La República

1

En los pocos días en que el trono de Iturbide se tambaleaba, los generales del Plan de Casamata escriben a Victoria, expresándole su deseo de que un ejército sostenga en el interior de la República los propósitos de derrocamiento. Sale Santa Anna con una expedición que tendrá como base San Luis Potosí. El mismo día en que abdica Agustín, 19 de marzo, cuando aún la noticia no se sabe en Veracruz, zarpa una flotilla que lleva la expedición rumbo a Tampico: el jefe, con su estado mayor, en el bergantín Minerva; las tropas en las goletas San Cayetano y San Erasmo y el bergantín San Esteban.

Mal tiempo en la travesía. Embarranca el San Cayetano, perdiéndose todo el armamento de reserva. El Minerva llega primero a Tampico, y don Antonio se encuentra en medio de tropas ajenas, que no sabe si van a batirlo o son amigas. Todo lo arregla con maña; las vuelve al Plan de Casamata, y una vez reunida su columna, emprende el camino a San Luis a marchas forzadas.

Jornadas fatigosas. Hay que subir las montañas, llevando los cañones desamarrados, a lomo de hombre, como los pertrechos. El jefe cede su caballo blanco a los cansados, carga cajones de pólvora por largos tramos, recorre la columna de extremo a extremo dando órdenes, aliento a los caídos, reprimendas a los indolentes. La Sierra Madre es hostil: sin caminos, con altísimas montañas cubiertas de bosque, enormes precipicios, neblinas, tormentas. En medio de la fatiga, Santa Anna se entusiasma, rememorando el paso de los Alpes. Caballo blanco, cabellos untados a las sienes por el viento furioso. Pero al paisaje le falta la nieve, y a él, el genio.

Cuando llega a San Luis se entera de que Iturbide va en camino de la costa, destronado. No tiene, pues, nada que hacer ahí. Fatigas inútiles. Traslado inoportuno. Lejos de su base, lejos de México, donde se está dando forma a la República. En el poder, otros a quienes no concede los méritos que él se atribuye. La ambición en el grado cien, bullente.

El 23 de abril, todavía con el polvo del camino, escribe: «Estoy delicado de salud», y pide que se le llame a México con su división. Pero alguien informa al Gobierno que el general que proclamó la República quiere coronarse emperador. Antonio Primero. En él todo puede ser cierto; mas en esta ocasión sólo es desconfianza, intriga y mentira. Lo dejan en la provincia, por el momento.

2

Borbonistas y republicanos, unidos para derrocar el imperio, se separan. Los borbonistas, con la aristocracia, el clero y los españoles, decláranse en favor de la República Central, «una e indivisible». Los generales Bravo y Negrete aparecen encabezándolos. Los republicanos propugnan por el sistema federal, de Estados «libres y soberanos». Guerrero, Quintanar, Bustamante. Y el Congreso, que es el mismo designado con anterioridad a Iturbide, no define la situación. El país se divide: las provincias, federalistas, contra la metrópoli, centralista. Los federalistas urgen para que se expida la convocatoria que reúna al Congreso Constituyente. Guadalajara es su centro de asilo. La diputación local se transforma en Congreso Legislativo, de Estado Libre y Soberano. Casi todas las provincias siguen el ejemplo. Un ejército de Bravo, que sale a amagar Guadalajara, está a punto de romper las hostilidades.

3

Santa Anna se da cuenta de que en esa confusión nadie le hace caso. Necesita hacer ruido nuevamente. Ya no puede encabezar ni el centralismo ni el federalismo, porque los dos partidos tienen sus jefes. Escoge otro camino: convoca a todos sus oficiales a una junta de guerra; forma la tropa frente al cuartel, ordena que se revisen los fusiles, que los infantes se habiliten de pedernales y cartuchos, que se cargue la artillería. La columna se pone en marcha hacia la plaza principal, llevando los artilleros la mecha encendida, como si en ese momento fuera a comenzar una batalla. El inquieto jefe lee un nuevo plan, en el que se proclama «Protector de la Libertad» y exige al Congreso que se lance la convocatoria para la reunión del Constituyente.

Y su primera protección a la libertad es apoderarse, «para el pago de las tropas», de un envío de treinta mil pesos que iba de Durango a México.

Una columna al mando del general José Gabriel de Armijo se acerca a observar sus movimientos. No lo ataca. Pasan los días en marchas y contramarchas. Y como el Congreso lanza la convocatoria, Santa Anna da por satisfecho su plan y se presenta en México, donde se le arresta en su domicilio y se le abre un proceso. El cargo principal es su ambición por el trono que dejó Agustín. Pero sale absuelto de toda culpa, haciendo el tribunal la declaración de que el Plan de San Luis fue «la continuación del glorioso grito de Veracruz».

4

El Congreso Constituyente inaugura sus sesiones el 31 de octubre, exactamente un año después de que Iturbide disolvió el anterior. Se pasa varias semanas discutiendo un proyecto de Carta, casi copiado del de los Estados Unidos del Norte. Aparentemente, el país está tranquilo; pero existe un gran descontento contra los españoles, porque, a pesar de la independencia, se han colocado en algunos de los mejores puestos de la nación. Dos miembros del terceto que ejerce el Poder Ejecutivo, son españoles. Y el ministro de Hacienda. Y varios generales. Y multitud de gentes militares y empleados civiles de todas las categorías.

Condensando ese sentimiento, el brigadier Lobato se pronuncia, pidiendo al Congreso una ley que separe a todos los iberos de empleos oficiales. Se posesiona del cuartel de los Gallos y del convento de Belén. Dos mil hombres de la guarnición se le unen, y solamente doscientos rehusan. El gobierno abandona el Palacio Nacional, la Casa de Moneda, las cárceles. Y se refugia en la antigua iglesia de San Pedro y San Pablo, donde el Congreso celebra sus sesiones. En el manifiesto que Lobato hace circular aparece al frente de las firmas la de don Antonio López de Santa Anna.

Los diputados se niegan a dictar una resolución mientras una fuerza armada sostenga la demanda, pues el decreto sería obra de la violencia y no expresión de su voluntad. Lobato se acobarda. No se atreve a arremeter contra el Congreso ni éste se decide a iniciar las hostilidades, porque las tropas que tiene están en proporción de uno a diez.

Santa Anna, que estaba en espera de los resultados del primer grito de pronunciamiento, considera el caso perdido. Y como de hecho no se ha puesto al frente de los insurrectos, da media vuelta y se presenta en la Cámara pidiendo permiso de hablar desde la tribuna. «Después de varias discusiones entre los diputados, se le permitió que hablase. Lo hizo asaz turbado, porque la reunión le impuso como no le imponían los batallones, y protestó que no estaba mezclado en la conmoción, aunque se le había ofrecido ponerlo a la cabeza.» Agrega que tiene «el alto honor de ofrecer al Congreso soberano su espada y su existencia, para que se le empleara en los términos que se considerara útil».

Pero los diputados desconfían de él, por lo que saben de su historia. Quizá alguno piensa que si se le concede mando de tropas, con ellas puede voltearse contra el Congreso. Pero tampoco se le puede desairar. Sería peligroso por sus arrebatos. Los diputados obran prudentemente y le dan «expresivas gracias», comisionándolo para que se ponga a las órdenes del Ejecutivo, a quien él pretendía ignorar.

Bajando de la tribuna, reparte personalmente un manifiesto suyo, con la tinta aún fresca. Dice: «Acabo de imponerme con sentimiento del acta que corre impresa, en la que aparece mi nombre. Mi firma no la he puesto. Si con sangre es necesario sellar la existencia, decoro y dignidad del Congreso, Santa Anna será lo que es y lo que ha sido». Sin embargo, no se le da comisión alguna. Y Lobato deja caer las armas.

5

Don Antonio va y viene por los ministerios, visita a los triunviros del Ejecutivo, recorre las antesalas del Congreso. Quiere un mando, cualquiera. Insiste en sus méritos, blande los papeles en que está escrita su absolución por lo de San Luis. Ofrece «su vida y su existencia» a los que tienen ambiciones para el futuro. Entra en las casas de todos los personajes, se le ve en todos los rincones del Palacio Nacional, visita a los generales, adula a los diputados, pasea con centralistas, come con federalistas, se entrevista con los obispos, platica con los españoles, anda para arriba y para abajo desde que amanece. Llega el momento en que el Gobierno no sabe qué hacer para quitárselo de encima.

Se discute si es mejor tenerlo cerca para cuidarlo bien, o lejos para que no moleste. Y el Ejecutivo decide alejarlo. Le otorga la banda de general de brigada como premio a su audaz reto al imperio y lo manda de comandante militar a la península de Yucatán, con instrucciones en un grueso pliego lacrado.

Las lee cuando ya está embarcado en la goleta Iguala, frente a Veracruz. Son muy extensas, porque la península está en una situación caótica, «esperando el gobierno que con su presencia se terminarán las disidencias en aquel Estado». Le llama la atención una línea, escrita con letra más gorda, como para que se fije bien en ella: «El Comandante Militar no podrá abandonar la provincia, sin el permiso escrito del Gobierno». Lo quieren inmovilizar. Pero él recuerda a su maestro, Arredondo, que obedecía sólo las órdenes que le convenían. Sonríe. Manda levar anclas y extender las velas. El viento lo lleva hacia Yucatán.

6

Un día que está de mal humor, el brigadier Leamur dispara una docena de cañonazos, de Ulúa a los bastiones de Veracruz. Y, en respuesta, el gobierno de México declara la guerra a España, suspendiendo el comercio entre los puertos de las dos naciones y las colonias. Los yucatecos se oponen a cerrar su comercio con Cuba; los campechanos se empeñan en quitar a los españoles de sus puestos. Entre unos y otros hay pronunciamientos, campañas, sitios, parlamentos, juntas, proposiciones y contraproposiciones.

Cuando llega el nuevo comandante militar, se encuentra sin tropas propias, únicamente con sus edecanes. Echa mano de su mejor arma, la proclama. Ampuloso, como siempre, antes y después. «Jamás se rendirá esta cerviz ornada de laureles a uno solo de los déspotas, domésticos o extraños.» Efectivamente, jamás tolerará otro despotismo que no sea el suyo.

Los campechanos lo festejan para atraérselo y los yucatecos lo adulan para conquistarlo. Comilonas y saraos, peleas de gallos y fiestas de mestizos, en las que el comandante pierde los estribos y peca, mañana, tarde y noche. Procura balancearse entre los dos bandos. Por meses enteros tiene engañados a unos y a otros. Dicta órdenes de acuerdo con las instrucciones que lleva; pero se hace de la vista gorda para que nadie le haga caso. Y prosigue de festejo en festejo, por toda la provincia.

El placer no le basta. La «cerviz ornada de laureles» merece un tocado de oro. Al gobierno nacional hace angustiosas instancias: «Las tropas están desnudas y sin paga». Primero pide doscientos mil pesos. Cien mil más. Cincuenta mil mensuales. No le dan todo lo que pretende, pero él sabe aprovecharse de lo que recibe.

También al gobierno local exige dinero, con el pretexto de que es necesario reparar las fortificaciones. El pleito con el gobernador Tarrazo es tan fuerte que éste dimite, y el Congreso local, para halagar a Santa Anna y atraerlo definitivamente a su lado, lo nombra gobernador. «En cuanto el general tuvo algún interés por los dineros que estaban en la aduana y por los que podían ingresar, se convirtió en legislador y modificó la declaración de guerra, declarando que no afectaba el comercio entre Yucatán y Cuba.» Con esto se convierte en el ídolo de Yucatán. Un poeta vehemente le llama «campeón ilustre y belicoso, de Aníbal valiente fiel traslado». Y continúan las fiestas y los agasajos.

El gobierno de México se indigna con las ocurrencias del equilibrista don Antonio. En una sesión secreta del Congreso, el 30 de septiembre, el ministro de Guerra, don Manuel Gómez Pedraza, lo acusa de malversación de los fondos destinados al reclutamiento de marinos en Campeche, de tener sobre las armas mayor número de fuerzas que las necesarias y de no hacer caso, para nada, de la declaración de guerra a España. Se acuerda organizar una expedición de tres mil hombres que vaya a someterlo, pero Santa Anna recibe aviso, a pesar de lo secreto de la sesión, y se apresura a detener el golpe, promulgando la declaración de guerra, tal como fue expedida, y suspendiendo el comercio con La Habana.

7

Iturbide regresa al país, el Congreso lo declara fuera de la ley y un pelotón al mando del ayudante Castillo, lo fusila en Padilla. «Divulgada la noticia en Mérida, los aduladores de poder llenaron el salón de la casa de gobierno y con la sonrisa en los labios felicitaban a Santa Anna por la muerte del tirano.» El general hace un gesto de desagrado. Si está satisfecho, sabe ocultarlo. Se pone en actor, haciendo frases y ademanes para la historia:

—Señores, si la Patria reporta alguna ventaja de la trágica muerte del caudillo de Iguala, felicítenla en hora buena, mas a mí, de ninguna manera. Nunca fui su enemigo personal. En Yucatán no se le hubiera privado de la vida…

8

Algunos cubanos que viven en México, Juan Antonio de Unzueta, Antonio José Valdés, Juan Domínguez, un ex lego belemita llamado Fray Simón Chávez, que habían acompañado a Victoria en Veracruz durante la guerra de independencia, y otros isleños, forman una «Junta Protectora de la Libertad Cubana» y hacen gestiones para que se envíe a La Habana una expedición de mil quinientos hombres para que inicie y con la ayuda del pueblo realice la independencia de la isla, y que «el águila de los aztecas remonte su vuelo majestuoso sobre la antigua Cubanacán». Se dirigen a Santa Anna ofreciéndole el mando y el inquieto comienza a prepararse. Reúne marineros de Campeche, toma de leva indígenas de Yucatán y manda hacer quinientas escalas para asaltar El Morro y La Cabaña. Le agrada el título de «Protector de la Libertad Cubana», que se le ofrece y empieza a documentarse para escribir la proclama indispensable, a su llegada a la isla.

El plan se ha dado a conocer a grito abierto. El capitán general de Cuba pide refuerzos, y llegan de España las fragatas cargadas de tropas, a desembarcarlas frente a El Morro. Y secretamente, el Gabinete de Washington expresa su inconformidad en la intervención de las nuevas repúblicas, en asuntos de Cuba. Ya le tenía puesto el ojo.

Por todo esto, el Gobierno no consiente en la expedición. El único que opina en favor de ella es el ministro de la Guerra, Gómez Pedraza, quien expresa su sentir en una reunión del Consejo, así:

—Es una calaverada el proyecto de los habaneros. Pero si Santa Anna lo hace por su cuenta, hagámonos disimulados. Cualquiera que sea el resultado, si triunfa o si lo matan los españoles, saldremos ganando…

Mas don Antonio tiene muy buen olfato. Desde Yucatán se da cuenta de todo lo que está pasando. Licencia a los marineros, liberta a los levados, desarman las escalas, y se escapa de servir de alimento a los tiburones voraces de la bahía de La Habana. Además se finge lastimado profundamente en su honor por las palabras del ministro de la Guerra. Y como tiene otros planes, pide que se le releve del mando y la licencia para separarse del Ejército.

9

A pesar de los festejos, de la abundancia de dinero y de los elogios de los poetas, Santa Anna quiere volver al centro del país. Yucatán está lejos de donde se disputa el poder. Insiste con todos los pretextos. Un día es su mala salud, otro día es un proyecto que tiene para conquistar Ulúa con su batallón de línea, un bergantín que acaba de construir en el astillero de Campeche «y que promete ser bastante velero» y cien artilleros con cien marineros para formar una escuadrilla en Alvarado. Después de muchas instancias lo llaman a México, pero con el recuerdo de aquel 26 de octubre, no le dan el mando de las tropas contra Ulúa.

El general Diego García Conde, director general de Ingenieros, ha muerto. El general Santa Anna lo sustituye el 11 de junio de 1825. Ésta es la única huella de su paso: en la oficina de Correos le cobran el porte de su correspondencia. Total, cuarenta reales. Protesta, envía comunicaciones al presidente y al ministro de Hacienda. Insiste, recuerda sus servicios a la patria. El ministro se fastidia de tanta instancia y ordena que le devuelvan los cuarenta reales.

10

Treinta años. Enamorado. En papel sellado, que vale una cuartilla, pide al presidente de la República permiso para casarse con doña María Inés de la Paz García, nacida el 21 de enero de 1811, hija de Juan Manuel García y doña María Jacinta Martínez de Uscanga, españoles nacidos en Europa.

El presidente «tiene a bien concederle la licencia que pide». Don Antonio deja la dirección de Ingenieros y se marcha a Alvarado. Bodas, bailes, comelitones, luna de miel en la hacienda de Manga de Clavo, que ha comprado en veinticinco mil pesos.

¡Manga de Clavo!… Entre Veracruz y Jalapa, entre el puerto y la capital de la provincia. Sobre el camino real, lugar de estación de todos los prohombres que entran o salen. «No tiene jardín, porque todo el campo es un jardín.» Reses y ovejas pastan tranquilamente. Una plazoleta para las peleas de gallos, su diversión favorita. Una casa pequeña y bonita. Grandes comelitones con innumerables platillos, vinos y licores de Europa, servidos en fina vajilla francesa de porcelana orlada de oro y caros cristales de Bohemia. Espléndida literatura. Numerosos carruajes. Los más finos caballos de la provincia. Oficiales elegantemente ataviados para atender a los visitantes: diplomáticos que llegan o parten, financieros franceses, ingenieros ingleses, negociantes alemanes, prelados, generales, ministros. Para todos, «una recepción amable y una hospitalidad cordial».

Manga de Clavo es para Santa Anna refugio en la desgracia, sitio seguro para intrigar, trampolín de donde brinca al poder. Cubil y fortaleza. Campos floridos para la tranquilidad. Palenques y salones para la diversión y el placer. Aposentos obscuros para la conspiración. Asilo durante el olvido, centro del país durante la fortuna. Imposible pensar en Santa Anna sin pensar en Manga de Clavo.

11

El Congreso Constituyente termina su misión. Se pone en vigor la Carta de 1824 y, conforme a ella, es electo primer presidente de la República don Guadalupe Victoria. Quien le siga en votos, emitidos por las legislaturas de los Estados, debe ser el vicepresidente: don Nicolás Bravo. «Los partidos se habían callado y las legislaturas procedieron con tranquilidad al acto de la elección. La mano militar no había profanado el santuario de las leyes. ¿Quién no anunció entonces días de gloria, de prosperidad y de libertad? ¿Quién no auguraba un grande y dichoso porvenir?»

El gobierno británico da a conocer su determinación de entrar en tratados con la República de México, y suben las acciones de las minas. El brigadier José Copinger, que ha sustituido a Leamur en el mando de la fortaleza de Ulúa, la entrega a México por capitulación y prospera el comercio. Se trabaja en los campos y el alimento popular es abundante. La guerra comienza a olvidarse.

12

El país permanece tranquilo. Las intriguillas entre y contra ministros, los pleitos entre funcionarios de los Estados, la libertad de imprenta aprovechada por los partidos políticos en campañas soeces, no interesan al pueblo. Ni a Santa Anna. Son insignificancias indignas de un intrigante maestro. La situación tiene que cambiar. Hay demasiados pescadores afectos al río revuelto. Y viene el padre Arenas a remover el agua.

El padre Arenas encabeza una conspiración para traer alguno de los Borbones a gobernar al país. Sin embargo, el gobierno se ceba en persecuciones: Echávarri y Negrete son aprehendidos y después expulsados. Muere en el patíbulo el general Gregorio Arana. Muere el padre Arenas en igual forma, y otro clérigo y dos civiles. Los partidos políticos se desatan: el Gobierno, dando grandes proporciones al intento de restablecer la dominación española y envolviendo en la conspiración a todos sus enemigos, inclusive al vicepresidente de la República. Los oposicionistas, negando por completo la existencia de la conjuración y declarando que es un artificio del Gobierno para justificar las persecuciones en contra de sus enemigos. Los periódicos de uno y otro bandos inflaman los ánimos, unos inventando calumnias y atribuyendo crímenes a españoles y españolistas; otros afirmando que el Gobierno ha llegado a falsificar los sellos del rey de España para simular la conspiración. En medio de este ambiente maniobra el general Manuel Gómez Pedraza, ministro de la Guerra, para hacerse elegir presidente constitucional en cuanto Victoria termine sus cuatro años de ejercer el gobierno.

Ése es el origen de la confusión y el desorden: la ambición por la presidencia. Y para complemento, la administración está en el caos: disminuidos los ingresos, vencidas las fechas de pago de empréstitos internacionales, el crédito por los suelos, el erario en bancarrota, el ejército desnudo, mal pagado, casi hambriento. «Las transacciones mercantiles paralizadas, los tribunales de justicia en la inacción, las autoridades todas como suspensas.»

Poderosos grupos exigen la expulsión de los españoles. Algunos Estados decrétanla independientemente. Los afectados se defienden por medio de los partidos contrarios. Y en el centro del torbellino, el presidente Victoria, que no hace nada porque no sabe qué hacer.

13

Encerrado en su hacienda, Santa Anna no pierde de vista un solo detalle de la situación. Para no comprometerse con el que vaya a perder, se mantiene a la capa, a igual distancia de unos y otros. A los españoles, entre los que se encuentra su suegro, «un gallego zafio, pero bastante acomodado», les ofrece que en el Estado de Veracruz no se decretará su expulsión. Por conducto del comerciante catalán Francisco Rivas, les saca dinero «para arreglar todo». Toma el nombre del gobernador, general Barragán, y de otros generales que se pronunciarán en diversas partes de la República cuando él dé «el grito». Militares de inferior graduación se comprometen a secundarlo y recurrir a las armas cuando sea necesario.

Santa Anna no gasta un tlaco en «arreglarlo todo», porque no cree que se trate de llevar a cabo la expulsión de los españoles. Todo lo que le lleva Rivas, se lo guarda. Pero después de varios Estados, el Congreso de la Unión decreta el exilio. Y don Antonio comprende que cualquier «grito» fracasaría. Se olvida de todas sus promesas, se encoge de hombros y no recibe a nadie en Manga de Clavo. Los que estaban comprometidos con él, de gobernador para abajo, «se quedan colgados en las astas del toro».

14

Ya para finalizar el año de 1827, un oscuro teniente coronel, Manuel Montaño, se pronuncia en Otumba. Es hombre de confianza del vicepresidente don Nicolás Bravo. El punto central de su plan es la renovación de todo el gabinete, con la intención principal de separar a Gómez Pedraza. El general Vicente Guerrero recibe la comisión de batir a los pronunciados, y en camino, lo primero que hace es encontrarse con López de Santa Anna, que va al frente de ciento cincuenta hombres.

—Vengo a ponerme a las órdenes de V. E. para combatir la rebelión…

—¡Cómo! Me habían asegurado que V. estaba con los pronunciados…

—Imposible, Excelencia, imposible… ¿Cómo iba yo a pronunciarme en contra del general Victoria?

Y muestra la copia de una carta que había enviado al ministro de la Guerra, ofreciéndole su «crecida inutilidad, para que el supremo Gobierno la ocupe y disponga de ella del modo que fuera servido». Pero no mostró las copias de una docena de cartas que había enviado a sus amigos de Veracruz, recomendándoles que se unieran a la rebelión. Guerrero lo incorpora a su columna y se desarrolla la campaña.

15

Al día siguiente de proclamado el Plan de Montaño, el vicepresidente Bravo y sus amigos salen a instalarse en Tulancingo, a cien kilómetros de la capital. Cree don Nicolás que su «grito» va a ser secundado en toda la República. Se equivoca. Nada más lo sigue el gobernador Barragán, en Veracruz. La columna de Guerrero cae sobre él. No hay gran derramamiento de sangre, porque Santa Anna penetra en Tulancingo cuando nadie lo espera. Seis muertos, seis heridos, y el vicepresidente con todos sus amigos, prisionero. Destierro para todos.

Y como queda vacante el gobierno de Veracruz, porque Barragán tiene que seguir a Bravo, y lo sigue hasta Guayaquil, el general López de Santa Anna es nombrado gobernador, «en premio a su lealtad e intrepidez».

16

La elección del segundo presidente se aproxima. Debe hacerse el 1.º de septiembre de 1828. Aspirantes: general Vicente Guerrero, hijo del pueblo, al que ama sin haberse distanciado de él en su encumbramiento, insurgente que nunca sirvió al rey, retraído, modesto; su partido, el popular, el nacionalista. General Manuel Gómez Pedraza, antiguo oficial de las milicias del gobierno colonial, de «modales mecánicos», económico de palabras, apariencia de estoicismo. Su partido, los generales, los coroneles, el alto clero, los grandes propietarios, «todos los restos del partido vencido en Tulancingo».

Pedraza, ministro de la Guerra, «empleaba la influencia que da esta plaza en una República de hábitos militares, para reunir mayor número de votos». Agentes militares se esparcen por todos los Estados, para coaccionar a los diputados. «Anónimos, ofertas, amenazas, súplicas. Campaña de prensa, terrible. Calumnias, injurias, apostrofes indecentes. Nada se respetaba: vida privada, flaquezas domésticas…»

17

El gobernador de Veracruz simpatiza con Guerrero y no se doblega a la presión de Pedraza. Quizá conoce su deseo de que se estrellara ante los fuertes bastiones de El Morro, de que cayera atravesado por balas españolas. Quizá es sincera su simpatía por Guerrero, el hombre del pueblo. Inclina a la legislatura local y ésta vota por el insurgente.

Pedraza es electo por once votos contra nueve. Los militares deponen a Santa Anna del gobierno provincial, colocando en su puesto al general Ignacio Mora. Efervescencia en todo el país, descontento por la elección, hecha bajo el temor del puño amenazante del ministro de la Guerra. Don Antonio adivina el sentimiento popular. Tiene una supersensibilidad que lo hace percibir claramente los sentimientos que abriga la masa. Capta las vibraciones de la excitación, sabe el momento de obrar. Conoce cuál causa es la que tiene la simpatía de la opinión pública. Y de nuevo calza las botas, manda enjaezar su albo corcel, saca la espada.

La noche del once de septiembre, mientras el general Mora duerme, sale de Jalapa con algunas tropas a posesionarse del castillo de San Carlos de Perote, centro de una vasta llanura que domina con el fuego de sus cañones. A la sombra de los gruesos muros, sobre los enormes obuses de sitio, escribe su proclama, su imprescindible, grandilocuente proclama: ataca a Pedraza, «ministro astuto e intrigante… relacionado con las clases privilegiadas, siempre inclinadas a una forma aristocrática… hipócrita y adusto… propio para el despotismo… ¡Ha levantado su espantosa cerviz la hidra de la tiranía! ¡Santa Anna morirá antes que ser indiferente a tal desgracia!»

Y declara con voz solemne: «El ejército y el pueblo anulan la elección de Manuel Gómez Pedraza», a quien no se admite ni como presidente ni como vicepresidente. Cuarenta y dos cañonazos, disparados desde las murallas de Perote sobre la llanura desierta, dan fuerza a su palabra.

El Congreso contesta con un decreto, declarando al cabecilla, fuera de la ley. Si no se rinde antes de que suene el primer disparo, será fusilado. No se rinde.

18

Los obispos y los cabildos, los provisores y los vicarios, en pastorales y circulares, instruyen a los fieles de que Santa Anna es un ser abominable, a quien debe rehusarse toda ayuda.

Y el general Mora, «avisa» al gobierno que «hay un individuo que se ofrece a asesinar al rebelde, si se le da el grado de capitán». Decorosamente, el Congreso rechaza la oferta. Tres mil soldados salen contra los ochocientos de Perote. Y el jefe, general Manuel Rincón, lleva en la bolsa de su casaca un ejemplar del decreto contra Antonio López, para leérselo cuando lo tenga junto al paredón.

19

El cabecilla rebelde hace salidas falsas, derrota contingentes parciales de Rincón, hace como que abandona el castillo, vuelve a entrar, vuelve a salir y derrota otro grupo, apoderándose de un envío de dieciocho mil pesos destinados a las tropas del Gobierno. El general sitiador se asombra. No puede dominar con cuatro contra uno. Una segunda columna que comanda Calderón refuerza la primera. Se formaliza el sitio. Un mes.

Ninguno de los demás partidarios de Guerrero secunda al sitio de Perote. Como cuando proclamó la República, está solo. Como entonces, será fusilado si cae prisionero. No tiene más salvación que el triunfo. Triunfo difícil. Ochocientos hombres contra un Gobierno.

Juega con los enemigos, sale a provocarlos, los atrae hasta las murallas, los rechaza, sale por otro lado, sorprende regimientos que se retiran ante su sola presencia. Durante las noches, explora solo, a caballo, buscando un punto débil del círculo sitiador. Cuando lo encuentra, sale con toda su tropa. San Carlos de Perote, abandonado, amedrenta todavía a Calderón y Rincón, que temen una nueva treta. El sitio de treinta y siete días ha sido inútil. Ante la posibilidad de una emboscada, los generales gobiernistas emprenden la persecución cuando el rebelde, que galopa hacia el Estado de Oaxaca, les lleva setenta y dos horas de ventaja.

20

A las fuerzas de Oaxaca que han salido a encontrarlo en Etla, las hace capitular y ocupa la capital del Estado. Rincón lo alcanza, pero ni uno ni otro quieren combatir. Suspensión de hostilidades, «para negociar una transacción honrosa». Pasan días y semanas. Santa Anna quiere ganar tiempo, en espera de que alguien más se pronuncie en favor de Guerrero.

Y sólo cuando Pedraza, indignado por la indolencia de Rincón, lo destituye del mando, este general «treinta horas después de recibir su destitución», ataca, «deseoso de recoger el fruto de la victoria, que tantos afanes y disgustos le ha costado». Mil contra mil. En menos de una hora, Santa Anna pierde la batalla en las lomas de Montoya y se retira a la ciudad. Entra por un callejón, sale por otro. Se oculta, sorprende la retaguardia enemiga que entra a media noche. La destroza. Al amanecer, tiene en su poder media ciudad y el enemigo la otra mitad. Más de una semana se pasan echándose tiros de un convento a otro convento, de una iglesia a otra iglesia, de una azotea a otra azotea, de una barricada a otra barricada.

21

«El general Santa Anna meditó una empresa verdaderamente expuesta y digna de su viveza, que en tantos lances de su carrera le ha acarreado ventajas. Ésta fue la de salir sin ser sentido, la noche del 29 de octubre, del convento de Santo Domingo al de San Francisco, situado en el rumbo opuesto y en la parte de la ciudad que dominaban las tropas del general Calderón. Marchó con un piquete de infantería y un cañón y, sirviéndose de doce escalas que llevaba, saltó las tapias y posesionado del convento, vistió de hábito a los soldados para que se creyera que eran religiosos e hizo llamar a misa por ser día festivo, lo que atrajo a mucha gente y a varios de los principales vecinos. El general Calderón, el coronel Mauliaá y varios oficiales, desarmados, llegaron hasta las puertas de la iglesia y hubieran caído presos, si alguno no les hubiera advertido que eran caras extrañas y desconocidas las de los frailes. Congregados ya los devotos, don Antonio mandó cerrar las puertas y exigió a los ricos una contribución que sobrecogidos, pagaron muy pronto, y además, recogió la limosna que para los Santos Lugares de Jerusalén mantenía en depósito el reverendo padre guardián del convento. Permaneció en él hasta la media noche sin ser molestado y se retiró, después de prevenir que no se abrieran las puertas para que saliera la gente hasta que no se solemnizara con un repique su regreso a Santo Domingo.»

22

Otro ardid: escribe a Calderón diciéndole haber interceptado un correo que trae noticias de que el gobierno español prepara contra México una expedición que habrá de desembarcar en Campeche o Yucatán. Ofrece ir con sus tropas a combatirla, a la vanguardia. «Estamos dispuestos a morir, tenemos decoro y honor y queremos que sean las armas de los españoles enemigos de la patria y no nuestros hermanos, las que complazcan nuestros deseos.» Propone que dos oficiales, uno de él y otro de Calderón, lleguen hasta México con su oferta. Armisticio. Días, semanas, tiempo… tiempo…

23

Don Juan Álvarez se levanta en armas y se apodera de Acapulco. El resto del país va respondiendo al grito de Perote. El 30 de noviembre se pronuncian las tropas en la capital y Pedraza se va. El cuatro de diciembre renuncia a la presidencia, de la que no ha tomado posesión.

El general Guerrero es declarado presidente. El general Anastasio Bustamante, vicepresidente.

La lucha que se había reanudado en Oaxaca, termina el treinta de diciembre. Calderón se retira y Santa Anna, que estaba «reducido a la mayor extremidad», queda dueño de la plaza. Le restan trescientos hombres. Por primera vez en ciento diez días, duerme tranquilo, sin la amenaza de fusilamiento, triunfante, «valiente patriota».

Y cuando don Vicente ocupa la presidencia, don Antonio vuelve a su puesto de gobernador de Veracruz, nombrado, también, comandante militar de la provincia.

Salvas, repiques, tambor batiente, banderas desplegadas…