LA LUNA DEL ZAMBEBWEI
1
El horror entre los pinos
El silencio en los pinares se extendía como una capa de melancolía sobre el alma de Bristol McGrath. Las negras sombras parecían estáticas, inmóviles, como el peso de las supersticiones que flotaban en esta remota y despoblada zona rural. La mente de McGrath era un torbellino de vagos terrores ancestrales; había nacido en los pinares, y en dieciséis años vagando por el mundo no había logrado librarse de sus sombras. Los aterradores cuentos que le estremecían de niño volvían a susurrarle en la conciencia; cuentos de oscuras figuras que acechaban en los claros a medianoche…
McGrath maldijo estos recuerdos infantiles y aceleró el paso. El sendero en penumbra serpenteaba tortuosamente entre densas paredes de árboles gigantescos. No era de extrañar que no hubiera podido contratar ningún transporte en el lejano pueblo del río para que lo trajera a la hacienda de Ballville. La carretera era intransitable para cualquier vehículo, surcada por raíces y vegetación crecida. A unos metros delante de él se veía una curva pronunciada.
McGrath paró en seco, totalmente petrificado. El silencio finalmente se había roto, tan desgarradoramente que un gélido cosquilleo le recorrió el dorso de las manos. Y es que el sonido era el gemido inequívoco de un ser humano agonizando. Durante unos segundos McGrath permaneció quieto, y después se deslizó hasta el comienzo de la curva con el mismo paso sigiloso de una pantera al acecho.
Un revólver de cañón corto había aparecido como por arte de magia en su mano derecha. La izquierda se tensó involuntariamente en el bolsillo, arrugando el trozo de papel que sostenía, y que era el responsable de su presencia en aquel lúgubre bosque. Ese papel era una desesperada y misteriosa llamada de auxilio; estaba firmado por el peor enemigo de McGrath, y contenía el nombre de una mujer muerta hacía mucho tiempo.
McGrath bordeó la curva del sendero, con todos los músculos en tensión y alerta, esperando cualquier cosa… excepto lo que finalmente vio. Sus atónitos ojos se detuvieron en el terrible objeto durante unos segundos, y luego escudriñaron las paredes de bosque. No se movía nada allí. A unos cuatro metros más allá la visibilidad se perdía en un crepúsculo macabro, en el que cualquier criatura podía merodear sin ser vista. McGrath se arrodilló junto a la figura que yacía en el sendero frente a él.
Era un hombre tumbado y totalmente estirado, con las manos y pies sujetos a cuatro estacas profundamente hundidas en la compacta tierra; era moreno, de negra barba y nariz ganchuda.
—¡Ahmed! —susurró McGrath—. ¡El sirviente árabe de Ballville! ¡Dios!
Y es que no eran las cuerdas que lo sujetaban lo que había provocado esa mirada vidriosa en los ojos del árabe. Un hombre más débil que McGrath habría vomitado al ver las mutilaciones que habían causado ávidos cuchillos sobre el cuerpo de aquel hombre. Reconoció la obra de un experto en el arte de la tortura. Sin embargo, aún palpitaba un hálito de vida en el correoso cuerpo del árabe. Los ojos grises de McGrath se tornaron más sombríos cuando se percató de la posición del cuerpo de la víctima, y su mente regresó a otra jungla aún más lúgubre, y a la visión de un hombre negro medio desollado sujeto con estacas en un camino como advertencia para el hombre blanco que osase invadir tierra prohibida.
Cortó las cuerdas y colocó al moribundo en una posición más cómoda. Era todo lo que podía hacer. Vio el delirio fluyendo fugazmente en sus ojos inyectados de sangre, vio cómo había cierto brillo de reconocimiento en su mirada. Coágulos de espuma sanguinolenta le salpicaban la enmarañada barba. Los labios se retorcieron sin emitir ningún sonido, y McGrath entrevió el ensangrentado muñón de una lengua cercenada.
Los dedos de uñas mugrientas comenzaron a arañar el polvo del suelo. Se agitaban, se movían erráticos, sin objetivo alguno. McGrath se inclinó más cerca, tenso por una ávida curiosidad, y vio cómo surgían unas líneas torcidas bajo los temblorosos dedos. En un último esfuerzo de férrea voluntad, el árabe intentaba escribir un mensaje con letras en su propio idioma. McGrath reconoció el nombre: «Richard Ballville»; éste fue seguido por «peligro», y la mano se alzó temblorosa señalando el sendero; a continuación, haciendo que todos los músculos de McGrath se tensaran de forma compulsiva… escribió «Constance». Con un último esfuerzo, arrastrando el dedo, trazó el nombre «John de Al…».
Bruscamente el cuerpo ensangrentado dejó escapar un último estertor agónico; la delgada y fibrosa mano se retorció espasmódicamente y luego quedó inerte. Ahmed ibn Suleyman ya se encontraba más allá de toda venganza o piedad.
McGrath se levantó, limpiándose las manos, consciente de la tensa quietud en los sombríos bosques a su alrededor y percibiendo un débil susurro en su interior que no parecía estar causado por brisa alguna. Volvió a bajar la vista a la retorcida figura sintiendo sin querer cierta lástima por el desgraciado, a pesar de que conocía bien la fetidez del corazón del árabe, una maldad oscura que igualaba a la de su señor, Richard Ballville. Bueno, todo apuntaba a que señor y siervo habían conocido finalmente a un verdadero rival en maldad humana. Pero ¿quién o qué? Durante cien años los Ballville habían sido dueños y señores de esta remota zona rural, primero de sus extensas plantaciones y de sus cientos de esclavos, y más tarde de los sumisos descendientes de aquellos esclavos. Richard, el último de los Ballville, había ejercido tanta autoridad sobre aquella tierra de pinos como cualquiera de sus despóticos antepasados. Pero fue desde esta tierra de hombres sometidos a los Ballville de donde le había llegado el desesperado grito de terror, un telegrama que McGrath apretaba firmemente en el interior del bolsillo de su abrigo.
Tras los susurros llegó la quietud, más siniestra que cualquier sonido. McGrath sabía que estaba siendo observado; sabía que el lugar en el que yacía el cuerpo de Ahmed era la frontera invisible que le habían marcado. Tenía la certeza de que se le permitiría dar media vuelta y retroceder sin ser molestado hasta el distante pueblo. Sabía que si continuaba adelante, encontraría la muerte súbitamente y sin previo aviso. Se dio la vuelta, y a grandes zancadas avanzó por el camino por el que había llegado.
Rebasó la curva y siguió en línea recta hasta que llegó a otro recodo en el sendero. Entonces se detuvo y escuchó. Reinaba el silencio. Rápidamente sacó el papel del bolsillo, lo estiró alisando las arrugas y leyó de nuevo la espasmódica letra del hombre que más odiaba en la tierra:
Bristol:
Si aún amas a Constance Brand, por amor de Dios olvida tu odio y ven a la Mansión Ballville tan rápido como el demonio pueda traerte.
Richard Ballville
Eso era todo. El telegrama le había llegado a la ciudad del lejano oeste en la que residía desde su regreso de África. La habría ignorado totalmente si no hubiera sido por la mención a Constance Brand. Aquel nombre había provocado un sofocante y agónico temblor de confusión en su alma, y lo había llevado a viajar hacia la tierra de su nacimiento por tren y avión, como si, en efecto, tuviera al demonio en los talones. Era el nombre de alguien que había creído muerto hacía tres años; el nombre de la única mujer que Bristol McGrath había amado.
Guardó el telegrama, abandonó la senda y se dirigió hacia el oeste, abriéndose paso con su poderoso cuerpo por la frondosidad de los árboles. Sus pies arrancaban leves crujidos sobre la pinocha enfangada. Progresaba en un silencio casi total, y es que para algo había pasado su niñez en la tierra de los grandes pinos.
A unos trescientos metros de la vieja carretera encontró por fin el lugar que buscaba: un sendero abandonado que corría paralelo a la carretera. Cubierto de maleza nueva, era apenas un rastro que discurría a través de espesos pinares. Sabía que llegaba hasta la parte trasera de la mansión de los Ballville; no creía que los misteriosos vigilantes lo estuviesen guardando, porque ¿cómo podrían saber que él lo recordaba?
Avanzó por él hacia el sur, con los oídos atentos a cualquier sonido que pudiera detectar. Uno no podía fiarse tan sólo de la vista en ese bosque. Sabía que la mansión ya no estaba lejos.
Estaba atravesando lo que en otros tiempos habían sido campos de cultivo, en los tiempos del abuelo de Richard, y que se extendían prácticamente hasta los espaciosos jardines que rodeaban la mansión. Pero habían sido abandonados durante medio siglo y finalmente habían sido invadidos por el bosque.
Pero ahora ya divisaba la mansión, una fugaz visión de la sólida mole por entre las copas de los pinos que había delante de él. Y casi al mismo tiempo el corazón le dio un vuelco cuando un grito de angustia humana rasgó la quietud. No supo si fue un hombre o una mujer quien gritó, pero la idea de que pudiera ser una mujer dio alas a sus pies en una temeraria carrera hacia el edificio que se alzaba en penumbra justo al otro lado del colosal muro de árboles.
Algunos pinos jóvenes habían invadido el jardín tan florido en otros tiempos. Toda la hacienda tenía un aire de decadencia. Detrás de la mansión, los graneros y las casetas que antes habían cobijado a las familias de esclavos se desmoronaban convertidos en ruinas. La propia mansión parecía tambalearse sobre el detritus, un gigante crepitante, descascarillado por las ratas yen descomposición, a punto de derrumbarse por la más leve sacudida. Con el sigiloso paso de un tigre, Bristol McGrath se aproximó a una ventana de uno de los laterales de la casa. A través de esa ventana salían unos ruidos que resultaban una afrenta a la armoniosa luz del sol que se filtraba por los árboles, y que originaban un terror reptante que dominaba la mente.
Armándose de valor ante lo que pudiera descubrir, echó un vistazo al interior.
2
Tortura negra
La ventana daba a una enorme estancia polvorienta que quizás antes de la guerra había sido un salón de baile; el alto techo estaba cubierto de telarañas, los elaborados paneles de roble aparecían ennegrecidos y manchados. Pero había un fuego encendido en la enorme chimenea… un fuego pequeño, pero lo suficientemente grande para poner al rojo vivo las finas varas de acero que alguien había apoyado allí.
Pero fue más tarde cuando Bristol McGrath vio el fuego y los objetos que centelleaban en la chimenea. Como si estuviera hechizado, tenía la mirada fija en la figura del señor de la mansión; y, una vez más, se encontró frente a un hombre moribundo.
Una gruesa viga había sido clavada sobre la pared de paneles, y de ella sobresalía un travesaño. Richard Ballville colgaba de este travesaño atado con cuerdas a las muñecas. Los dedos de sus pies apenas tocaban el suelo, vacilantes, forzándolo a estirar su osamenta continuamente para aliviar el peso que sostenían sus brazos.
Las cuerdas le habían hecho profundos tajos en ambas muñecas; la sangre le resbalaba por los brazos; las manos estaban negras e inflamadas, casi reventadas. Estaba desnudo excepto por los pantalones, y McGrath vio que alguien ya había usado los hierros candentes sobre su carne de manera espeluznante. La mortal palidez de su rostro estaba más que justificada, y tenía la piel empapada de frías gotas de agonía. Tan sólo su feroz vitalidad le había permitido sobrevivir a aquellas abominables quemaduras en sus miembros y tronco.
Sobre el pecho le habían marcado a fuego un curioso símbolo… McGrath sintió entonces unos dedos gélidos posándose sobre su espalda. Y es que había reconocido aquel símbolo, y de nuevo su memoria viajó a través del mundo y los años hasta una negra, lúgubre y repugnante jungla en la que los tambores rugían en una oscuridad surcada por el fuego y desnudos sacerdotes de un horrendo culto dibujaban un aterrador símbolo sobre temblorosa carne humana.
Entre la chimenea y el moribundo había acuclillado un fornido hombre negro ataviado tan sólo con unos pantalones embarrados y hechos jirones.
Estaba de espaldas a la ventana y presentaba una impresionante anatomía. Su cabeza aplanada estaba encajada directamente sobre la gigantesca espalda, como la de una rana, y parecía observar ávidamente el rostro del hombre que colgaba del travesaño.
Los ojos inyectados de sangre de Richard Ballville eran como los de un animal torturado, pero su mirada era totalmente cuerda y consciente, y brillaba con una desesperada vitalidad. Alzó la cabeza dolorosamente y paseó la mirada por la habitación. Al otro lado de la ventana McGrath se agachó instintivamente. No sabía si Ballville le había visto. El hombre no mostró signo alguno que pudiera delatar al observador de la ventana ante la mirada del negro bestial que lo escudriñaba con atención. A continuación el bruto giró la cabeza hacia el fuego, extendiendo un largo brazo simiesco hacia uno de los hierros candentes… y los ojos de Ballville brillaron con una fiereza y una señal de urgencia que el observador no pudo confundir. McGrath no necesitó ningún otro movimiento agónico de su torturada cabeza para entenderle. Con un salto felino, se subió al vano de la ventana y entró en la estancia, al mismo tiempo que el sorprendido negro se ponía de pie de un salto y giraba con simiesca agilidad.
McGrath no había sacado la pistola. No se atrevía a arriesgarse a disparar y provocar que otros enemigos acudieran y le atacaran. El negro tenía un cuchillo de carnicero enfundado en el cinto que sujetaba los pantalones sucios y rotos. Pareció cobrar vida en su mano cuando se giró. Pero en la mano de McGrath ya relucía una daga afgana de hoja curva que le había servido fielmente en muchas batallas pasadas.
Consciente de la ventaja que otorga un ataque repentino y cruel, no se detuvo. Sus pies apenas tocaron el suelo de la estancia antes de que le propulsaran hacia el atónito negro.
Un grito inarticulado explotó en sus gruesos y rojos labios. Sus ojos giraron frenéticamente, el cuchillo de carnicero retrocedió e inmediatamente avanzó silbando con la rapidez de una cobra, y habría destripado a un hombre cuyos tendones fueran menos acerados que los de Bristol McGrath.
Pero el negro se tambaleó involuntariamente hacia atrás cuando arremetió con el cuchillo, y aquel movimiento instintivo ralentizó su ataque lo suficiente para que McGrath pudiera esquivarlo con un giro de torso rápido como una centella. La larga hoja silbó al pasar bajo su axila, cortando la tela y la piel… y al mismo tiempo la daga afgana se clavó en la negra garganta de toro.
No se oyó ningún grito, tan sólo un gorgoteo de ahogo al tiempo que el hombre se derrumbaba escupiendo sangre. McGrath ya se había zafado y alejado como un lobo tras asestar el golpe mortal. Sin sentir emoción alguna inspeccionó su obra. El hombre negro ya estaba muerto y con la cabeza parcialmente separada del cuerpo. Ese tipo de estocada profunda que mata en silencio, cercenando la garganta hasta la columna vertebral, es una de las formas de matar favoritas de los velludos montañeros que merodean por los riscos sobre el paso Khyber. Menos de una docena de hombres blancos han logrado dominar esta técnica. Bristol McGrath era uno de ellos.
McGrath se volvió hacia Richard Ballville. Le resbalaba espuma sobre el desnudo pecho chamuscado, y la sangre le manaba de los labios. McGrath se temió que Ballville hubiera sufrido la misma mutilación que había enmudecido a Ahmed; pero sólo era el sufrimiento y la conmoción lo que había enmudecido la lengua de Ballville. McGrath cortó las cuerdas, lo bajó y lo echó en un viejo y estropeado diván cercano. El delgado y fibroso cuerpo de Ballville temblaba como una cuerda de acero tensa bajo las manos de McGrath. Carraspeó, intentando recobrar la voz.
—¡Sabía que vendrías! —jadeó, estremeciéndose cuando su piel quemada entró en contacto con la superficie del diván—. Te he odiado durante años, pero lo sabía…
La voz de McGrath sonó tan dura como el roce del acero:
—¿A qué te referías cuando mencionaste a Constance Brand? Ella está muerta.
—¡No, no está muerta! —una abominable sonrisa retorció sus finos labios—. Pero pronto lo estará si no te das prisa. ¡Rápido! ¡Brandy! Allí, sobre la mesa… esa bestia no se lo bebió todo.
McGrath le puso la botella en los labios; Ballville bebió ávidamente. McGrath estaba asombrado por los nervios de hierro de aquel hombre. Era obvio que estaba sufriendo terribles dolores. Debería estar gritando en un delirio de dolor. Sin embargo, se aferraba a su cordura y hablaba lúcidamente, aunque su voz era tan sólo un esforzado graznido.
—No tengo mucho tiempo —tragó saliva—. No me interrumpas. Ahórrate las maldiciones para más tarde. Ambos amamos a Constance Brand. Ella te amaba a ti. Hace tres años desapareció. Su ropa fue encontrada en la orilla de un río, y su cuerpo jamás fue recuperado. Tú te largaste a África para ahogar tus penas, y yo me retiré a las tierras de mis antepasados y me convertí en un solitario.
»Lo que tú no sabías… lo que el mundo no sabía… ¡era que Constance Brand vino conmigo! No, no se ahogó. Aquella pantomima fue idea mía. ¡Tres años ha vivido Constance Brand en esta casa! —dejó escapar una terrorífica risotada—. Oh, no pongas esa cara de asombro, Bristol. No vino por propia voluntad. Ella te amaba demasiado. Yo la secuestré, la traje aquí a la fuerza… ¡y sigue aquí!
Las frenéticas manos que se habían cerrado en torno a la garganta de Ballville se relajaron y la cordura regresó a los enrojecidos ojos de Bristol McGrath.
—Continúa —susurró con una voz que ni él mismo reconoció.
—No pude evitarlo —jadeó el moribundo—. Ella es la única mujer a la que he amado… Oh, no te sonrías, Bristol. Las otras no contaban. La traje aquí, donde yo era el rey. Constance no podía escapar ni avisar a nadie del exterior. Nadie vive en esta zona excepto los descendientes negros de esclavos de mi familia. Mi palabra es… era… la única ley.
»Juro que nunca le hice daño. Sólo la retuve como prisionera, intentando forzarla a que se casara conmigo. No la quería de otra forma. Fue una locura, pero no pude resistirme. Provengo de una raza de tiranos acostumbrados a tomar todo aquello que querían, que no reconocían ley alguna más allá de sus propios deseos. Ya lo sabes. Tú lo entiendes. Tú mismo provienes de un linaje similar.
»Constance me odia, si eso te sirve de consuelo, maldito seas. También es fuerte. Pensé que podría doblegar su espíritu. Pero no pude, no sin un látigo, y no podía soportar utilizarlo contra ella.
Sonrió horriblemente al escuchar el salvaje gruñido que escapó espontáneamente de los labios de McGrath. Los ojos del enorme hombre eran dos brasas incandescentes, y sus fuertes puños estaban apretados como mazas de hierro.
Un espasmo sacudió el cuerpo de Ballville, y la sangre salió a borbotones de sus labios. La sonrisa se borró de su rostro y siguió hablando apresuradamente.
—Todo fue bien hasta que el abominable demonio me metió en la cabeza la idea de llamar a John de Albor. Lo había conocido en Viena, hace años. Procede de África oriental… ¡un diablo con forma humana! Cuando vio a Constance la deseó como sólo un hombre de su clase puede desear. Cuando finalmente fui consciente de ello, intenté matarle. Y entonces descubrí que él era más fuerte que yo; que se había convertido en el señor de los negros, mis negros, para los cuales mi palabra siempre había sido ley. El les habló de su diabólico culto…
—Vudú —murmuró McGrath involuntariamente.
—¡No! El vudú es una niñería al lado de esta negra maldad. Mira el símbolo en mi pecho, De Albor lo marcó a fuego con un hierro candente. Tú has estado en África y conoces la marca de Zambebwei.
»De Albor puso a los negros en mi contra. Intenté escapar con Constance y Ahmed, pero mis propios negros me acorralaron. Logré hacer llegar un telegrama al pueblo a través de un negro que permaneció fiel a mí… sospecharon de él y lo torturaron hasta que admitió haberlo hecho. John de Albor me trajo su cabeza.
»Antes del golpe final pude esconder a Constance en un lugar en el que nadie la encontrará jamás, excepto tú. De Albor torturó a Ahmed hasta que le sonsacó que yo había logrado avisar a un amigo de Constance para que viniera en nuestra ayuda. Entonces De Albor envió a sus hombres a la carretera con lo que quedaba de Ahmed, a modo de aviso para ti en caso de que acudieras a la llamada. Ha sido esta misma mañana cuando nos han capturado, pero yo escondí a Constance ayer noche. Ni siquiera Ahmed sabía dónde. De Albor me torturó para que se lo dijera…
Los puños del hombre moribundo se apretaron aún más y una luz apasionada iluminó sus ojos. McGrath supo que todos los tormentos de los infiernos no habrían podido sonsacar ese secreto de los férreos labios de Ballville.
—Era lo menos que podías hacer —dijo él con voz ronca por la mezcla de emociones—. He vivido en un infierno durante tres años por tu culpa… y también Constance. Mereces morir. Si no estuvieras ya muriéndote, yo mismo te arrancaría la vida.
—Maldito seas, ¿crees que quiero tu perdón? —jadeó el hombre agonizante—. Me alegro de que sufrieras. Si Constance no necesitara tu ayuda, me encantaría verte morir como muero ahora yo… y te esperaré en el infierno. Pero ya basta de esto. De Albor me dejó hace un rato para ir a la carretera y asegurarse personalmente de que Ahmed estaba muerto. Esa bestia negra que has matado se puso a tragar mi whisky y decidió torturarme él mismo.
»Ahora, escucha: Constance está escondida en la Cueva Perdida. Ningún hombre sobre la tierra conoce su existencia excepto tú y yo, ni siquiera los negros la conocen. Hace mucho tiempo hice que colocasen una puerta de hierro en la entrada y maté al hombre que realizó el trabajo; así que el secreto está seguro. No hay llave. Sólo puedes abrirla accionando ciertos mandos.
Cada vez le costaba más pronunciar las palabras de forma inteligible. El sudor le caía por el rostro, y las cuerdas que sujetaban sus brazos se agitaban temblorosas.
—Pasa los dedos por el borde de la puerta hasta encontrar tres tiradores que forman un triángulo. No pueden verse a simple vista; tendrás que encontrarlos palpando. Presiona cada uno de ellos en dirección de las agujas del reloj, tres veces en total. Luego tira de la barra frontal. La puerta se abrirá. Llévate a Constance y escapa. Si ves que os alcanzan, ¡dispárale a ella! No dejes que caiga en las manos de esa bestia negra…
El volumen de su voz aumentó hasta convertirse en un alarido, y de sus lívidos y ajados labios salieron disparados espumarajos; a continuación Richard Ballville se irguió hasta quedar casi totalmente erecto, y un instante después se desplomó inerte hacia atrás. La voluntad de hierro que había animado su cuerpo roto finalmente se quebró, como se quiebra un cable en tensión.
McGrath bajó la mirada a la figura inmóvil, su cerebro era un torbellino de coléricas emociones. A continuación dio media vuelta con ojos de odio y todos los músculos en tensión, y desenfundó la pistola.
3
El sacerdote negro
Había un hombre de pie en la entrada al amplio vestíbulo… era un hombre alto ataviado con un extraño y exótico atuendo. Llevaba un turbante y una bata de seda con cinturón de vivos colores. Los pies estaban enfundados en unas babuchas turcas. Su piel no era mucho más oscura que la de McGrath y sus rasgos eran claramente orientales a pesar de las gruesas gafas que llevaba.
—¿Quién diablos eres tú? —inquirió McGrath, apuntándole.
—Ali ibn Suleyman, efendi —respondió el otro en un árabe impecable—. Vine a este endemoniado lugar respondiendo a la llamada de mi hermano, Ahmed ibn Suleyman, que su alma sea reconfortada por el Profeta. La carta me llegó a Nueva Orleans. Acudí a toda prisa. Y he aquí que al adentrarme sigilosamente en los bosques pude ver a unos hombres negros arrastrando el cuerpo de mi hermano al río. Vine aquí buscando a su señor.
McGrath señaló al muerto sin pronunciar palabra. El árabe inclinó su cabeza en majestuosa reverencia.
—Mi hermano lo amaba —dijo—. Deseo vengar a mi hermano y al señor de mi hermano. Efendi, permíteme que vaya contigo.
—De acuerdo —McGrath ardía con impaciencia. Conocía la fanática lealtad al clan de los árabes, sabía que el único rasgo de decencia de Ahmed había sido una feroz devoción por la sabandija a la que servía—. Sígueme.
Con una última mirada al señor de la mansión y al cadáver del negro tendido como un sacrificio humano ante ellos, McGrath abandonó la cámara de tortura. «Justo igual que otras épocas —reflexionó—. Uno de los reyes guerreros antepasados de Ballville podría haber perecido en alguna oscura época pasada, con un esclavo sacrificado a sus pies para hacerle compañía en la tierra de los fantasmas».
Con el árabe pegado a sus talones, McGrath se dirigió hacia los pinos circundantes que dormitaban en el manso calor del mediodía. Débilmente llegó a sus oídos en una ráfaga errante de brisa el latido de un sonido. Parecía el pulso de un tambor lejano.
—¡Vamos!
McGrath avanzaba a grandes zancadas cruzando el grupo de casetas y se zambulló en el bosque que se abría detrás de éstas. En esa dirección, también, se extendían en otra época los campos que cimentaron la riqueza de los aristocráticos Ballville, pero habían sido abandonados durante demasiado tiempo. Los caminos languidecían sin rumbo bajo la descuidada vegetación, hasta que finalmente la creciente densidad de los árboles anunció a los intrusos que se habían adentrado en un bosque nunca talado por el hacha del leñador. McGrath buscó un sendero. Las imágenes captadas en la niñez son siempre duraderas. Los recuerdos permanecen, bajo capas de cosas más recientes, pero intactos a lo largo de los años. McGrath encontró el sendero que buscaba, un débil rastro que serpenteaba entre los árboles.
Se vieron obligados a avanzar uno detrás del otro. Las ramas les arañaban la ropa y sus pies se hundían en la alfombra de pinocha. El terreno descendía gradualmente. Los pinos dejaron paso a los cipreses, ahogados por la maleza. Charcas espumosas de agua estancada brillaban bajo la arboleda. Las ranas toro croaban, los mosquitos zumbaban con enloquecedora insistencia a su alrededor. De nuevo el tambor distante vibró atravesando los pinares.
McGrath se enjugó el sudor de los ojos. El tambor le había provocado recuerdos muy oportunos en aquellos sombríos parajes. Sus pensamientos volaron hasta las horripilantes quemaduras en el pecho desnudo de Richard Ballville. Ballville había supuesto que él, McGrath, conocía su significado; pero no era así. Sabía que presagiaba oscuros horrores y demencias, pero desconocía su significado completo. Tan sólo en una ocasión había visto ese símbolo, y había sido precisamente en Zambebwei, una tierra preñada de horrores donde pocos hombres blancos se habían aventurado, y de la cual sólo uno de ellos había escapado con vida. Bristol McGrath era ese hombre, y sólo había penetrado hasta los bordes de aquella tierra abismal de jungla y negras ciénagas. No había podido aventurarse lo suficientemente dentro de aquel reino prohibido como para probar o refutar las terribles historias que los hombres susurraban acerca de un antiquísimo culto que había sobrevivido desde épocas prehistóricas, y que adoraba a una monstruosidad que violaba cualquier ley aceptada de la naturaleza. Había visto bastante poco; pero lo que vio le impregnó de un estremecedor terror que en ocasiones volvía a experimentar en forma de rojas pesadillas.
No habían intercambiado ni una sola palabra desde que abandonaron la mansión. McGrath se abría paso por la vegetación que inundaba el sendero. Una gruesa serpiente mocasín de agua se deslizó junto a sus pies y desapareció. El agua no debía estar muy lejos y, en efecto, apareció unos pocos pasos más allá. Llegaron hasta el borde de una oscura y viscosa ciénaga de la cual surgía un miasma de materia vegetal en estado de putrefacción. La laguna, ensombrecida por los altos cipreses, se extendía hasta perderse de vista bajo la penumbra crepuscular.
—¿Y ahora qué, efendi? —preguntó Ali—. ¿Tenemos que cruzar a nado la ciénaga?
—Está llena de arenas movedizas —respondió McGrath—. Sería un suicidio zambullirse ahí. Ni siquiera los negros de los pinares han intentado cruzarla. Pero hay un camino para llegar hasta la colina que se eleva en medio. ¿La ves allí? Casi no se distingue entre las ramas de los cipreses… Hace años, cuando Ballville y yo éramos jóvenes, y amigos, descubrimos un viejo sendero indio, un sendero secreto, un camino sumergido que llevaba hasta aquella colina. Hay una cueva allí, y una mujer encerrada en esa cueva. Yo voy a ir allí. ¿Quieres seguirme o prefieres esperarme aquí? El camino es peligroso.
—Iré, efendi —respondió el árabe.
McGrath asintió agradecido y se puso a observar los árboles que les rodeaban. Finalmente encontró lo que estaba buscando, un tenue brillo sobre un enorme ciprés, una antigua marca, casi imperceptible. A continuación, y con paso seguro, se introdujo en la ciénaga bordeando el árbol. El mismo había hecho esa marca, hace mucho tiempo. El agua verdosa le cubrió hasta las suelas de los zapatos, pero no más alto. Estaba de pie sobre una roca plana, o más bien sobre un montículo de rocas, la más elevada de las cuales estaba ligeramente por debajo de la superficie estancada.
Tras localizar un retorcido ciprés a lo lejos en la oscuridad de la ciénaga, comenzó a andar directamente hacia él, midiendo sus pasos cuidadosamente, avanzando con cada uno de ellos hacia unas rocas escalonadas e invisibles bajo el agua turbia. Ali ibn Suleyman lo siguió, imitando sus movimientos.
Avanzaron así a través del lago, siguiendo los árboles marcados como guías. McGrath volvió a preguntarse por los motivos que habían llevado a los antiguos constructores del camino a transportar estas enormes rocas desde tan lejos y hundirlas como pilares en el fango. El esfuerzo debió de ser colosal, requiriendo unas técnicas de ingeniería muy consistentes. ¿Por qué habrían construido los indios un camino hacia la Isla Perdida? Con toda seguridad aquella isla y la cueva debieron de tener un significado religioso para los pieles rojas; o quizás era el refugio de un enemigo más fuerte.
El avance era lento. Un paso equivocado significaba hundirse en el limo cenagoso, en un lodo inestable capaz de tragarse a un hombre vivo. La isla crecía tras los árboles que se alzaban frente a ellos, un pequeño otero circundado por una playa ahogada en maleza. A través del follaje se veía la pared de roca que se alzaba escarpada desde la orilla hasta una altura de quince o dieciséis metros. Era casi como un bloque de granito elevándose desde una lisa franja de arena. El pináculo no tenía apenas vegetación.
McGrath estaba pálido y respiraba con rápidas boqueadas. Cuando llegaron a la franja arenosa, Ali, lanzándole una mirada de conmiseración, sacó una petaca de su bolsillo.
—Bebe un poco de brandy, efendi —le conminó, acercándose la boca de la botella a sus propios labios, a la manera oriental—. Esto te ayudará.
McGrath sabía que Ali achacaba su obvia agitación al cansancio. Pero él era apenas consciente de sus recientes esfuerzos. Eran las emociones lo que agitaban su interior… el pensamiento de Constance Brand, cuya hermosa silueta le había acosado en atormentados sueños durante tres terribles años. Tragó hondamente el licor, casi sin paladearlo, y devolvió la petaca al árabe.
—¡Sigamos!
El latido de su propio corazón le sofocaba, ahogando el distante sonido del tambor, mientras se lanzaba a través de la espesa vegetación a los pies del acantilado. En la enorme roca gris que sobresalía por encima del manto verde apareció un curioso símbolo grabado, como el que había visto años atrás, y cuyo descubrimiento los condujo a Richard Ballville y a él hasta la caverna secreta. Apartó a un lado las enredaderas colgantes y las hojas y contuvo la respiración al ver la pesada puerta de hierro que cubría la estrecha entrada sobre el muro de granito.
Los dedos de McGrath temblaban al pasar la mano sobre el metal, y a sus espaldas podía oír a Ali respirando agitadamente. El árabe se había contagiado de la excitación del hombre blanco. Las manos de McGrath encontraron los tres tiradores que formaban los ápices de un triángulo… eran meras protuberancias que no se detectaban a simple vista. Controlando sus nervios a flor de piel, los accionó como le había indicado Ballville, y notó que los tres cedían al tercer toque. Luego, conteniendo la respiración, agarró la barra soldada en medio de la puerta y tiró de ella. Suavemente, sobre bisagras bien engrasadas, la enorme puerta se abrió.
Se encontraron mirando dentro de un túnel ancho que acababa en otra puerta de barrotes de acero. El túnel no estaba totalmente a oscuras; se veía limpio y espacioso, y en el techo se habían excavado agujeros a modo de lucernarios para permitir que entrara la luz exterior, con mosquiteras para evitar la efusión de insectos y reptiles. Pero a través de los barrotes pudo ver algo que le hizo recorrer el túnel a toda velocidad, con el corazón a punto de estallar en sus costillas. Ali le siguió a corta distancia.
La puerta de barrotes no estaba cerrada. Se abrió hacia fuera bajo la presión de sus dedos. Permaneció inmóvil, aturdido por la intensidad de sus emociones.
Una luz dorada lo deslumbró; un rayo de sol entraba oblicuamente a través de la claraboya en el techo de roca y producía tenues reflejos de fuego sobre la gloriosa abundancia de cabello dorado que resbalaba por el blanco brazo en el que se apoyaba la hermosa cabeza reclinada sobre una mesa de roble tallado.
—¡Constance! —fue un grito de hambre y ansia el que explotó en sus lívidos labios.
Respondiendo con otro grito, la chica se puso en pie de un salto con ojos desorbitados, las manos en las sienes y el cabello brillante derramándose sobre los hombros. Ante los ojos de McGrath, parecía flotar en una aureola de luz dorada.
—¡Bristol! ¡Bristol McGrath! —respondió a su llamada con un grito inquietante de incredulidad. Y al instante ya estaba entre sus brazos, aferrándose con los níveos brazos a su cuerpo en un abrazo frenético, como si temiese que fuera tan sólo un fantasma que pudiera desvanecerse en cualquier momento.
En ese instante el mundo dejó de existir para Bristol McGrath. Estaba ciego, sordo y mudo al resto del universo. Su aturdido cerebro tan sólo era consciente de la mujer que tenía entre los brazos, sus sentidos estaban ebrios ante el suave tacto y fragancia, y su alma turbada al materializarse un sueño que había creído muerto y desvanecido para siempre.
Cuando pudo recobrar el raciocinio, sacudió la cabeza como un hombre que sale de un trance, y miró idiotizado a su alrededor. Se encontraba en una estancia ancha, escavada en la roca. Al igual que el túnel, estaba iluminada desde arriba, y el aire era fresco y limpio. Había sillas, mesas y una hamaca, alfombras sobre el suelo de piedra, latas de comida y un refrigerador de agua. Ballville no había escatimado nada para asegurar la comodidad de su cautiva. McGrath se volvió para mirar al árabe y lo vio al otro lado de la puerta de barrotes. Había sido lo suficientemente considerado para no entrometerse en su reencuentro.
—¡Tres años! —la chica sollozaba—. Tres años he esperado. ¡Sabía que vendrías! ¡Lo sabía! Pero debemos tener cuidado, mi vida ¡Richard te matará si te encuentra…! ¡Nos matará a los dos!
—Ya no puede matar a nadie —respondió McGrath—. Pero, de todas formas, debemos salir de aquí.
Los ojos de Constance brillaron con un nuevo miedo.
—¡Sí! ¡John de Albor! Ballville lo temía. Por eso me encerró aquí. Me dijo que te llamaría y yo temí por ti…
—¡Ali! —gritó McGrath—. Vamos a salir de aquí ahora, será mejor que nos llevemos algo de comida y agua. Quizás tengamos que permanecer escondidos en el pantano durante…
Súbitamente Constance dejó escapar un alarido, separándose al mismo tiempo del abrazo de su amante. Y McGrath, petrificado por el repentino y terrible miedo que asomaba en los ojos de Constance, sintió el súbito y sordo impacto de un fuerte golpe en la base de la cabeza. No perdió la conciencia, pero una extraña parálisis lo inmovilizaba. Se derrumbó como un saco vacío sobre el suelo de piedra y quedó allí tirado como un hombre muerto, mirando desesperado una escena que hizo que su cerebro enloqueciera: Constance luchaba frenéticamente intentando soltarse de las manos del hombre que él pensaba que era Ali ibn Suleyman, pero ahora terriblemente transformado.
El hombre se había quitado el turbante y las gafas. Y en el turbio blanco de sus ojos, McGrath pudo leer la verdad y sus siniestras implicaciones… el hombre no era árabe. Era un negroide de sangre mezclada. Sin embargo, debía de tener algo de sangre árabe, porque en su expresión se divisaba vagamente la casta semítica, y esa casta, junto a sus ropajes orientales y perfecta representación del papel, le habían hecho parecer genuino. Pero ahora todo esto había desaparecido y la raza negroide primaba; incluso su voz, con la que había hablado con un sonoro acento árabe, era ahora la profunda y gutural voz de un negro.
—¡Lo has matado! —la chica lloró histéricamente, intentando en vano zafarse de los crueles dedos que sujetaban sus blancas muñecas.
—Aún no está muerto —rió el mulato—. El muy idiota bebió un brandy que contenía droga… una droga que sólo se encuentra en las junglas de Zambebwei. Permanece inactiva hasta que es activada mediante un fuerte golpe que libera sus efectos en el sistema nervioso.
—¡Por favor, haz algo por él! —suplicó ella.
El tipo se rió brutalmente.
—¿Y por qué debería hacerlo? Ya ha cumplido su función. Déjalo ahí tirado hasta que los insectos de la ciénaga le devoren hasta los huesos. Me gustaría ver cómo muere… pero debemos estar lejos de aquí antes de que caiga la noche.
Sus ojos brillaron con la bestial gratificación de poseerla. La visión de esta belleza blanca luchando entre sus brazos pareció estimular toda la lujuria selvática del hombre. La ira y la agonía de McGrath tan sólo se manifestaron en sus ojos inyectados de sangre. No podía mover ni tan siquiera los pies o las manos.
—Hice bien en regresar a solas a la mansión —rió el mulato—. Entré sigilosamente por la ventana mientras este idiota hablaba con Richard Ballville. Y entonces urdí la idea de que me guiara hasta el lugar donde estabas escondida. Nunca se me ocurrió pensar que había un escondrijo en el pantano. Tenía el abrigo, las zapatillas y el turbante del árabe; pensé que podrían servirme en algún momento. También fueron de ayuda las gafas. No me resultó difícil hacerme pasar por árabe. Este hombre nunca había visto a John de Albor. Nací en África Oriental y crecí como esclavo en la hacienda de un árabe antes de escapar y vagar hasta llegar a la tierra de Zambebwei. Pero ya basta de cháchara. Debemos irnos. El tambor ha estado sonando todo el día. Los negros están impacientes. Les prometí un sacrificio en honor de Zemba. Iba a utilizar al árabe, pero tras torturarlo para sacarle la información que necesitaba, ya no servía para el sacrificio. Bueno, que sigan tocando su estúpido tambor. A ellos les gustaría convertirte en Novia de Zemba, pero no saben que te he encontrado. Tengo una lancha escondida junto al río a unas cinco millas de aquí…
—¡Estás loco! —gritó Constance, forcejeando apasionadamente—. ¿Crees que vas a poder transportar a una mujer blanca por el río, como una esclava?
—Tengo una droga que hará que parezca que estás muerta —dijo él—. Te tenderé en el fondo del bote y te cubriré con sacos. Cuando embarquemos en el barco de vapor que nos alejará de estas costas, te introduciré en mi camarote a escondidas en un baúl grande y bien ventilado. No te enterarás de las incomodidades de la travesía. Y despertarás ya en África…
El negro rebuscaba en el bolsillo de su camisa y necesariamente tuvo que soltar una mano. Con un frenético grito y un desesperado tirón, Constance logró liberarse y salió corriendo por el túnel. John de Albor se abalanzó tras ella, aullando. Una nube roja flotaba ante los enloquecidos ojos de McGrath. Constance se dirigía hacia su muerte en el pantano, a menos que recordase las marcas del camino… o quizás quería morir, prefiriendo la muerte al destino que le tenía preparado el malvado negro.
Desaparecieron de su campo de visión, más allá del túnel; pero de repente Constance volvió a gritar, con una nueva intensidad. Hasta los oídos de McGrath llegó el agitado farfullar de voces negras guturales. Se oyeron exclamaciones de airada protesta por parte de De Albor. Constance lloraba histérica. Las voces se alejaban. McGrath llegó a divisar un grupo de figuras a través de la tupida vegetación al moverse en la línea de visión de la boca de la gruta. Vio que Constance era arrastrada por media docena de gigantescos habitantes negros típicos del pinar, y tras ellos iba John de Albor, agitando las manos en elocuente desacuerdo. Tan sólo ese vistazo, a través del follaje, y luego la boca del túnel quedó desierta y el sonido de chapoteo en el agua se fue desvaneciendo en la distancia a través del pantano.
4
El hambre del Dios Negro
En el obsesivo silencio de la caverna, Bristol McGrath yacía con la mirada vacía dirigida al techo y el alma convertida en un infierno abrasador. ¡Idiota, idiota, cómo pudo haberse dejado engañar con tanta facilidad! Pero… ¿cómo podría haberlo sabido? Nunca antes había visto a De Albor; había dado por sentado que era un hombre totalmente negro. Ballville se había referido a él como la bestia negra, pero probablemente se refería a su alma. De Albor, a excepción de la oscuridad en sus ojos, podría hacerse pasar en cualquier lugar por un hombre blanco.
La presencia de aquellos negros sólo podía significar una cosa: les habían seguido a él y a De Albor, y habían capturado a Constance cuando escapaba de la cueva. El evidente terror de De Albor además añadía siniestras connotaciones; éste había dicho que los negros querían sacrificar a Constance… y ahora ella estaba en su poder.
—¡Dios! —la palabra explotó violentamente en los labios de McGrath, perturbando el silencio y sorprendiéndole a él mismo. Estaba electrizado; hacía tan sólo unos segundos estaba mudo. Pero ahora descubrió que podía mover los labios y la lengua. La vida volvía a derramarse por sus miembros inertes, que le hormigueaban como si estuvieran recobrando la circulación sanguínea. Intentó estimular el lento flujo. Con gran esfuerzo movió las extremidades, los dedos, las manos, las muñecas y, finalmente, con una explosión de salvaje triunfo, los brazos y las piernas. Tal vez la diabólica droga de De Albor había perdido parte de su poder con el paso del tiempo. O quizás la insólita resistencia de McGrath consiguió contrarrestar unos efectos que habrían acabado con cualquier otro mortal.
No habían cerrado la puerta del túnel, y McGrath sabía por qué; no querían obstaculizar la entrada de insectos y alimañas que pronto habrían devorado su desamparado cuerpo; las plagas ya avanzaban en riada a través del umbral, una horda inmunda.
Finalmente logró levantarse, tambaleándose ebrio, pero con una renovada vitalidad que aumentaba a cada segundo.
No vio ningún ser vivo al salir de la cueva. Habían pasado horas desde que los negros marcharon con su presa. Aguzó el oído intentando escuchar el ruido del tambor. El silencio era total. La quietud lo envolvió en una oscura niebla intangible. A trompicones, chapoteó cruzando la ruta de piedras que llevaba a tierra firme. ¿Habían llevado los negros a su cautiva de regreso a la mansión de la muerte o se adentraron más profundamente en el bosque?
Sus huellas estaban profundamente hundidas en el barro: media docena de pares de pies descalzos y anchos, las finas huellas de los zapatos de Constance, las marcas de las zapatillas turcas de De Albor. Las siguió haciéndose cada vez más difícil detectarlas a medida que el terreno se hacía más alto y más duro.
Habría pasado por alto el desvío que tomaba el débil rastro, de no ser por el revoloteo de un trozo de seda en la débil brisa. Constance se había rozado contra el tronco del árbol y la áspera corteza había rasgado un jirón de su vestido. Hasta entonces el grupo se había dirigido hacia el este, hacia la mansión, pero en el punto donde colgaba el trozo de tela habían girado hacia el sur. Las enmarañadas hojas de los pinos no dejaban ver huella alguna, pero las enredaderas y ramas separadas a los lados marcaban su avance, hasta que McGrath, siguiendo estas señales, llegó hasta otro sendero que llevaba hacia el sur.
Aquí y allá había zonas cenagosas en las que se distinguían las pisadas de pies, descalzos y calzados. McGrath se apresuró avanzando por el rastro, blandiendo la pistola y por fin en posesión de todas sus facultades. Su rostro se veía demacrado y pálido. De Albor no había tenido la precaución de desarmarle tras propinarle aquel golpe traicionero. Tanto el mulato como los negros de los pinares creían que yacía desamparado en la Cueva Perdida. Al menos eso jugaba a su favor.
Se mantuvo atento y aguzando en vano el oído para escuchar el tambor que ya había oído de día. El silencio no le tranquilizaba. En un sacrificio vudú los tambores estarían ya retumbando, pero sabía que se enfrentaba con algo incluso más antiguo y terrorífico que el vudú.
Después de todo, el vudú era una religión relativamente reciente, originada en las colinas de Haití. Las raíces del vudú se hallaban en las siniestras religiones de África, que se elevaban como acantilados graníticos tras la encubridora maleza verde. El vuduismo parecía más bien un niño lloriqueante en comparación con el antiguo coloso negro que alzó su terrible sombra en la tierra más antigua a lo largo de los siglos, ¡Zambebwei! El mismo nombre hizo que un escalofrío le recorriera el cuerpo, pues simbolizaba el horror y la demencia. Era más que el nombre de un país y de la misteriosa tribu que lo habitaba; significaba algo aterradoramente viejo y maligno, algo que había sobrevivido a su edad natural… era una religión de la Noche, y una deidad cuyo nombre significaba Muerte y Horror.
No se había cruzado con ninguna cabaña de negros. Sabía que éstas se hallaban situadas más al este y al sur, la mayoría agazapadas junto a los márgenes del río y de los afluentes. El hombre negro instintivamente construía su vivienda junto al río, como lo hizo en el Congo, el Nilo y el Níger desde los albores de los tiempos. ¡Zambebwei! La palabra retumba como un latido de tam-tam en el cerebro de Bristol McGrath. El alma del hombre negro no había cambiado a través de los oscuros siglos. El cambio podría haber tenido lugar en el ajetreo de las calles de una ciudad, en los crudos ritmos de Harlem; pero los pantanos del Mississippi no se diferencian lo suficiente de los pantanos del Congo para darse la transmutación del espíritu de una raza que ya era milenaria cuando el primer rey blanco tejía el techado de paja de su palacio-guarida.
Siguiendo aquel camino serpenteante a través de la penumbra crepuscular de los enormes pinos, no le asombraba que los cenagosos y negros tentáculos de las profundidades de África hubieran logrado llegar al otro lado del mundo para alimentar pesadillas en una tierra extraña. Ciertas condiciones naturales producen ciertos efectos, alimentan ciertas pestilencias de cuerpo o mente, sin importar la situación geográfica. Los bosques de coníferas ceñidos por el río eran de alguna manera tan abismales como las apestosas junglas africanas.
Ahora el rastro se alejaba del río. El terreno comenzó a elevarse paulatinamente, y todas las señales que había en el pantanal desaparecieron.
El sendero se ensanchaba mostrando signos de uso frecuente. McGrath comenzó a ponerse nervioso. Podría encontrarse con alguien en cualquier momento. Se deslizó por la espesa arboleda que se abría junto al sendero, avanzando entre la maleza, y cada movimiento le sonaba tan estridente como un cañonazo en sus ávidos oídos. Maldiciendo por la tremenda tensión, llegó finalmente hasta un camino más angosto, que serpenteaba en la misma dirección hacia la que deseaba dirigirse. Los pinares estaban surcados en todas direcciones por este tipo de caminos.
Avanzó con sigilo hasta llegar a una curva que se unía al camino principal. Cerca del punto de unión había una pequeña cabaña de madera, y entre él y la cabaña se veía a un enorme negro en cuclillas. Este hombre estaba escondido tras el tronco de un alto pino junto al estrecho sendero, y miraba atentamente hacia la cabaña. Era obvio que estaba espiando a alguien, y pronto se supo quién era ese alguien cuando John de Albor se asomó a la puerta y miró desesperado hacia el camino principal. El vigía negro se tensó y se llevó los dedos a la boca, como si fuera a silbar, pero De Albor se encogió de hombros desolado y volvió a entrar en la cabaña. El negro se relajó, pero no disminuyó su vigilancia.
Lo que esto pudiera significar, McGrath lo desconocía, y tampoco se paró a especular sobre ello. Al ver a De Albor, una niebla roja tiñó la luz del sol de sangre, en la cual flotaba el cuerpo del mulato como un duende de ébano.
Una pantera al acecho de su presa hubiera hecho tan poco ruido como McGrath al deslizarse por el sendero hacia el negro acuclillado. No tenía nada personal contra aquel hombre, sólo era un obstáculo en su camino de venganza. Atento a la cabaña, el negro no oyó el sigiloso avance. Ajeno a todo lo demás, ni siquiera se movió o giró… hasta que la culata de la pistola cayó sobre su cabeza lanuda con un impacto que lo dejó sin sentido y tirado sobre la pinocha.
McGrath se agachó junto a su víctima inerte, a la escucha. No se oía ningún sonido… pero, de repente, a lo lejos, se oyó un prolongado alarido que resonó y luego se desvaneció. La sangre se congeló en las venas de McGrath. Tan sólo en otra ocasión había oído un sonido similar, y fue en las colinas cubiertas de bajo bosque que bordean las tierras prohibidas de Zambebwei. En aquella ocasión sus porteadores negros se habían tornado del color de la ceniza para caer inmediatamente después al suelo de rodillas cubriéndose los rostros. No sabía qué era, y la explicación ofrecida por los temblorosos nativos había sido demasiado monstruosa para ser aceptada por una mente racional. Lo llamaban la voz del dios de Zambebwei.
Impulsado a actuar, corrió por el sendero y se lanzó contra la puerta trasera de la cabaña. No sabía cuántos negros habría en el interior; no le importaba. Estaba enloquecido por el dolor y la furia.
La puerta se rompió con el impacto. Una vez dentro, se puso en pie de un salto, y luego se agachó con la pistola a la altura de la cintura y los labios torcidos en una mueca feroz.
Pero tan sólo un hombre se enfrentó a él… John de Albor, que se levantó rápidamente dejando escapar un grito de sorpresa. La pistola cayó de los dedos de McGrath. Ni el plomo ni el acero podían ya saciar su odio. Tenía que hacerlo con sus propias manos desnudas, retrocediendo en el vértigo de las civilizaciones hasta los sangrientos días en los albores más primitivos.
Con un gruñido menos parecido al grito de un hombre que al rugir de un león en pleno ataque, las feroces manos de McGrath se cerraron alrededor de la garganta del mulato. De Albor se tambaleó por la rápida embestida, y cayeron ambos sobre un camastro de campamento, que se hizo añicos. Y mientras forcejeaban sobre el sucio suelo, McGrath se dispuso a matar a su enemigo con sus propios dedos.
El mulato era un hombre alto, delgado y fuerte. Pero nada podía hacer contra un blanco enloquecido. Fue zarandeado como un saco de paja, apaleado y golpeado violentamente contra el suelo, y los dedos de hierro que le apretaban la garganta se fueron hundiendo más y más hasta que su lengua brotó entre los labios azules que boqueaban en busca de aire, mientras los ojos casi se salían de sus órbitas. Con la muerte a menos de una bocanada del mulato, algo de cordura retornó a McGrath.
Sacudió la cabeza como un toro aturdido, relajó la tensión de sus manos y gruñó:
—¿Dónde está la chica? ¡Rápido, antes de que te mate!
De Albor dio unas arcadas y luchó por recuperar la respiración, con el rostro ceniciento.
—¡Los negros! —jadeó—. ¡Se la han llevado para convertirla en la Novia de Zemba! No pude detenerlos. Exigen un sacrificio. Te ofrecí a ti en su lugar, pero dijeron que tú estabas paralizado y que ibas a morir de todas formas… fueron más listos de lo que pensaba. Primero me siguieron a mí cuando regresaba a la mansión desde la carretera donde yacía el árabe, y después nos siguieron a los dos desde la mansión hasta la isla.
»Están fuera de sí, enloquecidos por el ansia de sangre. Pero incluso yo, que conozco a los negros como nadie, había olvidado que ni siquiera el sacerdote de Zambebwei puede controlarlos cuando el fuego de la devoción corre por sus venas. Yo soy su sacerdote y señor y, sin embargo, cuando intenté salvar a la chica me encerraron en esta cabaña y dejaron a un hombre para que me vigilase hasta que acabara el sacrificio. Tú debes de haberlo matado, o no te hubiera permitido entrar aquí.
Con gélida sobriedad, McGrath recogió la pistola.
—Llegaste hasta aquí como amigo de Richard Ballville —dijo fríamente—. Para poder poseer a Constance Brand convertiste a los negros en adoradores del demonio. Mereces la muerte por ello. Cuando las autoridades europeas que gobiernan en África capturan a un sacerdote de Zambebwei, lo ahorcan. Has admitido ser un sacerdote. Y tu vida es el precio también. Si Constance Brand muere, será debido a tus infernales enseñanzas, y por esa razón voy a reventarte los sesos.
John de Albor se arrugó.
—Constance no está muerta aún —jadeó, con el rostro ceniciento cubierto de gruesas gotas de sudor—. No morirá hasta que la luna asome bien alta por encima de los pinos. Hoy hay luna llena, la Luna de Zambebwei. No me mates. Sólo yo puedo salvarla. Ya sé que antes fallé. Pero si aparezco repentinamente y sin previo aviso en el lugar donde celebran el sacrificio, pensarán que he escapado de la cabaña sin ser visto por el vigía gracias a mis poderes sobrenaturales. Eso renovará mi prestigio.
»Tú no podrás salvarla. Tal vez derribaras a unos cuantos negros con tu pistola, pero aun así quedarían docenas de ellos para matarte a ti, y a ella. Pero yo tengo un plan… sí, soy un sacerdote de Zambebwei. De niño escapé de la casa de mi dueño árabe y vagué hasta llegar a la tierra de Zambebwei. Allí crecí y me convertí en sacerdote, hasta que mi sangre blanca me impulsó a salir al mundo para aprender los usos y costumbres de los hombres blancos. Cuando llegué a América me traje a Zemba conmigo… no puedo decirte cómo.
»¡Déjame que salve a Constance Brand! —se aferraba con sus garras a McGrath, temblando como si sufriera un ataque—. La amo… tanto como tú la amas. Jugaré limpio con ambos, ¡lo juro! ¡Déjame que la salve! Más tarde pelearemos por ella, y te mataré si puedo.
La franqueza de estas palabras conmovió a McGrath más que cualquier otra cosa que hubiera podido decir el mulato. Era un riesgo desesperado… pero, después de todo, la situación de Constance no iba a empeorar más con John de Albor vivo de lo que ya estaba.
Estaría muerta antes de medianoche a menos que se hiciera algo a toda prisa.
—¿Dónde es el lugar de sacrificio? —preguntó McGrath.
—A tres millas de aquí, en un claro abierto —respondió De Albor—. Al sur, por el camino que pasa junto a mi cabaña. Todos los negros están reunidos allí excepto mi guardia y algunos otros que vigilan el camino más allá de la cabaña. Estarán esparcidos a lo largo de todo el camino; el más cercano no se verá desde la cabaña, pero estará lo suficientemente próximo para que escuchemos el agudo silbido con el que estas gentes se avisan unos a otros.
»Este es mi plan. Tú esperas aquí en mi cabaña, o en el bosque, como prefieras. Yo evitaré a los vigilantes del camino, y apareceré de repente ante los negros en la Casa de Zemba. Una aparición tan inesperada los impresionará profundamente, como ya dije. Sé que no puedo persuadirles para que abandonen su plan, pero haré que pospongan el sacrificio hasta un poco antes del amanecer. Y antes de ese momento me las arreglaré para robarles a Constance y huir con ella. Volveré a tu escondite, e intentaremos abrirnos camino luchando juntos.
McGrath se rió.
—¿Piensas que soy un completo idiota? Enviarías a tus negros para que me asesinaran, mientras tú te llevabas a Constance lejos como tenías planeado. Voy contigo. Me esconderé al borde del claro, para ayudarte en caso de que precises ayuda. Y como hagas cualquier movimiento en falso, iré a por ti, aunque no logre acabar con nadie más.
Los turbios ojos del mulato brillaron, pero asintió mostrando su acuerdo.
—Ayúdame a meter al guardia en la cabaña —dijo McGrath—. Recobrará el sentido pronto. Lo amordazaremos y lo dejaremos aquí.
El sol se ponía y el crepúsculo cubría los pinares cuando McGrath y su extraño compañero avanzaron sigilosos a través de los sombríos bosques. Dieron un rodeo hacia el oeste para evitar a los vigilantes, y ahora seguían una de las muchas sendas que surcaban el bosque. Delante de ellos tan sólo reinaba el silencio, y McGrath aludió a ello.
—Zemba es el dios del silencio —murmuró De Albor—. Desde el crepúsculo hasta la salida del sol, durante las noches de luna llena no suena ningún tambor. Si un perro ladra, debe ser sacrificado; si un bebé llora, se le debe dar muerte. El silencio sella las mandíbulas de las gentes hasta que Zemba ruge de nuevo. Sólo su voz se alza en la noche de la Luna de Zemba.
McGrath se estremeció. La maldita deidad era un espíritu intangible, por supuesto, encarnado sólo en la leyenda; pero De Albor hablaba de ello como si se tratara de un ser vivo.
Un puñado de estrellas parpadeaba en el cielo, y las sombras se arrastraban a través del denso bosque emborronando los troncos de los árboles, que se fundían unos con otros en la oscuridad. McGrath sabía que no debían de andar muy lejos de la Casa de Zemba. Sintió la presencia cercana de una muchedumbre, aunque sólo reinaba el silencio.
De Albor, delante de él, se detuvo bruscamente, agachándose. McGrath paró, intentando ver a través de la cortina circundante de ramas entrelazadas.
—¿Qué es? —murmuró el hombre blanco, moviendo la mano hacia la pistola.
De Albor negó con la cabeza, enderezándose. McGrath no pudo ver la piedra que se ocultaba en su mano, que había cogido del suelo cuando se agachó.
—¿Oyes algo? —preguntó McGrath.
De Albor le hizo una señal para que se inclinase hacia delante, como si fuera a susurrarle algo al oído. Cogido con la guardia baja, McGrath se inclinó hacia él, y en ese mismo instante adivinó las intenciones del africano traicionero, pero demasiado tarde. La piedra que De Albor sostenía en la mano colisionó violentamente contra la sien del blanco. McGrath se derrumbó como un buey descuartizado, y De Albor corrió alejándose por el camino para desvanecerse como un fantasma en la penumbra.
5
La voz de Zemba
Por fin, en la oscuridad de aquella senda perdida en el bosque, McGrath logró moverse, y se levantó aturdido. Aquel golpe desesperado podría haberle roto la cabeza a alguien sin el físico y la vitalidad de un toro. Le dolía la cabeza y había sangre seca en su sien, pero la sensación más fuerte era un abrasador desprecio por sí mismo, por haber caído de nuevo en la trampa de John de Albor. Y sin embargo, ¿quién podría haberlo sospechado? Sabía que De Albor lo mataría si podía, pero no había esperado un ataque antes del rescate de Constance. El tipo era peligroso e impredecible como una cobra. ¿Habían sido sus súplicas para que le permitiese rescatar a Constance tan sólo una treta para escapar a la muerte a manos de McGrath?
McGrath miró aturdido a las estrellas que brillaban a través de las ramas negras como el ébano, y suspiró aliviado al ver que la luna aún no había salido. Los pinares estaban oscuros, como sólo un pinar puede estarlo, con una oscuridad que era casi tangible, como una sustancia que pudiera cortarse con cuchillo.
McGrath tenía motivos para estar agradecido a una constitución tan robusta. En dos ocasiones a lo largo del día, De Albor lo había engañado, y en dos ocasiones su prodigiosa anatomía le había permitido sobrevivir al ataque. Aún tenía la pistola en su funda, y el cuchillo en su vaina. De Albor no se había parado para registrarlo, ni siquiera se había detenido para propinarle un segundo golpe para asegurarse. Quizás las acciones del africano estaban dictadas por el pánico.
Bueno… eso tampoco cambiaba mucho las cosas. Creía que De Albor haría el esfuerzo de salvar a Constance, y él tenía intención de estar cerca, ya fuera para jugar por su cuenta, o para ayudar al mulato. No era el momento de matarlo, al menos mientras estuviera en juego la vida de Constance. Avanzó a tientas por el camino, espoleado por un fulgor creciente al este.
Llegó al claro casi antes de darse cuenta. La luna colgaba en las ramas más bajas, roja, lo suficientemente alta para iluminar el claro y el grupo de negros que esperaban acuclillados en un amplio semicírculo de cara a la luna. Sus ojos brillaban con luz lechosa entre las sombras, y sus rostros eran como máscaras grotescas. Nadie hablaba. Ninguna cabeza se giró hacia los arbustos tras los que estaba agazapado.
Había imaginado vagamente que encontraría hogueras furiosas, un altar manchado de sangre, tambores y el canto de enloquecidos adoradores; eso sería vudú. Pero ahora no se trataba de vudú, y existía un vasto abismo entre ambos cultos. No había hogueras ni altares. Pero el aire expulsado de sus pulmones silbó al pasar entre sus dientes apretados. Había viajado a una tierra lejana para buscar en vano los rituales de Zambebwei… y ahora era testigo de ellos a cuarenta millas del lugar donde había nacido.
En medio del claro el terreno se elevaba ligeramente formando un pequeño altozano. Sobre éste se alzaba una estaca remachada con hierro, que de hecho era el tronco afilado de un enorme pino clavado profundamente en la tierra. Y había algo vivo encadenado a esa estaca… algo que hizo que McGrath contuviese la respiración en una aterrada incredulidad.
Estaba mirando a un dios de Zambebwei. Se contaban historias que hablaban de criaturas semejantes, extrañas leyendas relatadas por temblorosos nativos a la luz de las hogueras en la jungla y que se extendían más allá de los límites del país prohibido, y que se transmitían de unos a otros hasta llegar a oídos de escépticos comerciantes blancos. McGrath nunca había creído en esas historias, aunque había buscado en alguna ocasión la criatura que describían. Y es que hablaban de una bestia que era una blasfemia contra la naturaleza… una bestia que se nutría de un tipo de alimento extraño para su especie.
La cosa encadenada a la estaca era un simio, pero un simio que el mundo ni tan siquiera habría podido soñar, incluso en las peores pesadillas. Su enmarañado pelo gris tenía reflejos de plata que brillaban bajo la luna creciente; parecía gigantesco incluso acuclillado sobre sus cuartos traseros. Erguido sobre sus torcidas y nudosas piernas, podría ser igual de alto que un hombre, pero mucho más ancho y compacto. Sus dedos prensiles estaban equipados con uñas semejantes a las de un tigre; no las romas y pesadas uñas de un antropoide normal, sino las crueles garras curvas como cimitarras de los grandes carnívoros. Su rostro era como el de un gorila, con el ceño bajo y protuberante, anchas fosas nasales y mentón retraído; pero, cuando gruñía, su enorme y aplastada nariz se arrugaba como la de un gran felino, y en el interior de la cavernosa boca se veían colmillos como sables, los colmillos de un animal de presa. Eso era Zemba, la criatura adorada por las gentes de la tierra de Zambebwei, una monstruosidad, una violación de las leyes naturales aceptadas: un simio carnívoro. Muchos se habían reído escuchando la historia: cazadores, zoólogos y comerciantes.
Pero ahora McGrath sabía que existían tales criaturas en el negro Zambebwei, y que eran adoradas, y es que el hombre primitivo tiene tendencia a adorar obscenidades o perversiones de la naturaleza. Como lo era un superviviente de eras pasadas: eso es lo que eran los simios devoradores de carne de Zambebwei; supervivientes de épocas olvidadas, restos de una era prehistórica desaparecida, cuando la naturaleza aún experimentaba con la materia y la vida adoptó múltiples formas monstruosas.
La visión del monstruo provocó en McGrath una profunda repulsión; era abismal, un recordatorio de aquel brutal pasado envuelto en sombras aterradoras del cual había emergido el hombre arrastrándose dolorosamente hace muchos eones. Esta criatura era una afrenta a la cordura; pertenecía al polvo del olvido, junto a los dinosaurios, los mastodontes y los tigres de dientes de sable.
Parecía enorme en comparación a la estatura de las bestias modernas… diseñado a la manera de otras épocas, cuando todas las cosas surgían de moldes más poderosos. Se preguntó si el revólver que portaba en su cintura tendría algún efecto sobre la bestia; se preguntó por qué oscuros y sutiles medios John de Albor había logrado transportar al monstruo desde Zambebwei hasta la tierra de los pinos.
Pero algo estaba a punto de suceder en el claro, anunciado por las sacudidas de la bestia, que tiraba violentamente de las cadenas y lanzaba hacia delante su cabeza de pesadilla.
De entre las sombras de los árboles surgió una hilera de hombres y mujeres de color, jóvenes, desnudos excepto por unas capas hechas con pieles de mono y plumas de loro que les cubrían los hombros. Sin duda ropajes traídos por John de Albor. Formaron un semicírculo a una distancia segura de la bestia encadenada y se hincaron de rodillas, inclinando las cabezas hacia el suelo ante él. Tres veces repitieron este movimiento. Luego se levantaron y formaron dos líneas, hombres y mujeres enfrentados, y comenzaron a bailar, o al menos sus movimientos semejaban un baile. Apenas movían los pies, pero el resto del cuerpo estaba en constante movimiento, retorciéndose, girando, encogiéndose. Los medidos y rítmicos movimientos no tenían ninguna conexión con los bailes del vudú que McGrath había podido presenciar. Esta danza era inquietantemente arcaica en sus reminiscencias, aunque ejecutada con una pasión incluso más depravada, primitiva y puramente bestial en un cínico desenfreno de movimiento.
Los bailarines no emitieron sonido alguno, ni los devotos acuclillados alrededor del círculo de árboles. Pero el simio, aparentemente enfurecido por sus continuos movimientos, alzó la cabeza y lanzó a la noche el aterrador alarido que McGrath había oído en otra ocasión… en las colinas en los limites de la negra tierra de Zambebwei. La bestia se lanzó hasta tensar totalmente la pesada cadena, echando espumarajos y rechinando los colmillos, y los bailarines huyeron como espuma barrida por una ráfaga de viento. Se esparcieron en todas las direcciones… y entonces McGrath pegó un respingo en su escondrijo, intentando ahogar un grito.
Desde las profundas sombras había aparecido una figura, con un brillo trigueño que contrastaba con las figuras negras que lo rodeaban. Era John de Albor, desnudo excepto por una capa de brillantes plumas, y sobre la cabeza lucía un aro de oro que podría haber sido forjado en Atlantis. En su mano portaba una vara de oro, el cetro de los sumos sacerdotes de Zambebwei.
Tras él avanzaba una figura lastimosa ante cuya visión a McGrath le pareció que el bosque iluminado por la luna comenzaba a dar vueltas a su alrededor.
Constance había sido drogada. Su rostro era el de un sonámbulo; no parecía ser consciente del peligro que corría, o del hecho de que estuviera desnuda. Andaba como un robot, respondiendo mecánicamente a la atracción que ejercía la cuerda alrededor de su blanco cuello. El otro cabo de esa cuerda estaba en la mano de John de Albor, que medio la guiaba, medio la arrastraba hacia el monstruo acuclillado en medio del claro. El rostro de De Albor aparecía intensamente pálido bajo la luz de la luna que ahora inundaba el claro de plata líquida. El sudor le empapaba la piel. Sus ojos centelleaban con una mezcla de miedo e implacable determinación. Y, tras vacilar unos momentos, McGrath supo que el hombre había fallado, que había sido incapaz de salvar a Constance, y que ahora, para salvar su propia vida de las garras de sus fanáticos seguidores, él mismo arrastraba a la chica hacia el sangriento sacrificio.
No salió sonido alguno de entre los devotos, tan sólo el siseo del aire entre gruesos labios al contener el aire de sus respiraciones, y las filas de cuerpos negros se agitaron como juncos al viento. El enorme mono saltó. Su rostro era como una máscara de demonio babeante; aullaba con aterradora impaciencia, haciendo rechinar los enormes colmillos, que ansiaban hundirse en aquella blanca carne y saciarse de su sangre. El monstruo tiró fuertemente de la cadena y el sólido poste tembló. McGrath, tras los arbustos, estaba petrificado, paralizado por la inminencia del horror. Y entonces John de Albor se colocó detrás de la sumisa víctima y le propinó un fuerte empujón que la hizo girar hacia delante y caer de cabeza en el suelo bajo las garras del monstruo.
Simultáneamente, McGrath se movió. Sus acciones eran más instintivas que conscientes. Su pistola del calibre 44 saltó a su mano y habló, y el gran simio gritó como un hombre agonizante y comenzó a dar vueltas, palmeándose la cabeza con las manos deformes.
Durante unos instantes la muchedumbre permaneció inmóvil, con ojos desorbitados y las mandíbulas caídas. A continuación, antes de que ninguno pudiera moverse, el simio se volvió derramando sangre por la cabeza, tomó la cadena con ambas manos y la rompió de un tirón, retorciendo y partiendo los pesados eslabones como si fueran de papel.
John de Albor se hallaba de pie justo enfrente de la bestia demente, totalmente petrificado. Zemba rugió y saltó, y el africano cayó de espaldas quedando atrapado debajo de él; luego lo destripó con garras como cuchillas, y le aplastó la cabeza dejándola convertida en una pulpa rosácea con un único golpe de la enorme zarpa.
Insaciable, el monstruo cargó a continuación contra los devotos, arañando, rebanando, golpeando, y gritando insoportablemente. Zambebwei hablaba, y la muerte llegaba con sus alaridos. Gritando, aullando y peleando entre ellos, los negros se pisaban unos a otros en demente estampida. Hombres y mujeres caían bajo aquellas garras cortantes y eran desmembrados por los chirriantes colmillos. Era un drama sangriento de frenética y descontrolada destrucción primitiva, lo primigenio encarnado en los colmillos y las garras demenciales que se zambullían en la matanza. Sangre y cerebro cubrían la tierra, cuerpos negros, miembros y fragmentos de cuerpos cubrían el claro iluminado por la luna apilados en espantosos montones antes de que los últimos de los despavoridos desgraciados encontraran refugio entre los árboles. Los sonidos de su torpe y aterrada huida se fueron desvaneciendo.
McGrath salió de su escondrijo casi al mismo tiempo que disparó.
Pasó inadvertido entre los aterrados negros, y él mismo, apenas consciente de la carnicería que se desataba a su alrededor, corrió atravesando el claro hacia la penosa figura blanca que yacía inmóvil junto a la estaca.
—¡Constance! —gritó acercándola a su pecho.
Lánguidamente abrió sus turbios ojos. El la sostuvo firmemente, ajeno a los gritos y la destrucción que les rodeaba. Poco a poco un brillo de reconocimiento se iluminó en aquellos adorables ojos.
—¡Bristol! —murmuró ella, incoherentemente. Luego gritó y se aferró a él sollozando histéricamente—. ¡Bristol! ¡Me dijeron que estabas muerto! ¡Los negros! ¡Los horribles negros! ¡Van a matarme! Iban a matar a De Albor también, pero les prometió que me sacrifi…
—¡No, pequeña, tranquila! —intentó calmar sus frenéticos temblores—. Ya pasó, ya pasó…
Abruptamente alzó la mirada para enfrentarse al sonriente y sanguinolento rostro de pesadilla y muerte. El enorme simio había dejado de desgarrar a sus víctimas muertas y se movía sigilosamente hacia la pareja viva en medio del claro. La sangre manaba de la herida que tenía en la cabeza inclinada y que le había hecho enloquecer.
McGrath saltó hacia él, protegiendo con su cuerpo a la chica postrada; su pistola escupió fuego, descargando una ráfaga de plomo en el poderoso pecho cuando la bestia cargó.
Pero ésta siguió avanzando, y la confianza de McGrath disminuyó. Bala tras bala, continuó disparando a sus partes vitales, pero ni siquiera así logró detenerlo. Finalmente le lanzó la pistola vacía al rostro de gárgola sin que surtiera efecto alguno, y con un bandazo y un revés la bestia lo tuvo entre sus garras. Cuando los gigantescos brazos comenzaron a cerrarse a su alrededor asfixiándolo, Bristol perdió toda esperanza, pero siguiendo su instinto de luchar hasta el final, clavó su daga hasta la empuñadura en la peluda barriga.
Y en ese momento, mientras lo acuchillaba, Bristol sintió que el gigantesco cuerpo del simio se convulsionaba con un violento escalofrío. Los grandes brazos cayeron a los lados… y a continuación sintió que lo lanzaba al suelo en un último estertor, mientras se balanceaba con un velo de muerte en el rostro. El Zemba murió de pie, y se desplomó cayendo de cabeza al suelo, donde se convulsionó una vez más hasta que finalmente quedó inmóvil. Ni tan siquiera un simio devorador de humanos de Zambebwei podía sobrevivir a semejante descarga de plomo explosivo.
Mientras el hombre se incorporaba, Constance se levantó y se lanzó a sus brazos, llorando histéricamente.
—Ya ha pasado todo, Constance —gimió, abrazándola aún más fuerte—. El Zemba está muerto. De Albor está muerto. Ballville está muerto. Los negros han huido. No hay nada que nos impida irnos ahora. La Luna de Zambebwei fue el final de todos ellos. Pero es el principio de la vida para nosotros.