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ACHERON SE ALZARÁ DE SUS CENIZAS
El invierno había pasado en Aquilonia. Las hojas empezaban a reaparecer en las ramas de los árboles y la hierba gozaba de la caricia de las cálidas brisas meridionales. Pero muchos campos estaban vacíos y descuidados y muchos montones de cenizas señalaban los lugares donde antaño se habían alzado orgullosas villas o prósperas aldeas. Los lobos merodeaban a sus anchas por los caminos cubiertos de maleza y los bosques daban cobijo a bandas de hombres famélicos y sin amo. Sólo en Tarantia había banquetes, riqueza y magnificencia.
Valerius gobernaba como un hombre dominado por la demencia. Hasta muchos de los barones que habían recibido con los brazos abiertos su regreso murmuraban ahora contra él. Sus recaudadores de impuestos exprimían a pobres y ricos por igual. La riqueza saqueada de un reino entero se vertía sobre Tarantia, que cada vez era menos la capital de un reino y más una guarnición en medio de un país conquistado. Sus mercaderes nadaban en la abundancia, pero la suya era una prosperidad precaria, pues nadie sabía cuándo podía ser acusado de traición con pruebas falsas, despojado de sus propiedades y él mismo arrojado a prisión o arrastrado hasta el cadalso.
Valerius no hacía nada por tranquilizar a sus súbditos. Se mantenía en el trono gracias a la ayuda de la soldadesca nemedia y de algunos mercenarios desesperados. Se sabía un títere de Amalric, y era consciente de que sólo gobernaba por la intercesión de los nemedios. Sabía que no podía albergar la esperanza de unir a Aquilonia bajo su autoridad y dirigirla en una revuelta contra sus nuevos amos, porque las provincias limítrofes se resistirían a él hasta la última gota de su sangre. Y, en cualquier caso, los nemedios lo arrojarían del trono si tomaba cualquier medida encaminada a consolidar su posición. Estaba atrapado en su propia trampa. La bilis de un orgullo derrotado corroía su alma, y se consolaba entregándose al exceso y la depravación, como quien vive al día, sin pensar en el mañana ni preocuparse por él.
Sin embargo, llevaba su locura con sutileza, de modo que ni siquiera Amalric sospechaba de su existencia. Puede que los violentos y caóticos años que había pasado como vagabundo en el exilio hubiesen hecho germinar en él una amargura imposible de concebir. Puede que la aversión que profesaba a su condición actual hiciese crecer esta amargura hasta convertirla en una especie de demencia. Sea cual sea el caso, vivía con un único deseo: provocar la ruina de todos aquellos que estaban asociados con él.
Sabía que su reinado terminaría en el mismo instante en que hubiese servido a los propósitos de Amalric. Sabía también que, mientras continuara oprimiendo a su reino natal, los nemedios tolerarían su presencia, porque Amalric deseaba aplastar a Aquilonia hasta someterla por completo, destruir hasta el último atisbo de su independencia, y luego, al fin, quedársela para sí, reconstruirla a su manera con sus vastos tesoros y utilizar a sus habitantes y sus recursos naturales para arrebatarle a Tarascus la corona de Nemedia. Pues era el trono de un emperador lo que Amalric ambicionaba, y Valerius conocía esta ambición. Ignoraba si Tarascus lo sospechaba, pero sí sabía que el rey de Nemedia aprobaba la implacable dureza con la que gobernaba a sus súbditos. Tarascus sentía por Aquilonia un odio fruto de sus viejas guerras. No deseaba más que la destrucción del reino occidental.
Y lo que él mismo quería era arruinar el reino de tal forma que ni siquiera la riqueza de Amalric pudiera reconstruirlo. Detestaba a los barones tanto como detestaba a los aquilonios, y sólo vivía para ver el día en que Aquilonia estuviese sumida en una ruina total, y Tarascus y Amalric, enzarzados en una guerra civil sin esperanza que destruyera a Nemedia de forma igualmente completa y definitiva.
Creía que la conquista de las provincias todavía irredentas de Gunderland, Poitain y las marcas bosonias señalarían el final de su reinado. Llegado ese momento, habría servido a los propósitos de Amalric, y éste podría prescindir de él. Así que demoraba en la medida de lo posible la conquista de estas regiones, reduciendo sus actividades militares a incursiones sin propósito definido, al tiempo que respondía a los apremios de Amalric para que pasara a la acción con toda clase de objeciones y aplazamientos razonables.
Su vida era una sucesión de banquetes y salvajes orgías. Había llevado a su palacio a las mujeres más hermosas de todo el reino, voluntaria o involuntariamente. Blasfemaba contra los dioses y se tendía borracho sobre el suelo de la sala de banquetes con la corona dorada en la cabeza, manchando su túnica púrpura con el vino que derramaba. En arrebatos de sanguinaria depravación, decoraba los aleros de la plaza del mercado con cadáveres colgados, atiborraba de sangre las hachas de los verdugos y enviaba a sus jinetes nemedios en expediciones de saqueo y pillaje. Empujada hasta la locura, la tierra vivía en el tumulto de una constante y frenética revuelta, suprimida con salvajismo. Valerius rapiñaba, saqueaba y destruía hasta que Amalric protestaba, aduciendo que dejaría el reino en tal estado que sería imposible de levantar, sin saber que ésa era precisamente su obsesión.
Pero, si tanto en Nemedia como en Aquilonia se hablaba de la locura del rey, en Nemedia los hombres no hablaban menos de Xaltotun, el enmascarado. Pocos eran los que lo veían en las calles de Belverus. Los hombres decían que pasaba mucho tiempo en las colinas, en extraños cónclaves con los dispersos supervivientes de una antigua raza: un pueblo oscuro y taciturno que se jactaba de descender de un reino ancestral. Corrían rumores sobre los tambores que resonaban en las lejanas colinas, sobre las hogueras que ardían en la oscuridad y los extraños cánticos que arrastraba el viento, cánticos y rituales olvidados eras atrás, salvo como fórmulas carentes de significado musitadas junto al fuego en aldeas de las montañas cuyos moradores diferían de forma extraña de los habitantes de los valles.
Las razones de estos cónclaves nadie las conocía, salvo tal vez Orastes, quien frecuentemente acompañaba al pythonio, y cuyo semblante era cada vez más sombrío.
Pero, con la llegada de la primavera en su plenitud, se propagó un rumor por el desesperado reino que devolvió la vida a la tierra. Llegó como el murmullo de un viento originado en el sur, y despertó a los hombres de la apatía de su desesperación. Cómo apareció por vez primera, nadie habría podido decirlo. Algunos hablaban de una mujer extraña que bajó de las montañas con el cabello ondeando al viento, acompañada por un gran lobo gris que la seguía como un perro. Otros, de los sacerdotes de Asura, que marchaban como fantasmas furtivos, desde Gunderland a las llanuras de Poitain, y a las aldeas boscosas en las que moraban los bosonios.
Pero, fuera el que fuese el medio por el que llegó la noticia, la revuelta se propagó como un incendio por las tierras fronterizas. Las guarniciones nemedias más alejadas de las provincias centrales fueron atacadas y pasadas a cuchillo, y las bandas de saqueadores, aniquiladas. El oeste se había alzado en armas, y el levantamiento tenía un aire diferente, una feroz determinación y una cólera que reemplazaban al frenético desespero que había inspirado las revueltas anteriores. No era sólo el populacho: los barones empezaron a fortificar sus castillos y a desafiar a los gobernadores de las provincias. Se avistaron bandas de bosonios en las fronteras de las marcas: hombres robustos y resueltos, con brigantinas y capacetes de acero y arcos largos en las manos. Del inerte estancamiento en que lo habían sumido la disolución y la ruina, el reino emergía de repente, vivo, enérgico y amenazante. Así que Amalric envió un apremiante mensaje a Tarascus, quien acudió al frente de un ejército.
En el palacio real de Tarantia, los dos reyes y Amalric discutían el levantamiento. No habían avisado a Xaltotun, quien estaba inmerso en sus crípticos estudios en las colinas nemedias. Desde aquel sangriento día en el valle de Valkia, no habían acudido a su magia en busca de ayuda, y él se había mantenido apartado, sin comunicarse con ellos más de lo indispensable, aparentemente ajeno a sus intrigas.
Tampoco habían avisado a Orastes, pero éste se presentó igualmente, blanco como la espuma del mar empujada por la tormenta. Entró en la cámara de bóveda dorada en la que los reyes estaban celebrando su consejo y, al ver éstos en su semblante demacrado un pavor que nunca hubiesen creído posible en Orastes, lo contemplaron con asombro.
—Pareces cansado, Orastes —dijo Amalric—. Siéntate en este diván y haré que un esclavo te traiga vino. Has cabalgado mucho…
Orastes desechó la invitación con un ademán.
—He matado tres caballos en el camino desde Belverus. No beberé vino ni descansaré hasta que os haya dicho lo que tengo que decir.
Paseaba de un lado a otro como si un fuego interior le impidiese permanecer inmóvil. Deteniéndose frente a sus pasmados compañeros, dijo repentinamente:
—Cuando empleamos el Corazón de Ahriman para devolver la vida a un muerto no sopesamos las consecuencias de jugar con el negro polvo del pasado. La culpa es mía, así como el pecado. Sólo tuvimos en cuenta nuestras ambiciones, olvidando las que pudiera tener este hombre. Y de ese modo hemos dejado un demonio suelto en la tierra, una criatura ajena a la humanidad. Yo mismo he buceado profundamente en las aguas del mal, pero hay un límite a lo que yo, o cualquier hombre de mi raza y mi época, estaría dispuesto a hacer. Mis antepasados eran hombres limpios, sin traza de demoníaca infección en su sangre. Sólo yo me he zambullido en los pozos, y sólo puedo pecar hasta el límite de mi personalidad individual. Pero tras Xaltotun se esconden mil siglos de magia negra y demoníaca adoración, una tradición ancestral en la maldad. Se escapa a nuestra concepción, no sólo porque es un hechicero, sino porque es el hijo de una raza de hechiceros.
»He visto cosas que han condenado mi alma. En el corazón de las colinas he visto a Xaltotun comulgar con las almas de los condenados, e invocar a los antiguos demonios de la olvidada Acheron. He visto a los descendientes malditos de aquel execrable imperio venerarlo y saludarlo como su archisacerdote. He averiguado lo que planea… ¡y os digo que no es otra cosa que la restauración del antiguo, espantoso y negro reino de Acheron!
—¿Qué quieres decir? —inquirió Amalric—. De Acheron no quedan más que cenizas. No hay supervivientes suficientes para formar un imperio. Ni siquiera Xaltotun sería capaz de moldear el polvo de tres mil años de antigüedad.
—Sabes muy poco de sus oscuros poderes —repuso Orastes torvamente—. Yo he visto a las colinas mismas adoptar un aspecto extraño y antiguo bajo el influjo de sus encantamientos. He vislumbrado, como sombras ocultas detrás de las realidades, las formas y contornos borrosos de calles, bosques, montañas y lagos que no son como nosotros las conocemos… He sentido, más que visto, las torres purpúreas de la olvidada Python, refulgiendo con brillo trémulo como figuras de bruma en el crepúsculo.
»Y, en el último cónclave al que lo acompañé, me asaltó finalmente la comprensión de sus brujerías, mientras sonaban los tambores y sus salvajes idólatras aullaban como animales con la cabeza en el polvo. Os digo que está dispuesto a restaurar Acheron por medio de su magia, con la brujería de un gigantesco sacrificio humano como el mundo no ha conocido. ¡Pretende esclavizar al mundo y, en una riada de sangre, borrar el presente de la faz de la tierra y restaurar el pasado!
—¡Estás loco! —exclamó Tarascus.
—¿Loco, dices? —Orastes le dirigió una mirada ojerosa—. ¿Puede un hombre presenciar lo que yo he presenciado y conservar la cordura intacta? Sin embargo, lo que estoy diciendo es la verdad. Lo que ha planeado es el regreso de Acheron, con sus torres, sus hechiceros y sus horrores, tal como era antaño. Los descendientes de Acheron le servirán como núcleo de reconstrucción, pero son la sangre y los cuerpos de los habitantes de nuestro mundo los que proporcionarán la argamasa y las piedras para su obra. No puedo deciros cómo. Mi propia mente zozobra cuando intenta comprender. Pero ¡lo he visto! Acheron volverá a vivir, y hasta las colinas, los bosques y los ríos recobrarán su antiguo aspecto. ¿Por qué no? Si yo, con mis patéticos conocimientos, he podido devolver la vida a un hombre que llevaba tres mil años muerto, ¿por qué no iba a poder el mayor hechicero del mundo devolver la vida a un reino? Acheron se alzará de sus cenizas obedeciendo su voluntad.
—¿Cómo podemos impedírselo? —preguntó Tarascus, impresionado.
—Sólo existe un modo —respondió Orastes—. ¡Debemos robar el Corazón de Ahriman!
—Pero es que yo… —empezó a decir Tarascus sin darse cuenta, pero rápidamente cerró la boca.
Nadie había advertido el desliz, y Orastes siguió hablando:
—Es un poder que podemos emplear contra él. Con el corazón en mis manos podría desafiarlo. Pero ¿cómo conseguirlo? Lo ha escondido en algún lugar secreto, del que ni siquiera un ladrón zamorio podría sacarlo. No sé dónde está. Si volviera a sumirse en el sueño del loto negro… Pero la última vez que lo hizo fue tras la batalla de Valkia, cuando estaba fatigado a causa de la gran magia que había tenido que obrar y…
La puerta, cerrada y atrancada, se abrió silenciosamente y entró Xaltotun, tranquilo, impertérrito, mesando su barba de patriarca; pero con un fuego del infierno ardiendo detrás de sus ojos.
—Te he enseñado demasiado —dijo sin levantar la voz, señalando a Orastes con un dedo que era como el índice del destino.
Y, antes de que nadie pudiera moverse, arrojó un puñado de polvo a los pies del sacerdote, que había quedado petrificado como una estatua de mármol. El polvo se encendió con una llamarada. Una serpiente de humo se levantó y envolvió el cuerpo de Orastes en una esbelta espiral. Y, una vez que llegó a la altura de sus hombros, le atenazó el cuello con la rapidez de un latigazo o del ataque de una serpiente. El chillido de Orastes, sofocado, se transformó en un gorgoteo. El sacerdote se llevó las manos a la garganta. Tenía los ojos desorbitados y la lengua fuera. El humo era como una cuerda de color azul alrededor de su cuello. Entonces se disolvió y desapareció, y Orastes se desplomó, muerto.
Xaltotun dio una palmada, y entraron en la habitación dos hombres a los que a menudo se veía en su compañía: menudos, repulsivamente oscuros, de ojos rojos y oblicuos y dentaduras de rata. Levantaron el cadáver y se marcharon.
Con un ademán despectivo, Xaltotun tomó asiento a la mesa de marfil en la que se habían reunido los pálidos reyes.
—¿Por qué estáis reunidos? —inquirió.
—Los aquilonios se han levantado en el oeste —respondió Amalric, reponiéndose del sobresalto que le había provocado la muerte de Orastes—. Los muy necios creen que Conan está vivo y que viene a la cabeza de un ejército poitano a reclamar su reino. Si hubiese reaparecido inmediatamente después de Valkia, o si hubiera circulado el rumor de que seguía vivo, las provincias centrales no habrían secundado su rebelión por miedo a tu poder. Pero su desesperación ha crecido en tal medida bajo el funesto gobierno de Valerius que están dispuestos a seguir a cualquier hombre que los una en nuestra contra, y prefieren una muerte rápida a una vida de tortura y miseria constante.
»Naturalmente, la leyenda sobre un Conan todavía vivo tras la batalla de Valkia ha pervivido tenazmente todo este tiempo, pero las masas no la han aceptado hasta hace poco. Pero Pallantides ha regresado de su exilio en Ofir, y asegura que el rey estaba enfermo aquel día en su pabellón y que era un simple soldado quien llevaba su armadura. Y un escudero que se ha recuperado recientemente de un mazazo recibido en la batalla confirma su relato… o al menos finge hacerlo.
»Una vieja que tiene un lobo por mascota recorre el país, proclamando que el rey Conan aún vive y regresará algún día a reclamar su corona. Y últimamente los malditos sacerdotes de Asura repiten la misma cantinela. Aseguran que les ha llegado la noticia, por algún medio misterioso, de que Conan regresa para recuperar su reino. No he podido atrapar a ninguno de ellos. Por supuesto, todo es un truco de Trocero. Mis espías me han informado que hay evidencias indiscutibles que indican que los poitanos están congregándose para invadir Aquilonia. Creo que Trocero utilizará a algún usurpador para hacerse pasar por el rey Conan.
Tarascus se echó a reír, pero era una risa sin convicción alguna. Subrepticiamente, se rascó una cicatriz que tenía debajo del jubón, y recordó los cuervos enviados tras el rastro del fugitivo. Recordó el cuerpo de su escudero, Arideus, traído desde las montañas en estado de espantosa mutilación. Obra, según sus aterrados soldados, de un terrible lobo gris. Pero también se acordó de la joya rojiza sustraída del cofre dorado mientras el mago dormía, y no dijo nada.
Y Valerius recordó la historia de terror relatada por un aristócrata moribundo y los cuatro khitanos que habían desaparecido en los laberintos del sur para nunca regresar. Pero contuvo su lengua, por miedo y por las sospechas que le inspiraban sus aliados, y que lo carcomían por dentro como gusanos, y porque nada deseaba tanto como ver a los nemedios y a los rebeldes aquilonios trabados en un combate a muerte.
Pero Amalric exclamó:
—¡Es absurdo creer que Conan vive!
Por toda respuesta, Xaltotun depositó un pergamino sobre la mesa.
Amalric lo cogió y lo examinó con mirada colérica. De sus labios brotó una exclamación furiosa e incoherente. El pergamino rezaba:
A Xaltotun, gran faquir de Nemedia: perro de Nemedia, regreso a mi reino y tengo la intención de colgar tu pellejo de una rama.
CONAN
—Una falsificación —exclamó Amalric.
Xaltotun sacudió la cabeza.
—Es auténtico. Lo he comparado con la letra de los documentos reales que figuran en los archivos de la corte. Nadie podría imitar su tosca escritura.
—Entonces, si Conan sigue vivo —musitó el aristócrata—, el levantamiento no será como los demás, pues él es el único hombre capaz de unir a los aquilonios. Pero —protestó— esto no es propio de ese bárbaro. ¿Para qué ponernos en guardia con sus bravatas? Lo lógico sería que golpeara sin avisar, que es lo que hacen los de su especie.
—Ya estábamos advertidos —señaló Xaltotun—. Nuestros espías nos han avisado que Poitain se prepara para la guerra. Nunca habría cruzado las montañas sin que nos enterásemos. Así que me envía este desafío tan característico.
—¿Por qué a ti? —quiso saber Valerius—. ¿Por qué no a Tarascus o a mí?
Xaltotun dirigió su mirada inescrutable hacia el rey.
—Conan es más sabio que tú —dijo al fin—. Ya sabe lo que vosotros, reyes, aún tenéis que aprender: que no es Tarascus ni Valerius, no, ni tampoco Amalric, sino Xaltotun el auténtico amo de las naciones occidentales.
No replicaron. Se quedaron mirándolo, embargados por la aplastante constatación de la veracidad de sus palabras.
—No hay para mí otro camino que el camino del imperio —dijo Xaltotun—. Pero antes debemos aplastar a Conan. No sé cómo consiguió escapar de Belverus, porque el conocimiento de lo ocurrido mientras estaba sumido en el sopor del loto negro me está vedado. Pero en este momento se encuentra en el sur, reuniendo un ejército. Es su último y audaz zarpazo, posibilitado tan sólo por la desesperación del pueblo que ha tenido que sufrir bajo la bota de Valerius. Dejad que se levanten. Los acogeré en la palma de mi mano. Esperaremos a que Conan actúe contra nosotros, y entonces lo aplastaremos de una vez para siempre.
»Luego aplastaremos a Poitain y Gunderland, y a los estúpidos bosonios. Después de ellos, a Ofir, Argos, Zingara y Koth: todas las naciones del mundo serán fundidas en un vasto imperio. Gobernaréis como mis sátrapas y, como lugartenientes míos, seréis más grandes que los reyes de esta época del mundo. Soy invencible, pues el Corazón de Ahriman está ahora oculto donde ningún hombre podrá alcanzarlo jamás.
Tarascus evitó su mirada, no fuera Xaltotun a leer sus pensamientos. Sabía que el mago no había vuelto a mirar en el cofre dorado de las serpientes doradas y aparentemente dormidas desde que había depositado el Corazón en su interior. Por muy raro que pareciera, Xaltotun no sabía que el Corazón había sido sustraído. La extraña joya se encontraba más allá del alcance de su siniestra sabiduría. Sus sobrenaturales poderes no le habían advertido que el cofre estaba vacío. Tarascus no creía que Xaltotun conociera el alcance total de las revelaciones de Orastes, pues el pythonio no había mencionado la restauración de Acheron, sino la creación de un nuevo imperio terrenal. Y tampoco creía que estuviera tan convencido de su poder. Si ellos necesitaban su ayuda para respaldar sus ambiciones, no menos necesitaba él las suyas. A fin de cuentas, la magia dependía, al menos hasta cierto punto, de las estocadas de las espadas y los golpes de las lanzas. El rey intuyó el significado de la mirada furtiva de Amalric: dejemos que el mago utilice sus artes para ayudarnos a derrotar al más peligroso de nuestros enemigos. Luego habrá tiempo de volverse contra él. Todavía cabía la esperanza de engañar al siniestro poder al que habían devuelto la vida.