La guerra con los Estados Unidos
1
El viento del norte trae rumores de tropas en marcha y olor a pólvora; al desplegar la bandera estrellada de los Estados Unidos hace que su sombra se proyecte sobre México, ensangrentado por la guerra civil. Los diplomáticos caminan de fracaso en fracaso. Un proyecto para que México reconozca la independencia de Texas con la condición de que ésta no pase a formar parte de la Unión Americana, es rechazado por ambas partes.
El primero de marzo de 1845, el Congreso americano declara la anexión de Texas y el ministro mexicano en Wáshington, Juan N. Almonte, quien había anunciado que tal medida provocaría un casus belli, protesta airado y se retira. El ministro americano en México pide también sus pasaportes.
Malos tiempos para los países débiles, cuando «la conquista por las armas, realizada por una nación poderosa sobre otra inferior, constituye una gloria y no una vergüenza».
Todavía se hacen esfuerzos: John Slidell, portador de credenciales que lo acreditan como ministro americano, desembarca en Veracruz, pero no se le recibe. «México se considera agraviado por la conducta de Estados Unidos», que según Slidell, «aunque deseosos de conservar la paz están dispuestos para la guerra».
Malos tiempos para México. «Escasez de recursos, desorganización absoluta, agotamiento de todas las fuentes de riqueza, espíritu de guerra intestina enseñoreado en toda la nación. Los enemigos del Gobierno, que aprovechan cualquier ligero incidente para desprestigiarlo, explotan de muy mala ley la llegada de Slidell, haciendo circular la especie de que se trata de entrar con él en arreglos vergonzosos para la patria.»
No hay remedio. El pueblo recibe la anexión de Texas como un bofetón. Las tropas disponibles comienzan a movilizarse hacia la frontera.
2
Paredes Arrillaga, el mismo Paredes que ha fracasado dos veces en la caza de la presidencia, tiene el mando de una columna en San Luis Potosí. Lanza el grito de «¡Guerra!». ¿Contra los Estados Unidos? ¡No! Contra el gobierno. Se le llama en el Congreso «pícaro, borracho, miserable». Es poco. «Traidor.» Es poco todavía. Más exacto es el pueblo, aplicándole calificativos que tienen cerrada la puerta del diccionario. Pronunciamientos contra el gobierno en Veracruz, Aguascalientes, Zacatecas, Guadalajara. Los calificativos se agotan.
Paredes Arrillaga ha puesto su división en marcha. ¿Hacia la frontera? ¡No! Hacia la capital. La guarnición se pone sobre las armas. El general Valencia se instala en la Ciudadela. Pretende quitar nuevamente a Paredes la oportunidad de sentarse en el trono que encargó Iturbide. Todo el ejército se moviliza; unas divisiones en favor de Paredes, otras en favor de Valencia, muy pocas en favor del presidente de la República. Los federalistas quieren el poder, los monarquistas que vuelven a pensar en un príncipe extranjero, quieren el poder; los simpatizadores de una dictadura quieren el poder. Paredes quiere el poder, Valencia quiere el poder… Y los santanistas quieren el poder para su jefe…
Cuando se ha consumido en estas maniobras el millón de pesos reunido para la guerra, el ex boticario don José Joaquín de Herrera renuncia. Paredes hace a un lado a Valencia, hace a otro lado a los santanistas, aparta a los federalistas y se sienta en la silla presidencial. Sus palabras son definitivas: «Vengo resuelto a hacer triunfar mis ideas o perecer en la demanda; y así como estoy determinado a no perseguir a nadie por sus hechos anteriores, he de fusilar a cualquiera que me salga al paso para oponerse, sea arzobispo, general, ministro o cualquier otro».
No es ciertamente el arzobispo de México el que se opone, sino el que le canta su Te Deum. Parece que el solo objeto de la gran catedral es echar sus campanas a vuelo cada vez que un soldadón entra o sale, y ser escenario de acciones de gracias.
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El nuevo presidente se rehusa también a recibir a Slidell como ministro. Y los Estados Unidos movilizan su armada a bloquear los puertos de México. Corbetas Falmouth, veintidós cañones; John Adams, diez cañones; Saint Mary, veintidós cañones; bergantines y vapores con doscientos sesenta y cuatro cañones. El general Zacarías Taylor, quien desde junio de 1845 se ha instalado en Texas, avanza hacia la frontera. Los habitantes mexicanos del «Frontón de Santa Isabel» queman sus casas, sus granjas, sus árboles frutales y sus sembrados, matan sus animales, toman a sus hijos, llaman a sus mujeres y se van. Suenan los primeros tiros: los rancheros cazan a los americanos y los dispersan. El coronel Cross, «jefe valiente e instruido», es la primera baja del ejército de los Estados Unidos.
Aun para Paredes el dilema es de guerra u oprobio. Afirmándose en el sentimiento nacional, anuncia que no tiene facultades para declarar la guerra, pero que ha dado órdenes a todos los jefes militares para repeler cualquier invasión por medio de la fuerza.
Olor a pólvora, olor a contienda, olor a sangre. Olor también a desastre.
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¿Y Santa Anna? ¡Ah! ¡Su Excelencia, el Benemérito de la Patria, general de división don Antonio López de Santa Anna!… Allá está en Cuba, asistiendo a las recepciones de los diplomáticos, a los saraos y banquetes del capitán general… Jugando a los gallos y ganándoles a los españoles y cubanos, que conocen menos que él las trampas del juego, treinta mil pesos en oro…
5
«Cierto día, en febrero de 1846, un caballero mexicano, tez morena y maneras distinguidas, pide una audiencia al presidente Polk, en Wáshington. Asegura ser representante del general Santa Anna; habla vagamente de que el desterrado necesita apoyo y promete que si éste puede regresar a la presidencia de su país, arreglaría las cosas a satisfacción de los Estados Unidos. Polk escribe en su diario lo mucho que desconfía de ese señor Atocha y qué poca fe tiene en sus ofertas. Pero determina tratar directamente con Santa Anna.
»Envía un oficial de marina, el comandante Mackenzie, a La Habana. Su llegada es el 5 de julio. Se encierra con Santa Anna durante tres horas, y ambos se enteran de cosas interesantes: Santa Anna de que el presidente le envía un salvoconducto firmado con su puño y letra para que pueda desembarcar en Veracruz, pasando por entre la escuadra bloqueadora, y que espera que todo se arregle si don Antonio vuelve a subir a la presidencia. Y Mackenzie, de que Santa Anna le pide que lleve a Polk una nota (de la que él destruyó el original después de que el marino tomó una copia) expresando su odio a las farsas monárquicas y a la intervención europea, y declarando que estudiaría con detenimiento los términos de Polk.
»Parece que no hubo un sórdido contrato, como los enemigos de Santa Anna lo han sugerido frecuentemente… Polk desea concertar un tratado que evite la guerra… Santa Anna no pide dinero… cree poder arreglársela, si vuelve al poder, de modo de satisfacer los deseos de Polk. Pero si falla, quizá logre derrotar a los americanos y conquistar nuevamente el favor nacional.
»Para un aventurero como él, aceptar el pasaporte de Polk no le compromete a nada. Es, sobre todo, la manera de volver a México. Dentro de todos estos complicados aspectos, él es un patriota inmaculado del oro extranjero». (Hanighen.)
Otra vez el Santa Anna de siempre: comprometiéndose a lo que no sabe si quiere o si puede cumplir. Hablando vaguedades a las que en cualquier momento puede dar interpretación diferente. Aceptando todo arreglo que le proporciona una ventaja momentánea, con la intención de olvidar más tarde, cuando le obligue. Toma el pasaporte para poder entrar en México. Una vez dentro, como cuando escapó de las garras de Barradas, hará lo que le dé la gana.
6
Comienzan los desastres: Palo Alto. Tres mil contra tres mil. Mariano Arista contra Zacarías Taylor. Arenga de Arista, banderas al viento, música y entusiasmo. Una hora dura el cañoneo. Los americanos incendian el pasto para ocultar sus movimientos: ha nacido el camouflage. Dos cargas de caballería mexicana son disueltas. Los americanos se acercan al amparo del humo. Noche. No hay más fuego que el del incendio. Retirada de Arista hacia la Resaca de Guerrero. Batalla entre los pantanos, bosques y matorrales que estorban todo movimiento. Fuego terrible. Carga de caballería con Arista a la cabeza, disuelta. El ejército se retira y llega a Matamoros, con cuatro quintas partes de lo que era, es decir, casi completo y sin explicarse cómo ha perdido las batallas.
Matamoros no es defendible. Evacuación. Retirada de once días por el desierto. Se destruye el parque, se abandonan los heridos, se olvida la artillería. Mueren de sed los caballos y los dragones marchan con sus monturas a cuestas. Se odian los jefes entre sí, se odian los soldados según sus jefes. De tres mil hombres que combatieron en Palo Alto, mil ochocientos llegan a Monterrey. Arista es destituido y sujeto a proceso.
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Nadie aguanta a Paredes, que huele a monarquista. Su partido es un cono parado de punta, al revés del federalista, «de inmensa base, pero de poca altura». El ejército firma actas llamando a Santa Anna para que restablezca la constitución de 1824 y acaudille la defensa del territorio nacional. La guarnición de México pone preso a Paredes y lo envía a Perote, a la misma celda que ocupó Santa Anna. El general Miñón, comandante de la fortaleza, anuncia a Paredes que le dará un pistoletazo si intenta fugarse. Una semana es presidente interino el general Nicolás Bravo. Después, los santanistas, prevaleciendo decididamente, llevan al sillón presidencial al general Mariano Salas. Es el momento de que el Benemérito termine su destierro.
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El 16 de agosto, en el vapor mercante inglés Arab, que contrasta con las fragatas americanas de alto bordo, se presenta Santa Anna frente a Veracruz, enarbolando su pasaporte. Se le permite el paso, con sorpresa incontenible del pueblo. Recibimiento frío, casi hostil. Los oradores que se dirigen a él, más lo regañan que lo ensalzan. No se han olvidado sus barbaridades, aunque se le hace el favor de considerarlas como errores y no como delitos. Se busca y se acepta su cooperación, porque no hay otra mejor. Entre todos los sargentos encaramados al generalato, no hay uno que le iguale en energía y resolución para imponerse a la tropa. Él es un general de verdad: mal director de batallas, pero un gran organizador. El único ante quien se inclinan sus enemigos. El que puede ganar una batalla. Campaña que él pierda, es porque nadie más podría ganarla. El panorama del ejército es desolador: no hay nadie que pueda asumir el mando supremo si no es Santa Anna.
Comprende que se le admite de nuevo, sólo por la gravedad de la situación y trata de conquistar al pueblo, aceptando el restablecimiento de la constitución de 1824. El grito de «Federación y Santa Anna» no era, pues, absurdo. Sin embargo, no se decide a presentarse inmediatamente en la capital. Alegando sus enfermedades, se refugia en El Encero, su nueva, más grande y más suntuosa hacienda. Espera nuevas instancias para que se haga cargo de la situación, cuando ésta empeore. Ahora es nada más, necesario. Espera a ser el indispensable.
9
En medio de la fiebre nacional por la guerra, suenan mal las palabras que José Fernando Ramírez, diputado por Durango, dirige a Santa Anna. Años después, invitarán a meditar: «Los Estados Unidos, conscientes de su superioridad, impulsados por el espíritu aventurero y de conquista… de aquellos puñados de colonos del siglo XVII… que en medio de las tribus bárbaras, de miserias y de padecimientos espantosos… fundaron establecimientos del Atlántico al Pacífico… ven ahora Texas como un paraíso.
»No creo posible la reconquista, considerando ésta no como la simple ocupación del campo en que se haya dado la batalla, o de la fortaleza tomada por asalto, sino como la recuperación y conservación del país.
»Una serie de motivos fortifican la antipatía a una guerra de conquista y si no lo destruyen completamente, al menos debilitan en sumo grado el primer elemento con que se debía contar para hacerla: la voluntad, la confianza y el espíritu de las masas populares, que son las que deben hacerla y de donde deben salir los ejércitos… Ha manifestado usted toda su sabiduría y tacto político pidiendo treinta mil hombres además del contingente ordinario, porque ciertamente reunirá apenas la mitad y se conformará con ver llegar a Texas la tercera parte.
»La guerra de Texas inspira aversión a las masas, porque ven de cerca los sacrificios que va a costarles y ni aun siquiera pueden formarse idea de los beneficios que deban resultarles… La agregación de Texas a México es cosa que suena mucho y que nada vale…
»Sin embargo, yo opino que intentemos la reconquista, aunque sólo para tomar posesión del país y pasarlo en seguida a otras manos más robustas que las nuestras…».
Palabras que se pierden en el estruendo del cañoneo.
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Cuando don Antonio se dispone a emprender la marcha a México, el comandante militar de Veracruz le envía un destacamento para que le dé guardia, pero él lo rechaza con gesto de farsa, anunciando que se considera seguro en medio del pueblo. Instado para admitir una escolta, «la pide de los milicianos de Xico, y son los que quedan a su lado». Se trata de aquellos «hermanos indios» que lo apresaron y que lo querían matar.
Presenciando la contienda entre los partidos, todavía deja correr unas semanas. Puede advertir que el federalista, que de nuevo tiene al frente a don Valentín Gómez Farías, es el más fuerte; que no tendría éxito cualquier oposición de él a su programa democrático; que no es conveniente que asuma la presidencia. Se da cuenta de que se le quiere para combatir y no para gobernar, que debe salir inmediatamente a campaña. Y cuando ha formado su decisión, «que no comunica ni a sus más íntimos depositarios de su confianza», se pone en marcha anunciando que no tocará la ciudad de México, sino que llegará a Tacubaya.
El Gobierno y los federalistas le envían comisiones a suplicarle que se digne pasar por la capital. Se hace el resentido por la actitud pasada del pueblo hacia él y rehusa. Insistencia. Cede poco a poco. El general Salas, para comprometerlo, da un decreto anunciando que don Antonio ocupará la presidencia tan luego como llegue. Él manda anunciar solemnemente que no lo hará. Gómez Farías le comunica que considerará como un rompimiento con el pueblo el no entrar en la ciudad. Entonces «Santa Anna se docilitó».
La entrada: ni un repique, ni un cañonazo, ni un uniforme. La comitiva se compone únicamente de coches civiles, ocupados por civiles.
«Santa Anna venía en la carroza del gobierno, abierta, sumido en un rincón del asiento principal, llevando a su derecha el cuadro con la constitución federal de 1824, plantado en un asta, y que tanto por su tamaño como por la profusión de bandas tricolores y listones, apenas le dejaba lugar para sentarse. Farías iba en el asiento delantero y en lugar opuesto, quedando enfrente de la constitución, ambos callados, y que más parecían víctimas que triunfadores. Santa Anna vestía muy democráticamente: paleto de camino, pantalón blanco, y nada de cruces ni de relumbrones».
Se mantiene firme en no ocupar la presidencia. Prefiere dedicarse inmediatamente a organizar veinticinco mil hombres para la guerra. Pero se encuentra con que en la Tesorería hay nada más mil ochocientos treinta y nueve pesos. Tiene que esperar trece días para reunir noventa mil y después de recibir la bendición en la Basílica de Guadalupe parte a San Luis a improvisar su ejército.
11
Monterrey, nuevo cuartel general de las tropas del norte. Valle fértil, altísimas montañas, río de orillas pobladas de huertas. Los habitantes, trabajando empeñosamente en levantar fortificaciones. El gobierno local, dando hasta su último centavo. Sólo los jefes militares, enemistados, vacilan, carecen de plan, abandonan fortificaciones recién hechas, dan pésimo ejemplo. Pero soldados y civiles se baten ardorosamente. Los reductos abandonados son reconstruidos en una noche. Cuando los americanos se acercan, cargan los lanceros de Guanajuato y los obligan a retroceder hasta detrás de sus cañones; al comandante Mariano Moret, que herido los persigue con la lanza rota, le hacen el honor de dejarlo volver sin dispararle.
Poco a poco, los invasores adelantan. Se les resiste valerosamente. En el reducto de La Purísima se agota el parque, los soldados piden más y el general Francisco Mejía contesta: «¡No lo necesitáis… Tenéis bayonetas!…». Los soldados brincan el reducto y rechazan el ataque al arma blanca. Los americanos pierden mil muertos, heridos y prisioneros. Los defensores del reducto eran trescientos.
A la mañana siguiente, los americanos han ocupado cerros considerados como inaccesibles. Desde ahí con sus cañones, dominan la ciudad. Además han cortado el camino de retirada. Se combate todo el día y el siguiente, bastión por bastión, calle por calle, casa por casa. Cuando no hay más remedio, Ampudia capitula. Saldrá el ejército con todas sus armas y los americanos no pasarán en siete semanas de la línea Monterrey-Linares-Victoria. Tiempo para negociar la paz. Los habitantes de Monterrey abandonan sus hogares y siguen al ejército hasta Saltillo a pie.
Gloriosa derrota.
12
En camino, Santa Anna recibe las malas nuevas. Apresura el viaje y trata de procesar a Ampudia; mas los jueces cierran la causa. «No hay motivo.» Bien, a otra cosa: a fortificar San Luis. Todos ayudan, señorones y señoritos, obreros y campesinos. Cuando hay que destruir casas y hortalizas para hacer defensa, los propietarios de aquéllas cooperan jubilosamente. Todo ofrecen, sus víveres y sus carros. Los que pueden batirse, se alistan entusiastas. Quince mil hombres piden armas e instrucción militar. Pero…
En México la situación es distinta: los partidos siguen luchando por el poder, como si no se dieran cuenta de que un ejército extranjero ha entrado y avanza. Se han dividido en exaltados o «puros» y moderados. Salas forma su gabinete con moderados, y los «puros» lo atacan llamándolo traidor. Santa Anna mantiene con los dos bandos una correspondencia equívoca. Tiene que equilibrar la situación política y al mismo tiempo organizar su ejército. Labor tremenda. Reunir, vestir, armar, disciplinar. Salas ayuda enviando dinero. Se improvisa una fábrica de vestuario porque los reclutas están desnudos y el invierno es cruel, como nunca.
Los enemigos de Su Excelencia comienzan a gritar. Que por qué no avanza, que por qué no combate, que por qué no triunfa. Públicamente lo acusan de traición, de haber pactado con el enemigo para entregar el país. Aquel maldito pasaporte es la causa de todo. Los inconformes hubieran querido que Santa Anna entrara en Veracruz por el aire, que volara de San Luis en busca del enemigo, que lo venciera con un ejército en cueros que no sabe manejar el fusil.
Para colmo, don Antonio comete el error de ordenar la evacuación de Tampico. Hacen falta ochocientas bestias para transportar todo el material de guerra que hay ahí y se reúnen apenas trescientas. Cañones, barriles de pólvora, cajas de rifles, equipo, son arrojados al río Panuco. Las fortificaciones son arrasadas. Valencia y Santa Anna se disgustan a muerte porque aquél quiere atacar y éste no lo deja. No es un traidor, pero aparenta serlo. Cuando arrecia la grita de sus enemigos, se encoge de hombros.
13
Llega el momento en que el Congreso tiene que elegir presidente y vicepresidente. Demostrando que no creen que Santa Anna esté traicionando, todos los grupos coinciden en él, pero se disputan el segundo puesto. Unos, para Gómez Farías, otros para Almonte, otros para Salas. La elección hecha en favor de Gómez Farías aumenta la división política. Dos meses transcurren sin que se pueda enviar dinero al ejército de Santa Anna. Hay tres mil deserciones de gente que se va a buscar qué comer. El general en jefe tiene que pedir prestados, a su crédito personal, hipotecando algunas propiedades, ciento ochenta mil pesos. No bastan. Exige préstamos. No bastan. Se apodera de sesenta barras de plata y acuña moneda. Un motivo más para que se le ataque.
Posesionado de Saltillo, el general Zacarías Taylor comenta: «No temo a Santa Anna. Antes de que pueda derrotarme habrá otra revolución».
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A principios de enero, el Congreso, a pesar de los esfuerzos de los moderados, expide una ley para que los bienes que el clero tiene arrendados a particulares, paguen la renta al Gobierno. El clero apela a los rayos que se guarda para tales extremos: fulmina excomuniones y amenaza con penas en la otra vida, por el delito de poner la mano sobre un dinero que pertenece a Dios, pero que sus representantes administran y gastan. Clero y monarquistas conspiran. Los arrendatarios, especialmente las mujeres, se niegan a dar dinero a los excomulgados. No hay modo de obtener de ellos un peso. Gómez Farías decreta que se vendan bienes del clero hasta por cuatro millones de pesos. Sin embargo, no envía dinero y Santa Anna, exasperado, no lo espera. Se pone en marcha el 28 de enero de 1847.
15
Caminos intransitables, cuando los hay. Temporal furioso. La división Ortega deja en Hedionda tres muertos de frío y muchos cansados. Lluvia, frío glacial, ni un arbusto para hacer lumbre, ni un alojamiento. Los soldados se calientan juntando sus cuerpos y friccionándose. Cuando pasa el temporal, comienza el calor. Desierto sin agua, sofocación, sed. Marchas y contramarchas en busca de agua y de sombra. La ruta seguida se conoce por los cadáveres. Otra vez el temporal. Terrible helada el once de febrero, cuando los soldados fatigados por el calor de los días anteriores, han arrojado sus abrigos por el camino. Espectáculo horroroso de hombres que desfallecen y mueren de frío. Noches sin lumbre, a campo raso, armas enmohecidas, parque húmedo, zapatos destrozados, centenares de muertos y de enfermos. El catorce de febrero comienzan a escasear los víveres. Media ración. El dieciséis, un cuarto de ración. Y el campo, que no da nada qué comer: no hay más vegetación que la «gobernadora», que es casi un palo seco.
Durante esa marcha, Santa Anna recibe un correo de México que le anuncia que se está tramando una revolución para derrocar a Gómez Farías. Con ese ejército y con esa agitación de espíritu, va a enfrentarse con Taylor, que tiene seis meses de reposo y tranquilidad.
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Pasa revista en Encarnación. Su caballo blanco. Hay música, vítores y entusiasmo. De dieciocho mil hombres que salieron de San Luis, quedan catorce mil. No importa: el enemigo está cerca y las penalidades se olvidan. Se acampa en un magnífico palmar, que da flores alimenticias… para las vacas. Un frío que atormenta lo indecible. Brota el fuego en diversos sitios del bosque de palmas. Océano de llamas a cuya luz los soldados, hambrientos, desfallecidos, barbados, sucios, parecen un ejército de cadáveres.
Taylor se ha retirado, incendiando la hacienda de Agua Nueva. Quizá pueda alcanzarlo la caballería, que viene a la retaguardia… ¡A galope! Los jinetes que llegan del desierto, sin beber agua en dos días, galopan por la orilla del aguaje sin detenerse.
¡La Angostura! Series sucesivas de colinas y barrancas. Una batería americana emplazada en cada loma, con sus dotaciones completas de metralla y pólvora. La infantería bien colocada, como que ha tenido tiempo sobrado para estudiar cada roca. La caballería, en lugares donde abunda el pasto y el agua. El ejército de cadáveres hace una jornada de doce leguas sin detenerse, para comenzar la batalla.
Ahí está un cerro casi inaccesible, que Taylor no ha ocupado. Casi simultáneamente, los cuerpos ligeros de Santa Anna y americanos se lanzan a conquistarlo, batiéndose hermosamente ante el resto de los dos ejércitos, que los mira y los anima con sus gritos. Cae la noche y sigue la contienda. Una nube de fuego que sube o baja indica la posición de los mexicanos, que por fin, coronan el cerro de laderas casi perpendiculares…
Otra noche sin agua. Nada más la que llueve, abundante. Prohibición de encender fuegos, que, por otra parte, la lluvia apagaría. Noche a la intemperie, en vela, alistando las armas y protegiendo la pólvora con el cuerpo mismo. Amanece el 23 de febrero. Santa Anna recorre la línea en su caballo blanco. Apenas tiene tiempo de terminar su inspección, porque los americanos comienzan el cañoneo. La tropa mexicana entra a combate sin haber recibido su rancho.
La batalla principia por el cerro ganado la víspera y los americanos fracasan en sus intentos de ocuparlo. Santa Anna organiza una carga sobre la primera fila de lomas artilladas; avanzan las tropas armas al brazo, como en un desfile. La línea americana es oblicua y algunos cuerpos reciben la metralla antes que otros. Hay un instante en que los bisoños vacilan, y se detienen. Los soldados de Taylor saltan de sus trincheras a contracargar, creyendo segura la victoria. Pero los hacen retroceder los demás cuerpos, que cambian de frente. A la bayoneta los mexicanos ocupan dos líneas de lomas. Los americanos se rehacen y pretenden recobrarlas. Brillante carga de lanceros, al mando del general Juvera, que llega hasta la hacienda de Buena Vista, a la retaguardia de Taylor.
Hay necesidad de muchos triunfos parciales. Uno por cada loma. Otra línea es tomada a la bayoneta. Un cañón y tres banderas son gloriosos trofeos. En la loma siguiente, conquistada también, dos cañones y una fragua de campaña. Taylor se refugia en la última posesión artillada. Está de espaldas contra la pared.
¡Un último esfuerzo! No es posible. Las tropas mexicanas están agotadas: no han comido ni tomado agua en todo el día, han hecho una marcha terrible de veintiséis días; han trepado lomas y barrancas bajo la metralla, descalzas, sangrantes, tambaleándose como ebrias. Santa Anna mira aquel ejército que más que nunca, es de cadáveres. Comprende que si asalta a todo el ejército de Taylor reunido en una sola posición, se estrellará. Está indeciso, cuando un fuerte aguacero inunda el campo de batalla. No ha amenguado cuando cierra la noche. No es posible acampar a tiro de cañón del enemigo, con unos soldados que en cuanto se acuesten quedarán como muertos. Ordena la retirada.
Se encienden algunas fogatas en todo el frente para que Taylor crea al ejército detenido y alerta y no lo persiga. Ochocientos heridos son abandonados. La retirada se hace en una confusión espantosa, en medio de los centenares de carros que todo lo estorban. Dieciséis kilómetros para atrás. En cuarenta y ocho horas, el ejército ha avanzado doce leguas, se ha batido una tarde, ha pasado en vela una noche, se ha batido el día siguiente sin comer y retrocede cuatro leguas en la noche siguiente.
Cuando llegan al charco de agua, los heridos beben y quedan muertos.
17
Durante la batalla, Santa Anna «viste sólo un sencillo uniforme de oficial, cubierto con un guardapolvo blanco. Un ancho sombrero de paja sobre su ondulante cabellera. Galopa de una posición a otra, a pesar de la molestia que sufre su pierna incompleta, e indiferente a las granadas que estallan a su rededor. Un caballo que monta cae muerto y él toca el suelo, se levanta, toma otro y sigue corriendo por el campo, con su espada envainada y agitando solamente un fuetecillo. Tras él galopa un edecán, para transmitir sus órdenes. Los soldados se inspiran en su ejemplo de valor y durante estas horas de emoción, llegó quizá al punto más honroso de su carrera».
«Igual valor, aunque más quieto, demostró Taylor, montado en su famoso caballo Old Whitey, una pierna cruzada sobre la cabeza de la silla, inmóvil al estallido de las granadas, de las que algunos fragmentos rasgaron sus ropas…».
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Cuando amanece, todos los clarines tocan la diana y llamada. ¿Son seres vivos esos que están pasando lista? Faltan como cuatro mil hombres, pero el ejército se reorganiza en media mañana. Se completa un cuerpo con los restos de otro, coraceros con húsares, lanceros con dragones, zapadores con granaderos, un cuerpo ligero con el esqueleto de otro. Cuando tres oficiales americanos se presentan como parlamentarios, el ejército está de nuevo en pie de batalla. Taylor envía un elogio emocionante de las tropas mexicanas, anuncia que ha trasladado los heridos a Saltillo y propone un armisticio mientras se discuten las condiciones de paz entre los gobiernos. Visiblemente, no tiene deseos de dar otra batalla como la de la víspera.
Mas el jefe mexicano rehúsa entrar en armisticio, diciendo que no hará convenio alguno mientras el país esté parcialmente ocupado por tropas extranjeras. En esta resolución, más que patriota es político. Sabe que cualquier arreglo a que él llegue para suspender las hostilidades, será tomado como prueba de traición. Si en realidad hubiera pactado y si estuviese dispuesto a cumplir su oferta, ése era el momento de entrar en arreglos. Prefiere continuar la lucha, una lucha en la que puede caer. Es un gesto que lo favorece. Que hace creer que no está vendido.
Agradece y retorna los elogios a la tropa y antes de dejar partir a los parlamentarios les muestra su ejército listo para otro combate. No lo dará, pero cuando menos, evitará que Taylor lo persiga, porque si le da alcance en la retirada a San Luis, no le deja un soldado ni para asistente.
19
Primera jornada de catorce leguas. Treinta carretas con heridos, otros en camillas y jefes en brazos de sus soldados. Comienzan a surgir las disputas sobre la batalla. Santa Anna arroja responsabilidades sobre quienes las tuvieron y sobre quienes no las tuvieron. El único que no ha incurrido en culpa alguna es él. El general Miñón es aprehendido con la acusación de no haber obedecido órdenes que hubieran cortado la retirada al enemigo. Los generales todos disputan entre sí y se retiran independientemente.
Malos alimentos provocan la disentería. Al cuarto día, los soldados no tienen otra comida que arroz. El ejército es una caravana de hambrientos cubiertos de harapos, que se mueven sin orden alguno. Todo el camino queda sembrado de muertos, cubierto de cansados. El nueve de marzo, aquella multitud desordenada comienza a entrar en San Luis. Cuarenta días de marcha y combate. Diez mil quinientas bajas, de las cuales cuatrocientas son de los muertos en La Angostura.
Santa Anna se entera de que en la ciudad de México ha estallado la rebelión contra Gómez Farías.
20
Las medidas tomadas por don Valentín para obtener dinero de las arcas y de los inmuebles del clero, provocan la irritación de éste, que con tal de no darle nada, prepara la revuelta. Un acto del presidente interino le favorece: cuando llega la noticia de que los americanos amenazan ocupar Veracruz, Farías ordena la salida rumbo a la costa del batallón de voluntarios «Independencia», formado por artesanos, comerciantes al menudeo, abogados y jóvenes de las clases alta y media, que mejor que salir, «encontraron sencillo pronunciarse contra el gobierno». El 22 de febrero, cuando el ejército de Santa Anna se bate en La Angostura, los batallones de voluntarios «Independencia», «Bravos», «Victoria», «Mina» e «Hidalgo», gritan: «Mueran los “puros”, muera Gómez Farías».
«El clero que espiaba, aborreciendo y temiendo, aprovechó la coyuntura y abrió sus arcas para encender la guerra civil, en los momentos en que el extranjero echaba sus anclas frente a Veracruz. El tesoro que se decía exhausto para defender la nacionalidad, se encontró repleto para la revolución. Todo sobraba a los pronunciados, mientras el gobierno consumía el miserable pan y la poca tropa destinada a evitar la catástrofe de Veracruz. A los once días de tiroteo existían en las arcas de los pronunciados noventa y tres mil pesos, pagados sus exorbitantes gastos.»
Farías arrostró la borrasca «privado de todo, con un puñado de hombres del pueblo, luchando con las más poderosas e influyentes clases de la sociedad, contra el Congreso mismo, reducido a la última extremidad». «Los escapularios, las medallas, los zurrones de reliquias pendían en docenas del pecho de los pronunciados, especialmente de la sibarita y muelle juventud que forma la clase de nuestros elegantes.»
El pueblo no toma parte en el pronunciamiento, «indiferente al grito de religión». Y la escisión entre los rebeldes cunde hasta el grado de que no están de acuerdo sino en quitar a Gómez Farías. «La causa religiosa fue hecha a un lado, porque ya no servía para el intento.» El clero anuncia que retirará su apoyo económico a la revuelta si los jefes de ella no se comprometen a derogar las leyes contra sus bienes. Los pronunciados amenazan al arzobispo Irizarri con someterse al gobierno si a las doce del día no se les entregan más fondos, y como les fueran entregados, sigue la revuelta.
21
Don Antonio apresura el regreso, y tanto los «puros» como los moderados y aun los rebeldes (llamados por el pueblo «los polkos») envían comisiones para atraérselo. Una vez más, su espada es la que tiene que inclinar la balanza. El comisionado que llega más lejos es el diputado radical Juan Othón, que logra que Santa Anna envíe una carta al general Lemus, jefe de los «puros», para que se sostenga a todo trance.
Más cerca, en Querétaro, le sale al encuentro la comisión de los moderados, encabezada por el ex presidente general Mariano Salas. Santa Anna se vuelve moderado. Al diputado Othón, que había venido en su coche, lo deja fuera, para que continúe el viaje a caballo. Todo el camino de México a Querétaro está cubierto de carruajes de personas que se adelantan a conquistar el afecto de Su Excelencia, el magnífico. El Congreso decide ir a tomarle el juramento como presidente, antes de que llegue a la capital, y parte a media noche, entre repiques a vuelo, a Guadalupe.
Noveno juramento.
Los pronunciados deponen su actitud. Santa Anna entra en México rodeado por los húsares. La ciudad está influida en su contra, por la campaña que le han hecho acusándolo de traición, y ni un vítor resuena en su loa. Igual silencio para todos los que fueron a batirse en La Angostura. Todas las flores y las ovaciones, las sonrisas de las damas elegantes y los aplausos de los acomodados son para los «polkos». De las grandes casas salen los criados a regar con flores las calles para que pasen los soldaditos que no han disparado un solo tiro contra el extranjero y sí contra el Gobierno.
Las pasiones están bullentes. Los «puros» pretenden que Santa Anna castigue enérgicamente a los que se sublevaron. Los «polkos», que aplaste a Gómez Farías. Imposible conservar una posición neutral. Don Antonio cree que por el momento, el partido más poderoso es el de los moderados y decreta la supresión de la vicepresidencia, con lo cual Gómez Farías no volverá al poder. Pero sigue apretando los tornillos al clero para que proporcione todo el dinero que tenga.
22
El alto mando de Estados Unidos cambia su plan de campaña. Los grandes desiertos del norte no son la mejor ruta hacia la ciudad de México. Taylor recibe órdenes de detenerse, y la escuadra de ocupar Veracruz. El puerto está desartillado, sin más defensa que Ulúa y unos cuantos soldados. La rebelión de los «polkos» ha impedido todo auxilio. Ni un centavo, ni un cartucho, ni un hombre.
El general Winfield Scott es el jefe de la expedición. Prefiere no chocar con Ulúa, y desembarca en la playa de Collado, sin que nadie pueda impedírselo. En trece días se instala alrededor de Veracruz y declara el sitio. No entra ni una fruta, ni una legumbre, ni un animal para el rastro. Pide la plaza, defendida por unos cuantos voluntarios de las guardias nacionales, y se le contesta en negativa, altivamente.
A las cuatro de la tarde del 22 de marzo, una bomba revienta en la plaza de armas, otra en el correo. Todo es bombardeado: baluartes y hospitales, reductos y residencias. Inútil que la débil artillería mexicana desmonte algunas piezas: otras ocupan la posición inmediatamente. Las granadas han derribado varias veces la bandera en el bastión de Santa Gertrudis; el teniente de marina Holzinger y un guardia nacional de Orizaba, muchacho de dieciséis años, tratan de clavarla al mástil; otro cañonazo y los dos caen con la enseña muertos. El bombardeo no ha cesado en todo el día. Los incendios se suceden por toda la ciudad. La mitad de las casas está arrasada. Salen los cónsules con bandera blanca, y las de Francia, Inglaterra, España, Prusia y Ciudades Helvéticas, a pedir permiso para que evacúen los neutrales, los ancianos, las mujeres, los niños. Scott se niega a recibir a la comisión, y contesta por medio de un ayudante, que no permitirá la salida a nadie hasta que la ciudad se rinda. Capitulación. El pabellón de los tres colores baja de los mástiles. Salen los soldados y entregan sus armas, llorando. Y en medio de una valla respetuosa al valor y la desgracia, toman el camino de Medellín.
23
El estado de la guerra hace indispensable la salida de Santa Anna, «no para repeler la invasión, lo que parece imposible, sino para evitar siquiera que los yanquis entren en México con el arma al brazo». Queda en la presidencia el general Pedro María Anaya. Y los soldados que fueron a La Angostura, que hicieron una caminata de novecientos kilómetros, en ida y vuelta a San Luis, reciben órdenes de marchar a Veracruz, después de cuatro días de descanso.
24
Los americanos no han adelantado del puerto. Santa Anna decide esperarlos en Cerro Gordo, a siete leguas de Jalapa, donde forma un escalón el borde de una de las mesas de la cordillera. Terreno cubierto de espesos breñales. Los ingenieros opinan en contra, porque no hay agua y la retirada puede ser cortada fácilmente. Pero el voluntarioso don Antonio se obstina, declarando que afortinado ahí, no dejará pasar ni un conejo. El ejército se instala formando un pueblillo que no tiene sino una calleja, donde Su Excelencia y los demás generales tienen que acomodarse en jacales de techo de paja. Los carros de parque, las ambulancias, las tiendas de campaña y los figones de los soldados, imposibilitan todo el movimiento de tropas. La batalla principia a mediodía, el 17 de abril.
La artillería americana riega con metralla el cerro de El Telégrafo, donde está Santa Anna animando a los soldados. Varios asaltos son rechazados y el campo se cubre con manchas azules de invasores caídos. A las cinco de la tarde cesa el fuego. Ni una sola posición se ha perdido. Suenan las dianas y los vítores, las músicas y los aplausos. Se cree lograda una gran victoria. Pero los americanos no se retiran de las posiciones que tenían antes de iniciar el ataque. Hay que esperar de ellos un nuevo asalto. Durante la noche, el general en jefe manda instalar nuevas baterías donde él ha visto que el fuego es débil, y personalmente coloca una frente a la boca de una boscosa barranca.
A las seis de la mañana del dieciocho se reanuda el fuego. La división americana que manda el general Twiggs asalta El Telégrafo. Mueren en la defensa el general Ciriaco Vázquez y el coronel Palacios, jefe de la artillería. A las nueve y cuarenta y cinco, la bandera americana es izada sobre el cerro. De nada sirve que en otra posición la división Pillow sea rechazada por la artillería cargada con metralla. El general Jarero se rinde y varios cuerpos lo imitan. Los granaderos retroceden en desorden por en medio de la impedimenta. Una brigada que llega de refuerzo, rendida por la marcha, se desmoraliza al ver el ejemplo de los que retroceden y se dispersa sin disparar un solo tiro. Los únicos que combaten son los artilleros, hasta que todos sucumben. Santa Anna se dirige a hacer funcionar una pieza; pero una columna enemiga que ha atravesado el bosque, le hace una descarga y lo obliga a retroceder. La retirada del ejército es cortada. Los soldados se dispersan por entre los cerros. Nadie obedece a nadie. El vínculo del mando está roto.
El coche de Santa Anna, inútil porque no hay camino disponible, es acribillado a cañonazos, muertas las mulas y perdidos dieciséis mil pesos recibidos el día anterior. El invalido general en jefe se retira a caballo.
25
Ceñudo y silencioso, dejando caminar libremente al animal que le lleva, el vencido desciende a lo más profundo de una barranca, pasa un río y encumbra la montaña opuesta. Hay el peligro de una emboscada que acabe con todos. Pero nadie se cuida ya. Ampudia, Rangel y el coronel Ramiro, se han quedado atrás para reorganizar y conducir la tropa que se salve. Santa Anna pretende llegar a su hacienda de El Encero por una vereda que conoce, paralela al camino de Jalapa. Tres generales, diez oficiales y civiles forman su silencioso cortejo. Avanzan al trote largo. Una patrulla americana que va por el camino real, con dos cañoncitos ligeros, los descubre, les lanza una descarga y les hace abandonar la vereda.
Sin rumbo, a campo traviesa. Lomas y barrancas, matorral espeso por el que las bestias apenas pueden pasar. Indígenas errabundos dan la dirección de Tuzamapan. Y al llegar, a las cinco de la tarde, Santa Anna, entorpecido por la cojera, baja del caballo en brazos de sus ayudantes, para sentarse en un banco de piedra afuera de las casas. No ha dicho una sola palabra desde Cerro Gordo.
Cuando sus ayudantes piden prestado un caballo al cura para relevarle el que trae, reciben una negativa rotunda.
26
A las once de la noche se oyen unos tiros. Un campesino viene a informar que tropas americanas intentan rodear la hacienda. ¿Quién les ha dado aviso de que ahí está Santa Anna? Una sombra espesa cubre todo. ¿Para dónde salir? Un criado llega con linterna. Santa Anna lo mira profundamente. A caballo todos, otra vez.
El camino, iluminado sólo por la linterna, va bajando; hundiéndose bajo las patas de los caballos. Es una cortada casi vertical de la serranía. Ramas de árboles rasgan las ropas de los fugitivos. Han cesado los disparos. Silencio y sombra se mezclan en una mortaja. Por fin, unas ruinas, restos de un molino de caña. Descanso hasta el alba.
Continúa la huida. Hay que pasar un río pequeño. Luego, otro más grande se interpone. Entre elevadas montañas corren las aguas, azuladas y profundas. Árboles enormes obstruyen toda marcha en línea recta. Por todas partes, montañas y cañadas cortadas a pico, ensombrecidas por el bosque verde oscuro. Parece que no hay más remedio que retroceder o arrojarse a las aguas. Pero el criado que guía es leal y conocedor: remonta la corriente y vuelve con unos campesinos que tripulan un lanchón plano. Con ayuda de unos cables que tienden de orilla a orilla, atados a los troncos gruesos, van pasando hombre por hombre y caballo por caballo. Haciendo largos rodeos, la procesión asciende por el flanco casi perpendicular de la barranca. Un rancho: El Volador. Santa Anna baja del caballo, sujetándose de las crines y resbalando. Hasta entonces se oye su voz:
—Continuaremos la guerra con obstinación, apelando al único recurso que en mi concepto nos queda, que es la guerra de guerrillas.
No tiene ya confianza en las grandes masas. Dos fracasos han abierto en él los surcos profundos de la decepción. El gran capitán ha desaparecido. Queda el cabecilla de la escaramuza, de la sorpresa, del albazo, del salto de mata.
27
Al otro día se reanuda la caminata entre altas arboledas, por los flancos de profundas hondonadas cuyo fondo se pierde en la oscuridad del boscaje. A veces, la pendiente es tan resbaladiza que los caballos flaquean. Su Excelencia prefiere caminar a pie, cojeando. Un palo nudoso y retorcido le sirve de báculo. A lo lejos se mira el caserío de Huatusco.
Una multitud sale del pueblo: el ayuntamiento en masa y los vecinos todos, que se aprestan a recibir al presidente de la República. Lo aclaman no obstante la derrota. Le tienen preparado el mejor almuerzo que hayan ofrecido a hombre alguno. Sus muestras de simpatía y respeto reaniman el espíritu del vencido. Su plática vuelve a ser agradable y animosa. Recuerda a Guadalupe Victoria, ejemplo de hombres que no se abaten nunca, quien estuvo escondido meses enteros en una cueva, cuando la causa de la independencia parecía derrotada. Expresa su fe en los resultados de la constancia, y de ella espera un feliz éxito para México.
Por la tarde, después de una siesta tranquila, escribe un parte muy vago de la batalla, injusto para los demás que participaron en su desarrollo. Una vez más, fulano y zutano tienen la culpa del desastre. El resto pertenece al destino. De su obstinación en escoger un escenario impropio, ni una palabra. Por la noche, un lecho acogedor con blancas sábanas.
Otra jornada, por el camino a la ciudad de Orizaba. Desde lejos se mira el Pico, cubierto eternamente de nieve. En la marcha se encuentra con grupos dispersos, que reciben el peso de su cólera. Duros improperios y golpes de su látigo. Orizaba. Una pequeña brigada, al mando del general Antonio León. Todos los jefes y oficiales pasan a cumplimentar a Su Excelencia. El pueblo lo ovaciona. Por diversos caminos van llegando restos del ejército vencido en Cerro Gordo.
Las noticias no son consoladoras: llevaba tanta prisa el general Canalizo cuando pasó por la fortaleza de Perote, que no sacó ni un cañón, ni un rifle, ni una pieza de vestuario; el teniente coronel Robles, que pasa por ahí después, mira la fortaleza totalmente abandonada. El general Gregorio Gómez, apostado en el Paso de la Olla, decide no presentar combate y se retira, abandonando su artillería. Todos están poseídos del maleficio del desastre.
El ejército americano avanza lentamente. En veinte días, Santa Anna puede reorganizar cuatro mil hombres y decide resistir otra vez, ahora en Puebla. Esta ciudad, «que para las discordias civiles se había granjeado la reputación de ser la más belicosa de la República, que se dice “la invicta”, desmiente esa reputación y no piensa en defenderse». Cuando el presidente pide un préstamo de treinta mil pesos, le dan sólo diez mil. El obispo Vázquez afirma que la iglesia en ningún caso puede prestar ni dar la más pequeña parte de sus bienes.
Y se esconde.
Un espía comunica la noticia errónea de que mil americanos están en Nopalucan. Santa Anna quiere sorprenderlos, pero se encuentra con que es la división Worth, completa. Se retira sin atacarla y se decide a evacuar Puebla, la indiferente a la invasión. Worth llega, y el obispo Vázquez sale a recibirlo con el palio y a cantarle el Te Deum. Sabe que Worth no le pedirá dinero, y lo prefiere sobre Santa Anna; el resto no le interesa. Cuatro mil soldados americanos se echan a dormir en las calles y plazas, con sus armas en pabellones y en medio de diez mil curiosos. Un grito de un hombre atrevido, la multitud que se estreche sobre los fatigados invasores y la división Worth estaría perdida. Sucede lo contrario: «Los léperos beben pulque con los soldados americanos, y se abrazan con ellos como si fueran antiguos conocidos».
28
En México. Hace veinticuatro horas que Santa Anna salió rumbo a Veracruz. En Palacio se reúne con el gabinete una junta de generales para discutir si debe defenderse la ciudad. ¡Antes de saber si se puede contener al enemigo en otra parte! La derrota del ejército es tenida por segura y por algunos deseada, para desprestigio de Santa Anna. «Los partidos hacen una política oscura; ciertos generales llegan a lo tenebroso.» No se dice con claridad lo que se piensa, pero el secreto anhelo de todos es separar a don Antonio de la presidencia y los partidos comienzan a fijarse en sus propios candidatos. Nadie se atreve a expresarlo claramente por temor a que Su Excelencia vuelva y lo aplaste. Algunos manifiestan tímidamente el deseo de hacer la paz a toda costa, «eliminando al hombre funesto».
Cuando llega la noticia de lo ocurrido en Cerro Gordo, los enemigos de Santa Anna, íntimamente regocijados, se dedican a excitar al pueblo contra el vencido. Se comprende que hay propósitos de desencadenar otra revolución. Uno de ellos es atribuido al general Valencia, hondamente resentido con Santa Anna y que alienta desde hace tiempo la ambición de la dictadura. No le queda tiempo: la noticia de que Su Excelencia ha reunido cuatro mil hombres en Orizaba y que ha pasado a Puebla, detiene todo intento. Cuando se aproxima, Baranda, Trigueros y Ramírez van en comisión a su encuentro, para pedirle que no ocupe la presidencia y se dedique exclusivamente al ejército. Si él tiene la culpa de los desastres ¿para qué empeñarse en que dirija la guerra? Lo que no quieren es que asuma el poder, porque cada partido tiene sus ambiciones. Y como la derrota final parece inevitable, que sea Santa Anna el que la sufra.
Despectivamente, Su Excelencia hace a un lado a los comisionados. Toma posesión de la presidencia sin noticiarlo siquiera al general Anaya. Décima ocasión.
29
La primera declaración de Santa Anna es que defenderá la ciudad de México. Ya el Congreso, partidario de no oponer más resistencia, había dado un decreto trasladando la capital de la nación a Querétaro. Santa Anna no hace caso del decreto, como no hizo caso de la comisión, como no hará caso de nadie que se le oponga. Él es el Presidente y contra la opinión de todo el mundo, luchará como presidente y como jefe del ejército. «Prescindiendo de si esta idea es buena o mala desde el punto de vista militar, es preferible a dejar entrar a los americanos sin dispararles un solo tiro.» Derrotismo en su más alto grado. Nadie tiene confianza ya en el ejército. Para colmo, México es una ciudad sin fortificaciones, abierta por todos lados. No hay dinero, ni elementos de guerra.
No importa. Santa Anna es organizador genial. Sabe formar ejércitos, pero algo le falta para saber mandarlos. Los reúne, los disciplina, los arma, los viste. A la hora del combate, todos los hombres entran en confusión. ¿Culpa de Santa Anna, precisamente? Unos cuantos son los que saben morir batiéndose.
Otro esfuerzo desesperado. Levantar nuevas tropas, vestirlas, equiparlas. Poner en actividad la maestranza de artillería para reparar los cañones inútiles y fundir nuevos. Activar la producción de granadas, botes de metralla y balas de fusil en la fábrica de Santa Fe. Hacer fortificaciones, adaptar todos los edificios de gruesos muros, conventos, iglesias, colegios. Disciplinar a los novicios, infundir valor en los temerosos, volver activos a los indolentes… Para todo ello el «hombre funesto» es incansable. Deseando aumentar su fuerza, hace venir a Valencia, su enemigo, con el ejército del Norte.
El plan de defensa consiste en ocupar las fortificaciones con infantería y tener la caballería lista para que ataque fuera de la ciudad. Plan simplista, de desesperación. Esperar y resistir, resistir mientras se pueda.
30
En El Peñón, cono de rocas que mira pasar a su falda el camino real de Puebla, se ha construido la defensa más fuerte. Cuando el invasor se aproxima, ahí se reúne la guardia nacional, aquellos batallones de «polkos», que ahora quieren borrarse el estigma del pronunciamiento, y otras tropas. El pueblo se arremolina para presenciar el combate. Cuando llega el Excelentísimo, todos le tributan una ovación magnífica y sale a caballo para reconocer el campo, queriendo ser el primero en avistar enemigo. Regresa a una misa solemne, resuenan las campanas y las músicas, las tropas se alinean para vitorearle y él les pasa revista. Les lee una proclama que eleva el ánimo: «El día del gran combate se acerca: os conducirán a la refriega y a la victoria el digno y bizarro general Valencia y los mismos jefes que en el norte os mostraron el camino del honor entre riesgos y fatigas…».
Ha tenido con Valencia una entrevista, cortés en apariencia, llena de odios en el fondo. No le perdonará nunca el deseo de convertirse en dictador. Aunque lo considera indigno de ser su rival, es su rival. Y la división se ahonda con los pareceres sobre el plan de campaña, pues Valencia pretende que todo el ejército salga a campo raso a batirse con el invasor, y Santa Anna, que no tiene fe en el ejército, no se decide a jugarlo todo en una sola batalla.
Todo está listo para la lucha en El Peñón. Pero Scott ve la posición muy fuerte y la deja a un lado. Los soldados, que estaban «como un corcel inquieto por partir, pero detenido por el freno tenaz», se desaniman. Todo el entusiasmo se apaga como una llama batida por el viento. El espíritu del ejército está en altibajas constantes: hoy, entusiasmo, locura; mañana, decaimiento absoluto.
31
19 de agosto. Lomas de Padierna. El invasor rodea la ciudad, buscando el punto más débil. Valencia ha recorrido todo el lomerío, ha preparado su batalla con entusiasmo y cuidado. Pero Santa Anna insiste en que debe esperar a que los americanos asalten algún punto atrincherado para atacarlos él por la retaguardia. Desobedeciendo las órdenes del jefe, Valencia da «su» batalla.
Una columna americana ataca de frente, con furioso entusiasmo, y ocupa el caserío de Padierna. Otra columna realiza un rodeo difícilísimo por una región cubierta de piedra volcánica, que corta como navaja el cuero de los zapatos, y llega al bosque de San Jerónimo, al flanco de Valencia. Una carga de caballería la detiene y la inmoviliza en el bosque.
En ese instante, aparecen en un lomerío inmediato las tropas de Santa Anna: la brigada del general Pérez, colocada a tiro de fusil del bosque de San Jerónimo. El general Scott se jala los pelos: la columna que envió a flanquear a Valencia, atravesando el mal país, está perdida. Cogida en las fauces de una tenaza, se rinde o perece…
Pero Su Excelencia dicta al general Pérez la orden de que no ataque. La brigada entera permanece en la cima de un cerrito, recargada sobre el fusil. Y en su caballo blanco, rodeado de un estado mayor de aduladores y cortesanos que elogian su pasividad, don Antonio mira cómo Valencia se enfrenta solo al ejército de los Estados Unidos.
Es el instante en que culmina la guerra: si Santa Anna desenvaina su espada y da orden de cargar, primero la columna americana que tiembla de incertidumbre en el bosque, y después Scott con todo su ejército, tienen que retroceder en medio de centenares de carros que obstruyen el camino, abandonando todo el Valle de México, hasta Puebla o quizá hasta el mar. Por eso, el general americano ha caído en la desesperación y se arranca los mechones de cabellera… Que se tranquilice: la espada de Santa Anna duerme la siesta (como en San Jacinto).
Es también el instante en que la actitud del generalísimo tiene todos los relieves de la traición. Odia a Valencia, que se le ha insubordinado. ¿Pero la suerte de un país debe estar supeditada a las relaciones entre dos hombres? No medita. Como en todas las ocasiones de su vida, se deja llevar por el primer impulso. Entre la derrota del invasor y la derrota de Valencia, prefiere la de Valencia. Entre la gloria para los dos y la ignominia para él sólo, prefiere la ignominia. (No parece darse cuenta de que por un odio personal, está cumpliendo lo sugerido a Mackenzie.) Voluntaria o involuntariamente es un traidor. Cuando menos, un traidor pasivo.
32
En el mismo instante en que Santa Anna hace olvidar todos sus méritos, Valencia hace olvidar todos sus errores. Se bate heroicamente, maravillosamente. Espada en mano, a la cabeza de sus soldados, que cargan a la bayoneta, recobra Padierna al caer la tarde. La División del Norte, contra el ejército de los Estados Unidos. Jornada luminosa para él, llena de sombras para Santa Anna. Ya no es éste sólo «El Villano de El Álamo», es «El Villano de Padierna».
33
Noche de entusiasmo: la División del Norte tiene cortas pérdidas. Aunque escasos de parque, los soldados confían en sus bayonetas, que ensangrentadas conservan el filo. Esperan otro día de gloria, otra jornada de triunfo. Pero…
A las dos de la mañana, cuando Valencia está redactando su parte, se presentan «a ponerse de acuerdo sobre las futuras operaciones», dos oficiales del general presidente, indicando que el deseo de éste es que la división se retire al amparo de la oscuridad. Colérico, brotando fuego de sus ojos, descompuesto, abandonando toda circunspección, Valencia vuelca su odio contra Santa Anna. Los más duros epítetos que puede crear su imaginación se los aplica. Y se queda corto. La imaginación de un hombre no puede llegar al calificativo exacto. Todas las palabras parecen inexpresivas, desgastadas.
Los comisionados se regresan a dar parte a Su Excelencia de la indignación del general. Y uno de ellos vuelve a Padierna con la orden lacónica, terminante, iracunda, de retirada. Valencia se rehúsa a obedecerla. Arrostra el fusilamiento. Llama a sus oficiales y todos aprueban la desobediencia. Se seguirá luchando y se buscará el triunfo, pese al presidente de la República.
Al amanecer, los soldados de la División del Norte se dan cuenta de que las demás tropas se han retirado. Las lomas donde la brigada de Pérez estaba amenazante, vense limpias. Sin embargo, ni un solo soldado falla. Todos se baten con la seguridad de la derrota.
Los americanos, confiados en que Santa Anna no los molestará, decididos a triunfar antes de que el Villano pueda arrepentirse, cargan furiosamente, en masa, sobre Padierna. Se les resiste con mayor heroísmo, si es posible, que la víspera. El general Mariano Salas, ex presidente de la República, carga al frente de la caballería. Una a una, todas las tentativas de resistencia van fallando. La artillería americana concentra sus fuegos sobre Padierna y todo lo arrasa. Salas cae prisionero en un nuevo intento de abrir paso para que la División se retire.
El generalísimo, que ha regresado en su caballo favorito a presenciar la lucha, cuando ve que cae Padierna y que el americano triunfa, anuncia en tono trágico que hará fusilar a Gabriel Valencia por desobediente.
El héroe de Padierna tiene que irse, con un puñado de soldados, país adentro, adonde no pueda alcanzarle la mano sucia de Antonio López de Santa Anna.
34
El miserable no se conforma con haber visto la agonía del fogueado, veterano y heroico ejército del Norte. Con un estado mayor de lacayos aduladores, va recorriendo toda la línea, dando órdenes para que se retiren de sus posiciones las tropas que no han peleado. Se abandona la primera línea de defensa, sobre la que no ha caído una bala americana. Cinco mil soldados, «la flor del ejército», se retiran sin combatir. Ni siquiera queda un destacamento a cubrirles la retirada. Y todas las calzadas y caminos están obstruidos por carros de municiones. Los cuerpos se confunden y se dispersan. El generalísimo da la orden de que ni un solo carro de parque se mueva hasta que haya pasado el último soldado.
Los americanos llegan en rápidos caballos frisones, capturan los carros y tras ellos se parapetan para balacear al ejército en retirada. En una posición instalada junto al río, por el puente de Churubusco, los tiros de mulas de los cañones se han dispersado. La artillería cae en poder de los americanos, que la cambian de frente, y con la misma metralla con que estaban cargados, hieren las espaldas de los mexicanos.
Todavía el cínico, en simulación inconcebible de desagrado, azota con su latiguillo a varios oficiales que se retiran, ¡cumpliendo sus órdenes!
35
¡Churubusco! Viejo convento al que rodean humildes chozas de adobe y paja, vegetación exuberante, sembrados de maíz que verdean hasta el pie de los muros del religioso asilo. Confluencia de caminos que van a la ciudad, región pantanosa y florida. Dos generales, Pedro María Anaya, ex presidente de la República, y Manuel Rincón. Dos regimientos de «polkos»: el «Independencia» y el «Bravos». Un parapeto provisional frente a la gran puerta, una sola pieza de artillería, sin servidores.
Ahí se detiene Santa Anna, simulando todavía grande ira contra Valencia. Con «lenguaje indecente» lo culpa de ambición y sed de engrandecimiento. Insiste en que lo fusilará dondequiera que lo encuentre, y ordena acelerar la retirada de las tropas, al mismo tiempo que dispone que Anaya y Rincón se batan en Churubusco hasta el último momento. Suprema inconsciencia: que se alejen cinco mil veteranos sin combatir y que seiscientos voluntarios bisoños, mal armados, sin instrucción, detengan a un ejército que se sabe victorioso. Deja en Churubusco cinco piezas de artillería. Ya que no se las puede llevar, es preferible que otros las pierdan. Ni un soldado de línea. Y los guardias nacionales, que han visto retirarse sin combatir a los más fieros batallones, se aprestan a defender su puesto. Los «polkos» quieren vindicarse, y van a lograrlo plenamente.
Ataca la división Twiggs. Otras la refuerzan. Cercan el convento por todos lados. Los «polkos», pecho a tierra o de rodillas sobre los muros, disparan a quemarropa. El parque que tenían se les agota y echan mano del que les dejó Santa Anna. Y resulta que es de diecinueve adarmes, cuando el calibre de sus armas es mucho menor. Los cartuchos no entran en los rifles. ¡Abran otros cajones! Parque de instrucción, de salva, sin bala. ¡Piedras, aunque sea!
Una explosión de parque de artillería mata un oficial y cinco soldados. El general Anaya queda momentáneamente ciego y se niega a retirarse. Rincón va hablando a soldado por soldado, dándoles lo único que puede dar: ánimo. El entusiasmo de los jefes se desborda a oficiales y soldados. La defensa continúa a cañonazos con metralla. La división Worth refuerza a la división Twiggs. Hace tres horas y media que se inició el combate. Voluntarios que mal saben manejar el rifle, cargan y disparan los cañones. El coronel Eleuterio Méndez pide para él y para su hijo dos puestos en la primera fila. Peñuñuri cae herido cuando se dispone a cargar a la bayoneta. Sus últimas palabras son para animar a la tropa. ¡La bayoneta!, último recurso.
De repente el convento queda en silencio. Silencio de paz, como cuando los frailes se retiraban a sus celdas, después de la oración de la tarde. Los soldados bajan de los muros, abandonan los bastiones. El americano se sorprende, espera unos minutos, avanza cautelosamente. ¿Qué sorpresa le estarán preparando? El capitán Smith es el primero en saltar sobre el parapeto. Abre bien los ojos, irritados por la pólvora, y baja la espada.
En el centro del patio los mexicanos están formados como para una revista. Sus oficiales al frente, los dos generales delante de todos, en posición de firmes. Los fusiles inútiles, descansando culata al suelo.
Smith lo comprende todo y tiene un bello gesto: con su pañuelo y su espada hace una bandera blanca. Los soldados americanos, que apuntaban ya sus rifles sobre los vencidos, los bajan sin disparar.
Llega Twiggs. Su abanderado trae la enseña de la Unión herida por veintidós balazos. Y mientras la izan en el asta desnuda, el general expresa noblemente su admiración hacia los vecinos. Saluda con afecto a jefes y oficiales. Y al ex presidente Anaya pregunta:
—General, ¿dónde está el parque?
Con voz más amarga que altiva, lenta y suave, pero que resuena y resonará por años y siglos, Anaya contesta:
—Si hubiera parque no estaría usted aquí.
36
«Con otras tres victorias como Padierna y Churubusco se nos acaba el ejército», dice el general Worth al general Scott. Para dominar el convento, que defendieron Anaya y Rincón con seiscientos hombres, hubo que sacrificar ochocientos.
El ejército mexicano no está mejor. «Los ánimos fatigados, los restos de las tropas desmoralizados y perdidos; y la confusión y el desorden se han apoderado de todas las clases de la sociedad.»
Santa Anna se retira a Palacio, «poseído de una atroz desesperación». Farsante maestro, atribuye como siempre el desastre a los demás. Reúne a los ministros y otros notables, les relata a su modo los sucesos del día y concluye que es necesaria una tregua. Scott se adelanta y es quien aparece proponiéndola. Armisticio. Se convoca a los diputados para que ratifiquen los términos en que se ha concertado y no se reúne número suficiente para celebrar reunión. Sólo 26 se han presentado. Los demás están dominados por la cobardía, la indiferencia o la mala fe. Quieren retener el derecho de criticar después cuanto haga Santa Anna.
Con las tropas americanas viene un plenipotenciario, Nicolás P. Trist. En las negociaciones de paz ofrece compensación en efectivo por el territorio que México pierda. Pretende todo Texas, Chihuahua, Coahuila y Tamaulipas, parte de Sonora y las dos Californias. Santa Anna rehusa. Trist rebaja su pretensión: dejará a México la península de Baja California y una faja de tierra para unirla con Sonora, que no será mutilada. Cede también en su demanda de Chihuahua, Coahuila y Tamaulipas. Y declara terminantemente: «En el resto del territorio está la paz o la guerra».
La guerra está de hecho perdida. Sólo se conserva la capital, de garitas adentro. Reanudar las hostilidades puede significar la intransigencia de Trist sobre su primer demanda. Santa Anna prefiere continuar la guerra.
Silenciados los cañones durante el armisticio, vuelven a chillar los políticos. Unos declaran que la pérdida de la guerra es el resultado de la traición de Su Excelencia. Otros ven con placer la posibilidad de la paz. Los enemigos del presidente se impacientan por derribarlo. Pocos son los que prefieren que el país sucumba bajo la fuerza antes que entregar parte de su territorio.
En el Congreso, el diputado Ramón Gamboa, por instrucciones secretas y pérfidas de don Luis de la Rosa, ministro de Relaciones, propone la consignación del presidente de la República ante el Gran Jurado. Todo lo encuentra sospechoso, si no criminal: la conferencia con Mackenzie, el pasaporte, el tiempo transcurrido en San Luis sin avanzar, la desocupación de Tampico, la retirada de La Angostura, la derrota de Cerro Gordo, el abandono de Puebla, Padierna, Churubusco… Hace notar que en la campaña no ha habido sino desastres, ni un solo éxito. Acusación extensísima. Cada paso del cojo es comentado, censurado, atribuido a planes pérfidos. Cada cosa que se hace y cada cosa que se deja de hacer, tiende según Gamboa, a la derrota del ejército mexicano.
En esa situación se prepara la defensa de la capital. Ha terminado el armisticio, porque Scott sostiene que el arreglo ha sido violado por Santa Anna, y Santa Anna que ha sido violado por Scott, a quien dice: «La verdadera, la indiscutible causa de las amenazas de V. E. es que no me he prestado a suscribir un tratado que menoscabaría considerablemente no sólo el territorio de la República, sino también esa dignidad y decoro que las naciones defienden a todo trance».
37
Scott expide la orden número 95. Asaltar el Molino del Rey, edificio de gruesos muros donde estuvo la fundición de cañones y en el que se guardaba gran cantidad de parque. Asaltar la casamata, destruir todos los elementos de guerra que no se puedan transportar y regresar a los cuarteles. A la aurora del 8 de septiembre grita de nuevo el cañón. Infantería defiende las posiciones. Cuatro mil jinetes de la división suriana del general Juan Álvarez, están cerca, en la hacienda Los Morales, con órdenes de entrar en combate al momento oportuno.
Ochocientos invasores dan el primer asalto, capturan tres cañones, emprenden el regreso. El coronel Manuel Echegaray, con quinientos hombres del tercer batallón ligero, sale de las posiciones a perseguirlos. Recobra los cañones. Se acerca a tiro de fusil de la línea enemiga y pide apoyo para asaltarla. La caballería de Álvarez no se mueve. Otros sí se mueven, pero para atrás. El general Simeón Ramírez, sin disparar una sola vez, abandona el campo y no se le vuelve a ver. El coronel Carlos Brito se marcha y aparece en el otro extremo de la ciudad, a quince kilómetros de la batalla. Echegaray regresa con los cañones y muchos trofeos americanos. Su victoria provoca el júbilo de la tropa.
Reorganizados, los americanos avanzan en tres columnas: una sobre Echegaray, que la rechaza; otra sobre la casamata, que la rechaza. La tercera tiene por fin detener a la caballería de Álvarez si se mueve, pero no se mueve. Entonces refuerza a las otras dos y asaltan de nuevo. Muere el general Antonio León; muere el coronel Lucas Balderas, muere el coronel Gregorio Gelati. La caballería sigue inmóvil. Echegaray se retira, salvando su tropa y su artillería. Los americanos ocupan sus objetivos. Una granada mexicana partida de Chapultepec incendia el parque de la casamata. Muere el teniente americano Armstrong y muchos soldados. Los americanos se retiran a sus posiciones con una victoria cara: ochocientos muertos.
Y Santa Anna, que andaba de un lado a otro sin reforzar ninguno, descarga la responsabilidad sobre Álvarez. Álvarez la descarga sobre su subordinado el general Andrade. El general Andrade, sobre sus oficiales, los oficiales, sobre los soldados, los soldados sobre los caballos. Los caballos son los únicos que no pueden quitársela de encima.
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La acción de Molino del Rey ocasiona una seria desavenencia entre el general Scott y Worth, su segundo. Scott quita el mando a Worth. Worth acusa a Scott ante el gobierno de los Estados Unidos de haber ordenado encuentros inútiles y muy costosos en sangre. Más tarde, en los salones del Palacio Nacional de México, el general en jefe responderá a este cargo ante un consejo de guerra.
Santa Anna lanza una proclama declarando haber obtenido, él en persona, una gran victoria. Manda repicar las campanas y se retira al Palacio Nacional, fatigadísimo de haber trotado de un lado para otro.
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Scott está en un dilema: el triunfo completo e inmediato, o la retirada. Su campo está en un desorden absoluto. Centenares de carros desuncidos en varios kilómetros. Sin fortificaciones, expuesto el ejército a cualquier sorpresa. Una columna de caballería que le hubiera atacado, lo desorganiza completamente. Pero no lo atacan. Destrozado el ejército del norte, la caballería disponible es la de Álvarez. Se comprende que Santa Anna juzgue inútil darle órdenes de que combata. Y no hace otra cosa que pasearse por toda la ciudad, seguido por miles de soldados que se cansan sin objeto. Y lanzar proclamas fanfarronas. No tiene plan alguno, no se da cuenta de la situación en que está el enemigo. Lo deja reorganizarse. Cuando lo ve acercar, se detiene y espera. Su intención parece ser la de que los americanos se coman al ejército en pedacitos.
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El día 12, por la tarde, Scott prepara el asalto a Chapultepec. En la cumbre de un puñado de rocas, residencia de lujo y de recreo, de muros delgados, hermosas terrazas, elegantes corredores cubiertos con cristales iluminados, sirve para todo menos para fortaleza. Comienza el cañoneo. Las granadas atraviesan los muros y matan infantes aglomerados que ni siquiera pueden disparar. Santa Anna penetra en el bosque que rodea al castillo. Explora solo, sin un ayudante. Y se retira a Palacio con cinco mil hombres de reserva. Los americanos siguen cañoneando. Una granada de obús destroza al comandante Méndez y treinta soldados. Cae la noche y sigue el fuego. Por espacio de catorce horas los americanos mantienen un proyectil en el aire.
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Trece de septiembre. Chapultepec está hecho polvo. Miradores, terrazas, torreoncillos, jardines… todo arrasado. El general Nicolás Bravo, jefe de los defensores, pide refuerzos. Santa Anna contesta que es inútil enviar infantería que soporte la lluvia de bombas y que la pondrá en marcha en el momento del asalto. La reserva de cinco mil hombres está a dos kilómetros.
El asalto. Dos columnas de Pillow y Quitmann arrollan los destacamentos atrincherados en el bosque y comienzan a subir el cerro. Desde las peñas y tras los arbustos, en los ángulos muertos de la artillería de Bravo, van cazando a los defensores.
Una columna que asciende por la rampa es rechazada varias veces. Los uniformes azules, ensangrentados, que están tendidos en las laderas, son tan numerosos como los árboles y como las rocas. Pero otros avanzan, avanzan. El batallón de Nueva York se lanza a la bayoneta contra los últimos defensores y los arrolla. Muere el coronel Santiago Xicoténcatl. Bravo cae prisionero del teniente Charles Brower. Caen prisioneros los alumnos del Colegio Militar que no han perecido.
Y la reserva de Santa Anna se retira sin haber entrado en acción. El castillo de los emperadores aztecas, de los virreyes españoles, de los presidentes mexicanos, duerme bajo los pliegues de la bandera de los Estados Unidos.
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De los alumnos del Colegio Militar, éstos dieron su vida: Juan de la Barrera, Francisco Márquez, Agustín Melgar, Juan Escutia, Fernando Montes de Oca, Vicente Suárez. Sus cuerpos juveniles destrozados, su sangre bullente regada, son la base del honor, lo único que no se pierde en esta guerra sombría.
La nación, emocionada, les llama «los niños héroes».
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El 14, los americanos avanzan sobre las garitas de la ciudad. En el puente de los Insurgentes el Batallón de Morelia detiene a Quitmann. De nada sirve. El general Terrés abandona la garita de Belén. Santa Anna, que anda de un lado a otro sin combatir en ninguno, le cruza la cara con su fusta. Pone una pieza de artillería al mando del comandante Carrasco, que la dispara, la mueve, la dispara, cambia de sitio, dispara y a otra posición, dispara y nuevo emplazamiento. Carrasco y su cañón constituyen una batería completa. Quitmann dice en su parte: «Cuando yo creía haber derrotado a los enemigos en la garita, mis tropas reciben una lluvia de fuego».
Flaquea la posición de San Cosme. Allá va don Antonio el inquieto a dar órdenes, pero no refuerzos. Entonces, flaquea Belén. Una orden de retirada que toca un corneta y que debe afectar a un solo grupo, se propaga por toda la línea. Todos los cornetas tocan retirada. Y viene Santa Anna a contraatacar, pero fracasa. Flaquea San Cosme. Las tropas se concentran en la verdadera fortaleza de La Ciudadela. No para resistir, sino para que los jefes deliberen. Su Excelencia, el ministro de Guerra Alcorta, el comandante de artillería Carrera, generales y civiles. Los militares opinan por la evacuación de la ciudad; los civiles, por que se celebre consejo oficial en Palacio. Y es el presidente quien decide: «Yo determino que se evacúe la capital esta misma noche».
Yo, siempre yo. Indiscutible, absoluto, propietario, como si fuera la nación misma, con pata de palo. «Yo determino.» Última palabra.
Se marcha en un cochecillo que le lleva don Ignacio Trigueros. Tras él, cuatro mil jinetes y cinco mil infantes que no han tenido las armas sino para estorbo.
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Vencido Santa Anna, más por su propia torpeza que por la habilidad del enemigo, el pueblo pelea cuando ya no es tiempo. Hace todo lo que puede. Dispara de las casas, cae sobre los dispersos, apedrea, apuñala, ahorca con sus manos iracundas. En una taberna de ínfima categoría, cadáveres de soldados americanos cubren el suelo. En cada calle, sangre que mana de un cuerpo uniformado de azul, es la huella del odio desesperado. Scott amenaza con destruir cada manzana de casas de donde salga un tiro. El ayuntamiento llama a los habitantes a la calma. Todo inútil por dos días. Al tercero, como las tropas, que están a tres kilómetros, no ayudan, la furia popular se agota. Todo está perdido, menos el orgullo. El pueblo cree y creerá siempre que ha sido la traición, y no los americanos, la que lo ha vencido.
Todo se ha perdido. Entusiasmo, sangre, ardor, esfuerzo. Y un millón trescientos cincuenta mil kilómetros cuadrados de territorio. Las fértiles praderas de Texas, las montañas de California, grávidas de oro, bosques, plata, petróleo. Después de Fernando VII, que perdió un continente, nadie en América ha perdido lo que Antonio López de Santa Anna.
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En Guadalupe, tan cerca de la capital que se oye al tañer de las campanas de catedral, dimite la presidencia, que va a quedar en las manos inseguras de Manuel de la Peña y Peña, presidente de la Corte de Justicia. Retirada. Un día, nueve leguas. Otro día, diez leguas. En San Lorenzo, un sargento de Veracruz excita a sus camaradas a la deserción. El fusilamiento ordenado por Santa Anna, se evita por la intervención de varios generales. La deserción aumenta. Cuando el resto del ejército llega frente a Puebla, no puede dominar a una guarnición de quinientos americanos que se refugia en los fuertes aguardando la muerte. Los guardias nacionales se dispersan, los húsares toman su camino. Unos cuantos heroicos desesperados están dispuestos, todavía, a seguir luchando en guerrillas.
El capitán Eulalio Villaseñor, lancero, es el último héroe de la triste guerra: los texanos del guerrillero Walker han ocupado Huamantla, y se dedican a «buscar» en las casas dinero, joyas, curiosidades. Llegan los lanceros, Walker cae herido y muere por la noche. Cincuenta más quedan muertos. Villaseñor y treinta y cuatro jinetes tiran lanzazos por todos lados. Con la furia de sus golpes, ensangrientan las picas hasta la mano. En su informe, Santa Anna vuelve al silencio sobre el capitán, pero la legislatura poblana no lo olvida: por decreto le da el título de héroe y le obsequia una lanza de honor, con una punta de oro de dos cuartas. Merecida.
Mientras tanto, don Antonio pasa a otro jefe los restos miserables de lo que fuera un gran ejército y se retira rumbo a Tehuacán. Ha perdido la guerra sin hacer todo el esfuerzo posible para el triunfo. Ha entregado el ejército en trozos a la voracidad enemiga. Careció de la determinación necesaria para arrojar sus miles de hombres a un solo combate, para vencer o morir. Jugador que arriesgaba su fortuna en una riña de gallos, no tuvo valor para lanzarse a la cabeza de todos sus soldados, en una sola masa, a perder la guerra siquiera a cambio de la inmortalidad. Si no fue traidor, sí ha sido cobarde, torpe, envidioso, indeciso. Él cambia la historia y el futuro de dos naciones: Estados Unidos se engrandece con el oro de California y con el petróleo de Texas. México se convierte en una nación débil, a la que no le queda sino la altivez.
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Los americanos están aún en Veracruz. Bloquean todavía las salidas por todos lados. El pasaporte de Mackenzie ya no sirve para escabullirse por entre la escuadra. Santa Anna intenta salir del país por el sur, por Guatemala. Tehuacán es una etapa, mas no puede seguir adelante porque Benito Juárez, gobernador de Oaxaca, da un decreto impidiéndole la entrada al Estado. Los dos se odian profundamente. Más tarde, don Antonio comenta: «Nunca me perdonó haberme servido la mesa en Oaxaca, con su pie en el suelo, camisa y calzón de manta, en la casa del licenciado don Manuel Embides…».
Tiene que detenerse en Tehuacán. Por algunas semanas nadie lo molesta. Se dedica a escribir horas y horas, páginas y páginas. Contesta los cargos que don Luis de la Rosa, su ministro, le hizo con la mano de gato del diputado Gamboa. Explica su actitud durante toda la campaña: habla de la miseria en que estaba la tropa, de la gran cantidad de novicios que había en ejército, de la inferioridad en el armamento que era notoria, de la falta de medios de transporte, de la indisciplina que da toda improvisación de masas. No se olvida de los generales, en quienes tenía que confiar porque no había otros. Para todos tiene una acusación que hacer. Despechado menos por la derrota que por el abandono de los que estuvieron a sus órdenes, vuelca sobre éstos las responsabilidades. Escribe día y noche, noche y día.
Está en su despacho, a la luz de una vela, trazando caracteres sobre hojas de papel que se van amontonando. La casa está en silencio, todos duermen… Golpes en el portón, pasos precipitados por los corredores, el prefecto de Tehuacán que desde la puerta habla con voz emocionada:
—Huya, Su Excelencia…
La escritura se interrumpe. Doña Dolores, la señorita quinceañera Guadalupe López de Santa Anna, los oficiales, los criados, son despertados precipitadamente y se visten en segundos. A la medianoche, don Antonio parte en una carretela, entre su esposa y su hija, por un camino pedregoso, sin saber adónde irá…
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El coronel texano Jack Hays tenía seiscientos guerrilleros en Puebla. Colonos y aventureros veteranos de la guerra de treinta y seis. Parientes, amigos, camaradas de los defensores de El Álamo y de los sacrificados en Presidio. Rencorosos, vengativos. Una noche salen de la ciudad secretamente. Durante la oscuridad galopan por las mesetas áridas, durante el día se encierran en las haciendas abandonadas, sin que un solo hombre se deje ver. Otra noche de galope, otro día de ocultación. La tercer noche, cuando pueden verse a lo lejos las luces de Tehuacán, encuentran por el camino una carretela tirada por cuatro mulas: don Miguel Mozo, que va de viaje con un salvoconducto del general Persifier Smith, comandante militar del Distrito. Lo dejan pasar, pero don Miguel destaca a un sirviente que a todo galope de una de las mulas y tomando veredas ignoradas por los texanos, llega a dar aviso al prefecto. Santa Anna se ha salvado de una venganza cruel.
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Los texanos encuentran vacía la residencia. Rompiendo puertas, penetran en las alcobas, al despacho, donde aún arde la llama de una vela que mancha de cera la cubierta verde de la mesa de trabajo. Un tintero volcado ensucia con tinta aún fresca la carpeta de Su Excelencia. La escapatoria ha sido cuestión de minutos.
Los hombres de Hays se entregan a un desenfrenado saqueo: rasgan las lujosas colgaduras de camas y puertas, rompen las cerraduras de los baúles, dispersan las ropas, se reparten el botín. Un bastón de puño de oro macizo en forma de águila, resplandeciente de diamantes y zafiros, esmeraldas y rubíes, con un brillante inmenso en el pico y otros menores en las garras, va a parar, como regalo, a las manos del presidente de los Estados Unidos, James Polk. Un cinturón bordado de oro, presente para el Estado de Texas. Un retrato al óleo de Su Excelencia, para el Estado de Indiana. El tintero de cristal, para el gobernador Downey. Un álbum forrado de piel, con un escudo de oro con el nombre y títulos del Benemérito, para el cirujano de la expedición en vista de sus grandes trabajos… Y las pequeñeces, para el que primero les echó la mano encima.
Los texanos se consuelan de su fracaso con los pesados vestidos de seda y las finas chinelas de satín bordados de oro de doña Dolores de Tosta… con la casaca bordada de oro del general, que pesa quince libras… con los tesoros, antigüedades y curiosidades del equipaje. Gracias al general Lane, que valientemente las rescata, las ropas de doña Dolores vuelven más tarde a su poder.
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Santa Anna huye a Teotitlán. Después, a Coxcatlán. Privaciones, molestias, peligro. La paz se firma. El coronel Hughes, de las fuerzas del Estado de Maryland, lleva al general vencido un pasaporte para que cruce las líneas americanas hacia el mar. Con el mayor Kenly y un piquete de lanceros, brinda escolta al carruaje de Su Excelencia. Rumbo a Veracruz…
Cerca de Perote encuentran el grueso de las tropas de Maryland. «¡Presenten, árrr…!» Es la voz del mayor Kenly. El carruaje, tirado por ocho mulas, pasa en medio de soldados americanos, que con ansiosa curiosidad esperan ver bajar un ogro, como corresponde a la historia y a la leyenda. «En vez de un grifo de apariencia humana, aparece un obeso caballero, de mediana edad, vestido con una casaca verde olivo con botones dorados, de triste expresión de serenidad, que cojea ligeramente sobre su pata de palo…» Y contrastando con él, doña Dolores, la «Linda flor de México», que aparenta una juventud de dieciocho años, cutis suave, ojos almendrados, pelo oscuro, dulce boca chiquita en la que los dientes «rivalizan con el marfil». «Una dama perfecta, cortesana y graciosa como si aún presidiera en el Palacio Nacional.» Y la señorita Santa Anna, medrosa y delgada, todavía con el temor de las continuas escapadas.
Hughes ofrece un banquete a la sombra de los mangos y entre las viñas. Doña Dolores conversa con él amablemente. Don Antonio brinda los espléndidos cigarros de su tabaquera, los ayudantes departen con los oficiales de Maryland. Pero una cara conocida que asoma entre el emparrado, «conmueve con terror» el corazón del mayor Kenly: es Jack Hays, el texano. Kenly tiene una inspiración audaz: lo llama.
—General, permítame que le presente al coronel Jack Hays…
Los oficiales mexicanos se ponen de pie rápidamente, inquietos. Doña Dolores palidece ligeramente e interrumpe su conversación. Don Antonio irguiendo el cuerpo, no dice una sola palabra.
Hays hace una inclinación de cabeza y se retira.
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En el campo de los texanos se habla con calor de la venganza pendiente. Todos se aprestan a capturar a su viejo enemigo con un golpe de mano audaz. El capitán Ford, único oficial presente en esos momentos, comprende que no podrá dominar los ímpetus del odio con la sola autoridad de su rango. Y habla, para convencer mejor que para ordenar. Trabajo le cuesta. Repite los argumentos que once años antes dijeron Austin, Burnett, Houston: que la muerte de Santa Anna será para siempre un oprobio para Texas. Los ánimos se calman y ni un grito de hostilidad ni un ademán de amenaza externa el resentimiento de los guerrilleros, cuando la carretela pasa a galope entre la doble valla de ellos, rodeada por Kenly y sus hombres, que espada en mano van tras la bandera de los Estados Unidos.
51
Santa Anna corresponde con un banquete en su hacienda de El Encero. Y después, rodeado de oficiales que fueron enemigos, dicta a los secretarios su despedida. Recordando sus ropas «atravesadas por balas enemigas», los millares de mexicanos que sucumbieron, los cadáveres de invasores que amontonados quedaron en los campos de batalla, los trofeos arrancados al americano, las dificultades de la lucha, su sangre vertida y su mutilación, «el más leal amigo de los mexicanos», «dirige el postrer adiós…».
Se embarca en La Antigua, mismo lugar donde Iturbide partió al destierro.
9 de abril de 1848.