8. Dos lobos en el corazón
Todos los seres sensibles se desarrollaron
mediante la selección natural de manera que
las sensaciones agradables les sirvieran de
guía, especialmente el placer obtenido de la
sociabilidad y del amor a sus familias.
Charles Darwin
Una vez oí una historia acerca de una anciana india estadounidense, a la que preguntaban cómo había llegado a ser tan sabia, tan feliz y tan respetada. Respondió: «En mi corazón hay dos lobos, el lobo del odio y el lobo del amor. Todo depende de a cuál de ellos dé de comer cada día».
Esta historia siempre me estremece un poco. Es humillante y esperanzadora a la vez. Para empezar, el lobo del amor es muy popular, pero ¿quién de nosotros no alberga también un lobo de odio? Podemos oírlo gruñir a lo lejos en guerras distantes y, cerca de casa, en nuestra propia ira y agresividad, incluso dirigida a personas a las que queremos. En segundo lugar, la historia sugiere que todos tenemos la capacidad —en las acciones de cada día— de animar y reforzar la empatía, la compasión y la amabilidad al tiempo que refrenamos y reducimos la mala voluntad, el desdén y la agresión.
¿Qué son esos lobos y de dónde vinieron? Y ¿cómo podemos alimentar al lobo del amor mientras dejamos hambriento al del odio? Este capítulo trata de la primera pregunta; los dos siguientes, de la segunda.
La evolución de la relación
Aunque se presta más atención al lobo del odio, la evolución ha criado con esfuerzo al del amor para que sea más poderoso... y más central en tu naturaleza profunda. Durante la larga marcha desde esponjas diminutas en mares viejísimos hasta la humanidad de hoy, el llevarse bien con otros miembros de la misma especie ha sido de gran ayuda para la supervivencia. Durante el viaje de 150 millones de años de evolución animal podría decirse que las ventajas que suponen las habilidades sociales fueron el factor más influyente en la evolución del cerebro. Hubo tres avances, y te beneficias de ellos todos los días.
Vertebrados
Los primeros protomamíferos vivieron probablemente hace unos 180 millones de años, seguidos por los primeros pájaros de unos 30 millones de años después (estos datos son orientativos, dada la ambigüedad de los restos fósiles). Los mamíferos y los pájaros se enfrentaban a desafíos a su supervivencia parecidos a los de los reptiles y peces —entornos duros y predadores hambrientos—, pero los mamíferos y pájaros tienen cerebros mayores en relación a su peso. ¿Por qué?
Los reptiles y los peces no acostumbran a cuidar de su prole (muchos de ellos incluso ¡se la comen!) y normalmente viven sin pareja. Por el contrario, los mamíferos y los pájaros crían a sus hijos y en muchos casos forman parejas, algunas de las cuales duran toda la vida.
En el frío lenguaje de la neurociencia evolutiva, los «requisitos computacionales» de elegir un buen compañero, compartir el alimento y mantener vivos a los pequeños precisaban de mayor proceso neuronal en los mamíferos y los pájaros (Dunbar y Shultz 2007). Un gorrión o una ardilla tenían que ser más listos que una lagartija o un tiburón: más capaces de planear, comunicar, cooperar y negociar. Precisamente estas son las habilidades que las parejas humanas descubren que son críticas para ser padres, especialmente si quieren seguir siendo compañeros.
Primates
El siguiente gran paso en la evolución del cerebro fue la aparición de los primates hace aproximadamente 80 millones de años. Su característica definitoria era, y es, la gran sociabilidad. Por ejemplo, los monos emplean hasta un sexto de la jornada en cepillar a otros miembros de su grupo. Curiosamente, en uno de los grupos estudiados (los macacos de Gibraltar), los que cepillaban se aliviaban de más estrés que los cepillados (Shutt et al. 2007). (He intentado emplear este argumento para que mi mujer me rasque la espalda con más frecuencia, pero hasta ahora no ha colado). La conclusión evolutiva es que para los primates, machos o hembras, el éxito social —que refleja habilidades de relación— se traduce en más descendencia (Silk 2007).
De hecho, cuanto más sociable es una especie de primates —y esto se mide en cosas como el tamaño del grupo, el número de parejas cepilladoras y la complejidad de las jerarquías—, mayor es su córtex en comparación con el resto del cerebro (Dunbar y Shultz 2007; Sapolsky 2006). Relaciones más complejas requieren cerebros más complejos.
Aún más: solo los grandes monos —la familia más moderna de primates, que incluye chimpancés, gorilas, orangutanes y humanos-han desarrollado células fusiformes [spindle cells], una clase notable de neuronas que permiten las capacidades sociales avanzadas (Allman et al. 2001; Nimchinsky et al. 1999). Por ejemplo, los grandes monos habitualmente consuelan a otros miembros de su grupo que están disgustados, aunque esta clase de conducta es rara en otros primates (de Waal 2006).
Los chimpancés ríen y lloran, como nosotros (Bard 2006).
Las células fusiformes se encuentran solo en el córtex cingulado y en la ínsula, lo que muestra que esas zonas —y sus funciones de empatía y autoconsciencia— han experimentado una presión evolutiva intensa durante los últimos millones de años (Allman et al. 2001; Nimchinsky et al. 1999). Dicho de otro modo, los beneficios de las relaciones ayudaron a conducir la evolución reciente del cerebro primate.
Humanos
Hace unos 2,6 millones de años nuestros ancestros homínidos empezaron a hacer herramientas de piedra (Semaw et al. 1997). Desde entonces el tamaño del cerebro se ha triplicado, a pesar de que consume aproximadamente diez veces los recursos metabólicos de una cantidad de músculo equivalente (Dunbar y Shultz 2007). Este aumento ha forzado al cuerpo femenino a evolucionar también, para que niños con cerebros mayores pudieran atravesar el canal del parto (Simpson et al. 2008). Teniendo en cuenta estos costes biológicos, este rápido crecimiento ha debido aportar grandes beneficios a la supervivencia, y la mayoría de lo añadido se emplea en el proceso social, emocional, lingüístico y conceptual (Balter 2007). Por ejemplo, los humanos tienen muchas más neuronas fusiformes que los otros grandes monos, y estas neuronas crean una especie de superautopista de información que va del córtex cingulado y la ínsula —dos zonas cruciales para la inteligencia social y emocional— a otras partes del cerebro (Allman et al. 2001). Un chimpancé adulto es mejor que un niño de dos años para entender el mundo físico, pero, con respecto a las relaciones, el cachorro humano es mucho más inteligente (Herrmann et al. 2007).
Este proceso de evolución neuronal puede parecer simple y remoto, pero en muchos sentidos no encajaba en las luchas a vida o muerte cotidianas de seres como nosotros. Hasta el comienzo de la agricultura hace unos 10.000 años, nuestros ancestros pasaron millones de años en bandas de cazadores recolectores, normalmente compuestas por menos de 150 miembros (Norenzayan y Shariff 2008). Se reproducían dentro de su banda al tiempo que buscaban comida, evitaban a los predadores y competían con otras bandas por la escasez de recursos. En un entorno así de duro, normalmente los individuos que cooperaban con otros miembros de su banda vivían más años y tenían más descendencia (Wilson 1999). Además, las bandas con equipos de trabajo bien compenetrados ganaban a las bandas con equipos menos compenetrados a la hora de obtener recursos, sobrevivir y pasar sus genes (Nowak 2006).
Hasta las ventajas evolutivas pequeñas en una sola generación se acumulan de modo significativo con el tiempo (Bowles 2006), del mismo modo que un pequeño ahorro repetido cada día se convierte en una cifra significativa a final de mes. 100.000 generaciones después de que se inventaran las herramientas, los genes que fomentaron las habilidades relacionales y las tendencias cooperativas se abrieron paso en el acervo genético humano. Hoy vemos los resultados en el soporte neuronal de muchas características esenciales de la naturaleza humana, incluyendo el altruismo (Bowles 2006; Judson 2007), la generosidad (Harbaugh, Mayr y Burghart 2007; Moll et al. 2006; Rilling et al. 2002), la preocupación por la reputación (Bateson, Nettle y Robert 2006), el sentido de la justicia (de Quervain et al. 2004; Singer et al. 2006), el lenguaje (Cheney y Seyfarth 2008), el perdón (Nowak 2006) y la moralidad y la religión (Norenzayan y Shariff 2008).
Circuitos de empatía
Procesos evolutivos poderosos han conformado tu sistema nervioso para producir las capacidades e inclinaciones que fomentan las relaciones cooperativas; han nutrido un lobo grande y amistoso en tu corazón. Apoyándose sobre esta sociabilidad general, las redes de neuronas relacionadas sostienen la empatía, la capacidad de sentir el estado interior de otra persona, necesaria para cualquier clase de proximidad real. Si no hubiera empatía, pasaríamos por la vida como las hormigas o las abejas, frotándonos los hombros con otras personas, pero fundamentalmente solos.
La humana es, con mucho, la especie más empática del planeta. Nuestras notables capacidades descansan sobre tres sistemas neuronales que simulan las acciones, emociones y pensamientos de otra persona.
Acciones
Las redes de los sistemas perceptual-motores de tu cerebro se encienden tanto cuando realizas una acción como cuando ves a otro realizarla, dándote una sensación de lo que él está experimentando en su cuerpo (Oberman y Ramachandran 2007).
En efecto, esas neuronas reflejan la conducta de otros, de ahí que se las llame neuronas espejo.
Emociones
La ínsula y los circuitos vinculados a ella se activan cuando experimentas emociones fuertes como el miedo o la ira; también se encienden cuando ves a otros con los mismos sentimientos, especialmente personas por las que te preocupas. Cuanto más consciente seas de tus estados emocionales y corporales, más se activan tu ínsula y córtex cingulado anterior... y mejor eres leyendo los estados de los demás (Singer et al. 2004). En efecto, las redes límbicas que producen tus sensaciones también te hacen sentir las de los demás. Por eso, una discapacidad para expresar emociones —como la resultante de un derrame cerebral— empeora frecuentemente el reconocimiento de las emociones de otras personas (Niedenthal 2007).
Pensamientos
Los psicólogos emplean la expresión teoría de la mente para designar la capacidad de pensar acerca de los pensamientos interiores de otra persona. La teoría de la mente depende de las estructuras de los lóbulos prefrontal y temporal, que desde un punto de vista evolutivo son muy recientes (Gallagher y Frith 2003). La capacidad de elaborar una teoría de la mente aparece a los tres o cuatro años, y no se desarrolla del todo hasta que se completa la mielinización —el aislamiento de los axones que trasportan la señal neuronal— del córtex prefrontal, alrededor de los 20 años de edad (Singer 2006).
Estos tres sistemas —seguir las acciones, emociones y pensamientos de otras personas— se ayudan entre sí. Por ejemplo, la resonancia sensomotora y límbica con las acciones y emociones de otros te da muchísimos datos para procesar en modo teoría de la mente. Después, cuando ya has elaborado una hipótesis informada, con frecuencia a los pocos segundos, puedes comprobarla en tu cuerpo y tus sentimientos. Estos sistemas, trabajando juntos, te ayudan a entender, de dentro afuera, cómo es ser otra persona. En el próximo capítulo trataremos varias maneras de reforzarlos.
Amor y compromiso
A medida que el cerebro humano evolucionaba y crecía, la niñez se alargaba (Coward 2008). En consecuencia, las bandas de homínidos debían encontrar modos de mantener a sus miembros conectados durante muchos años para sostener «la aldea necesaria para criar un niño» —como dice un proverbio africano-y así perpetuar los genes de la banda (Gibbons 2008). Para lograrlo, el cerebro consiguió circuitos y neuroquímica poderosos para generar y conservar amor y compromiso.
Este es el cimiento físico sobre el que tu mente ha construido las experiencias de romance, dolor de corazón y afecto profundo, y tus lazos con los miembros de la familia. Por supuesto, en el amor hay mucho más que cerebro: cultura, género y psicología personal son también jugadores principales. A pesar de ello, mucha investigación en neuropsicología del desarrollo ha arrojado luz sobre por qué el amor puede salimos tan mal... y cómo arreglarlo.
El amor da gusto
El amor romántico se encuentra en todas las culturas, lo que apunta a que se halla profundamente enraizado en nuestra naturaleza biológica, incluso en nuestra naturaleza bioquímica (Jankowiak y Fischer 1992). Aunque las endorfinas y la vasopre-sina están implicadas en la neuroquímica de la vinculación y el amor, el principal protagonista es probablemente la oxitocina (Young y Wang 2004). Esta hormona neuromoduladora crea sensaciones de cuidado y cariño; se encuentra tanto en hombres como en mujeres, aunque más en estas últimas. La oxitocina empuja al contacto visual ojo a ojo (Guastella, Mitchell y Dads 2008); aumenta la confianza (Kosfeld et al. 2005); calma la excitación de la amígdala y promueve conductas de acercamiento (Petrovic et al. 2008), y apoya las conductas amistosas en las mujeres cuando están estresadas (Taylor et al. 2000).
Redes neuronales diferentes manejan los encaprichamientos y el compromiso a largo plazo (Fisher, Aron y Brown 2006). Los principios de una relación romántica normalmente están dominados por recompensas intensas, a menudo volátiles, aportadas básicamente por redes neuronales basadas en la dopamina (Aron et al. 2005). Más adelante la relación va cambiando progresivamente hacia logros más difusos y estables que se apoyan en sistemas de oxitocina y otros relacionados. Aunque en parejas antiguas que continúan muy enamorados continúa habiendo cosquilieos de dopamina estimulando los centros de placer del cerebro de cada miembro (Schechner 2008).
Perder el amor duele
Además de buscar el placer del amor, intentamos evitar el dolor de que acabe. Cuando a un amante le dejan plantado, parte de su sistema límbico se enciende: la misma parte que se activa cuando se hacen inversiones de alto riesgo que pueden acabar muy mal (Fisher, Aron y Brown 2006). El dolor físico y el dolor social se basan en sistemas neuronales solapados (Eisenberger y Lieberman 2004): el rechazo hiere, literalmente.
Los niños y el compromiso
Combinados con otras influencias —psicológicas, culturales y situacionales—, estos factores neurobiológicos llevan, está claro, a tener bebés. Aquí también la oxitocina favorece la unión, sobre todo en la madre.
Los niños evolucionaron para ser amados y los padres para ser amadores, porque la vinculación fuerte ayuda a sobrevivir en la vida salvaje. El sistema de compromiso se apoya en varias redes neuronales —las que manejan la empatía, la autoconsciencia, la atención, la regulación de la emoción y la motivación— para tejer conexiones fuertes entre un niño y sus padres (Siegel 2001). Las experiencias recurrentes que tiene un niño con quienes le cuidan atraviesan esas redes neuronales, dándoles forma, y también influyen en el modo en que el niño se relaciona con otros y se siente a sí mismo. Con suerte todo le va bien, pero estas experiencias ocurren a una edad en que los niños son muy vulnerables, y sus padres están normalmente estresados y agotados (Hanson, Hanson y Pollycove 2002), lo que en principio causa problemas. La relación padre-hijo humanos es única en el reino animal, y tiene la fuerza especial de formar el modo en que cada uno de nosotros busca y expresa amor de adulto; en el capítulo siguiente exploraremos cómo trabajar con lo que haya podido afectarte en este sentido.
El lobo del odio
Nuestro pasado evolutivo único nos ha hecho maravillosamente cooperativos, empáticos y amorosos. Entonces, ¿por qué nuestra historia está tan llena de egoísmo, crueldad y violencia?
Los factores económicos y culturales juegan un papel en ello, desde luego. Pero la historia es básicamente la misma en distintas clases de sociedades (cazadora-recolectora, agraria e industrial; comunista y capitalista; oriental y occidental): lealtad y protección entre nosotros y miedo y agresión hacia ellos. Ya hemos visto cómo esta postura hacia nosotros está arraigada en nuestra naturaleza. Investiguemos ahora cómo se desarrollan el miedo y la agresión hacia ellos.
Antipáticos y brutales
Durante millones de años nuestros antepasados estuvieron expuestos a hambrunas, predadores y enfermedades. Para empeorar las cosas, el clima alternaba épocas abrasadoras con otras de frío helador, lo que forzaba aún más la competición por recursos escasos. Unas condiciones tan duras hicieron que la población de homínidos y humanos se mantuviera constante, a pesar de que había una tasa potencial de crecimiento del dos por ciento anual (Bowles 2006).
En aquellos entornos duros, para nuestros ancestros era ventajoso, desde el punto de vista reproductivo, ser cooperador con la banda a la que se pertenecía, pero agresivo contra las demás (Choi y Bowles 2007). La cooperación y la agresión evolucionaron sinérgicamente: las bandas que cooperaban más tenían más éxito en la agresión, y la agresión entre las bandas pedía cooperación dentro de las bandas (Bowles 2009).
También la agresión y el odio funcionan sobre muchos sistemas neurológicos, como la cooperación y el amor:
• Buena parte de la agresividad, si no la mayor, responde a sentirse amenazado, lo que incluye hasta sensaciones sutiles de incomodidad o ansiedad. Como la amígdala está preparada para registrar las amenazas y cada vez está más sensibilizada por lo que percibe, muchas personas se van sintiendo cada vez más amenazadas. Y, por tanto, cada vez más agresivas.
• Cuando se activa el sistema SNS/EHPA (sistema nervioso simpático / eje hipotálamo-pituitario-adrenocortical) si vas a luchar en vez de huir, la sangre fluye a los músculos de tus brazos para golpear; la piloerección (piel de gallina) hace que tu pelo se erice para resultarle más intimidatorio a un atacante o predador potencial, y el hipotálamo puede, en situaciones extremas, disparar reacciones de rabia.
• La agresividad se correlaciona con testosterona alta, tanto en hombres como en mujeres, y con serotonina baja.
• Los sistemas lingüísticos de los lóbulos frontal y temporal izquierdos trabajan junto al procesado visual-espacial del hemisferio derecho para clasificar a otros como amigos o adversarios, que merecen consideración o resultan insignificantes.
• La agresión «caliente», con mucha activación SNS/EHPA, a menudo sobrepasa la regulación prefrontal de las emociones. La agresión fría implica poca activación SNS/EHPA y parte de una actividad prefrontal sostenida; piensa en el dicho «la venganza es un plato que se sirve frío».
El resultado de estas dinámicas neuronales nos es familiar: cuídanos bien a nosotros, y teme, desprecia y atácalos a ellos. Por ejemplo, la investigación sugiere que la mayoría de las bandas cazadoras-recolectoras contemporáneas —que nos dan muchas pistas del entorno social en el que evolucionaron nuestros ancestros— están metidas en conflictos con otros grupos. Aunque estas escaramuzas no sean tan aparatosas y amenazadoras como la guerra moderna, lo cierto es que son mucho más letales: aproximadamente uno de cada ocho hombres cazadores-recolectores muere en ellas, mientras que en las guerras del siglo xx murió uno de cada cien (Bowles 2006; Keely 1997).
Nuestro cerebro tiene todavía estas capacidades e inclinaciones. Están vivas en las camarillas de la escuela, en la política de la oficina y en la violencia doméstica. (La competición saludable, la asertividad y la defensa valiente de personas y causas que te preocupan son cosas muy diferentes de la agresión). En mayor escala, nuestras tendencias agresivas alimentan el prejuicio, la opresión, las limpiezas étnicas y la guerra. Con frecuencia se manipulan estas tendencias, por ejemplo demonizando a ellos en la justificación clásica del control autoritario. Pero estas manipulaciones no tendrían tanto éxito, ni muchísimo menos, sin el legado de agresión de unos grupos a otros de nuestra historia evolutiva.
¿Qué queda fuera?
El lobo del amor ve un horizonte vasto, con todos los seres incluidos en el círculo de nosotros. Ese círculo se encoge para el lobo del odio, de modo que nosotros son solo una nación o tribu o amigos o familia —y, en el caso extremo, uno mismo nada más—, rodeados por masas amenazadoras de ellos. De hecho, a veces el círculo es tan pequeño que una parte de la mente odia a otra parte. Por ejemplo, he tenido clientes que no podían mirarse en el espejo porque pensaban que eran muy feos.
Hay un dicho zen, «nada queda fuera». Nada queda fuera de tu consciencia, nada queda fuera de tu práctica, nada queda fuera de tu corazón. A medida que se encoge el círculo, aparece naturalmente la pregunta: ¿qué queda fuera? Podrían ser personas del otro lado del mundo con una religión distinta o personas de la casa de al lado de otra ideología. O parientes difíciles o viejos amigos que te hicieron daño. Podría ser cualquiera a quien consideraras menos que tú o como un medio para tus fines.
En cuanto colocas a alguien fuera del círculo de nosotros, la mente / el cerebro empieza automáticamente a devaluar a esa persona y a justificar que se la trate peor (Efferson, Lalive y Feh 2008). Esto pone en marcha al lobo del odio, una pizca separado de la agresión activa. Presta atención al número de veces al día que categorizas a alguien como no como yo, especialmente de modo sutil: no es de mi formación, no es de mi estilo, y así. Sorprende que sea tan rutinario. Fíjate en lo que le pasa a tu mente cuando desechas esa distinción conscientemente y en su lugar te centras en lo que tienes en común con esa persona, en lo que os hace a ambos un nosotros.
Irónicamente, una respuesta a «¿Qué queda fuera?» es precisamente el lobo del odio, al que se niega o minimiza con frecuencia. Por ejemplo, a mí me cuesta admitir cuánto disfruto cuando el chico de la película mata al malo. Nos guste o no, el lobo del odio está vivo y fuerte en cada uno de nosotros. Es fácil escuchar historias de asesinatos horrorosos en la otra punta del país, o de terrorismo y tortura por el mundo —y maneras más suaves de maltrato cotidiano más próximas—, y sacudir la cabeza preguntándonos: ¿qué les pasa a esos, qué es lo que no les funciona bien? Pero esos son en realidad nosotros. Todos tenemos el mismo ADN fundamental. Negar la existencia de agresividad en nuestra dotación genética es una clase de ignorancia —que es la raíz del sufrimiento—. De hecho, como hemos visto, el intenso conflicto entre grupos ayudó a la evolución del altruismo dentro del grupo: el lobo del odio ayudó a nacer al lobo del amor.
El lobo del odio está incrustado profundamente en el pasado evolutivo humano y en el cerebro de cada persona hoy, preparado para aullar ante cualquier amenaza. Ser realista y sincero sobre el lobo del odio —y su origen evolutivo, impersonal— aporta compasión para uno mismo. Tu lobo del odio tiene que ser domesticado, desde luego, pero no es culpa tuya que merodee por las sombras de tu mente y probablemente te aflija a ti más que a nadie. Además, reconocerlo provoca una alerta muy útil para cuando estás en situaciones en las que te sientes maltratado y el lobo del odio empieza a agitarse.
Cuando miras el telediario de la noche, o incluso solo con oír a los niños discutir, a veces parece que el lobo del odio domina la existencia humana. De modo muy parecido a como los picos de excitación SNS/EHPA (sistema nervioso simpático / eje hipotálamo-pituitario-adrenocortical) destacan ante el telón de fondo del estado relajado que se corresponde con la activación parasimpática, las nubes oscuras de la agresión y el conflicto destacan contra el cielo por el que pasan, mucho más grande, de conexión y amor. De hecho, la mayor parte de las interacciones son cooperativas. Los humanos y otros primates refrenan al lobo del odio rutinariamente y reparan sus daños, para regresar a un continuum de relaciones razonablemente positivas (Sapolsky 2006). En la mayor parte de las personas, la mayor parte del tiempo el lobo del amor es mayor y más fuerte que el del odio.
Amor y odio: ambos viven y tropiezan en cada corazón, como cachorros de lobo en la madriguera. No se puede matar al lobo del odio: la aversión implicada en el intento crearía el mismo efecto que se intenta destruir. Pero puedes vigilarlo muy atentamente, mantenerlo atado y limitar su alarma, rigidez, agravios, resentimientos, desprecios y prejuicios. Y mientras tanto, alimentar y cuidar al lobo del amor. Exploraremos cómo hacerlo en los próximos dos capítulos.
Capítulo 8: puntos clave
—Cada uno de nosotros tiene dos lobos en el corazón, uno de amor y otro de odio. Todo depende de a cuál demos de comer cada día.
—Aunque se presta más atención al lobo del odio, el del amor es más grande y fuerte, y su desarrollo durante millones de años ha sido un factor de gran importancia para dirigir la evolución del cerebro. Por ejemplo, los mamíferos y los pájaros tienen cerebros mayores que los reptiles y los peces, en gran medida para gestionar las relaciones con las parejas y la descendencia. Cuanto más sociable es una especie de primates, mayor cerebro tiene.
—El tamaño del cerebro humano se ha triplicado en tres millones de años; mucha parte de este crecimiento está dedicado a capacidades relacionales como la empatía y el planear colectivamente. En el duro ambiente que nuestros ancestros tuvieron que enfrentar, la cooperación ayudaba a la supervivencia; por eso en tu cerebro se han integrado factores que promueven la cooperación, como altruismo, generosidad, preocupación por la reputación, sentido de la justicia, lenguaje, capacidad de perdonar, y moralidad y religión.
—La empatía reside en tres sistemas neuronales que simulan las acciones, emociones y pensamientos de otros.
—A medida que el cerebro crecía, los humanos necesitaban una infancia más larga para desarrollarlo y entrenarlo; y al prolongarse la niñez, nuestros ancestros necesitaban encontrar modos nuevos de ligar a padres con hijos y otros miembros de la banda para conservar «la aldea necesaria para criar un niño». Esto se consigue con muchas redes neuronales, como los sistemas de recompensa basados en dopamina y oxitocina, y los sistemas de castigo a los que el rechazo social pone en marcha de modo muy parecido a como lo hace el dolor físico.
—Mientras tanto, el lobo del amor también evolucionaba. Eran frecuentes los episodios de violencia muy letal entre bandas de cazadores-recolectores. La cooperación dentro del grupo le ayudaba a triunfar en estos conflictos, y las recompensas obtenidas —alimento, pareja, supervivencia— realzaban esa cooperación. La cooperación y la agresión —amor y odio— evolucionaron sinergéticamente. La inclinación hacia ellos, así como sus capacidades, perviven dentro de nosotros.
—El lobo del odio reduce el círculo de nosotros, a veces hasta el punto de que solo uno mismo queda dentro de él. El cerebro clasifica rutinariamente en nosotros y ellos, y luego automáticamente prefiere nosotros y devalúa ellos.
—Irónicamente, a veces al lobo del odio se le deja fuera del círculo de nosotros. Pero no se le mata, y negarlo lo único que consigue es dejarlo crecer en la sombra. Necesitamos reconocer al lobo del odio y apreciar el poder del amor, y luego contener al primero mientras cuidamos del segundo.