XVIII
XVIII
YO SOY LA MUJER QUE NUNCA MURIÓ
Conan observaba con ardiente interés a sus enmascarados compañeros. Uno de ellos era Thutothmes, o al menos el grupo se encaminaba al encuentro del hombre al que estaba buscando. Supo cuál era su destino cuando, más allá de las palmeras, divisó una mole triangular de color negro recortada contra la oscuridad del cielo.
Atravesaron el cinturón de cabañas y huertas, y si algún hombre se fijó en ellos, se cuidó mucho de dejarse ver. Las cabañas se hallaban a oscuras. A un lado, las torres negras de Khemi se destacaban lóbregas contra las estrellas reflejadas en las aguas del puerto. Al otro, el desierto se extendía en la oscuridad. En algún lugar aulló un chacal. Las sandalias de los silenciosos neófitos no hacían ningún ruido sobre la arena. Lo mismo podrían haber sido fantasmas dirigiéndose a la colosal pirámide que se levantaba en medio del desierto. Ningún ruido quebraba el silencio de aquella tierra dormida.
El corazón de Conan empezó a acelerarse al ver la siniestra forma triangular que se alzaba frente a ellos, y su impaciencia por encontrar a Thutothmes en aquella reunión cuyo significado desconocía se tiñó de un cierto miedo a lo desconocido. No había hombre capaz de acercarse a aquellas sombrías moles de piedra negra sin aprensión. Su mismo nombre era un símbolo de horror entre las naciones septentrionales, y algunas leyendas sugerían que no habían sido los estigios sus constructores, sino que ya estaban allí en el tiempo inmemorial en que el pueblo de tez oscura había llegado a las riberas del gran río.
Al aproximarse a la pirámide, vislumbró una luz pálida cerca de la base, que al cabo de unos segundos adoptó la forma de una puerta. A cada lado de ésta había un león de piedra con cabeza de mujer, crípticas e inescrutables pesadillas cristalizadas en piedra. El líder de la banda se dirigió hacia la entrada, al fondo de la cual Conan vio una figura sombría.
El líder se detuvo un momento delante de esta figura indistinta antes de desaparecer en la oscuridad del interior, y, uno por uno, los demás hicieron lo mismo. Antes de cruzar el tenebroso umbral, cada sacerdote enmascarado fue detenido por el misterioso guardián, quien sólo lo dejó pasar tras responder a algo, una palabra o un gesto, que Conan fue incapaz de captar. Al verlo, el cimmerio se rezagó intencionadamente y, encorvándose, fingió estar atándose los cordones de las sandalias. Hasta que la última de las figuras enmascaradas hubo desaparecido no se puso derecho y se aproximó al portal.
Recordando algunos relatos que había escuchado, se preguntó si el guardián sería humano. Pero sus dudas quedaron acalladas al instante. Un candil de bronce situado al otro lado de la puerta iluminaba la entrada de un estrecho pasillo que se adentraba en la oscuridad, donde aguardaba un hombre embutido en una amplia túnica negra. No había nadie más a la vista. Obviamente, los sacerdotes enmascarados habían desaparecido por aquel pasillo.
Sobre el embozo que cubría sus facciones inferiores, los penetrantes ojos del estigio se clavaron en Conan sin disimulos. Su mano derecha hizo un extraño gesto. Conan, jugándose su destino a una carta, decidió imitarlo. Pero, evidentemente, el guardián esperaba otro gesto de él. La mano derecha del estigio brotó de debajo de la túnica con un destello de acero, y asestó una letal puñalada que habría atravesado el corazón de un hombre normal.
Pero se enfrentaba a uno cuyos músculos respondían con la prontitud de un felino de la jungla. Mientras la daga refulgía a la luz del candil, Conan atenazó la morena muñeca y propinó un puñetazo con la mano derecha en la mandíbula del estigio. El cráneo del hombre chocó contra el muro de piedra con el sordo crujido que hacen los huesos al partirse.
Inmóvil un momento sobre el cuerpo caído, Conan escuchó con atención. El candil ardía con una llama poco intensa que proyectaba sombras vagas alrededor de la puerta. Nada parecía agitarse en la negrura que había más allá, aunque en la lejanía, y por debajo de ellos, le pareció escuchar el tenue y amortiguado tañido de un gong.
Se inclinó y arrastró el cuerpo hasta detrás de la gran puerta de bronce, que se abría hacia adentro, y a continuación se adentró, cauta pero apresuradamente, por el pasillo, en dirección a un destino que no se atrevía siquiera a imaginar.
No había ido muy lejos cuando se detuvo, perplejo. El pasillo se bifurcaba, y no había el menor indicio que indicase qué camino habían tomado los sacerdotes enmascarados. Al azar, escogió el izquierdo. El suelo se inclinaba ligeramente hacia abajo y parecía que el paso de muchos pies lo había desgastado hasta dejarlo pulido. De trecho en trecho, un candil proyectaba una tenue luz de pesadilla. Intranquilo, Conan se preguntó a qué propósito habrían servido aquellas colosales montañas de roca y en qué era ya olvidada. Aquélla era una tierra ancestral. Ningún hombre sabía cuántos siglos llevaban contemplando las estrellas los negros templos de Estigia.
De vez en cuando, a derecha e izquierda se abrían arcos negros, pero el cimmerio no se desvió del corredor principal, a pesar de estar cada vez más seguro de que había tomado el camino equivocado. Por mucha ventaja que le sacasen, a esas alturas ya debería haberlos alcanzado. Estaba empezando a ponerse nervioso. El silencio era como una cosa tangible, y al mismo tiempo tenía la sensación de que no se encontraba solo. En más de una ocasión, al pasar por delante de algún arco oscuro, tuvo la impresión de que unos ojos invisibles se clavaban en él con malevolencia. Finalmente se detuvo, medio decidido a volver a la primera bifurcación. Entonces se revolvió, cuchillo en mano y con los nervios a flor de piel.
Había una chica en la entrada de un túnel, mirándolo fijamente. Su piel marfileña revelaba su pertenencia a alguna familia estigia de gran nobleza y antigüedad, y, como todas las mujeres de aquella condición, era alta, esbelta y de proporciones voluptuosas, y poseía una melena que era como una cascada negra, sobre la que brillaba un resplandeciente rubí. Pero, con la sola excepción de las sandalias de terciopelo y el amplio cinto con incrustaciones de piedras preciosas que ceñía su esbelto talle, estaba completamente desnuda.
—¿Qué haces aquí? —inquirió la muchacha.
Cualquier respuesta habría revelado su condición de extranjero. Permaneció como petrificado, una figura sombría y lúgubre bajo la espantosa máscara con las plumas flotando sobre la cabeza. Su mirada alerta escudriñó las sombras que se extendían tras ella y no encontró nada. Pero podía haber hordas de hombres armados aguardando su llamada.
La mujer avanzó hacia él, sin aprensión aparente aunque con suspicacia.
—No eres sacerdote —dijo—. Eres un guerrero. Aun con esa máscara, resulta evidente. Hay tanta diferencia entre un sacerdote y tú como entre una mujer y un hombre. ¡Por Set! —exclamó, deteniéndose repentinamente y abriendo los ojos de par en par—. ¡Ni siquiera creo que seas estigio!
Con un movimiento demasiado rápido para captarse a simple vista, la mano de Conan se cerró alrededor de su grácil cuello con la suavidad de una caricia.
—¡No hagas ni un solo ruido! —murmuró.
Su suave carne era fría como el mármol, mas no había miedo alguno en los ojos grandes, negros y maravillosos que lo observaban.
—No temas —le respondió con calma—. No te traicionaré. Pero estás loco por haber venido, tú, un extranjero, al prohibido templo de Set.
—Busco al sacerdote Thutothmes —respondió Conan—. ¿Se encuentra en el templo?
—¿Por qué lo buscas? —replicó ella.
—Tiene algo que me pertenece.
—Te llevaré hasta él —se ofreció ella, de tan buen grado que levantó las sospechas del cimmerio.
—No juegues conmigo, muchacha —dijo con un gruñido.
—No estoy jugando contigo. No albergo ningún amor por Thutothmes.
Conan vaciló un momento y entonces tomó una decisión. A fin de cuentas, estaba en sus manos en la misma medida en que ella lo estaba en las suyas.
—Camina a mi lado —le ordenó, soltándole el cuello y bajando la mano hasta la cintura—. Pero hazlo con cuidado. Al menor movimiento sospechoso…
Ella lo condujo por el inclinado pasillo, cada vez más abajo, hasta que, en un momento dado, desaparecieron los candiles y Conan siguió avanzando a tientas, consciente de la mujer que caminaba a su lado no tanto por el sentido de la vista como por el del tacto. En un momento dado, al dirigirle la palabra, volvió la cabeza hacia él, quien, con un sobresalto, vio que sus ojos brillaban en la oscuridad como sendos fuegos dorados. Unas tenues dudas y unas sospechas vagas empezaron a cobrar forma en sus pensamientos, pero a pesar de todo la siguió a través de un laberinto de pasillos negros que desafiaban incluso a su sentido de la orientación. En su fuero interno se maldijo por haberse dejado llevar hasta aquel lugar misterioso; pero ya era demasiado tarde para dar media vuelta. Volvió a sentir vida y movimiento en la oscuridad a su alrededor y percibió algo peligroso y voraz que ardía con impaciencia en la negrura. Salvo que sus oídos estuvieran engañándolo, le pareció percibir un tenue sonido deslizante que cesó y remitió en respuesta a una orden murmurada por la muchacha.
Finalmente llegaron a una cámara iluminada por un curioso candelabro de siete brazos ocupados por unas velas negras que despedían un brillo anormal. El cimmerio sabía que se encontraban a gran profundidad. La estancia era cuadrada, de muros y techo de mármol negro y pulido, como el que utilizaban los estigios de la antigüedad. A un lado había un diván de ébano, cubierto de terciopelo negro, y sobre un estrado de piedra descansaba un sarcófago.
Conan permaneció un momento inmóvil, expectante, contemplando los diversos arcos negros que se abrían en las paredes de la cámara. Pero la muchacha no hizo ademán de proseguir la marcha. Tras tenderse sobre el diván con felina flexibilidad, entrelazó los dedos detrás de su lustrosa cabellera y lo miró desde debajo de unas largas pestañas.
—¿Y bien? —inquirió el cimmerio, expectante—. ¿Qué estás haciendo? ¿Dónde está Thutothmes?
—No hay prisa —respondió ella con aire de pereza—. ¿Qué es una hora…, o un día, un año, o un siglo, para el caso? Quítate la máscara. Déjame ver tus facciones.
Con un gruñido de fastidio, Conan se quitó el pesado tocado y la muchacha asintió complacida mientras examinaba su rostro moreno y lleno de cicatrices y sus ojos ardientes.
—Hay fuerza en ti…, gran fuerza. Podrías estrangular a un buey.
Conan se agitó intranquilo, sintiendo que sus sospechas iban en aumento. Con la mano apoyada en el pomo del cuchillo, escudriñó los tétricos arcos.
—Si me has traído a una trampa —dijo—, no vivirás para disfrutar de tu triunfo. ¿Vas a levantarte de ese diván y hacer lo que has prometido o…?
Su voz se apagó. Su mirada se había clavado en el sarcófago, cuyo semblante estaba esculpido con la asombrosa fidelidad de un arte olvidado. Había algo familiar que resultaba inquietante en aquella máscara tallada, y, con una especie de sobresalto, cayó en la cuenta de a qué se debía. El parecido entre ella y el rostro de la muchacha que descansaba sobre el diván de ébano era asombroso. La joven podría haber sido el modelo que la había inspirado, pero Conan sabía que el retrato tenía como mínimo varios siglos de antigüedad. Reparó en los jeroglíficos antiguos que cubrían la tapa lacada y, registrando su mente en busca de pequeños fragmentos de saber acumulados fortuitamente a lo largo de una vida entera de aventuras, los fue deletreando en voz alta:
—¡Akivasha!
—¿Has oído hablar de la princesa Akivasha? —preguntó la muchacha desde el diván.
—¿Y quién no? —refunfuñó.
El nombre de aquella malvada y hermosa princesa pervivía aún en el mundo a través de canciones y leyendas, a pesar de que habían transcurrido diez mil años desde que la hija de Tuthamon se había regocijado en banquetes imperiales entre los negros salones de la ancestral Luxur.
—Su único pecado fue amar la vida y todo cuanto la vida significaba —dijo la estigia—. Para ganar la vida cortejó a la muerte. No podía soportar la idea de envejecer y marchitarse, y acabar muriendo como mueren todas las viejas. Se entregó a la Oscuridad como amante y su recompensa fue la vida… Una vida que, a diferencia de la que los mortales conocen, nunca languidece ni se pierde. Se adentró en las tinieblas para engañar a la edad y a la muerte…
Conan la miró con unos ojos que, de repente, se habían convertido en sendas grietas ardientes. Entonces, en un movimiento brusco, arrancó la tapa al sarcófago. Estaba vacío. A su espalda, la chica estalló en carcajadas y el sonido hizo que se le helara la sangre en las venas. Mientras se volvía hacia ella, se le erizó el vello de la nuca.
—¡Eres Akivasha! —dijo con un chirrido por voz.
Sin dejar de reír, ella se sacudió los rizos bruñidos de la cara mientras abría sensualmente los brazos.
—¡Soy Akivasha! ¡Soy la mujer que nunca murió y que nunca envejeció! ¡Quien, según algunos necios, fue arrancada de la tierra por los dioses en la flor de su juventud y de su belleza, para convertirla en reina de alguna corte celestial! ¡No! ¡Es en las sombras donde los mortales pueden hallar la inmortalidad! ¡Diez mil años hace que morí para ganar la vida eterna! ¡Dame tus labios, hombre fuerte!
Levantándose ágilmente, se aproximó a Conan, se puso de puntillas y le rodeó el poderoso cuello con los brazos. Al mirar aquel semblante hermoso alzado hacia él, el cimmerio experimentó una temible fascinación y un gélido miedo.
—¡Ámame! —susurró ella, con la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos cerrados y los labios entreabiertos—. ¡Dame tu sangre para renovar mi juventud y perpetuar mi vida eterna! ¡También a ti te haré inmortal! Te enseñaré la sabiduría de todas las eras, los secretos que han pervivido milenios en la oscuridad que se extiende bajo estos negros templos. Te convertiré en el rey de la tenebrosa horda que se solaza entre las tumbas de los antiguos cuando la noche vela el desierto y los murciélagos revolotean frente a la luna. Estoy hastiada de sacerdotes y magos, y muchachas que no dejan de gritar mientras las arrastran por el portal de la muerte. Deseo un hombre. ¡Ámame, bárbaro!
Apretó la morena cabeza contra su enorme pecho y él sintió una aguda laceración en la base de la garganta. Con una maldición, se la quitó de encima y la arrojó sobre el diván.
—¡Condenada vampiresa! —La sangre manaba de una diminuta herida en su garganta.
Ella se incorporó levantando el torso, como una serpiente preparada para atacar, con todos los fuegos del infierno ardiendo en sus grandes ojos. Sus labios se abrieron, y unos colmillos blancos y afilados quedaron a la vista.
—¡Estúpido! —chilló—. ¿Crees que puedes escapar de mí? ¡Vivirás y morirás en la oscuridad! Hemos descendido hasta lo más profundo del templo. Nunca encontrarás el camino de salida tú solo. Y nunca podrás abrirte camino luchando contra lo que guarda los túneles. De no ser por mi protección, los hijos de Set te habrían devorado hace tiempo. ¡Necio, me beberé tu sangre!
—¡Aléjate de mí o te haré pedazos! —gruñó el cimmerio, temblando de repulsión—. Por muy inmortal que seas, mi acero te desmembrará.
Mientras retrocedía hacia el arco por el que habían entrado, la luz se apagó de repente. Todas las velas se extinguieron simultáneamente sin que Conan supiera cómo, pues Akivasha no las había tocado. Pero la carcajada de la vampiresa se elevó burlona a su espalda, tan dulcemente venenosa como los violines del infierno, y Conan empezó a sudar en la oscuridad al tiempo que, ciego casi de pánico, buscaba la salida a tientas. Sus dedos encontraron un pasillo y corrió por él. Si era o no el mismo por el que habían llegado, ni lo sabía ni tampoco le importaba demasiado. Lo único que deseaba en aquel momento era escapar de la cámara maldita que había albergado a la hermosa y atroz muerta viviente durante tantos siglos.
Su huida por aquellos túneles negros y ensortijados fue una horrible pesadilla. Tras él y a su alrededor oía ruidos de cosas que reptaban y se deslizaban y, en un momento dado, captó también el eco de la dulce e infernal risotada que había oído en el aposento de Akivasha. Respondía lanzando cuchilladas a ciegas a sonidos que oía o creía oír en la oscuridad, y en una ocasión su hoja atravesó una sustancia tenue y blanda, posiblemente una telaraña. Experimentó la desesperación de sentirse un juguete en manos ajenas, sumergido cada vez más en una noche sin final, hasta que finalmente lo abatieran unas garras y colmillos demoníacos.