LA PERDICIÓN DE DERMOD
Si tu corazón se marchita en tu interior y una opaca cortina oscura de aflicción se interpone entre tu cerebro y tus ojos, haciendo que la luz del sol llegue pálida y leprosa a tu mente… ve a la ciudad de Galway del condado del mismo nombre, en la provincia de Connaught, en el país de Irlanda.
En la gris Ciudad de las Tribus, como así la llaman, pervive un hechizo reconfortante y ensoñador que actúa como un encantamiento; si corre por tus venas la sangre de Galway[10], no importa desde cuán lejos llegues, tu pesar se desvanecerá lentamente como si fuera un mal sueño, dejando tan sólo un dulce recuerdo similar al perfume de una rosa marchita. Hay una neblina de vetustez flotando sobre la antiquísima ciudad que se mezcla con la melancolía y le hace a uno olvidar. También puedes dirigirte a las colinas azules de Connaught y saborear el penetrante sabor de la sal en el viento que llega del Atlántico; entonces la vida se torna más débil y lejana, con todas sus punzantes alegrías y amargas penas, y no parece más real que las sombras que proyectan las nubes al pasar.
Llegué a Galway como una bestia herida que se arrastra hasta su madriguera en las colinas. La ciudad de mis ancestros se alzaba ante mis ojos por primera vez, pero no me pareció extraña o desconocida.
Tuve la sensación de regresar al hogar y, cada nuevo día que pasaba allí, la tierra de mi nacimiento me parecía más y más lejana, y la tierra de mis antepasados más y más próxima.
Llegué a Galway con el corazón roto. Mi hermana gemela, a la que amaba más que a nadie, había muerto. Su marcha fue rápida e inesperada, para mayor agonía, ya que tenía la impresión de que tan sólo unos segundos antes reía junto a mí con viva sonrisa y brillantes ojos grises irlandeses, y al instante siguiente la hierba ya crecía sobre ella. ¡Oh, Señor, toma mi alma, tu Hijo no es el único que ha sufrido la crucifixión!
Como una mortaja, una nube negra se cernía sobre mí, y en los lúgubres confines de la locura permanecía postrado a solas, sin lágrimas ni palabras. Finalmente, mi abuela acudió en mi ayuda; una corpulenta y adusta mujer, con enormes ojos de mirada apesadumbrada que reflejaban todas las penurias de nuestra raza irlandesa.
—Ve a Galway, hijo. Ve a la tierra milenaria. Quizás tus penas se ahoguen en el frío y salado mar. Quizás las gentes de Connaught puedan curar la herida que te aflige…
Así que fui a Galway.
Y bien, allí la gente era amable, todas aquellas ilustres familias; los Martin, los Lynch, los Deane, los Dorsey, los Blake, los Kirowan, familias originarias de los catorce clanes principales que gobernaban en Galway. Por colinas y valles, vagué y hablé con las amables y pintorescas gentes, muchos aún hablaban en perfecto Erse[11], la lengua de los antiguos, y que yo apenas balbuceaba.
Una noche, en una colina y delante de la hoguera de un pastor, volví a escuchar la vieja leyenda de Dermod O’Connor. Mientras el pastor revelaba la terrible historia con acento profundo y salpicando el relato con frases en gaélico, recordé que mi abuela ya me la había contado antes, de pequeño, pero había olvidado la mayor parte.
Resumiendo, la leyenda es como sigue: hubo un jefe del clan na O’Connor, de nombre Dermod, al que la gente llamaba el Lobo. Los O’Connor fueron reyes en tiempos pasados y gobernaban en Connaught con mano de hierro. Se repartían el gobierno de Irlanda con los O’Brien en el sur, o Munster, y con los O’Neill en el norte, o Ulster. Luchaban junto a los O’Rourke contra los McMurroughs de Leinster. Fue Dermot MacMurrough quien tras ser expulsado de Irlanda por los O’Connor trajo a Strongbow[12] y sus aventureros normandos. Cuando el Duque de Pembroke, a quien llamaban Strongbow, desembarcó en Irlanda, Roderick O’Connor era el rey, o al menos así se proclamaba. El clan de los O’Connor, feroces guerreros celtas, logró preservar su libertad luchando, hasta que finalmente su poder les fue arrebatado por una terrible invasión normanda. Los O’Connor merecen todos los honores. Mucha gente luchó en la Antigüedad bajo su estandarte… pero todo árbol tiene una raíz podrida. Cada ilustre apellido tiene una oveja negra. Dermod O’Connor era la oveja negra de su clan, y de un negro más oscuro que ninguno.
Alzó su mano contra todos los hombres, incluso los de su propia casa. No era un líder que luchase para recuperar la corona de Erin o para liberar a su gente; era un sanguinario saqueador y atacaba tanto a normandos como a celtas; hizo incursiones a La Empalizada[13] y marchó con antorchas y espadas por Munster y Leinster. Los O’Brien y O’Carroll tenían motivos para odiarlo, y los O’Neill lo perseguían como a un lobo. Dejaba un rastro de sangre y destrucción allá por donde cabalgaba y, finalmente, después de que las deserciones y la lucha constante diezmaran su banda, se quedó solo y se escondió en cuevas y colinas, donde descuartizaba a solitarios viajeros por la pura ansia de sangre que lo dominaba, y hacía incursiones a las casas apartadas de los granjeros o a las cabañas de los pastores para cometer todo tipo de atrocidades con las mujeres. Era un hombre gigantesco y la leyenda lo ha convertido en algo inhumano y monstruoso. Debe de ser cierto que su aspecto era extraño y horrible.
Pero llegó su fin. Asesinó a un joven del clan de los Kirowan y éstos salieron a caballo de la ciudad de Galway clamando venganza en sus corazones. Sir Michael Kirowan se encontró con el bandido en las colinas… Sir Michael, directo antepasado mío y del cual heredé el nombre. Lucharon totalmente a solas y sólo las estremecedoras colinas fueron testigos de aquella espantosa batalla, hasta que el choque de espadas llegó a los oídos del resto de clanes que cabalgaban a marchas forzadas peinando la zona. Hallaron a sir Michael gravemente herido y a Dermod O’Connor agonizando con un hueso del hombro fracturado y una espantosa herida en el pecho. Pero era tal su furia y su odio que colocaron una soga alrededor del cuello del ladrón moribundo y lo ahorcaron en un enorme árbol al borde del acantilado que da al mar.
—Y las gentes del campo aún señalan aquel árbol —dijo mi amigo el pastor, avivando el fuego—, y lo llaman la Perdición de Dermod, a la manera danesa, y algunos hombres dicen haber visto al legendario proscrito de noche, haciendo rechinar sus enormes caninos, derramando sangre por el hombro y el pecho, y soltando todo tipo de maldiciones contra los Kirowan y su sangre hasta el fin de los tiempos.
—Y por eso, señor, no debe pasear por los acantilados de noche, porque por sus venas corre la sangre que él tanto odiaba y su nombre es el mismo que el del hombre que lo asesinó. Ríase si quiere, pero el fantasma de Dermod O’Connor el Lobo sale las noches sin luna, con su larga barba negra y sus terribles ojos y sus caninos de jabalí.
Señaló el árbol, la Perdición de Dermod, que de forma extraña se asemejaba a una horca, enhiesto desde no sé cuántos cientos de años, y es que los hombres viven mucho en Irlanda, pero los árboles viven aún más. No había más árboles cerca, y el acantilado se alzaba abruptamente desde la costa hasta una altura de unos ciento veinte metros. Abajo tan sólo estaba el profundo y siniestro azul de las olas, oscuras y abismales, rompiendo contra las crueles rocas.
Solía andar mucho de noche por las colinas, porque cuando el silencio de la oscuridad cubría el mundo y no existían palabras o ruidos de hombres que entretuvieran mis pensamientos, mi aflicción se tornaba negra de nuevo en mi corazón, y paseaba por las colinas donde las estrellas me parecían cercanas y cálidas. Y con frecuencia mi aturdido cerebro se preguntaba en qué estrella estaría ella, o si ella misma se había transformado en una estrella.
Una noche la vieja y penetrante agonía retornó insoportablemente. Estaba pasando la noche en una posada de montaña, cuando me levanté de la cama, me vestí y salí a las colinas. Las sienes me palpitaban y sentía un intolerable peso sobre el corazón. Mi alma paralizada y muda gritaba a Dios, pero no podía llorar. Tuve la impresión de que me iba a volver loco si no lloraba. Y es que no había cruzado lágrima alguna por mis párpados desde…
En fin, seguí caminando más y más, no sé durante cuánto tiempo ni qué distancia. Las estrellas lucían ardientes, rojas y furibundas, y no me infundían ningún consuelo esa noche. Al principio quise gritar y aullar y lanzarme al suelo y arrancar la hierba con los dientes. Luego me calmé y vagué como si estuviera en trance. No había luna, y bajo la tenue luz de las estrellas, las colinas y los árboles se cernían oscuros y extraños. Sobre las cimas pude ver el gran Atlántico tendido como un oscuro monstruo plateado y oí su débil rugido.
Algo pasó delante de mí y por un momento me pareció que era un lobo. Pero no hay lobos en Irlanda desde hace muchos años. Volví a ver la Cosa una vez más, una oscura silueta alargada y baja. La seguí maquinalmente. En ese momento apareció frente a mí un acantilado que daba al mar. Al borde del acantilado había tan sólo un árbol que se alzaba imponente como un patíbulo. Me acerqué allí.
Entonces, delante de mí y a medida que iba acercándome al árbol, surgió una leve bruma. Un miedo inexplicable se apoderó de mí y me quedé idiotizado mirando fijamente. Se materializó una forma, oscura y sedosa, como jirones de bruma lunar, pero con una indudable forma humana. Un rostro… ¡grité!
Un difuso y dulce rostro flotaba delante de mis ojos, borroso, como hecho de bruma… y aun así pude distinguir la refulgente mata de pelo negro, la ancha y pura frente, los carnosos y rojos labios… los sobrios y dulces ojos grises…
—¡Moira! —grité agonizante, y me lancé hacia delante extendiendo mis doloridos brazos, mientras el corazón parecía a punto de explotarme.
Ella se alejó flotando como bruma movida por una brisa; ahora parecía ondear en el espacio… y yo mismo me sentí tambaleándome violentamente justo al borde del acantilado al que me había llevado mi impetuoso salto. Como un hombre que se despierta de un sueño, durante un instante fugaz vi las crueles rocas a más de cien metros bajo mis pies y oí el hambriento golpeteo de las olas… Pero, a la vez que me sentía caer hacia el abismo, volví a ver la aparición, aunque ahora había cambiado espantosamente. Unos enormes dientes puntiagudos como colmillos brillaban espectralmente bajo una mugrienta y negra barba. Unos ojos terribles centelleaban bajo amplias cejas protuberantes; manaba sangre de una herida en el hombro y de un espantoso tajo en el pecho…
—¡Dermod O’Connor! —grité al tiempo que se me erizaba el cabello—. Avaunt, demonio del infierno!
Oscilé sobre el acantilado en una caída inevitable, y la muerte me esperaba a ciento veinte metros allá abajo. Entonces una pequeña y suave mano me rodeó la muñeca y me sentí arrastrado irresistiblemente hacia atrás. Caí de espaldas sobre la mullida hierba fresca en el borde mismo del acantilado, y no sobre las afiladas aristas de las rocas y el mar. Ah, entonces lo supe, no podía estar equivocado. La diminuta mano se desligó de la muñeca y el abominable rostro desapareció del acantilado, pero estoy seguro de que aquella mano que me agarró por la muñeca y que tiró de mí para salvarme de tan funesto destino… ¿cómo podría no reconocerla? Había sentido el suave tacto de esa mano un millar de veces, sobre mis brazos o mis manos.
Oh, Moira, Moira, latido de mi corazón, tanto en la vida como en la muerte permaneciste a mi lado en todo momento. Y entonces, por primera vez, lloré con el rostro enterrado entre las manos, derramé mi torturado corazón en forma de ardientes, cegadoras y reconfortantes lágrimas hasta que salió el sol sobre las azules colinas de Galway impregnando las ramas de la Perdición de Dermod con un extraño y nuevo fulgor.
Así pues, ¿soñaba, o es que había enloquecido? ¿Realmente el fantasma del proscrito, muerto hacía tanto tiempo, me había arrastrado por las colinas y el acantilado hasta llegar bajo aquel árbol de la muerte, y allí asumió la forma de mi hermana muerta para atraerme hacia mi fatídico final? ¿Realmente la mano genuina de mi hermana muerta acudió a mi lado súbitamente ante el peligro que corría y me sujetó, evitando así mi muerte?
Créanlo o no. Para mí es un hecho. Vi a Dermod O’Connor esa noche y me atrajo hasta el acantilado; y la suave mano de Moira Kirowan tiró de mí, y su tacto derritió los canales congelados de mi corazón trayéndome la paz. Y es que la barrera que separa a los vivos de los muertos es tan sólo un fino velo, ahora lo sé, y tan cierto es que el amor de una mujer muerta venció al odio de un hombre muerto, como que algún día, en el más allá, volveré a tener a mi hermana entre mis brazos.