñita atada con una cuerda enorme como los cabrestantes de los barcos.
—¡Vaya un santo! —dije escéptico—. ¿Cómo puede haber santos que andan por el mundo con una mona?
—Pero, hombre. ¿Te olvidas de Benedicto José Labré?
—Él no tenía mona ninguna.
—Bueno; en todo caso, la alegría es de este mundo y Dios quiere que nos riamos de vez en cuando. Pero ya veo, hermanito. Crees que para salvarse hay que ser solemne e importante. Bien. No digo que no. Pero la importancia nos la da Dios y no es preciso dárnosla nosotros mismos. Nos la da Él, amiguito. A cada cual la importancia que le corresponde. Y la más pequeña que nos da Él es mil veces mayor que la más grande que nos damos nosotros. San Felipe Neri podía hacer el payaso si quería. ¿Por qué no? Otros lo hacen cuando quieren y cuando no quieren.
Inclinándose hacia mí y bajando la voz añadió:
—¿No sabes tú que la sabiduría verdadera tiene a veces cara de clown?
Aquello era nuevo para mí. Pero recordaba que nunca había podido reírme en el circo mirando a un clown. Me parecían los payasos hombres superiores que hacían cosas ridículas porque nos despreciaban. Lo que decía el lego me parecía, sin embargo, muy complicado. ¿La sabiduría cara de clown? No ignoraba que el padre Ricart, el astrónomo, era el fraile más sabio de la comunidad y publicaba a veces escritos importantes en la revista El Ebro. La verdad era que aquel padre, al que yo había visto en la capilla, tenía cara ancha de altas cejas, boca pequeña y expresión asombrada.
—¿Y dice usted que San Felipe Neri era un payaso?
—No, hermanito. Yo no diría nunca eso —negó, observando que la mezcla de pintura estaba ya a punto—, sino que podía hacer cosas de clown sin perder su naturaleza virtuosa e incluso santa. ¿Qué te figuras tú, que el hombre para ser santo tiene que vestirse de pontifical? La gravedad y la solemnidad son para el ritual de Dios y para su servicio, pero en la vida ordinaria un hombre es un hombre, y a menudo menos que un hombre. De esto último yo puedo hablar mejor que otros.
Aquel día le ayudé en su trabajo. Estuve raspando con lija dos planchas de madera. Seguíamos hablando.
—¿Podía San Felipe andar sobre las manos con las piernas al aire? —preguntaba.
—No sé, amiguito.
Chascaba yo la lengua con un gesto de lamentación y censura. Me gustaba discrepar del hermano lego y por provocarle una vez más, dije que en el castillo de Sancho Garcés Abarca había una capilla, y en ella una imagen de la Virgen y que una vez que iban a cambiarle el manto llegó la mujer de Escamilla con una vela votiva y cuando vio que debajo del manto la imagen tenía sólo una pequeña pirámide de listones de madera se quedó mirando, arrugó la nariz y dijo:
—¿Conque esas tenemos? Me vuelvo a casa con la velica.
El lego recordaba: «Es como aquel otro campesino que había visto el crucifijo cuando no era más que la rama de un ciruelo». Reíamos y seguíamos trabajando. El lego decía: «O como los que creen que los milagros sólo eran posibles en la antigüedad. ¿Tú crees en los milagros, hermanito?». Yo dije que cuando Dios andaba por los caminos podía haber milagros, pero ahora no era tan fácil. El lego exclamó: «Ya sabía que ibas a decir eso». Dejó de trabajar y se me quedó mirando con tristeza:
—Tú crees que este tiempo en que vivimos es el mejor de toda la historia del mundo. Confiésalo, hermanito. Y que es el único tiempo en el que la gente sabe de veras lo que lleva entre manos. ¿Verdad? ¿Por qué? Porque vives tú. Además, crees que entre los demás chicos lo que tú piensas es lo mejor. Bien. A muchos les pasa eso. Y es que la inteligencia les engaña, nos engaña. Tal vez nos puede salvar, pero nos puede perder también, hermanito. Ven aquí y escucha. Nuestro tiempo no es el mejor, sino uno más, igual que los siglos pasados y los que vendrán. Y todo era milagro entonces y todo lo es ahora. ¿No es un milagro que tú no creas en los milagros? ¿No es un milagro que tú estés ahí, en tus dos patas —«dos piernas», corregí yo—, bueno, dos piernas, y me mires y me oigas y me entiendas y te consideres por encima de los milagros? ¿Por qué puedes estar de pie y oírme y pensar lo que piensas? ¿Qué has hecho tú para ser más que un pedazo de madera o de piedra? ¡Ah!, hermanito. Humo. Sólo tenemos humo en la cabeza. ¿Cuáles son tus méritos para poder hablar y reír y repetir en el escenario los versos de Calderón de la Barca, aunque, la verdad, a mí no me guste? Vamos, contéstame.
Comprendía que podía tener razón el fraile, pero las cosas me parecían más simples.
—Yo soy yo —le dije—; ¿qué milagro hay en eso?
—¡Ah!, muy bien. Tú eres tú, hermanito. Pero ¿no se te ocurre pensar por qué tú eres tú?
—Pues cada cual es cada cual.
—Sí, pero ¿qué méritos tiene cada cual para ser el que es?
—Dios lo sabe, si tenemos méritos o no.
—¡Ah!, bueno. Dios lo sabe. En eso estamos de acuerdo pero lo dices como lo diría el campesino. Lo dices pensando: allá Dios. Él sabrá lo que hace y por qué. No diría otra cosa el gato si pudiera hablar. Y entre tanto, comes buenas chuletas, duermes como un bendito y gozas de la vida. Hasta tienes novia si a mano viene.
—Claro que sí —dije yo.
—Muy bien. No te censuro por eso. Pero tú dices: Dios sabe por qué. Pues bien; Dios te ha dado una inteligencia para que trates de saberlo tú también. ¿Y no es eso un milagro?
—No digo que no.
—¡Ay!, hermanito. No digo que no. Y lo dices como si le hicieras un favor a Dios. La verdad, Pepe. A veces me pareces muy poco inteligente.
Mirándome con una lástima natural dejó las pinturas, se me acercó y me dijo despacio:
—El otro día tú me reprochabas que yo no mire a la cara de la gente cuando hablo. Es verdad. Casi nunca miro a la cara a nadie. Es por lo grandioso del milagro, amiguito. A ti te miro, es verdad. ¿Sabes por qué? Tú no eres todavía un hombre y ellos lo son. Y cuando viene el padre Ferrer a la puerta y la abre y entra, él, en dos pies en —«dos patas», dije yo interrumpiéndole—, cuando entra con su mirada inteligente y me dice: Buenos días, hermano, yo estoy un momento abrumado por el milagro. Él viene y me mira y me habla y me dice que desea buenos días para mí. Además, por su mirada ve que estoy aquí, que soy hermano lego, que soy yo. Buenos días, hermano lego. Yo, lego. Y él es sabio. Y yo no lo soy. Y entra y me conoce. Y lo miro y lo conozco. ¿No te parece una serie de milagros?
—No, ni mucho menos.
Aunque yo comenzaba a sentir un misterio detrás de aquellas palabras, no me parecían convincentes. Si hubiera usado a otra persona como ejemplo y no al padre Ferrer, tal vez habría sido mejor. Hablando, la cara del lego tomaba una placidez inspirada. Yo miraba la cabeza de mármol. El lego siguió:
—¿No es un milagro que mi inteligencia mueva mis manos, y dirija mis ojos, y me permita reconocer en un objeto material a un ser humano con su nombre y sus caracteres? ¿No es un milagro que mis manos hagan de un pedazo de piedra una cabeza humana?
—No; porque usted ha aprendido, y porque, además, tiene escoplos y martillos.
—Bien, hermanito. Hablar contigo es machacar en hierro frío. Se pierde el tiempo. No importa. Anda, acércame aquella sierra. Y no tengas miedo a la tarasca, que no muerde.
La sierra estaba encima del monstruo. Yo se la di.
El lego seguía muy preocupado.
—¿Dices que la cabeza de mármol es como la de Benedicto José? ¿Y que tiene un alma líquida como tú y yo? ¿Cómo sabes eso? ¿Porque te parece verla debajo del agua? —Sonreía el lego, entre halagado y triste—. No. Esa cabeza, aunque tenga expresión no puede tener un alma líquida. Porque la primera muestra del alma líquida es el llanto. ¿Cómo va a llorar? Tú comprendes que es absurdo.
—Tampoco yo lloro —dije apresuradamente.
En los intervalos del ruido de la sierra —estaba el lego serrando madera— siguió explicando: «No hablo del llanto producido por el dolor o la tristeza. Entonces, todos tendrían el alma líquida, porque todos lloran alguna vez».
—Menos yo.
—Bueno, bueno. También tú, hermanito, si tuvieras un dolor fuerte o se muriera alguno de tu familia.
—Hace tiempo que se murió una hermana mía y como si tal cosa.
—Bueno, pero el alma líquida no lo es por llorar cuando se tiene tristeza y pena, sino cuando no se tiene ningún dolor ni pena alguna. Sólo por pensar que se está vivo en el mundo y que Dios se ocupa de uno como si uno tuviera de veras importancia. ¿Comprendes? Se llora de…
—¿De alegría? Yo he visto un caso en mi familia.
—No. De la sorpresa que da el comenzar a comprender. Bueno, tú eres muy niño para eso.
Yo le pregunté si hablaba con los frailes de aquellas cosas.
—No, pobre de mí. Sólo hablo contigo porque tú vienes a verme y me preguntas. Comenzamos hablando de La vida es sueño y luego hemos seguido con la tarasca y con las imágenes. Me gusta más hablar de la cabeza de mármol que de tu enemigo Clotaldo. Yo le tomé la palabra:
Pues vil, infame traidor,
¿qué tengo más de saber,
después de saber quién soy,
para mostrar desde hoy
mi soberbia y mi poder?
El lego suspiraba:
—Mira, hermanito. Serías una persona admirable si te conformaras con ser uno más y no especial. Naciste como cada cual. Morirás como los otros. Entre tanto, vives como viven todos. ¿Me oyes? Cuando viniste a esta escuela traías la cabeza llena de aire. ¿Te atreverás a reconocerlo?
—¿Por qué no? Creía que era el señor del amor y del saber y de las dominaciones. En los últimos tiempos he cambiado un poco de ideas.
Había llegado al colegio hacía dos meses, pero me parecían dos años.
—¿El señor de las dominaciones también? —preguntaba el lego—. ¿Tú sabes lo que son las dominaciones?
—¡Hombre!, las batallas ganadas y los imperios conquistados.
—No, no. Las dominaciones son los coros de ángeles que acompañan al Señor. El Señor, en los cielos, tiene tronos, potestades y dominaciones. Atributos de poder, pero no como los de la tierra, sino muy diferentes. Sin cañones ni espadas. Mira, ven aquí. Ven aquí, hermanito.
Abrió un enorme cartapacio que estaba en el suelo, apoyado contra la pared, y sacó una hoja donde había dibujado algo. Estaba sin terminar y entre fuertes trazos de lápiz había manchas de color. «Estas son las dominaciones». Yo veía hasta dos docenas de ángeles, unos con las alas desplegadas, otros recogidas, algunos orando, casi todos cantando. Tenían caras de muchachas hermosas. Las alas eran amarillas y negras en unos, azules y blancas en otros. A veces tenían un ala recogida y la otra desplegada, como los pájaros cuando yo los sujetaba en la mano y querían volar. Uno de los ángeles se parecía a Planibell, aunque seguramente no decía merde en francés ni en español. Otro tenía una pierna demasiado gruesa.
—Ese —dije yo— es un ángel demasiado patudo.
—Bueno, el Greco también pintaba así. ¿Qué te parece? Estas son las dominaciones.
Si aquellas eran las dominaciones, había estado yo en un tremendo error. ¿Señor de las dominaciones? Dudaba también de que siguiera siendo el señor del saber. El del amor tal vez. El lego me preguntó de pronto:
—¿Cómo se llama tu novia?
Yo no contestaba. Dije, por fin, que me había hecho el firme propósito de no decir su nombre en el colegio porque no merecían oírlo ni los frailes ni los otros chicos. Ervigio se burlaba de las novias de todos y había inventado una canción con el nombre de la de Prat. Con el de mi novia no haría bromas nadie.
El lego me miró extrañado y dijo:
—Bien, bien. Se ve que la quieres, a tu novia.
En aquellos días recibí un sobre de Valentina, con fotos. Una de ellas estaba cortada con una tijera para eliminar a alguien que no debía ser visto por mí. Sospeché que era su primo. Escribí a Valentina preguntándoselo, y a vuelta de correo me contestó diciendo que era su hermana Pilar y que se había suprimido ella misma porque decía que había demasiados chicos en mi escuela y que todos eran mirones y chismosos. En eso Pilar tenía razón.
Al cambiarme una mañana de ropa interior descubrí en el bolsillo de una camisa nueva una monedita de plata. El dinero no era muy importante, porque dentro del colegio no había ocasión de comprar nada. Pero algunos días salíamos en dos largas filas e íbamos a algún lugar interesante. A menudo nos llevaban al estanque de la mina, un sitio pintoresco. Tenía en medio de un bosque de algarrobas una especie de gruta, en cuyo fondo se veía un túnel. No se podía entrar, porque, además de estar inundada la galería, tenía una reja para impedirlo. La mina había sido de manganeso y los muros y la techumbre se veían constelados de puntitos luminosos como estrellas. El agua que salía por allí llenaba un amplio estanque que tenía espejismos verdes y estaba bordeado de un pretil de piedra. Solía haber por allí vendedores ambulantes con los que gastábamos nuestro dinero.
La moneda del bolsillo de la camisa fue una revelación. Mi madre me había puesto otras en las prendas, que estaban en la parte honda del baúl, calculando el tiempo que tardaría yo en gastar las que tenía al salir de casa. Un minuto después mi celda estaba llena de calcetines vueltos al revés, calzoncillos arrugados, camisetas extendidas. En muchos de los calcetines hallé una moneda de media peseta. El resultado de aquella búsqueda fue considerable, en relación con mis costumbres.
Volví a guardar la ropa, feliz con aquel tesoro. Mi madre se había equivocado si creía que yo iba a esperar a cambiarme de calcetines y ropa interior para encontrar el dinero.
Hablé otra vez con Planchat y le pedí que me explicara mejor lo del amor libre. Con su aire tremebundo Planchat dijo: «La cosa es clara. ¿Qué necesidad hay de bendición ninguna ni del papeleo de los jueces? Esas son pamplinas y engañabobos». Él no pensaba casarse. Yo lo escuchaba con una curiosidad enorme.
Le hice más preguntas. Había descubierto en nuestra «clase de educación cívica» la física del amor, sobre la que no tenía antes sino vagas ideas. No creía del todo a los chicos, pero suponía que algo había de verdad en lo que hablaban. Aquellas medias nociones no me parecían tan sensacionales como las personas mayores piensan cuando las ocultan a los niños. Para los chicos el sexo tiene mucho menos interés que un pájaro mecánico o una bicicleta.
El amor libre me parecía digno de mí y de las personas expertas, heroicas y despreocupadas como yo. «Tengo que explicárselo a Valentina», pensé.
En el colegio era fácil hacer investigaciones hacia abajo —los sótanos—, pero sólo se podía subir a las terrazas del último piso en compañía de algún fraile. Y de vez en cuando el hermano Pedro llevaba un grupo de ocho o diez chicos para que vieran el observatorio. El padre Ricart mostraba el telescopio grande y otros aparatos. Además enseñaba los dibujos que hacía de algunos astros y planetas a distintas horas de la noche y en distintos días.
Cuando yo subí venía conmigo casi todo el grupo de mi mesa, y además Prat. Este había estado en el observatorio otras veces y se daba importancia tratando de conducirnos y aleccionarnos. Entre otras cosas dijo en voz baja algo absolutamente absurdo. No lo habría creído ni Caresse. Dijo:
—Se puede mirar a todas partes menos a Venus, porque en ese planeta hay siempre mujeres tomando baños de sol. Verdaderas mujeres desnudas. El que mira a Venus queda excomulgado.
Temiendo que lo hubiera oído el hermano Pedro, alzó un poco la voz y añadió:
—Lo he leído en una enciclopedia de «astrología».
Aseguró que él había mirado por el telescopio a todos los planetas del cielo menos a ese. También había visto la luna, que estaba habitada por hombres muy diferentes de los de la tierra. Sólo se parecían a nosotros en las orejas. Según él, los hombres de la luna se llamaban selenitas y aunque tenían cuatro patas, eran esbeltos como los taburetes de los bares. Los detalles de Prat eran tan minuciosos que no había más remedio que concederle algún crédito. Planibell, escéptico, le decía: «Mira, Prat, a mí dime todo eso por escrito».
El observatorio era circular y estaba en sombras. Sólo dos pequeñas lámparas de metal daban una claridad débil, cada una en un lado contrario de la repisa, sobre la cual giraba de un modo imperceptible la media naranja de la cúpula. Esta tenía un gajo abierto por el que asomaba el telescopio. Al entrar allí hablábamos en voz baja, como si aquel lugar fuera un templo o se hubiera muerto alguien. Pau abría unos ojos enormes y no se atrevía a chistar.
Prat se anticipaba a veces al padre Ricart en sus explicaciones: la cúpula se movía sola, de Este a Oeste, lo mismo que el telescopio, obedeciendo a un mecanismo de relojería sincronizado con el movimiento celeste.
Pere hizo una pregunta de párvulo que nos avergonzó. Quería saber si se podían ver las puertas del cielo, porque San Pedro era su santo patrón. Suponía que debía estar allí con la gran llave de madera.
Hubo risas, y el que reía más era el padre Ricart. Tenía este sacerdote una cara parecida a la del santo del taller. Risueño y muy poco… ascético, por decirlo así. El lego tenía razón. El padre Ricart fumaba un cigarro puro y habiendo percibido en nosotros algo irreverente, con motivo de la pregunta de Pere, dijo separando el cigarro de los labios:
—Hijos míos, las puertas del cielo están dentro de nuestras almas.
Prat, más desenvuelto que de costumbre, añadía:
—¡San Pedro! ¿Y por qué no Santa Genoveva y las once mil vírgenes?
El astrónomo, sin mirar a Prat le dijo tocando aquí y allá misteriosas ruedecitas:
—Vamos, cállate, botarate.
«Las once mil vírgenes debían estar —pensaba yo— en Venus, tomando baños de sol». De tarde en tarde se oía como un ruidito de cremallera o de rueda dentada. El inmenso telescopio giraba con la cúpula del observatorio y con la misma bóveda celeste.
El padre Ricart maltrataba a Prat de un modo amistoso. Tenía un humor más fino que el hermano Pedro. Decía de Prat que crecía como un dinosaurio. Otras veces se le quedaba mirando y añadía:
—Tú creces a traición, por la noche. Así nadie se da cuenta.
El padre Ricart tenía las mejillas rojas y hablaba como si tuviera demasiado aire en el pecho, de un modo cortado y, por decirlo así, explosivo. Pau, que parecía atreverse con Prat, reía en algún lado y decía: «Lo ha llamado dinosaurio». Prat lo oyó y rectificó ofendido: «No es verdad. Ha dicho que crezco como un dinosaurio, lo que es diferente».
Se había puesto Prat el primero para mirar por el telescopio y rechazaba la ayuda del astrónomo diciendo que no era la primera vez y que conocía aquellas máquinas. Yo trataba de poner en acción mi alma líquida y miraba al padre Ricart pensando qué cantidad de conocimientos harían falta para ser un verdadero sabio.
En la oscuridad, recostado en el muro, se veía al hermano Pedro sorber escépticamente su rapé.
Sentado en un taburete de metal bastante alto —yo recordaba a los habitantes de la luna—, Prat acercaba el rostro al complicado mecanismo y guiñando un ojo se ponía a mirar. El astrónomo decía:
—Ahora el telescopio está apuntando a Marte porque es el tiempo de la oposición y estoy haciendo observaciones.
Nos mostraba varios dibujos, aparentemente iguales, que había hecho las noches anteriores. «Vean ustedes que el planeta no es redondo del todo, sino un poco achatado, igual que la Tierra, y que tiene dos casquetes de hielo, uno en cada polo, como dos solideos blancos».
Pau dijo muy serio:
—En esos dibujos no se ve la gente.
Prat, que seguía mirando con la cabeza perdida entre tubos, ruedas y engranajes, dijo:
—Yo la veo.
El padre Ricart se volvió, ofendido.
—¿Qué gente ves tú, mastuerzo?
Prat rectificaba:
—La gente no la veo. Pero veo el brillo de las espadas y las bayonetas.
El astrónomo acercaba su rostro al de Prat:
—Faltas a la verdad como un bellaco. Y además no puedes ver nada porque estás mirando por un tornillo.
La lente por donde había que mirar no era más grande que las que tienen los gemelos curtientes de campaña y resultaba difícil encontrarla. Prat se había confundido entre tantas ruedas y tubos y no quería confesarlo.
—Palabra de honor, padre Ricart.
—Te digo que estás mirando por un tornillo, beduino. Lo sacó del taburete y me hizo sentar a mí. Prat protestaba y el astrónomo dijo:
—No me digas nada, porque nos conocemos hace tiempo.
Yo, sentado en el taburete, apliqué el ojo derecho a donde el fraile decía. No veía al principio sino manchas luminosas, movedizas y fugitivas. Pronto vi, sin embargo, un disco blanco, inmóvil, en el centro de la lente. Era un poco más pequeño que la luna a simple vista. No era del todo blanco, sino rosáceo. A veces se veían ligeras sombras verdes. Y unas pequeñas rayitas que bajaban del polo Norte hacia el centro. Los extremos Norte y Sur eran muy blancos. Cuando hablé de aquellas rayitas el padre Ricart dijo:
—Son los famosos canales.
Luego añadió: «No es que sean verdaderos canales, sino que los astrónomos han dado en llamarlos así».
Seguía yo mirando. Los demás callaban. En un extremo se oía al hermano Pedro estornudar. Planibell se había puesto detrás de mí y me tocaba la espalda impaciente, para que le dejara el sitio. Preguntaba Pau:
—¿Qué más ves?
Antes de que yo contestara el padre Ricart dijo:
—Espero que tú no veas también soldados.
—Yo no digo que haya visto soldados —dijo Prat desde las sombras—, sino sólo el brillo de las espadas. El hermano Pedro intervenía:
—El año pasado dijiste que habías oído el ruido de los tambores y de las tropas desfilando.
Viendo que tenía a todo el mundo en contra, Prat explicó que lo del año anterior era verdad y que los tambores eran ruidos que llegaban de la calle. Cualquiera se habría podido confundir. Además, quizá el año anterior las cosas eran diferentes en Marte.
—Es posible —dijo Planibell, irónico— que aquel día fuera el cumpleaños del rey.
—Y habría fiestas —añadí yo.
—Sí, fiestas cívicas —concluyó el hermano Pedro ladinamente. Lo que vi no me interesó gran cosa. Pero me creí en el caso de decir:
—Un día la gente podrá ir a Marte como ahora van a América.
—Tonterías —dijo Prat.
—¿Por qué no? Pepe tiene razón.
El hermano Pedro se ponía de mi parte, pero aquel fraile solía ayudar a los débiles contra los fuertes y su auxilio me deprimía. Yo no quería ser débil. Yo era más joven y eso era todo. Planibell se instalaba en el telescopio y para que no se equivocara como Prat, el astrónomo ponía su dedo al lado de la lente. Yo me interesaba por los misterios del observatorio mismo más que por los del cielo y miraba alrededor. En una mesita había un cuaderno abierto lleno de notas y fórmulas algebraicas. Pensaba en el hermano lego y me habría gustado estar allí con él. El padre Ricart callaba y chupaba su cigarro. En la mesita donde estaba el cuaderno había una cazuela de barro llena de colillas. Yo deduje: el astrónomo algunas noches, no baja al refectorio a cenar porque quiere estar al lado del telescopio, y entonces le suben la cena. Aquella cacerola debía haber tenido un estofado o un buen asado al horno y después la usaba el fraile como cenicero. Fumaba el padre Ricart constantemente y al hablar y devolver el humo este formaba curiosas escaleras en el aire.
Pere y Pau estuvieron poco tiempo mirando y no se atrevieron a hablar después de los incidentes de Prat. Había subido con nosotros un chico a quien apenas trataba yo. Era de Villalonga, se llamaba Ventós y parecía un morito o un hindú. No reía nunca. Su taciturnidad se debía a las añoranzas de su hogar. No se acostumbraba a vivir lejos de sus padres, lo que a mí me parecía incomprensible.
El hermano Pedro, invitado por el astrónomo a mirar, dijo con su gran pañuelo de cuadros azules en la mano:
—Todo eso lo veo mejor con los ojos cerrados, padre Ricart.
Parecía el hermano, a veces, saber mucho de la vida, pero a la manera de los campesinos, es decir, callado y cazurro.
La bóveda del observatorio y aquel telescopio, que era como un enorme cañón, me confundían y me parecían más misteriosos que la creación entera. Sólo faltaba, para que la emoción fuera completa, aquel ruidito de engranajes que de vez en cuando se oía en un lugar indeterminable.
El padre Ricart tenía cara de payaso y parecía que iba a sacar de su manga soles y estrellas sólo para sorprender a un público que no éramos nosotros y que yo no sabía dónde estaba. Pau lo miraba como si fuera —sin dejar de parecer un payaso— el San Pedro que buscaba entre las constelaciones.
Aquel lugar misterioso parecía más adecuado para rezar que la misma capilla. Me habría gustado estar allí con Valentina, los dos solos. El astrónomo hablaba de años luz. De trillones de años luz. Yo pregunté en voz baja al hermano qué distancia había desde donde estábamos hasta Saturno; y el astrónomo, que me oyó, intervino para decir que la distancia más grande en el cielo no era nada comparada con las distancias que nosotros tenemos adentro, por ejemplo, entre el miedo y la esperanza. El miedo a una muerte que no conocemos. La esperanza de una inmortalidad que no podemos imaginar. Me miraba y preguntaba:
—¿No te parece?
Yo le agradecía que me hablara en serio y quería decirle que no tenía miedo. Aquella confianza del padre Ricart me embriagaba aun sin saber exactamente lo que estaba diciendo.
—Yo sé lo que es la inmortalidad —dije—. Es como una estatua.
El hermano Pedro se sonaba y hacía un ruido como el mugido de una vaca. Llegaba Prat asegurando otra vez que el año anterior había visto cosas raras en Marte. Al ver que no le creían comenzaba a morderse las uñas con una súbita indiferencia por todo y a mostrar ganas de marcharse. El hermano Pedro repetía:
—Para mirar al cielo hay que cerrar los ojos.
—Yo —intervino Prat, sin comprender— sólo cierro uno. Hay que cerrar sólo uno.
—Y poner el otro contra un tornillo, ¿eh?
Viendo Prat que no lo tomábamos en serio se apartó y se fue al otro lado de la rotonda. Lo vi sacar disimuladamente de un paquete de cigarrillos que había en una mesita dos o tres y guardárselos en la mano doblada. Después, como al azar, se puso la mano en el bolsillo. El hermano Pedro lo veía siempre todo. Me guiñó un poco y se puso a hacer bromas en catalán con las palabras prat y rat-penat (que es un murciélago y también rata penada o castigada).
Salimos de allí sin que hubiera sucedido nada extraordinario. Prat preguntaba al fraile:
—Diga usted, hermano: ¿no es verdad que Marte es el dios de la guerra?
—Y Caco el de los ladrones.
—Bueno, pues yo he leído en libros de este tamaño —y señalaba el de un misal, como si aquello autorizara la referencia— que Marte es el dios de los militares y por eso se dice «marcial» del paso de los soldados cuando van a la guerra con música y tambores.
Planibell dijo:
—Nadie va a la guerra con tambores ni con música.
Yo recordaba a mi padre, que, aunque nunca había sido soldado, hablaba a veces de la guerra y refería, como si los hubiese visto, los ataques de los soldados aragoneses a la bayoneta mientras la banda de música del regimiento tocaba la jota.
Los hermanos Pere y Pau se me aficionaron mucho. Quizá por tener sus mesas en la sala de estudios al lado de la mía y ser vecinos también en el refectorio. Y por estudiar yo segundo curso, mientras ellos estudiaban primero. Y también quizá, por ser los dos muy rubios —lo que suele dar en la infancia una personalidad delicada y frágil— y yo muy moreno. Algo había, en fin, que los aproximaba a mí con una expresión reverencial. Y yo, por una reacción natural, sentía la tendencia a protegerlos.