EL TERRIBLE TACTO DE LA MUERTE
Cuando la medianoche cubra la tierra
con lúgubres y negras sombras
que Dios nos libre del beso de Judas
de un muerto en la oscuridad.
El doctor Stein se levantó y observó por la ventana la creciente oscuridad.
—Entonces, ¿crees que podrás pasar la noche aquí? —le preguntó a su acompañante.
Este, de nombre Falred, asintió.
—Sí, por supuesto. Supongo que tendré que ocuparme yo.
—Una costumbre bastante inútil y primitiva esta de velar a un muerto —comentó el doctor, que se disponía a marcharse—, pero supongo que tendremos que respetar las costumbres, aunque sólo sea por decoro. Podría intentar encontrar a alguien que te acompañara en la vigilia.
Falred se encogió de hombros.
—Lo dudo mucho. Farrel no era muy popular… no tenía muchos amigos. Yo mismo apenas lo conocía, pero no me importa velar su cuerpo.
El doctor Stein estaba quitándose los guantes de goma y Falred observaba el proceso con un interés que era casi fascinación. Un ligero e involuntario temblor le sacudió al recordar el tacto de aquellos guantes… resbaladizos, fríos y húmedos, como el tacto de la muerte.
—Podrías sentirte demasiado solo esta noche si no encuentro a nadie más —afirmó el doctor al abrir la puerta—. No eres supersticioso, ¿verdad?
Falred rió.
—No mucho. Lo cierto es que, por lo que he oído acerca del trato de Farrel, prefiero estar ahora velando su cuerpo que haber sido uno de sus invitados cuando aún vivía.
La puerta se cerró y Falred se dispuso a iniciar la vigilia. Se sentó en la única silla que parecía haber en la estancia, echó una ojeada despreocupada al bulto deforme y cubierto con una sábana que yacía sobre la cama enfrente de él, y comenzó a leer a la débil luz de un quinqué situado sobre la tosca mesa.
En el exterior la oscuridad se tornaba cada vez más densa, y finalmente Falred dejó la revista que estaba leyendo para descansar la vista. Miró de nuevo el bulto que en vida había sido la silueta de Adam Farrel, preguntándose qué rareza propia de la naturaleza humana hacía que la visión de un cadáver resultara no ya desagradable, sino más bien aterradora para cualquier ser humano. Qué ignorancia irreflexiva ver en las cosas muertas un recordatorio de la muerte venidera, concluyó desperezándose, y comenzó a reflexionar ociosamente acerca de lo que la vida había deparado a este cejijunto y malhumorado viejo, el cual carecía de familiares y amigos, y pocas veces había salido de la casa en la que murió finalmente. Los habituales rumores acerca de una riqueza mezquinamente amasada habían ido creciendo, pero Falred estaba tan poco interesado en todo ese asunto que no sintió siquiera la necesidad de luchar contra la tentación de lanzarse a la caza de algún posible tesoro escondido en la casa.
Volvió a su lectura encogiéndose de hombros. La vigilia se estaba haciendo más aburrida de lo que había pensado. Después de un rato se dio cuenta de que cada vez que levantaba los ojos de la revista y los dirigía hacia la cama que cobijaba a su lúgubre ocupante, pegaba un involuntario respingo, como si por un instante se hubiera olvidado de la presencia del muerto y le volviera a la memoria al mirarlo. El respingo era leve e instintivo, pero estuvo a punto de enojarse consigo mismo por tal ridiculez. Por primera vez se dio cuenta del profundo y mortecino silencio que envolvía a la casa… un silencio aparentemente compartido por la oscuridad del exterior, ya que no llegaba sonido alguno a través de la ventana. Adam Farrel había vivido tan lejos de sus vecinos como le había sido posible, y no había casa alguna en las proximidades.
Falred sacudió la cabeza como si quisiera borrar de su mente cualquier especulación desasosegante y retomó la lectura. De repente, una ráfaga de viento entró por la ventana, la llama del quinqué titiló y se apagó súbitamente. Maldiciendo en voz baja, buscó a tientas unas cerillas, quemándose los dedos al tocar el borde del quinqué. Prendió una cerilla, volvió a encender la luz, y al dirigir la mirada a la cama experimentó un terrible sobresalto mental. Los ojos de Adam Farrel estaban clavados ciegamente en él, con la mirada muerta desorbitada e inexpresiva, enmarcada en los rasgos retorcidos y grises del muerto. Pero incluso en el momento en que Falred se estremecía instintivamente, su razón explicaba el aparente fenómeno: la sábana que cubría el cuerpo había sido colocada descuidadamente sobre el rostro y el repentino soplo de viento la había movido retirándola hacia un lado.
Sin embargo, había algo grotesco en todo aquello, algo terriblemente sugestivo… como si en la encubridora oscuridad una mano muerta hubiese retirado la sábana, como si el cadáver estuviera a punto de levantarse…
Falred, un hombre de viva imaginación, se encogió de hombros ante estos lúgubres pensamientos y atravesó la habitación para volver a colocar la sábana. Los ojos inertes parecían observarle maliciosamente, con una crueldad que trascendía la tosquedad del muerto en vida. Comprendió que se trataba tan sólo de las maquinaciones de su vivida imaginación y volvió a cubrir el rostro ceniciento, encogiéndose cuando su mano tocó sin querer la fría carne… resbaladiza y húmeda, el tacto de la muerte. Se estremeció con la revulsión natural que sienten los vivos hacia los muertos, y volvió a su asiento y a su revista.
Finalmente, cuando empezó a sentir sueño, se tumbó sobre un diván que, por algún extraño capricho del difunto dueño, formaba parte del escaso mobiliario del cuarto, y se dispuso a dormir. Decidió dejar la luz encendida, intentando convencerse de que lo hacía por seguir la costumbre de dejar alguna luz ardiendo por los muertos; y es que no estaba dispuesto a reconocer que realmente detestaba estar tumbado en la oscuridad con el cadáver. Dormitaba, se despertaba bruscamente y lanzaba la mirada al bulto cubierto con la sábana que yacía sobre la cama. El silencio reinaba en la casa y fuera se extendía una profunda oscuridad.
Se aproximaba la medianoche, ejerciendo su sobrecogedora influencia sobre la mente humana. Falred dirigió una vez más su mirada hacia la cama donde yacía el cuerpo y la visión del bulto cubierto por la sábana le pareció sumamente repulsiva. Una absurda idea había aflorado en su mente haciéndose cada vez más nítida… La idea de que bajo la sábana el cuerpo sin vida se estaba transformando en algo extraño y monstruoso, en un ser abominable y consciente que le observaba con ojos que ardían a través de la tela. Justificó este pensamiento, obviamente una mera fantasía, como una consecuencia de la influencia de leyendas sobre vampiros, fantasmas y otras invenciones… los terribles atributos que los vivos otorgan a los muertos desde tiempos inmemoriales, desde que el hombre primitivo reconoció en la muerte algo horrendo y separado de la vida. El hombre temía a la muerte, pensó Falred, y parte de este miedo a la muerte era transferido a los muertos de forma que también ellos eran temidos. Y la visión de un muerto engendraba espantosos pensamientos, producía oscuros miedos heredados a través de las generaciones, acechándonos en los oscuros recovecos del cerebro.
Sea como fuere, aquella cosa silenciosa y tapada estaba crispándole los nervios. Pensó en descubrirle el rostro, siguiendo la creencia de que la familiaridad resta gravedad a las cosas. La visión del semblante, relajado e inerte, haría que se desvanecieran las absurdas conjeturas que lo asaltaban en contra de su voluntad. Pero la idea de aquellos ojos clavados en él a la luz de la lámpara le resultaba intolerable, de manera que al final volvió a apagar la luz y se tumbó. Este miedo le había acechado de forma tan insidiosa y gradual que no se había percatado de cómo había ido creciendo en él.
Sin embargo, al extinguirse la luz y desaparecer de su vista el cadáver, las cosas volvieron a su verdadera proporción y naturaleza, y Falred cayó dormido casi instantáneamente, con una leve sonrisa dibujada en los labios por su anterior necedad.
De repente se despertó. No sabía cuánto tiempo había estado durmiendo. Se incorporó en el diván, mientras el pulso le latía frenéticamente y un sudor frío le empapaba la frente. Supo de inmediato dónde se hallaba y recordó al otro ocupante de la habitación. Pero ¿qué es lo que le había despertado? Un sueño… sí, ahora recordaba… un espeluznante sueño en el que el muerto se alzaba de la cama y andaba con los miembros rígidos por la habitación, con los ojos en llamas y una horrible mueca en sus labios grisáceos. Falred parecía haber estado inmovilizado e indefenso; y entonces, cuando el cadáver extendió hacia él una nudosa y terrible mano, se despertó.
Se afanó para ver a través de la penumbra, pero la habitación estaba sumida en total oscuridad y fuera reinaba tal negritud que ni un solo rayo de luz entraba por la ventana. Extendió una mano temblorosa hacia el quinqué, pero la retiró de inmediato como si notara la presencia de una serpiente oculta. Estar sentado allí en la oscuridad con un diabólico cadáver ya era lo suficientemente terrible, pero no se atrevía a encender la luz por miedo a que su cordura se apagase como la llama de una vela ante lo que pudiera ver. Un terror oscuro e irracional se había apoderado totalmente de su alma; ya no cuestionaba los miedos instintivos que emergían de su interior. Todas aquellas leyendas que había escuchado retornaron súbitamente produciendo en él una total credulidad. La muerte era algo terrible, un terror enloquecedor que dotaba a los muertos de una horrible maldad. Cuando vivía, Adam Farrel había sido simplemente un hombre huraño pero inofensivo; ahora era terrorífico, un monstruo, un demonio que acechaba tras las sombras del miedo, dispuesto a abalanzarse sobre los hombres con garras que se hundían profundamente en la muerte y la locura.
Falred permaneció sentado allí, con la sangre helada, librando su silenciosa batalla. Unos trémulos rayos de cordura habían comenzado a acallar sus miedos cuando un suave y amortiguado ruido volvió a atenazarle. No le pareció que fuera el susurro del viento nocturno al entrar por el vano de la ventana. Su enloquecida imaginación tan sólo pudo atribuirlo a las pisadas de la muerte y el horror. Se levantó de un salto del diván, y a continuación se quedó de pie indeciso. Tenía en mente escapar, pero estaba demasiado aturdido para formular siquiera un plan de huida. Incluso su sentido de la orientación lo había abandonado. El miedo había idiotizado tanto su cerebro que no era capaz de pensar coherentemente. La oscuridad se derramaba en largas ondas a su alrededor, y esta penumbra y vacío se introdujeron en su cabeza. Sus movimientos eran instintivos. Parecía estar inmovilizado con poderosas cadenas y sus miembros respondían torpemente, como si fueran los de un débil mental.
Estos miedos espantosos se concretaron en una idea abominable: que el muerto se hallaba a sus espaldas, acercándose a él por atrás. Ya no pensaba en encender el quinqué; ya no pensaba en nada. El miedo había conquistado todo su ser; no quedaba espacio para nada más.
Retrocedió lentamente en la oscuridad, con las manos a sus espaldas, palpando instintivamente la vía de escape. Con un terrible esfuerzo, logró sacudirse en parte las brumas de terror que lo atenazaban, y con el cuerpo empapado de sudor frío se esforzó por orientarse. No podía ver nada, pero la cama estaba al otro lado de la habitación, delante de él. Empezó a retroceder alejándose de ella. Allí era donde yacía el muerto, de acuerdo con las leyes naturales… Pero si la cosa estaba, como presentía, a sus espaldas, entonces las viejas historias resultarían ciertas: la muerte era capaz de insuflar a los cuerpos sin vida una animación ultraterrena, y los muertos efectivamente vagaban entre las sombras para imponer su espantosa y endiablada voluntad sobre los hijos de los hombres. Entonces… ¡Dios mío!… ¿qué era el hombre sino un lloriqueante infante, perdido en la noche y asediado por criaturas terroríficas procedentes de los negros abismos e ignotos vacíos de espacio y tiempo? No llegó a estas conclusiones mediante ningún proceso racional, sino que éstas se introdujeron en toda su plenitud en su cerebro aturdido por el miedo. Siguió retrocediendo lentamente, tanteando a ciegas, aferrándose al pensamiento de que el muerto debía estar delante de él.
En ese momento, las manos echadas hacia atrás toparon con algo… algo resbaladizo, frío y húmedo… como el tacto de la muerte. Un grito retumbó haciendo eco, seguido por el impacto de un cuerpo al derrumbarse.
A la mañana siguiente, los que llegaron a la casa del difunto encontraron dos cadáveres en la habitación. El cadáver cubierto por una sábana de Adam Farrel descansaba inmóvil sobre la cama, y al otro lado de la habitación yacía el cuerpo de Falred, bajo el estante en el que el doctor Stein había dejado por descuido sus guantes… unos guantes de goma, resbaladizos y húmedos al tacto de una mano que tantea en la oscuridad… la mano de alguien que huye de sus propios terrores… guantes de goma, resbaladizos, húmedos y fríos, como el tacto de la muerte.