III
EL GENERAL PÉREZ TRUJANO avanza por el corredor de la cárcel. El corredor es oscuro y pestilente. A cada paso el general se golpea la bota con el fuete. Adelante un hombrecillo tropieza ansiosamente alumbrándole el camino.
—Por aquí, señor general, hágame el favor, por aquí, está un poco sucio, sí esté, tanto lodo, cuidado señor general…
Detrás del general dos soldados con rifles, marcando el paso. Llegan a una puerta con tremebundo candado herrumbroso. El hombrecito empieza a sudar, ni patrás ni padelante con el candado.
—Sí esté… ¿cómo se llama? sí, está un poquito ¿verdad? Perorita sale, señor general, es que la llave esté…
—Échele léchele, no verigüe tanto.
—¡Sí señor… esté… gene ¡ya! ¡Ya está! Aquí, señor general, eeeh… los dos… porque para qué uno aquí y otro allá ¿verdad?… eeeh sí, está un poco sucio, señor general, estoy en la oficina para servirle, señor gen…
Entrega la linterna a uno de los soldados y se va. El general arrebata la linterna, diciendo:
—Párense ái.
De una patada abre la puerta y entra en un cuarto que es una cueva de inmundicias: paredes mojadas, ratas, moscas, piso acolchonado de cáscaras podridas y excrementos.
—¡Úta chingao pa peste! —exclama el general, y alzando la lámpara hace por iluminar la tiniebla del cuarto. Poco a poco sus ojos distinguen lo que buscan. Dos muchachos están acostados en el suelo, viéndolo.
—¡Tráite unas sías! —grita el general y se queda inmóvil, la lámpara en alto, observando a los hermanos, que lo ven. Un soldado mete tres sillas.
—Siéntensen —ordena el general.
Los hermanos se enderezan poco a poco, poco a poco se ponen de pie, se sientan.
—¡Ah huercos maloras! —ríe entre dientes el general, divertido con la actitud insolente de los dos muchachos. Se sienta enfrente de ellos, los mira un rato, evidentemente con buen humor, con simpatía, riendo entre dientes, musitando:
—¡Gallitos hijos de la chingá! ¿Quién es Martín? —pregunta, voz dura. Martín asiente entrecerrando los párpados, medio bostezando.
—Me dicen que fuiste tú… Pero quéste es pior, me dicen. Dicen que hastiba sin arma. ¿Será…?
Impávidos los hermanos.
—¿Sabes quién era el que apañaba al Velasco? La mano más aprisa de los dos lados del río. Gente grande lo traiba, y a mucho sueldo. Cómo ves.
El general parece satisfecho de la actitud de los hermanos. Están sin armas, sin comer ni beber desde hace tres días, malician qué les puede pasar, y él tiene una 45 en el cinturón y dos soldados cartuchos cortados en el umbral, y los cabrestos huercos no se espantaron del uniforme ni se ven cansados ni ganosos de salir y lo escuchan con gesto aburrido, sin una palabra.
—Tá bien, parece que aquí está el pan.
—Se trata de esto: yo no quiero volver a ver a Fidencio Cruz.
Entrecierra los ojos, observando con mucha atención, y agrega entre admiraciones, en secreto: —¡Fidencio Cruz!
—¿Quién es él? —pregunta al rato Martín.
El general suelta una alegre carcajada: —Con razón no te arrugastes, pelao, no lo conoces.
—No. ¿Quién es él?
—¡Así mejor! No timporta. La cosa es que ya no lo quiero ver. Si alguna vez leaces al político te darás cuenta.
—No somos pistoleros, general —dice calmosamente Reinaldo.
—Será mi general, huerco —dice el general, algo picado por el tranquilo desdén de Reinaldo, cargando las sílabas, inflándose.
—Así que sea, pero no somos pistoleros. El Fidencio Cruz no nos ha hecho nada.
—Ya me contaron queres rejiego… Pero mira… fíjate bien… de aquí otros tres días se los llevan a ustedes al juzgado de Reynosa, y son cinco años pa caduno… pero yo puedo ver que sean diez… diez o 15… si es que alcanzan a llevárselos… porque tamién puedo ver que la gente se alebreste contra ustedes y los vengan a colgar ora mismo en la noche… Y júralo ques cierto como si yastuvieras colgao… —sonríe cariñoso, paternal.
—No somos pistoleros —insiste Reinaldo.
—¡Os como si lo fueran! —se violenta el general—. El que sirve paralgo tiene que jalar con eso, si no no sirve pa nada.
Lo ven los hermanos. Se ven. Reinaldo agacha la cabeza, la alza: —No nos da usté chance, general.
El general recupera instantáneamente su buen humor:
—No mijo. Yo necesito que se muera Fidencio Cruz y ustedes son gallos parél… Y comora yo mando… ¡Tú verás si vuá perder!
Y ríe con toda la boca, y levantándose dice:
—Anden vénganse a mi casa a echar un trago, el fulano no llega hasta clarear, va cruzar el río en el punto que llaman Los Jacales, trái wisqui del otro lado, hay tiempo.
Abre la puerta, y cuando van saliendo se vuelve bruscamente a Reinaldo.
—¿Sabes qué, mijo? ¡Qué tarugo, se me pasaba! Tú no vas, tú te quedas. Eres medio quién sae cómo, medio cabresto vaya ser lo questóy pensando tienes malas ideas. ¡Sí no, ni lo permita Dios! Ya cuando Martín haiga cabao que venga recogerte. Qué tarugo soy.
Y se aleja con Martín echándole el brazo a los hombros, llenando de carcajadas el corredor. Los soldados empujan con las culatas de los máusers a Reinaldo, empellón y culatazo a cada voz:
—¡Chaléchalé pa dientro!
—¡Pa dientro echalé!
Cierran. Candado. Herrumbre.
—No quere.
—Jálalo juerte.
— No se ve.
—¡Púralél general mi general púrale!
—¡Ya chingó ya chingó!
—¡Amos!
Corren tropezando, dándose encontronazos, cayendo, túpele que se va a encabronar mi general, en la negrura del corredor.
Rumor de río. Vientos ligeros en las frondas de la margen. Alta luna. Por el camino de polvo blanco, la negra silueta al trote. Se detiene. El jinete busca algo. Avanza un poco más. Se dobla sobre la montura y dice en voz alta y dificultosa lo que dice un letrero desvencijado a la orilla del camino.
—L-o-s… Los… jjja… jac… a… al… es. Los Jacales.
Se endereza. A la derecha el río, como a cien metros, después de los árboles; adelante y atrás el camino: a la izquierda el chaparral.
—Tá bueno.
Sólo el agua deslizándose allá y el aire, y el resoplar del caballo. Martín saca un puñado de balas. Pensando va metiendo las que caben en el cilindro del revólver, muy lentamente. Fue el trato con el general: huerco mira, desarmado de aquí al río, no quiero tropezones de aquí al río, si te tropiezas se te muere tu hermano, al igual que si te mata Fidencio Cruz ¿me vas siguiendo, mijo?, yallá en el río cargas tu arma, es trato de hombres, huerco, trato de amigos, cómo ves. Vacía el cilindro, va metiendo las balas otra vez. De pronto en dos tres días Pascual Velasco y el sonso aquel quesque el más aprisa dice el general, bueno el Velasco tenía que ser, eso no, y el otro pus qué plan, no quedabotra, pero digo en dos tres días ¡no y el otro, allá también Realito, el otro!, ¡perombré uno tras otro! No sé, Reinaldo sabe pensar yo no, no somos pistoleros, el Fidencio Cruz no nos ha hecho nada, ¿Fidencio Cruz? ¿Yo qué o por qué? Al rato vastar pasando el río y lo vuá balacear pobre cabrón, chingao me da, no me… me da no sé qué, viejo juelachi del general ¿pero Reinaldo? Fidencio Cruz que muy rabioso, quel otro el más aprisa… son pendejos, no que… jijuelá Reinaldo estaba bien enchilado pero que te agarren a tu hermano y sí o sí porque no vas a decir que no, no va venir él nomás, el Cruz, también eso ¡bueno a lo ques igual! bueno pero siempre chingao vete a matar al Fidencio ¿por qué? porque ya no lo quero ver, ¡vaya usté mucho!…
—¡Quieto! —dice para sí, palmeando el caballo, un susurro inaudible su voz—. ¡Quieto!
Hace un momento, en el viento de las frondas o en el deslizar del río se metió algo. Algo como una voz distante rasgó la tersura de esos silencios. No la oístes bien por estar pensando sonseras. Pérate… sí…
—¡Quieto! —repite acariciando la crin de la bestia. Sí, seguro, no nomás uno, aistán. Pérate. Fíjate. Veloz y silencioso sale Martín hacia el río.
La luna en el río color de acero. Delgada el agua y ancha y rumorosa. La negrura de los grandes árboles. Está empapado de sudor, Martín; tiene la mano izquierda sobre la cacha del revólver, abre los labios en una especie de sonrisa o mueca boba. Es su primer trabajo por encargo y a destajo. Es tierno Martín, le falta experiencia. No imaginó el vasto silencio ni la soledad como compañeros. La luna, las dulces espadas del agua, las frondas mecedoras; íntima hermosura inmensa para verla, para soñar en quién sabe qué porque el muchacho no tiene costumbre de soñar. —¡Qué mugrero tan bonito ombré echarlo a perder con una balacera! Yo ya mejor me voy. ¡No pérate!, ¿y Reinaldo?—. Como piel de toro negro ondula el agua, qué mansa se ve, qué bien corre pareja a todo el ancho del río, negra en las orillas enteramente de noche, como una mariposa grandisísima y blanca en el medio. ¡Mugrero bonito, pa su mecha! Aparecen en la margen opuesta, moviéndose con desconfianza y sin ruido dos jinetes, y paso a paso entran en el agua. Avanzan diez o 12 metros. Uno de ellos regresa, hace señas. Martín mueve su montura, buscando acercarse al agua en la oscuridad de los troncos. Van entrando mulas cargadas con cajas, por la margen frontera. Hay un jinete más, que parece dirigir a los otros, apremiarlos, y que tanto se adentra en la anchura del río como retrocede hasta la orilla. Martín se aprieta los ojos como si quisiera borrarse una mala visión: saca el paliacate y se enjuga el sudor que materialmente lo ahoga; respira afanosamente, la boca abierta. Una larga hilera de mulas, atadas con una reata, cruza el río. Cuatro jinetes conducen las mulas, adelantan, reculan, se hacen señas imperiosas, se mueven en el agua, que lame las panzas de las bestias, con mucho silencio y destreza. Martín espera. Un par de martillos empiezan a tundear sus sienes; un rispido runrún (mezcla de… ¿una canción? y voces, gritos y un chillido sanguinolento) se anuncia, se apaga, desaparece, resurge —astillas de vidrios agrios—, araña —malditas uñas— láminas de zinc en sus maxilares que crujen a punto de romperse. A medio río viene la hilera cuando Martín se golpea con ambos puños la cabeza y se encoge gimiendo y gritando con todas sus fuerzas, para oír su voz, para dejar de oír una í, una iiiiií que se aleja eternamente muerta de sed clavándole las garras, para entrar a matar, a que lo maten, véngase diún vez hijo de su pinche madre, quespera, no sespere, ya no, ya no sespere, véngase diún tirón:
—¡Fidencio Cruuúz!
En este momento se arma la batalla. Casi simultáneos al grito de Martín los hombres disparan desde el río hacia los árboles y se recuestan en los caballos.
—¡Fideeéncio Cruuúz vengo a matarlo! ¡Nooo lo conozco Fidencio Cruz!
Dispara toda la carga. Caen dos mulas y uno de los hombres. Los otros vuelven a disparar. Jinetes cabales, se mueven ocultándose detrás de las mulas, empiezan a buscar la margen opuesta. Martín está metiendo balas en el cilindro.
—¡Espérense! —grita Fidencio Cruz—. ¡Tápense con las mulas! ¡Espérense!
Las mulas horrorizadas tiran de la reata, tropiezan, dan corcovos, se cocean, caen patas arriba en el agua, se estrangulan. Se rompen docenas de cajas. Martín lanza su caballo hacia descubierto, aparece en la margen y dispara hasta cuatro veces, levanta el caballo y galopa furiosamente por la margen. Han caído dos mulas más y otro hombre, y los dos que quedan disparan hacia una sombra fugaz que se pierde entre árboles. Y aparece Martín allá lejos y viene galopando por la orilla y disparando y desaparece de repente. Batahola de mulas, voces, botellas, relinchos, estampidos, cajas. Rota la reata, enloquecidos se dispersan los animales. Uno de los dos jinetes que quedan está llegando a la orilla de donde salió; salta del caballo y en el salto lo encuentran cinco balas disparadas como en ráfaga, demoniacamente precisas, todas en la espalda y lo hacen flotar lento unos instantes, bracea como si se aprestara a volar, igual a aquellas ratas maiceras que volando a balazos movían las patas antes de azotarse. El último jinete está gritando, como para rompérsele la garganta. Lo oye Martín. La voz del jinete suena muy distante. Martín no sabe por qué suena tan distante. Acaba de empezar su vida Martín del Hierro y no durará gran cosa: pero en esa brevedad oirá muchas veces esta voz, pronto podrá reconocerla como el tahúr reconoce el gesto imperceptible del contrario que juega con su última carta. Esta vez es la última carta de un jugador que no ganará la partida. Voz enrarecida por el miedo, lejana —así se rompiera en las orejas de Martín, llegaría adelgazándose desde lo lejos—, y triste, tristemente lejana, azulada y amarilla voz. Fidencio Cruz está frente a la muerte.
—¡Yo soooy Fidencio Cruz! ¡Salte de ái, poca madre! ¡Yo soy Fideeéncio Cruuúz! ¡Acaaá estoooy! ¡Acá está Fidencio Cruz!
Fidencio Cruz se revuelve a medio río, entre la muchedumbre de súbitos escombros. En estos incomprensibles y ya irremediables escombros está desparramada, destrozada toda su vida. Se revuelve evitándolos, atropellándolos, maldiciéndolos. Su fortuna, su esperanza, su retiro, su gran golpe de wisqui y cocaína por Los Jacales.
—Por Los Jacales, compadre, os parónde más, yo me cuchileo a los rinches con otra ocupación, por los rinches ni se apure, y la aduana deste lado usté no pase pendiente, acá me los atornillo, ya lo sabe, ya lo sé que con este wisquito y el polvito tantito siunde o se levanta, ya lo sé, esperamos en Dios que se levante, de lo que de mí depende veremos que se tropiece con todo menos con la ley.
—Compadre Pérez Trujano, esto se lo vuá querer y se lo vuá pagar, como que me llamo Fidencio Cruz, compadre Pérez Trujano.
—No diga compadre Cruz, no digueso, no se sabe qué va pasar nunca y ni manera de averiguarlo antes de, no hable de pagar, ni lo permita el que nos ve, deso nada de nada, compadre Cruz.
—Si no me tropiezo, compadre… —iba a insistir Fidencio Cruz, pero lo atajó ya con un destello de impaciencia el general:
—Con todo, compadre, menos con la ley. Me llamo como me llamo, compadre.
Se abrazaron. Fidencio Cruz preparó su contrabando, y Pérez Trujano dio una orden urgente:
—Búsquense al Chante, para luego, pero lo encuentran.
El Chante era la mano más aprisa de los dos lados del río, mucha gente grande lo había tenido a sueldo.
—Un muchacho, mi general, parallá a Realito, huerco, huerco diatiro, ayer estora sería ¿verdá tú?
—Estora sí señor, sí mi general. Dos huercos. Yo sí los conozco. Pero nomás uno tiró. No los dos.
—¿Los conoces bien? ¿Sabes de dónde?
—Sí, mi general.
—Yontán.
—Han dir radiando. Pero si les cáimos es cosa de caírles ya, porque de que se regresan al rancho, se regresan eso sí, pero ya después sabe pa dónde.
—Cosa de caírles ya.
—Y qué esperan —ordenó el general Pérez Trujano, y pensó secharon al Chante… y a Velasco… bueno, ver si cierto, si no, ya veremos con mi compadre.
Cuando Martín pasó a decirle yestuvo general, el general rió y dijo cosas y le dio dinero a fuerza y liberó a Reinaldo y demás, pero principalmente pensó: os sí era ciertombré, huercos diatiro ¡y mira!; y con todo se tropezó mi compadre, menos con la ley.
Lanza Fidencio Cruz su caballo hacia delante, hacia atrás, a la izquierda, a la derecha, lo lanza con ímpetu desesperado, con absoluta maestría, sin saber que lo está haciendo, sin oír su propia voz, con su última carta grabada estruendosamente en su cerebro y su maldito compadre traicionándolo.
—¡Yo soy Fidencio Cruz, spoca madre, salte pacá fuera! ¡Yo soy Fidencio Cruz!
No ve Fidencio Cruz una hermosa bestia que surge sin jinete de la margen y galopa en el agua derecho hacia él, ya no sabe que va a morir, son sus últimos momentos. No sabe que el jinete viene incrustado a un costado de la bestia y desde ahí viene disparando, no siente Fidencio Cruz que ese jinete es infalible y que él ya no tiene pistola en la mano, no sabe que son balas lo que de pronto tiene en su cuerpo, balas, seis calientes balas derechas que nunca esperó, es decir, nunca esperó tantas balas ni tan bien colocadas, no sabe que está cayendo, no sabe que está en el agua entre mulas muertas y cajas de wisqui, todavía un sueño, un sueño más, sueña que está gritando, no sabe que todo ha terminado para él, pero él oye bramar su garganta. ¡Yo soy Fidencio Cruz!, no sabe que él era Fidencio Cruz y que su asesino está entrando en la espesura de la margen mexicana.
—¡Yo soy Fidencio Cruz! ¡Poca madre salte pacá fuera! ¡Yo soy Fidencio Cruz!
Oyó gritar Martín, que metía balas en el cilindro y pensó: A güevo quera el último, se tapó con sus bueyes y orita no ve ni oye, clavó las espuelas al caballo, lo que sea que suene, y en fuerza de carrera, ya en el agua, se zafó de un estribo y se echó, se untó, se incrustó a un costado del caballo, y un sonso pegaba de brincos y griti griti echando tiros pa todas partes, galopando en el agua de plomo, jijuelá parece de lodo el agua, diún vez, disparando ¡diún vez! ¡yo soy Fidencio Cruz! ¡diún vez uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis balazos a Fidencio Cruz!, seis balas limpias en lo ancho de su pecho, seis balas todas mortales.
Llegaba muerto al fondo Fidencio Cruz cuando Martín describía una abierta curva al galope en lo más bajo del río y entraba en la espesura mexicana.