I
DOS PALOMAS AL VOLAR DEJARON SU PALOMAR EN EL OLVIDO…
REINALDO DEL HIERRO y sus hijos vienen cantando, a caballo. Son tres puntos en la llanura que tiembla de sol. Briznas del aire del desierto sus voces suben y bajan desafinadas y desiguales.
Detrás de unas peñas pelonas los esperan tres hombres. Dos están echados sobre las peñas, las carabinas listas; el tercero es muy corpulento, en la cacha de su revólver espejea una estrella de concha. Éste es Pascual Velasco.
—Viene con los huercos —dice uno.
—Os pior —dice Pascual.
—A modo de librarlos… —dice el otro tomando puntería.
—O no… —replica Pascual. Los tiradores se revuelven a mirarlo. Éste apremia:
—Oraleeé.
Aquéllos cortan cartucho.
Vienen cantando los jinetes cuando truenan las descargas. Baraúnda de relinchos y cascos y gritos. Tacarí, tacarí, tacarí, tacarí cruza un pájaro pardo el cielo incandescente. Reinaldo del Hierro se dobla agarrándose a la cabeza de la silla y por mera costumbre simultánea dispara y su bala rompe la estrella de concha cuando nuevas descargas lo aniquilan. Eos caballos huyen despavoridos.
—¡Vámonos! —dice Pascual.
Ya regresa desenfrenado uno de los caballos. Es Reinaldo, el hijo mayor. Ya se van los asesinos. Desmonta el muchacho, corre allá, no, corre acá, no, vuelve allá, viene de nuevo. Alza los puños como enloquecido. Se arroja hacia su padre, se hunde en él. El rostro del padre muerto suda al sol, y un pedazo de estrella brilla en la arena.
Ese rostro en la penumbra de cuatro cirios. Ella lo mira. Está sentada. Sus hijos a sus lados, de pie: Martín de greñas de paja y Reinaldo de mirar sombrío, diez y 12 años. Mira a su hombre ya enteramente inútil. Mujer de ojos de aguja y brutos pómulos. La ancha pieza de piso de ladrillo se va llenado de vaqueros. Se descubren frente a la viuda y buscan sitio contra la pared. Las mujeres se arrodillan, se persignan, se acomodan formando racimos. Dos muchachas reparten jarritos de café caliente. Saluda un vaquero reverente. Reinaldo sufre un brusco azoro. Casi a la altura de sus ojos la cacha de un revólver tiene rota una estrella de nácar. Reinaldo se busca en las bolsas. Saca el pedazo que recogió en la llanura. Se vuelve a su madre. Ella lo está mirando ya; ha advertido la sacudida del hijo, ha visto al vaquero, ha visto aquello en la mano del muchacho. Reinaldo está a punto de llorar. Ella se alza y sale llevándolo consigo. Entran en la cocina, cierra la puerta.
—Qué te asustas. Ése es Velasco. Qué te asustastes. Qué tienes en la mano. Prestacá. No llores. ¡Presta!
Le da un bofetón en la cara. Reinaldo no puede hablar, se ahoga, abre la mano.
—Qués esto. Ónde lo agarrastes. ¡Dime! ¡Dime ónde lo agarrastes! ¡Dime!
Vuelve a golpearlo.
El llano… Ondestaba miapá. La pistola de Velasco. Yo crioque… yo crioque…
La madre respira pesadamente. Va hacia la puerta.
—Ente… serio… No lo mires.
Se sienta como antes. Busca a Pascual y clava en él los ojos. Los clava sin énfasis, sin visajes, sin pena. Digamos que simplemente sus ojos ven a Pascual Velasco. Dos puntas de alfiler arriba de las peñas de los pómulos. Y éste siente la mirada, y la busca y la encuentra y se extraña y se inquieta y se alarma. La madre no lo pierde un milímetro; dice algo a Reinaldo, luego lo mismo a Martín. Los niños ven a Pascual, ven el rostro entre los cirios, ven a su madre, ven a Pascual, que se afloja violentamente el paliacate en el cuello, empuja al de junto, al de enfrente, al de más allá y se escurre hacia la salida.
Las cuatro flamas mueven sus diminutos halos amarillos. La mujer aún mira a su muerto. Su cara es un navajazo en la sombra. El viento ha desclavado alguna lámina en el corral y la golpea incesante. No es cosa de esta noche el sol de los chaparrales, el polvo en las narices, el agrio sudor de las axilas y la cintura de Reinaldo del Hierro a caballo, entre las reses, ¡pintas jijas, jijas pintas hijas de veinte! Veces parecía tan recio… pero no sabía ser recio.
—¿Reinaldo? ¡Nombre qué va ser, si es un pan Reinaldo!
No era como estos hombres de acá, todos tan… que ya hubieran querido…
—Te vuá presentar a mi señora. Mi señora —dice, sonríe— no es de para acá pero se va ciendo… con el favor de Dios y un poquito de trabajo que nos está costando, sí señor.
Mi amor. Me ahogaba encima. No podía ni respirar ni decirle nada, si era tan… Y que nunca puedo decirle nada, me trabo.
—Sí te quiero. Sí sí. Sí sí. Ya no me preguntes. De estas cosas no sé hablar, yo no sé hablar destas cosas. ¡Sabe por qué! Pero a mí no me enseñaron a hablar de estas cosas.
Ya durmiendo y sentía cómo se me iba subiendo. No que me lastimara, no, y qué, si es mi marido ¡os mira! Luego compró lo de los Hernández. Se iba de días. No lo veía yo en días. Venía nomás los huesos… y piojos eso sí, pero con todas las reses y yastaba diciendo «mañana salimos diotra vuelta pero creo yo mira mejor a la noche diuna vez». El trabajo que me daba detenerlo, bañarlo, ¡clic!, sabe qué tanto hacía el fotógrafo ya la gente queriendo que se fuera parempezar la función, y el fotógrafo no paraba dir y venir arreglando el moño, arreglando el ramo, hasta los bigotes quería arreglarle al civil, yo no aguantaba los tacones, y él echando maldiciones acá bajito queriendo que loyeran.
—¡A quióras acaba estíjo de su pelona ombré, queómbre tan pesado ombré!
—Todos los ojos, acá un momentito, quietos, quietecitos, dispénseme usté señor cura, señor juez por favorcito, su brazo menos levantado don Reinaldo…
—¡Yacábe no sea mala gente oigá, parece gringo!
—Chiquito nomás, mérito ya mérito, es diyita inolvidable, parel recuerdo, para la feliz memoria, pasan los años y a ver mi vieja querida, corazón asómate aquí a la foto, las figuras, a ver cómo nos mirábamos, sí señor, un chiquito y terminamos, acacito señorita, perdón señora…
Bajo la enramada para la función, Reinaldo del Hierro, su desposada, los parientes, los padrinos, el civil y el cura —con todas las leyes dijo, también que venga el cura, ¡pero cómo va ser!, os así como mando ¿quién se va casar? ¡Yo me caso, pelao, pero con todas las leyes! Que haiga civil, que haiga cura, que haigan padrinos, y si diotra ¡diotra también!— y los amigos y la gente y las llamaradas de sol. Todos rígidos, desencajados, chorreantes, esperando que el maldito fotógrafo acabara sus preparativos. ¡Clic! Y se soltaron el acordeón y el bajo sexto que habían traído de Reynosa.
—Bueno… nosotros yastábamos en la cama, y aquéllos seguían baili baili.
Su amor… como enorme piedra derrumbándose, dulce piedra deshaciéndose arriba de su esposa.
—Como toro. Pero de deveras como toro… Luego luego y ya no sirve de nada. Nunca se lo quise decir. Él creía que era muy fuerte, como esos hombres que dicen… Pero él era hombre de trabajo. Grande el inocente, tan grande… yo así sentía que se deshacía encima de mí. Reinaldo. Mío. Reinaldo qué pasó, hijo, ónde está Martín y tu papá, por qué vienes mira todo tierroso, qué te espantas, hijo, dime qué pasó. Llegó espantado el huerco ¡llegó tan espantado! Qué gana dir y venir por el llano, que haciendo negocios, sabe cuentas que tiene un hombre por ái en vez de estarse en su casa que todos lo conocen, pero salir es echarse cuentas, eso es salir, y a saber a cómo se las irán a cobrar.
—Pero para qué, Reinaldo, si vas llegando, mira, pues qué necesidad hay de más y más.
—Tú pérate. Si es aquí en Realito. Voy y vengo con los huercos. No es ambición.
—Bueno. Pero no más de Realito. Vas vienes.
Y se fueron cantando. Muerto.
En el rostro de la viuda tiemblan las sombras que los cirios engendran. Una agua lenta va llenando sus ojos. Un suspiro desde el estómago le levanta los hombros y la cabeza y los abate, y un llanto desgarrado que no cesará hasta la salida del sol la inunda, al fin. Así llora: la cara en las manos, doblado el cuerpo y balanceándose pesadamente, un río de piedras en la garganta, y la cabeza diciendo que no, que no, hasta la salida del sol.
Dijeron que se iría la mujer. No siendo de aquí ya se iba porque qué, el rancho era mucho rancho, el finado Reinaldo lo había agrandado a modo de que una mujer sola ¡hazme el favor! ¡Nombre ni que fuera! ¡Y sí si fuera sola, fijaté! Pero ¿y los huercos?, y es más: ¿le cobraron al finado Reinaldo todas las cuentas?, ¿todas todas? El hombre era hombre y trabajaba, derecho sí señor, pero taba viviendo y sechó sus billetes, como tú y como yo, no te enredes, ¿o qué no? ¿Qué a ti te pusieron de balazos?, porque a mí tampoco, fue al Reinaldo, que ya es finado y Dios lo tenga en su santa gloria ¿o qué no?, tonce qué tráis o qué, porque si no las pagó todas, la mujer siempre es buena pa pagar, o los huercos, os a poco van a andar tentándose el corazón ¡nombre onde nunca! Como lo veo te lo digo: la mujer se va, va rematar lo que juntó su muerto y di que vacer bien.
Pero no se fue. Si no era de aquí, era de estos rumbos, y estaba templada en estos rumbos. Desde aquella madrugada se hizo cargo. Se hizo bronca y dura como bestia de monte. Como colmillos eran sus ojos, que nunca se cerraban. Como llamitas de infierno sus miradas. La sostuvo una idea fija y nudosa que creció hasta alisarse y ennegrecerse con el tiempo.
Un día se apareció por el rancho un vaquero fuereño: seco, de brazos larguísimos, de gesto tristón, hablaba con lentitud lo indispensable.
—Queáces —le preguntó la viuda.
—Ora ando para acá —contestó el vaquero.
—Pacá y pallá… siempre —dijo ella.
—Iiip… —dijo él, viéndose la mano derecha. La izquierda la llevaba al hilo de la pierna, y los dedos como acariciando o tamborileando sobre la funda y la cacha del revólver, se veían maniáticos los dedos, y en el brazo se adivinaba una elasticidad horrible. Era un hombre que se había hecho en el otro lado.
—Tú vienes del otro lado… —dijo la viuda.
El hombre se distrajo viendo un vuelo de gavilán.
—¡Hm…! Pero allá anduvistes… —dijo la viuda. Y como él se distrajo viéndose las botas, ella se endureció y habló aprisa, a lo patrona:
—Ya sé pa qué sirves y sí te vuá tener un tiempo pero vas a pagar por la comida…
—A ver…
—El billete que te haigas echado es cosa tuya, el rancho es mío. Tus queveres, en el llano.
Él asintió despacio, sin verla. Luego dijo:
—No soy peón. Ya sizo cargo…
—No te quiero peón —replicó la mujer y le dijo para qué lo quería. El hombre se sorprendió, es decir, la miró un segundo y alzó una ceja y volvió a ver el suelo y dijo:
—Usted sabrá…
Luego aceptó el empleo con dos o tres condiciones:
—Pero no me va tener, según dice. Yo andora un tiempo para acá. La comida… y algo que me pague. Me voy cuando me tenga quir.
La mujer retomó su trabajo y el maestro comenzó la enseñanza. Los vaqueros nada dijeron. Procuraban no acercarse al recién llegado y lo trataban con respeto. Éste había dicho a la mujer:
—Diga de que no hablen de que ando para acá —y nadie se atrevió a decir una palabra. Durante todo el día se oían balazos en el rancho. Venían del segundo corral, atrás de la casa. La viuda había despedido a la mayoría de la gente, desde que quedara sola. El trabajo a veces se hacía agobiante. Pero maestro y discípulos disparaban en el corral, de la mañana a la noche.
—Ya podían ayudar los huercos en vez de estar aprendiendo mañas —se quejó una criada vieja.
—Tú apúrate, sonsa ¡os mira! —replicó agriamente la viuda.
—Onque miapure —rezongó la criada— son mañas, mañas y peligros, onque miapure.
—¡Peligros! —repuso la viuda—. Peligro es ser tonto, como si la gente aquí fuera de fiar. Ya siquiera sabrán qué hacer cuando haiga qué. ¡Os mira…!
La criada se alejó diciendo entre dientes:
—Cuando haiga qué… Cuando haiga qué ya se sabe qué va ser, vieja malora.
Los niños aprendían. Jubiloso Martín, que llenaba el corral con su destreza, sus risas y sus gritos. Sin voluntad Reinaldo, cuya puntería iba resultando increíble. El pistolero indicaba la posición del arma, la de las piernas, la de las manos; cómo disparar corriendo, acostados, de espaldas, al galope, sobre blancos fijos, visibles, móviles y ocultos, con la mano izquierda preferentemente, con la derecha; y la rapidez, la manera de ir consiguiéndola, a través de un ademán repetido cien veces diarias, hasta cubrir en fracciones de segundos todos los movimientos, desde el anuncio del peligro hasta el escupitajo infalible del arma. El pistolero tenía una mezcla de cansancio, rencor y ternura por la pistola, lo que debe sentir un hombre obligado a una única herramienta durante toda su vida. Les decía:
—Es tu cuento, pues. Pa qué le buscas por otro lado. Es lo que tráis, no tráis otra cosa. Trabájala. Tienes que saberla. Si no, onde te brinque el chango te la buscas y onde te la buscas no te la jalas, o se tiace que no, que no tiobedece, siace rejega y te madrugan… Ni tampoco la vas andar trayendo así nomás. Fíjate cómo landas trayendo… La cosa es quel arma nuáy que tenerle ascos porque te cansa…, digo, antes de tiempo, antes que sea tiempo.
Luego entraban de lleno en las lecciones.
—Derecho. Suelte las piernas. Questás que no sabes, que no vistes, en la distracción, que no te das cuenta, que quien sae qué, pero ¡en de repente…!
Antes de que los muchachos pudieran ver cómo sucedía, el brazo del pistolero vomitaba una ráfaga de fuego. Caían los blancos en la barda del fondo, se desplomaba un gavilán en vuelo, saltaba retorciéndose, muriéndose en el salto una rata maicera. La pistola ya estaba en su sitio, el brazo colgaba apacible al hilo de la pierna, los dedos acariciaban la funda.
—¿Vistes? Ora fíjate: es un suponer que no sabes quién testá tirando, o que anda metido entre gente… Pero no se agache tanto, sestorba, no sea sonso… Tú Reinaldo.
—Ya vi cómo siace —respondía Reinaldo.
—No ándale ven acá. Ah qué huerco tan renegao cómo das quiacer. En cuanto podía Reinaldo se escapaba del corral. La madre lo veía con los vaqueros:
—Al corral.
—Ya vi cómo siace.
—Al corral.
—Pero pa qué estar echando tiros. Ya vi cómo siace.
—¡Al corral digo, carajo éste!
Cada aniversario de la muerte del padre, la viuda les relataba aquel último día minuto a minuto. Los muchachos sabían el cuento de memoria, pero ella insistía y con énfasis renovaba el dolor e iba grabando a fondo el ánimo de la venganza. Y no era teatral ese énfasis, era taciturno, de frases dichas como rezo, sin acentos, sin comas, sin color, como lección destinada a flotar porque sí en el corazón de los hijos. Martín se excitaba oyendo los recuerdos, corregía a su madre cuando ella equivocaba algún detalle mínimo y lloraba en la parte del vaquero en el velorio. Reinaldo ponía apenas atención, y la madre se interrumpía y lo zarandeaba injuriándolo.
—Era cruzar el llano y volver si tenía quir aquí luego a Realito que me dijo «no es por ambición», bueno pero no más de Realito vas vienes y quiso que ustedes lo acompañaran, se llevó el borrao porquera bueno parandar y hacía sol…
—¡Yo llevaba el colorado —salta Martín—, y Reinaldo el colorado grande!
—Nunca tuvo costumbre de maliciar de nadien porque porquíba tenerla cuérdense quiban cantando y allá en las piedras estaba el Pascual Velasco los hombres no se les olvidan estas cosas ni siquiera tiró el Pascual Velasco pa que no se dijera nada dél yo había ido al agua cuando llegastes tú Reinaldo que fuimos a buscar por todo el llano a Martín no sé si se acuerden cómo es el Pascual Velasco es grande achinado con los pelos hastatrás y se vino al velorio questaba tu papá y las velas cuando entró el Pascual Velasco…
Llora Martín hundiendo la cabeza entre los brazos. Reinaldo está dormido.
—¡Reinaldo! ¡Carajuéste, carajo éste! ¡Maldito éste!
Pasado un tiempo largo el pistolero ensilló y se despidió:
—Yamvóy…
—Cómo ves —dijo la viuda.
El pistolero empezó a verse la mano derecha, como buscando no contestar, como si le fastidiara la pregunta, y contestó:
—Ya será cosa de ellos… —su mano izquierda tamborileaba impaciente sobre la funda del revólver. La viuda insistió:
—Qué será cosa de ellos.
El pistolero alzó la vista al inmenso atardecer que llamareaba, fue mirando el patio del rancho; al cabo, dijo:
—Martín va andar entre dificultades. Tenga cuidao con el otro.
—Cuidao de qué.
—Oh chingao —rezongó el pistolero con mucha acritud, como quien está perdiendo el tiempo sin ninguna necesidad—. Uno ya qué. Pero lo que saben no es pa vivir en paz…
—Nadie quiere aquí vivir en paz, quién te ha dicho —lo atajó la viuda levantándose.
—Ese es su cuento, según se dice. Tóvia falta ver si es cierto. Págueme y yamvóy. Orita están con la gente en el corral, por si quiere asegurarse.
—Vamos.
En el corral hay una competencia improvisada. Vaqueros de aquí y algunas mujeres y gente de otros ranchos están encaramados en las trancas, y con ellos Reinaldo. Martín dentro del corral, con seis o siete hombres. Alaraquea Martín, es un azogue.
—¡Shssstá ya, huerco, sosiégate!
Uno de los hombres, alzando el brazo, enseña un peso de plata entre sus dedos. Gritan los de las trancas:
—¡Visto!
—¡Yastuvo!
—¡Va parriba!
Grita un viejo paseándose por el corral, haciendo sonar un morral de ixtle repleto de monedas:
—¡Vaaa para Lencho, el de Santa Úrsula aquí luego, lleva premio diez pesos, si no pega paga cinco! ¡Leeencho Santúrsula!
Los hombres se abren hacia las trancas. Queda en el centro del corral el del peso. Avanza Lencho el de Santa Úrsula, vaquero largo, cetrino, de ojos de línea. Silencio. El del peso está listo, se vuelve a Lencho. Lencho asiente. Con lenta solemnidad aquél da todo el vuelo a su brazo y lanza al aire el peso de plata. Sube girando el peso de plata, sube espejeando, quebrándose en la luz, sube muy alto. Absolutamente quieto Lencho lo sigue, lo ve caer velozmente, lo ve rebotar en el piso de tierra dura. En la inmensidad amarilla de la tarde el tiiin de la moneda es el único sonido. Lencho espera, es una estatua blanda, floja. En este momento llegan a las trancas el pistolero y la viuda. Con aire ausente aquél empieza a liar un cigarrillo de hoja. El hombre del peso vuelve a mostrarlo, y a tomar vuelo, y a lanzarlo. Y Lencho lo ve subir, destellar, caer. Tiiin tiiin sobre la dura tierra. Y va de nuevo: lo muestra, da vuelo a su brazo el hombre, se oye un relincho, se inmoviliza el hombre, espera a que acabe totalmente y vuelva el silencio entero. Y cuando el peso de plata llega a lo más alto Lencho está disparando una vez y otra vez y otra vez, el cuerpo tenso, el brazo tendido, los ojos casi cerrados, sus balas van persiguiendo al peso de plata en su caída, la cuarta, la quinta bala, la sexta, la séptima, la octava bala, se azota el peso de plata, rueda un trecho en el eco de los estampidos. Rumores en las trancas. Se acerca el viejo a Lencho, y éste, cabizbajo, echa cinco monedas en el morral.
Ahora se desata un vocerío de comentarios, exclamaciones y palabrotas. Casi todos los hombres han saltado de las trancas y están haciendo los movimientos certerísimos que hubieran destrozado al redondo hijo de puta. Ahí Martín frente a Lencho el de Santa Úrsula: que no, que así no, ¿pa qué esperar a la tercera? Y si lo vas a perseguir no lo vas agarrar nunca, no te deja el sol, porque tú ves el peso allí pero ya no está allí el peso, Lencho; luego, que te atiesastes Lencho, no Lencho no te atieses ¿no ves quel peso va suelto, Lencho, va volando y tú estás tieso, Lencho?
Lo están oyendo serios los vaqueros, que sí, que sí, que a lo mejor el huerco tiene razón, y miran de reojo hacia el pistolero en su taciturno mundo, recargado de espaldas a las trancas, fumando, viendo la tarde.
Lencho sonríe a Martín, le alborota las greñas pajosas, lo olvida.
—¿Y Reinaldo? —pregunta la viuda y se vuelve al pistolero, pero haz de cuenta que éste no oyó nada, cuando ya está gritando el viejo del morral:
—¡Vaaa para Edelmiro el de El Tamuín, quí pronto El Tamuín, lleeeva premio a la primera, premio de 25 pesos, si no pega paga 12! ¡Miiiro Tamuiiín!
Como ráfaga de ametralladora se oye el revólver de Miro; bajo, cuadrado Miro, casi tendido en el aire, casi cayendo de bruces, cuatro o cinco segundos de éxtasis sin apoyo, sin punto de gravedad, en pos de la maldita moneda, que rebota en una pedrezuela, y aún ahí, casi a ras del suelo, esquiva las dos últimas balas del tirador más rápido del rancho El Tamuín y de otros muchos ranchos de los que ven la frontera.
—¡No le pegó Miro! ¡Miro no le pegó!
—¡Algamé, tú lo vistes tú lo vistes algamé!
—¡Como si fuera verdá pero es lo cierto!
—¡Esto va andar en los versos!
—¡Se acabó el carbón!
—¡No cállate la boca, yastá pagando los 12 pesos!
—¡La jerrada más cara en la vida de Miro!
—¿Te fijastes al final? ¡Ya la jeta en el suelo, tóvia le tiró dos chingadazos!
Los comentarios se hacen gritería. Va y viene y va incansable Martín. Tiene 12 años, pajizas las greñas, verdes y crueles los ojos, húmeda la boca tarabilla. Está remedando el salto de Miro al disparar, dos, tres veces se azota ladeando la cabeza para no romperse la nariz, dos, tres veces se levanta, explica, ademanea, ríe con mucha burla.
—Ya lárgate, huerco. No jodas —y se va apartando Miro hacia las trancas. Larga carcajada de Martín.—¡Vaaa por Lucio el de Anzaldúas, quí cercas Anzaldúas…!
Acertó Lucio el de Anzaldúas, un vaquero muy joven, roído de cicatrices de viruela, y cobró veinte pesos por un blanco a la tercera subida y fue muy felicitado porque disparó desde el pecho, adelantando apenas el antebrazo y bien abierto de piernas, y fue muy comentado porque no dijo ni media palabra y en cobrando su dinero buscó su caballo y se fue allá de donde era.
Luego pasaron tres o cuatro, o cinco o seis, y no acertaban al peso de plata, o sí pero con dos armas a la vez, uno llamado El Nájera, poco conocido en los alrededores, disparó con dos armas y le pegó al peso de plata, decían que era de circo y discutieron por las dos armas pero al fin le dieron su premio. Ya para entonces se había juntado toda la gente que podía juntarse ¡y era una boruca! que se hacía difícil guardar el silencio necesario, y el viejo tuvo que pegar muchos gritos para hacerse oír. Iba engordando el morral, y la luz iba siendo amarilla oscura viejecita, y el peso de plata relumbraba de oro macizo en el cielo limpio de nubes. Empezaba a hacer frío. Y malo que se viniera el aire porque allá arriba, y más con la arena, el peso de plata iba a mecerse a lo loco. Entonces salió un vaquero que se había dejado ver de cuando en cuando, allá y allá, y decían que era de muy lejos, se jorobaba para tirar, según se vio, y parecía hecho de huesos sólo, y era de color de cera, y arrugas como rajaduras de navaja y tenía los dientes podridos, le decían El Pitarra. Este Pitarra se arrimó al viejo y le dijo —con mucho respeto, el sombrero en la mano y hablando según los de su rumbo que era el centro de la República, porque no era para acá:
—Buenas tardes, señor don Celio —el viejo así se llama, Celio le dicen, es de por San Pedro de Roma. Y no, ya el viejo Celio le dijo qué pasó huerco, qué bueno que andas paracá.
—No —le dijo El Pitarra— si numás que quero dos pesus allarriba peru con cincuenta de premiu, digu, si no pegu que sean diez del castigu, lus diez numás porque no traigu, peru son dos a la primera llarriba, y dos disparus numás. El viejo Celio se puso a gritar y todos dijeron que sí, pues cómo se iban a imaginar que ya soplando el aire les diera a los dos pesos, y decían así se engorda el morral. Y no se engordó, pero por poco y sí; muy poco y le hubieran tenido que pagar cincuenta pesos al Pitarra. Le dio a uno —lo que le valió veinticinco— y no le dio al otro —por lo cual pagó diez—. Después de muchas discusiones se le entregaron 15 pesos. Pero eso no fue derecho —dijeron. Dijeron los 15 pesos fueron por pura calidad del hombre. Porque cómo lo hizo. Vio volar las monedas, esperó a que se estuvieran quietecitas una milésima de segundo, y ahí echó mano al arma, y balanceando el brazo disparó dos veces desde abajo, como jugando, balanceándose muy quedo todo él, un abrir y cerrar de ojos. Hasta ese hombre huraño que estaba con la viuda medio sonrió y con la mano derecha se empujó el sombrero desde atrás sobre la frente, como diciendo sí, así está bien. Cosa hermosa de ver fue ver al Pitarra juntar las piernas y dejar caer el revólver en la funda. Ora sí ya perdí mis diez pesus —dijo, y empezó a buscarse en las mil bolsas de sus trapos. Y todavía no mirábamos nada de lo que nunca se nos iba a olvidar. Yo creo que por otras muchas cosas, pero también por eso —aura primera de los hermanos— el Rancho El Chapúl se hizo imborrable en la memoria.
Porque Martín enloqueció de pronto; es decir se quedó parado y mudo delante del Pitarra, se asomó al Pitarra como si se estuviera asomando a una alta torre que de repente hubiera brotado de la tierra, y gritó:
—¡Celio! ¡Celio ven acá!
Era hijo de la patrona, de modo que Celio acudió, y cuando lo tuvo delante Martín alzó las manos pidiendo silencio, y a gritos, cuanto daba su garganta todavía tipluda, para que nadie quedara sin oírlo, dijo:
—¡Celio! ¡Celio pónme una allarriba y luego pónme dos, Celio! ¡Uno y luego dos y no quiero premio y si no pego pago dos veces, dos veces Celio!
En medio de la tremenda gritería, sombreros al aire, balazos al aire, ¡eeese Martín del Hierro, huerco jijo del diablo!, el viejo Celio se ladeó buscando a la viuda, y la viuda levantó una mano —estaba acodada en las trancas— y la dejó caer, y esto quería decir: va, de acuerdo, tú haz lo que te dicen. Y rápidamente los hombres corrieron a encaramarse, empezó a pasearse el de las monedas mostrando un peso de plata en una mano y dos en la otra, la luz se iba haciendo de miel y de ceniza y ya pegaba el aire, y el anciano Celio sacudiendo el repleto morral voceaba a grandes pasos:
—¡Vaaa por Martín el de El Chapúl, aquí El Chapúl, a la primera subida, una y luego dos, un disparo pa caduna, sin premio y paga doble si no pegaaa! ¡Vaaa por Martín Chapúl!
Se desprendió Martín de las trancas, saltó y pícale Canelo, pícale, urgió al de las monedas, urgió con voz extrañamente ronca, como si alguien feroz en su garganta hubiera urgido por él.
Ya sube de plata el peso dorándose en la rubia claridad y tacarí tacarí tacarí tacarí alza Martín la cara igual que si hubiera oído algo cruzando el cielo del atardecer y nadie vio en qué momento ¡tac! sólo ¡tac! sequecito el disparo preciso y enloqueció en el aire el peso de plata y fueron a levantarlo doblado a treinta metros de distancia. Grandes aspavientos en las trancas. ¿A quioras disparó este huerco? La madre se empapa de un sudor caliente. ¡Hijo! —dice—. El pistolero desvía un milímetro los ojos hacia ella y aprieta aún más los labios terrosos, delgadísimos.
—¡Pícale, Canelo, pícale!
Van volando dos pesos de plata en el cielo del desierto. Va volando tacarí, tacarí, tacarí, tacarí. Salta Martín abriendo mucho su compás, ya disparando, tac tac, sólo eso, tac tac, no más que tac tac, jugando a enloquecer pesos de plata en la altura, los dos pesos de plata se retuercen y suben un trecho extra como en el centro de sendos e invisibles y terribles y diminutos huracanes.
Viene brincando, zapateando, intensamente pálido y feliz Martín, enseñando a todo mundo las retorcidas monedas.
—¿Y Reinaldo? —pregunta la viuda.
Reinaldo no se ha dejado ver, anda por ahí acurrucado carajuéste Reinaldo carajo éste. En el barullo la madre gritó dos veces ¡Reinaldo! Se vieron larga y hostilmente, y brincó Reinaldo al corral. Inmediatamente una expectación raspada de murmuraciones corrió por las trancas, y en un instante quedó el corral misteriosamente vacío. En dos años muchos vaqueros habían espiado las lecciones. El pistolero se quitó de la boca el cigarrito y enterró el mentón en las manos, sobre las trancas. La madre se afiló tanto como en la noche de su muerto.
—Tú me dices, huerco Reinaldo —dijo el viejo.
—Tú grítale —dijo Reinaldo, sin verlo siquiera. Se veía muy endurecido Reinaldo, muy engarrotado, y cosa rara, se diría a punto de echarse a llorar. Materialmente embarrada la vista en el suelo. Ya paseaban los pesos de plata, uno en una mano dos en la otra.
—Igual que Martín tu hermano, huerco —insistió Celio.
No lo veía el muchacho tembloroso de rabia, no lo oyó. Ya se paseaba Celio anunciando a Reinaldo del Hierro, hijo del finado Reinaldo del Hierro, que Dios tenga en su santa gloria y en la tierra mano que le haga justicia. Era un navajazo la cara de la viuda. Dos pequeñas serpientes los ojos del pistolero. Reinaldo se volvió vivamente al viejo. ¿Por qué no lo anunciaba como a los demás? ¿A qué venía ese cuento? Y se engarrotó más aún, como buscando enterrarse en el centro del corral, cuando subía el peso de plata, subía y subía y desde otro lugar quién sabe desde dónde desenfundó Reinaldo y disparó y sobrecogióse la gente pues qué rara resonancia la del revólver de este muchacho, como traquidazo de rifle de gran potencia como cañonazo, un tacatrás que retembló en el rancho todo en la llanura toda y la sembró de ondulaciones, un tacatrás tremendo que erizó de frío la tarde. La gente aún se encogía y no comenzaba a preguntarse qué había sido aquello, cuando vio que Reinaldo había fallado y venía bajando el peso de plata y entonces oyeron un tac y un tiiín, ¡tac tiiín!, pudieron oír la bala de Martín golpeando al peso de plata en su caída. Martín está enfundando y es una cascada de risas hacia su hermano, palmeándole la espalda, fallastes Rey, pero no pasa nada, quistaba yo pelao, somos uno ¿o qué no? Y hay una enorme carcajada en las trancas, una especie de aflojamiento, qué bueno que se haga burla tú ¿no crés? Porque pintaba seria la cosa, fea la cosa.
Y como tirabuzón, como ácido la carcajada de la madre, como salivazo para Reinaldo, en mitad de la cara?
—¡Echalá Canelo! —grita Reinaldo y se abre un poco de piernas, hinca en el suelo los tacones de las botas, busca con la mano izquierda el lugar exacto del revólver.
Todo sucedió desde ese momento como si alguien estuviera soñando lo que pasaba en el corral. Fue rapidísimo y lento a la vez. Casi nadie —acaso sólo el pistolero, que no había movido ni el más pequeño de sus músculos— pudo ver cuándo ni cómo disparaba Reinaldo, y todos vieron un ballet de gracia siniestra en el corral y un viboreo de pesos de plata despanzurrados en el cielo amarillo oscuro, rojo, sanguinolento cielo preñado ya de furia y de los zuuúz y zuuúz de la arena.
No se mantuvo quieto Reinaldo donde había hincado sus tacones, se movió para un lado y para el otro, uno o dos pasos, y, subiendo apenas el peso de plata, su bala lo hizo trizas y el traquidazo ensordeció a los de las trancas.
—¡Pícale echa dos!
Gritó paseándose, serio, seco, ya se iba a la izquierda ya se iba a la derecha, tres cuatro pasos, andaba bailando el huerco, pero seco, serio. ¿Y tú viste que se desprendieron los pesos de la mano del Canelo? ¡Porque yo no lo alcancé a ver! Hasta el Canelo se espantó pues casi en sus manos todavía los pesos de plata se convirtieron en endemoniados y fueron a dar quién sabe dónde. La gente sabía que no debía gritar, Reinaldo no había terminado. A lo rojo del cielo se le untaban sombriedades, ráfagas moradas, hilos negros. Se estaba yendo la luz, en menos de unos minutos la arena haría imposible ver un peso de plata a medio metro de distancia.
—¡Echa tres, Canelo! —gritó Reinaldo—. ¡Y pícale! ¡La luz! —gritó Reinaldo, y gritó: —¡La luz, Canelo, echa tres!
Tres monedas lívidas se fueron alejando unas de otras, hasta seis o siete metros, y allí las alcanzaron las balas de Reinaldo, tenía 14 años, disparaba al nivel del pecho, y el brazo recogido y suelto, tres traquidazos que nunca se supo dónde terminó el primero ni dónde el segundo ni dónde empezó el tercero. Corrieron los hombres que más sabían de eso y regresaron con los pesos hechos una primorosa lástima: tenían los balazos en el centro mismo. Verdaderamente no era posible lo que miraban cuando estaba gritando Reinaldo, con angustia gritaba Reinaldo:
—¡La luz Canelo, la luz! ¡Echa cuatro Canelo! ¡Canelo cuatro, Canelo, la luz, Canelo yechaláaas!
Y echó a andar, así, despacio, dando la espalda al Canelo, viéndose en cada paso las puntas de las botas, deslizándose en cada paso hacia la punta de la bota, iba a las trancas. Canelo tomaba vuelo. Reinaldo no veía. Casi aterrada la gente, casi como locura o con desesperación gritó —una sola voz— alzándose sobre las trancas.
—¡Yaaa!
Giró Reinaldo desenfundando, buscando en la penumbra roja los pesos de plata; el relámpago de su velocidad para mirar; los cuatro pesos de plata subían perdiéndose en el infinito; oh tú, destreza genial; cuatro traquidazos como uno solo gigante ya de noche, prácticamente ya de noche pegaron simultáneos en el alma de los cuatro pesos de plata, y los cuatro pesos de plata cayeron en plena oscuridad, decenas de años después algunos vaqueros viejos, muy viejos, conservaban esos pesos de plata y se dolían mirándolos. Revólver de ocho halas. Reinaldo hace girar el cilindro y deja caer en la arena las dos últimas. No hay gritos, no hay pataleos. La gente se va yendo como de una linda fiesta donde al final se les hubiera anunciado algo feroz. En el rostro de la madre hay más sombra que en la oscuridad que la envuelve. Al fin se mueve junto a ella el pistolero unos milímetros.
—A ver ora… —susurra, sopla, se queja— Ora a ver qué.