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Por la madriguera abajo

Alicia se estaba aburriendo con la segunda película, y le daba vergüenza que Ana y Roberto la vieran dando cabezadas. De manera que les dijo: «me largo», y abandonó el cine España a mitad de la sesión. Fue caminando por la avenida de Nuestra Señora de Loreto, atravesó la plaza de la Puerta del Mar, y cuando había dejado atrás la gasolinera, el coche se paró junto a ella. Se echó hacia atrás instintivamente, porque su padre le había advertido que nunca hiciera autostop. «Jamás debes subir a un coche. Si no quieres caminar me llamas por teléfono y voy a recogerte». Cuando la ventanilla bajó y apareció la cabezota sonriente de «Papá pitufo» ella sonrió también.

—¿Quieres que te acerque, Alicia?

El cine España no estaba demasiado lejos de casa, no tan lejos que no pudiera ir dando un paseo a pesar de que tenía mucho sueño. Había sido la cerveza, sí, la cerveza de Roberto, que no rechazó para hacerse la mayor.

«Jamás debes subir a un coche».

—Hola… —«¿Cómo se llamaba?». De tanto utilizar el mote, ahora no conseguía recordar su nombre—. Muchas gracias, pero ya estoy cerca de casa.

—Bien. Si no quieres… Aunque pensé que tal vez podrías ayudarme.

—¿Necesita ayuda?

—Es por esta maldita bandeja de canapés; si la llevas sujeta, no se moverán. Así que el favor me lo haces tú a mí.

—¿Tiene una fiesta?

—Más bien se trata de una reunión de amigos.

De manera que subió al coche, agarró la bandeja de canapés y pasaron de largo ante la casa de Alicia, que observó que la luz del salón ya estaba apagada. «Papá y mamá ya estarán dormidos después de su ración de concursos», pensó. La casa de Papá pitufo estaba tan sólo a un par de manzanas, en la calle del Catamarán, una zona tranquila, algo alejada de la carretera, donde les había dado por edificar chalets. Protegida por un muro rematado con cristales, se accedía a la residencia por una verja de hierro forjado. Como la apertura automática se accionaba desde el interior del vehículo, pasaron directamente al jardín. El portón se cerró a sus espaldas, con un chasquido, y el hombre, bromeando, le abrió la puerta del coche con ademanes muy exagerados, como si ella fuera una princesa. «Qué simpático es». Siempre le había caído bien a Alicia, pues la trataba de una manera especial, como si fuera una señorita. Alicia oyó unos pasos tras la verja, la risa clara de una mujer, una voz de hombre flirteando, seguida de una carcajada, antes de que la pareja se perdiera en la noche.

Mientras caminaban por el jardín, Papá pitufo le dijo que no se preocupara, que la llevaría a casa en coche, para que no tuviera que atravesar ella sola ese oscuro solar que los vecinos con exceso de imaginación denominaban parque, donde todavía quedaban chalets por edificar. Recorrieron el camino empedrado bajo el arco que formaba la vegetación sobre sus cabezas, observados por severos bustos y acechados por siluetas de piedra semicubiertas de hiedra. En la puerta de roble la cabeza de un león sujetaba entre las fauces una aldaba de bronce. Entraron en la casa y Alicia quedó impresionada por la magnificencia del lugar. Imponentes muebles que parecían de otro siglo, rutilantes objetos de extrañas formas, apenas sugeridas por la penumbra que las cortinas imponían a la estancia. Suntuosos tapices, grabados y cuadros que representaban escenarios exóticos, mapas antiguos iluminados por lámparas doradas y focos de discreta luz cubrían casi por completo las paredes. Nunca imaginó que Papá pitufo pudiera permitirse semejantes lujos.

El hombre se excusó, pues tenía que llevar el vino a la bodega sin más dilación, y se marchó murmurando algo sobre el buqué y los diecisiete grados de temperatura ideal, no sin antes indicarle la puerta que conducía al salón de la torre, donde debía dejar los canapés. Pero Alicia no pudo sustraerse al encanto del lugar y aprovechó ese momento para curiosear con libertad, a pesar de que se sentía algo incómoda pisoteando con sus zapatillas deportivas las mullidas alfombras. Siempre le habían encantado los mapas, insinuantes de viajes y aventuras. Un mapamundi de 1596 firmado por Juan Oliva ocupaba toda una pared: leyó en voz alta Spagna, Savoia, Barbaria, saboreando los antiguos vocablos, y trató de encontrar Madrid, para ver cómo la llamaban entonces, sin reparar en que era un mapa portulano. Acarició la escultura mutilada de Niké, una figura alada sin cabeza ni brazos. Alicia se detuvo a contemplar una pintura de Hans Baldung; para ella todo se reducía a sensaciones, impresiones provocadas por los sentidos, porque carecía de conocimientos de arte, y sólo comprendió el significado cuando leyó la pequeña placa dorada que había bajo el cuadro: Las edades y la muerte. El título la sobrecogió.

Sobre la puerta que conducía al salón, una vitrina emplomada mostraba la imagen de tres querubines guardianes, advirtiendo con sus espadas flamígeras que la entrada al Jardín del Edén estaba vedada. A pesar de todo, debía llevar los canapés al salón, de manera que empujó la puerta, pasó bajo un arco de piedra tallada y penetró en un largo corredor abovedado repleto de ángeles. El silencio era sobrecogedor y olía a algo extraño y aromático que Alicia no supo identificar, aunque siguió adelante bajo la discreta iluminación. Numerosas pinturas y grabados mostraban la jerarquía celestial al completo. Así descubrió que no todos los ángeles eran tan ornamentales e insulsos como los que aparecían en los libros de texto. A Alicia le impresionó que un ángel pudiera ser tan seductor, ella que sólo los había visto en la parroquia, anodinos y neutros, con expresiones de éxtasis y la mirada elevada, prendida en la contemplación de la magnificencia de Dios. Sonrió al pasar ante una hornacina, desde la que dos querubines gorditos y saludables la contemplaron a ella. El olor dulzón del incienso era allí mucho más fuerte.

Cuando entró en el salón, una música sublime y desconocida para ella llenaba la estancia. Se trataba del Magnificat de Bach. Sonrió algo cohibida y dijo «hola…» a dos hombres que conversaban con ademanes suaves y delicados mientras tomaban el té. Lo dijo bajito, pero la resonancia de la bóveda le devolvió como un eco amplificado sus propias palabras. Se puso colorada.

—¿Dónde pongo esto…? —se atrevió a preguntar.

Nadie le contestó.

De espaldas a la puerta, sentado en un mullido sofá, con los pies apoyados en un escabel, alguien hojeaba un periódico; al fondo, junto a la talla de un ángel de tamaño natural, un anciano vestido de gris fumaba en pipa observando con deleite un exquisito retablo.

Nadie la escuchaba, nadie la miraba, nadie la veía. Era como si no existiera para ellos. Alicia no le dio demasiada importancia; pensó que no la habían oído debido a la música, ya que los viejos suelen ser duros de oído. De manera que pasó al interior con la intención de dejar la bandeja en algún sitio. La estancia era circular bajo un techo catedralicio en forma de cúpula, donde alguien se había entretenido en pintar el Límite circular IV de Escher, un mosaico donde cientos de ángeles blancos encajaban con precisión entre diablos negros. Sobre los muros tapizados, iluminados por falsas antorchas sujetas a las columnas, había numerosos cuadros.

Al principio dio por hecho que las imágenes que adornaban las paredes eran ángeles como los del pasillo. No obstante, le sorprendió que no fueran grabados sino fotografías, fotos de niñas con alas, niñas desnudas tumbadas sobre una gran mesa rectangular, adoptando inquietantes posturas: algunas tenían el rostro tenso y los miembros crispados, otras descansaban con los ojos cerrados como si estuvieran dormidas. Parecían fotogramas ampliados de una película. Aunque cada foto era de una niña distinta, si se miraban como una secuencia se creaba la ilusión de movimiento: el cuerpo en tensión pasaba de una postura a otra, se relajaba, se contraía y de nuevo se aflojaba la tensión muscular. Las caras parecían cambiar, transfiguradas, como en las metamorfosis de la saga Crepúsculo. El orden, sin duda, había sido elegido con la intención de lograr un efecto.

«¿De dónde habrán sacado esas fotografías?». Alicia se hizo aquella pregunta mientras se formaba una nueva en su mente. ¿La mesa sobre la que posaban las niñas no era parecida a la que se encontraba allí mismo, en el centro de la estancia? La estudió con más atención y llegó a la conclusión de que era la misma.

Absorta en su contemplación, se había detenido sin reparar en que los hombres la miraban fijamente. Ya no leían el periódico, ya no charlaban entre ellos, ni observaban con erudito deleite las pinturas de la estancia. No pudo evitar sonrojarse de nuevo. Contemplar aquellas fotos la hizo sentir incómoda, imaginando avergonzada lo que ellos podían imaginar. Se sentía tan violenta que decidió dejar la bandeja sobre la mesa que había frente al sofá y largarse lo antes posible. Pero aquellos hombres mayores, esos viejos, la miraban con demasiada intención, o eso le pareció, aunque no podía ser, no podía ser que aquello estuviera sucediendo fuera de su cabeza. Para tranquilizarse, se dijo que tal vez sonreían en un intento de ser amables.

Cuando empezó a sonar Et misericordia eius, uno de aquellos hombres elegantes se levantó, y los demás le imitaron como impulsados por un mecanismo invisible. Con ojos de incredulidad, la niña vio que se dirigían hacia ella. Alicia empezó a sentir miedo, un escalofrío que la dejó clavada en el sitio, y mucho, mucho miedo cuando se le fueron acercando, cuando comprendió que la estaban rodeando intencionadamente. Sintió tanto pánico que quedó bloqueada. Era como si algo la hubiera encerrado dentro de su propio cuerpo, como si ella misma se hubiera convertido en la jaula que le impedía salir. Pensó que estaba atrapada, sin posibilidad de escapar, pero también pensó que se trataba de una broma, si no, ¿por qué sonreían? Trató de sonreír al igual que ellos, pero lo único que consiguió fue una mueca y un sonido lastimoso que puso al descubierto todo su desamparo.

Fue entonces cuando advirtió que Papá pitufo había entrado en el salón y entonces sí sonrió, una sonrisa de alivio, de entrega incondicional solicitando amparo, o al menos una explicación que la hiciera comprender qué demonios significaba todo aquello. Pero esa sensación se desvaneció cuando le vio cerrar la puerta de la torre con llave. Mientras se dirigía hacia ella, el hombre reconoció su angustia, su desconcierto y terror, y con sus ojos rapaces pareció devorarla. Alicia lo vio rejuvenecer y crecer mientras ella se hacía chiquitita y él se iba acercando y el grupo se compactaba y ganaba consistencia.

Sin duda era una ilusión. «¡Es sólo una broma…!», se oyó decir, riendo algo histérica, sacudida por un temblor a duras penas contenido, ¿o lloraba? Estaba tan fuera de sí que le pareció flotar mientras Papá pitufo, tomándola del brazo, la condujo sin que ella hiciera nada por resistirse hacia la mesa rectangular de mármol, sobre cuya cabecera colgaban los dos braseros que producían el sahumerio. Alguien la liberó de la bandeja, y Papá pitufo, siempre tan atento, la obligó a situarse de espaldas entre unas alas blancas, unas alas enormes fabricadas con plumas de cisne.

—¿Qué hace? —consiguió articular con una vocecilla demasiado aguda.

—Debes confiar en mí, Alicia, y no echar a perder este momento sublime.

—Pero es que no entiendo nada… —Sonrisa crispada, tiritera involuntaria de la barbilla—. ¿De qué me está hablando?

Unas manos, demasiadas manos, se le vinieron encima. Manos ávidas que la fueron despojando de la ropa. Y ella, paralizada de espanto, no pudo gritar, no pudo oponerse, no pudo hacer nada para evitarlo. Esas manos hambrientas fueron pasándose las prendas, que acariciaron y olfatearon ceremoniosamente, como en un ritual, mientras Papá pitufo, con una sonrisa atroz, la obligaba a tenderse sobre las alas inmaculadas.

—Eres un ángel, Alicia. Siempre he pensado que eras un bendito ángel.

—Déjeme, por favor… —consiguió articular, intentando contener las lágrimas—. Por favor, por favor… —dijo cayendo en lo que le pareció un pozo muy profundo.

Los hombres formaron un círculo alrededor de la mesa, mientras uno de ellos fotografiaba la escena desde todos los ángulos. Entonces, el que se encontraba a la cabecera, arropado por el humo y la fragancia del incienso, elevó la mirada y los brazos, y comenzó a recitar con su voz de tenor un fragmento de El Quijote:

Y así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo, y tuvieron los hombres, fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día…

Desde su elevada posición, los ángeles del vitral observaban indiferentes las miserias humanas, soportando místicamente en silencio su condición de elegidos. Bajo la cúpula, a través del cristal coloreado de las vidrieras, unos ojos se deleitaban con el ritual, ojos masculinos, enardecidos por la contemplación de lo prohibido. Excitado, recuperando el resuello, mientras trataba de salir del trance que le había provocado lo que allí había tenido lugar, ese hombre intentó valorar si la satisfacción de ese anhelo, acariciado en secreto durante tantos años, se ajustaba a las expectativas y al precio. Era el momento de la reflexión.

Los acordes finales de Et misericordia eius se escaparon por el corredor custodiado por ángeles. La música compuesta por el maestro del contrapunto para elevar el espíritu se fugó por la puerta acristalada hacia el pequeño museo, donde el aire permanecía inmóvil y las cortinas, pendiendo sombrías, arropaban jarrones, relojes, pinturas y candelabros. En el vestíbulo ya se habían diluido los ecos de la música de Bach, que no consiguió llegar al jardín. Un perro ladró y por un momento los grillos redujeron el volumen de su sintonía. Fue en ese instante cuando los somnolientos espectadores del cine España inundaron las calles saturados de sensaciones. Aunque Alicia no iba a regresar esa noche, su madre aún no había experimentado la urgencia de asomarse a la terraza, todavía no le habían temblado las piernas ni había visto el mundo a su alrededor como a través de un cristal opaco. Aún no había transcurrido el tiempo suficiente para que empezara a preocuparse seriamente. Entre las emociones de ambas, entre el sufrimiento de su hija y el suyo propio, el destino no consiguió ponerlas de acuerdo. La realidad cotidiana siempre lleva un desfase horario con respecto al mundo de los horrores, ese lapso de tiempo necesario para transformar en noticias las pesadillas.