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Relaciones laborales

En su despacho, Octavio de la Mata dedicaba todos los días una mirada torva al archivador metálico situado bajo el plano callejero de Cartagena. Cuando contemplaba el tercer cajón, el de los casos no esclarecidos, se ponía de mal humor. A veces lo abría, hacía un rápido recuento de expedientes, aunque estaba casi vacío, y siempre le parecían demasiados; en un pequeño apartado, al final del cajón, se encontraban los archivos de las desapariciones. Casos abiertos que ya nadie investigaba, abandonados por otros asuntos de mayor prioridad.

Esa mañana, sobre su mesa desordenada cargada de papeles, el nuevo expediente emitía una inequívoca señal de alarma que inquietaba al comisario. Si la desaparición de Alicia estaba relacionada con el caso de las Salinas podrían estar ante un violador compulsivo, un asesino sistemático o una red comercial de pederastas como la que desmanteló, allá por 1996, el fiscal Michel Bourlet en el caso Dutroux, que conmocionó a toda Bélgica. Después de releer detenidamente el informe del forense, se inclinaba por esto último: el tráfico de pornografía infantil había ido en aumento en la misma proporción que las conexiones de los internautas, porque ahora a través de internet se podía acceder rápidamente a todo lo que pudiera ofrecer la red con total impunidad. Recordó la operación Kora, que cuatro años atrás les había llevado a la detención de Nanisex, el violador de bebés, y sus tres compinches, uno de ellos de Lo Pagán. Si la intuición de Juanito era acertada y se encontraba sobre una buena pista, tal vez algunas de las desapariciones de los últimos meses acabarían por explicarse. Podría ser uno de esos sucesos que conmueven a la opinión pública, que definen una trayectoria profesional e impulsan una carrera hacia arriba. Mejor para Juanito, aunque él mismo saldría favorecido.

No podía negar que las conclusiones del inspector le habían sorprendido, pero De la Mata era consciente de que se trataba de un principiante, por lo que no podía precisar si había sido buen olfato o pura casualidad. En cualquier caso, tenía un excelente equipo, dinámico y eficaz, y podía reforzar la investigación si Paco echaba una mano al muchacho. El problema era cómo debía enfocar el asunto delante de los inspectores para no herir susceptibilidades. Una vez que tomó su decisión, pidió a Rosa Márquez que llamara a Juanito.

Cuando el inspector entró en el despacho, De la Mata hablaba con el doctor Belloc, del laboratorio de biología. Se detuvo a contemplar las cuatro fotografías que había sobre la pared, junto a la imagen enmarcada del rey. Unas fotos históricas de la manifestación, realizada en 1978 en Madrid, por los funcionarios del Cuerpo General de Policía en demanda de un salario digno y de la inclusión en la Seguridad Social de sus integrantes. Todos en la comisaría conocían la historia, ya que todos se habían beneficiado de ella, y estaban orgullosos de que el comisario hubiera protagonizado un hecho insólito para esa época. Las dos primeras fotos mostraban el comienzo de la manifestación en la plaza de Oriente, y el final en la calle Amador de los Ríos, donde fueron interceptados por un general de Brigada del Ejército, que en esos momentos era el Subinspector General de la Policía. En la tercera foto se veía al general tendido en el suelo junto al agente que le había propinado la bofetada que se hizo célebre en todo el Cuerpo. A pesar de que los años transcurridos le habían proporcionado una calva incipiente y unas ojeras, Juanito reconoció al comisario De la Mata. La cuarta fotografía mostraba a las Unidades de la Reserva que se negaron a cargar contra sus compañeros. Debido a esas fotografías muchos policías resultaron sancionados, encarcelados y torturados. Algunos de ellos fueron expulsados, y a los que pudieron acogerse a la amnistía los trasladaron con carácter forzoso a otras regiones policiales.

Estaba mirando la pintura del Santo Patrón de la policía, un ángel virtuoso con la mano derecha sobre el emblema dorado del Cuerpo, cuando el comisario colgó el auricular. Juanito se volvió entonces y se situó frente a su mesa.

—Esto es para ti —dijo De la Mata entregándole el acta judicial enviada por la Guardia Civil—. El chaval se ha reafirmado ante el juez sobre lo que te contó.

—Mañana se cumplirán las setenta y dos horas desde que está detenido.

—Ya lo sé. ¿Tienes tu informe? —preguntó De la Mata sin esperar a que Juanito se sentara.

—Sí. —Juanito se lo tendió y el comisario lo leyó de un tirón, sin pestañear. Cuando terminó, en lugar de guardarlo en su carpeta se lo devolvió.

—Después me lo das. Veo que sigues sin encontrar a los amigos de Pablo. —Antes de que Juanito pudiera justificarse añadió—: Sí, ya sé que a pesar de las órdenes los has descartado. Siéntate, por favor —dijo tomando la carpeta que había sobre la mesa—. Este es el expediente de la chica que desapareció anoche, y es probable que se encuentre relacionado con tu caso. Verás, Juanito, no voy a andarme con rodeos ya que ese no es mi estilo. El asunto de las Salinas te lo di porque parecía cerrado desde el principio. Era ideal para ti. Pensé que podría servirte de rodaje para que fueras ganando seguridad y experiencia. Ahora aparecen encrucijadas que antes estaban ocultas y el asunto se complica. Hasta es posible que pueda convertirse en el acontecimiento policial del año.

—¿Va a retirarme del caso?

—Ni mucho menos. —De la Mata borró la pregunta de Juanito con la mano—. Este caso me ha sorprendido tanto como a ti: parece una cosa y luego resulta ser otra, de manera que sigue siendo ideal para ti, porque es como tú. Pones cara de tonto, pero no lo eres; pareces inseguro, pero te desenvuelves sin problemas en un medio que desconoces; das la impresión de que eres lento y en tan sólo dos días consigues asombrar a todo el Grupo con tus deducciones.

—Creo que exagera, comisario. De no haber sido por la sagacidad de Luzón jamás habría podido hilar tan fino. De hecho, me encontraba perdido hasta que ayer hablé con él.

—No seas modesto. ¿Crees que Luzón te ayudó? El forense es brillante, eso nadie lo duda, pero él cumple con su trabajo al igual que los agentes que encontraron el cadáver y los de la Científica, cuyos atestados e informes están en el expediente junto al dictamen del forense. La investigación es un trabajo de equipo y tu labor consiste en coordinar y aprovechar todo cuanto ellos sean capaces de proporcionarte.

Juanito guardó silencio sin saber qué decir. Mientras De la Mata encendía un cigarrillo, se le fue la mirada al diploma que había en la pared con las fotos en blanco y negro de la promoción; intentó reconocer al comisario entre los diminutos rostros pero no lo consiguió.

—Eso es todo, Juanito. Ahora nos vemos en la sala.

El inspector se levantó de la silla y, flotando entre algodones, salió del despacho.

Unos minutos después, el comisario entró en la sala del Grupo con el nuevo expediente bajo el brazo. Todos se extrañaron cuando De la Mata se saltó la rutina: no soltó sobre la mesa el montón de expedientes, ni se sentó, ni solicitó los informes para introducirlos en sus respectivas carpetas después de leerlos. Todavía no tenía claro cómo iba a entrarle a Paco.

—Supongo que ya sabéis que ha desaparecido otra chica. Su nombre es Alicia Pineda, doce años de edad, un metro sesenta de estatura, cincuenta y dos kilos, cabello castaño, ojos azules, vestía falda vaquera, camiseta gris y zapatillas deportivas blancas. Fue vista por última vez a las doce cuarenta y cinco de la noche, en la calle del Bernal, en Santiago de la Ribera. Salió del cine España antes de que terminara la sesión.

—¿Quién la vio? —preguntó Adolfo Utrero.

—El portero de la sala y el empleado de una gasolinera. Los dos amigos que fueron con ella al cine también lo han confirmado. —Abrió el expediente y leyó los nombres—. Roberto Vaquero y Ana Santos. Al parecer tenía sueño y le estaba aburriendo la película.

—¿Vivía lejos?

—No demasiado.

—Entonces es posible que la raptara alguien que ella conocía. —Paco Garrido carraspeó—. Si es que se trata de un rapto.

—Exactamente. No sabemos si decidió acortar por un descampado, fiarse de un desconocido, hacer autostop o menospreciar la oscuridad de una vía poco transitada. Juanito piensa que puede estar relacionado con el caso que investiga.

—Pues a mí eso me parece excesivo —replicó Garrido—. Creo que es forzar demasiado las cosas para que encajen. Estoy convencido de que fue Pablo quien asesinó a Susana y que, por tanto, nos encontramos ante dos casos con diferentes móviles.

—¿Y eso por qué?

—Alicia desapareció al salir del cine cuando se dirigía hacia su casa, y lo que le sucedió a Susana se lo buscó en parte ella misma. Por lo que escribió en el diario, la declaración de su amiga y las notas que Juanito encontró entre sus libros, queda claro que el comportamiento de la niña era un tanto promiscuo para su edad, por llamarlo de alguna manera. —Garrido no se dio cuenta de la mirada que le estaba clavando Marín—. En mi opinión, esa noche estuvo coqueteando con Pablo, tentándole… —sonrisa—, el chaval quiso ir más lejos y Susana le paró los pies, pero, claro, había bebido, se había hinchado a porros y estaba excitado, de manera que la forzó, gritos, llantos, etcétera, etcétera… Al final debió de asustarse y se la cargó. Esa chica creyó que era mayor demasiado pronto, no sabía que jugaba con fuego y se quemó.

—¡Vaya, hombre! —replicó Marín, que no pudo contenerse más—. Así que la chica se lo tenía merecido.

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo has insinuado. —La inspectora estaba indignada—. Y pasas por alto el informe del forense. Si Pablo la asesinó a las cuatro de la madrugada, ¿qué hicieron desde las once y media hasta esa hora? Ella, toda una experta en esos menesteres, se entretuvo con Pablo casi cinco horas, a pesar de que tenía que estar en su casa como muy tarde a las dos, que es cuando termina la sesión del Acapulco. Pero claro, no le importaba porque era una mujer fatal que dominaba ese tipo de situaciones con facilidad, o creía dominarlas, según afirmas. Tenía a sus viejos en el bote. En cuanto a Pablo, que según tú era todo un machote, resultó ser un portento de imaginación, se inventó el Lolita Club y…, ¡qué casualidad!, resulta que existe.

—Vamos, Marín, no seas ingenua. Es evidente que él ya debía de conocerlo. Si hasta viene en la guía. Lo Pagán puede recorrerse a pie en quince minutos, y nadie conoce las calles mejor que los chavales. El nombre cuadra a la perfección con su historia; lo que no sabía es que se trataba de un club de chalados de la literatura. Además, ¿debo recordarte que el rigor mortis no es demasiado preciso para determinar la hora de la muerte? Ni siquiera el descenso de la temperatura corporal, eso de que el cadáver pierde un grado centígrado por hora, es fiable al cien por cien. Porque, vamos a ver, a mí me parece que no es lo mismo que el cuerpo esté en el agua o sobre la arena; no es lo mismo que sea de noche o de día. De manera que si el forense ha dicho entre las cuatro y las cinco, quiere decir que a Susana Montón pudieron violarla a las dos y media y asesinarla a las tres.

—Estupendo. Ya está. Solucionado. Aunque dejas de lado, intencionadamente, para que se sostengan tus conclusiones, que el club está en Santiago de la Ribera y no en Lo Pagán.

El comisario estaba encantado. Sonreía abiertamente cuando extrajo una hoja del expediente de las Salinas y la hizo chasquear en el aire.

—Bueno, antes de que os matéis… —Sin dejar de reír, miró a Juanito, que parecía tan distraído como siempre—. No afirmo que esta desaparición se encuentre relacionada con el caso de las Salinas, pero tampoco voy a descartarlo. Acaban de enviar un fax con el informe serológico —dijo De la Mata tendiéndole una fotocopia a Juanito que pasó ante las narices de Paco—. He estado hablando con el doctor Belloc y, aunque no descarta que el chaval participara, está completamente seguro de que no fue él quien la violó. El análisis de unos pelos encontrados en el cadáver establece que el asesino en cuestión fue un varón de raza blanca, de unos setenta años aproximadamente, cuyo grupo sanguíneo coincide con el del semen. Si la huella de zapato que se encontró en la orilla es suya, debe de medir alrededor de un metro sesenta y pesar unos ochenta y cinco kilos. Los de dactiloscopia han hecho un estudio comparativo de la huella parcial encontrada en el botón de la blusa y el resultado es que no pertenece ni a Pablo, ni a Susana, ni a Silvia, ni a su madre. Esto confirma en parte la historia de Pablo, aunque no niego que pueda formar parte del mismo grupo al que pertenece el viejo. Me parece improbable, pero admisible. En cualquier caso, han pasado cuarenta y ocho horas desde su detención y, como no podremos retenerle sin cargos más que otras veinticuatro horas, el fiscal de corrección del Tribunal de Menores lo pondrá en libertad mañana a primera hora, bajo la custodia de sus padres.

—Podría haberlo dicho antes, ¿no? —El rostro de Garrido mostraba contrariedad.

—Me gusta ver cómo se desenvuelve el Grupo.

—Pero he quedado como un gilipollas.

—De ninguna manera. ¿Cómo llevas lo tuyo, Paco?

—Parece que el Galeote es sólo un lugar de contacto.

—¿No pasan allí la cocaína?

—Dentro sólo se trafica con pastillas y speed; los chavales suelen repostar el viernes y el sábado para irse de marcha. Por los alrededores pululan unos cuantos camellos a los que puedes pillar unos gramos de costo, siempre en pequeñas cantidades. Pero únicamente en la calle.

—¿Cierran a su hora?

—Parece que cierran, pero siguen allí. Un golpecito en la puerta y te dejan pasar, compras y te largas.

—¿Y para la coca?

—Tienen que conocerte de antemano. Parece que el perico lo consiguen de un revendedor al que le llega de rebote por un contacto del propio traficante. Creo que lo cortan y preparan las papelinas en otro lugar, pero aún no he conseguido averiguar dónde.

—Solicita al juez de instrucción una orden de registro para el sábado, que es cuando habrá más movimiento. Detienes al dueño y precintas el local. Le tomamos declaración en comisaría y si no le sacamos lo de la coca lo empapelamos por las pastillas. Punto. Caso cerrado. Quiero un par de zetas apoyando la operación y que te acompañe Juanito.

—Pero…

—A cambio tú le ayudas a él.

—¿Con lo de las niñas? —La sonrisa se le congeló en la boca—. ¿Me pasa a mí el caso?

—No.

—¿Voy a ser su ayudante?

Paco miró al comisario como si le viera por primera vez en su vida; bajo el pómulo izquierdo, el corte que se había producido al afeitarse daba más protagonismo a su nariz y le hacía parecer el malo de la película. Conteniendo el aliento, Juanito se echó hacia atrás en su silla.

—¿He dicho yo eso? ¿Acaso he dicho yo que Paco Garrido vaya a ser el esclavo de Juanito Proaza? —Mirando a los allí reunidos, hizo un amplio gesto con los brazos al más puro estilo De Niro—. Él lleva su caso y tú tienes el tuyo. Se trata de un simple intercambio de favores, en el que Juanito va a salir beneficiado. ¿Marín tiene su caso resuelto? No. ¿Utrero y Barba han terminado con el suyo? No. Hasta que llegue el sábado, en lugar de andar tocándote los huevos, le prestas tu experiencia al muchacho y él te da cobertura con esa pinta que tiene sin necesidad de disfrazarse. Un trato justo. Tú consultas los archivos de desaparecidos y él se recrea con las fichas de pederastas, así todos os divertís. Marín, ¿hay novedades?

—Más o menos como ayer.

—Utrero, Barba.

—Todo está en el informe.

—Oye, Marcelino —le había llamado Marcelino—, me he enterado de que estás preparando las oposiciones para comisario.

—Es cierto —contestó con su habitual parquedad, haciendo un recorrido por los rostros de los inspectores para ver si podía detectar alguna risa contenida o algún gesto inoportuno.

—Si necesitas algo, cualquier cosa que se te ocurra, no dudes en pedírmelo.

—Gracias, eso haré.

—Bien. No quiero que abandonéis lo vuestro, pero abrid bien los ojos con el caso de Alicia. El fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia me ha llamado esta mañana y me ha pedido que le dé prioridad. Esta madrugada, dos helicópteros de la Academia General del Aire con cámara de infrarrojos y otro de la Guardia Civil sobrevolaron la zona; se ha reforzado la dotación de zetas y hay un equipo preparado para recoger e investigar el aluvión de llamadas que tendremos que atender, porque se han emitido mensajes radiofónicos y los padres ya han iniciado la semaforización de la zona. El ayuntamiento de Santiago de la Ribera ha organizado con los vecinos cuadrillas de búsqueda y ha enviado carteles con la foto de la niña a las gasolineras y a las empresas de transporte, para que los camioneros los distribuyan a lo largo de sus rutas. Si no obtenemos resultados de inmediato, es posible que manden un grupo de especialistas del Cuerpo que retomarían el caso a partir de cero y nos harían sentir como si fuéramos unos inútiles. El capitán Soller de la Guardia Civil ya ha sugerido que la UCO estaría dispuesta a echarnos una mano, de manera que en marcha. En cuanto a los periodistas, no quiero que hagáis declaraciones de ningún tipo. El gabinete de prensa está para eso. Si os veis obligados a hacer algún comentario, no digáis ni una sola palabra que no se encuentre en este comunicado.

El comisario dejó sobre la mesa las copias del comunicado de prensa, recogió los informes de los inspectores y, sin detenerse a leerlos, se marchó de la sala.

Juanito llevaba más de una hora examinando fichas de pederastas sin demasiado entusiasmo. Aunque pensaba de vez en cuando que aquello carecía de sentido, sabía que el trabajo policial consiste en gran medida en recoger y examinar información. Al fin y al cabo un interrogatorio es recabar datos, y el informe diario no es otra cosa que valorar y procesar esos mismos datos. Los comunicados de la Interpol, «Confidencial para uso exclusivo de la policía y de las autoridades judiciales», la ortopédica prosa oficial y las malas fotografías le tenían mareado. Ante sus ojos bailaban las mismas frases leídas cientos de veces. Con desgana, Juanito empezó a hojear el álbum de fotos de los procesados por delitos sexuales, caras y más caras, de frente, de perfil y en diagonal, sin dejar de pensar en el hombre del Mercedes, el asesino que, tal vez en esos mismos momentos, se encontraba observando tranquilamente a las niñas que pasaban por su lado, seleccionando, eligiendo, excitándose con el recuerdo y las expectativas futuras. En las playas, en los parques, en las cercanías de los colegios, las niñas dotaban de emoción y sentido a su vida; el jaleo de sus gritos, su desbordante alegría, su exuberante vitalidad aliviaban el vacío de su existencia y le servían de alimento.

Juanito miró el reloj. Mosqueado, se levantó de la silla y fue a buscar a Paco Garrido.

Encontró a su compañero en la cafetería fumando un cigarrillo junto a la ventana, con una cerveza en la mano. Cuando vio que se dirigía hacia él, levantó el vaso y le guiñó un ojo.

—¿Has descubierto algo? —le preguntó Juanito sin intentar disimular su mal humor.

—Te veo un poco tenso. ¿No tomas nada?

—Lo que pasa es que yo creía que teníamos un trabajo.

—Ah, se trata de eso. —Sin dejar de sonreír, Paco le dio una calada al cigarrillo—. No sé si te has dado cuenta de que tú y yo somos muy diferentes.

—Eso no hace falta que lo jures.

—Me parece que ignoras que hay una cosa que se llama profesionalidad y otra experiencia. Yo no dudo de que tú poseas la primera que con el paso del tiempo hasta es posible que te lleve a la segunda. Pero, ahora mismo, la diferencia más evidente entre nosotros es que mientras que yo estoy aquí satisfecho tomándome una cerveza, tú estás de mala leche.

—Llevo más de una hora revisando las fichas de esos babosos y no he sacado nada en claro. Si en lugar de andar buscándote por toda la comisaría hubiera escarbado en los archivos de desaparecidos, seguro que habría encontrado algo.

—¿Piensas que De la Mata nos ha asignado las tareas a voleo?

—¿Qué quieres decir?

—Pues que el comisario ha querido que veas las fotografías de esos viciosos para que compruebes que en apariencia son gente normal, que no parecen demonios y que en su mirada no suele haber nada que los identifique o los delate. Lo ha hecho así para que aprendas algo. —Juanito no le contestó—. Por si te interesa saberlo, yo he hecho los deberes y he encontrado algunas cosas interesantes.

Entonces Juanito se dio cuenta de que sobre la mesa había una carpeta marrón que Garrido tomó entre sus manos y abrió bruscamente, haciendo que el papel restallara. Lo que más le incomodó fue que Paco no sonreía.

—Pues tú dirás —dijo con un hilo de voz.

—En lo que va de año han desaparecido en España ciento dieciséis niños de los que no se sabe nada.

—Dos cada semana.

—Eso es una tontería.

—¿Cómo dices? —Juanito revisó mentalmente la operación y comprobó que no se había equivocado.

—Que esto no es la academia y ese dato ahora es totalmente irrelevante. Es más, hallar la media puede hacer que te hagas una falsa idea de lo que está sucediendo ahora, porque en una semana pueden desaparecer diez o quince niños mientras que en otras no pasa absolutamente nada. Ni siquiera tiene ninguna utilidad hallar la media entre las comunidades, porque en Levante nos salimos. —Un traguito de cerveza—. He revisado los últimos dos meses y las niñas desaparecidas en la región de Murcia con edades comprendidas entre los ocho y los catorce años suman un total de nueve.

Juanito estuvo a punto de decir que superaban la media pero se contuvo en el último momento. En lugar de eso dijo:

—¿Nueve?

Paco hizo como que no le había oído.

—De las nueve, tres fueron encontradas muertas y una de ellas, de ocho años, regresó sola a su casa en Los Belones, aterrorizada, y no ha vuelto a decir ni mu desde aquel día; no hay modo de sacarle nada, cierra los ojos y se tapa los oídos con ambas manos cuando alguien le pregunta sobre el tema. De las cinco restantes no se sabe absolutamente nada.

«Absolutamente nada». Juanito se preguntó adónde iban a parar los niños perdidos, esos niños que desaparecen para siempre de la faz de la tierra, de todos los lugares excepto de la memoria atormentada de sus padres. ¿Qué hacen con ellos, antes de que el olvido los cubra para quedar convertidos en una noticia fugaz, en un horror sugerido, en un torrente de lágrimas?

—¿Dónde se encontraron los cadáveres?

—Uno en Murcia, trece años, acuchillada en las cercanías de la discoteca Roché; la segunda niña, de nueve años, apareció muerta en el servicio de la gasolinera de La Puebla, sin ropa interior y estrangulada; a la tercera la violaron y abandonaron el cadáver en una alcantarilla de Torre Pacheco, donde las ratas dieron buena cuenta de ella; tenía diez años.

—¿Y las otras?

—En La Unión, Pozo Estrecho, Lo Romero, Sucina y Balsicas. También he encontrado esto. —Paco le entregó la fotocopia de un recorte de periódico.

Después de leer el titular, Juanito le preguntó:

—Un profesor al que despiden porque toqueteaba a los niños. ¿Te parece que tiene algo que ver?

—No lo sé. —Mirada oblicua de Paco—. ¿Qué piensas hacer?

—Lo primero, ir a ver a Luzón. —Dejó la fotocopia sobre la carpeta y se frotó los ojos.

—¿Tienes alguna idea de lo que estás buscando?

—¿Te refieres a si estoy buscando a un psicópata o a un negociante sin escrúpulos?

—Más o menos.

En la facultad de derecho, donde se graduó en criminología, había aprendido que el psicópata se caracteriza por la crueldad desde la infancia con los débiles, la falta de proyectos personales y la ausencia de sentimiento de culpa, una carencia que no entraña el desconocimiento del bien y del mal, y que suele conllevar un componente sexual a la violencia. No imaginaba a su hombre con el perfil del criminal retrasado, impulsivo e infanticida violento, tal y como lo describe la victimología más reciente, un tipo raro al margen de la sociedad, que actúa inesperadamente en cuestión de segundos donde le pilla, con frecuencia a plena luz del día y con extrema brutalidad. El asesino de Susana no era así, porque había procedido con inteligencia, eligiendo el momento que más le convenía y manipulando algunas de las pistas que él habría malinterpretado de no haber sido por Luzón.

—Cuando tenga el informe de la autopsia de esa chica de Torre Pacheco te contestaré, pero ahora mismo me inclino por lo segundo.

—La Secretaría General de Instituciones Penitenciarias me ha facilitado unos datos interesantes. Los jueces de vigilancia tienen concedido en Murcia veintiocho permisos a presos considerados peligrosos, tres de ellos violadores. En estos momentos todos se encuentran localizables, a excepción de uno que tiene una requisitoria de busca porque no ha regresado a la cárcel. —Garrido extrajo de la carpeta una fotografía en papel térmico y se la tendió a Juanito—. Curiosamente se trata de un violador con una condena de treinta años, de manera que podríamos empezar por ahí.

La imagen del violador estaba muy contrastada. Se trataba de un hombre de unos treinta años, con los ojos muy abiertos y cara de espanto, estaba despeinado y el bigote le daba cierto aspecto de falsa madurez.

—¿Vamos a salir a la calle a buscarle?

—Podemos ir al juzgado a echar un vistazo al acta del interrogatorio incluida en el sumario… Para ver cómo suele actuar.

—¿Por si hay coincidencias?

—Claro.

—Y cuando hagamos eso, ¿salimos a la calle a buscarle?

—¡Qué pesado! Si te parece ponemos un anuncio.

—Lo digo porque supongo que esta fotografía y la requisitoria de busca ya habrán sido distribuidas entre la Guardia Civil y la policía local.

—¿Y qué?

—Pues que si ellos ya patrullan las calles, ¿para qué vamos a hacerlo nosotros? Si consiguen localizarlo podremos interrogarle, pero estoy convencido de que sería una pérdida de tiempo.

—Entonces, creo que debería ir al colegio a investigar lo del profesor.

—¿De verdad crees que puede haber una relación?

—No tengo ni idea. Pero si lo dejamos pasar nunca saldremos de dudas. Además, hasta el sábado por la noche no tengo otra cosa mejor que hacer.

Juanito recordó entonces que mientras revisaba las fichas de pederastas, le había llamado la atención que la profesión de la mayoría de estos hombres los hacía estar en contacto con niños o jóvenes: directores de residencias, profesores, monitores de educación física o militares, casi todos mayores de cuarenta años, casados y con hijos.

—Oye, Paco…

—¿Qué pasa?

—Pues que quiero que sepas que yo no le he pedido al comisario que me ayudaras.

—Venga, Juanito, eso ya lo sé.

—Y perdona por lo de antes.

—No tiene importancia. —La sonrisa de Garrido apareció de nuevo.

Salieron juntos del edificio de la comisaría, los dos hacia el aparcamiento. Juanito Proaza enfiló la calle Menéndez Pelayo hacia el Instituto de Medicina Legal, mientras que Paco Garrido circulaba en dirección prohibida el corto trecho que lo separaba de la gasolinera de la plaza de España. Después de repostar y comprar tabaco se dirigió a Lo Pagán, al colegio público Nuestra Señora del Mar.

A doscientos metros de ese mismo colegio, sentado con una tónica en la mano, un hombre contemplaba a la chiquilla que en poco más de un suspiro se había convertido en una preadolescente repleta de enigmas, de hechizantes movimientos y suaves olores. Sonriendo, levantó el vaso y un ligero temblor hizo que los cubitos de hielo tintinearan y las burbujas se elevaran en la transparencia metálica de la tónica. Mientras bebía, se preguntó cuánto tardaría en convertirse en exniña y dejar de tener sentido para él. Con toda seguridad el próximo verano ya no le interesaría. Qué fugaz era la belleza: trece, catorce años, ese era el límite. El gran Nabokov así lo afirmaba. Lo sacó de sus ensoñaciones el peculiar comportamiento de una mujer. Había algo extraño en su manera torpe de andar, en la forma soñolienta e inquieta que tenía de mirar cuanto la rodeaba. Parecía buscar algo con su semblante triste y sus ojos velados por el cansancio. Conocía a esa mujer, que sin sospecharlo le había hecho ganar un montón de dinero esa madrugada por haber dado a luz a una niña doce años atrás. Una lolita, según la terminología de internet de la que había pasado a formar parte, que seguiría proporcionándole numerosos dividendos. Si no reparó en él era porque no se encontraba en el lugar al que ella lo tenía asociado, y porque su retina y su cerebro estaban conectados con exclusividad a una idea fija, una imagen perdida ya para siempre, aunque ella aún no lo sabía.

Conteniendo las lágrimas, sacó de su bolso una fotocopia con la imagen de su hija sonriendo, la colocó sobre el poste de un semáforo y, arrancando con los dientes una tira de papel celo, la pegó con enfermizo esmero.