II
PARDO MAR DE CHAPARROS hasta ser horizonte, por el norte, el sur, el oriente, el occidente. Redondo, verduzco mar de ramazones de hierro. Los hermanos juntan ganado. Martín se atarea sin reposo, como los perros cachorros que hacen tres veces el camino.
—¡Se quieren cortar aquellos dos!
—¡Déjalos, no se cortan! —le grita Reinaldo. Pero aquél ya va por el chaparral, se empareja a los novillos, los colea uno por uno y regresa zigzagueando a galope tendido, librando las durísimas espinas peores que zarpas de león, hasta su hermano.
—Nomás los aporreas pa qué, pelao. No te cansas de jugar.
Ríe feliz Martín, bañado en sudor.
—¡Mira ¡aguililla! —y ya está disparando hacia la instantánea línea gris que cruza el cielo.
—¡Le di, pelao! ¿Lo vistes? ¡Te la traigo!
—No sestá quieto el Martín ¿verdá tú? —dice el vaquero Samuel a Reinaldo.
—Las pintas todas ¿las trae Régulo, tú Samuel?
—Todas las pintas, sí señor, el Régulo.
—Y cómo ves, tú Samuel, mira, son cuarenta… 42 las pintas, todas… ¿Cómo ves…?
Y se meten, mientras arrean los animales, en rudos cálculos de cuánto podrán pedir por cada novillo, las pintas vienen muy trasijadas, si las otras se vendieron diún jalón en marzo ora pronto… en Burgos estaban pagando ora pronto el pasado mes llegó diciendo el Toribio… Toribio grande o Toribio chico, quién dijo. No, fue Toribio grande. Ah bueno, porque Toribio chico es papelero, te dice mira y mejor le dices quién sabe. No no, fue Toribio grande. No psése sí, y qué dijo Toribio grande. Ah no pus quién sabe, sabe qué tiba decir que dijo, pero para la tarde estamos llegando al rancho y cómo ves…
Hacia la tarde Martín alcanza a Reinaldo. Trae dos aguilillas, trae conejos, trae un gato de monte. No acabará nunca de contar del vuelo de la segunda aguililla, a qué distancia corrían los conejos, el salto del gato.
—Y qué pasó pelao —dice de pronto—. ¿Vienes?
Reinaldo no contesta.
Martín acerca su cabalgadura y da a su hermano un poderoso manotazo en el hombro: —¡Ente ombré no seas rejiego! ¡Ah cómo te gusta estar aquí rundido! Temprano nos volvemos…
Se ven los hermanos. Se abre la ancha y fácil sonrisa de Martín: —A lo mejor y agarras comprador en el portal ¿o qué no?
Martín: la pajiza melena cubriéndole ojos y orejas, la roja tez costrosa, los dientes brillantes, 17 años. Sonríe Reinaldo viéndolo.
— ¡Ah ja ja jay jay jay miadelanto pa que nos pongan el agua!
Armando mucha alharaca entra en el corral frontero, raya junto a la pileta, mete la cabeza en el agua y bebe. De la cocina ha salido apresuradamente la madre.
—Pónganos agua, madre —dice Martín paseando el caballo—. Ái viene ya Reinaldo. Nos vamos a la función de Napo, Napo tiene función.
—¿Napo? ¿Reinaldo va?
—Os luego… Ya me dijo que sí.
—¡Bah! —exclama la madre y empieza a preparar la lumbre para el agua.
El baile o función era un patio abierto, de tierra apisonada, frente a los dos o tres cuartos de piedra de los ranchos norteños. Farolillos, bancas pegadas a la pared, la mesa del pan y una enramada que hacía de portal y de cantina. En el centro del patio una larga viga bien clavada, y en el extremo de la viga un mechero que había de llamarear la noche entera. La mesa del pan era de buenas medidas. Se le ponían encima manteles y platos limpios, y en cada plato varias piececillas de pan de harina de trigo y azúcar. El muchacho compraba por diez centavos un plato y lo ofrecía a la muchacha, a modo de gracia y paga por la danza que ella le concedía. Las madres de las bailadoras llegaban a la función armadas de sacos de lona, donde iban echando los panes ganados por sus hijas. La mesa del pan y la cantina, algunas veces, eran negocio del que daba la función. Mientras ésta duraba, una densa polvareda iba formando leonada nube alrededor y hasta muy arriba del mechero. A distancia, en la negrura de los chaparrales, los caminantes o vaqueros en rodeo o tantísimos hombres que entonces iban y venían porque sí por los llanos columbraban el resplandor.
—Mira tú pallá.
—¿Función?
—Os qué otra cosa.
—¿Vamos?
—¡Osquiotra cosa!
Cuando la polvareda se hacía irrespirable cesaba la música (acordeón y bajosexto, saxofón a veces, tambora a veces), las parejas hacían espacio, los del rancho echaban cubetadas de agua. Luego el baile se interrumpía porque marranos, gallinas, chivos o vacas reconocían su territorio, o por un altercado de pocas palabras, varias detonaciones y un muerto, o dos o tres heridos. No era de uso lo de muertos y heridos en medio de la función, porque los improvisados adversarios se daban tiempo a llegar al río, al aguaje, al sauzal, unos doscientos metros lentos, platicados, y se mataban allá sin hacer lío ni polvo, sin moverle más de la cuenta a la cuestión. Sucedía también que dos amigos, ya borrachos y a caballo, cada uno sujetando un extremo de la reata, irrumpían a todo galope en el baile y se seguían de frente, a perderse meses en el monte, por el derribadero y destrozadero de parejas que dejaban atrás.
Baila Martín diciendo cosas al oído de su pareja.
—¡Anda tú Martín!, tás loco huerco —va diciendo la muchacha—; onde no penas, pepenas —va riéndose, va cimbreándose con picardía.
Un tipo tosco ve a la muchacha. Reinaldo está en el portal, oyendo una discusión sobre caballos. Algunos hombres no desmontan ni un momento; a caballo frente al portal, cruzan la pierna derecha sobre la cabeza de la silla y así beben, escuchan y hablan.
—¿Tu alazán…? ¿Al prieto…? ¡Si tu alazán parecía gringo! ¡Se hociqueaba queriendo y se hociqueaba sin querer! ¡Mi prieto era caballo, señor!
—¿Tu prieto? Aquí Reinaldo que te diga, yo ya no digo nada, él te dirá.
—No yo no —se apresuraba Reinaldo, queda la voz—, yostóy oyendo nomás —y se aparta un poco.
—No le saques, Reinaldo, tú los vistes a los dos, di tú qué o qué, paquéste no siga porfiando.
Reinaldo sonríe apartándose un poco más, haciendo ostensible su gana de no meterse en lo ajeno.
—¿Lo vistes? No quiere decir para no afrentarte.
—¿Afrentarte? No quiere decir porque pa qué te va a decir lo quera el prieto si ya se sabe, Reinaldo es serio.
—Pus por eso, quél diga y con lo que dijo ái muere. Tú Reinaldo no teches pallá ven pacá.
—Nombre mira pa qué —se hurta Reinaldo—, en caballos cada quien sabe lo que tiene, yo cómo o de qué, nooo…
—¡Vente acá, pelao, quiáces aquí con estos mensos!
Martín repartiendo saludos y manazos. Bebe. Convida una botella cerrada. Hace burla del agrio gesto de los que discutían.
—Amos pues —Reinaldo aprovecha la oportunidad para dejar la cantina. Martín lleva dos grandes vasos de limonada. Llegando al baile la música comienza una polka. Aprisa Martín busca dar los vasos a su hermano, pero el tosco aquél se le adelanta y ya está ofreciendo el pan a la muchacha y ya viene bailando y ya le dice a Martín, sonriente, burlón:
—Permiso…
—¡Miá qué sonso tan encimoso! —exclama Martín. Reinaldo ríe, de buenas, la función es la función, así sucede con las bailadoras, te madrugaron, punto; pero ya el muchacho le está dando los vasos:
—Ténmelos ái orita —y ya va hacia los músicos, algo les dice, algo les da, regresa serio, tranquilo, pasa bailando su pareja, cesa la música bruscamente, protestas de los bailadores, el tosco suelta a la joven, Martín la atrapa, vuelve la música, ya Martín baila riendo a carcajadas. Ríe la gente. El tosco encabritado se orilla. Y Martín:
—No senoje, cuñao, todo es la diversión.
Viene Martín por las limonadas.
—Yo me llamo Régulo Garza, oigá —dice el tosco.
—¡Mire —dice Martín— qué nombre tan bonito! Póngale música —y ya se va con los vasos.
—¡Ha de ser mejor queotro, mejor que no lo diga!
Reacciones simultáneas de los hermanos: se miran un segundo. Reacciones del animal que alza súbitamente la cabeza hacia el peligro. El tosco va de nuevo:
—Véngase acajuera a platicar un ratito, luego se regresa a divertir a los señores.
La sangre de Martín se encrespa.
—Quieto Martín —rápido ordena Reinaldo, y siendo apenas mayor que aquél, por la fachada, la voz y la calma, parece mucho mayor, y Martín siempre le obedece. Pero ahora el tosco arremete:
—¿Usté lo cría, oiga? Porque yastá grandecito.
—Ya váyase ande, no sea tonto —lo aparta Reinaldo, sonriendo, con simpatía, y hace ademán de calma a su hermano. El tosco se da vuelta para salir del baile, y Martín va por la bailadora. Pero el tosco gira violentamente llevándose la mano a la cintura, y en mucho menos de un instante gira Martín soltando los vasos, sacando el revólver, amartillando, apuntando, agazapándose. Un brusco movimiento de alarma y vocerío alrededor. Y el tosco se petrifica en su ademán inútil y trunco, estupefacto a tres metros de Martín, que sonríe casi con lástima y cuyo brazo izquierdo, absolutamente fijo, es como la inesperada aparición, en medio de risas y juegos, de algo grave o venenoso.
Reinaldo sonríe moviendo la cabeza, pelao tan soflamero Martín, se va llevando al tosco, no pasa nada, tá jugando el huerco.
—Ónde va —le pregunta Reinaldo.
—Mi caballo… —responde el tosco.
—No qué caballo, de aquiaque manezca tóvia va bailar, véngase le conviduna copa.
La vida violenta y agria ha envejecido a Pascual Velasco. Una semana antes de esa función, llegó al Rancho de Úrsulo Maya, uno de los que años antes tiraron a matar desde las peñas. Le dijo Pascual, con engañosa tristeza:
—Úrsulo, me extraña. Yo contaba contigo…
—No veo por qué —lo atajó Úrsulo. Se veía iracundo y casi dispuesto a lo que le saliera, y añadió:
—Con ésta son tres veces que cuenta conmigo sin avisarme. Yastuvo bueno.
—¿Qué no me debes lo que tienes? —le preguntó Pascual; su voz caía con impaciencia muy fatigada, sus ojos vagaban aburridos por las paredes del cuartucho, se acodaba en la mesa de palo blanco, como a punto de dormirse. Sus hombres detrás de él, en cambio, parecían innecesariamente feroces. La mujer de Úrsulo quiso intervenir, pero Úrsulo la aquietó:
—¡Shtaaá!
Y se levantó diciendo:
—¿Qué no le debo lo que tengo? Yo digo que no, sin que sea retobo, usté me dio alguna vez y pa qué me vuá cordar pa qué me lo dio o por qué, no fue de balde… Pero lo queay ora, sin contar lo que es vivir con el pendiente, eso lo he juntao yo y me ha dao mucho trabajo, nada de balde. No tengo costumbre de regalar lo mío, y por el precio que me ofrece… ni los cueros.
—Dame tantito café, Úrsulo —dijo Pascual. La mujer se zarandeó sirviendo angustiosos jarros de café. Úrsulo Maya se paseó por el cuarto, evidentemente contento de su respuesta, pateando aquí un saco de harina, allá unas botas que estorbaban sus pasos, viendo de reojo a los pistoleros inmóviles y a Pascual, que saboreaba tragos de café. Mientras paseaba Úrsulo Maya decía:
—Mis animales son mis animales… Mis animales son mis animales…
Y se plantó de pronto frente a la mesa y alzó la voz como si acabara de descubrir el significado de la frase:
—¡Mis animales son mis animales!
—Tás tonteando, Úrsulo —dijo Pascual cerrando poco a poco los párpados, alisándose el largo y cerdoso bigote gris—. Mejor ya vete por los animales. ¿Qué no ves que tengo el compromiso allá con los gringos? A qué tiba entretener… sino que me fallaron dos vendedores…
—¡Será que no halló modo de matarlos! —aulló Úrsulo Maya, tipludo, estrangulado.
Pascual Velasco alzó la cara como ante un inexplicable y doloroso ruido, y exclamó, abajo, muy abajo:
—¡Mira ombréee…! —y se equilibró apoyándose en la mesa, la rodeó. A pesar de sí Úrsulo dio un paso atrás:
—¡No me pegue, don Pascual! ¡No me pegue! ¡Ya van dos veces que me quita lo que tengo!
Cayó sobre su cara la mano de Pascual. Úrsulo se agarró de la silla:
—¡No me pegue, don Pascual, porque no respondo!
Con tranquila brutalidad cayó otra vez sobre él la mano de Pascual, mano acostumbrada a caballos y toros, y Úrsulo desesperadamente derrumbándose lanzó su mano a la cintura y en ese mismo momento saltaron los pistoleros. Uno lo golpeó en la mano, certerísimo, y otro le dio hasta cuatro cachazos en las costillas, relámpago de furia, y el tercero lo recibió con una patada en el estómago. Úrsulo gimió enroscándose, y ese tercer hombre le dio dos patadas más, una en la espalda y otra en la cara cuando Úrsulo se hizo como arco por la patada en la espalda.
—Ténme doscientas reses para el domingo —dijo el Velasco—. Te las llevas a Realito. Allá tespero —dijo sorbiendo el último trago de café—. Decían del Velasco: cuando trái pachorra el Velasco, mejor te cuidas.
Dos días después, con bramador esfuerzo, Úrsulo Maya pudo levantarse de su catre y dijo a su mujer:
—Pónme bastimento.
—¿A dónde vas? ¡Úrsulo a dónde vas! ¡Mírate Úrsulo tente lástima Úrsulo mírate a dónde vas!
—¡Chingao que ponga bastimento!
La frente contra las manos enlazadas, la madre está en la cocina. La voz de Martín, cantando. Se endereza la madre como si despertara de golpe, se precipita hacia el brasero, aviva la lumbre, le arrima la olla del café. Ya se oyen los caballos en el corral. Ya vienen los dos muchachos, sus espuelas. Están entrando en la cocina. Está diciendo Martín:
—¿Qué hace levantá toavía, mire?
—¿Cómo estuvo la función? —se oye decir la madre, oye que su boca dice eso. Y se ve caminando hacia la mesa, poniendo frente a sus hijos los jarros de café, sentándose casi temblorosa. Oye que Reinaldo le contesta:
—Ái como siempre, un desvelón nomás, sin pa qué. Los ve beber el café, oye cómo lo sorben, y a Martin:
—Ya váyase a descansar ánde, ya no va dormir.
Los ve levantarse. Se siente débil. Siente ganas de vomitar y un temblor incontrolable en las piernas. Le zumban las orejas. Alguien golpea la mesa. Una boca dice:
—Pascual Velasco está en Realito.
Hace un centésimo de segundo que Reinaldo se hizo de piedra y está mirando a Martín, y Martín está mirando a su madre, la está mirando como si alguien hubiera golpeado a Martín en la cabeza y Martín estuviera enteramente aturdido mirándola sin reconocerla. La madre se pasa las manos por la cara, fuertemente, y dice, ahora sí ella:
—Pascual Velasco está en Realito.
Reinaldo no se ha movido una miera, mirando a Martín, y Martín se pone en movimiento, como si aleteara se palpa los costados, va hacia su chaqueta de piel de borrego, que cuelga de un clavo, grita —tan agudamente que él mismo se sorprende de su grito, parece que se detiene un instante como si preguntara ¿quién gritó aquí ora mismo?:
—¡Vámonos!
—Siéntate —ordena Reinaldo, y se vuelve a su madre:
—Cómo lo sabe.
—Yo lo sé —contesta la madre, y añade: —Llega el domingo a Realito, orita ya está llegando —y añade aún, con el rencor de los años de espera: —Hacía mucho tiempo que no pisaba paracá.
Reinaldo se va sentando. Martín vuelve a levantarse:
—¡Quésperamos!
—Yo no voy —dice Reinaldo.
El estupor que sigue, el silencio y repentinamente la agitación y gritería de la madre y de Martín abruman a Reinaldo.
—¡Quieto tú, quieto! Yusté espérese, madre, espérese, Hace daño esa tirria, siempre lizo daño y váser pior, vo nunca estuve de acuerdo…
—¡Ya lo sé, ya lo sé, ya lo sé que no, ya lo sé, ya lo sé que no!
—Espérese, madre, sosiéguese.
—¡Ya lo sé! ¡Tú Martín! ¡Tú! ¡Martín sí estuvo! ¡Tú Martín!
—Éste sólo eso sabe, no sabe más, no lo empuje.
—¡Tú Martín, tú, tú Martín, hijo Martín!
—¡No lo empuje, madre!
—¡Yo qué, qué, el Velasco está en Realito, que…!
—¡Té cállese digo! Fíjese, madre: éste sincendia y se apaga luego y sincendia y luego se apaga, pero yo ya me conoce, ya sabe cómo soy…
—¡No, no sé, no sé, no sé! ¡Pascual Velasco llega el domingo a Realito, ora está llegando ya a Realito, yo no sé, he esperado años de balde, yo no sé…!
Y se abate, se desploma cae sobre sus manos. Reinaldo la mira con profundo rencor, con furia: adivina lo que va a suceder en este mismo momento; dice con helada dureza:
—No haga eso, madre.
—¡Tú estáte aquí si así sientes! —grita Martín.
Reinaldo ya sabía que iba a gritar eso, y que se arrojaría hacia el chaquetón de borrego colgado del clavo, y que encajándose a tirones el chaquetón, diría a su madre, que seguiría desplomada sobre la mesa:
—Póngame bastimento, madre. Vuá ensillar.
Con gesto desolado Reinaldo sale de la cocina, tras su hermano Martín, de crespa sangre.
Interminable para la madre lo que queda de la noche, el día siguiente, la segunda noche y más de la mitad del día siguiente. Trajín. Apenas parten sus hijos se mete en un quehacer enloquecido que la multiplica y no la cansa, de modo que cada hora se le vuelve un malvado minuto interminable, de modo que vas vienes, ándale y túpele por esto y esto y esto y estotro, métale y cuélele, no acabas, no acabes, de modo que todo ese maldito enorme tiempo tiene que estar empezando sin cesar. Algunas de las gentes que aún viven en el rancho vienen a asomarse. Un haz de luz sale del cuarto de la madre. La oyen remover muebles, abrir y cerrar cajones, sacudir mantas y cobijas. Aparece en el umbral, sale disparada hacia la cocina. La cocina en los ranchos está a diez o 15 metros lejos de los dos cuartos de la casa. Se enciende luz en la cocina, y recomienza el estrépito trajín, ahora con ollas, jarros, agua, comales y sartenes. Sale la madre hecha un airón hacia el establo: botes de lámina y balidos en el hielo del alba que se abre lívida en el horizonte. Regresa a su cuarto. Todo lo ha revuelto aquí, y ahora trata de acomodar las cosas. Empuja la cama, carga una silla y la lleva al rincón opuesto, levanta a duras penas el colchón enrollado, lo suelta, se apodera de un trapo feroz, trapazos al buró, allá va volando el retrato del esposo entre desteñidas flores de papel. Todo el día siguiente es lo mismo.
—Nada temprano y ora nada, ya es mediodía ¿ya nunca va comer?
—¿Qué hubiera tiempo! ¡Tú apúrate!
—Onque miapure… ¿Tiempo pa qué onque miapure?
—¡Quiubiera tiempo! —dice la viuda absorta o hipnotizada.
Que en el establo, que con las gallinas, que al aguaje, que qué pasó con la venada del corral de atrás.
—¿La venada?
—¡La venada, la venada, carajas éstas!
—Pus la venada se fue el mes pasado.
—¡Carajas éstas, lo que una noace…!
—¿Qué no dijo Martín que la dejaran ir? Martín le abrió las trancas.
—¡Carajo Martín! ¿No digo…? vete juntando los marranos, los grandes. ¡Pero ya los juntastes!
—Que no, dijo Reinaldo, que mesperara.
—¡Lotro chingado cuándo no! ¿No digo?
Junta ella misma los marranos. El ceño endurecido como nunca, y desde la mañana una especie de placidez o chatura en el resto de la cara, como si un aire sólido se la aplastara —tapia de cal— y le diera aspecto de muy poca vida y le impidiera ver más allá de la ropa que está lavando, del polvo que levanta con la escoba de varas en el corral. El cuarto de Reinaldo y Martín ¿Qué? Hay que limpiarlo. ¿Para qué? Es un chiquero. Sí. Ah sí. El cuarto de Reinaldo y Martín. Así una ocupación tras otra, una hora tras otra, los minutos pasados y éste y los que le siguen ciegos todos, ciegas tareas, túmbale, túpele, manos y pies. Y la voz seca, afónica. Ve parallá, ven pacá, esto lo tiras, haces aquello, ontá la cuarta, deja la cuarta y vete por leña y ontá la leña y pa qué la leña.
—Álgame ya no se puede con ésta.
—Así andan cuando van pa viejas sin hombre, ya se va pa vieja, así andan, duro y duro sin pan diombre y un día amanecen viejas y ya se aplacan tonce sí.
—¡Ai viene de güelta!
—¡Te digo…!
Los dos hermanos cabalgaron toda la noche y la mañana siguiente sin cruzar palabra. A las tres de la tarde llegaron a Realito. Al partir había dicho Martín:
—No me gusta que no váyamos diacuerdo, Reinaldo.
Y llegando volvió a decir: —Digo Reinaldo, no me gusta que no véngamos diacuerdo.
Las dos veces lo dijo porque Reinaldo iba sin armas, es decir, como siempre.
Entraron en una fonda. Con muy buen humor preguntó Martín al fondero si no había visto por casualidad a don Pascual Velasco, que desde Jiménez les había dejado orden de alcanzarlo, pero se habían retrasado.
—Vino —dijo el fondero—. Va y viene. Anda juntando ganado pal otro lado.
—Eso, sí señor, así es. ¿Y va venir? Pónganos unas frías.
Cuando regresó el fondero con las cervezas, contestó:
—Sí viene. Luego viene ái a la cantina en la tarde. Ai lo pueden ver.
Se sentó con ellos sin hablar un rato largo. Los tres veían la calle sola, polvorienta. Una gallina cacareaba en algún corral. Hasta que dijo el fondero:
—Nomás que si se le atrasaron desde Jiménez, los va regañar. ¡Ah qué genio tan recio tiene el hombre!
—Os sí —dijo Martín diez minutos después—. No le va gustar vernos, nubo modo de alcanzarlo más que ora…
Y rió Martín. Reinaldo se fastidió:
—Tráiganos otras y déjenos hablar.
—Yo por platicar, nomás —se disculpó el fondero.
—Gracias —dijo Reinaldo. Y cuando quedaron solos, Martín preguntó echándose sobre la mesa:
—¡Qué…!
—Nada —contestó Reinaldo—. Quieto.
—Vamos viendo por un rancho o dos, no vaya ser…
—Quieto.
Estuvieron bebiendo cervezas muy poco a poco, más y más inquieto Martín, impasible Reinaldo, hasta las seis y media de la tarde. Una vez se desesperó Martín:
—¿Y si no viene?
—Será que no le tocaba. Estáte quieto.
Baja el sol e inunda de llamas el cielo del desierto. Anaranjada se filtra la luz en las pardas copas enanas, y en los montículos dora la arena. Pascual Velasco con varios hombres. Algo les ordena y entra solo en el pueblo. Desmonta y paso a paso se dirige a la cantina.
Suena como colmena ronca la cantina, repleta de hombres que entran y salen sin cesar. El humo de cien cigarros flota, espeso. Los hermanos beben recargados en la barra. Martín espía voraz a los que entran, se limpia el sudor, bebe con sed, escupe, dice:
—Tamos perdiendo tiempo. Quién te dice que no va ya pal otro lado.
—Quién te dice que ya va.
—Vuá la fonda.
Reinaldo lo ve abrirse paso broncamente, casi buscando el pleito que no encuentra. Y al mismo tiempo que sale Martín, entra Pascual Velasco; se cruzan en el umbral. Reinaldo palidece hasta desencajarse; sin darse cuenta, tal vez a pesar de sí, lleva su mano izquierda al muslo, al modo de su maestro el gatillero impar, su mano resbala hasta dos veces, viva mano perpleja tratando de asir un revólver que no existe. Se mira las piernas Reinaldo, sacude la cabeza obligándose a despertar, se acoda en la barra y con movimientos muy lentos, metiéndose en ellos, aprisionándose en ellos, se alza el ala del sombrero, se pasa rudamente el paliacate por la cara, coge el vaso, se lo acerca a los labios. Tése quieto, tése sosiego, aguante, calma, no sea papelero, no sea soflamero, no sea payaso, tése serio.
Con pesada lentitud entra el Velasco. Busca una mesa apartada. En su cintura el revólver, en la cacha del revólver una estrella de concha. Bebe vaciando de un trago la medida, y la llena calmoso, contemplando las diminutas burbujas del aguardiente. Parece hecho de piezas leñosas, amargas, indestructibles, encajadas unas en otras con prisa brutal o con asco. Los rudos pliegues de sus mejillas, los ojos achinados, como rendijas reptiles de lo subterráneo, de lo inmundo, las cerdas del bigote, los tiesos cabellos, gruesos de costras de arena y lodo.
—Buenas tardes, señor.
Reinaldo se está sentando a la mesa. No lo ve Pascual, le dice:
—Queáy muchacho, qué tráis. ¿Tienes algún ganado?
—Yo soy Reinaldo del Hierro, hijo de Reinaldo del Hierro.
Unos milímetros, no más, se alza la cara del Velasco; las rendijas se le cierran casi por completo. Ve frente a sí a un hombre muy joven, de rostro durísimo, de labios lineales, largo, de huesos poderosos. Ve que no está armado. Por un momento se muestra atónito. Las rendijas se abren, miran derecho.
—Ni me acordaba de su cara. Ya va ganando que no traiga armas —dice Reinaldo.
Están mirándose. Y la mirada del muchacho es tan fría, revela tal ausencia de emoción, que Pascual cierra los párpados y se da tiempo de pensar: como que no hay manera de hacer ora nada, tá raro, ¿qué clase de cabrón es el que tengo delante?
—Mi padre se la rajaba derecho… —dice Reinaldo, y contra su voluntad la voz le sale estrangulada cuando añade:
—Íbamos cantando. Era ir a Realito y volver, con los huercos, nunca tuvo costumbre de maliciar… Qué jijo de la chingada. Váyase mejor. —Siempre baja la voz, ni un tono arriba del secreto—. Lárguese, pero ya. Mi hermano sí lo anda buscando y usté no es pieza.
—¡Yastá bien, yastuvo bueno! —gruñe Pascual, inflando su enorme tórax—. Ya le pagué mucho a la maldita conciencia. Ojalá mencuentre ya que tú no tráis con qué.
Vacía de golpe su trago, trago de oso, golpea violentamente la mesa con el vaso. Un hombre en la barra oye el golpe y se vuelve, en la puerta de entrada otro hace lo mismo, dos más a una mesa en el rincón frontero hacen lo mismo. Se limpia la boca con el dorso de la mano, Pascual, y exclama:
—¡Condenada vida!
Cae sobre la mesa el pedazo de concha que un día vio Reinaldo centellear en el desierto. Está diciendo Martín:
—Quiubo don Velasco. ¿Qué de veras será tan hombre?
—La barra, la puerta, el rincón —susurra Reinaldo.
—Tán cuidaos ya los vi —dice Martín—. Échele pa juera, don Velasco —y sonríe contento, muy contento.
Parece que el Velasco se va a poner en pie, regando la vista. Ya se aprestan sus hombres, ya vienen. Y no se alza el Velasco, sino como que se encaja en la silla y echa mano a la botella de aguardiente.
—Aquí tengo gente conmigo, muchacho. Tú no me vas a hacer nada.
—No averigüe —dice Martín, burlón, como de fiesta—. Sálgase nomás.
Está Martín frente a la mesa, faceto, acaderado, cargando el cuerpo en la pierna izquierda, tensa, y dejando suelta la derecha, apenas apoyada en el tacón de la bota y moviéndola como al compás de un valsecito, está sonriente, sobándose con la mano derecha el estómago, y la paja de las greñas, impregnada de tierra fina, casi le tapa los ojos bajo el ala del sombrero.
Ya llegaron los hombres del Velasco, se abren rodeando la mesa.
—¿Algo nuevo, don Pascual?
—Naaada, Chante —dice ahogándose en un bostezo el Velasco—, aquí este huerco questá enojao conmigo.
Y ríe pachorrudo sirviéndose trago. Chante ve a Martín y ríe francamente, francamente divertido con la situación.
—Anda mira ver si ya puso la marrana, huerco, no dés queacér… Y ése qué… —añade, por Reinaldo.
—Los dos —contesta despectivo y seguro de sí Pascual Velasco.
Reinaldo impávido ha medido a cada uno de los hombres. Sabe ya exactamente dónde están, cómo tienen dispuestas las manos, cómo tendrán que moverse para atacar. Inmóvil su mirada va del Velasco al Chante, del Chante a los otros tres, de los otros tres a su hermano, y riega como una docena de miradas a la vez por la cantina.
—Que se vayan, mejor, no tienen pa qué perder —dice muy abajo e indica a los hombres con un leve movimiento de cabeza. Pascual Velasco se sorprende, primero, y luego suelta una estrepitosa carcajada.
—¿Y yo me quedo, huerco? ¿Así? ¿Yo me quedo y ellos se van?
Asiente Reinaldo.
—¿Porque no tienen pa qué perder?
Reinaldo asiente. Y Velasco vomita una risotada larga y gargarosa donde las rendijas reptiles de sus ojos, fijas en Reinaldo, se van llenando de uñas, y corta en seco, apremiante:
—Los dos, par de jijos.
Un anuncio de movimiento de Chante hacia Martín. Martín no cambia de postura, acentúa su sonrisa:
—Tése serio ái ondestá. Éste debe una mugrada de hace tiempo y ora va pagar.
—¿Así nomás, criatura? —se divierte Chante.
—Ya le dije.
—Ah no, ni hablar, no hay pedo, si es así nomás así es nomás y se acabó el carbón… —rompe a reír y los otros también ríen y el Velasco retoma la risotada aquella y ríe Martín sin variar su desplante, y algo tienen las risas, algo entienden de estas risas los hombres de la cantina porque todos callan a la vez, y un ácido sobresalto se cuaja. Y riendo Chante se vuelve a Pascual, se vuelve a los otros tres uno por uno y rápidamente se agacha sacando la pistola cuando una bala que Martín ha disparado con velocísima calma lo azota contra las sillas, hasta la pared, hasta el piso. Estupor. Sonríe Martín, mueve los ojos dibujando la postura de cada uno a su alrededor.
—Sálgase nomás, don Velasco —Martín sonriente—, ande sálgase, no sea mala gente —sigue sonriendo—, don Velasco, don hijoeputa, sálgase, porquiora no hay piedras que lo tapen —ha perdido la sonrisa, está alzando la voz—, ¡ora nadien anda cantando quitado de la pena! —esto lo ha dicho a gritos, el recuerdo tantas veces desenterrado por la madre lo atenaza, algo como música suena dentro de Martín, tacarí, tacarí, lamparazo de música, como si se abre y se cierra una estría secreta de luz y oscuridad, un pájaro, tacarí, tacarí, descargas de carabinas, larva de música y un chillido de pájaro tacarí, pájaro chilla en un pardo cielo abominable ijí ijí ijí, tacarí tacarí tacarí tacarí, canción canción, tres voces cojas y pájaro y cascos y gritos, gemido y galopar galopar galopar. Todo al mismo tiempo, instantáneo, revuelto como vómito.
—¡Sálgaseee! —grita Martín congestionado de ira.
Pascual Velasco se levanta. A todo vuelo del brazo, con el revólver Martín le asesta un golpe salvaje en mitad de la cara. Cae el Velasco y se levanta atropellando mesas y gente, abriendo un círculo de pavura. Se ha movido uno de los guardaespaldas, no más de muy poco y se ha oído el estallar de un látigo, seca y relampagueante bala de Martín, y el hombre se está retorciendo grotescamente, como bailarín borracho y ya va muerto en el aire, antes de romperse la boca entre las patas de las mesas que Velasco ha derribado. Enceguecido Velasco sangra como un puerco, se golpea la cara apartando la sangre de sus ojos, sorbiéndola, tragándosela con trompetosos ruidos. Todo está sucediendo con horrible rapidez. Ijí ijí ijí ijí tin kin tin kin tin kin tin kin ¿dónde está ese jijuelá golpiando el yunque? Están cantando. Pájaro pudriéndose en la saeta de su vuelo. Retrocediendo Pascual, devorando desde la roja nublazón los movimientos del muchacho que se le deja venir, la cara como una escultura de vinagre, un rostro cociéndose en brasas vivas.
—¡Es loco, es loco, es un locooo! —alcanza a pensar por último el viejo matón y desesperado echa mano a la cintura. Martín está disparando y chilla pájaro, chilla pájaro chilla y sobre el Velasco caído sigue disparando y agotada la carga sigue disparando una amarilla y tasajeada baraúnda de voces, cascos, aullidos, erres de belfos monstruosos, la rata gris volando dentro de los martillos de sus sienes hasta que Reinaldo con agilidad animal lo arroja hacia la puerta de salida.
Puntos móviles en la inmensidad del chaparral: se alejan a galope tendido los hermanos.
Llegan al galope al rancho, desmontan y van a la cocina. Ya va la madre tras ellos. Se ven exhaustos, se dejan caer sobre las toscas sillas de palo de huizache.
—Dénos café —dice Reinaldo.
—Tuvimos que rodear mucho pa no topar a nadien —dice Martín—. El doble de tiempo.
Jarros humeantes. Beben con ansia. La madre se sienta, enlaza las manos sobre la mesa, se las mira.
—Hecho —dice Martín.
La mirada fija en sus manos, dice la madre:
—Cómo fue. Una cosa después de otra.
Reinaldo alza la cabeza, estupefacto, y la agacha y la mueve con desolación:
—Martín hizo todo. Yo no llevaba arma. Él que le cuente.
Se levanta, y añade, yendo hacia la puerta: —Pero estése contenta, ya quedó bien vengada.
La madre se revuelve en su silla y se va sobre él, gritando:
—¡Soy tu madre! ¡Miablas diasco que te doy, pero soy tu madre! ¡Eres bueno para no acordarte de las cosas, la miseria y mi vida de viuda aquí rundida, años trabajando parustedes, pa ver cómo se cobra un hombre lo que le deben, pa que vieran, yo sola! ¿Tú crés que no mián dado ganas de salir corriendo diaquí? ¡Pero el muerto era tu padre, eres tonto, mi marido, yo no tenía otro marido, y ora te da lástima el que lo mató!
—¡Ya dejéso, madre! —Dice Reinaldo sujetándola violentamente—. ¡Yasta muerto el Velasco!
—¡Quítateeé! —grazna la madre, y por un momento se queda sin saber qué hacer, respirando con la boca abierta, no sabiendo dónde poner los ojos.
—No sea usté así —dice Martín, gacho, grave, dándole vueltas con las manos al jarro del café—. Sin Reinaldo allá me acaban.
La madre va a su silla. Reinaldo, hacia la puerta. Martín comienza a contar: —Cuando llegamos no aparecía el fulano por ninguna parte…
En ese momento Reinaldo es empujado con mucha violencia de afuera hacia adentro de la cocina y tras él entran cuatro hombres de máuser y cortando cartucho antes de que Martín pueda hacer algo. Soldados. El que hace de jefe, dice: —No sespante, señora. No somos gente del muerto.