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LA SENDA DE ACHERON

El alba estaba apenas despuntando cuando Amalric condujo a su hueste hasta la embocadura del Valle de los Leones. Unas lomas bajas y onduladas, pero también escarpadas, flanqueaban a ambos lados el valle, y el suelo iba ascendiendo en una sucesión de irregulares terrazas naturales. En la más elevada de aquellas terrazas, el ejército de Conan se había hecho fuerte y aguardaba el ataque. Las fuerzas de Gunderland con las que se había reunido no estaban compuestas únicamente de lanceros. Con ellas habían llegado siete mil arqueros bosonios y cuatro mil barones del norte y el oeste, con sus jinetes, para reforzar las filas de su caballería.

Los piqueros se habían dispuesto en la estrecha cabecera del valle en una compacta formación triangular. Eran diecinueve mil hombres, la mayoría oriundos de Gunderland, acompañados por cuatro mil aquilonios de las provincias fronterizas. Cinco mil arqueros bosonios los flanqueaban a ambos lados. Tras las filas de los piqueros aguardaban inmóviles los caballeros, con las lanzas en ristre: diez mil caballeros de Poitain y nueve mil aquilonios, entre barones y escuderos.

Era una posición sólida. Sus flancos no podían amenazarse, porque para ello habría que escalar las escarpadas y boscosas colinas, a merced de las flechas y las espadas de los bosonios. El campamento de Conan se encontraba directamente tras ella, en un valle angosto y estrecho que no era en realidad más que la prolongación del Valle de los Leones, sólo que a mayor altura. El cimmerio no temía un ataque sorpresa por la retaguardia, porque las colinas estaban infestadas de refugiados y hombres desesperados cuya lealtad hacia él era incuestionable.

Pero, si su posición era inamovible, igualmente difícil sería escapar de ella. Para los defensores era tanto una fortaleza como una trampa, una última línea de defensa para unos hombres que no albergaban más esperanza de sobrevivir que salir victoriosos. La única retirada posible era a través del estrecho desfiladero que tenían a la espalda.

Xaltotun se encontraba en la cima de una loma, a la izquierda del valle, cerca de su amplia boca. Aquella loma, que se elevaba por encima de todas las demás, se conocía como el Altar del Rey por alguna razón olvidada hacía tiempo. Sólo Xaltotun la conocía, pero es que su memoria se remontaba tres mil años en el tiempo.

No estaba solo. Sus dos siervos, silenciosos, hirsutos, furtivos y morenos, se encontraban con él, y entre ambos sujetaban a una muchacha aquilonia, maniatada de pies y manos. La depositaron sobre una vieja piedra, que curiosamente tenía forma de altar y que coronaba la cima de la loma. Durante siglos la piedra había permanecido allí, desgastada por los elementos, hasta que muchos empezaron a dudar que fuera otra cosa que una roca natural con una curiosa forma. Pero lo que era, y la razón de su presencia allí, lo recordaba Xaltotun desde tiempos antiguos. Los siervos se retiraron, con la espalda encorvada como gnomos silenciosos, y Xaltotun quedó solo junto al altar de piedra, contemplando el valle mientras la brisa sacudía su barba negra.

Desde allí podía ver con claridad el sinuoso Shirki y las colinas que se extendían más allá de la entrada del valle. Distinguía la resplandeciente cuña de acero dispuesta sobre la última de las terrazas, el brillo de los cascos de los arqueros entre las rocas y los matorrales, los silenciosos caballeros en sus corceles, bajo los estandartes sacudidos por el viento y la espesura erizada de espinas que formaban sus lanzas.

En dirección contraria se veían las largas y apretadas filas de los nemedios, desplazándose como una masa de reluciente acero hacia la entrada del valle. Tras ellos, los coloridos pabellones de señores y caballeros y las grises tiendas de la soldadesca se extendían casi hasta el río.

Como un río de acero fundido, la hueste nemedia inundó el valle bajo la gran forma ondeante del dragón escarlata. A la vanguardia marchaban los arqueros, en filas bien ordenadas, con las ballestas medio levantadas, los virotes preparados y un dedo en el gatillo. Tras ellos venían los piqueros, y después de éstos la auténtica fuerza del ejército: los caballeros montados, con los estandartes desplegados al viento y las lanzas en alto, cabalgando en sus grandes corceles como si se dirigieran a un banquete.

Los ballesteros empezaron a disparar mientras avanzaban, sin deshacer las filas, soltando sus virotes con un chasquido y un siseo. Pero los proyectiles se quedaron cortos o rebotaron sin causar daño sobre la muralla formada por los escudos de los hombres de Gunderland. Y, antes de que pudieran colocarse a rango de tiro, los arqueros bosonios empezaron a sembrar el caos entre sus filas.

Tras unos momentos, fracasado un fútil intento de devolver el fuego, los ballesteros nemedios empezaron a retroceder en desorden. Llevaban armadura liviana y sus armas no eran rivales para los arcos largos de los bosonios. Además, los infantes nemedios, conscientes de que su único objeto en aquella estrategia era allanar el camino a los caballeros, adolecían de una moral quebradiza.

Los ballesteros retrocedieron, y por los huecos abiertos entre sus filas avanzaron los piqueros. Estos eran principalmente mercenarios, cuyos amos no tenían el menor escrúpulo en sacrificarlos. Su objetivo era cubrir el avance de los caballeros hasta que éstos estuviesen a distancia de carga. Así que, mientras los ballesteros disparaban desde los dos flancos a larga distancia, los piqueros avanzaron bajo el fuego que les llegaba desde arriba, seguidos de cerca por los caballeros.

Cuando los piqueros empezaron a flaquear bajo las letales flechas que les llovían desde las laderas, sopló una trompeta, las compañías se dividieron a derecha e izquierda y entre ellas avanzaron atronando los caballeros acorazados.

Se lanzaron de cabeza contra una nube erizada de muerte. Los proyectiles enemigos encontraban todos los huecos de sus armaduras y de las de sus monturas. Los caballos que ascendían penosamente por las terrazas tapizadas de hierba se encabritaban y caían, arrastrando a sus jinetes consigo. La ladera quedó sembrada de formas embutidas en acero. La carga vaciló y retrocedió.

Abajo, en la entrada del valle, Amalric rehízo sus filas. Tarascus estaba luchando con la espada desenvainada bajo el dragón escarlata, pero era el barón de Tor quien dirigía la batalla aquel día. Amalric soltó una imprecación al ver la maraña de lanzas sobre los yelmos de los hombres de Gunderland y detrás de ellos. Había esperado que su retirada atrajera a los caballeros enemigos a una carga prematura, que los dejaría flanqueados por sus arqueros e impedidos en su avance por el ingente número de jinetes nemedios. Pero no habían mordido el anzuelo. Los sirvientes del campamento trajeron pellejos de agua desde el río. Los caballeros se quitaron el yelmo y se remojaron la sudorosa cabeza. En las pendientes, los heridos chillaban en vano pidiendo agua. En lo alto del valle, los defensores contaban con varios manantiales. No pasarían sed en aquel largo y caluroso día de primavera.

En el Altar del Rey, junto a la ancestral piedra tallada, Xaltotun contemplaba las idas y venidas de la marejada de acero. Por allí avanzaban los caballeros, haciendo ondear las plumas y aprestando las lanzas. Se abrieron paso por una nube de silbantes flechas hasta romper como una ola atronadora contra un brillante farallón de escudos y lanzas. Las hachas se alzaban y caían sobre los yelmos emplumados y las lanzas repartían lanzadas, derribando caballos y jinetes. El orgullo de los hombres de Gunderland no era menor que la furia de los caballeros. No eran carne de cañón para ser sacrificada por la gloria de hombres de condición más elevada. Eran la mejor infantería del mundo, con una tradición que los dotaba de una moral inquebrantable. Los reyes de Aquilonia habían aprendido tiempo atrás la valía de una infantería a toda prueba. Su formación se mantuvo incólume. Sobre sus brillantes filas ondeaba el gran estandarte del león y, en la punta del triángulo, una figura gigantesca embutida en una armadura negra rugía y repartía hachazos como un huracán, empuñando un arma que cortaba el acero y segaba los huesos con la misma facilidad.

Los nemedios luchaban con el coraje que demandaban sus tradiciones más galantes. Pero eran incapaces de romper el triángulo de acero, y, desde las estribaciones boscosas que se extendían a ambos lados, las flechas inmisericordes seguían diezmando sus apretadas filas. Sus propios ballesteros no podían hacer nada y sus piqueros eran incapaces de escalar aquellas alturas y enfrentarse a los bosonios. Lentamente y a regañadientes, los torvos caballeros, contando las sillas vacías que había entre ellos, empezaron a ceder terreno. Sobre ellos, los infantes de Gunderland no prorrumpieron en gritos de triunfo. Apretaron las filas para rellenar los huecos dejados por los caídos. El sudor les resbalaba sobre los ojos bajo los capacetes de acero. Asieron las lanzas y esperaron, con el corazón henchido de orgullo por el rey que luchaba pie a tierra, entre ellos. En la retaguardia, los caballeros aquilonios no se habían movido. Permanecían sobre sus monturas, sombríos e inmóviles.

Un caballero llegó espoleando a su montura hasta la cima de la loma llamada el Altar del Rey, y fulminó a Xaltotun con una mirada glacial.

—Amalric me ordena que te diga que es hora de que uses tu magia, hechicero —dijo—. En el valle están cayendo como moscas. No podemos quebrantar sus filas.

Xaltotun pareció crecerse, hacerse más alto, pavoroso y terrible.

—Regresa junto a Amalric —repuso—. Dile que forme sus filas para una carga, pero que espere mi señal. ¡Antes de que llegue, sus ojos verán algo que recordará hasta el momento de su muerte!

El caballero saludó, casi como compelido contra su voluntad, y bajó a todo galope la ladera de la loma.

Xaltotun, erguido junto al altar de negra piedra, contempló el valle entero, los muertos y los heridos sobre las terrazas, la senda empapada de sangre que coronaba las laderas, las filas acorazadas que volvían a formarse en la cabecera del valle. Levantó la mirada al cielo, y luego la bajó hacia la esbelta figura que yacía sobre la piedra. Entonces, sacando una daga cubierta de jeroglíficos arcaicos, entonó una inmemorial invocación:

—¡Set, dios de la oscuridad, escamoso señor de las sombras, por la sangre de una virgen y los séptuples símbolos, convoco a tus hijos desde el fondo de la negra tierra! ¡Hijos de las profundidades, bajo la tierra roja, bajo la tierra negra, despertad y sacudid vuestras espantosas crines! ¡Que tiemblen las colinas y caigan las rocas sobre mis enemigos! ¡Que el cielo se oscurezca sobre ellos y trepide la tierra bajo sus pies! ¡Que se arremoline entre sus piernas un viento surgido de la tierra negra y los ennegrezca y marchite…!

Se detuvo bruscamente, con la daga en alto. En el tenso silencio, el fragor de las huestes llegó a sus oídos, arrastrado por el viento.

Al otro lado del altar había aparecido un hombre embozado en una capa negra, cuya capucha dejaba entrever unos rasgos pálidos y delicados y unos ojos oscuros, impávidos y meditabundos.

—¡Perro de Asura! —susurró Xaltotun, con una voz que era como el siseo de una serpiente enfurecida—. ¿Estás loco, que vienes aquí a buscar tu perdición? ¡A mí, Baal! ¡Chiron!

—¡Vuelve a llamarlos, perro de Acheron! —dijo el otro, antes de echarse a reír—. Invócalos a gritos. No te oirán, ¡a menos que tus gritos resuenen en el infierno!

De detrás de unos arbustos, en la cresta de la colina, salió una anciana sombría con ropa de campesina y cabello largo y cano, a la que seguía un lobo gris de gran tamaño.

—Bruja, sacerdote y lobo —murmuró Xaltotun con voz grave, y se rio él también—. ¡Necios! ¿Cómo os atrevéis a oponer vuestras supercherías contra mis artes? ¡Con un mero ademán os borraré de mi camino!

—Tus artes no son más que briznas de hierba en el viento, perro de Python —respondió el sacerdote de Asura—. ¿No te has preguntado por qué el Shirki no bajó crecido y atrapó a Conan en su otra orilla? Al ver los relámpagos en la noche, deduje tu plan, y mis hechizos dispersaron las nubes que habías invocado antes de que pudieran descargar sobre los torrentes. ¡Ni siquiera te diste cuenta de que tu hechicería había fracasado!

—¡Mientes! —exclamó Xaltotun, pero con voz temblorosa que revelaba el menoscabo de su confianza—. Sentí el impacto de una hechicería poderosa que luchaba contra la mía. Pero ningún hombre de este mundo podría deshacer el hechizo de la lluvia, a menos que poseyese el mismísimo corazón de la brujería.

—Pero la inundación que habías previsto no llegó a producirse —repuso el sacerdote—. ¡Mira a tus aliados en el valle, pythonio! ¡Los has conducido al matadero! Están atrapados en las fauces de un cepo y ya no puedes ayudarlos. ¡Mira!

Señaló hacia allí. Por la angosta entrada de lo alto del valle, tras las filas de los poitanos, apareció un jinete a todo galope, haciendo girar sobre su cabeza algo que destellaba bajo el sol. Temerariamente descendió la ladera, cabalgando entre las filas de los hombres de Gunderland, quienes prorrumpieron en gritos de aliento y golpearon los escudos con las lanzas hasta provocar un trueno que recorrió las colinas. En las terrazas que separaban a ambas huestes, el sudoroso caballo se levantó sobre las patas traseras, mientras el salvaje jinete gritaba y sacudía como un poseso la cosa que llevaba en la mano. Era el resto desgarrado de una oriflama escarlata, con una serpiente dorada cuyas escamas despedían deslumbrantes reflejos bajo la luz del sol.

—¡Valerius ha muerto! —exclamó Hadrathus con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Una neblina y unos tambores lo condujeron hasta su perdición! ¡Yo invoqué esa niebla, perro de Python, y yo la hice levantar! ¡Yo, con mi magia, que es más grande que la tuya!

—¿Qué importa eso? —bramó Xaltotun. Ahora era una visión espantosa, de ojos llameantes y rasgos convulsos—. Valerius era un necio. No lo necesito. ¡Puedo aplastar a Conan sin la ayuda de ningún hombre!

—¿Y por qué esperas? —se mofó Hadrathus—. ¿Por qué has permitido que tantos aliados tuyos cayeran atravesados por las flechas y empalados por las lanzas?

—¡Porque la sangre nutre la hechicería! —tronó Xaltotun con una voz que hizo temblar las piedras. Un espeluznante nimbo envolvió su abominable cabeza—. Porque ningún hechicero que se precie derrocha sus fuerzas irreflexivamente. ¡Porque prefiero conservar mis poderes para los días venideros a emplearlos en una reyerta entre salvajes! ¡Pero ahora, por Set, voy a liberarlos sin freno! ¡Observa, perro de Asura, falso sacerdote de un dios consumido, y contempla una imagen que desmoronará tu razón para toda la eternidad!

Hadrathus echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada que era como un eco del infierno.

—¡Mira tú, negro diablo de Python!

Su mano salió del interior de su túnica sosteniendo algo que llameaba y ardía bajo el sol, y que transformó la luz en un fulgor dorado bajo el cual la carne de Xaltotun cobró la apariencia de un cadáver.

El hechicero pythonio gritó como si lo hubieran acuchillado.

—¡El Corazón! ¡El Corazón de Ahriman!

—¡Sí! ¡El único poder que supera al tuyo!

Xaltotun pareció encogerse, envejecer. De repente su barba se cubrió de escarcha, y sus negros rizos empezaron a encanecer.

—¡El Corazón! —musitó—. ¡Me lo has robado! ¡Perro! ¡Ladrón!

—¡No fui yo! Ha hecho un largo viaje hacia el sur. Pero ahora está en mis manos, y tus negras artes nada pueden contra él. Igual que te resucitó, te arrojará de nuevo al vacío del que te trajo. Recorrerás de nuevo la oscura senda de Acheron, que es una senda de silencio y noche. El oscuro imperio, confinado de nuevo al pasado, seguirá siendo una leyenda y un recuerdo negro. Conan volverá a reinar. ¡Y el Corazón de Ahriman regresará a la caverna bajo el templo de Mitra, donde arderá como un símbolo del poder de Aquilonia durante mil años!

Xaltotun profirió un alarido inhumano y rodeó el altar corriendo, pero de algún lugar —del cielo, quizá, o de la gran joya que refulgía en la mano de Hadrathus— brotó un violento haz de cegadora luz azul. Golpeó de lleno el pecho de Xaltotun, con un impacto cuyo eco resonó entre las colinas. El mago de Acheron se desplomó como abatido por un relámpago y, antes incluso de que tocara el suelo, su cuerpo experimentó una asombrosa transformación. Lo que había junto al altar no era ya un cadáver recién muerto, sino una momia marchita, un cadáver reseco, marrón e irreconocible tendido entre unos jirones mohosos.

La vieja Zelata le dirigió una mirada sombría.

—No era un hombre vivo —dijo—. El Corazón le había concedido en prenda una falsa semblanza de vida, que lo engañaba incluso a él mismo. Yo nunca vi otra cosa que una momia.

Hadrathus se inclinó para soltar a la muchacha maniatada cuando, entre los árboles, surgió una extraña aparición: el carro de combate de Xaltotun, tirado por sus extraños caballos. En silencio se aproximaron al altar y se detuvieron casi tocando con la rueda la forma pardusca y marchita que yacía en la hierba. Hadrathus levantó el cuerpo del hechicero y lo depositó sobre el carro. Y, sin perder un solo instante, los sobrenaturales corceles se volvieron y se alejaron hacia el sur, colina abajo. Hadrathus, Zelata y el lobo gris los siguieron con la mirada… mientras se adentraban en el largo camino de Acheron, que está más allá del mundo de los hombres.

En el valle, Amalric se había puesto tenso sobre la silla al ver al salvaje jinete que corveteaba y caracoleaba en la ladera agitando en el aire el jirón de estandarte con la serpiente manchada de sangre. Entonces, algún instinto le hizo volver la mirada hacia la colina conocida como el Altar del Rey. Y quedó boquiabierto. Todos los hombres en el valle lo vieron: un fino arco de luz cegadora que ascendía desde la cima de la colina emanando un fuego dorado. Al llegar a su cúspide, sobre los ejércitos, ardió con un resplandor deslumbrante que apagó momentáneamente el sol.

—¡Esa no es la señal de Xaltotun! —gritó el barón.

Sobre ellos, las inmóviles filas del enemigo habían empezado a moverse al fin, y un rugido lanzado desde el fondo de varios miles de gargantas recorría el valle.

—¡Xaltotun nos ha fallado! —vociferó Amalric—. ¡Valerius nos ha fallado! ¡Nos han llevado a una trampa! ¡La maldición que Mitra desencadenó sobre Xaltotun nos ha traído aquí! ¡Tocad retirada!

—¡Demasiado tarde! —gritó Tarascus—. ¡Mira!

Ladera arriba, la maraña de lanzas se inclinó y niveló. Las filas de los hombres de Gunderland se abrieron a derecha e izquierda como una cortina. Y, con un trueno que era como el furioso bramido de un huracán, los caballeros de Aquilonia emprendieron el descenso.

El ímpetu de aquella carga era irresistible. Los virotes disparados por los desmoralizados ballesteros rebotaban contra sus escudos y sus yelmos curvos. Con las plumas y los estandartes ondeando al viento y las lanzas en ristre, cayeron sobre las vacilantes filas de piqueros enemigos y cubrieron la ladera como una marea.

Amalric dio la orden de cargar y los nemedios, con desesperado coraje, espolearon sus monturas colina arriba. Todavía superaban a sus enemigos en número.

Pero eran hombres cansados en caballos fatigados, y cargaban ladera arriba. Los caballeros que se les enfrentaban no habían dado un solo golpe aquel día. Sus caballos estaban frescos. Bajaban por la ladera y lo hacían con la fuerza de un trueno. Y como un trueno golpearon las filas mal dispuestas de los nemedios: las asaltaron violentamente, las dividieron, las hicieron pedazos y emprendieron la persecución de sus restos por las laderas.

Tras ellos llegaron los hombres de Gunderland, ávidos de sangre, mientras los bosonios se desperdigaban por el valle abatiendo a flechazos a todo lo que todavía se moviera.

Colina abajo fluyó la marejada de la batalla, empujando en la cresta de la ola a los aturdidos nemedios. Sus ballesteros habían soltado las armas y huían con el rabo entre las piernas. Los pocos piqueros que habían sobrevivido a la feroz carga de la caballería caían aniquilados por los implacables infantes de Gunderland.

En salvaje confusión, la batalla desbordó la amplia embocadura del valle y se propagó a la llanura que se extendía más allá. Por toda ella corrieron los guerreros, perseguidos y perseguidores, divididos en combates singulares o en grupos de caballeros que repartían tajos y estocadas a lomos de caballos que se levantaban sobre las patas traseras y giraban sobre sí mismos. Pero los nemedios, aplastados y quebrantadas sus filas, fueron incapaces de rehacerse y organizar una línea de defensa. A centenares huían, tratando de ganar el río. Muchos de ellos lo consiguieron y, tras vadearlo, huyeron a todo galope en dirección al sur. Pero la campiña estaba en armas; el pueblo los cazó como si fueran lobos. Pocos llegarían a Tarantia.

La desbandada final no se produjo hasta la caída de Amalric. El barón, en un vano intento de frenar la huida de sus hombres, tropezó con el grupo de caballeros que seguía al gigante de la armadura negra y la sobreveste con el león real, sobre el que flotaba el estandarte de Aquilonia, junto al leopardo escarlata de Poitain. Un guerrero de elevada estatura y brillante armadura aprestó la lanza y cargó contra el señor de Tor. Su encontronazo fue como un trueno de tormenta. La lanza del nemedio acertó a su adversario en el yelmo, cuyos clavos reventaron y, soltando la cimera, dejaron al descubierto los rasgos de Pallantides. Pero la punta de la lanza del aquilonio perforó el escudo y la coraza y fue a clavarse en el corazón del barón.

Un rugido colectivo se elevó cuando Amalric fue desmontado, partiendo la lanza que lo había empalado, y los nemedios sucumbieron entonces, como sucumbe una barrera bajo el impacto del frente de un maremoto. Emprendieron una ciega huida hacia el río, cruzando la llanura como un torbellino. Tocaba a su fin la hora del dragón.

Tarascus no huyó. Amalric había caído, el portaestandarte había sido abatido y la enseña real de Nemedia yacía pisoteada entre el polvo y la sangre. La mayoría de los caballeros había huido, y los aquilonios se ocupaban en darles caza. Tarascus sabía que la batalla estaba perdida, pero, acompañado por un puñado de seguidores, recorría como un vendaval el campo de batalla, impelido por un único deseo: encontrar al cimmerio, Conan. Y finalmente lo encontró.

Las formaciones se habían roto por completo. Los escuadrones se habían desbaratado y marchaban dispersos. La cresta de Trocero relucía en un extremo de la llanura, y las de Próspero y Pallantides en el otro. Conan se hallaba solo. Los caballeros de la escolta de Tarascus habían caído uno a uno. Los dos reyes se encontraron frente a frente.

Mientras cabalgaban el uno contra el otro, el caballo de Tarascus gimió y se desplomó debajo de él. Conan desmontó de un salto y corrió hacia el rey de Nemedia, mientras éste salía de debajo de su montura y se levantaba. Los aceros destellaron cegadoramente en el sol y chocaron con estrépito, despidiendo una lluvia de chispas azules. Entonces se oyó un estruendo metálico cuando Tarascus, abatido por un golpe poderoso como un trueno, cayó cuan largo era sobre el polvo del campo de batalla.

El cimmerio colocó un pie calzado de hierro sobre el pecho de su enemigo y levantó la espada. Había perdido el yelmo. Sacudió la negra melena y sus ojos azules refulgieron con su antiguo fuego.

—¿Te rindes?

—¿Me ofreces cuartel? —inquirió el nemedio.

—Sí. Más del que tú me darías, perro. Tu vida y las de todos tus hombres, siempre que arrojen las armas. Aunque debería partirte la cabeza por ladrón infernal —agregó.

Tarascus giró el cuello y recorrió la llanura con la mirada. Los restos del ejército nemedio estaban tratando de cruzar el puente de piedra, con enjambres de aquilonios victoriosos pisándoles los talones. Los bosonios y los piqueros de Gunderland habían ocupado su campamento, y se dedicaban a registrar las tiendas en busca de botín, haciendo prisioneros, abriendo los fardos de pertrechos y volcando los carromatos.

Maldijo violentamente, pero entonces se encogió de hombros, cosa que, dadas las circunstancias, era lo único que podía hacer.

—Muy bien. No tengo alternativa. ¿Cuáles son tus condiciones?

—Rendirás todas las plazas que conservas en Aquilonia. Ordenarás a las guarniciones que abandonen los castillos y los pueblos, desarmadas, y sacarás tus infernales ejércitos de Aquilonia lo más pronto posible. Además, devolverás a todos los aquilonios a los que habéis vendido como esclavos, y pagarás una indemnización que se determinará más adelante, cuando los daños provocados por vuestra ocupación se hayan estimado adecuadamente. Serás mi rehén hasta que estos términos se hayan cumplido.

—Muy bien —se rindió Tarascus—. Rendiré sin ofrecer resistencia todas las plazas en poder de mis fuerzas, y todas las demás cosas se harán. ¿Qué rescate vas a pedir por mí?

Conan se echó a reír, levantó el pie del pecho de acero de su adversario y lo obligó a erguirse. Se disponía a decir algo pero, al volverse, vio que Hadrathus se aproximaba. El sacerdote, sorteando montañas de cadáveres de hombres y caballos, parecía tan tranquilo e impertérrito como era costumbre en él.

Conan se limpió el sudor manchado de polvo de la cara con una mano ensangrentada. Había pasado todo el día batallando, primero a pie con los piqueros, y luego sobre la silla, a la cabeza de la carga. Había perdido la sobreveste y tenía la armadura manchada de sangre y cubierta de abolladuras de espada, maza y hacha. Se erguía gigantesco frente a un trasfondo de sangre y matanza, como un sombrío héroe pagano de la mitología.

—¡Bien hecho, Hadrathus! —exclamó—. ¡Por Crom que me alegré de ver tu señal! Mis caballeros estaban casi locos de impaciencia y ardían en deseos de sumarse a la batalla. No sé cuánto más podría haberlos contenido. ¿Qué ha sido del mago?

—Ha emprendido la siniestra travesía hacia Acheron —respondió Hadrathus—. Y yo… me marcho a Tarantia. Mi tarea ha concluido aquí, y todavía me espera algo que hacer en el templo de Mitra. En este campo de batalla hemos salvado a Aquilonia… y no sólo a Aquilonia. Tu viaje a la capital será un desfile triunfal por un reino loco de regocijo. Toda Aquilonia aclamará el regreso de su rey. Así que, hasta que volvamos a vernos en el gran salón del trono, ¡adiós!

Conan permaneció en silencio mientras el sacerdote se alejaba. Varios caballeros se aproximaban a él desde extremos diferentes del campo de batalla. Vio a Pallantides, Próspero, Trocero y Servius Galannus con las armaduras salpicadas de sangre. El fragor de la batalla comenzaba a dar paso a un clamor de triunfo y aclamaciones. Todos los ojos, enfebrecidos por la lucha y brillantes por la exultación, estaban dirigidos hacia la gran figura negra del rey. Los brazos en sus cotas de malla agitaban espadas teñidas de sangre. Un confuso torrente de sonido se alzó, profundo y atronador como el ruido del oleaje:

—¡Salve, Conan, rey de Aquilonia!

Tarascus habló:

—Todavía no has puesto precio a mi rescate.

Conan se echó a reír y envainó la espada. Flexionó los poderosos brazos y se pasó los dedos sanguinolentos por los tupidos mechones negros, como si quisiera palpar la corona que acababa de recuperar.

—Hay en tu serrallo una muchacha llamada Zenobia.

—Sí, así es.

—Muy bien. —El rey sonrió como si rememorara algo sumamente agradable—. Ella será tu rescate, y nada más. Iré a Belverus a buscarla, tal como prometí. ¡Era una esclava en Nemedia, pero en Aquilonia haré de ella mi reina!