12

El profesor de música

Una vez que habló con Luzón, Juanito fue a Santiago de la Ribera, para tomarles declaración a los padres de Alicia y a sus amigos, de los que no sacó absolutamente nada. Cuando entró en la habitación de la niña, observó que no se parecía en nada a la de Susana. Era un año menor que esta y todavía dominaban los elementos infantiles: muebles blancos, cortinas de color rosa y ropa de cama en tonos pastel. La decoración de las paredes estaba compuesta por un póster de Harry Potter de ojos espantados tras sus gafas de empollón, amenazándote con su varita de saúco, otro de Piratas del Caribe, un mapamundi, y numerosas fotografías de Orlando Bloom recortadas de las revistas. Sobre la mesita de noche, dos cuadros enmarcados de esponjosos gatitos. Todo se encontraba ordenado y colocado con gusto, todo combinaba perfectamente. Dos niñas diferentes con el único elemento en común de que ambas habían desaparecido de noche. Y de que eran niñas. Intentó dar con el portero del cine, sin resultado. Se montó en su Opel Corsa y cuando ya estaba llegando a Cartagena, recibió una llamada de Paco.

—Oye, Juanito, ¿te parece que comamos unos sándwiches en la comisaría mientras le echamos un vistazo a la cinta?

—¿Qué cinta?

—Después de salir del colegio, aprovechando que me encontraba en Lo Pagán, he pasado por la CAM y he requisado la cinta de vídeo.

—Ah, estupendo. ¿Has averiguado algo en el colegio?

—Poca cosa. Ya te contaré, ¿vale? Nos vemos en la sala del Grupo.

Nada más colgar, el móvil sonó de nuevo.

—¡Inspector Proaza! —El tono gritón y jovial del forense le hizo sonreír—. Tengo novedades.

—Pues usted dirá.

—La autopsia de Elena del Moral, esa chica de Torre Pacheco, la practicó mi colega Borg de la Mora. Estudiamos juntos en la Facultad de Medicina de Murcia y desde que nos licenciamos no había vuelto a hablar con él. Menudo bribón está hecho.

—¿Debo suponer que ha encontrado algo interesante?

—Es muy perspicaz, sí señor —se burló—. Poco después de irse usted he recibido por fax una copia del informe. Encontraron a la niña en el pozo de una alcantarilla. Tenía el cuello roto y todo el cuerpo mordisqueado por las ratas. Como la tapa de la alcantarilla estaba partida, a mi colega no se le ocurrió que podía no tratarse de un accidente, hasta que descubrió algo extraño. Escuche, cito textualmente: «… Vacío ya de líquidos, tejidos y órganos, tenemos un esqueleto cubierto con la piel y restos de barro. La carne se encuentra descompuesta a consecuencia de la humedad, que ha intensificado el proceso tras más de cincuenta días en contacto con el aire de la alcantarilla. Los restos ya no despiden el profundo olor que caracteriza a un cadáver que ha entrado en fase de putrefacción…».

—Oiga, Luzón, eso parece una novela de Stephen King.

—No se impaciente, hombre. Siempre dejo para el final lo más interesante, como en el cine. Agárrese, que ahí va: «No obstante, aparecen unas profundas hendiduras en la espalda, que nos inducen a asegurar que la causa de la muerte no se debe a un accidente, sino a las heridas producidas a la altura de los omoplatos, que fueron atravesados por un instrumento afilado y que le produjeron la perforación de ambos pulmones». —Silencio dramático—. ¿Qué le parece? ¿Le suena de algo?

—¡Joooder! —Juanito resopló.

—Eso mismo dije yo.

—¿No me irá a decir ahora que presenta unos cortes en las muñecas similares a los de Susana Montón?

—¿Necesita que le diga eso? Pues no se lo voy a decir porque los tendones debieron de resultarles a las ratas muy apetecibles, y de los brazos no dejaron más que los huesos, pero me parece que los dos cadáveres se encuentran relacionados sin ninguna duda.

—¿Y las otras dos niñas?

—La de La Puebla y la de la discoteca Roché son dos casos distintos. Yo que usted los descartaba.

—Está bien. Muchas gracias, Luzón.

—De nada, hombre. —Una tos suave—. Pero eso no es todo. Ya sabemos que la pluma que apareció en el cadáver de Susana no era de gaviota.

—No me irá a decir que es de avestruz.

—Casi, casi. —Silencio expectante, redoble de tambores y cuando Juanito ya estaba a punto de comerse las uñas, Luzón prosiguió—: Es una pluma de cisne.

—¿Quién puede tener cisnes por aquí?

—Eso ahora es cosa suya.

—De acuerdo. ¿Algo más?

—¿Le parece poco? —El forense colgó, aunque antes le oyó murmurar—: Joder con el tío, nunca está satisfecho…

En el aparcamiento de la comisaría se encontraba el Ibiza blanco de Paco. Subió la escalera de dos en dos y, al pasar junto al despacho del comisario, Rosa le hizo un gesto significativo, señalando la puerta de la que salían voces airadas, algo así como el estruendo de una tormenta. De la Mata se encontraba de espaldas hablando por teléfono, y Juanito se encogió de hombros, haciendo un gesto de complicidad a la secretaria, para indicarle que él no se encontraba ahí en esos momentos. Precipitadamente se coló en la sala del Grupo, donde sorprendió a Garrido con el mando del vídeo en una mano y un cigarrillo en la otra. Sobre la mesa había tres sándwiches, dos latas de cerveza, una de ellas vacía, y unos envoltorios arrugados.

—Como tardabas, ya me he comido los míos. Mira esto, Juanito.

La pantalla mostraba en tonos azules el vestíbulo desierto de la CAM; más allá de la puerta, una mancha negra se deslizó por la calzada desde la izquierda y desapareció por la derecha. El indicador digital de la cámara marcaba las 00.52.

—No es una calle muy transitada. Pasaron nueve coches delante de la cámara entre las doce y cuarto y la una de la madrugada, pero este es el único que se ajusta a la descripción.

—No se ve la marca. —Juanito cogió un sándwich, le quitó el envoltorio y empezó a comer.

—Espera. —Paco rebobinó la cinta y pulsando la tecla de la marcha lenta fue pasando las imágenes una a una, hasta que quedó a la vista la parte desenfocada de la rueda del automóvil—. Observa la llanta.

—Yo no veo nada. —La pantalla empezó a parpadear.

—¿En el circulito del centro de la cámara, no ves como unas aspas?

—Bueno, tal vez. ¿Puedes estabilizar la imagen?

—Lo que pasa es que esta cinta han debido de regrabarla cientos de veces. ¿Acaso no saben que ya se ha descubierto el CD? —Paco mantuvo pulsado el autotracking hasta que desaparecieron las líneas horizontales de interferencias—. A mí me recuerda el distintivo de un Mercedes.

—Pero eso no nos vale de nada, Paco. También puede ser de un Audi, un Opel o cualquier otro.

—Nos sirve a nosotros si es que vamos a tragarnos la historia que cuenta el chaval.

—¿Es que has decidido creerle?

—Al fin y al cabo ha acertado con el nombre del club, y con el coche grande y oscuro que pasa más o menos a la hora que dice.

—Binio, el portero de pub, dijo que vio a Pablo y a Susana más o menos a esa hora y el forense acaba de confirmarme que a la chica de Torre Pacheco se la ha cargado el mismo tío.

—Así que por un lado tenemos un coche que puede ser un Mercedes, un viejo elegante de unos setenta y tantos años y el Lolita Club, y por el otro dos asesinatos y una desaparición que podría ser el tercero. —Juanito empezó con el segundo sándwich—. ¿No te tomas la cerveza?

—No bebo alcohol.

—Entonces me la bebo yo. —Garrido sonrió, levantando ambas cejas.

—Me parece muy bien. ¿Qué has averiguado en el colegio?

—Pues que al profesor de música se le iba la mano con los niños. La nueva profesora me dijo que no fue nada serio, algunos toqueteos perfectamente justificables.

—¿Toqueteos justificables?

—Parece que una madre se quejó porque el profesor tocó a su niña aquí en la barriga, por debajo del ombligo.

—Y eso es normal, claro.

—Lo que importa no es dónde se toca, sino la intención. Hay un tipo de respiración diafragmática utilizada en canto que es necesario señalar palpando para que los niños la entiendan. Eso al menos es lo que me ha dicho la profesora, que parecía indignada por el trato que dieron a su predecesor y, en general, por el que suelen recibir los profesores especialistas.

—Entonces ¿por qué le echaron?

—El director del centro reunió al Consejo Escolar y, puesto que nada pudieron probar, amonestaron verbalmente al profesor para guardar las apariencias. Pero a la madre eso no le pareció suficiente, de manera que interpuso una denuncia ante la Inspección Provincial.

—¿Y…?

—Pues que la buena mujer lo fue contando a los cuatro vientos. Eso hizo que los demás padres se alertaran, que era justo lo que trataba de evitar la dirección del colegio. «¿Qué pasa con el profesor de música? ¿Que le han abierto un expediente por tocar a los niños? ¿Que ese tipo está tocando a mi hija?». Ya puedes imaginarte. Mientras se hacían las correspondientes averiguaciones los ánimos se fueron caldeando, con los padres manifestándose y armando jaleo en las puertas del colegio. Tuvo lugar la primera audiencia, declaración de los hechos, declaraciones de testigos, y algunos de sus alumnos fueron llamados a testificar. El hecho de que el do grave y el fa sostenido sean dos notas que encierran cierta dificultad para los niños no le ayudó demasiado: con sus manitas apenas son capaces de tapar todos los agujeros de la flauta, de manera que él debía ayudarlos de vez en cuando situándose detrás y eso fue lo que contaron.

—¿Y el profesor no se defendió?

—Hubo una propuesta provisional de sanción y el profesor recurrió, pero la segunda propuesta ya fue definitiva y la sanción la hizo firme el director provincial de Educación: inhabilitación sin sueldo durante cinco años. Lo que sucede es que al hombre le faltaban tres años para jubilarse y le denegaron la jubilación anticipada, todo eso al parecer para que los padres se enteraran de que se hacía justicia. Una faena, porque a partir de ese momento tendría que vivir de sus ahorros si es que los tenía.

—¿Y todo eso para que los padres se tranquilizaran?

—Podrían haberle expulsado, pero no todo el mundo estaba contra él. —Garrido tenía en la mano la fotocopia de un pequeño artículo aparecido en la portada del Pinatar Actualidad—. Parece que ese profesor es una eminencia en lo suyo. Escucha:

Solidaridad con el profesor despedido en el colegio Nuestra Señora del Mar. Se han recibido numerosas muestras de solidaridad y comprensión en nuestra redacción hacia el profesor injustamente sancionado. Padres de alumnos y compañeros del centro coinciden en la gran labor realizada por don Alfredo Seler durante los diecinueve años que ha estado impartiendo clases en ese centro…

—¿Has dicho Alfredo Seler?

—¿Qué pasa? ¿Le conoces?

—¿Que si le conozco? Ese tipo es socio del Lolita Club.

—Qué coincidencia, ¿no?

—Pues qué quieres que te diga. A lo mejor, hasta tiene un Mercedes.

Garrido consultó su reloj.

—¿Por qué no vamos a ese club y se lo preguntamos?

Paco Garrido no tenía un buen concepto de la literatura. Los escritores le habían robado a sus padres, excelentes lectores, que habían pasado la mayor parte de sus vidas escondidos tras los libros, dejando que la insulsa realidad quedara en un segundo plano. Nunca le habían prestado demasiada atención, porque los personajes de ficción eran mucho más interesantes y originales que su hijo, que lo único singular que hizo en toda su vida fue hacerse policía. Juanito, en cambio, le debía a la literatura numerosas satisfacciones y fue un extraordinario proveedor de libros en el hogar. Cuando Raymond Chandler comenzó a hacerse dueño de las estanterías, no tuvo que desplazar a ningún autor, de manera que Jim Tompson, Andreu Martín, Thomas Harris y Patricia D. Cornwell fueron acomodándose sin ningún problema, ocupando todos los huecos que fue capaz de encontrar. A su padre eso le parecía una estupidez. A pesar de que nunca había leído nada más sustancioso que las crónicas deportivas, despreciaba el género policíaco, una irremediable pérdida de tiempo para un chico tan joven, que debería estar metiendo mano a las chicas en lugar de dejarse los ojos con esas memeces. Su hijo leía con ansia, estudiaba con ansia y veía los documentales de la tele con ansia, porque, aunque no era un lumbreras, aprender cosas le producía una curiosa satisfacción. Su madre, por el contrario, disfrutaba viéndolo en el sofá con la boca abierta, concentrado en las páginas de su novela. Sentía que era algo digno de admiración, tal vez porque ella se veía limitada a hojear las revistas para mirar las fotos, imaginando lo que decían los titulares. Cuando había algo que le interesaba de verdad, le pedía a Juanito que se lo leyera.

Entraron en el Lolita Club y Garrido experimentó automáticamente un fuerte rechazo por ese ambiente refinado y artificial. Edgar Allan Poe los acompañó hasta el despacho del señor Laíz, que los recibió alborozado, como si el hecho de que dos policías visitaran el club fuera el acontecimiento social del año.

—Que yo sepa no. —El presidente les ofreció un cigarrillo que ninguno aceptó—. Alfredo Seler nunca ha tenido coche.

—¿Algún miembro del club es dueño de un Mercedes?

Álvaro Laíz se estrujó la nariz, dando a entender que toda la información relacionada con el tema se encontraba en esa facción prominente de su rostro.

—Si no recuerdo mal, el único que disfruta de un coche de esas características es don Cristóbal Galés: un Audi V6.

—¿Ningún Mercedes?

—Pues no.

—¿Está seguro?

—Naturalmente.

—¿Conoce los coches de todos los socios? —Paco hizo gala de su sonrisa más cínica.

—Tengo una memoria prodigiosa, y podría decirle sin ninguna duda el coche que posee cada uno. —Desafiante, el presidente adoptó la pose de un concursante televisivo.

—Buscamos un coche grande —intervino Juanito—. Podría ser un Audi, un BMW o un Volvo.

—¿Tal vez el coche del asesino? —El chico listo de la memoria prodigiosa estuvo a punto de darle un codazo de complicidad a Juanito, pero la mirada encendida de Garrido le contuvo—. Don Ignacio Bonilla es dueño de un BMW rojo, pero se trata de un deportivo que compró de segunda mano el pasado año; Ernesto Boada tiene un Seat Exeo azul y Santiago Torrices, un Volkswagen Passat plateado. El resto son coches pequeños. Ningún Volvo, Jaguar, Rolls-Royce, Porche o Lamborghini.

De nuevo Garrido tomó la iniciativa:

—Ese Audi del que ha hablado antes ¿de qué color es?

—¿No estará sospechando de don Cristóbal Galés?

—No me ha contestado. —A Paco le estaban entrando unas ganas terribles de utilizar la consabida brutalidad policial.

—Lo digo porque el pobre don Cristóbal apenas puede moverse.

—¿Y cómo conduce su maravilloso Audi?

—No lo hace él, sino su chófer.

—¿Que se llama…?

—Rosendo Carulla.

—Está bien, señor Laíz, nos ha ayudado mucho —dijo Juanito, intentando contrarrestar la brusquedad de Paco. Si su memoria no le fallaba, don Cristóbal era aquel viejecillo que en su anterior visita parecía que lo habían despanzurrado sobre el sofá.

—Llámeme Álvaro, por favor. ¿Ha empezado a leer Lolita?

—Aún no he tenido tiempo, pero le prometo que intentaré leerla.

—Ya verá cuánto le gusta.

—¿Podríamos hablar con Alfredo Seler? —interrumpió Garrido.

—Por supuesto. —Sin dejar de sonreír les abrió la puerta. En el descansillo, Edgar Allan Poe, que resultó llamarse Valerio, aguardaba paciente—. Valerio, los inspectores quieren ver al señor Seler.

—Pues acaba de salir en estos momentos. —En su expresión parecía haber un deje de satisfacción al observar el gesto de fastidio de los policías—. Si se dan prisa, tal vez puedan alcanzarle.

—¿No sabrá por casualidad adónde se dirigía? —preguntó Juanito.

Fue una pregunta estúpida, de la que ya conocía la respuesta, porque, aunque Valerio lo hubiera sabido, no se lo habría dicho.

En ese momento sonó el móvil de Juanito; «Perdón», se disculpó. Era Virginia.

—Hola, poli, quiero invitarte a cenar. ¿Nos vemos luego?

—Vir, ahora no puedo hablar. Después te llamo.

En lugar de guardar el móvil, poco dispuesto a esperar el devenir de los acontecimientos, se le ocurrió una burda triquiñuela para intentar forzarlos. Caminando por el pasillo en dirección a la sala donde los integrantes del club debatían sus ocurrencias, marcó una vez más el número de Susana, con la esperanza de que el timbre del móvil sonara en la sala, cosa que no sucedió, porque eso sólo funciona en las películas cuando el guionista no está muy inspirado. Desde el umbral observó los diferentes grupos, con indiferencia, absorto en su papel de conversador abstraído. El grupo más cercano a la puerta, que no había reparado en el inspector, charlaba sobre algo que Juanito no entendió.

—… Como se disuelve rápidamente una vez inyectada en el cuerpo, Aslan le añadía una mezcla que impedía su descomposición.

—¿Quieres decir que el Gerovital H3 es un compuesto de novocaína con agentes neutralizadores?

—Ya te dije que esa técnica de rejuvenecimiento sólo era un placebo.

—¿Como la terapia celular de Niehans?

Cuando vio que Edgar Allan Poe se acercaba por el pasillo, Juanito dijo:

—Me temo que eso es todo, comisario. —Y colgó.

—Habrá podido comprobar que el señor Seler no se encuentra en la sala —sentenció el agudo conserje—. Ah, su amigo el inspector ya se ha marchado.

—Eh…, muchas gracias, Valerio, por la información.

Para no quedarse atrás, Juanito salió apresuradamente, sintiéndose ridículo al bajar los resbaladizos escalones de mármol, para comprobar que la calle se encontraba desierta. Garrido fumaba. Sin añadir ningún comentario, se colaron a toda prisa en el Corsa con la intención de rastrear las calles adyacentes.

—A mí me parece que esos imbéciles nos han echado deliberadamente del club. —Garrido no podía disimular que estaba de mal humor.

—¿Crees que Alfredo Seler se encontraba dentro?

—Estoy convencido —dijo sin dejar de mirar la presuntuosa puerta, con sus columnas, su arco, su plaquita de bronce y un lapo que evolucionaba plácidamente, sorteando los relieves del repujado. Paco escupió de nuevo, esta vez a través de la ventanilla, liberando la tensión acumulada. Nunca le habían gustado los clubes privados; prefería los bares y los parques públicos y no dejaba de pensar en la mirada de superioridad del conserje.

—Pues en la sala no estaba.

—¿Y quién te dice que no se encontraba escondido en el servicio?

Juanito no respondió. Puso en marcha el coche y balanceó la palanca de cambios, en punto muerto, sin decidirse a arrancar.

—Creo que no había motivos para que le hablaras a Laíz de mala manera. Es un hombre agradable que en ningún momento se ha negado a colaborar, a pesar de que podría haberlo hecho.

—Perdona, pero es que no sabía que «llámeme Álvaro» y tú fuerais tan amigos. Además, no me ha dicho de qué color era el Audi.

Juanito introdujo un CD de Metallica en el lector, subió el volumen con un gesto brusco, metió la primera y aceleró.

—¿Sólo tienes esa música?

—Es la que me gusta.

—¡Qué ruidosa! ¿No tendrás algo de Sabina?

Llegaron a la avenida de Sandoval y giraron a la derecha, hacia el paseo de Colón. Al pasar junto a la parroquia de Santiago Apóstol, Juanito gritó:

—¡Ese es!

—¿Cómo dices?

—El tipo de ahí, el gordo bajito de la chaqueta azul, es Alfredo Seler.

En la acera de enfrente, contemplando el escaparate de una librería con aire distraído, se encontraba un hombre de edad avanzada, patizambo, calvo y sin bigote, luciendo una pajarita bajo la papada, a quien no parecía importarle demasiado que el sol le pegara de lleno. El músico empezó a andar, bamboleándose. Caminaba sin ninguna prisa, deteniéndose de vez en cuando a observar los escaparates. En la mano derecha llevaba un sobre acolchado.

—¡Para el coche! —Garrido empezó a abrir la puerta.

—¿Qué vas a hacer? —Ahora sabía por qué no le había hecho ninguna gracia que De la Mata se lo hubiera asignado de compañero. Decididamente no le gustaban las maneras resabiadas de Garrido, su hostilidad totalmente injustificada, jugando en todo momento al poli cínico y malo—. Oye, Paco, no le vayas a entrar, ¿eh?

—Escucha, novato, sé muy bien lo que hago. Voy a seguirle para ver adónde me lleva. Tú continúa dando vueltas y procura no perderme de vista. —Mientras salía del coche, Garrido hizo un gesto de suficiencia que consiguió que la temperatura de la sangre de Juanito subiera unos grados.

Como Alfredo Seler parecía dirigirse hacia el puerto y esa parte del paseo era peatonal, subió de nuevo por la avenida de Sandoval, giró por la calle de O’Shea y detuvo el coche en la calle del Bernal, junto a unos contenedores de basura, desde donde podía observar el paseo de Colón y disfrutar del aroma de la podredumbre. Cuando empezaba a pensar que estaba tardando demasiado, vio por el espejo retrovisor que el músico se dirigía hacia donde él se encontraba. Puso el motor en marcha, pero Seler pareció pensárselo mejor y siguió caminando por el paseo peatonal. Juanito arrancó, se dirigió hacia la calle de Luis Federico Guirao y aparcó junto al restaurante La Gaviota, en una de las cuatro plazas que había para discapacitados. Al apearse del coche lo vio en la otra acera, a la altura del Real Club de Regatas. El músico subió trabajosamente la escalera del moderno edificio que parecía una embarcación de cemento, empujó la puerta de cristal y se coló dentro, seguido por Paco. Le pareció que ya no llevaba el sobre, pero no le dio importancia, porque Correos se encontraba en la calle por la que había pasado y podía haberlo echado en el buzón. Apenas habían pasado cinco minutos cuando el músico salió, continuó por el paseo y se metió en un pub llamado Dionisos. Inquieto por el hecho de que Garrido no hubiera salido entró en el club; disimuló junto al tablón de anuncios, hasta que lo vio apoyado en la barra de la cafetería con una cerveza en la mano. Se disponía a ir hacia él cuando Paco le hizo una señal para que se largara. Después de fingir que apuntaba algo en su bloc, Juanito empujó la puerta de cristal, bajó la escalera y fue directamente al pub Dionisos, con la intención de interrogar al músico.

Alfredo Seler se encontraba sentado en un discreto rincón. Encorvado sobre la pequeña mesa de mármol, bajo la luz mortecina de una lámpara, saboreaba con una pajita un café irlandés. Con la nariz llena de venas y el rostro arrugado salpicado de rojeces, parecía un sapo hinchado devorando su ración de grillos. Tenía sesenta y dos años, pero parecía mucho mayor. En la solapa de la chaqueta llevaba el pin. Juanito se dirigió, con la placa en la mano, hacia el reservado donde el músico intentaba pasar desapercibido sin conseguirlo.

—Inspector Proaza, de la policía de Cartagena. —Aunque el hombre levantó la vista con un sobresalto, cuando reconoció al inspector su mirada se serenó—. ¿Puedo hacerle unas preguntas, señor Seler?

—Debo confesarle que esperaba este momento —dijo con su voz de tenor.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que supongo que se encuentra aquí porque ha relacionado el asesinato de las Salinas con mi deshonroso despido. No es la primera vez que la policía me hace «unas preguntas», como usted dice.

A pesar de que intentaba sonreír no pudo evitar que la amargura se reflejara en sus ojos, de la misma manera que no podía evitar que hicieran aguas, dando la sensación de que estaba a punto de echarse a llorar.

—No es cierto aquello que se dijo. —Juanito guardó silencio—. Me gustan los niños, ¿sabe? Disfrutaba trabajando con ellos, intentando transmitirles mi amor por la música. Durante las clases veía sus caritas emocionadas y sus ojos pendientes de mí y yo era feliz. Los quería de veras, y sin embargo…

—¿Fue mal interpretado?

—Dijeron que era demasiado amable, demasiado cariñoso. Ya ve, como si ser demasiado cariñoso fuese algo malo. —El ojo derecho del músico se contrajo con un tic nervioso—. Fue injusto y denigrante. A pesar de que soy inocente, la sensación de culpa y dolor a veces se me hace insoportable. Ahora soy y siempre seré sospechoso de abusos. Todos me miran como a un violador. Mientras que los auténticos violadores se pasean por las calles con total impunidad, usted se encuentra aquí siguiendo una pista falsa.

—Hago mi trabajo —se justificó Juanito—. Investigo, ato cabos, una cosa me conduce a la otra. Ya sabe.

—Y yo lo comprendo.

—Supongo que entenderá también la preocupación de los padres.

—Naturalmente. Soy profesor y sé que un niño es arcilla, un ángel todavía por modelar. Siempre he estado a favor de sus derechos, porque creo que los adultos estamos obligados a protegerlos y a luchar contra su indefensión. Pero también creo que no sólo importan esos pobres, pobres niños. —Alfredo Seler dio un generoso sorbo a su café irlandés—. Esos padres preocupados ¿se pararon a pensar que podían estar equivocados? Acabaron con mi vida laboral, mis clases particulares se esfumaron, mis amigos me volvieron la espalda, incluso mis familiares me hicieron el vacío. La soledad es como encontrarse en el interior de una burbuja, solo en la inmensidad de la existencia. Mientras uno se hunde dentro de sí mismo, el tiempo parece detenerse.

Juanito imaginó lo que había debido de sentir ese hombre, una persona notable dentro de la comunidad, obligado a descender a la condición de pervertido; de educador de niños a manoseador de niños. Pero igualmente podía comprender la indignación y la furia desbocada de los padres, al suponer que sus hijos habían estado en manos de un monstruo. Si el monstruo en el que habían depositado su confianza había abusado de sus chiquillos, tendría que pagar. Y la dirección del colegio no supo hacer otra cosa que aliarse con los padres.

—¿Fue entonces cuando ellos se pusieron en contacto con usted?

—¿Ellos? ¿A quiénes se refiere?

—A sus amigos del Lolita Club.

—Ah, eso. No, eso vino después, cuando superé la vergüenza y decidí salir a la calle. Un día fui al ayuntamiento de Santiago, a la Concejalía de Servicios Sociales, para hacerme el carnet de pensionista y contemplé a un montón de jubilados jugando al dominó. —Una expresión de lejanía apareció en su rostro—. Víctor Hugo afirmaba que hacerse viejo es como alquilar una casita con balcón al borde del abismo. ¿Era eso lo que me esperaba durante el resto de mi vida? No podía resignarme, incluso pensé seriamente en el suicidio. Pero, ya ve usted, me faltó valor. Empecé a frecuentar este pub, tal vez por la alegoría que representa su nombre, porque, según la tradición, Dionisos muere cada invierno para renacer en la primavera. Un día coincidí por casualidad con Ernesto Boada aquí, charlamos, me habló del club y eso me dio nuevas esperanzas. Recuerdo que me dijo que con esa actitud jamás llegaría a viejo. El humor de ese hombre me sacó de las tinieblas.

—¿Eran amigos?

—Amigos, lo que se dice amigos, no. Le conocí una noche que mi nieta tuvo problemas con la tripita. Mi hija y su marido habían decidido escaparse a Murcia, al teatro, y me dejaron al cuidado de la niña, que empezó a llorar y no hubo forma de que se callara. Llamé a Urgencias y se presentó Ernesto Boada. Yo tenía puesto el Magnificat de Bach, porque tiene algunas arias realmente deliciosas y esperaba que eso calmara a mi nieta. Mientras el pediatra le hacía la exploración, quedó maravillado con la música. Yo estaba agradecido porque me solucionó el problema e intenté regalarle el CD, pero él se negó a aceptarlo. Charlamos de arte, de literatura…, en fin, pasamos un rato realmente agradable ya que no tenía ningún aviso en esos momentos. Un día que mi hija fue al ambulatorio con la niña, introduje el CD en un sobre y le dije que se lo entregara al pediatra. Muy atento, me llamó para darme las gracias y ya no volví a saber de él.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Hace dos años, aproximadamente.

—¿Y su encuentro en el Dionisos?

—Fue poco después de que me despidieran, durante las fiestas de Navidad.

—Qué oportuno, ¿no? —El móvil de Juanito sonó—. Disculpe un momento, por favor. —El inspector se dirigió hacia la puerta, junto a una reproducción en escayola de Hermes sosteniendo a Dionisos—. ¿Sí?

—¿Dónde estás, Juanito?

—Te lo digo si prometes que me esperarás fuera.

—¿Qué pasa, que estás con alguno de esos pedantes?

—Perdona, no te he oído bien.

—Vale, lo capto. Pero date prisa porque he conseguido algo.

—¿Qué has conseguido?

—Te jodes y esperas. ¿Dónde te busco?

—En el pub Dionisos.

—¿Y eso dónde está?

—Frente al club náutico.

Juanito pidió un café con leche y un irlandés para Alfredo Seler. Una mujer de uñas largas, arma a la vista y a la vez arma escondida, lo sirvió haciendo gala de su mejor sonrisa. El músico parecía más animado.

—¿Sabe usted lo que más echo de menos?

—No.

—El olor del colegio.

—¡No me diga!

—El colegio huele a tiza, madera, goma de borrar, libros y niños.

—¿Y a qué huele un niño?

—Ese es el olor más peculiar de todos, algo indefinido. A mí me sugiere una mezcla de caramelo, colonia fresca, leche y sudor. Es el olor de la cara y del pelo, porque siempre estás un poquito más alto que ellos. Se te mete dentro y ya nunca te abandona. Pregúntele a cualquier profesor. —Alfredo Seler exhibió de nuevo su amarga sonrisa, moviendo la cabeza como un perrito de plástico sobre la bandeja trasera de un coche—. Perdone que divague. Usted no ha venido hasta aquí para que yo le haga este tipo de confidencias.

—Se equivoca. Estoy convencido de que el asesino que busco es una persona que ama a los niños.

—Seguro que bromea.

—De ninguna manera. Ese hombre los desea con tanta fuerza y pasión que está dispuesto a hacer cualquier cosa para satisfacer su deseo. Puede que los adore y, al mismo tiempo, que esté resentido con ellos o que sea incapaz de mantener una relación sentimental adulta.

—¿Como el Humbert de Lolita?

—O como usted, si he de serle franco, porque no he leído ese libro. —El músico intentó parecer perplejo, pero no lo consiguió. Su cuerpo se obstinaba en mandarle mensajes atropellados: un picor incómodo, la saliva acumulada en la garganta, el tic en el ojo—. Ahora quiero que me cuente dónde se encontraba la noche que se cometió el asesinato.

—Era domingo, ¿verdad? La madrugada del lunes, quiero decir. —Con la mirada perdida, intentó recordar—. Estuve en el club hasta las doce, que es cuando cierra. Después vine aquí, al Dionisos, pero no puedo decirle la hora exacta en que me marché porque no miré el reloj.

—¿Vive cerca de aquí?

—En Lo Pagán.

—¿Volvió a casa en coche, se acostó y todo eso o estuvo escuchando música?

—No tengo coche. Siempre regreso dando un paseo.

—Pero sabe conducir.

—Sí, tengo carnet.

—¿Todas las noches viene al Dionisos?

—Todas no, pero esa noche sí.

—¿Y ayer también estuvo en el club?

—Sí, hasta las doce. Puede preguntarle a Valerio.

—Gracias, eso haré.

Juanito se bebió el café de un trago e hizo ademán de incorporarse.

—¿Eso es todo?

—Por el momento. Aunque es posible que necesite de nuevo su colaboración.

—A pesar de que no estoy fichado, ahora figuro en una lista de pervertidos, me han fastidiado la vida y es conveniente que siempre esté localizable, porque cuando un niño desaparece o alguien le ha molestado y no saben quién es, debo tener una coartada. ¿Sabe usted lo que le sucedió a Dionisos? —Sin esperar la respuesta del policía continuó—: Le tendieron una trampa. Seducido por unos brillantes objetos, el pequeño avanzó hacia los Titanes, sin darse cuenta de que el monstruoso círculo le estaba envolviendo. Después, todos juntos asesinaron al niño, lo cocieron y lo devoraron.

Majestuoso, el músico se puso en pie. Intentando alcanzar el techo con su metro y medio, le ofreció una mano viscosa al policía. Juanito tenía la impresión de que el relato encerraba un misterio. Era como si ese hombre intentara decirle algo, como si supiera mucho más de lo que le había contado.

—¿Está seguro de que no tiene algo más que decirme?

—Oh, sí. Aunque los Titanes fueron los asesinos, actuaban por encargo de alguien más poderoso que ellos.

—Puede que sea verdad lo que usted me ha dicho, eso de que ha sido acusado injustamente. Creo que quiere a los niños y sospecho que usted puede ayudarles de alguna manera. —Silencio—. Este es mi teléfono. —Juanito le entregó su tarjeta—. Los auténticos pederastas actúan como los ogros, que devoran la inocencia y la ternura sólo por placer. ¿Cómo ha dicho que huele un niño? El otro día asistí a la autopsia de Susana Montón y puedo asegurarle que su cadáver no olía a caramelo, precisamente.

Coger el punto es todo un arte, es una tarea metódica que requiere cierto control si uno no quiere acabar borracho. El alcohol dota a uno de un curioso equilibrio, las cosas se ven con calma, desde cierta distancia, un alejamiento que hace que uno no se implique demasiado con lo que sucede a su alrededor. El punto es la iluminación, el camino y la meta, el momento justo, el centro del universo desde donde se contempla el irremediable devenir de las cosas. Así se sentía Garrido apoyado en la barra del chiringuito, viendo cómo Juanito se le acercaba con su careto de circunstancias cumpliendo con su deber. En cambio para Juanito, que era incapaz de percibir la parte mística del asunto y se tomaba en serio eso de estar de servicio, le parecía que Garrido bebía demasiada cerveza. Mientras le contaba su conversación con Alfredo Seler, un grupo de jóvenes charlaba ruidosamente sin dejar de reírse, compartiendo litronas. El chiringuito se encontraba envuelto por la música vibrante y melancólica de Pearl Jam.

—¿Y tú le crees?

—Ni le creo ni le dejo de creer, pero parecía sincero. ¿Qué era eso que habías conseguido?

—Tengo una llave.

—¿Qué llave?

—Antes de llegar al paseo de Cristóbal Colón, Seler se metió en un supermercado y salió sin el sobre. Después, fue al Club de Regatas, le pidió al camarero un vaso de agua, dejó intencionadamente una llave sobre el mostrador y se largó. Yo estuve un rato observando al camarero, que al recoger el vaso vacío empezó a mirar la llave como si no comprendiera qué hacía en el mundo ese extraño objeto. Iba a dejarla sobre la caja registradora cuando se la confisqué.

—¿Qué te dijo el camarero?

—Nada.

—¿No sabía nada de nada?

—Ni siquiera conocía a Alfredo Seler.

Juanito estudió la llave que Garrido sacó del bolsillo de la camisa. Giró la bolsa hermética, la observó detenidamente por un lado y por otro, abrió la bolsa, la olió, se la devolvió y de nuevo fue a parar al bolsillo.

—Parece la llave de un buzón.

—O de una taquilla.

Fueron andando hasta el supermercado. Allí descubrieron que la llave abría una de las taquillas, donde se depositan los objetos y las bolsas que uno no puede pasar cuando va a hacer la compra. En su interior estaba el sobre que Alfredo Seler llevaba cuando salió del Lolita Club y dentro de este había un CD sin etiqueta. Bajo el calor sofocante, caminaron de regreso hacia el paseo de Cristóbal Colón en dirección al Opel Corsa de Juanito. Treinta y cinco minutos después estaban en la sala del Grupo de la comisaría de Cartagena, intentando que aquello sonara. La pantalla del equipo se iluminó con el mensaje «reading», antes de indicar que el número total de pistas era «1» y el tiempo total de reproducción «70.57.» Juanito pulsó play, entonces el contador empezó a correr pero no se oía nada.

—No lo entiendo.

Garrido sacó el CD, encendió el ordenador e introdujo el disco en la bandeja.

—Lo que pasa es que hemos dado por hecho que al provenir de Seler tenía que tratarse de música.

Desde el explorador de Windows comprobó que del directorio raíz del CD colgaban dieciocho subdirectorios con nombres exóticos. Al azar abrió el titulado Shirai y vieron que contenía doscientos cincuenta archivos de imágenes. Hizo doble clic sobre la imagen sh001.jpg y la pantalla mostró a una niña de ojos rasgados, sonriendo desnuda a la cámara.

—¡Es el músico…! —Juanito se rascó la perilla.

—Así que parecía sincero, ¿eh?

Clicó sobre nuevos archivos y siempre aparecía la misma niña, que no debía de tener más de ocho años: Shirai bañándose, Shirai en bragas, Shirai dormida con el camisón levantado… Lo que resultaba más inquietante era la actitud provocativa de la niña. Era evidente que la habían aleccionado, le habían dicho lo que tenía que hacer, qué postura debía adoptar y cómo debía mirar para resultar más excitante, y ella lo había hecho con esa frescura y esa alegría que tienen los niños para aprender todo tipo de cosas. Abrieron otros subdirectorios: Yunashi, Kerita, Ainhoa…, para comprobar que todos contenían el mismo tipo de fotos. Fotos artísticas producidas para que unos hombres se deleitaran delante del ordenador, mientras otros se hinchaban a ganar dinero.

Juanito extrajo el CD. Tenía rígidos los músculos del cuello, el sudor le corría por la espalda y el corazón le latía con tanta fuerza que se llevó la mano al pecho. Ese instante que marca un antes y un después en toda investigación le había pillado desprevenido. Estaba claro que por primera vez en tres días habían dado con algo sólido, algo que parecía sostenerse sin ninguna ambigüedad. El momento en el que se vislumbra la solución del caso a menudo aparece de esa manera y te golpea y te aturde, noqueándote, sin que puedas hacer nada por evitarlo.

—¿Por qué crees que dejó la llave sobre el mostrador?

—A lo mejor tenía que recogerla alguien.

—¿Un negocio casero? —Juanito estaba nervioso.

—Aparte de sus ahorros, parece que no tiene otra fuente de ingresos.

—Creo que deberías haberte quedado vigilando la cafetería.

—Ya habló el listo —dijo Garrido—. Cuando te calmes, si te parece, vamos a ver al comisario y le enseñamos el CD.

Los dos inspectores se encontraban sentados en el despacho del comisario, escuchando cómo le gritaba al teléfono:

—Sé que tiene muchos problemas y todo eso, pero no me interesa lo que usted suponga ni lo que imagine. Necesito que me envíe cuanto antes un experto en pornografía infantil. —Mientras escuchaba lo que le contaban desde el otro lado del teléfono, De la Mata, con el puño apretado, daba golpecitos nerviosos sobre el organigrama de las zonas de búsqueda—. Pues claro que me ha llamado el delegado del gobierno, pero quiero que entienda que la vida de una niña depende de lo rápido que actuemos y me parece que este no es momento para suspicacias. —Silencio tenso mientras el comisario escuchaba, nuevos golpecitos, labios apretados—. Comprendo todo lo que me dice. ¡Buenas tardes!

De la Mata colgó el teléfono y se frotó las manos, contemplando la cianocopia del plano de Santiago de la Ribera, que había colocado sobre la pared. No era cierto que el delegado del gobierno le había llamado, pero ese tipo de faroles solía dar excelentes resultados.

—Deberíais saber que esto que hay aquí no es pornografía infantil. —Cogió el CD con el dedo pulgar y el índice, como si le repugnara, y señaló a Juanito—. Entra dentro de la categoría del erotismo blando. Aunque habéis hecho un buen trabajo, no podemos actuar contra Alfredo Seler.

Juanito se removió en su asiento.

—Pero esto demuestra…

—No demuestra nada.

—Pero…

—Lo único que demuestra es que parece que tenían razón cuando le despidieron del colegio. Tal vez pueda conseguir una orden de registro, pero mientras tanto tenéis que seguir investigando. La Guardia Civil va a enviar a un listillo de la UCO experto en el tema y quiero que mañana a primera hora estéis aquí para recibirle. Es posible que este CD pueda conducirnos a algo, de manera que no lo olvidéis. —El comisario hizo acopio de papeles y colocó el encendedor sobre el paquete de tabaco, dando a entender que la conversación había concluido—. A propósito, Garrido, ¿por qué no te quedaste vigilando la cafetería del club náutico? —Silencio—. ¿No se te ocurrió pensar que alguien podría ir a recoger la llave?

Juanito no tenía aire acondicionado en su apartamento, pero si bajaba los toldos y abría todas las ventanas, se creaba la ilusión de que podía ganarle la guerra al calor. Ese calor pegajoso y asfixiante que hace tan apetecibles las playas del mar Menor.

Después de llenar la bañera, se apretujaron dentro y devoraron la ensalada y la pizza marinera que Virginia había pedido por teléfono, arrullados por la música golfa de Doctor Deseo. La brisa sobre la piel que entraba por la claraboya era muchísimo mejor que el mejor de los aires acondicionados. Adónde va a parar, oiga. Y las anécdotas que ella le contaba, subidas de tono, eran historias que parecían reales, chistes encadenados con estilo y adornados con gracia, una categoría que Vir dominaba a la perfección, que hacía que a Juanito se le saltaran las lágrimas y le dolieran los abdominales, como cuando le daba la vena y entrenaba con rabia.

Después de poner perdido todo el cuarto de baño, corrieron hacia la cama, sin secarse, a jugar a sus cosas. Juegos que habían aprendido juntos en la adolescencia, en la parte trasera del coche de su padre, cuando conseguía escamoteárselo. A la luz de la luna, no muy lejos de las mismas salinas donde habían tirado a Susana como un juguete roto, había una charca de agua dulce, junto a un pinar que ya ha desaparecido. Allí habían aprendido todo lo que necesitaban saber el uno del otro, sobre la hierba, acurrucados y escondidos. Bajo esa pinada, convertida en aula de anatomía comparada, se habían hecho expertos en las transformaciones que experimentan los cuerpos cuando son debidamente estimulados, acompañados por el canto de los grillos y el discreto croar de las ranas.