XVI

XVI

EL REGRESO DEL CORSARIO

El Aventurero, empuñados ahora sus remos por manos libres y voluntarias, voló en dirección sur como una criatura dotada de vida. De pacífico mercante había pasado a galera de guerra, en la medida en que tal transformación era factible. Los hombres sentados en los bancos llevaban ahora una espada al costado y un yelmo reluciente en la cabeza de cabello encrespado. Los escudos colgaban a lo largo de la borda y el mástil estaba adornado con lanzas, arcos y flechas. Hasta los elementos parecían estar al servicio de Conan. Con el velamen hinchado por una fuerte brisa que soplaba día tras día, apenas era necesario recurrir a los remeros.

Pero, a pesar de que el cimmerio mantenía un vigía en lo alto del mástil día y noche, no avistaron la larga y negra galera que los precedía en su travesía hacia el sur. Día tras día, las aguas azules se extendían desiertas hasta donde alcanzaba la vista, interrumpidas sólo por las embarcaciones de pescadores que huían como pájaros aterrados delante de ellos al ver los escudos colgados de la borda. A esas alturas del año, la temporada mercante casi había terminado y no avistaron más barcos que éstos.

Cuando el vigía vio una vela, fue al norte, y no al sur. En la lejanía apareció una galera rápida, con todo el velamen púrpura desplegado. Los negros urgieron a Conan a virar y atacarla, pero el cimmerio se negó. En algún lugar, delante de ellos, una esbelta y negra galera volaba hacia los puertos de Estigia. Aquella noche, antes de que la oscuridad se cerrara sobre ellos, lo último que avistó el vigía fue la rápida galera en el horizonte, y al amanecer seguía visible en la lejanía, diminuta en la distancia. Conan se preguntó si los estaría siguiendo, aunque no había ninguna razón lógica para semejante suposición. Pero no le prestó demasiada atención. Cada día que lo alejaba un poco más en dirección al sur, el fuego de su impaciencia iba en aumento. Sin embargo, nunca se dejó asaltar por las dudas. Con la misma certeza con la que creía en la salida y la puesta de sol, creía en que un sacerdote de Set había robado el Corazón de Ahriman. ¿Y adonde iba a llevarlo un sacerdote de Set salvo a Estigia? Los negros, intuyendo su impaciencia, bogaban como nunca lo habían hecho bajo el látigo, a pesar de ignorar su destino. Anticipaban una campaña de pillaje y saqueo y con eso estaban satisfechos. Los hombres de las islas del sur no conocían otro oficio; y los kushitas de la tripulación, con la crueldad propia de su raza, abrazaban de buen grado la perspectiva de saquear a su propio pueblo. Los lazos de sangre significaban poco; un caudillo victorioso y las ganancias personales, todo.

El carácter de la ribera no tardó en cambiar. Dejaron de navegar junto a empinados acantilados tras los que se elevaban colinas azules. La costa se convirtió en el borde de un amplio pastizal que apenas se elevaba sobre el nivel del mar y se perdía lentamente en la neblina de la distancia. Había pocos puertos naturales y menos ciudades portuarias, pero la verde llanura estaba salpicada de pueblos shemitas; mar verde, al borde de las verdes llanuras, y los blancos zigurats de las ciudades resplandeciendo bajo el sol, empequeñecidos por la distancia.

En los pastizales pastaban los rebaños de ganado, y se veían jinetes menudos y fornidos con yelmo cilíndrico y barba rizada y negra, con un arco en la mano. Era la costa de las tierras de Shem, donde no había más ley que la que cada ciudad-estado podía imponer por sí sola. Conan sabía que, hacia el este, los pastizales daban paso al desierto, donde no había ciudades y las tribus nómadas vagaban a sus anchas.

Pero, a medida que avanzaban rumbo al sur, atravesando una tierra de pastizales salpicados de ciudades, finalmente el paisaje empezó a cambiar. Aparecieron pequeños bosquecillos de tamarindos y los palmerales se hicieron más densos. La ribera se volvió más abrupta, como una muralla de árboles y vegetación tras la cual se elevaban colinas desnudas y arenosas, y distinguieron arroyos que desembocaban en el mar, flanqueados por una capa de vegetación tupida y variopinta.

Finalmente dejaron atrás la desembocadura de un ancho río cuya corriente se mezclaba con el océano, y el cimmerio vio las grandes torres y las negras murallas de Khemi recortándose contra el horizonte meridional.

El río era el Estigio, la auténtica frontera de Estigia. Khemi era el puerto más grande de Estigia y, en aquel momento, también su ciudad más importante. El rey moraba en la antiquísima Luxur, pero en Khemi dominaba el sacerdocio, aunque los hombres decían que el centro de su siniestra religión se encontraba tierra adentro, muy lejos, en una ciudad misteriosa y desierta ubicada cerca de la orilla del Estigio. Este río, originado en una fuente desconocida en las ignotas tierras situadas al sur de Estigia, discurría en dirección norte durante más de mil quinientos kilómetros antes de virar y recorrer varios cientos de kilómetros más hacia el oeste y desembocar finalmente en el océano.

El Aventurero, navegando con todas las luces apagadas, cruzó frente al puerto de noche y, antes de que el alba lo sorprendiera, echó el ancla en una pequeña bahía situada pocos kilómetros al sur de la ciudad. Estaba rodeada por marismas, una maraña verde de manglares, palmeras y lianas atestada de cocodrilos y serpientes. Que los descubrieran allí era harto improbable. Conan conocía el lugar desde hacía tiempo. Se había escondido allí en otras ocasiones, en sus tiempos de corsario.

Mientras se deslizaban en silencio frente a la ciudad cuyos negros bastiones se levantaban sobre las proyecciones de tierra que delimitaban el puerto, vieron el fulgor mortecino y el humo espeluznante de las antorchas y escucharon el sordo tronar de los tambores. El puerto no estaba abarrotado de naves, como los fondeaderos de Argos. Los estigios no sustentaban su gloria y su poder en la abundancia de sus barcos y flotas. Tenían mercantes y galeras de guerra, sí, pero no en proporción a sus fuerzas de tierra. Gran parte de sus embarcaciones navegaban por el gran río, en lugar de hacerlo en mar abierto.

Era una raza ancestral, un pueblo oscuro e inescrutable. Tiempo atrás, su autoridad se había extendido hasta el lejano norte, más allá de los prados de Shem, a las fértiles mesetas habitadas ahora por los pueblos de Koth, Ofir y Argos. Sus fronteras correspondían antaño con las de la antigua Acheron. Pero Acheron había caído, y los bárbaros antepasados de los hiborios, ataviados con pieles de lobo y yelmos cornudos, habían descendido en tropel desde el norte y habían expulsado a los ancestrales señores de la tierra. Los estigios no lo habían olvidado.

Durante todo el día, el Aventurero permaneció anclado en la pequeña bahía, en un cercado de follaje verde y enredaderas enmarañadas por las que revoloteaban pájaros de ostentoso plumaje y áspero canto, y entre las que reptaban silenciosos reptiles de brillantes escamas. A poco del alba, un pequeño bote salió a hurtadillas del refugio y recorrió la ribera hasta encontrar lo que Conan buscaba: un pescador estigio en uno de sus típicos botes de poco calado y proa baja.

Lo llevaron a la cubierta del Aventurero: era un hombre alto, moreno y flaco, ceniciento de pavor ante los hombres en cuyas manos había caído, los ogros de aquella costa. Estaba desnudo, con la excepción de una faldilla de seda, porque, al igual que los hirkanios, en Estigia hasta la plebe y los esclavos usaban este tejido en su vestimenta. Y en su barca había un amplio manto como los que llevan los pescadores para cubrirse los hombros y protegerse del frío de la noche.

Cayó de rodillas ante Conan, esperando sólo tortura y muerte.

—Ponte de pie, hombre, y deja de temblar —dijo con impaciencia el cimmerio, a quien siempre costaba comprender el terror abyecto—. No vamos a hacerte daño. Sólo quiero que me digas esto: ¿Ha llegado en los últimos días a Khemi alguna galera rápida procedente de Argos?

—Sí, mi señor —respondió el pescador—. Ayer, al amanecer, el sacerdote Thutothmes regresó desde el lejano norte. Dicen que venía de Messantia.

—¿Y qué trajo desde allí?

—Ay, mi señor, no lo sé.

—¿Por qué razón fue a Messantia? —inquirió Conan.

—Tampoco lo sé, mi señor. No soy más que un plebeyo. ¿Quién soy yo para conocer las mentes de los sacerdotes de Set? Sólo puedo hablar de lo que he visto y he oído murmurar a los hombres en los muelles. Dicen que una noticia de gran importancia llegó desde el norte, aunque nadie sabe con exactitud cuál, y que lord Thutothmes se hizo a la mar en su galera negra con enorme prisa. Ahora acaba de regresar, pero lo que ha hecho en Argos, o el cargamento que ha podido traer consigo, nadie lo sabe, ni tan siquiera los hombres que gobiernan su galera. Muchos dicen que está en guerra con Thoth-Amon, señor de todos los sacerdotes de Set, que mora en Luxur, y que Thutothmes anda buscando algún poder oculto para tratar de destronar al Grande. Pero ¿quién soy yo para hablar de esto? Cuando los sacerdotes luchan entre sí, los hombres normales no pueden hacer otra cosa que tenderse boca abajo y esperar que no los pisoteen.

Conan respondió con un gruñido de exasperación a esta declaración de servilismo y se volvió hacia sus hombres.

—Esta noche me voy a Khemi, solo, para buscar a ese ladrón de Thutothmes. Mantened a este hombre bajo custodia, pero aseguraos de que no se le hace ningún daño. ¡Diablos de Crom, dejad de rezongar! ¿Creéis que podemos entrar navegando en el puerto y tomar la ciudad al asalto? Debo ir solo.

Silenciado el clamor de sus protestas, se quitó la ropa y la cambió por la faldilla y las sandalias del prisionero y la cinta con la que se recogía el pelo, pero desechó su cuchillo de pescador. En Estigia, los plebeyos no tenían derecho a llevar espada, y el manto no era lo bastante largo para ocultar el arma de Conan, pero el cimmerio se ciñó al cinto un cuchillo ghanatam, un arma empleada por los feroces moradores del desierto que se extiende al sur de Estigia, con una hoja ancha, pesada y ligeramente curva, afilada como una navaja y lo bastante larga para destripar a un hombre.

Entonces, dejando al estigio en manos de sus corsarios, subió al bote del pescador.

—Esperadme hasta el amanecer —dijo—. Si no he llegado para entonces, es que nunca lo haré, así que poned rumbo al sur y volved a vuestro hogar.

Mientras el cimmerio trepaba a la borda, los hombres empezaron a emitir un gemido quejumbroso, y el cimmerio tuvo que asomar la cabeza y lanzarles una mirada furibunda para hacerlos callar. Entonces, dejándose caer sobre el bote, asió los remos y se alejó por encima de las olas a más velocidad de la que la diminuta embarcación había conocido nunca en manos de su propietario.