XIV
FUE TIEMPO LARGO el que anduvieron separados, ya se ha visto. Reinaldo entregó a la madre a Jacinta y se fue a las soledades donde anduvo. Todo tiraba de él hacia el rancho y pensaba pero ¿a qué voy? Allá está, allá está ella ¿y yo a qué voy? Así sintió aquella noche viendo el desierto, a cincuenta kilómetros de distancia. Y según las noticias emprendía la búsqueda, y pensaba si ya no lo miro hermano ¿pa qué lo busco? Por fin, una tarde cerca de Piedras Negras, haciendo zanjas para desviar agua del río, sintió un cansancio que lo paralizaba, lo hacía rígido, de piedra; un cansancio enteramente inútil; lo sintió en los cabellos duros de arena y mugre, en las pardas pestañas. Dejó a un lado el pico y se sentó en el borde de la zanja. Y sintió el cansancio en las manos, en las botas. Sintió disgusto de ser lo que era y no sabía de pronto qué era ni quién era. Abrió mucho los ojos mirando los montones de tierra. ¿Qué, qué, qué? Yo no quiero ser éste que está aquí abriendo agujeros. Pero ¿quién, quién? Sólo disgusto de su persona solitaria, de su silencio. Odió su lengua y el olor del lodo. La fatiga, como fuerza maligna y muy poderosa se le iba incrustando. Acodado sobre sus rodillas sintió en sus manos su cara, piedra entre piedras, pesada, triste, qué pesada tengo la cara, sintió la mudez de su tristeza como una piedra más consigo. Entonces, una vez más, regresó su memoria lo único que había aprendido. Esa imagen que lo mira a distancia, que ladeándose como si fuera a dar un paso casi sonríe, que se va de la enramada arreglándose los cabellos, que lo mira empapada en su propio llanto y abrazada a la bota, que dice «dime, Reinaldo» equilibrándose entre las canastas de la carreta. Aspiró aire hasta con el estómago y lo echó poco a poco.
—Pa qué… —dijo en voz alta, y luego dijo aprisa como si hubiera ensayado muchas veces la frase: —Ya paqué aquí, me voy allá viéndola oyéndola oyéndola viéndola viéndola cuantisísima dicha ¡por eso pareso! sufriendo allá cuantisísima ya diuna vez.
Cerró los ojos escuchándose. Encendió un cigarro, dio una fumada muy larga. Botó el cigarro. Brincó de la zanja. Montó. Un mes después llegó al rancho.
—Ya vine —dijo.
La madre asintió. Se pasaba lo más del tiempo en la mecedora, a la puerta de su cuarto, con el dolor en el costado, zurciendo y rezurciendo un inacabable traperío, o sólo mirando el desierto allá de las trancas.
—Qué tanto mira el llano, madre —le preguntó un día Jacinta—. Qué espera ¿qué vengan ellos?
La madre se alzó de hombros, despacio.
—No sé… —dijo—. No se me ocurre.
Apretó la cara. Llegaba el dolor. Luego se miró las manos. Podía quedarse inmóvil mucho tiempo, como si estuviera quién sabe cómo. Era una espina oscura y seca.
—Ya vine —dijo Reinaldo, y siguió derecho a la cocina. Salió dando sorbos de café, midiendo la lástima en que se había convertido todo aquello: patio, corrales, chiqueros y caballerizas, los cuartos. Polvo a toneladas, perros en el esqueleto apenas, pollos sin plumas. Del establo venían un viejo y una vieja.
—Fue al agua —dijo la madre.
Reinaldo cruzó el patio, montó y salió sorteando las trancas desparramadas en la blanca arena.
Iba al paso y se imaginaba a galope tendido hendiendo un viento furioso y ensordecedor.
De espaldas al aguaje, frente a Reinaldo, Jacinta ha dejado caer la olla y está como a la mitad de un grito, tan pálida que se trasluce y la sombra de sus ojos crece. Se miran. Él, a caballo. Y el caballo piafa y es el único sonido en el chaparral. El azul es muy alto, larguísimas nubes rojas navegan a buena velocidad, la tarde se enfría rápidamente.
Allá cuando la reatiza Reinaldo botó junto a Martín una cantimplora y dos pesos de plata y lo dejó sin caballo, ordenó a Jacinta: «Monta», y sin esperarla abandonó el claro aquel. Serían cuando menos nueve jornadas hasta el rancho. Nueve días y nueve noches viajando con Jacinta, ya de Martín. Un infinito de llanuras con la mujer adorada hasta hacía una hora. Cabalgaban de noche, empezaban cayendo el sol. El sol habría matado a Jacinta a la mitad del camino. Amaneciendo él buscaba alguna espesura, la escombraba, y sin ver a Jacinta le daba un trapo negro y decía:
—Échate ái. Ponte eso encima.
El trapo remedaba la víbora negra que ahuyenta a la cascabel. En más de una ocasión, al regresar él con los conejos, dos o tres serpientes se movían alrededor de Jacinta profundamente dormida.
«No la mires», pensó Reinaldo la primera noche, cuando aceptó el sinremedio y le dio el caballo robado por Martín, «ya no la mires, no la mires ya más». Y no la vio nunca en las jornadas, donde procuró también no ir a dar a ningún rancho ni a ninguna ranchería. En su mecedora, a la entrada de su cuarto, los vio llegar la madre. Llegaban con cuatro caballos. Reinaldo fue derecho a la cocina por un jarro de café, y, al pasar junto a su madre, dijo:
—Es de Martín.
La madre no abrió la boca. Luego él venía de la cocina, montaba y se iba para mucho tiempo, hasta que en Piedras Negras sintió el dolor de no estar delante de la mujer de su hermano. Y la recordaba buscándolo ella desde el patio de la función, o equilibrándose en la carreta, o cuando él le gritó: «¡Y tú…!», porque no la recordaba de otro modo, desde entonces no había vuelto a mirarla. Cazaba conejos, liebres, patos, algún venado, los asaba, y cogiendo para él un buen pedazo, le decía, siempre sin verla: «Come», y se apartaba. Nunca estuvo quieto a menos de diez metros de ella. Y ella miraba el cielo blanco, los huizaches, la arena, los insectos. Cuando no conseguía dormirse anhelaba que las cascabeles la atacaran, a punto estaba de quitarse de encima el trapo negro, pero él había dicho: «Ponte eso encima», y el trapo se le hacía sagrado, era Reinaldo, su palabra, su voluntad, era de modo lejano o casi de sueño tener encima a Reinaldo, y ella lo acariciaba durante horas. Y acariciando una de las puntas del trapo, besándola, dejando que el trapo quedara bien visible sobre su cintura y un trecho en la arena, miraba fascinada, alucinada, sintiendo las mordeduras, sintiendo el veneno letal en su sangre, casi ya muerta miraba las serpientes moviendo su siniestra gracia a su alrededor, ondulando, cascabeleando, ensayando embestidas truncas rápidas como la luz, a dos metros de distancia. A veces, en las horas de más calor, miraba allá entre troncos y ramazones de chaparros a Reinaldo durmiendo. Llorando, materialmente deshaciéndose en llanto, en absoluto silencio, sin el más leve visaje, lo miraba dormir. Él cabalgaba adelante, ella veinte o treinta metros atrás. La cruz de su cara, que iba de la frente, desde el punto donde se abrían los cabellos en dos negras cascadas, a la línea perfecta de la nariz, partiendo en dos la vasta sombra de los ojos, se afilaba, se aceraba y extrañamente se suavizaba como en éxtasis, como dentro de una agua tierna y temblorosa. Pensaba nunca más que hoy estos días y noches ¿cuándo mejor, cuándo? yo vengo tras él, allá va él pero porque acá vengo yo tras él. Eso iba pensando cuando vio que Reinaldo le hacía una imperiosa seña: que se metiera al breñal, que se escondiera ¡pero ya!, la seña era urgente, de hombre entrando en una grave dificultad. Ella sintió, adivinó pasos de animales y alcanzó violentamente la espesura de los chaparros. Reinaldo llevaba una vara durísima y flexible, para las serpientes, y la terció sobre la cabeza de la silla. Eran dos coyotes camineros. Salteadores de aquel tiempo en aquellas regiones. Su oficio era asaltar, robar, matar a los hombres, violar a las mujeres y luego matarlas. ¿Quién fue? ¡Quién sabe! Los muertos no hablan. A veces los enterraban y a veces los lazaban de los pies y a cabeza de silla los descoyuntaban entre los troncos y los regaban en lo cerrado del huizachal. Aparecieron dando vuelta al recodo, aquí ya casi cara a cara y soltando una sola risa dizque como saludo. Eran dos. Era gente muy hecha a la violencia, pronta y diestra, que gozaba del espanto que ponía en los viajeros y de los recuerdos del refocile. Soltaron la risa a modo de saludo para disimular la inesperada alegría, pues pensaron aquistá el pan, ni arma trái el pastor, la hembrita se metió pal monte. Reinaldo viéndolos pensó ya sé quién son, ya sé qué van hacer, cómo van hacer, los quiero juntos más cerca, el bizco es el peligro. Pensó eso y nunca frenó su bestia, la hizo avanzar a pasos muy chicos, muy nerviosos, acortando segundo a segundo la distancia que lo separaba de los coyotes.
—¡Ave María Purísima! —saludó el greñudo, de fiesta ya.
—Quiubo —dijo Reinaldo, sonriendo.
En adelante hablaron muy aprisa, un poco extrañados de que el hombre no frenara la bestia y en un momento estuvieron a punto de recular y torpemente se cerraron, se juntaron.
—¡… Purísima, pelao, tan solo por quí te va cáir la noche! —dijo el bizco.
—¿Tendrás un poco de bastimento, pelao? ¡Mira tú ni arma tráis! —dijo el greñudo.
— ¡Pero tráis venado, bonito venado! ¿Ora pronto lo agarrastes? —dijo el bizco.
—Ora pronto —dijo Reinaldo, siempre sonriendo.
—Échate pacá un poquito de venado, no seas mala gente, venimos cansaos, traquetiaos, amos al trabajo allá más delante —dijo el greñudo.
—Oye pelao ¿y quién se metió pal monte, tú? —dijo el bizco.
—Mi mujer —dijo Reinaldo, que empuñaba la vara con la mano izquierda.
—Dile que se regrese, con suerte nos calienta tantito venado, cómo ves, llámala ¿no quieres?
—No quiere ella, le da vergüenza —dijo Reinaldo.
¡Yastán allí! pensó Reinaldo.
—Perómbre ¿no ti obedece? es tu vieja ¿no es tu vieja?
¡Allistán! pensó Reinaldo, y lo que siguió fue como una explosión que hace volar grotescamente a dos hombres y ha durado un instante y ya están los hombres quedos y sembrados, con la trompa encajada en el camino. Reinaldo levantó su bestia entre una centésima de segundo y la que le siguió, lanzándola sobre el bizco, que le quedaba a la derecha, y al mismo tiempo la vara aullaba agudamente y se estrellaba en la garganta del greñudo, volaron los dos hombres, relinchos y atronadores y revueltos cascos, y aun saltando la bestia de Reinaldo, Reinaldo ya está en el suelo, sobre el bizco, quitándole la pistola, pensando «el otro está bien», se van los caballos, se oye un estertor de agujas, se está ahogando el del varazo, retorciéndose en la arena, se está incorporando el bizco, se está doblando, se está revolcando, está bramando por atroces patadas en los riñones, patadas sin prisa, con puntería, el del varazo se está amoratando, Reinaldo arroja muy lejos la pistola, no ha soltado la vara, va hasta aquél, se le asoma y piensa «no tiene nada, tá bien», lo desarma, arroja lejos el revólver, descarga varios varazos bien pensados y calculados para que el fulano grite como criatura y brinque y caiga de rodillas y se revuelque pataleando, es decir, para que encuentre el aire que había perdido, ríe Reinaldo y dice en voz alta:
—Ah pelaos tan sonsos, endejos de veras…
Junta los caballos y silva sonoramente. Cuando aparece Jacinta los coyotes se agitan como gusanos en medio de la vereda, gimen y roncan. Jacinta atónita, llena de miedo, de gozo, de admiración, de amor, es el mío, es el mío, entre deliciosos líquidos que le bajan de todas partes, de las sienes, de la nuca, de las axilas y la espalda, de las ingles y los pechos y los muslos y que parece que la mecen o la dejan sin peso y ella no conocía, ella nunca antes, cómo, ¡onde nunca!, y le pica al caballo porque Reinaldo ya va muy adelante y dentro de poco empezará a oscurecer ¡ay Dios andáramos así toda la vida!
Las nubes son ahora moradas y más veloces que hace unos minutos. El azul se ha enturbiado porque la gasa de la arena sube y se expande. Ya suena el viento. La olla en la mano y sin agua, Jacinta camina viendo sus pasos, a su lado Reinaldo. Se miraron con toda el alma. No había nadie que les dijera: eh, ustedes dos, por qué se miran tanto sin hablar. Luego él desmontó, se destocó avanzando, se estuvo quieto y dijo, por fin:
—Cómo estás, Jacinta.
—Como estás, Reinaldo —dijo ella y buscó el borde de piedra del aguaje y se sentó, o sea que se desplomó allí con suavidad para disimular que no podía tenerse en pie. Seguían mirándose…
—Fiáte que ya no te conocía… —dijo él.
—Yo a ti sí.
—Y no ha sido otra cosa que estarte viendo.
—Sí —dijo ella, porque pensaba es cierto, no ha sido otra cosa que estarte viendo.
—Tanto estar mire y mire y mire —insistió él, trataba de explicarse algo que le estaba pasando—, y dice no psi lastóy viendo y en un repente comora dice uno ¡psi ya no la miraba, ya no te conocía! No sabe uno…
—Ya viniste —dijo ella.
—Iií… —sopló él, apenas, desde el fondo de la garganta.
Luego ella se miró las manos.
—Jacinta… —dijo él—, no es que… o sea…
—Ya viniste —dijo ella cerrando los ojos, oyéndose. Luego recogió la olla y echó a caminar.
—Ves ese nuberío y dices va llover —dice Reinaldo.
—¡Onde nunca! —exclama Jacinta, pero no ha levantado la cara, viene viéndose los pies, la larga falda.
—No ha sido otra cosa que estarse mirando y mirando, ya no puedo mirar a nadien, nunca allá tampoco, antes, ya nunca voy a mirar a nadien, nunca, tú estás en mi corazón, en cada arenita, en todo el llano, en toda la noche, en todo el día, mientras dure mi vida tú estás en mi corazón, soy mujer de Martín, ya fue que tú no me hablastes, así fue, ya lo sabemos, ya no vamos a hablar perora sí, nunca de los jamases nunca seré de nadien, tú lo vas a saber aunque no sea tu mujer, onque tencuentres otra mujer, aunque veas…
—Vine a quedarme, Jacinta.
—Ya lo sé. Ya no te vas a ir. Pero cuérdate, aunque suceda todo y todo, onque miaborrezcas, onque me muera o te mueras cuérdate de saber que nunca te salistes de mi corazón, tú Reinaldo, tú.
Trae las manos contra su pecho, Jacinta. Los labios enteramente blancos. Es casi un fantasma de sí.
—¿Qué va llorer, dijistes? —dice alzando la cara, soltando los brazos.
—¡Onde nunca! —dice Reinaldo. Se miran una vez más, acaso devorándose por última vez. Sonríen.
—¿Y el agua? —exclama Jacinta—. ¿Y la olla? ¿Ónde tiré la olla?
Sueltan una risa de mucho alivio, y así regresan hacia el aguaje.
Llegaba con dos o tres mil pesos, ahorrados peso a peso en tantísimas jornadas, y lo primero fue contratar a gente recia y comprar algún ganado.
Había que reconstruir prácticamente todo y desde los cimientos. Lo logró en poco más de un año. Fue un año de paraíso. Era trabajar desde el alba hasta las primeras oscuridades, pero con Jacinta allí al alcance de los ojos, endureciéndose en las tareas, haciéndose morena de sol, sin traicionarse ni por un momento pues reía con perfecta naturalidad y hablaba sólo de las cosas diarias. Reinaldo le construyó un cuarto espacioso, de piedra, y la llevó a Burgos a comprar la cama, la palangana, el ropero, el espejo. Reinaldo habló un poco con la madre, tres meses después de haber llegado. Estaban en la cocina, él armaba un trastero. Un día Jacinta le dijo:
—Oyes Reinaldo… —lo ayudaba en la caballeriza.
—Iiip…
—Oyes Reinaldo yo quiero preguntarte una cosa…
—Iiip…
—Nomás… pa ya no volverte a preguntar… Yo quiero preguntarte ¿por qué…? ¿por qué no le hablas?
—¿Por qué no le hablo? ¿Qué?
—¿Por qué no le hablas… a tu madre?
Siguieron haciendo lo que hacían. Ella cepillaba los caballos. Él le curaba una matadura a la yegua. Muchos minutos después él contestó preguntando:
—Os… como de qué.
—De… de cualquier cosa, de todo… o de nada… Yo hablo con ella… poco pero sí le hablo.
—Pásamese bote, la pomada esa verde allá.
Parecía pensar Reinaldo y no encontrar alguna buena razón. Por fin, dijo:
—Ella sabe lo questóy pensando… y yo sé lo quella está pensando… Y… os mejor es que sea de nada, pa qué diotra.
—Ah… —dijo Jacinta y se quedó pensando en nada, acariciando los belfos del caballo. Y otro día, un par de meses después, Reinaldo había ido a Realito y Jacinta desgranaba mazorcas junto a la mecedora de la madre y se atrevió, de golpe:
—Madre no quiero que usté piense que yo qué, pero aquí vivo, aquí voy a vivir ¿por qué no le habla Reinaldo?, ¿y usté por qué no le habla a Reinaldo?
—Yo debí morirme hace mucho, desde hace mucho. Lo que has oído de Martín es cierto, ésa es la verdá, yo les enseñé todo eso.
—¡Pero cómo, cóm…!
—Yo pagué un hombre que les enseñó todo eso. Yo no vi de que sirvieran parotra cosa. Yo creo Reinaldo no me ve, si yastóy muerta no me ve, como él biera querido questuviera muerta desde allá quién sabe cuándo, mucho, hace mucho ya.
—Allá decían que su padre, su señor diusté… que un tal Pascual Velasco quera muy quién sae cómo, y que tonce Reinaldo y Martín, queran huercos ¡pero huercos chicos…!
—Ésa es verdá. Pero fue Martín, no Reinaldo. Reinaldo nunca. Nunca pudo hablarte Reinaldo ¿verdá?
Jacinta está desgranando y mueve la cabeza un rato largo. Así está diciendo muchas veces: no, no, no, no pudo hablarme, no, no, no pudo hablarme.
—Yo traigo ese llanto —dice—. Pero es pa mí nomás.
—Sí —dice la madre, y añade aprisa con un hilo de voz:
—Ora espero que ya no se venga acá Martín, que ni sépamos niónde ni cuándo ni cómo ni quién ni nada, que un día sépamos nomás y que Reinaldo sesté aquí, tú aquí, nomás que un día sépamos porque el peligro es Reinaldo, fíjate, si un día se suelta, con todo lo que hace por ái Martín ¡ya pa qué, eso ya pa qué, es lo que me tiene aquí clavada! pero el peligro es Reinaldo, fíjate.
—¡Ni lo quiera Dios, madre! —exclama Jacinta en voz baja, santiguándose.
Y estaba armando un trastero Reinaldo cuando la madre le preguntó, tiempo antes de que hablara con Jacinta:
—Qué de Martín.
—¡Sabe…!
—Ónde, o no lo buscastes, y qué.
—Sabe ónde ande. Lo busqué. ¿Y qué? ¿Me pregunta qué? ¿No sabe? Matando gentes. Una acá, dos allá, otra por allá, más allá otras tres, siempre acabando en la maldita necesidá de matar, chingao. Yo no sé cómo no lo maté, yo mismo cuando hizo falta, lubiera curao de su podredumbre.
El dolor de alma se traduce en la madre en una indescriptible dureza que la desencaja y la aguza como si estuviera hecha de pedernales. La ve de reojo Reinaldo, trabaja, dice:
—Y usté cuál es su enfermedá. Atiéndase.
La madre mueve la cabeza, como si se espantara una mosca, y se lame rudamente los grietosos labios.
—Y tú qué —pregunta.
—Yostóy haciendo este mugrero pal mugrero éste de cocina, esto yo.
Así vivían. Salvo una frase hace una semana y otra frase la semana que entra no volvieron a hablar hasta la última vez que se vieron.
Pasado un año y meses llegó Martín. Llegó a morirse a no morirse, deforme hasta parecer esqueleto, hirviendo de fiebres, pestífero y amarillo, sin conciencia. Desde la puerta del cuarto que era de Reinaldo y Martín, Jacinta lo veló día y noche. Luego, triste hasta la muerte, lo vio aliviarse, corrió hasta el centro del patio, gritando ¡ya despertó! y le cuidó la convalecencia. Reinaldo dormía en la caballeriza, nunca regresó a su cuarto. Con Martín volvieron al rancho las risotadas, los silbidos y canciones, el jaleo. La madre dejó la mecedora, cocinaba, hacía gordas de harina, tenía caliente el café. Jacinta vivía en su cuarto, el que le construyera Reinaldo.
—¿Ya vas a vivir aquí siempre? —le preguntó en la caballeriza.
—Sí —dijo Reinaldo.
—Bueno. Tonce yo viviré en el cuarto de los dos, con Martín tu hermano.
—¿No tienes tu cuarto?
—Ése es mi cuarto que tú micistes, ése es para mí nada más, es mi espejo y mi ropero y mi cama.
Martín parecía hecho de vaya uno a saber, no era humana su resistencia. Antes de abril ya era el de antes, salvo las cicatrices y las lustrosas huellas de su vida secreta. Se fue ocho días y regresó y buscó a Reinaldo en los corrales.
—Toy bien —dijo—. Fui al doctor.
—¿No te tropezaste a nadien?
—No. Por eso me tardé. Toy bien. No quería que fuera ser que la enfermara.
—Si tú la enfermabas te mataba yo con mis manos, Martín.
—¿Eh…? Oyes Reinaldo yo quiero preguntarse o más bien decirte una cosa…
—No me la digas. Y déjame trabajar.
—¿Eh? Eh… tá bueno. Nomás esto, que lo sepas. Me la vuá llevar al civil, que nos case el civil aquí en Burgos.
—¿Y si te tropiezas?
—Ya pasé ayer y lo arreglé. Digo dirás que pa qué o por qué o qué…
—No digo nada —dijo Reinaldo y se alejó.
La noche que Martín tomó a Jacinta, Reinaldo andaba lejos en un rodeo solitario, buscando reses que no fueron ni media docena y le llevaron casi una semana. Veía continuamente a Jacinta, su palidez, su mirar inmenso y quieto, como el centro o el hondo más puro y claro de la noche y la luna que lo cercaban por todas partes, estás en mi corazón, vas a saber que estás en mi corazón. Iba a echarse sin hacer lumbrada y sin ponerse encima el trapo negro; dijo en voz alta: —No —e hizo lumbrada y se puso el trapo… Jacinta viajaba con él una vez más, veía las serpientes cascabeleando en una luz enceguecedora, la atacaban, se sentía morir en una llama, pronunciaba en una hondura ígnea el adorado nombre. «¡Que raro —pensó Martín abriendo los ojos en la oscuridad—, estaba helada, está helada, estas huercas decentes parecen de piedra, les da vergüenza…».
—Mira pásate ya las cosas al otro cuarto —dijo Martín a Jacinta, días después.
—No —dijo Jacinta.
—Os que venga acá Reinaldo, tá en el machero con las bestias ¿no ves?
—Reinaldo no se va venir pacá.
—¿Te dijo?
—Sí.
—Bueno pues, pásatelas, tá más ancho, tá mejor.
—No.
—¿Y ora?
—Ese cuarto es mío.
—Pos sí pues, y eres mi mujer, ¿no eres mi mujer?
—Nos casó el civil. Soy tu mujer. Pero no vamos al cuarto, no voy, no vas.
—¿Y ora, huerca, Jacinta?
—Soy tu mujer, Martín. Eres mi marido. Nomás eso. Ese cuarto me lo hicieron a mí. Está cerrado.
La miró atentamente Martín. Le sostuvo ella la mirada, y no había ni el más leve gesto que delatara lo que estaba pensando. Martín el terrible, ya se sabe; pero ella era mujer del mismo rumbo, templada en los mismos rigores y soledades; donde estas mujeres ponen la raya, ponen la raya y no la pasas.
Cuando estaba por nacer la criatura Martín fue a Las Cristalinas, de noche y regresó de noche, y al día siguiente en la tarde se asomó a la caballeriza, no por la bestia sino a la parte donde Reinaldo tenía sus pertenencias.
—Pelao Reinaldo ¿hablamos?
—Ora no.
—¿A la noche?
—Por qué a la noche.
—Miurge.
Reinaldo lo miró con cansancio y asintió. En la noche llegó Martín y se sentó junto a su hermano, en el catre. Como años antes, le dejó caer la palma de la mano en la espalda, sonoramente, gruesamente, y en la palmada estaba todo el amor y reverencia de Martín por su hermano.
—Qué te pasa, pelao Reinaldo. Andas como triste, rabioso, no sé cómo… Y ora en la tarde… Dime qué te pasa. ¿Ya perdí pa siempre contigo?
—Yo quise a Jacinta, de siempre, primero que tú, tú no vistes, y luego más la quise, y entre más y más, más y más, me vine pacá porque no me hallaba sin verla, y luego todos los meses aquí más de un año todas horas teniendo que cumplirte el encargo. Desde que llegastes es tu mujer y no meago a lidea, no puedo, menvenena que la tengas tú.
Lo dijo viendo el suelo y sin signos de admiración, opaco él, pareja la voz, y en el mismo tono terminó, mirando a Martín.
—Eso me pasa.
Martín se levantó golpeándose la frente, se paseó por la caballeriza, volvió a sentarse.
—No me lo dijistes, pelao Reinaldo. ¿Por qué no me lo dijistes? Yo nunca te dao nada ¿cómo tiba negar? A más que ella hubiera ganado contigo. A más que… lo siente uno, lo sabe uno… ella nunca ha sido… no sé cómo decirte… yo creo que yo no… o más bien que ella no… no sé cómo decírtelo, pero lo que sí es que no veía, allá ni antes de eso no veía yo, no entendía, ciego y sordo, siempre hechún pendejo.
Se levantó, caminó, respiraba con fuerza, se apretaba las sienes, se sentó azotándose en el catre.
—Si se me ha ocurrido siquiera, no regreso. Ya ves, ya va nacer el huerco, una semana o dos, y yo me voy mañana.
Se volvió a él vivamente Reinaldo. Asintió Martín.
—No me ha dejao de seguir ese sonso. Me le perdí muchas veces. Pero lo vieron ora pronto, me dijeron en Las Cristalinas. ¡Necio cabrón!
—Iiip… también él sabe esperar pa vengarse.
—Sí ya me lo sé: siembras y cosechas, y siembras viento o no sé qué chingaos y cosechas de lo mismo. ¿Por qué nunca supe nada? Yo no quiero queveres con él, lesacado al parche, es el hermano, tú dirás. Hasta parece castigo ora que empiezo a vivir contento.
—¿Será…?
—Hubuno que se llamaba Zenón. Taba con su mujer y los huercos cuando llegué. ¿Cómo no podía sentir tanto daño quice por ái? Ora es cuando de verdá te la encargo, Jacinta, te va necesitar.
Echó el brazo sobre los hombros de su hermano, trató de sonreír.
—No seas mala gente, pelao. Si tú me fallas me vuá sentir sin fuerzas, sin… pos… po siendo quién sae cómo, no yo, quién sae quién, ¡Yo quiba saber si no sabía!
Así estuvieron, mirando los chisporroteos de la vela, hasta que Reinaldo se puso a mirar a Martín, a mirarlo adentro, y vio a la criatura aquella de la primera página y vio al muchacho loco de alegría cuando los pesos de plata en un atardecer. Sonrió Reinaldo, y asintiendo murmuró:
—Sale. Ónde vas.
Martín le devolvió la sonrisa, y yendo hacia la salida de la caballeriza, dijo:
—No sé. No quiero que malicie questá quí Jacinta. Me le vuá hacer presente en Jiménez y lo desvió pabajo, camino a La Jarita. Ya luego verá de rodiar…
—Pérate. Cuándo.
—Me voy temprano —se detuvo un momento Martín—. Ya tú le dices ái… ya tú verás.