3

Lo dicen los muertos

La sala de autopsias n.º 1 estaba situada en el sótano del edificio. Aunque había un ascensor, Juanito prefirió bajar por la escalera, saboreando el frescor y el extraño olor que emanaba de la semipenumbra hacia donde se dirigía, acompañado por el reverberar de sus propios pasos. Una vez abajo, tuvo que recorrer un largo y angustioso pasillo, donde un solitario sofá de skay y un extintor se enfrentaban a las paredes tachonadas de antiguas láminas de anatomía, que mostraban las secciones, misterios y miserias del cuerpo humano. Después de bajar cuatro escalones y cruzar una puerta batiente se encontró en el interior de la sala de tallado y en el laboratorio de patología.

Sorprendió al doctor Luzón hablando solo, o eso le pareció a Juanito, que no reparó en el micrófono suspendido sobre la mesa de autopsias. Con el otoscopio en una mano, el forense examinaba los oídos de la víctima, creando la impresión de que el dictamen se lo estaba comunicando directamente a esta. Levantó la cabeza para observar al policía, pero volvió rápidamente a su tarea, como si estuviera a punto de perderse algo.

Juanito contempló el cuerpo lívido de Susana Montón tendido sobre la mesa de acero inoxidable, con la cabeza colocada en su sitio como la última pieza de un rompecabezas. El color azulado de la cianosis estaba más acusado en lo que quedaba de los labios, en las mejillas y en las uñas. La etiqueta de identificación colgaba del dedo pulgar del pie izquierdo. La ropa, todavía húmeda, se encontraba en el interior de una bolsa de papel, junto a otra de plástico transparente que contenía los escasos efectos personales de la niña: una entrada del cine Acapulco, tres euros, ochenta céntimos y un billete de diez, una pulsera trenzada hecha con hilos de colores, un reloj digital marca Casio, un anillo de plata, una llave, dos pendientes de aro, un kleenex usado, la boquilla de un spray de pintura roja, una barra de cacao, el envoltorio de un chicle y dos cintas elásticas para sujetar el pelo. Sobre un estante, bajo multitud de frascos con residuos orgánicos, se hallaba la ropa del supuesto asesino dentro de una bolsa de plástico con un número, utilizado para preservar su identidad cuando pasara al laboratorio biológico para su posterior análisis. En los bolsillos del pantalón encontraron siete euros, dieciséis céntimos y un billete de diez, el DNI, cuatro boquillas y una bola de spray, un bolígrafo, un teléfono móvil, unas llaves, un paquete de Fortuna con seis cigarrillos, un encendedor negro, un libro de papelillos y una piedra de hachís que pesaba ocho gramos.

—¿Es usted el inspector encargado del caso? —Sin darle tiempo a responder, continuó hablando—: Acaban de traerla de rayos y me disponía en este momento a practicarle la autopsia. ¿Quiere acompañarme?

—¿Puedo?

—Eso depende de su estómago —respondió colocándose la mascarilla y las gafas protectoras.

De los oídos pasó a las cavidades nasales y, después de levantarle los párpados, le inspeccionó el repliegue bucal. El forense examinó todo el cuerpo, muy despacio, haciendo recuento de cicatrices, lunares y otras marcas identificativas. Con la lámpara de Wood identificó una luminiscencia blanco amarillenta que denominó «fluorescencia espermática», enmarcando con rotulador la zona donde fue visualizada; después, raspó y recogió la muestra que introdujo en una bolsita de plástico transparente con cierre hermético, en cuya etiqueta escribió el número de identificación para el laboratorio de analítica forense y el Instituto Nacional de Toxicología de Madrid. Se detuvo a observar las manos minuciosamente, prestando especial atención a las uñas, que recortó y colocó junto a las otras muestras, ya que podían contener escamas de la piel del agresor. Unas incisiones muy precisas que aparecían en la parte interna de sus muñecas las denominó ante mortem, al igual que dos heridas profundas y simétricas ubicadas en la espalda a la altura de los omoplatos.

—¿Ve usted? —Introdujo el dedo índice en una de las heridas—. Los cortes penetran desde los omoplatos en un ángulo muy ajustado, y fueron producidos con un instrumento afilado de hoja curva.

Entonces Luzón reparó en una diminuta pluma insertada en la herida que fue a hacer compañía al resto de las muestras.

—¿Una pluma de gaviota? —preguntó Juanito, y en la ansiedad de su voz casi había una afirmación.

—Ya veremos —respondió sin inmutarse el forense—. La analítica nos sacará de dudas.

Cuando Juanito le vio seleccionar un escalpelo de la bandeja para trazar la línea de incisión primaria, se echó hacia atrás instintivamente, golpeándose el codo con la puerta de la cámara frigorífica. Los cortes que hizo el forense sobre la caja torácica y el cuello hicieron que un sudor frío le recorriera la espina dorsal. Pero no contempló lo que el facultativo pretendía hacer con unas monstruosas tijeras sobre el esternón porque cerró los ojos. Luzón sonreía satisfecho. Cuando separó las costillas con el retractor, los órganos quedaron al descubierto, con sus brillantes y vívidos colores; un líquido seroso de una tonalidad rosada serpenteó por la mesa hasta el desagüe. Comprobó el peso del corazón y los pulmones en una báscula y recogió sangre con una jeringuilla. Después, tomó muestras líquidas de todos los órganos para su posterior análisis.

Hay que reconocer que Juanito aguantó heroicamente todo el proceso, a pesar de que estuvo a punto de salir corriendo para vomitar cuando el forense, con movimientos rápidos y precisos, le desprendió toda la cara, quedando al descubierto el pálido rostro de la muerte. Por último, utilizando una sierra eléctrica, hizo un corte en la parte superior del cráneo para examinar el cerebro por si había algún tipo de lesión.

Después de quitarse la mascarilla y los guantes de látex, dictaminó ante el micrófono, a la espera del resultado de los análisis toxicológicos de sangre, orina y bilis, que: «Susana Montón Tena, de trece años, ha sido violada, muriendo como consecuencia de las heridas producidas por el objeto u objetos punzantes, a la altura de ambos omoplatos, que le perforaron los pulmones. Gonzalo Luzón Alonso, patólogo forense del Instituto de Medicina Legal de Cartagena, 13 horas, 45 minutos del día 28 de junio de 2012».

A Juanito le sorprendió la precisión y limpieza del forense. Era un hombre ordenado que trabajaba con pulcritud, satisfecho con lo que hacía. Parecía que se reía por dentro de cosas que sólo los forenses y los muertos entendían. Le llamó la atención, y así se lo dijo, que después de efectuar tantos cortes y extraer numerosos órganos apenas se hubiera manchado la bata blanca.

—La limpieza es importante. —El forense espantó una imaginaria mosca—. ¿Sabía usted que el exceso de sangre puede encubrir pruebas evidentes y llevarnos a un diagnóstico equivocado?

Como Juanito no lo sabía negó con la cabeza, pensando que ese razonamiento era estupendo, sencillo y fácil de entender.

Mientras Luzón comprobaba el libro de entradas, Óscar Piédrola, el ayudante del forense, sin mediar una palabra, se puso a la tarea de anotar el contenido de las bolsitas herméticas que su jefe había depositado en el contenedor de recogida de pruebas. La continuidad de la prueba era esencial, para poder efectuar el seguimiento y preservar la integridad de la muestra.

—Si nos saltamos el procedimiento, las pruebas se invalidan y ya no sirven —dijo Piédrola, sin que nadie le preguntara, al observar que Juanito intentaba leer lo que estaba escribiendo.

—Interesante —respondió Juanito para no desanimarle.

La mirada del forense se clavó en la cabeza afeitada de su ayudante, levantó una ceja y se volvió para contemplar el cuerpo de una mujer a la que su marido había maltratado por última vez. La simetría del rostro se había desbaratado: un ojo abierto y otro cerrado, la nariz desplazada hacia la izquierda, la mandíbula colgando, la hinchazón de la lengua escondida tras una batería de dientes rotos; aquí y allá, numerosos moretones y arañazos, como si el maquillaje para la fiesta de la muerte se hubiera aplicado apresuradamente. Después de memorizar la estrategia a seguir, dijo a su ayudante que la preparara para la autopsia, antes de coser el cadáver de Susana.

Luzón echó un vistazo al reloj de la sala y apareció como por arte de magia en sus manos una suave gamuza, con la que limpió a conciencia los cristales de sus gafas, echándoles el aliento.

—Y bien, inspector, ¿cómo dijo que se llamaba?

El forense llevó a Juanito hasta la máquina que había en el pasillo, junto a los ascensores, para invitarle a un café, pues había en este caso algunos puntos oscuros que no acababa de entender.

—No sé lo que pensará usted —Luzón removía el azúcar, como si la cucharilla de plástico fuera el objeto más interesante del mundo—, pero este cadáver no para de enviarme mensajes contradictorios.

—¿A qué se refiere?

—Creo que aún es pronto para ir sacando conclusiones, pero le prometo que usted será el primero en recibir una copia del informe preliminar.

Como vio que al inspector le decepcionaba la respuesta, añadió:

—Verá, esto es a título confidencial. —El forense entrecerró los ojos, mirando hacia la puerta de la sala de autopsias, como si sospechara que alguien pudiera estar espiándolos—. No me cuadra que el chaval, borracho como una cuba, cargara con la chica muerta hasta las Salinas, después de abusar de ella, para regresar a la playa y tumbarse a dormir la mona.

—Tal vez fueron juntos hasta allí, mantuvieron relaciones sexuales y luego la mató por algún motivo.

—No hay señales de forcejeo, ni se han encontrado indicios de que le cortaran el cuello en ese lugar, y créame si le digo que cortar una cabeza deja restos. ¿Ha interrogado ya al detenido?

—Iré a hablar con él cuando acabe con usted.

—¿Piensa acabar conmigo? —dijo el forense poniendo cara de sorprendido, y el inspector soltó una carcajada—. Sin embargo, lo que más me ha desconcertado es no encontrar el teléfono móvil de Susana entre sus pertenencias.

—¿Una chica de trece años que sale de marcha sin su móvil?

—Exacto. Es algo insólito, en los tiempos que corren.

Antes de marcharse, al inspector se le ocurrió una última pregunta.

—¿Por qué cree usted que le cortaron la cabeza después de matarla?

—Una buena pregunta, sí, señor —dijo el forense—. A mí también me gustaría conocer la respuesta. Sherlock Holmes solía decir que una vez eliminadas todas las explicaciones imposibles lo que queda es la verdad, por improbable que pueda parecer.

El forense tiró en la papelera el vaso vacío, dio una palmada en la espalda a Juanito, empujándole ligeramente hacia la salida, y se despidió de él.

Mientras subía la escalera en dirección al coche, todavía llevaba en la nariz el olor a descomposición. El policía no dejaba de pensar en Luzón, un hombre cálido, de fuerte personalidad y un excelente sentido del espectáculo. Decididamente le gustaba ese hombre. ¿Qué motivos le habrían inducido a elegir la medicina legal, abandonando otros campos de más reconocimiento y más lucrativos? Si se acordaba, tendría que preguntárselo algún día.