LA CASA DE ARABU
A la casa de donde nadie sale,
al camino sin retorno,
a la morada donde sus habitantes son privados de la luz,
el lugar donde el polvo es su sustento, y su alimento el barro.
No tienen luz y habitan en una densa oscuridad,
y están ataviados como aves, con mantos de plumas.
Allá, donde traspasando verjas y cerrojos, el polvo se extiende.
Leyenda babilónica de Ishtar
—¿Acaso ha visto un espíritu nocturno, o está escuchando los susurros de los que habitan en la oscuridad?
Extrañas palabras para ser murmuradas en el salón de fiestas de Naram-ninub, en medio de la música de los laúdes, el chapoteo de las fuentes, y el tintineo de las risas de las mujeres. El gran salón atestiguaba las riquezas de su propietario, no sólo por sus vastas dimensiones, sino también por el esplendor de los ornamentos. La superficie vidriada de las paredes ofrecía un sorprendente abigarramiento de esmaltes de color azul, rojo y naranja, rematados con juntas de oro bruñido. El aire estaba cargado de incienso, mezclado con la fragancia de flores exóticas de los jardines del exterior. Los festejantes, nobles de Nippur con túnicas de seda, estaban tumbados sobre cojines de satén, bebiendo vino escanciado de vasijas de alabastro, y acariciando a las jóvenes juguetonas repintadas y enjoyadas que la riqueza de Naram-ninub había traído desde todos los rincones del Oriente.
Había docenas de ellas. Sus blancas extremidades campanilleaban al bailar, o brillaban como marfil entre los cojines donde se tumbaban. Una tiara con piedras preciosas enganchada sobre una mata bruñida de cabello negro como la noche, un brazalete con una gema incrustada de oro macizo, pendientes de jade tallado… tales objetos constituían su única indumentaria. Su fragancia era mareante. Provocadoras al bailar, festejando y haciendo el amor, sus risas ligeras llenaban el salón con ondas de sonido argénteo.
El anfitrión estaba reclinado sobre una ancha tarima con cojines apilados, y acariciaba sensualmente los relucientes mechones de una lozana muchacha árabe que se había tumbado sobre su terso y flexible estómago. La apariencia de aquel hombre era de languidez sibarita, pero se contradecía con el brillo vital de unos ojos oscuros que inspeccionaban a sus invitados. Era grueso y con una barba pequeña de un negro azulado: un semita de los muchos que arriban cada año a Sumeria.
Excepto un invitado, todos eran sumerios, con la barbilla y el cráneo rapado. Tenían los cuerpos fofos por una vida de opulencia y los rasgos suaves y plácidos. El invitado que constituía la excepción resaltaba con un sorprendente contraste. Más alto que los demás, no poseía ninguno de aquellos rasgos de apacible pulcritud. Estaba diseñado con la economía de la implacable naturaleza. Su físico era el de un atleta, no civilizado sino primitivo. Era una encarnación del Poder, crudo, duro, con extremidades fibrosas y lobunas, cuello de tendones marcados, un gran arco pectoral y ancha y sólida espalda. Bajo el cabello dorado y despeinado sus ojos eran de un azul glacial. Sus rasgos profundamente marcados reflejaban la naturaleza salvaje que su complexión sugería. No había nada en él del comedido esparcimiento del resto de los invitados, sino una inquebrantable determinación en cada una de sus acciones. Mientras los demás sorbían delicadamente, él bebía a grandes tragos. Ellos picoteaban pequeños bocados, pero él agarraba patas enteras con las manos y arrancaba la carne a mordiscos. Y, sin embargo, tenía el ceño sombrío y una expresión malhumorada. Su magnética mirada era introspectiva. Fue entonces cuando el príncipe Ibi-Engur volvió a sisear algo al oído de Naram-ninub:
—¿Ha oído Phyrras susurros de seres nocturnos?
Naram-ninub lanzó una mirada de cierta preocupación a su amigo.
—Venga, mi señor —dijo—, se te ve extrañamente distraído. ¿Alguien aquí presente te ha ofendido?
Phyrras dio un respingo, como si regresase de alguna lúgubre meditación, y sacudió la cabeza.
—En absoluto, amigo mío; si parezco distraído es debido a una sombra que me nubla la mente.
Su acento era bárbaro, pero el timbre de la voz era fuerte y vibrante. Los demás lo miraron con interés. Phyrras era el general de mercenarios del rey Eannatum, un argivo de épica saga.
—¿Se trata de una mujer, señor Phyrras? —preguntó el príncipe Enakalli con una sonrisa.
Phyrras lo atravesó con su sombría mirada y el príncipe sintió cómo un gélido viento le recorría la columna vertebral.
—Ah, sí, una mujer —murmuró el argivo—. Una que me persigue en mis sueños y flota como una sombra entre la luna y yo. En mis sueños siento sus dientes en mi cuello, y me despierto al oír el revoloteo de unas alas y el ulular de un búho.
El silencio se apoderó del grupo que estaba en la tarima. Sólo en el gran salón más abajo seguía el bullicio excitado de la conversación y el tañer de los laúdes, y una joven reía ruidosamente, con una curiosa nota en su risa.
—Está maldito —susurró la joven árabe.
Naram-ninub la hizo callar con un gesto, y estaba a punto de hablar cuando Ibi-Engur siseó:
—Mi señor Phyrras, este asunto tiene unas connotaciones sumamente extrañas, como si fuera la venganza de un dios. ¿Has hecho algo que pudiera haber ofendido a una deidad?
Naram-ninub, consternado, se mordió el labio. De todos era sabido que en su reciente campaña contra Erech, el argivo había ajusticiado a un sacerdote de Anu en su altar. La cabeza con melena de Phyrras se alzó bruscamente y dirigió la mirada a Ibi-Engur como si aún no hubiera decidido si atribuir su observación a la malicia o a la falta de tacto. El príncipe comenzó a palidecer, pero la esbelta muchacha árabe se arrodilló y tomó del brazo a Naram-ninub.
—¡Mira a Belibna! —dijo señalando a la mujer que se había reído de forma tan ruidosa unos instantes antes.
Sus acompañantes se separaban de la muchacha con aprensión. Ella no les hablaba, ni parecía verles. Sacudió la cabeza cuajada de joyas y su risa estridente se esparció por todo el salón del festín. Su cuerpo delgado se balanceaba de un lado a otro, los brazaletes entrechocaban y repiqueteaban cuando lanzó al aire los blancos brazos. Los oscuros ojos brillaban con una luz salvaje, y los rojos labios se abrían en una sonrisa de júbilo antinatural.
—La mano de Arabu está sobre ella —susurró la chica árabe con inquietud.
—¡Belibna! —Naram-ninub la llamó con un gesto cortante.
La única respuesta que recibió fue otra explosión de risa enloquecida, y después la chica gritó con un alarido agudo:
—Al hogar de la oscuridad, a la morada de Irhalla; al camino sin retorno. ¡Oh, Apsu, amargo es tu vino!
Su voz se rompió en un terrible aullido y, rebotando sobre los cojines en los que se apoyaba, se alzó en medio de la tarima con una daga en la mano. Las cortesanas e invitados chillaban y se empujaban febrilmente escapando de su lado. Pero la chica se abalanzó sobre Phyrras con su hermoso rostro transformado en una máscara de furia. El argivo le agarró la muñeca, y la inusitada fuerza de la demente fue inútil contra los tendones de hierro del bárbaro. La apartó de un empujón y la lanzó sobre los escalones de cojines. Allí permaneció hecha un ovillo y con su propia daga clavada en el corazón.
El zumbido de conversaciones que se había interrumpido tan repentinamente se reanudó cuando los guardias arrastraron el cuerpo y las bailarinas pintadas volvieron a sus cojines. Pero Phyrras se giró y, tomando su ancha capa carmesí de manos de un esclavo, se la echó por los hombros.
—Quédate, amigo mío —le suplicó Naram-ninub—. No permitamos que este pequeño incidente interfiera en nuestras celebraciones. La locura ya es suficientemente habitual.
Phyrras sacudió la cabeza con expresión irritada.
—No, ya me cansé de beber y tragar. Me voy a casa.
—Entonces la fiesta se ha terminado —declaró el semita, levantándose y dando palmadas—. Mi propia litera te llevará a la casa que el rey te ha regalado… No, me olvidaba que desprecias ser trasladado sobre la espalda de otros hombres. Entonces yo mismo te escoltaré hasta tu casa. Señores, ¿nos acompañáis?
—¿Andar? ¿Como la plebe? —tartamudeó el príncipe Ur-ilishu—. Por Enlil, iré. Será una experiencia interesante. Pero he de llevar a un esclavo que sujete la cola de mi túnica; detestaría que se arrastrase por el polvo de las calles. ¡Venid, amigos, acompañemos a Lord Phyrras a su casa, por Ishtar!
—Un hombre extraño —siseó Ibi-Engur a Libit-ishbi, mientras el grupo emergía del amplio palacio y descendía la ancha escalinata de baldosas guardada por leones de bronce—. Pasea por las calles, sin séquito, como un simple comerciante.
—Ten cuidado —murmuró el otro—. Es de genio rápido, y Eannatum le tiene en gran consideración.
—Sin embargo, incluso los favoritos del rey deberían guardarse de ofender al dios Anu —contesto Ibi-Engur en un tono de voz igualmente cauteloso.
El grupo caminaba placenteramente por la ancha y diáfana calle, observados por las gentes comunes que asomaban las cabezas rasuradas a su paso. Apenas había salido el sol, pero las gentes de Nippur ya estaban bien espabiladas. Había mucho trasiego entre los puestos donde los mercaderes mostraban sus mercancías; un paisaje cambiante donde se mezclaban artesanos, mercaderes, esclavos, prostitutas y soldados con cascos cobrizos. Por allí salía un mercader de su almacén, una sobria figura ataviada con toga de lana y manto blanco; por allá avanzaba a toda prisa un esclavo con túnica de lino; por el otro lado se contoneaba una fresca repintada cuya corta falda abierta por un lado mostraba su lustroso trasero a cada paso. Encima de todos ellos el azul del cielo se emblanquecía por el calor del sol creciente. Las superficies vidriadas de los edificios hervían. Los edificios eran de tejado plano, algunos de ellos de tres o cuatro plantas de altura. Kippur era una ciudad de ladrillo secado al sol, pero sus fachadas de esmalte la convertían en un caos de brillante colorido.
En algún lugar se oía a un sacerdote cantando:
—Oh, Babbat, la rectitud ha alzado ante ti su cabeza…
Phyrras maldijo en voz baja. Estaban pasando por el gran templo de Enlil, que se elevaba hasta noventa metros hacia el imperturbable cielo azul.
—Las torres se perfilan contra el cielo como si formaran parte de él —maldijo para sí al tiempo que retiraba uno de los mechones húmedos de su frente—. El cielo está esmaltado, y éste es un mundo hecho por el hombre.
—No, amigo mío —objetó Naram-ninub—. Ea construyó el mundo a partir del cuerpo de Tiamat.
—¡Quiero decir que los hombres construyeron Sumeria! —exclamó Phyrras; el vino que había tomado ensombrecía su mirada—. Una tierra llana… una tierra plana como una tabla… con ríos y ciudades pintadas encima, y un cielo de esmalte azul sobre ella. ¡Por Ymir, yo nací en una tierra construida por los dioses! Existen grandes montañas azules, surcadas por valles que se extienden como sombras, y picos nevados brillando bajo el sol. Los ríos descienden agitados por los acantilados en un estruendo eterno, y las anchas hojas de los árboles se agitan con los fuertes vientos.
—Yo también nací en tierra abierta, Phyrras —respondió el semita—. Por la noche el desierto aparece blanco y terrible bajo la luna, y por el día se extiende en una infinitud marrón bajo el sol. Pero es en las bulliciosas ciudades de los hombres, estas colmenas de bronce, oro, esmalte y humanidad, donde se encuentran la riqueza y la gloria.
Phyrras estaba a punto de hablar cuando un estridente lamento atrajo su atención. Por la calle se acercaba una procesión que portaba una litera coloreada y tallada en la que yacía una figura escondida entre las flores. La seguía una fila de mujeres jóvenes, con ligeros vestidos rasgados y negros cabellos flotando salvajemente. Se golpeaban sus desnudos pechos y gritaban: ¡Ailanu! ¡Thammuz está muerto! La muchedumbre se hizo eco del grito. La litera pasó balanceándose sobre los hombros de los portadores; entre las flores apiladas brillaron los ojos pintados de una figura tallada. Los gritos de los adoradores resonaron por las calles, apagándose poco a poco en la distancia.
—Pronto estarán saltando y bailando y gritando ¡Adonis está vivo! —dijo Phyrras encogiendo sus poderosos hombros—. Y las mujeres que ahora aúllan tan amargamente se ofrecerán exultantes a los hombres en las calles. ¿Cuántos dioses existen aquí, por todos los demonios?
Naram-ninub señaló el enorme zigurat de Enlil, que dominaba la ciudad como el sueño brutal de un dios loco.
—¿Ves los siete niveles? El más bajo es negro, el siguiente de esmalte rojo, el tercero azul, el cuarto naranja, el quinto amarillo, mientras que el sexto está cubierto de plata, y el séptimo de oro puro que flamea bajo los rayos del sol. Cada nivel en el templo representa a una deidad: el sol, la luna, y los cinco planetas que Elil y su tribu han situado en los cielos como sus emblemas. Pero Enlil es más grande que todos ellos, y Nippur es su ciudad favorita.
—¿Más grande que Anu? —murmuró Phyrras, recordando un altar en llamas y un sacerdote moribundo que le susurró una terrible amenaza.
—¿Cuál es la pata más grande de un trípode? —Naram-ninub evitó así la pregunta.
Phyrras abrió la boca para responderle, pero retrocedió al instante profiriendo una maldición y desenvainando la espada. Junto a sus pies se erguía una serpiente, con la lengua bífida parpadeando como una descarga de relámpago rojo.
—¿Qué ocurre, amigo? —Naram-ninub y los príncipes lo miraron sorprendidos.
—¿Qué ocurre? —exclamó maldiciendo—. ¿No veis la serpiente que está bajo vuestros propios pies? Poneos en pie y echaos un lado… y permitidme que la espante limpiamente.
La voz se le quebró y los ojos se le nublaron indecisos.
—Ha desaparecido —murmuró.
—No he visto nada —dijo Naram-ninub, y el resto de acompañantes menearon las cabezas, intercambiando miradas perplejas.
El argivo se pasó la mano por los ojos, sacudiendo la cabeza.
—Quizás haya sido el vino —murmuró—. Y sin embargo había una víbora, lo juro por el corazón de Ymir. Me han embrujado.
Los otros se separaron de él, observándole con extrañeza.
Siempre había existido desasosiego en el alma de Phyrras el argivo, un desasosiego que le había perseguido en sus sueños y lo había arrastrado a un largo peregrinar. Esta inquietud le había llevado desde las montañas azules de su raza hasta el sur de los fértiles valles y llanos costeros donde se alzaban las cabañas de los habitantes de Micenas; de allí hacia la isla de Creta, donde en una primitiva ciudad de piedra y madera gentes de tez morena y dedicadas a la pesca negociaban con naves egipcias; en uno de esos barcos marchó hacia Egipto, donde los hombres construían las primeras pirámides bajo el látigo y donde, en las filas de los mercenarios de piel blanca, la Shardana, aprendió las artes de la guerra. Pero su peregrinaje lo empujó de nuevo a cruzar los mares, hasta una aldea de comerciantes rodeada de muros de barro en la costa de Asia llamada Troya, de la cual partió hacia el sur adentrándose por el pillaje y carnicería de Palestina, donde los moradores originales de aquellas tierras fueron pisoteados por los bárbaros cananitas y expulsados de Oriente. De esta forma, por caminos tortuosos llegó finalmente hasta las llanuras de Sumeria, donde las ciudades luchaban entre sí y los sacerdotes de una miríada de dioses rivales se dedicaban a intrigar y confabular, como habían hecho desde los albores del tiempo, y como siguieron haciendo durante siglos más tarde, hasta que la supremacía de una oscura ciudad fronteriza llamada Babilonia encumbró por encima del resto de dioses al dios de la ciudad, Merodach, como Bel-Mar-duk el conquistador de Tiamat.
El relato de las hazañas conocidas de la saga de Phyrras el argivo es vago e incompleto; no recoge los ecos del atronador boato que recorrió toda la saga: las fiestas, celebraciones, guerras, abordajes y choques de barcos y embestidas de cuadrigas. Baste decir que al argivo le fue entregado el honor de los reyes, y que en toda Mesopotamia no existía ningún hombre tan temido como este bárbaro de cabellos de oro cuyas habilidades bélicas y fiereza lograron destrozar las huestes de Erech en el campo de batalla, y liberar a Nippur del yugo al que le tenía sometido Erech.
La saga de Phyrras lo condujo de un tonel de montaña a un palacio de jade y marfil. Sin embargo, los sueños de carácter casi totalmente animal que habían poblado su descanso cuando se acostaba de joven sobre un montón de pieles de lobo del colchón desfondado de su padre, distaban de ser tan extraños y monstruosos como los sueños que lo acosaban ahora sobre el diván de seda en el palacio de Nippur, la ciudad de las torres turquesa.
Era de este sueño del que Phyrras se despertó de repente. No ardía ninguna lámpara en su cuarto y la luna aún no había salido, pero la luz de las estrellas se filtraba débilmente por el marco de la ventana. Y en esta luminosidad algo se movió y tomó forma. Se veía la borrosa silueta de una figura ágil, el brillo de un ojo. Súbitamente la noche se cerró tornándose opresivamente calurosa y calmada. Phyrras oía el latido de su propia sangre recorriéndole las venas. ¿Por qué habría de temer a una mujer que merodease por su habitación? Pero ninguna otra silueta de mujer había sido jamás tan semejante a una flexible pantera; ninguna otra mirada de mujer había ardido tanto en la oscuridad. Con un gruñido ahogado saltó del diván y su espada silbó al cortar el aire, tan sólo el aire. Percibió algo parecido a una risa burlona, pero la figura había desaparecido.
Una mujer joven entró a toda prisa con una lámpara.
—¡Amytis! ¡La he visto! ¡No ha sido un sueño esta vez! ¡Se rió de mí desde la ventana!
Amytis temblaba al colocar la lámpara sobre una mesa de ébano. Era una criatura elegante y sensual, con largas pestañas y ojos entornados, labios apasionados y abundancia de negros y lustrosos mechones. Viéndola allí desnuda, la voluptuosidad de su figura hubiera seducido incluso hasta al más hastiado y experto seductor. Era un regalo de Eannatum; ella odiaba a Phyrras, y él lo sabía, pero hallaba una perversa gratificación en poseerla. Pero ahora su odio estaba ahogado en terror.
—¡Fue Lilitu! —tartamudeó ella—. ¡Te quiere para ella sola! Ella es el espíritu nocturno, el amigo de Ardat Lili. Los que habitan en la Casa de Arabu. ¡Estás maldito!
Phyrras tenía las manos empapadas de sudor; parecía que por sus venas fluyera lentamente hielo derretido en vez de sangre.
—¿Adonde puedo acudir? Los sacerdotes me odian y me temen desde que quemé el templo de Anu.
—Hay un hombre que no se halla sometido al gremio de sacerdotes y podría ayudarte —dijo ella secamente.
—¡Entonces, dime! —estaba petrificado, temblando con ansiosa impaciencia—. ¡Su nombre, mujer! ¡Su nombre!
Pero ante este signo de debilidad por parte de él, la malicia de la mujer se había renovado. Amytis había escupido todo lo que tenía en la cabeza por miedo a lo sobrenatural. Ahora todo su rencor volvió a despertar.
—Lo he olvidado —respondió insolentemente, con los ojos rebosantes de desprecio.
—¡Zorra! —jadeando por la violencia de su ira, la arrastró hasta el diván agarrándola por los gruesos mechones del cabello.
Después desenvainó la espada, tomó la funda y la empuñó con una fuerza salvaje, sujetando el retorcido cuerpo desnudo con la mano libre. Cada golpe era como el impacto del látigo de un domador. Tan borracho de furia estaba él, y ella tan debilitada por el dolor, que al principio Phyrras no oyó el nombre que la mujer gritaba con todas sus fuerzas. Apercibiéndose finalmente de esto, la empujó y la dejó caer hecha un sollozante ovillo sobre la esterilla del suelo. Temblando y jadeando por el exceso de pasión, tiró la funda a un lado y la miró ferozmente.
—Gimil-ishbi, ¿eh?
—¡Sí! —gimoteó ella arrastrándose por el suelo sumida en una angustia atroz—. Era un sacerdote de Enlil, hasta que se convirtió en adorador del diablo y fue desterrado. ¡Ahh, me desmayo! ¡Me desmayo! ¡Piedad! ¡Piedad!
—¿Y dónde puedo encontrarle? —preguntó.
—En el Túmulo de Enzu, al oeste de la ciudad. Oh, Enlil, ¡me despellejan viva! ¡Perezco!
Dándole la espalda, Phyrras se atavió con sus ropajes y su armadura, sin llamar a un esclavo para que le ayudase. Salió, pasó entre sus sirvientes adormilados sin despertarlos y se hizo con el mejor de sus caballos. Había quizás una veintena en todo Nippur, propiedad del rey y de sus nobles más acaudalados; habían sido comprados a las tribus salvajes del lejano norte, más allá del Caspio, a quienes en épocas posteriores se les conocía como escitas. Cada corcel estaba valorado en una verdadera fortuna. Phyrras embridó la enorme bestia y ató la silla… un simple paño enguantado, ornamentado y ricamente bordado.
Los soldados de la guardia le miraban boquiabiertos mientras sujetaba las riendas y les ordenaba abrir los grandes portones de bronce, pero le hicieron una reverencia y obedecieron sin rechistar. Su capa carmesí flotaba tras él mientras atravesaba las puertas al galope.
—¡Por Enlil! —exclamó uno de los soldados—. El argivo ha bebido demasiado vino egipcio de Naram-ninub.
—No —respondió otro—, ¿no has visto su pálido rostro y sus manos temblorosas sujetando las riendas? Ha sido tocado por los dioses, y acaso cabalga hacia la Casa de Arabu.
Sacudiendo las cabezas embozadas en señal de perplejidad, escucharon cómo se alejaba el repiqueteo de los cascos hacia el oeste.
Al norte, sur y este de Nippur, cabañas, aldeas y palmerales se apiñaban en la llanura surcada por la red de canales que conectaba los ríos. Pero hacia el oeste la tierra se extendía desnuda y silenciosa hasta el Éufrates, tan sólo interrumpida por algunas zonas carbonizadas que marcaban los lugares donde antes se habían alzado poblaciones. Unas cuantas lunas atrás, numerosos jinetes habían llegado del desierto en oleadas engullendo los viñedos y cabañas hasta topar con las murallas de Nippur. Phyrras recordó la batalla que tuvo lugar en las murallas, y la batalla en la llanura, cuando su salida al frente de las falanges que lideraba logró romper el asedio, haciendo huir al enemigo precipitadamente al otro lado del Gran Río. Luego la llanura quedó roja por la sangre y negra por el humo. Y ahora volvía a estar recubierta de verde, y el grano se había convertido en brote, ajeno a los avatares humanos. Pero los cosechado res que habían plantado ese grano habían desaparecido en la tierra de la penumbra y la oscuridad.
De nuevo se esparcía la riada humana procedente de los distritos de Nippur más poblados, de regreso al páramo creado por el hombre. Tras unos cuantos meses, un año como mucho, la tierra volvería a presentar el aspecto típico de una llanura mesopotámica, bullendo con vida, rotulada con diminutos campos que eran más jardines que granjas. El hombre cubriría las cicatrices que el hombre había causado, y llegaría el olvido, hasta que los jinetes llegaran de nuevo del desierto. Pero ahora la llanura se extendía desnuda y silenciosa, los canales estaban obturados, rotos y vacíos.
Aquí y allá se elevaban restos de palmerales, ruinas desperdigadas de pueblos y palacetes solariegos. Más allá, casi indistinguible bajo las estrellas, se alzaba el misterioso montículo conocido como el Túmulo de Enzu… la luna. No era un promontorio natural, pero nadie sabía qué manos lo habían creado ni por qué motivo. Antes de que Nippur fuera construido, este promontorio ya se alzaba dominando toda la llanura, y los desconocidos dedos que le habían dado forma se habían desvanecido en el polvo del tiempo. Hacia él dirigió Phyrras la cabeza de su montura.
Mientras tanto, en la ciudad que Phyrras había abandonado, Amytis salió furtivamente del palacio y emprendió el tortuoso camino hacia un destino secreto. Avanzaba con paso rígido, cojeando, y se paraba frecuentemente para masajearse el cuerpo y dolerse de las heridas. Pero incluso cojeando, maldiciendo y llorando, logró llegar a su destino y se presentó ante un hombre cuyas riquezas y poder eran enormes en Nippur. Su mirada era una interrogación.
—Ha ido al Túmulo de la Luna para hablar con Gimil-ishbi —dijo ella—. Lilitu volvió a visitarle esta noche —se estremeció, olvidando momentáneamente su ira y su dolor—. Está realmente maldito.
—¿Por los sacerdotes de Anu? —el hombre entornó los ojos hasta dejarlos en unas finas líneas.
—Eso es lo que sospecha.
—¿Y tú?
—¿Yo? Ni lo sé ni me importa.
—¿Te has preguntado alguna vez por qué te pago para que lo espíes? —inquirió él.
Ella se encogió de hombros.
—Me pagas bien, y eso me basta.
—¿Por qué ha acudido a Gimil-ishbi?
—Le dije que el renegado podría ayudarle a luchar contra Lilitu.
Una ira súbita transformó el rostro del hombre en una máscara oscuramente siniestra.
—Pensé que le odiabas.
Ella se amilanó ante la amenaza en su voz.
—Le hablé del adorador del diablo antes de pensarlo, y entonces él me forzó a decirle el nombre, maldito sea, ¡no voy a poder sentarme durante semanas!
El resentimiento la dejó momentáneamente sin habla. El hombre la ignoró, absorto en sus propias y sombrías reflexiones. Finalmente se levantó con súbita determinación.
—Ya he esperado demasiado tiempo —murmuró, como si pensara en voz alta—. Los demonios juegan con él mientras yo me muerdo las uñas, y aquellos que conspiran conmigo se ponen nerviosos y sospechan cada vez más. Sólo Enlil sabe qué consejo le dará Gimil-ishbi. Cuando salga la luna cabalgaré a la llanura en busca del argivo. Una puñalada furtiva… no sospechará nada hasta que mi espada lo haya atravesado. Una espada de bronce es más segura que los poderes de la Oscuridad. Fui un idiota al confiar en un demonio.
Amytis dejó escapar un grito ahogado, horrorizada, y se sujetó agarrándose a las cortinas de terciopelo para no caer.
—¿Tú? ¿Tú? —sus labios formaron una pregunta demasiado terrible para ser pronunciada.
—¡Por supuesto! —dijo él, con una mirada de lúgubre regocijo.
Amytis profirió un ahogado grito de terror y atravesó como una exhalación las cortinas de la entrada, con la mente embargada por el terror.
Nadie sabía si la caverna había sido horadada por el hombre o por la naturaleza. Al menos las paredes, el suelo y el techo eran simétricos y compuestos de bloques de piedra verdosa, no encontrada en ningún otro sitio a esa profundidad. Fuera la que fuera su causa u origen, el hombre la ocupaba ahora. Una lámpara pendía del techo de piedra, proyectando una extraña luz sobre la estancia y sobre la calva de un hombre acurrucado frente a un manuscrito extendido sobre una mesa de piedra. Levantó la vista tan pronto como las pisadas sonaron sobre los escalones de piedra que daban a su morada. Al segundo siguiente una alta figura se recortaba en la entrada.
El hombre junto a la mesa de piedra escudriñó la figura con ávido interés. Phyrras llevaba un peto de piel negra y escamas de cobre; los guantes de latón brillaban a la luz de la lámpara. La ancha capa carmesí, que flotaba vaporosamente por su contorno, no cubría la larga empuñadura que sobresalía por sus pliegues. Embozado con un casco de bronce enastado, los ojos del argivo centelleaban glacialmente. De esta guisa el guerrero se encaró al sabio.
Gimil-ishbi era muy viejo. No había rastro de sangre semita en sus marchitas venas. La calva cabeza era redonda como la calavera de un buitre, y desde ella se proyectaba una enorme nariz como el pico de un buitre. Los ojos eran oblicuos, una rareza incluso entre los sumerios de sangre más pura, y eran brillantes y negros como cuentas de collar.
Mientras que los ojos de Phyrras eran todo profundidad, abismos azules y nubes y sombras cambiantes, los ojos de Gimil-ishbi eran opacos como el carbón, y nunca cambiaban. La boca era un tajo en el rostro y su sonrisa más terrible que su gruñido.
Estaba ataviado con una humilde túnica negra, y los pies, calzados con sandalias de tela, parecían extrañamente deformes. Phyrras sintió un extraño calambre entre los omoplatos al ver aquellos pies y desvió la mirada de nuevo al rostro siniestro.
—Dígnate a entrar en mi humilde morada, guerrero —la voz era suave y sedosa, y resultaba extraño que proviniese de aquellos ásperos y finos labios—. Desearía poder ofrecerte comida y bebida, pero me temo que la comida y la bebida que yo consumo no serían de tu agrado —rió suavemente, como si le divirtiese una broma secreta.
—No he venido a comer ni a beber —respondió Phyrras acercándose a zancadas a la mesa—. He venido para comprar un amuleto contra los demonios.
—¿Comprar?
El argivo vació una bolsa de monedas de oro sobre la superficie de piedra: brillaban tenuemente a la luz de la lámpara. La risa de Gimil-ishbi era como el crujido de una serpiente arrastrándose entre hierba seca.
—¿Qué crees que significa esta basura amarilla para mí? Hablas de demonios y me traes polvo que se lleva el viento.
—¿Polvo? —repitió Phyrras con el ceño fruncido.
Gimil-ishbi posó la mano sobre su relumbrante cabeza y se rió; desde algún lugar en la noche se oyó el ulular de un búho. El sacerdote elevó la mano. Bajo ella había un montoncito de polvo amarillo que brillaba tenuemente bajo la lámpara. De repente, una ráfaga de viento se coló por los escalones, haciendo que la lámpara parpadease y llevándose en un remolino el polvo dorado; durante unos instantes el aire relumbró y centelleó con las relucientes partículas. Phyrras profirió una maldición; tenía la armadura completamente salpicada de polvo amarillo y lanzaba destellos por entre las escamas de su peto.
—Polvo que el viento se lleva —murmuró el sacerdote—. Siéntate, Phyrras de Nippur, y conversemos.
Phyrras echó una ojeada a la estrecha estancia; a las filas regulares de tablillas de arcilla en las paredes y los rollos de papiro que descansaban sobre ellas. Luego se sentó sobre un banco de piedra frente al sacerdote, levantando el cinto de su espada de manera que la empuñadura quedaba bastante adelantada.
—Te hallas lejos de la cuna de tu raza —dijo Gimil-ishbi—. Eres el primer vagabundo de cabello dorado que pisa las llanuras de Sumeria.
—He vagado por muchas tierras —susurró el argivo—, pero que los buitres picoteen mis huesos si alguna vez vi raza tan maligna como ésta, o tierra gobernada y hostigada por tantos dioses y demonios.
Miraba fascinado las manos de Gimil-ishbi; eran largas y estrechas, blancas y fuertes, las manos de un hombre joven. El contraste con la anciana edad que aparentaba el sacerdote era un tanto desasosegante.
—Toda ciudad tiene sus dioses y sus sacerdotes —respondió Gimil-ishbi—, idiotas todos ellos. ¿Qué tipo de dioses son esos a los que las fortunas de los hombres elevan o pisotean? Tras todos los dioses de los hombres, tras la primigenia trinidad de Ea, Ann y Enlil, vagan los dioses antiguos, a los cuales no afectan las guerras o ambiciones de los hombres. Los hombres niegan lo que no ven. Los sacerdotes de Eridu, ciudad consagrada a Ea y a la luz, no son más ciegos que los de Nippur, consagrada a Enlil, al cual consideran el señor de la Oscuridad. Pero él es tan sólo el dios de la oscuridad sobre la que los hombres sueñan, no la verdadera oscuridad que acecha tras todos los sueños, y vela a las terribles deidades reales. Descubrí esta verdad cuando era sacerdote de Enlil, a partir de lo cual fui desterrado. ¡Ja! Se quedarían de piedra si supiesen cuántos de sus adoradores se arrastran hasta mí de noche, como has hecho tú.
—¡Yo no me he arrastrado ante ningún hombre! —exclamó crispado el argivo inmediatamente—. Vine a comprar un amuleto. Ofréceme un precio, y al diablo contigo.
—No te enfades —sonrió el sacerdote—. Dime, ¿por qué razón has venido?
—Si fueras tan malditamente sabio ya deberías saberlo —gruñó el argivo, impertérrito; luego su mirada se turbó al rememorar su enrevesado devenir—. Algún mago me maldijo —farfulló—. Cuando regresaba cabalgando de mi victoria sobre Erech, mi caballo malherido relinchó y se espantó por Algo que tan sólo pudo ver él. A partir de ese momento mis sueños se tornaron más extraños y monstruosos. En la negrura de mi habitación oí un sigiloso crujir de alas y blandas pisadas. Ayer, en la fiesta que se celebró en mi honor, una mujer enloqueció e intentó clavarme un cuchillo. Más tarde me sobresaltó la aparición de una víbora como surgida de la nada. Y esta misma noche, un espíritu que decía llamarse Lilitu entró en mi habitación y se burló de mí con una risa espantosa…
—¿Lilitu? —los ojos del sacerdote se encendieron con un fuego siniestro; los huesos de su rostro se acoplaron en una espantosa sonrisa—. Cierto es, guerrero, planean tu ruina en la Casa de Arabu. Tu espada no podrá con ella, o con su amigo Ardat Lili. En la penumbra de medianoche sus dientes hallarán el camino a tu garganta. Su risa explotará en tus oídos y sus besos ardientes te marchitarán como una hoja muerta que se agita por los calientes vientos del desierto. La locura y la disolución serán tu destino, y descenderás a la Casa de Arabu, de la cual nadie regresa.
Phyrras se removió en su asiento con impaciencia, maldiciendo incoherentemente para sus adentros.
—¿Y qué puedo ofrecerte aparte de oro? —gruñó.
—¡Mucho! —los oscuros ojos brillaron, los labios se retorcieron con un regocijo inexplicable—. Pero te daré mi precio después de haberte ayudado.
Phyrras accedió con un gesto nervioso.
—¿Quiénes son los hombres más sabios del mundo? —preguntó el sabio repentinamente.
—Los sacerdotes de Egipto, que transcribieron aquellos pergaminos —respondió el argivo.
Gimil-ishbi negó con la cabeza; su sombra se proyectaba en la pared como la de un enorme buitre, acuclillado frente a su víctima moribunda.
—Ningún hombre lo fue más que los sacerdotes de Tiamat, de los que muchos estúpidos piensan que murieron hace tiempo bajo la espada de Ea. Tiamat es eterno; reina en las sombras, extiende las oscuras alas sobre sus adoradores.
—No los conozco —murmuró Phyrras con desasosiego.
—Las ciudades humanas no los conocen, pero las tierras baldías sí saben de ellos; las marismas pobladas de juncos, los pétreos desiertos, las colinas y las cavernas. En esos lugares se esconden los seres alados de la Casa de Arabu.
—Pensé que nadie regresaba de aquella Casa —dijo el argivo.
—Ningún humano y vuelve de allá… Pero los sirvientes de Tiamat van y vienen cuantas veces desean.
Phyrras permanecía callado, reflexionando sobre el lugar donde, según las creencias de los sumerios, se guardaban los muertos; una vasta caverna polvorienta, oscura y silenciosa, a través de la cual vagaban las almas de los muertos para siempre, privados de todo atributo humano, infelices y sin amor, añorando sus vidas anteriores hasta llegar a odiar a todos los hombres vivos, sus hazañas y sus sueños.
—Te ayudaré —murmuró el sacerdote.
Phyrras alzó su cabeza embozada en el casco y le miró de frente. Los ojos de Gimil-ishbi no eran más humanos de lo que sería el reflejo de una lumbre en pozos subterráneos de espesa negritud.
Sus labios hendidos parecía que hubieran devorado todas las penas y miserias de la humanidad. Phyrras le odiaba como un hombre odia a una serpiente oculta en la oscuridad.
—Ayúdame y pídeme el precio que desees —dijo el argivo.
Gimil-ishbi cerró las manos y las volvió a abrir, y en sus palmas sostenía un baúl de oro cuya tapa estaba cerrada por un cierre ornamentado con joyas. Abrió la tapa, y Phyrras vio que el baúl estaba lleno de polvo gris. Tembló sin saber por qué.
—Este polvo fue hace tiempo la calavera del primer rey de Ur —dijo Gimil-ishbi—. Cuando murió, como todo nigromante debe hacer, ocultó su cuerpo, y con él todos sus conocimientos. Pero yo di con sus huesos desechos y, en la oscuridad que se cernía sobre ellos, luché contra su alma como un hombre que pelea contra una pitón en la noche. Mi botín fue su calavera, la cual contenía secretos más oscuros que aquellos que yacen en los pozos de Egipto.
»Con este polvo muerto podrás atrapar a Lilitu. Ve rápido a un lugar cerrado… una caverna o una habitación… no, bastará con la casa en ruinas que hay a medio camino de aquí a la ciudad. Espolvorea el polvo en finas líneas por el umbral de la puerta y las ventanas; no dejes ningún espacio mayor que una mano humana sin protección. Luego túmbate como si estuvieras durmiendo. Cuando Lilitu entre, como hará, pronuncia las palabras que voy a revelarte. Entonces te convertirás en su dueño, hasta que la liberes de nuevo repitiendo el conjuro en forma inversa. No puedes matarla, pero puedes obligarla a que jure dejarte en paz. Hazla jurar por las ubres de Tiamat. Ahora inclínate y te susurraré las palabras del encantamiento.
Desde algún lugar en la noche un pájaro desconocido graznó ásperamente; el sonido era más humano que el susurro del sacerdote, el cual no era más alto que el roce de una víbora que se arrastra por limo viscoso. El semita retrocedió, con la hendidura de la boca retorcida en una horrible sonrisa. El argivo permaneció sentado durante un instante como una estatua de bronce. Sus sombras proyectadas se unían en la pared con la apariencia de un buitre acuclillado frente a un extraño monstruo con cuernos.
Phyrras tomó el baúl y se levantó, envolviendo con la capa escarlata su sombría figura; el casco le hacía parecer de una altura desproporcionada.
—¿Y el precio?
Las manos de Gimil-ishbi se convirtieron en garras, temblando de ansia.
—¡Sangre! ¡Una vida!
—¿La vida de quién?
—¡Cualquier vida! Para que la sangre fluya, y haya miedo y agonía, ¡un espíritu separado de su carne palpitante! ¡Cualquier vida humana tiene el mismo precio! La muerte es mi gozo… ¡Inundaría mi alma de muerte! Hombre, mujer, o infante… Lo has jurado. ¡Cumple tu juramento! ¡Una vida! ¡Una vida humana!
—¡Cómo no, una vida! —la espada de Phyrras cortó el aire en un arco refulgente y la cabeza de buitre de Gimil-ishbi rebotó sobre la mesa de piedra.
El cuerpo se irguió, borboteando sangre negra, luego se derrumbó sobre la piedra. La cabeza rodó por la superficie y cayó con un ruido seco sobre el suelo con el rostro vuelto hacia arriba, congelado en una máscara de horripilante sorpresa.
Fuera sonó un aterrador relincho mientras el semental de Phyrras rompía su dogal y corría alocadamente atravesando la llanura.
Phyrras abandonó entonces la sombría cámara que albergaba todas aquellas tablillas de críptico cuneiforme, todos aquellos papiros de oscuros jeroglíficos y demás pertenencias de aquel misterioso sacerdote. Mientras subía las escaleras esculpidas y emergía a la luz de las estrellas dudó de su propia cordura.
A lo lejos, la luna se elevaba sobre la llanura con un ligero matiz escarlata, refulgiendo siniestramente. Un calor y silencio tensos embargaban la tierra. Phyrras sintió el sudor frío que le empapaba la piel; la sangre era una reptante corriente de hielo en las venas; la lengua estaba clavada al paladar. La armadura le pesaba y la capa era como una trampa pegajosa. Se la arrancó maldiciendo incoherentemente; sudando y tembloroso se arrancó también la armadura, pieza a pieza, y la lanzó lejos. Paralizado por terrores abismales, había dado un salto atrás a un estadio primitivo. La pátina de civilización se había esfumado. Desnudo, a excepción del taparrabos y la espada envainada, recorrió la llanura, portando el baúl dorado bajo el brazo.
Ningún sonido rompió el silencio expectante cuando llegó a la villa en ruinas cuyas paredes se elevaban ebrias entre pilas de escombros. Una habitación parecía haber escapado de la ruina general y había quedado prácticamente intacta por algún capricho del azar. Tan sólo la puerta había sido desencajada de las bisagras. Phyrras entró. La luz de la luna le siguió y proyectó un tenue resplandor en el interior del portal. Había tres ventanas con barrotes de oro. Dibujó con abundante polvo una fina línea gris que cruzaba el umbral de la puerta. Lo mismo hizo en todos los marcos de las ventanas. Luego, lanzando a un lado el baúl vacío, se estiró sobre una tarima sin muebles que se alzaba en total oscuridad. Tenía bajo control su terror irracional. El, que había sido el cazado, ahora era el cazador. La trampa estaba preparada, y esperó a su presa con la paciencia de los primitivos.
No tuvo que esperar mucho. Algo afuera removió el aire y la sombra de unas alas enormes atravesó el portal iluminado por la luna. Hubo unos momentos de silencio aterrador en los que Phyrras oyó el atronador impacto de su propio corazón latiendo contra las costillas. Entonces una oscura sombra se dibujó sobre la puerta abierta. Se hizo visible durante un fugaz instante, y luego se esfumó. La Cosa había entrado; el demonio nocturno estaba en la habitación.
La mano de Phyrras se crispó sobre la espada mientras se incorporaba rápidamente en la tarima. Su voz retumbó en la quietud mientras bramaba el oscuro y enigmático conjuro que le había susurrado el sacerdote muerto. Le respondió un grito espantoso; hubo una estampida rápida de pies descalzos, luego una pesada caída, y algo comenzó a agitarse y retorcerse en las sombras sobre el suelo. Phyrras maldijo la oscuridad cegadora y entonces la luna lanzó un filo encarnado sobre el marco de una ventana, como un duende espiando por la ventana, y un haz ondulante de luz atravesó el suelo. En el pálido resplandor el argivo vio a su víctima.
Pero no era ninguna mujer-pantera lo que se retorcía allí. Era algo más parecido a un hombre, flexible, desnudo, de piel morena. No difería en absoluto de los rasgos de un ser humano excepto por la inquietante agilidad de sus extremidades y el inmutable brillo de los ojos. Se arrastraba como agonizante, echando espuma por la boca y retorciendo el cuerpo en contorsiones imposibles.
Con un grito sangriento, Phyrras corrió hacia la figura y ensartó con su espada el cuerpo contraído. La punta resonó contra el suelo de baldosas bajo la criatura, y un terrible aullido explotó en los espumeantes labios, pero ése fue aparentemente el único efecto del ataque. El argivo retorció la espada tirando de ella y observó aterrorizado e incrédulo que no había mancha alguna en el filo, ni herida en el cuerpo moreno. Entonces giró sobre sus talones al oír que el grito de su cautivo era replicado desde el exterior.
Justo al otro lado del umbral encantado estaba de pie una mujer, desnuda, ágil, morena, con enormes ojos que ardían en su rostro sin alma. El ser que yacía en el suelo dejó de retorcerse y la sangre de Phyrras se tornó hielo.
—¡Lilitu!
Temblaba en el umbral, como si la retuviese una barrera invisible. Su mirada estaba repleta de odio; sus ojos anhelaban espantosamente la sangre y la vida del argivo. Habló, y el efecto de una voz humana saliendo de aquella hermosa boca inhumana resultaba más aterrador que si una bestia salvaje hubiera hablado una lengua de los hombres.
—¡Has atrapado a mi amante! ¿Cómo te atreves a torturar a Ardat Lili, ante el cual los mismos dioses tiemblan? ¡Oh, aullarás de dolor por esto! ¡Hueso a hueso, músculo a músculo y vena a vena, serás descuartizado! ¡Libéralo! Pronuncia las palabras y déjalo libre, y evita así ese horrible destino…
—¡Palabras! —contestó él con amarga violencia—. Tú me has acosado como a un perro. Ahora no puedes cruzar esa línea sin caer en mis manos, como ha caído tu compañero. Entra en el cuarto, perra de la oscuridad, y deja que te acaricie como he acariciado a tu amante… ¡así… así… y así!
Ardat Lili soltaba espumarajos y aullaba con cada mordedura del afilado acero, y Lilitu gritaba enloquecida protestando, golpeando con las manos una pared invisible.
—¡Detente! ¡Detente! ¡Oh, si pudiera llegar donde estás! ¡Te convertiría en un tullido desmembrado! ¡Acaba con eso! ¡Pídeme lo que quieras, y lo haré!
—Está bien —gruñó el argivo gravemente—. No puedo arrebatarle la vida a esta criatura, pero parece que puedo hacerle sufrir y, a menos que tus respuestas me satisfagan, le infligiré un dolor que jamás creyó que pudiera existir en el mundo.
—¡Pregunta! ¡Pregunta! —le apremió la mujer-felino, retorciéndose de impaciencia.
—¿Por qué me has acosado? ¿Qué he hecho para merecer tu odio?
—¿Odio? —ella sacudió la cabeza—. ¿Y qué nos importan los hijos de los hombres como para merecer el odio o el amor de nosotros, los de Shuala? Cuando el destino funesto es desatado, golpea ciegamente.
—Entonces, ¿quién o qué desató el destino funesto de Lilitu sobre mí?
—Alguien que habita en la Casa de Arabu.
—¿Por qué, en nombre de Ymir? —exclamó Phyrras—. ¿Por qué deberían odiarme los muertos?
Entonces calló al recordar al sacerdote que murió borboteando maldiciones.
—Los muertos atacan por orden de los vivos. Alguien que se mueve bajo la luz del sol habló de noche con alguien que habita Shuala.
—¿Quién?
—No lo sé.
—¡Mientes, puta! Han sido los sacerdotes de Anu, y los estás protegiendo. Por esa mentira tu amante aullará con el beso de mi espada…
—¡Asesino! —gritó Lilitu—. ¡Detén tu mano! Juro por las ubres de Tiamat, mi señora, que no sé la respuesta a tu pregunta. ¿Por qué debería yo proteger a los sacerdotes de Anu? Descuartizaría sus estómagos… ¡Como haría con el tuyo si pudiera atraparte! Libera a mi compañero y te llevaré hasta la mismísima Casa de la Oscuridad, y puedes sonsacar la verdad de los terribles labios del que allí mora, ¡si es que te atreves!
—Iré —dijo Phyrras—, pero dejaré a Ardat Lili aquí como rehén. Si intentas jugármela, se retorcerá en este suelo encantado toda la eternidad.
Lilitu sollozó con furia, gritando:
—¡No hay demonio en Shuala más cruel que tú! ¡Deprisa, en el nombre de Apsu!
Envainando la espada, Phyrras se dirigió hacia el umbral. Ella lo agarró por la muñeca con un tacto de acero recubierto de terciopelo, gritando algo en una extraña lengua inhumana. En ese mismo instante el cielo y la llanura iluminados por la luna desaparecieron tras una ráfaga de gélida negritud. Daba la sensación de avanzar a través de un vacío de intolerable frialdad, y los oídos del argivo percibían un rugido de vientos titánicos. Luego sus pies pisaron tierra firme; llegó cierta estabilidad tras aquel caótico instante, un instante que había sido como el momento de disolución que une o separa dos estados del ser, parecidos en estabilidad, pero tan diferentes como el día y la noche. Phyrras supo que en aquel instante había atravesado un océano inimaginable, y que se encontraba en orillas jamás holladas por pies humanos.
Los dedos de Lilitu se aferraban a su muñeca, pero él no podía verla. Estaba rodeado de una oscuridad de naturaleza desconocida para él. Era casi mullida al tacto, omnipresente y devoradora. De pie, envuelto por ella, se hacía difícil imaginar la luz solar y los brillantes ríos y la hierba susurrando al viento. Todos pertenecían a aquel otro mundo; un mundo perdido y olvidado bajo el polvo de un millón de siglos. El mundo de la vida y la luz era un capricho del azar, una chispa que brillaba momentáneamente en un universo de polvo y sombras. La oscuridad y el silencio eran el estado natural del cosmos, no la luz y los sonidos de la Vida. No era de extrañar que los muertos odiasen a los vivos, los cuales alteraban la gris quietud del Infinito con sus risas cantarinas.
Los dedos de Lilitu le arrastraban por una negrura abismal. Tenía la vaga sensación de hallarse en una titánica caverna, demasiado grande para poder imaginársela. Sentía que había paredes y techo, aunque no los distinguía y nunca llegaba a tocarlos; parecían apartarse a medida que avanzaba, y sin embargo persistía la sensación de su presencia. En algunas ocasiones sus pies rozaban lo que él anhelaba que fuera tan sólo polvo. Flotaba un aroma polvoriento en la oscuridad; percibía olores de descomposición y moho.
Vio luces que se movían como luciérnagas en la oscuridad. Sin embargo, no eran luces, no radiaban luz. Eran más bien como puntos de menor penumbra, que parecían relumbrar sólo por el contraste con la devoradora oscuridad, que realzaban sin iluminarla. Lenta y tortuosamente, se arrastraban por una noche eterna. Uno se aproximó a ellos a corta distancia y a Phyrras se le erizó el cabello y echó mano de su espada. Pero Lilitu hizo caso omiso y lo siguió arrastrando hacia delante. Otro de los tenues puntos brilló cerca de él durante un instante, e iluminó vagamente un rostro tenebroso, ligeramente humano pero extrañamente parecido a un pájaro.
La existencia se transformó en algo vago y laberíntico para Phyrras, que tenía la sensación de estar viajando durante mil años atravesando tinieblas de polvo y descomposición, arrastrado y guiado por la mano de la mujer-felino. Luego escuchó la respiración de la mujer escapándose en un siseo entre los dientes, y se detuvo.
Ante ellos relucía otro de aquellos extraños globos de luz. Phyrras no podía distinguir si iluminaba a un hombre o a un pájaro. La criatura estaba erguida como un hombre, pero ataviada con plumas grises… o al menos era lo más parecido a plumas. Los rasgos no eran más similares a los de un hombre que a los de un pájaro.
—Este es el morador de Shuala que hizo caer sobre ti la maldición de los muertos —susurró Lilitu—. Pregúntale a él el nombre del que te odia en la tierra.
—¡Revélame el nombre de mi enemigo! —exigió Phyrras, estremeciéndose ante el sonido de su propia voz, la cual sonó como un terrible y extraño susurro a través de la oprimente oscuridad.
Los ojos del muerto brillaron candentes, se acercó a él con un crujir de alas y un largo rayo de luz apareció en su mano en alto. Phyrras retrocedió, asiendo su espada, pero Lilitu le susurró algo.
—¡No, usa esto!
Y sintió una empuñadura entre los dedos. Estaba sujetando una cimitarra de hoja curva con forma de luna creciente que brillaba como un arco de fuego blanco.
Esquivó el golpe del arma del pájaro, y llovieron chispas en la oscuridad, ardiendo como fragmentos de llama. La oscuridad le envolvía como una capa negra; la luz difusa del monstruo emplumado lo había dejado perplejo y desconcertado. Era como luchar contra una sombra en un laberinto de pesadilla. Tan sólo podía situar a su enemigo por el fiero rayo de su filo. En tres ocasiones la muerte le silbó en los oídos, evitándola por una fracción de segundo; luego su propio filo creciente cortó la oscuridad y se hundió en el hombro del otro. Con un chillido estridente la cosa dejó caer su arma y se desplomó; un líquido lechoso chorreaba de la herida abierta. Phyrras volvió a elevar la cimitarra y entonces la criatura habló con un jadeo que no era más humano que el sonido de las ramas al chocar entre ellas.
—¡Naram-ninub, el nieto de mi nieto! ¡Mediante la magia negra me habló y me mandó cruzar al otro lado de los abismos!
—¡Naram-ninub!
Phyrras se quedó petrificado por la sorpresa. La cimitarra fue retirada de su mano. De nuevo los dedos de Lilitu se cerraron sobre su muñeca. De nuevo las tinieblas se ahogaban en profunda negrura y los vientos aullaban soplando entre las esferas.
Se tambaleó saliendo a la noche iluminada por la luna fuera de la casa en ruinas, perdiendo el equilibrio por el vértigo de su transmutación. Junto a él los dientes de Lilitu brillaron al separarse los rojos labios. Cogiéndola por los gruesos mechones de la nuca, la sacudió salvajemente, como hubiera sacudido a una mujer mortal.
—¡Ramera del Infierno! ¿Qué locura ha inculcado tu magia en mi cerebro?
—¡No es locura! —se rió, apartando la mano de Phyrras a un lado—. Has viajado hasta la Casa de Arabu, y has regresado. Has hablado y has vencido a la espada de Apsu, la sombra de un hombre muerto hace muchos siglos.
—¡Entonces no ha sido ningún sueño demente! Pero Naram-ninub… —se detuvo en tortuosas reflexiones—. ¿Por qué, de todos los hombres de Nippur, el que fuera mi más leal amigo?
—¿Amigo? —se burló ella—. ¿Qué es la amistad sino una pantomima para pasar las horas de ocio?
—Pero ¿por qué, en nombre de Ymir?
—Nada me importan las miserables intrigas de los hombres —exclamó iracunda—. Sin embargo, ahora recuerdo que algunos hombres de Erech, embozados con mantos, entraron sigilosamente de noche en el palacio de Naram-ninub.
—¡Por Ymir!
Como un repentino rayo de luz, Phyrras comprendió las razones con una despiadada claridad.
—¡Iba a vender Nippur a Erech, pero primero debía quitarme de en medio, porque las huestes de Erech no pueden derrotarme! ¡Oh, perro inmundo, mi daga encontrará tu corazón!
—¡Ten fe en mí! —la interrupción de Lilitu aplacó su furia—. Yo he tenido fe en ti. Te he conducido a un lugar donde ningún hombre vivo se ha adentrado nunca antes, y te he traído de vuelta. He traicionado a los habitantes de la oscuridad y he hecho aquello por lo que Tiamat me atará desnuda a un hierro candente durante siete veces siete días. ¡Pronuncia las palabras y libera a Ardat Lili!
Aún absorbido por la traición de Naram-ninub, Phyrras pronunció el encantamiento. Con un sonoro suspiro de alivio, el diablo se levantó de las baldosas y salió a la luz de la luna. El argivo permaneció quieto con la mano en la espada y la cabeza inclinada, perdido en lúgubres pensamientos. Los ojos de Lilitu brillaron lanzando a su compañero un rápido mensaje y comenzaron a acercarse hacia el hombre absorto. Alguna clase de instinto primitivo hizo que levantase la cabeza de pronto. Estaban cercándole, con los ojos ardiendo bajo la luz de la luna y alargando los dedos hacia él. De inmediato fue consciente de su error; se había olvidado de hacerles jurar las paces con él, y ahora ningún juramento los privaría de su carne.
Con chillidos felinos, ambos se abalanzaron sobre él, pero Phyrras, aún más veloz, giró en redondo y corrió hacia la distante ciudad. Demasiado ansiosos por su sangre como para recurrir a la magia, los diablos salieron en su persecución. El miedo daba alas a los pies de Phyrras, pero tras él podía oír el veloz golpeteo de los pies y el jadeo ansioso de las bestias. Un repentino repiqueteo de cascos sonó delante de él y casi se dio de bruces con un jinete que apareció repentinamente de entre un destrozado y esquelético palmeral, y que cabalgaba portando un largo y plateado objeto brillante en la mano. Tras proferir una maldición, el jinete tiró de las riendas y paró en seco su montura. Phyrras vio que sobre él se cernía un cuerpo poderoso cubierto por una cota de malla, y que un par de ojos centelleantes lo miraban con odio bajo un casco ovalado y una barba corta y negra.
—¡Eres tú, perro! —gritó furiosamente—. Maldito seas, ¿has venido para rematar con tu espada lo que tu magia negra comenzó?
El corcel retrocedió asustado cuando se abalanzó sobre su cabeza y agarró las riendas. Maldiciendo como un demente y luchando por mantener el equilibrio, Naram-ninub trató de rebanar con el cuchillo el cuello de su atacante, pero Phyrras esquivó el cuchillazo y lanzó mortalmente su espada hacia arriba. La punta traspasó el peto y atravesó la mandíbula del semita. Naram-ninub gritó y cayó del corcel espantado, escupiendo sangre. Se quebró el fémur al desplomarse pesadamente sobre la tierra, y su grito fue seguido de un aullido voraz procedente de la gruta en penumbra.
Sin tirar del caballo para que posase sus patas delanteras en tierra, Phyrras saltó sobre su grupa y lo jaló haciéndolo girar. Naram-ninub gruñía y se retorcía en el suelo; y, mientras Phyrras miraba atónito, dos sombras salieron disparadas de la oscura gruta y cercaron el cuerpo postrado. Un terrible grito explotó en los labios del semita, seguido de unas horribles risas.
Sangre en el aire de la noche; de ella se alimentarían las criaturas de la oscuridad, salvajes como perros locos, sin importarles qué hombre devorar.
El argivo se giró y se alejó hacia la ciudad; luego dudó conmocionado por una feroz repulsión. La tierra firme se extendía en total quietud bajo la luna, y la brutal pirámide de Enlil se elevaba hacia las estrellas. A sus espaldas yacía su enemigo, hartándose de los colmillos de horror que él mismo había convocado de los Negros Pozos. La carretera se abría a Nippur, marcando su retorno.
¿Su retorno?…
Regresar a unas gentes gobernadas por el demonio, que se arrastran bajo las suelas de sacerdotes y reyes… regresar a una ciudad podrida por las intrigas y los misterios obscenos… regresar a una raza extranjera que desconfiaba de él, y a una amante que lo odiaba…
Hizo girar de nuevo a su caballo y cabalgó hacia el oeste adentrándose en tierra abierta, lanzando los brazos en un amplio arco con un gesto de renuncia y exultante libertad. El cansancio vital se desprendió de sus hombros como si fuera una capa. La melena flotaba al viento, y sobre las llanuras de Sumeria gritó con un sonido que nunca antes se había oído por aquellas tierras… La racheada, elemental e irracional risa de un bárbaro libre.