Federalismo y centralismo

1

La situación del Gobierno no es satisfactoria. «La anarquía amenaza al Estado, porque Guerrero no adopta un sistema fijo y combinado, vacila en todas sus providencias y desaprueba al día siguiente lo que ha hecho el anterior.» Dicta «leyes que no convienen ni pueden ejecutarse». En lo personal, es respetuoso de las instituciones republicanas federales, recibe con afabilidad a toda clase de gente, permite la entrada a su gabinete de trabajo a todos los que le buscan, concede el perdón al general Bravo y a todos los desterrados por la rebelión de Tulancingo, «restituyéndoles sus destinos y pagándoles sus sueldos corridos hasta entonces».

La bondad de Guerrero es interpretada como debilidad. La oposición crece rápidamente; se unen a ella los favorecidos por el perdón y los descontentos por ese mismo perdón. Los sucesos se precipitan. Se ataca a los ministros y se piden cambios. Intrigas, acusaciones, diatribas. Algunos gobernadores se oponen sistemáticamente a lo que decide la autoridad federal y se niegan a contribuir a los gastos del gobierno de la República. Falta de unidad, desorden, descontento, rumores de sublevación… Y la versión de que es Santa Anna quien encabeza la tendencia de derogar el sistema federal y establecer el centralista.

2

Cuando Barradas estaba aún en Tampico, el gobierno, temiendo el desembarco de otra columna española, había formado un «Ejército de Reserva», que permanecía en Veracruz al mando del general Anastasio Bustamante, vicepresidente de la República. Y por encontrarse en la misma región, éste aparece como comprometido a rebelarse también.

Hay necesidad de que ambos generales firmen un manifiesto ambiguo y medroso. Como si Santa Anna se hubiera fijado alguna vez en sus facultades legales, antes de emprender empresas de riesgo. Sí creen que sean necesarias algunas reformas «para el engrandecimiento del país». No dicen cuáles deben ser. Y una vez más, anuncian estar prontos a su sacrificio.

Es el 29 de octubre.

3

A las tres de la mañana del 6 de noviembre, la guarnición de Campeche se pronuncia en favor del sistema central. El día 9, la guarnición de Mérida hace lo mismo, depone al gobernador y declara que no se unirá a la Confederación Mexicana, hasta que la mayoría nacional adopte las instituciones centralistas. El Ejército de Reserva conspira en masa, listo para derrocar el sistema federal. Como el centralismo tiene mucha oposición, Bustamante concibe un plan más discreto: que el Ejecutivo dimita las facultades extraordinarias que las Cámaras le confirieron antes de entrar en receso; que las convoque a sesiones inmediatamente, que remueva a los ministros y demás funcionarios que no cuentan con la opinión pública. Y se invita a Santa Anna a ponerse al frente del ejército pronunciado.

El general tuerce el gesto. Mide la situación por todos lados. Calcula. ¿Qué provecho puede sacar él de todo eso? ¿A quién favorece el plan? A la «felicidad y engrandecimiento de la Nación…». Sonrisa. Incredulidad… Por otra parte, él fue quien antes de los demás, sacó la espada para llevar a Guerrero a la presidencia. Apenas hace un año. Si Guerrero se va, entra Bustamante, el vice… Decididamente, no.

Entrega el mando militar, deja el gobierno en otras manos, y va a encerrarse en Manga de Clavo. A la invitación para que se ponga al frente de los pronunciados, contesta con su viejo recurso de que su salud está «deteriorada», y que los facultativos le recomiendan que se abstenga de ejercicios violentos y de toda intervención en asuntos públicos. Pero no se decide a atraerse la mala voluntad de los pronunciados, y les dice: «Estoy de acuerdo en todos los puntos del plan… no así en el modo… Las revoluciones son verdaderos males de fatal trascendencia; ya venza este partido, ya el otro, la Nación resiente graves perjuicios… Hablo de esto con datos, y por tanto, estoy resuelto, sí, muy resuelto, a no volver a acaudillar jamás otra revolución». Es el más descarado de todos los mentirosos.

4

Guerrero no encuentra un militar en quien confiar y decide salir él mismo a batir al Ejército de Reserva. Como el vicepresidente está insurreccionado, nombra presidente a don José María Bocanegra, ministro de Relaciones, con quien el Senado no está conforme. Guerrero decreta que basta a Bocanegra protestar ante la Cámara de Diputados. Y sale a campaña en forma desconcertante, pues más bien esquiva al enemigo que lo busca.

En Veracruz, ni los diputados locales ni parte de las tropas habían secundado el plan de Bustamante. La legislatura emplaza a Santa Anna para que se encargue del gobierno, «sosteniendo las instituciones y el Ejecutivo de la Unión». El general tiene que decidirse inmediatamente. No le es posible continuar en Manga de Clavo esperando a que se resuelva la situación o, cuando menos, que se precise bien qué bando ganará, para inclinarse a su lado. En su respuesta a los pronunciados había tratado de quedar bien con gobierno y con rebelión, pero la exigencia de la legislatura pone término a ese equilibrio. Hay que decidirse. Él no es muy experto en avalorar principios, tendencias, doctrinas. Ni tampoco el que siempre se decide por la causa más justa. Mide los hombres, nada más, porque sí sabe conocerlos: Bustamente, «espíritu servil y mezquino», de los últimos iturbidistas; visiblemente, lo que pretende es la presidencia. Entonces, es preferible sostener a Guerrero. Vuela a Jalapa, toma el mando de unos cuantos soldados que han quedado ahí, pues Bustamante va en marcha hacia la capital de la República, y lanza la inevitable proclama: «Consecuente con mis principios, no consentiré que se rasguen las páginas de la ley fundamental. Marchemos sobre las huellas de los que vuelvan la espalda a la Patria. Un esfuerzo bastará para salvarla».

Pero ya no es tiempo para ese esfuerzo.

5

Mientras Guerrero salía a campaña, don Luis Quintanar, aquel que era capitán general en los días del Imperio, se pronuncia en México contra Bocanegra. Sorprende y ocupa la Ciudadela, se adhiere al Plan de Jalapa, se bate con los cívicos que defienden al presidente, y con diez o doce bajas entre muertos y heridos, cae el Gobierno. Se nombra una regencia encabezada por don Pedro Vélez, presidente de la Corte de Justicia; el general Quintanar y don Lucas Alamán.

Todo el país reconoce al nuevo gobierno, menos Veracruz. Su gobernador está otra vez, único, contra el resto del ejército. Declara anticonstitucional e «intrusa» la regencia, se nombra «Protector de los Estados Soberanos de la Federación» y anuncia que se mantendrá a la defensiva en su territorio.

Cuando Guerrero sabe de la sublevación de Quintanar, la noche del 25 de diciembre, «se consideró enteramente perdido y consumó su derrota», retirándose con una pequeña escolta a Tixtla, lugar de su nacimiento, y abandonando su ejército, que no tiene otro camino que unirse al plan de Bustamante. El partido de Guerrero se acobarda, se divide. Las tropas de Santa Anna se le desertan; la legislatura que lo llamó, flaquea y deja de reunirse. Bustamante se hace cargo de la presidencia. Y don Antonio renuncia definitivamente al gobierno de su Estado; deja el mando de las poquísimas tropas que le han quedado y vuelve a su cubil de Manga de Clavo, haciéndose el enfermo, como siempre que se mira en conflicto.

6

Don Anastasio Bustamante forma su gabinete con Lucas Alamán, José Ignacio Figueroa, clericales; José Antonio Facio, educado en España, obstinado defensor de los privilegios militares, y Mangino, el que coronó a Agustín Iturbide. Más de la mitad de la República se disgusta con ese gabinete, que se dedicó a «oprimir, perseguir y despojar a las autoridades que pertenecían al partido popular».

Todos los gobernadores y legislaturas desafectos a los ministros, son destituidos. Motines, tumultos, resistencias a mano armada. Conspiraciones, aprehensiones. Los diputados José María Alpuche y Anastasio Zerecero, convictos de conjuración, son aprehendidos y desterrados. Se estimulan las denuncias. Generales y coroneles se ven envueltos en supuestos planes de sublevación. Se suspende toda libertad de imprenta, con castigos severísimos a quienes lancen escritos de oposición. La tendencia general del gobierno se vuelve centralista en forma tan manifiesta, que el partido popular resurge y toma las armas.

Juan Álvarez se subleva y ocupa el puerto de Acapulco. Sale a batirlo don Nicolás Bravo, aquel pronunciado de Tulancingo que no olvida la humillación y no recuerda la amnistía. Otros levantamientos se suceden en varios Estados. Guerrero sale de su refugio de Tixtla para unirse con Álvarez. Pero Bravo lleva una imponente masa de hombres. Derrota de manera sangrienta a los rebeldes en Venta Vieja, a cuatro leguas de Acapulco, y los obliga a retirarse a las montañas.

Codallos toma la bandera federalista en Michoacán. Su plan pide la reposición de todos los gobernadores y legislaturas depuestos por los centralistas, y la designación de un presidente interino, por el Congreso. Lo combaten ferozmente. Con un puñado de hombres recorre Michoacán, Jalisco, Guanajuato. No puede derribar al Gobierno, pero mantiene viva la inconformidad. Cuando menos, demuestra que el federalismo no ha muerto.

7

Guerrero ocupa el puerto de Acapulco. No puede salir a campaña porque un balazo que recibió cuando combatía a Iturbide le sigue molestando. Tose, arroja sangre y esquirlas óseas. Cansado y decepcionado. Presidente de la República en rebelión contra el vicepresidente, que lo ha quitado del poder.

Un bergantín que navega bajo la bandera de Cerdeña, hace servicios a los rebeldes: los traslada de un punto a otro de la costa, lleva provisiones, municiones, noticias. El capitán, Francisco Picaluga, genovés parlanchín y pródigo en zalemas, se hace de confianza de Guerrero, lo invita a comer a bordo, y una vez que el festín ha terminado, lo aprehende y se hace a la vela.

Cuando el Colombo ancla de nuevo, lo espera en tierra el capitán Miguel González con un piquete de dragones y cincuenta infantes, un fiscal y un secretario. A bordo aparece listo un paquete de papel sellado. Se hace un rápido juicio, y el presidente de la República es fusilado por rebelde.

El ministro de Hacienda envía a Francisco Picaluga tres mil onzas de oro.

8

La traición que pone fin a la vida de Guerrero, es parte de una serie de represiones sangrientas que Bustamante realiza para mantenerse en el poder: el general Juan N. Rosains y seis militares y civiles más, fusilados en Puebla; dos tenientes, un sargento y cinco paisanos, en Chalco; un civil y cuatro soldados, en Cuautla; en Chilpancingo, sin formación de causa, un grupo de artilleros; en Jonacatlán, el teniente coronel Agustín Santos Ruiz, un comandante, dos capitanes y sesenta hombres de tropa, sacrificados en matanza sin precedente. En San Luis Potosí, el coronel Márquez y don Joaquín Gárate… Y en Michoacán, dos capitanes, un primer ayudante, dos subtenientes, un capitán retirado, cinco paisanos, el secretario del tribunal, un sargento, en unión de catorce personas comprometidas con él y, además, un sargento, tres soldados de la milicia cívica, cuatro paisanos…

El terror mantiene una falsa calma. En el poder de la Nación y de los Estados, están el elemento militar, el alto clero, los grandes propietarios, decididos a mantenerse en él a toda costa. Cada día son menos tolerables. Se extienden las conspiraciones. Se busca alguien que pueda encabezar una revolución poderosa. Se piensa en el hacendado de Manga de Clavo, que lleva dos años quieto, creando nuevos bríos para la guerra.

9

El 2 de enero de 1832, se subleva la guarnición del puerto de Veracruz, conformándose por el momento con pedir la remoción del ministerio. Los coroneles Ramón Hernández y Juan Andonegui galopan a Manga de Clavo, portadores del acta en que se invita al general Santa Anna a tomar el mando del ejército. Es el procedimiento favorito del escurridizo caudillo: hacer que le pidan lo que él está deseando dar. Pero quedó desconfiado por lo que le pasó con el presidente Guerrero. No quiere comprometerse abiertamente con los sublevados, y aun cuando va al puerto, escoltado por los jefes que fueron a invitarlo, y se le recibe con repiques, aclamaciones y cañonazos al viento como un salvador, escribe a Bustamante que se presenta como mediador, y que apoya la demanda de los pronunciados, pidiéndole encarecidamente que la atienda «por ser consecuente con el deseo general de la Nación». De esta manera simula que no es rebelde, aun cuando apoya a los rebeldes. Si el plan fracasa, regresará a Manga de Clavo fingiéndose enfermo. Si triunfa, ¡al poder!

El gabinete de Bustamante renuncia por mera fórmula. No se le cambia. Una división de cuatro mil hombres, al mando del general Calderón, el mismo contrincante de 1828 en Perote y Oaxaca, se reúne en Jalapa. Otra de igual fuerza se prepara en Puebla, a las órdenes del ministro de la Guerra, José Antonio Facio, el que firma las órdenes para todas las crueldades. Quizá pretende dirigir personalmente el fusilamiento de Santa Anna, a quien el gobierno no considera como mediador, sino como cabeza de la insurrección. Éste se descara: a una comisión de paz anuncia altivamente que si no se obsequian los puntos del plan entrará victorioso en la capital antes del 15 de marzo. Como siempre, hace tiempo para ver si alguien más se levanta contra Bustamante. Entabla nuevas negociaciones, discute, pide plazos para resolver. Todo el mes de enero pasa sin que se dispare un solo tiro.

El ejército de Calderón hace veinte días de marcha entre Jalapa y Santa Fe, camino de quince leguas. El 21 de febrero está a la vista del puerto, única posición del ejército rebelde. Santa Anna, que lo ha esperado cincuenta días, trepa al bastión más alto y haciéndose una bocina con las manos abiertas, grita:

—¡Ejército de cangrejos!…

10

La torpeza e inactividad de los enemigos es manifiesta. El cabecilla procura aprovecharse de ella lo mejor posible. Unos jarochos le informan que ha salido de Jalapa un convoy con dinero y pertrechos para los «cangrejos», y a la medianoche del 24 de febrero sale por entre los montículos de arena con doscientos jinetes y dos compañías de granaderos. Camina toda la noche hasta Loma Alta, a la orilla del camino de Jalapa. Llega cuando el sol va saliendo, y espera. Apenas unos cuantos minutos, porque las primeras mulas del convoy aparecen entre las matas que bordean el camino, escoltadas por unos lanceros somnolientos. Unos cuantos tiros bastan: de las siete a las siete y quince. El primer ayudante, Pánfilo Galindo, que manda la escolta, se rinde con todos sus hombres, y tal como venían las bestias cargadas, se emprende el regreso por los mismos senderos. Cuando Calderón sale al mediodía a ver qué pasa con parque y plata, Santa Anna está en el puerto con su presa, durmiendo a pierna suelta.

11

Se envalentona. Piensa que puede vencer a Calderón con la mano en la cintura. Sale a batirlo hasta Tolomé con mil quinientos hombres, sin una pieza de artillería, contra más de cuatro mil. Es demasiado. Por torpe que sea el jefe, sus segundos poseen, cuando menos, igual valentía que los sublevados. Los asaltos se frustran unos tras otros, las maniobras de flanqueo no tienen resultado por la superioridad numérica del enemigo. En una hora han muerto, están heridos o prisioneros, setecientos cincuenta santanistas. En la hora siguiente se dispersan los otros setecientos cincuenta. El cabecilla deja en el campo sombrero y pañuelo, y corre al puerto con sus ayudantes por todo ejército. 3 de marzo.

12

El día 4, se presenta el cruel ministro de la Guerra con refuerzos para Calderón. El 9, emprenden la marcha. El 18 se presentan en Vergara. Las ocho leguas que Santa Anna galopa sin precipitarse en cuatro horas, Facio y Calderón las hacen en nueve días. Y todavía tardan otros veinticinco en colocar sus baterías en amenaza a los fortines de Veracruz. Cuando el sitio queda formalmente establecido, el 14 de abril, el vencido de Tolomé se ha repuesto totalmente de la derrota. Ha traído soldados de toda la costa, aprestado las fortificaciones, armado a los cargadores del muelle y aun extranjeros a quienes todo el día está dando instrucción militar; fleta unas lanchas, compra un bergantín y los artilla.

El día en que el enemigo establece su cuartel general en el rancho de Vergara, una escuadra rebelde se presenta a cañonearlo.

Don Antonio se divierte con los sitiadores. A veces sale con una docena de jinetes a sorprender en emboscadas a las patrullas. Un día captura mil raciones que los cocineros envían a los puestos adelantados. Otro día, se lleva un cañón. Y cuando no sale, se entretiene en enviar hacia el campo enemigo, en papelotes que el viento hace volar, caricaturas del «ejército de tortugas» y del general Calderón, a quien pinta como un viejo decrépito que no se mueve sino en silla de manos.

Pasan los días y las semanas. El Gobierno, desesperado, prueba someter la rebelión con un decreto de amnistía a quienes se rindan, que Calderón envía a Santa Anna y éste devuelve en un sobre, sin una sola palabra de respuesta.

El sitio se prolonga. Los soldados del Gobierno carecen de agua fresca. Se desarrolla entre ellos el vómito negro y las calenturas intermitentes. Como mil hombres mueren así. El 13 de mayo Calderón levanta el sitio y se retira a Jalapa.

13

El caudillo no escarmienta con la derrota de Tolomé. Repite el error de colocarse con poca gente entre dos fracciones del ejército enemigo. Calderón por un lado y Rincón por otro, están listos para arrojarse simultáneamente sobre él, a las diez de la mañana, dejándole por toda salida, la del globo: para arriba. Pero se salva: el general Victoria y don Sebastián Camacho, que estaban gestionando un armisticio para poner fin a la revuelta, van a verlo para que no ataque. Pocas ganas tiene él de atacar, y muchas de salirse del aprieto. Comprendiéndose perdido, acepta con gesto magnánimo la suspensión de hostilidades, declarando que quiere evitar el derramamiento de sangre. Se firma el armisticio y las tropas del Gobierno se retiran para un lado, al tiempo que las pronunciadas se retiran para el otro.

Mientras se van las semanas en el asedio de Veracruz, hay levantamientos en Tamaulipas y San Luis Potosí. Una tropa se rebela en Lerma, casi a las puertas de la capital, desconociendo a Bustamante y llamando a la presidencia a don Manuel Gómez Pedraza, el electo en 1828.

Santa Anna se resiste a aceptar este plan porque conserva el resentimiento contra Pedraza, el «astuto e intrigante, propio para el despotismo». Mas comprende que la solución puede ser buena, por el momento, y hace que su tropa sea la que se la demande, para conceder nuevamente con su gran gesto de desprendimiento.

Muchos enemigos del gobierno que no querían secundar al general veracruzano, secundan jubilosamente la idea de llamar a Pedraza. Renuncia el gabinete de Bustamante, y sus fuerzas son derrotadas en varios lugares. El tiempo sigue dando vueltas. El ministro de la Guerra se retira, de Jalapa a Puebla. Santa Anna pasa tres meses organizándose en Orizaba, y a fines de septiembre derrota a Facio en San Agustín del Palmar y ocupa Puebla.

El 5 de octubre, Pedraza desembarca en Veracruz. Don Antonio se adelanta a la ciudad de México con todas sus fuerzas. Se celebran pláticas y más pláticas, conferencias y entrevistas, sin llegar a una solución que ponga fin a la guerra. El 1.º de noviembre, Santa Anna pone sitio a la capital de la República. Bustamante, que operaba con sus tropas en San Luis Potosí, contramarcha. El sitiador levanta el sitio y sale a encontrarlo: combate furioso, sin resultados definitivos, largo, sangriento, enconado. Son dos enemigos que se harán siempre todo el mal que puedan.

El general Cortázar, de las fuerzas de Bustamante, se adelanta a conferenciar con los pronunciados, concertándose un armisticio y los tratados de Zavaleta, en virtud de los cuales sube Pedraza a la presidencia, para terminar el 1.º de abril de 1833, último día de periodo legal. El Congreso reprueba esos tratados, pero nadie hace caso del Congreso.

Santa Anna y Pedraza, par de cínicos, intrigantes en competencia, enemigos que no tienen de común sino la ambición, entran triunfantes en la capital el 3 de enero. La revolución ha durado un año completo, día por día.

14

El comediante y el adusto se han puesto de acuerdo. Regreso a Manga de Clavo. Manifiesto: «Si alguna mano volviera alguna vez a turbar la paz pública y el orden constitucional, la nación no debe olvidarse de quien está listo a derramar hasta la última gota de su sangre…».

Al mes, hechas nuevas elecciones, resulta presidente de la República, con tratamiento de Excelencia, el general de división Antonio López de Santa Anna. No cumple todavía treinta y siete años.

15

Para subir al poder, ambicioso supremo sin otra preocupación que convertirse en amo absoluto de la República, Santa Anna «proclama adhesión absoluta al federalismo, al progreso, a la libertad, a todos los conceptos abstractos que la moral del siglo imponía como banderas en la lucha social». «Oportunista ladino», se vincula con Valentín Gómez Farías, «líder y patriarca del liberalismo», que obra siempre «al influjo directo de su convicción», mientras el otro es «un exuberante y genial mixtificador que aparenta propósitos que no son los suyos». En su actuación política predomina «la desfachatez, el desparpajo del alquilado profesional que sirve a todas las causas», invocando principios «que no tiene ni quiere tener».

Santa Anna, presidente. Gómez Farías, vicepresidente. Dos caras de una medalla: falsía refinada en uno, sinceridad absoluta en el otro. Versatilidad y contradicción en el primero; «línea recta, brillante, de alta calidad moral», en el segundo.

El presidente electo carece de decisión para entrar a gobernar, apoyado por un partido que tiene fuerza superior a la suya. Y antes del 1° de abril, cuando debe tomar posesión, se finge enfermo y se encierra en Manga de Clavo, para que Gómez Farías ocupe la presidencia. «Si las cosas van bien, a él se le debe. Si los liberales fracasan, él llegará, como salvador, a eliminarlos del gobierno.»

Don Valentín y el Congreso se dan prisa. Varias leyes entran en vigor, suprimiendo la coacción civil para que se paguen los diezmos y primicias; quitando a la Universidad Pontificia la facultad de otorgar grados menores; decretando la expulsión de los españoles que propician la reconquista o cuando menos, regímenes que los mantengan en sus privilegios; instruyendo proceso a los responsables del asesinato de Guerrero y, para contrarrestar la influencia del ejército en la vida civil de la República, impulsan la formación de milicias cívicas en los Estados. Con tal ímpetu marca Gómez Farías el rumbo democrático, que el clero y el ejército ponen el grito en el cielo. Y buscan en el presidente que está en Manga de Clavo, apoyo contra el vicepresidente que está en el Palacio Nacional.

Han comenzado los pronunciamientos, al grito de «Religión y fueros», que satisface los deseos de clérigos y militares. El caudillo se recobra milagrosamente de sus viejos y oportunos males y quita el gobierno de las manos de Gómez Farías al mes y medio. Deroga las disposiciones dictadas por el Congreso y sancionadas por el vicepresidente. La rebelión no se calma: pide que Santa Anna deje de ser presidente… para convertirse en dictador. No tiene veinte días ejerciendo el poder cuando lo deja nuevamente en manos de don Valentín, para ir a batir a los sublevados.

Al mando del segundo en jefe, general Mariano Arista, la tropa se pronuncia… en favor de Santa Anna, proclamándolo «supremo dictador y redentor de México». No bastan para su vanidad los títulos humanos, y hay que echar mano de los divinos. Llevando la comedia al colmo, el Excelentísimo declara que no acepta ser redentor, y los alzados lo declaran prisionero, hasta que acepte. Así, espera que estalle en la ciudad de México el movimiento que dejó preparado. Estalla. Las tropas de la guarnición se pronuncian contra Gómez Farías, llamando a Santa Anna.

Don Valentín, con unos cuantos cívicos o guardia nacional, se resiste y derrota a los pronunciados. El gobierno liberal se afianza. El intrigante máximo no se decide a deponer personalmente a Gómez Farías y finge escapar de sus captores, presentándose en México, aparentemente heroico y despojado de toda ambición por la dictadura. Ocupa de nuevo la presidencia, y para congraciarse con los liberales expulsa del país a Bustamante, a Nicolás Bravo, al general Morán, al general Andrade, a su viejo amigo y consejero Miguel Santa María y a otros cincuenta notables del partido conservador.

El general Arista se indigna por la farsa que el Excelentísimo le obligó a representar y por el ridículo en que lo dejó. Se rebela de verdad, hace públicos los detalles de la intriga, desenmascarando al presidente de la República como autor de ella. Demasiado fuerte aun para Santa Anna. Sale a batirlo con las mejores tropas que puede reunir, con ganas de apretarle el pescuezo. Y como la mayor parte del ejército regular está pronunciado, lo mejor de que dispone son las milicias cívicas formadas por Gómez Farías…

Arista es derrotado en Guanajuato. Cualquier otro lo hubiera fusilado inmediatamente: Santa Anna, que se ha enfriado, se contenta con expulsarlo del país. Y regresa a la presidencia por cincuenta días, y luego a Manga de Clavo por otra temporada. En nueve meses, ha estado en tres ocasiones ejerciendo el poder y deshaciendo lo realizado por Gómez Farías. «Se marcha para dar pábulo al descontento, para alentar las intrigas, para fomentar otros levantamientos…»

16

Don Valentín sigue adelante en su obra entusiasmado, con actividad, con fiebre. Sabe que no hay tiempo que perder, que su gobierno durará días, quizá horas nada más. Suspende los efectos de las ventas de bienes eclesiásticos hechas sin consentimiento del gobierno; suprime la Universidad Pontificia y el Colegio de Santos; ocupa los bienes del Duque de Monteleone, descendiente de Cortés, y el Hospital de Jesús, que aquél venía administrando; ocupa también los hospitales de San Camilo y de las Misiones; seculariza éstas; declara la exclusiva de la autoridad civil en la provisión de plazas eclesiásticas y dispone la provisión de curatos, con lo que resuelve la cuestión del patronato, que el clero había negado al gobierno desde la independencia. Expulsa al obispo de Puebla, que es uno de los más activos en la oposición a las nuevas leyes y vuelve a poner en vigor y a exigir el cumplimiento de todas las disposiciones derogadas por Santa Anna. «Hace una formidable revolución desde el gobierno.»

De nuevo los conservadores acuden gimiendo a Manga de Clavo. Al impulsivo caudillo lo hacen estallar, presentándole como un reto de Gómez Farías la reposición de las leyes abolidas. Y para que el Partido Liberal reciba de una vez el golpe de gracia, se proclama el plan absurdo de Cuernavaca, que lleva a don Antonio al poder con autorización para arrojar al vicepresidente y a todos los suyos, disolver las cámaras de la Unión, destituir gobernadores, dispersar ayuntamientos, desarmar las milicias cívicas… Hacer, en fin, todo lo que le dé la gana, mientras no sea contra los conservadores.

Gómez Farías se marcha al destierro. Y vuelven de él los conservadores.

17

Todo el país se somete, menos Zacatecas, último reducto del federalismo. Santa Anna la ocupa, con una batalla como las de él, de sorpresa, rápida, sangrienta. Varios extranjeros que hacían funcionar la artillería rebelde, entre ellos el filibustero Hardcourt, son ejecutados. Las tropas se entregan a un desenfrenado saqueo. Y el caudillo se detiene en la ciudad conquistada nada más el tiempo suficiente para oír misa y confiscar en su propio provecho unos cargamentos de plata recién sacada de las minas.

Deja en la presidencia al general Miguel Barragán, y se retira a su vasto jardín de la costa.

18

Mientras Antonio López de Santa Anna ha hecho su propia voluntad, coopera a la independencia, proclama la República, ayuda a que lleguen a la presidencia Victoria y Guerrero, es federalista, derrota a los españoles de Barradas, piensa liberar a Cuba, es el único defensor del gobierno legítimo de Guerrero. Se ha movido a todo esto por ambición, por atolondramiento, por despecho o por conveniencia, pero quizá también por patriotismo y sinceridad. El defecto de la ambición puede disculpársele, por tan común.

Mas deja de ser el jefe único de sí mismo. Se liga con un partido, el conservador, del que será en lo sucesivo instrumento y paladín. Ya no podrá seguir siempre sus propios impulsos. Tendrá que sujetarse muchas veces a los designios secretos que otros han fijado. Aunque momentáneamente se rebela, aunque momentáneamente el partido le vuelva la espalda, sus mutuos compromisos los vuelven a unir. Ha escogido una mala ruta: hacia la derrota y la vergüenza. Todo lo arrostra «con una sola, terrible decisión: la de seguir en el poder hasta la hora de la muerte…».