En una cámara del palacio, tendido en un diván manchado de sangre, Tarascus se retorcía y maldecía bajo las hábiles y rápidas manos de Orastes. El palacio parecía tomado por una hueste de servidores atónitos, pero en la estancia en la que se encontraba el rey no había nadie más que el sacerdote renegado y él mismo.

—¿Estás seguro de que sigue dormido? —volvió a preguntar Tarascus, apretando los dientes para soportar el ardor del destilado de hierbas que Orastes había aplicado en la larga herida de su hombro y sus costillas—. ¡Por Ishtar, Mitra y Set! ¡Eso quema como los fuegos del infierno!

—Dónde estarías en este momento, de no ser por tu buena fortuna —señaló Orastes—. Quien empuñaba ese cuchillo pretendía matarte. Sí, ya te he dicho que Xaltotun sigue dormido. ¿A qué viene tanta preocupación por eso? ¿Qué tiene él que ver con lo que ha pasado?

—¿No sabes nada de lo que ha pasado en el palacio esta noche? —Tarascus escudriñó ansiosamente el semblante del sacerdote.

—Nada. Como sabes, he estado traduciendo manuscritos para Xaltotun durante los últimos meses, transcribiendo volúmenes esotéricos a lenguas que él pueda comprender. Estaba muy versado en todas las lenguas y dialectos de su tiempo, pero todavía no ha aprendido los modernos, así que, a fin de ganar tiempo, me ha pedido que le traduzca las obras, para comprobar si se han producido descubrimientos nuevos desde su época. De hecho, anoche no me enteré de que había regresado hasta que mandó a buscarme y me contó lo que había sucedido en el campo de batalla. Luego continué con mis estudios y no supe que habías regresado a palacio hasta que este escándalo me obligó a salir de mi celda.

—¿Entonces no sabes que Xaltotun trajo al rey de Aquilonia cautivo al palacio?

Orastes sacudió la cabeza, sin demostrar especial asombro.

—Xaltotun se limitó a decirme que Conan ya no seguiría siendo una amenaza. Supuse que habría caído, pero no le pedí detalles.

—Xaltotun le salvó la vida cuando yo me disponía a matarlo —rezongó Tarascus—. Comprendí inmediatamente lo que pretendía. Quería usarlo contra nosotros… contra Amalric, contra Valerius, contra mí. Mientras Conan viva, es una amenaza, un elemento unificador para Aquilonia, que podría emplearse para obligarnos a hacer cosas que de otro modo no estaríamos dispuestos a hacer. No confio en ese monstruo pythonio. Y últimamente he empezado a temerlo.

»Lo seguí pocas horas después de que partió hacia el este. Quería averiguar lo que pretendía hacer con Conan. Descubrí que lo había encerrado en los fosos. Pretendía asegurarme de que Conan muriera, dijera lo que dijese Xaltotun. Y conseguí…

Alguien llamó cautelosamente a la puerta.

—Es Arideus —gruñó Tarascus—. Déjalo entrar.

El escudero entró, con un fuego de contenida excitación en la mirada.

—¿Qué, Arideus? —exclamó Tarascus—. ¿Has encontrado al que me atacó?

—¿No lo visteis, mi señor? —preguntó Arideus, como quien pretende asegurarse de algo que ya conoce—. ¿No lo reconocisteis?

—No. Todo ocurrió muy deprisa, y la vela se había apagado… Lo único que podía pensar era que se trataba de algún demonio enviado contra mí por la magia de Xaltotun…

—El pythonio duerme en su cuarto, con la puerta cerrada y atrancada por dentro. Pero he estado en los pozos. —Arideus inclinó sus delgados hombros en un gesto de excitación.

—¡Habla ya, hombre! —lo apremió Tarascus con impaciencia—. ¿Qué has encontrado allí?

—Una mazmorra vacía —susurró el escudero—. ¡Y el cadáver del gran simio!

—¿Qué? —Tarascus se incorporó con brusquedad y su herida volvió a abrirse.

—Sí. El devorador de hombres está muerto… de una puñalada en el corazón. ¡Y Conan ha desaparecido!

Tarascus estaba mortalmente pálido mientras Orastes lo obligaba a sentarse de nuevo y reanudaba sus interrumpidas atenciones con la herida.

—¡Conan! —repitió—. No es un cadáver destrozado… ¡Ha huido! ¡Mitra! ¡No es un hombre, sino el propio diablo! Creía que Xaltotun era el responsable de ese ataque. Ahora veo que no. ¡Dioses y demonios! ¡Es Conan quien me ha apuñalado! ¡Arideus!

—¡Sí, majestad!

—Registra hasta el último rincón del palacio. Podría estar acechando ahora mismo en los oscuros pasillos, como un tigre hambriento. Que no escape ninguna alcoba a tu vigilancia, y ten cuidado. No es un hombre civilizado al que persigues, sino un bárbaro ávido de sangre con la fuerza y la ferocidad de una bestia salvaje. Que registren a fondo los terrenos del palacio y la ciudad. Establece un cordón de vigilancia alrededor de las murallas. Si averiguas que ha huido, cosa bastante probable, reúne un grupo de jinetes y ve tras él. Una vez que cruce las murallas será como cazar un lobo en las colinas. Pero, si te das prisa, puede que todavía le des alcance.

—Éste es un asunto que excede la competencia de hombres corrientes —dijo Orastes—. Quizá deberíamos buscar el consejo de Xaltotun.

—¡No! —replicó Tarascus violentamente—. Que los soldados persigan a Conan y le den muerte. Xaltotun no podrá objetar nada si matamos a un prisionero para impedir que escape.

—En fin —dijo Orastes—. No soy acheronio, pero estoy versado en algunas de las artes, y el control de ciertos espíritus dotados de sustancia material es una de ellas. Tal vez pueda ayudarte en este asunto.

La fuente de Thrallos se encontraba en el interior de un anillo de robles situado a kilómetro y medio de las murallas de la ciudad. El suave murmullo llegó a los oídos de Conan en el silencio de la noche estrellada. Bebió con avidez de su agua helada y a continuación se encaminó a buen paso hacia el sur, donde se veía una pequeña y densa arboleda. Al otro lado de ésta había un gran caballo blanco atado entre los matorrales. Con un profundo suspiro, dio un paso hacia el corcel… y quedó petrificado al escuchar una carcajada burlona.

Una figura embutida en una deslustrada cota de malla salió de las sombras. No era uno de los centinelas de palacio, ya que no lucía el habitual casco emplumado y la resplandeciente armadura. Se trataba de un hombre de elevada estatura, ataviado con un almete y una cota de malla de color grisáceo: uno de los Aventureros, un gremio de guerreros nativo de Nemedia, hombres que no habían alcanzado la riqueza y la posición de la caballería, o que, después de alcanzarlas, habían caído en desgracia. Luchadores porfiados y duros, que dedicaban su vida a la guerra y la aventura. Constituían una clase propia y, aunque a veces tenían tropas a su cargo, no respondían ante nadie más que el propio rey. Conan sabía que no podía haber sido descubierto por un adversario más peligroso.

Una rápida mirada entre las sombras lo convenció de que el hombre estaba solo, y, clavando los talones en el suelo mientras tensaba las articulaciones, expandió levemente su gran pecho.

—Marchaba a Belverus en misión para Amalric —dijo el Aventurero, avanzando con cautela. La luz de las estrellas se reflejaba en el gran mandoble que empuñaba—. Un caballo llamó al mío con un relincho desde la espesura. Me acerqué a investigar, y pensé que era muy raro que un corcel estuviera aquí atado. Así que decidí esperar… ¡y mira qué presa me he cobrado!

Los Aventureros vivían de su espada.

—Te conozco —murmuró el nemedio—. Eres Conan, rey de Aquilonia. Juraría que te vi morir en el valle de Valkia, pero…

Conan saltó como un tigre acorralado. Por muy ducho que fuera en las artes de la lucha, el Aventurero ignoraba la desesperada rapidez que eran capaces de imprimir a sus movimientos los músculos del bárbaro. Su ataque lo cogió desprevenido, con la espada medio levantada. Antes de que pudiera golpear o parar la embestida, el puñal del rey se clavó en su garganta, por encima de la gorguera, con la punta inclinada en dirección al corazón. Con un gorgoteo estrangulado, el hombre se tambaleó y se desplomó, y Conan le arrancó el arma sin contemplaciones. Al ver y olfatear la sangre en la hoja, el caballo resopló violentamente y se encabritó.

Allí de pie, contemplando a su caído adversario, con el puñal ensangrentado en la mano, una película de sudor sobre el ancho pecho y escuchando con total concentración, Conan parecía más bien una estatua. En los bosques circundantes no se oía otro sonido que el suave trino de los pájaros que la breve escaramuza había despertado. Pero en la ciudad, a kilómetro y medio de allí, se alzó el estridente llamado de una trompeta.

Sin perder un instante, el cimmerio se inclinó sobre el muerto. Una búsqueda rápida bastó para convencerlo de que el mensaje que llevaba había de ser entregado de palabra. Pero no se detuvo ahí. No quedaban muchas horas para el alba. Unos minutos después, el caballo blanco galopaba por el camino del oeste, montado por un jinete embutido en la cota grisácea de un Aventurero nemedio.