5
La habitación de Susana
La señora Montón se quedó mirando la placa del policía como abstraída, con la expresión sumisa de quien no puede escapar de una pesadilla y los ojos salpicados de lágrimas secas. A pesar de todo, la mujer consiguió invocar con tremendo esfuerzo el remedo de una sonrisa, cuando oyó a ese joven inspector decir que investigaba el caso de su hija. Los eufemismos están para eso, pensó el policía, que deseaba evitar siempre que fuera posible otros términos más duros. Con un gesto suave, la mano temblorosa de la madre le hizo pasar al recibidor, donde le sorprendió la fotografía de Susana encajada en el marco de un espejo. En la imaginación de Juanito aparecieron enfrentadas dos expresiones distintas de la misma niña, la que sonreía confiada y feliz ante la cámara y la que supo que estaba experimentando su propia muerte. ¿Cómo soporta una niña esa terrible revelación? ¿Cuánto puede durar un segundo de intenso dolor? No tenía respuestas para esas preguntas, aunque sabía que el pánico intenso, a veces, puede sedar la conciencia.
A través del espejo sus ojos se encontraron y cuando la mujer le preguntó si su hija había sufrido, el inspector le mintió, le contestó que todo había sido demasiado rápido, que debió de morir antes de saber lo que estaba ocurriendo, que su rostro estaba relajado cuando la vio en el depósito. Nada de eso serviría para tranquilizarla, porque el arte de ser padres consiste en dosificar adecuadamente los sentimientos de cariño y culpabilidad que despiertan los hijos.
—Yo no sabía que ella me engañaba, que era otra a mis espaldas —dijo con la mirada perdida—. Silvia, su amiga, me lo ha contado todo. Cómo iba a saber yo… —La madre empezó a desvariar—. Mi marido opinaba que había que tener mano dura. Decía que en la educación de los hijos unos cuantos bofetones hacen milagros. Pero yo no estaba de acuerdo. Él la insultaba, la llamaba payasa cuando se encerraba en su habitación y empezaba a pintarse. Me daba vergüenza que la humillase de esa manera, que la obligara a lavarse la cara delante de él antes de salir a la calle. Siempre he pensado que hay que tener en cuenta los sentimientos de un niño. Para las niñas de su edad es como un juego, ya sabe usted, un día están jugando con sus muñecas y al día siguiente las ves maquillándose, porque creen que ya son mayores. —La mujer no pudo reprimir un sollozo—. Mi zagalina, mi niña…
Ante tanto dolor, el inspector no supo cómo reaccionar. Allí plantado, como un pasmarote, veía llorar a la madre y no se atrevió a decir nada. No supo hacer lo que había visto en tantas películas, cuando el policía consuela a la madre dejándola desahogarse sobre su hombro. Juanito, incapaz de verter lágrimas, envidió la facilidad con que esa mujer desahogaba su dolor, para después emitir un suspiro entrecortado y rehacerse a sí misma, sin ninguna ayuda.
—Tal vez mi marido estaba en lo cierto. Debería haberla vigilado más de cerca. Tendría que haber husmeado en sus cosas, haber leído su diario como he hecho hoy, aunque se hubiera alejado de mí. De haber sabido que se iba a La curva, no lo habría permitido de ninguna manera y ahora estaría viva. Si hubiera ido a menudo a recogerla a la salida del cine… Una madre debe ser como un perro guardián, aunque les moleste y te llamen policía. —Ante la metedura de pata intentó disculparse—. Perdone, no quería ofenderle. Cuando suceden estas cosas, una se da cuenta de lo difícil que resulta ser madre, porque cada decisión que tomas puede ser errónea. Ahora mismo no sé si mi marido llevaba o no razón, pero tendré que vivir con la duda y soportar que me lo eche en cara durante toda la vida.
—Pero usted no tuvo la culpa. Lo mismo pudo haberle sucedido saliendo del cine. —Aunque no dijo nada, se sintió aliviada con el comentario de Juanito—. ¿Conocía usted a sus amigos, a Pablo, a Protasio y a los demás?
—Conocía a los de siempre, a los del colegio y a alguno nuevo del instituto, pero no a esos salvajes que le hicieron eso.
—Debo decirle que todavía no hay pruebas inculpatorias contra ese chico.
—¿Quiere decir que lo van a soltar como si nada? ¡Ustedes, los policías, son unos irresponsables y unos sinvergüenzas! Estoy harta de ver en la televisión cómo se pasean por la calle los violadores mientras sus víctimas están en el cementerio. No puedo creer que les permitan burlarse de la justicia después de provocar tanto dolor y tanto sufrimiento.
—No me malinterprete, señora. Lo que he querido decir es que es posible que el asesino fuera otro.
—¿Otro?
—Tenemos indicios. Lo que le hicieron a Susana deja rastros, y esos rastros pueden ser identificados.
—Se refiere a… —La mujer puso cara de asco, pero Juanito no la dejó terminar.
—Huellas y evidencias biológicas, que en estos momentos se están analizando en el laboratorio. Antes de acusar a alguien, debemos tener una certeza absoluta. Pero puede estar segura de que atraparemos a la persona que le hizo daño a Susana.
La explicación apresurada de Juanito pareció calmar a la mujer. Aprovechó ese momento para pasar a otra cosa.
—¿Podría hablar con su marido?
—Esta mañana ha tenido que ir a Cartagena a reconocer… —Dejó la palabra en el aire—. Yo no he tenido fuerzas. Quiero recordarla sonriendo. Quiero conservar ese momento, cuando me besó por última vez, antes de ir al cine.
—¿Puedo ver la habitación de Susana?
—Por supuesto. —Le condujo hasta una puerta en la que había pegada una foto sobre una cartulina escrita con rotulador: «Leer atentamente las instrucciones antes de entrar…». Juanito señaló la fotografía, donde Susana y una amiga con las cabezas muy juntas sacaban la lengua a la cámara.
—Esa es Silvia. Se conocieron en la guardería y desde entonces han estado siempre juntas. —Hizo un gesto que expresaba contrariedad—. Perdone que no le haya ofrecido nada, pero es que estoy destrozada.
—No se preocupe.
—¿Quiere un café, una cerveza o alguna otra cosa?
—Un café me vendría bien. Muchas gracias.
Entró directamente sin leer las instrucciones. Era una habitación pequeña en la que competían elementos infantiles y juveniles, aunque estos últimos parecían llevar una clara ventaja. Aun así, el conjunto resultaba agradable y vivificante: sobre la cabecera de la cama, el gato Silvestre estaba a punto de tragarse a un indiferente Piolín que se miraba las uñas; el resto de las paredes se lo disputaban Los Simpsons, la saga Crepúsculo y multitud de grafitis firmados por ella. En el techo, había una especie de santuario dedicado a Leonardo DiCaprio, donde reinaba un gigantesco póster de la película Romeo y Julieta. Un espejo con el marco de mimbre mostraba abundantes huellas y la marca de unos labios estampados en el cristal. La atención de Juanito se sintió atraída por una estantería repleta de perfumes, coloretes, barras de labios, pintaúñas de todos los colores y toallitas y esponjas que emitían la hechizante fragancia del misterio femenino. Sobre la mesita de noche, junto a una vela con aroma de vainilla, el diario que la madre había estado leyendo tenía arrancadas las solapas que todavía sujetaba el candado; sobre sus páginas abiertas había un paquete de Fortuna casi entero, dos papelillos y un pequeño encendedor. En el suelo, junto a la mochila, había un libro que Juanito recogió, La ciudad de las sombras, y lo abrió por la primera página donde aparecía la dedicatoria del autor: Para Susana, con cariño; sin duda se trataba del libro recomendado en el instituto. Lo colocó sobre la mesita de noche, junto al diario. Estaba curioseando el bloc de dibujo que se encontraba abierto sobre la minicadena, cuando entró la madre con una tacita de café humeante que dejó sobre una cajonera vertical de madera de pino.
—Se le daba muy bien dibujar. Siempre sacaba sobresalientes en plástica. —Apretó fuertemente los labios, intentando contener un temblor fugaz de la barbilla—. Últimamente discutíamos porque se le había metido en la cabeza que al terminar la ESO iba a hacer el Bachillerato de Artes. «¿Para qué sirve eso?», le preguntaba yo, y ella me contestaba que en su momento lo sabría.
—¿Está todo tal y como ella lo dejó? —preguntó el inspector.
—Pues no, verá usted —la madre no intentó justificarse, era su casa y hacía lo que le daba la gana. Señaló el diario—, he estado fisgando entre sus cosas y ya ve lo que he encontrado. Después de hablar con Silvia he querido conocer a esa extraña que era mi hija. ¿He interferido de alguna manera en su investigación?
—No, señora. —Juanito cogió el diario—. ¿Lo ha leído entero?
—Sí.
—¿Hay alguna cosa que pueda servirme de ayuda?
—No lo sé. —Meditó unos segundos y añadió—: En las últimas páginas que escribió sale a relucir el nombre de ese. —En su gesto parecía como si la mención del nombre fuera suficiente para hacerla vomitar.
—¿De Pablo?
—Sí. —La madre le arrebató el diario y empezó a hojearlo con nerviosismo—. Aquí —dijo señalando con el dedo.
Pablo besa muy bien. Kuando terminamos de besarnos me dio un susto. Se puso a decir: ¡tía ke bien besas!, y lo dijo gritando. Después se levantó y se puso a rajar kon el Protasio. Estuvo + de una hora sin mirarme el gilipollas.
—¿Eso es todo?
—Aparte de algún comentario referente al instituto y a sus amigos de siempre, el resto del diario nos lo dedica a los subnormales de sus viejos, como ella nos llamaba, en especial al cabrón de su padre.
—Entiendo.
La mujer lo dejó solo, pero se marchó con el diario aferrado entre sus manos. No había fuerza sobre la tierra capaz de deshacer esa presa, y Juanito no se molestó en pedírselo.
Cogió la mochila y la volcó sobre la cama. Efectuó un concienzudo recorrido por las páginas de los libros repletas de anotaciones, grafitis y dibujos, hojeó los cuadernos y abrió los estuches, pero aparte de algunas notitas dobladas, escritas con la misma letra que había en la cartulina de la puerta, no encontró nada significativo; disimuladamente se las guardó en el bolsillo de la chaqueta. Antes de abandonar la habitación, echó una última mirada a ese lugar repleto de colorido. Desde el techo, Leonardo DiCaprio le obsequió con una sonrisa seductora, mientras el lindo gatito, a punto de devorar a Piolín, parecía decir: «Esta vez te he cazado, pajarito».
De camino hacia la casa de Silvia, les fue echando una ojeada a los papelitos doblados que llevaba en el bolsillo: en uno de ellos había un corazón con la siguiente ecuación escrita a bolígrafo rojo: «Susana · Pablo = Pablo · x»; otro era el comienzo de lo que parecía ser un cuento: «Os voy a contar la historia de una pequeña flor que vivía solita…», interrumpido bruscamente por el mensaje: «Acho, ¿sabes que el Piru se iba a enrollar ayer kon Luci?», y la respuesta a lápiz con otro tipo de letra «Benga, eso no te lo krees ni tú»; el último era más sustancioso y después de leerlo volvió a guardárselo en el bolsillo. Entonces se dio cuenta de que ni siquiera había probado el café que le había preparado la señora Montón, lo que hizo que se sintiera culpable. ¿De qué? No supo precisarlo, pero imaginó a la mujer recogiendo la taza, encorvada, casi vencida por el peso del dolor, con sus pasos de pajarito y sus manos temblorosas, llevándola de vuelta a la cocina. Tal vez por eso, cuando se lo ofrecieron en casa de Silvia, dijo que no, que tan sólo quería charlar unos minutos con la niña, a solas, si no tenía inconveniente. El rostro de la madre reflejó contrariedad. Se marchó dejándolos sentados en el diminuto salón con el televisor encendido y un olor rancio a tabaco flotando en el ambiente. Silvia era bajita y muy delgada, tenía unos ojos hermosos y los labios grandes; el pelo recogido con un rodete le daba un aire de temprana madurez. Parecía asustada.
—Háblame de Susana.
—Era despierta, muy alegre, mazo de enrollada… —dijo encogiéndose de hombros—. Le gustaba pasárselo bien, como a todos. No sé qué más decirle, aparte de que era mi mejor amiga.
—¿Por qué no me cuentas lo que hicisteis anoche? Puedes empezar desde que salisteis de casa. —Sonrió a la niña—. No debes preocuparte, Silvia. No habéis hecho nada malo. Pero es importante que conozca todos los detalles, para poder atrapar a la persona que asesinó a tu amiga.
—Entonces ¿no ha sido Pablo? —Por primera vez sonrió y el alivio que sintió le iluminó el rostro.
—Todavía no lo sabemos con seguridad.
Con un gesto de complicidad, Silvia subió el volumen del televisor.
—¿Le importa que fume y si entra mi madre hacemos como que es suyo?
—De acuerdo.
Sacó del bolsillo un arrugado paquete de tabaco del que extrajo un cigarrillo. Lo encendió, aspiró profundamente y lo dejó sobre el cenicero, junto a Juanito.
—Pues a las diez menos cuarto, después de cenar, Susana vino a recogerme. El cine empezaba a las diez…
Con sumo detalle, Silvia le contó que después de pasar por el cine Acapulco y coger un par de entradas del suelo, se dirigieron hacia los recreativos, para poder acicalarse en el lavabo. Allí se perfilaron los labios, se pintaron los ojos y retocaron el peinado con gomina, se desabrocharon las blusas para mostrar el ombligo que las escuálidas camisetas dejaban al descubierto y salieron transformadas en mariposas nocturnas dispuestas a resolver el misterio de la noche. Había un deje de orgullo en su expresión mientras contaba al inspector cómo burlaban la vigilancia paterna, cómo se disfrazaban de princesas sin necesidad de un hada madrina, porque toda la magia se encontraba en sus bolsos de Mary Poppins.
—¿Fuisteis directamente a La curva?
—No. Intentamos entrar en el Baracoa, pero nos tiraron.
—¿Cómo que os tiraron?
—Que no nos dejaron entrar. Dimos una vuelta por la feria y a las once o así, que es cuando abren las discotecas, nos fuimos hacia La curva.
—¿Qué hicisteis allí?
—Buscar al Protasio, a Pablo y a los otros. Estaban en el Tela, junto a la playa.
—¿Recuerdas si algún coche os siguió?
—No lo sé. No me di cuenta.
—¿Qué pasó hasta que Susana se marchó con Pablo?
—Nada. Hablamos de piezas, de música, nos reímos y todas esas cosas.
—¿Consumisteis alcohol?
—Cuando llegamos estaban bebiendo un mini y le dimos algún que otro trago. —Pareció dudar, de manera que aprovechó para darle un par de caladas al cigarrillo—. Bueno, Susana no.
—¿Nunca bebía?
—Es que un día se emborrachó, y desde entonces lo ha aborrecido.
—Supongo que pasáis de los porros. —Silvia no dijo nada, se encogió de hombros y apretó los labios—. ¿Cuánto tiempo estuvisteis juntas?
—Como una hora más o menos.
—¿Llevaba mucho tiempo saliendo con Pablo?
—¿Quién le ha dicho eso? —dijo torciendo la nariz—. Pablo no salía con Susana, porque tenía novia.
Juanito sacó el papelito doblado que llevaba en el bolsillo y se lo entregó a Silvia. Ella lo leyó sin mirar al inspector:
Hola, Pablo, ¿te piensas enroyar konmigo algún día? Dice Silvia ke tú le dijiste ke pasabas de mí. ¿Es verdad? Yo pensé ke te gustaba, pero parece ke estoy ekibocada. A mí me sigues gustando mucho, pero lánzate ya, ¿vale? Kiero tener una goma del pelo tuya. Ya sabes el kolor ke me gusta. TE KIERO. Eskríveme kon lo ke sea. kuando kieras te hago el chupetón ke me pediste.
PABLO+SUSANA
—Esa nota no llegó a enviársela.
—Pero ella se refiere a un chupetón que él le pidió. —Juanito la miró interrogante—. ¿El chupetón es lo que yo me imagino?
—Pues… —Entonces cayó en lo que el policía quería decir y, conteniendo la risa, le contestó—: Ehhh…, no se trata de eso. Un chupetón es como un beso en el cuello que deja marca. Una marca roja en la piel, como un antojico.
—Pero ¿estaban saliendo o no?
—Pues no.
—¿Y cómo le llamas a esa relación de besos y chupetones?
—No sé.
—¿No sabes?
—Tener un rollo.
—Ya.
Silvia bajó la mirada, avergonzada. Después contempló al inspector con esos ojos tan grandes, unos ojos donde uno podía caer como en un abismo y quedar atrapado para siempre.
—Oiga, yo no sé cómo era usted cuando tenía mi edad, pero ahora si una chica y un chico se gustan no reprimen sus sentimientos. Tengo la impresión de que piensa que somos unas busconas y que Susana tenía merecido lo que le pasó.
—No era esa mi intención, de verdad. —Juanito la obsequió con una sonrisa—. Me gusta la gente libre y con imaginación, porque yo carezco de ella. ¿Cómo se llama la novia de Pablo?
—Sandra. Siempre estaba con ella, aunque algunas noches se quedaba en su casa porque le aburría tajear.
—¿Por eso se lio con Susana?
—Es que, verá, a Susana se le daba muy bien el dibujo y Pablo tenía mucha mano con los colores. Entre los dos hacían unas piezas alucinantes.
—¿Sabía que tenía trece años?
—No.
—¿Qué hicisteis cuando Susana y Pablo no aparecieron por el Tela?
—Yo estaba inquieta. No sabía qué pensar, pero el Protasio, Álex y el Mico empezaron a reírse de mí. Dijeron que estarían haciendo petting.
—Y tú ¿qué pensaste?
—Nada.
—Algo pensarías. ¿No era tu mejor amiga?
—Me sentí mal, porque creí que había pasado de mí.
—¿Tú crees que Pablo pudo hacerlo?
—Por eso lo han detenido, ¿no?
—Lo hemos detenido porque creemos que pudo hacerlo, pero quiero que me digas lo que crees tú.
—Nunca habría imaginado a Pablo capaz de forzar a una chica. Y mucho menos de matarla.
—¿Hasta qué hora la esperaste?
—Hasta las dos menos cuarto. La llamé al móvil, pero no lo cogió; después me marché a casa y me acosté. Estaba dormida cuando sonó el timbre y aparecieron los padres de Susana.
—¿Les contaste lo mismo que a mí?
—Todo no. Pero les dije que esa noche, cuando salimos del cine, nos acercamos un ratico a La curva.
—¿Qué hicieron?
—Nada. Bueno, sí, estaban rallados conmigo y me miraban como si yo tuviera la culpa. Desde mi casa llamaron a la policía, porque el móvil de Susi seguía sin responder.
—¿Es este el número de móvil de Susana?
La joven miró la libreta que le mostró el policía y dijo que sí. Estaba agotada, parecía que de un momento a otro iba a echarse a llorar. Consciente de que estaba haciendo un tremendo esfuerzo, Juanito decidió terminar.
—Una última pregunta. —Silvia aprovechó para dar una calada y aplastar la colilla en el cenicero—. ¿Alguna vez has visto a alguien extraño merodeando por el instituto?
—No. Bueno…, no sé, no me he fijado.
—Está bien. No tiene importancia.
Juanito se incorporó del sofá, dio las gracias a Silvia y se despidió de la madre, dejando su tarjeta, por si se acordaba de algo que pudiera servirle en su investigación.
Eran las siete y media de la tarde cuando entregó a los padres de Pablo la lista de lo que debían llevarle al cuartelillo. Lo recibieron con una expresión de sometimiento y culpabilidad compartida. Estaban destrozados. «Nuestro hijo nunca nos cuenta nada…», se justificaron. Juanito husmeó en la habitación del chico, una leonera sobrecargada de pósteres y fotos de Morodo, Frank T, Korn, carteles de conciertos de raperos histriónicos y espídicos diyeis. Le llamó la atención una ilustración de colores ocres que parecía presidir la habitación, donde una interminable fila de niños de todas las razas y colores, sonrientes, felices e ilusionados recorrían la ladera empinada de una montaña, directos hacia un precipicio; al borde del abismo, una niña jugaba despreocupadamente a la rayuela, inconsciente del peligro. Era la ampliación de la carátula de un disco de Korn, cuyo título, Follow the Leader, aparecía garabateado con trazo infantil. El único color provenía del vestido de la niña, y del CD y los cascos que llevaba otro niño, ambos en rojo, como si fueran las únicas alternativas que les ofrecía la vida: podían seguir al líder y despeñarse como borregos o escuchar la música del grupo, explorar su individualidad y descubrir que eran diferentes.
El inspector pidió a los atribulados padres una foto que había sobre el televisor, en la que aparecía Pablo haciendo el ganso con sus amigos. Después, se marchó.
Antes de dar por finalizada la jornada, Juanito hizo a pie el mismo recorrido que la noche anterior habían hecho Pablo y Susana. En la calle de Isaac Peral vio la pintada. Entró en el pub Jony, pero no pudo hablar con el portero, porque este tenía el día libre. Cuando dejó atrás la pizzería La Boheme, llegó al lugar donde supuestamente habían tenido el encuentro con el Mercedes, y al pasar junto al Tommy’s observó que había una sucursal de la CAM. Desde la calle pudo ver que, en la pared opuesta al cajero automático, había una cámara de circuito cerrado que enfocaba hacia la entrada. Dándole vueltas a la posibilidad de que la cámara hubiera podido filmarlos, se dirigió a La curva. Volvió a marcar el número de móvil de Susana: «El teléfono móvil al que llama…». Entre las luces de neón y los atronadores sonidos, estuvo buscando a los amigos de Pablo, pero no dio con ellos. Aunque se cruzó con Ignacio Montón, no reparó en él. Junto a la foto de Susana, en el recibidor, había una fotografía de su padre sonriendo a la cámara, pero habían pasado seis años desde entonces y ese hombre ahora ya no sonreía. Estaba parado frente al Tela, con una lata de cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra.