Las últimas jornadas
1
Dos años y siete meses, Don Antonio, todavía paciente, todavía confiado, permanece sentado en la puerta de su estancia, seguro de que verá pasar los cadáveres de sus enemigos. En cada paquebote inglés que tira sus anclas frente a Cartagena le llega un grueso atado de cartas y periódicos. Lee durante el día y escribe durante la noche. Lee que los federalistas han dictado una constitución, vigente desde el 5 de febrero de 1857; que poco después, Comonfort, presidente de la República, la repudia, alegando que es imposible gobernar con ella y del poder pasa al destierro. Es presidente Benito Juárez, con quien Santa Anna no podría entenderse nunca: liberal, anticlerical, civilista, enemigo de las ostentaciones, silencioso y austero. Lee que los conservadores, que ya tienen nuevos caudillos, Zuloaga y Miramón, asumen el poder sin tomarlo a él en cuenta, olvidándolo como cosa perdida. Y que Juárez ha vuelto a la presidencia…
Escribe sus memorias, que son la mejor señal de su mala memoria. Todo lo desfigura, exagerándolo o paliándolo. Declara falsos documentos calzados con su firma, inventa testigos de lo que no ha sucedido y se pinta a sí mismo con una precisión, que nadie lo hará mejor: megalómano, fatuo, audaz para mentir, ingrato con quienes le sirvieron, sediento de gloria… y poco rencoroso. En estos años se ha olvidado ya de sus viejos enemigos y sólo mantiene vivo su odio contra Comonfort, Juan Álvarez y Benito Juárez.
Es que éstos le han desposeído de sus bienes: Manga de Clavo, El Encero, Paso de Ovejas y otras haciendas, están en manos de depositarios que las explotan a su antojo. Si no fuera por La Rosita y algunos fondos que pudo sacar de su último paso por la presidencia, hubiera quedado a morirse de hambre.
2
Un nuevo tipo de guerra civil ha aparecido en México: los odios entre los partidos, condensados durante tantos años, se desatan con furia. No hay perdón para el enemigo que cae prisionero. Liberales y conservadores se fusilan sin misericordia. No hay armisticios ni capitulaciones. El vencedor magnánimo y el negociador hábil, no tienen nada que hacer dentro de ese nuevo sistema. Además, la nueva gente ya no toma en cuenta a Su Alteza Serenísima, ni para bien ni para mal. Cuando los conservadores pueden hacer una nueva elección presidencial, Zuloaga obtiene veintiséis votos y Santa Anna, uno. Sin embargo, don Antonio confía aún en que habrán de llamarlo para que ocupe la presidencia por duodécima vez. El destierro ha revivido en él los deseos de gobernar, como el gobierno le provoca el deseo de desterrarse.
3
Una revolución estalla en Nueva Granada, acaudillada por el general Tomás C. de Mosquera. «Para librarme de las consecuencias», escribe don Antonio, se traslada a Santo Tomás, donde el viento extiende la bandera del rey de Dinamarca. Vieja ciudad de piratas, refugio de Barba Negra, de clima semejante al de Veracruz, pródiga en flores el año entero y en la que prevalece la costumbre de dormir la siesta. El viejo general, doña Dolores y los hijos, se acomodan bien en casonas del tipo español, con grandes patios que refresca el agua de las fuentes y ventanas enrejadas que miran a angostas y retorcidas callejas. Don Antonio cría gallos y escribe sus memorias, salpicándolas de simplista filosofía: «El hombre es nada, el poder es todo» y de quejas contra sus enemigos del presente: «No me han dejado un palmo de tierra, una choza en que albergarme ni una piedra donde reclinar mi cabeza…».
4
En México, la guerra entre conservadores y liberales continúa. Por temporadas, unos y otros disfrutan de la presidencia. Los conservadores vuelven los ojos a Europa, buscando apoyo para establecer una monarquía. Aun cuando mantiene correspondencia con los agentes monarquistas y ofrece su apoyo a cualquier príncipe europeo, Santa Anna significa poca cosa en la combinación. Apenas Gutiérrez de Estrada, que intriga hábilmente en la corte de Napoleón III, le menciona, los demás monarquistas se apresuran a hacer silencio en torno a su nombre. Cuando se escoge definitivamente al archiduque Fernando Maximiliano de Habsburgo para el trono imperial de México, el nombre de don Antonio no aparece en ninguna parte.
Tropas francesas desembarcan en Veracruz y se internan en el país. Los sólidos fuertes y los fuertes soldados de Puebla, las detienen temporalmente. Más tarde, aliadas con tropas conservadoras mexicanas, llegan a la capital anunciando el próximo arribo de Maximiliano. Asume la regencia Juan N. Almonte, aquel compañero de Santa Anny en los días de prisión en Texas. Serían amigos, pero también Almonte quiere ser el dictador de México.
Don Antonio se embarca rumbo a Veracruz, al río revuelto.
5
Es el año de 1864 y son las cinco de la tarde del 27 de febrero. Un paquebote inglés ha tirado las anclas frente a Veracruz. Y como ya se sabe que a bordo viene Su Excelencia, el jefe de la guarnición francesa trepa al navío, con un ayudante y un secretario cargado de papeles.
—General, ¿tenéis la bondad de hacerme conocer la mira de vuestro viaje a este país?
—No hay inconveniente: regreso a mi patria en uso del derecho que el hombre tiene para vivir donde nace…
—Bien, pero es necesario mostrar adhesión al imperio y al emperador. Asentad vuestro nombre en este libro…
Hay unas frases escritas en francés, que el recién llegado no lee porque sería inútil. Lo que quiere es desembarcar. Doña Dolores está «excesivamente mareada» y con ansia de pisar tierra. Y como Su Excelencia es ahora partidario de la monarquía, firma, saluda y baja al puerto.
En la travesía ha escrito un manifiesto en el que anuncia que acatará con decisión y lealtad las órdenes que emanen del «ilustre príncipe» que viene al trono de los Moctezumas. Y pide «por gracia solamente, que se me deje disfrutar en mis últimos días del reposo que no he podido conseguir en ninguna de las posiciones de mi vida».
Pero no se le deja. El general Bazaine, jefe del ejército franco-mexicano, le dice: «V. ha faltado a lo que firmó a bordo del baquebote inglés Conway… V. no puede permanecer por más tiempo en el territorio mexicano, y lo invito a que lo deje…».
De nada sirve que don Antonio afirme que la publicación de su manifiesto se hizo sin tomarle consentimiento. Le dan seis horas para que se apreste a salir. En esas seis horas, recibe cartas de Almonte el regente, y de Peza, el ministro de la Guerra, felicitándolo por su feliz arribo. Pero las órdenes militares francesas no se doblan con estas felicitaciones. Su Excelencia tiene que trepar al vapor Colbert, de la escuadra francesa, y desembarcarse en La Habana.
Dos meses está «en acecho de las ocurrencias de México». Se entera de que Maximiliano ha llegado para asumir el poder. Confía en que el «ilustre príncipe» lo llame a su lado, pero Max tiene demasiadas atenciones para acordarse de un viejo cojo de setenta años, a quien ni siquiera conoce. Santa Anna se queja de él: «No le merecí el cumplimiento de invitarme a regresar al suelo natal». Y sus amigos le escriben: «No inspira V. confianza a los imperialistas. Recuerdan que V. derribó el trono de Iturbide y proclamó la República». Lo adulan, nada más. Don Antonio no sirve ya para proclamar cosa alguna.
6
Los desaires lo hacen cambiar de rumbo. Ahora es nuevamente republicano. La monarquía, en cuanto le hace poco aprecio, deja de ser un «gobierno paternal, justo e ilustrado»; ahora Maximiliano sí es un «usurpador» y «humilde vasallo de un soberano extranjero». En otro largo manifiesto ofrece derramar hasta la última gota de su sangre para restablecer la República. Nadie le responde: los republicanos se están batiendo por su propia cuenta, incansables, indomables, y no necesitan de nadie. El viejo general se vuelve a sus memorias.
Es el tipo pintoresco de Santo Tomás, el que los guías enseñan a los visitantes distinguidos, después del castillo de Barba Negra, de las murallas semiderruidas y del mercado, donde las mulatas de pecho desnudo y amplias caderas, pregonan la fruta del trópico.
7
Un viajero distinguido es William H. Seward, secretario de Estado del gobierno americano, que pasea por las Antillas en vacaciones. Después de mostrarle las ruinas y el mercado, sus amigos lo llevan a la casa del ex presidente de México. Seward es curioso y acepta ver lo que queda de «El Villano de El Álamo». Y está de buen humor, pues el viaje de descanso le ha sido provechoso.
Don Antonio aparece tras una mesa cubierta de libros y manuscritos. En cuanto se entera de quién es el visitante, piensa que el viaje a Santo Tomás lo ha realizado expresamente para verlo. Y suelta la lengua contra los franceses y los imperialistas, se apoya en la Doctrina Monroe para pedir a los Estados Unidos auxilio contra las tropas europeas que combaten en América y toma todas las miradas y los cabeceos de Seward como una aprobación oficial del gobierno americano a sus planes guerreros.
El ministro, amable y divertido de la plática, se despide con un apretón de manos y unas palabras de cortesía:
—Cuando vaya usted por Wáshington, general, me será muy grata su visita…
El iluso septuagenario se queda convencido de que tiene el apoyo de los Estados Unidos para cualquier cosa que intente.
8
Darío Mazuera, colombiano, de veintiséis años, de «elegante figura y locuacidad extraordinaria», se presenta a Santa Anna pidiéndole datos para escribir su biografía. Una revolución lo había arrojado de Colombia hacia el Perú, otra revolución lo arrojó del Perú y fue a Santo Tomás. Se hace pronto de la confianza del general, se entera de sus planes para obtener apoyo norteamericano y se decide a explotar su senil ingenuidad. Se hace enviar a Wáshington y de ahí le escribe mentira y media sobre pláticas que no ha tenido, con el presidente y con el ministro. Y se reúne con otros tres aventureros conjurados para quitar al confiado anciano hasta el último centavo.
Un día, se presentan en Santo Tomás, en un barco que dicen haber comprado por cuenta de don Antonio, en doscientos cincuenta mil pesos. Le muestran «un papel con grande sello en inglés», que dizque es un «memorándum reservado» del secretario Seward. En él se dice que ha sido aprobado en las Cámaras un préstamo de cincuenta millones de pesos para México, de los cuales treinta podrán destinarse a una expedición encabezada por el general Santa Anna. Éste debe presentarse en Wáshington, porque será apoyado.
El viejillo no puede ocultar su contento. Ni se detiene a examinar la autenticidad del «memorándum secreto». Sólo pregunta a Mazuera:
—¿El ministro Seward ha entregado a usted ese documento para mí?
Cínicamente responde el colombiano:
—Sí, señor. Él mismo, en la pieza de su despacho…
Le hacen firmar pagarés por doscientos mil pesos para cubrir el valor del buque y le sacan cuarenta mil en efectivo, que dizque tienen que entregar al capitán. Lo están explotando miserablemente.
9
Lo llevan a Nueva York. Primera decepción: que no le han hecho saludos con artillería, como prometió Mazuera. La explotación continúa: en una casa de huéspedes de Elisabethport, le cobran cien pesos diarios por su comida. Y se entera de que el barco no había sido comprado, pues los propietarios exigían el dinero en oro, y de que no se daban por recibidos de los cuarenta mil pesos que él había entregado en Santo Tomás. Tiene que dar veinticinco mil más por recobrar sus pagarés y deja empeñada una cajita de alhajas que valen treinta mil y que no volverá a ver en su vida.
No es eso lo peor: un amigo de Seward, George I. Turnbull, recibe las confidencias de don Antonio y sorprendido, ofrece hablar con el secretario de Estado. Sus noticias son terribles: Seward no conoce la cara de Darío Mazuera, y no puede recibir al general Santa Anna…
El Serenísimo está a punto de volverse loco. Comprende que le han robado vilmente, quisiera ahorcar a Mazuera y a toda su pandilla. Pero no se le vuelven a poner enfrente. Son abogados los que vienen a verle, pidiéndole el pago de cien mil pesos de unos rifles que «su gente» había encargado. Ya no quiere rifles ni tiene con qué pagarlos. Y le cuesta treinta mil pesos salir del enredo. Entre aventureros y abogados lo han dejado «sin un cubierto para comer».
Mazuera desaparece. Tiempo después su víctima se entera de que, mezclado en una conspiración, ha sido fusilado en Mérida. Es un justo castigo, pero que no devuelve al general ni un centavo del dinero que ha perdido.
Un hijo político acude. Gracias a él, don Antonio tiene comida y fuego durante el invierno.
10
Todavía tiene destellos el ingenio del viejo mutilado. Ingenio un poco ingenuo: ofrece su espada a Benito Juárez para expulsar de México a los franceses. Juárez no la acepta y le contesta que si hubiera sido únicamente imperialista, podría recibirlo con agrado, pero como además ha sido un viejo aliado del clero y de los conservadores, no le inspira ni le inspirará confianza.
¿Qué le queda entonces? Dice a Seward que Juárez, Ortega y otros jefes republicanos están divididos entre sí y que él es el único que puede derribar el imperio. «Yo soy el fundador de la República Mexicana y estoy presto a derramar hasta la última gota de mi sangre para vengar sus afrentas… ¿Los herederos de Wáshington consentirán que este anhelo de mi corazón quede sin realizarse?… ¡No lo creo!» El ministro interpreta sus palabras como productos de la senilidad y no les hace caso. Cuando habla de Su Excelencia le llama «viejo loco». Pero el general dice a todo mundo que tiene un convenio firmado, que volverá a México y que será otra vez el presidente.
La gente comienza a burlarse de él.
11
No escarmienta. De Mazuera ha pasado a Gabor Naphegyi, húngaro, que le propone lanzar un empréstito comprometiendo la hacienda de El Encero, la casa en Santo Tomás y otras propiedades. Con el dinero que se obtenga se armará una expedición contra los franceses, a quienes rechazará como en el año treinta y ocho. Entonces, sus conciudadanos lo aclamarán y lo llamarán a la presidencia… ¡Los franceses!… Los setenta y cinco años de Santa Anna lo hacen delirar con los franceses… Cuando le hablan de ellos, se excita y se echa a pasear por la habitación como animal preso, blandiendo un candelabro o un cuchillo de mesa. Quiere vengar su pie perdido, su mano incompleta. Y le hacen firmar todo lo que quieren.
Naphegyi lo compromete a hipotecar todas sus propiedades. No obtiene para él un centavo, pero más tarde, don Antonio verá embargada su casona en Santo Tomás y le costará trabajo y dinero salir del conflicto.
Comprende que ha fracasado. Abandona los Estados Unidos, de tan ingrata memoria. Y se embarca rumbo a las Antillas, en un buque que antes hará escala en Veracruz. Un último intento…
12
Los franceses han regresado a Europa. Maximiliano está preso en Querétaro y ya los soldados cargan sus fusiles para ejecutarlo, cuando Santa Anna llega a Veracruz en el Virginia. Hay en el puerto dos mil soldados que aún son fieles al emperador prisionero y que no saben qué hacer. Los jefes van a visitar al anciano caudillo, pidiéndole consejo. Y él ofrece bajar a tierra a las cinco de la tarde, para estar presente en la declaración de la República.
Está en la proa del barco, esperando la hora, cuando se presenta «un militar de alta estatura y mal semblante». Es el comandante Roe, del Taconi, barco americano de guerra. Rechaza un asiento y dice ásperamente:
—Vengo a llevar a usted a mi buque…
Santa Anna finge creer que los Estados Unidos están en guerra con México. Y protesta.
—¿Viene usted a sorprenderme para declararme prisionero de guerra? No puedo defenderme, estoy sin soldados; mas espero que no se abusará de la fuerza con el débil…
—No me detendré en explicaciones. Si V. no va de grado, irá por fuerza…
En un falucho atracado al Virginia, un grupo de marineros americanos espera en actitud decidida, las órdenes de su comandante. Santa Anna se somete y pasa la noche en el Taconi, negándose a tomar alimentos, aun frutas y nieves, por temor a ser envenenado. Y a la mañana siguiente el comandante Roe le visita para informarle que evitándole bajar a tierra le ha salvado la vida. Algún informe secreto ha tenido sobre algo que el general ignora. Y le aconseja que continúe el viaje. Tres días después, el Virginia y su famoso pasajero están a la vista del puerto de Sisal.
13
El viejo caudillo está empeñado en proclamar la república, en cualquier parte. En Sisal lanza otro manifiesto, saludando a los yucatecos y recordándoles su amistad de cuarenta años antes. Los yucatecos ya no se acuerdan de esa amistad, si la hubo, y lo encierran en la casa del comandante militar. Cuatro días después lo embarcan prisionero rumbo a Campeche, donde lo tienen dos meses metido en un cuartel y rodeado de centinelas.
Hasta ahí llega doña Dolores de Tosta, enferma y conmovida, temiendo no encontrarlo ya con vida. Son los días del fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo y sus fieles generales. La república necesita cimentarse, definitivamente, con un acto que aleje toda tentación de la mente de los príncipes y de los ambiciosos. Santa Anna sería un ejemplo más. El afortunado autor de veinte planes de revuelta, que escapó de Iturbide y de tantos enemigos más, tiene la vida pendiente de las manos de Juárez, el inconmovible. Noticias de que ha sido ejecutado, vuelan por el mundo. Y cuando doña Dolores acude al presidente a implorar la vida de su esposo, Juárez mismo cree que ya no existe. Su respuesta es:
—Señora, llegará V. tarde…
14
De Campeche lo remiten a Veracruz. En Ulúa, «los cerrojos de una fétida mazmorra» se cierran tras de él. No hay un escaño para sentarse, ni un cántaro de agua. Mes y medio de incomunicación rigurosa. Hasta que se le anuncia que va a ser juzgado como traidor a la patria, por haber apoyado el imperio. Su defensa es larga: explica a su modo el por qué de las cartas a los monarquistas, el del manifiesto impreso sin su voluntad y repite que no supo lo que decían las palabras en francés que le presentaron en el Conway para que las calzara con su firma.
No tanto por su defensa como porque se ve que ya no tiene significación alguna, en vez de ejecutarlo le señalan otros ocho años de destierro. Con la seguridad de que antes de esos ocho años…
15
De La Habana lo expulsan. Brinca de una parte a otra de las Antillas. Hasta que en Nassau le permiten vivir tranquilo. Pero es él solo el que se inquieta. Cada acto de Juárez le pone frenético. Cuando lo señala entre los excluidos de la amnistía que el Congreso concede a los imperialistas, don Antonio requiere la pluma para llamar al presidente, «sátrapa, hombre sin conciencia, individuo revoltoso, hipócrita, símbolo de crueldad, boa constrictora que rodea y comprime a su víctima hasta consumirla…».
Juárez fallece el 18 de junio de 1872, poco antes de las campanadas de medianoche. Santa Anna, paciente y longevo, ha visto pasar frente a su tienda…
16
Antes de los ocho años, le permiten regresar, para que se muera en su propia tierra. Veracruz lo mira con curiosidad cuando desembarca, el 27 de febrero de 1874. Es un anciano encorvado y canoso, que camina con dificultad, apoyándose siempre en el brazo de otra persona, su esposa, su hija, su yerno. Hace dieciocho años que partió al destierro. Todos los que van a verle ahora no le habían visto nunca. Gente nueva… Y el general no conoce ya a Veracruz: nuevos muelles han sustituido a aquel donde cayó herido, bajo el caballo blanco, al recibir la metralla francesa. Grandes trozos de muralla han sido derruidos, los bastiones restantes están ya dentro de la ciudad.
No le espera su quitrín para emprender el camino a Manga de Clavo. Es ahora el ferrocarril el que lo recibe y lo deja en Orizaba, durante seis días, para que el cambio brusco del mar a la altiplanicie no descompense su cansado corazón. El siete de marzo, un sábado, llega a México. No hay salvas de artillería ni comisiones que salgan a recibirlo más allá de las garitas: un grupo de viejos, militares unos, clérigos otros, le espera en el «paradero de Buena Vista», donde el tren de vapor termina su jornada. Reconoce a muy pocos. Casi todos son gente que no fue de su intimidad nunca, sino simplemente segundones de su partido. Además, no ve bien. Tiene nubes en los ojos, que el profesor de homeopatía Guillermo Hay tratará más tarde de disolver con globulitos.
Anciano encorvado que arrastra un pie y una pata de palo. Mucho ha cambiado desde que le hacían guardia los gastadores de barba postiza.
17
Sale a pasear a pie por las calles, cuando hace buen tiempo. A veces, se le acercan jóvenes alegres que dicen ser hijos o nietos de alguno de sus amigos y con toda seriedad le proponen realizar una revolución para llevarlo a la presidencia. Brillan los ojillos velados por la nube y el cuerpo gastado intenta erguirse.
—Hay que esperar, hijos míos, no es éste el momento… hay que esperar.
Y se marcha a casa, alegre y rápido en su cojera. Encuentra en las antesalas quince o veinte personas que le esperan. Las ha contratado doña Dolores, a real por día, para que den al anciano la impresión de que aún lo busca el pueblo. Con ademán grave los manda retirar…
—No tengo tiempo para recibir… vuelvan mañana.
Y se encierra en su alcoba, a hacer lo único que puede hacer: recuerdos. Grata ocupación de los viejos, triste anuncio de la proximidad de su fin.
Recuerdos de los que se han ido. ¡Todos se han ido! Los que con él hicieron la Independencia, los que con él hicieron la República. Sus amigos y sus enemigos descansan ya. Iturbide y Guerrero, Gómez Pedraza y Bustamante, Gómez Farías y Alamán, Tornel, Sierra y Rosso, Suárez y Navarro… Comonfort y Juan Álvarez, Ocampo, Degollado. Maximiliano ha caído en Querétaro… Almonte, Valencia, el diputado Gamboa… Desfile de sombras de quienes lo atacaron y no lo pudieron aniquilar, de quienes lo admiraron y se fueron antes de verlo arrastrar el pie en la última jornada…
Puede citar amigos y enemigos, la memoria le comienza a fallar. Y de ello se aprovechan otros aventureros, mazueras de ínfima categoría, que van a quitarle unos cuantos reales diciéndose sus viejos soldados. Como cinco veces le llevan huesos que dizque son los de su pie, salvados por un fiel soldado o un sincero admirador, cuando las turbas rompieron la urna de Santa Paula. Es pródigo: a todos da lo que puede dar. Doña Dolores de Tosta tiene que quitarle el dinero para que no lo reparta íntegro. Ya están viviendo de lo que les pasan los yernos, y de unos pesillos que le debía el negociante Escandón…
Nadie le reconoce su grado de general de división, ganado a orillas del Pánuco. Le deben años de sueldos, y todo lo que él dice que prestó de su bolsillo para hacer la guerra a los americanos. No obtiene pago alguno del gobierno y ambula a pie, añorando sus carruajes dorados que volaban por las calles, rodeados de húsares y cazadores uniformados de gala…
18
Con la edad, crece su sentimiento religioso. Ahora es devoto, olvidándose de cuando confiscaba los bienes de la Iglesia y obtenía de los conventos el dinero necesario para los gastos de Palacio. No importa: una cosa es el clero y otra cosa es el santo. Allá va el anciano, rumbo a Guadalupe, a visitar en su basílica a la virgen patrona, con la esposa y una nietecilla. El abad lo recibe y levanta para él, como sólo lo hace para los altos prelados de la Iglesia, el cristal que cubre la imagen. Por una angosta escalerilla sube hasta la Guadalupana, la besa y le ora. La gente que lo ve salir, con lágrimas en los ojos, lo toma por un bienaventurado.
19
No es tranquila su vida. Los periódicos liberales lo atacan cada vez que alguien se acuerda de él. Cuando se conmemora la defensa de Churubusco, los diarios gobiernistas lo ponen como la basura. Si se defiende o lo defienden los amigos, aparecen en la prensa las pruebas de su amistad con los imperialistas… Es preferible callar. Ya falta poco para callar por siempre…
Sin que nadie lo vea, fallece en su cama, durante la noche del 20 al 21 de junio de 1876. Había entregado a su esposa, para los gastos de la casa, sus últimos cuatro pesos. Todos duermen. A nadie molesta con su última queja. Se va como ha vivido: sin anunciarlo a nadie, sin consultar, sin pedir ayuda, sin vacilaciones ni preparativos. Es la última sorpresa que da. Su última maniobra.
Ochenta y dos años.
Once veces presidente de la República.
Desterrado por toda América.
Millonario y miserable, poderoso y perseguido, tirano y cautivo.
¡Patriota y traidor! ¡Héroe y villano!